El Retorno del Mal Identidades Negativas y Reconstrucción de la ...

Hoy las fronteras son un tópico urgente. La migración, pero también las diferencias culturales, las relaciones de género, los vínculos familiares, la corrupción y ...
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El Retorno del Mal Identidades Negativas y Reconstrucción de la Sociedad 1 Sergio Tonkonoff

Introducción: La Identidad como un Asunto de Fronteras Hoy las fronteras son un tópico urgente. La migración, pero también las diferencias culturales, las relaciones de género, los vínculos familiares, la corrupción y el delito son asuntos de fronteras. Las ciencias humanas academicistas, en su habitual insipidez, hablan de ellos como problemas sociales objetivables y medibles: externos al investigador que los escruta. Como si quisieran ignorar que se trata de problemas de un tipo particular: aquellos que nos ponen a todos en cuestión – cientistas sociales incluidos. Como si no vieran que la negatividad que comportan nos enfrenta y atraviesa, señalando incisivamente el despeñadero que nos constituye. Con todo, esta asepsia metodológica no parece protegerlos de la actual ansiedad-ambiente. La que emana de los “legos”, hombres y mujeres portadores de un sentido común al que les es cada vez mas difícil sostener que “una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa”. Ciertas filosofías dirán que esto siempre fue así. Que tras lo Uno siempre habitó lo múltiple, y que el Yo siempre fue muchos. Por eso Nietzsche pudo escribir, resumiendo su arte de provocar lo heterogéneo, que allí donde posemos firme y críticamente la mirada hallaremos un abismo. Hoy sin embargo, el abismo de lo múltiple, con su amenaza de indiferenciación catastrófica, nos embiste, vayamos o no a su encuentro. Acostumbrados como estábamos a la fortaleza del EstadoNación, a su belicosa determinación de un ellos y un nosotros, pretendíamos que sabíamos quienes éramos. Y cuando este Estado además de nacional fue “benefactor”, a esa seguridad patriótica se le sumaron algunos seguros sociales. De allí que en ese entonces – hace 40 o 1

Publicado en Construcción de Identidades, Raúl Alcalá (comp.), Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM, México, 2007

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50 escasos años –no sólo sabíamos o pretendíamos saber quienes éramos, es decir en qué nos diferenciábamos de los otros no-nacionales; también sabíamos en qué espacio social y cultural encontrábamos emplazados. Nuestros deberes y derechos sociales, así como nuestras posibilidades vitales ciertas, aparecían claramente balizadas. Por eso creíamos conocer el presente y, tal vez por eso, confiábamos en el futuro. Un fuerte entramado institucional nos aseguraba que, siempre que cumpliéramos con sus requisitos, siempre que leyéramos el mundo a través de la grilla que nos proveía, el mundo sería efectivamente inteligible y nosotros seguiríamos siendo … nosotros. Dicho en otros términos: la sociedad se encontraba efectivamente constituida como un orden socio-simbólico claro y reconocible por todos, y el Estado-Nación funcionaba como garante de ese orden. El Otro para estos Estados constituyentes de sujetos seguros, era el Otro de la nación. Dentro de esos extranacionales estaban, por supuesto, los amigos y los enemigos. El mundo se dividía así en bloques claramente identificados e identificables. Los comunistas nos dejaban saber que no éramos comunistas, y los no occidentales que éramos occidentales. Siempre que quisiéramos mantener nuestra identidad deberíamos evitar ser como ellos, y evitar que ellos se mezclaran con nosotros. Así su alteridad amenazante fortalecía nuestras certezas. La alteridad social (la alteridad interior) era, en cambio, siempre integrable. El pobre, el delincuente, el drogadicto, el homosexual, no constituían un “completamente otro” al modo del Estado musulmán o Bolchevique. Se trataba más bien un “por ahora otro”. Individuos y grupos de alguna manera anormales pero, de alguna manera, siempre normalizables. Promovidos por el Estado, el trabajo y la educación llegarían a los pobres para regularizar su situación social; y la prisión y/o la psiquiatría alcanzaría a los delincuentes y otros desviados para readaptarlos, para curarlos de su desviación. Ni unos ni otros eran enemigos de la sociedad, tampoco eran malvados. La categoría de enemigo irreductible solía reservarse para uso externo, y la de maldad esencial pertenecía a un mundo religioso y moral que el Estado benefactor y cientificista decía haber dejado atrás. Así las cosas, amigo-aliado-enemigo era el marco categorial utilizado para nombrar y comprender al mundo extra-nacional; y normalanormal (con su variación en grados), la grilla de entendimiento del mundo social sostenido por el Estado. De un tiempo a esta parte, el Estado ha tendido a abdicar de su vocación omnipresente y abarcadora. Ha abjurado también del adjetivo

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(benefactor) con el que quiso engalanarse durante cuarenta o cincuenta años. De un tiempo esta parte, además, la propia idea de nación se ha visto tensionada por los movimientos de desterritorialización trasnacional que trabajan sus fronteras amenazando su integridad. De un tiempo a esta parte, finalmente, la guerra por un lado y la cuestión criminal por otro, han pasado – o han vuelto – a ser operadores centrales en la construcción social y política de lo mismo y lo otro, del ellos y del nosotros. Las viejas alianzas y enemistades nacionales se han desorganizado, el bloque comunista se ha disuelto, y es preciso saber ahora de quienes habrán de defenderse los occidentales si quieren seguir siendo occidente. Al parecer el mundo musulmán (tan imaginario en su alteridad uniforme como lo fue el socialista) ha tomado el relevo. El combate contra este enemigo ha asumido las formas de una cruzada religiosa y moral. Asistimos a un re-encantamiento de las relaciones internacionales: peligros fantásticos y dioses mutuamente excluyentes renacen en un mundo que gusta pensarse como tolerante y multicultural. Otro tanto sucede con las alteridades interiores. El delincuente ha vuelto a constituir (como en el siglo XIX) uno de los fantasmas mayores de nuestras sociedades. Aquel que antes era categorizado como desviado o anormal – y por lo tanto integrable –, vuelve a ser un ser visto como impermeable a cualquier intento de inclusión. La vía de la “readaptación social” se encuentra cerrada y el transgresor de la ley (cuando es pobre) aparece nuevamente como un Otro intratable y, por lo tanto, fantástico. El presente trabajo se propone poner de manifiesto los mecanismos de producción del delincuente como una identidad estratégica a la hora de recomponer el mapa simbólico de la sociedad. Intentaremos dar cuenta, además, de las relaciones existentes entre esta alteridad tremenda y fascinante y otros extremos de la imaginación colectiva: las elites de la sociedad del espectáculo. Ambos polos, postularemos, concurren a la reconstrucción del sistema clasificatorio y valorativo de nuestras sociedades. Sociedades tensionadas por fuertes movimientos de in-diferenciación cultural y exclusión social. Pero antes de esbozar aquella topografía imaginaria y su dialéctica, intentaremos delinear la topografía social que la sostiene y, a la vez, la refleja.

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Tiempo, Espacio, Riesgo Retomemos el diagnóstico de nuestro tiempo asumiendo que la realidad se conoce por los extremos. Digamos que las sociedades actuales se hallan polarizadas en elites extraterritoriales y poblaciones localizadas. Digamos que la tardomoderna compresión espacio-temporal operada por las tecnologías de la comunicación, ha producido una suerte de reestratificación social a partir de las posibilidades de movilidad de los distintos sectores. En el tope de la pirámide, individuos y grupos vinculados en cuerpo y alma al flujo mundializado de las finanzas, el comercio, la información y el consumo. Todos ellos con posibilidades de desplazamiento virtualmente ilimitadas. Hombres y mujeres que – pasajeros de megaempresas transnacionales convertidas en embarcaciones de alto bordo, o audaces conductores de sus propias naves deportivas – navegan, material y simbólicamente capitalizados, emancipados de toda restricción territorial, las torrentosas aguas de la globalización. Los jóvenes miembros estas elites parecen ser los encargados de manifestar paroxisticamente esta tendencia. Largos raídes en las ignotas tierras del turismo aventura se alternan aquí con diestras performances en la web; una formación escolar multilingüe, con torneos de caza en la jungla del consumo mundial; peregrinajes de intercambio en los diversos centros de la cultura, con viajes de fin de curso a Brasil, Hawai o Filipinas. Aunque se encuentre progresivamente desatada de sus últimas sujeciones terrestres, esta elite del trabajo y del ocio mundializados, construye sus emplazamientos urbanos como puertos seguros: barrios privados, torres con vigilancia experta, oficinas custodiadas e inexpugnables. Siempre que sea posible prefieren las autopistas a las calles, y los espacios urbanos exclusivos a los lugares públicos. De modo que, con aseguramiento privado de las zonas residenciales y comerciales, así como de los espacios públicos tomados por estos grupos, esa libertad de movimiento en la cima no puede más que traducirse en restricción territorial en la base. Sucede que la posibilidad de movilidad espacial se halla, como el resto de los bienes materiales y simbólicos, diferencialmente distribuida

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en el conjunto social. Su límite inferior es entonces la inmovilidad. Allí habitan los “locales”, cuyo paroxismo es encarnado, también en este caso, por los jóvenes. Estos jóvenes pasan la mayor parte de sus horas entre los límites invisibles pero indelebles del barrio. Aún más que los adultos quienes, limitados, al menos deben desplazarse geográficamente al trabajo, ellos se están atados al espacio vacío y al tiempo hueco de la localidad.

Las Mayorías y sus Márgenes Entre los que han abolido el espacio y colmado el tiempo de desplazamientos reales y virtuales, y quienes viven un tiempo vacío por estar sujetos al espacio, se encuentra la mayoría insegura. Comprometida con la rutina y el territorio, en el preciso instante en que ambos se están volviendo irrelevantes; encandilada por arriba y abismada por debajo, la mayoría sueña con una ciudad segura. Es que la mundialización y sus identidades mutantes le sientan bien a quienes surfean en la cresta de la ola. La mayoría, en cambio, teme que la cubra el agua. Por eso añora la tierra. Por eso al movimiento ultra, tardo o pos moderno le corresponden toda clase de arcaísmos. A la emergencia de organismos trans-estatales, el resurgimiento étnico y religioso. A las ciudades globalizadas, los barrios feudales. A las sociedades de riesgo, las comunidades del miedo. Al auge del multiculturalismo y sus implicancias relativistas en términos morales, el retorno del mal. La mayoría habita en la arena movediza del presente sin querer o sin poder entregarse a su vértigo. Vértigo producido por la disgregación tendencial de nuestras configuraciones societales expuestas al embate de dos movimientos mayores: la indiferenciación cultural y la exclusión social. Respecto del primero, es posible afirmar que la ambivalencia constituye uno de los rasgos característicos de nuestra época. Y es que la vocación ordenadora de la modernidad, con sus recetas para la interpretación y la acción, parecen fracasar ante el dislocamiento cultural contemporáneo. Los limites clasificatorios se han vuelto difusos; las consecuencias de la acción, difíciles de prever; las identidades difíciles de definir. El resultado objetivo de todo esto es la imposibilidad manifiesta

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de referir objetos, sujetos y situaciones a categorías mutuamente excluyentes. Los resultados subjetivos son la incertidumbre y el miedo. Al parecer un conjunto de causas centrales en esta transformación se vincula progresivo reemplazo de las estructuras fordistas y burocráticas del capitalismo industrial por nuevas estructuras flexibles de información y comunicación. Esto ha modificado la naturaleza tanto de sujetos como de objetos en el orden capitalista de pos-organización. Estaríamos pues frente al descentramiento de los marcos tradicionales de regulación colectiva y, por tanto, de los procesos de constitución de identidades sociales, así como de los procesos de individuación. Esta trasformación no sólo obliga a los individuos y a los grupos a liberarse de la rigidez de las estructuras sociales anteriores; sino que además, los fuerza a apropiarse de capacidades y funciones que antes residían en dichas estructuras. En gran medida se han desdibujado los bordes significativos que orientaban sus conductas y proveían seguridades. Ahora, la obligación de auto-definición crece en la misma medida en que los márgenes de contingencia e incertidumbre se amplían. El segundo movimiento que caracteriza a las sociedades contemporáneas es el de exclusión. Movimiento que ha sido tematizado por la sociología angloparlante bajo el rótulo de underclass. Se trata de una noción bastante mal definida y demasiado amplia: desocupados crónicos, jóvenes, ancianos, tóxico-dependientes, inmigrantes, pobres estructurales pueden ser incluidos en ella. No obstante, a pesar de su relativa indefinición cumple en dar cuenta de dos fenómenos (diversos pero relacionados) que afectan, en distintos grados, a las sociedades actuales: la desocupación tecnológica y la ofensiva neoliberal sobre el que fue o quiso ser un Estado de Bienestar. Problemas relevantes, en nuestro caso, ya que la metamorfosis del trabajo y del rol estatal es también la transformación de dos polos centrales en relación con los cuales tradicionalmente los grupos y los individuos definían su posición en el espacio social. Y es este el proceso que puede ser captado, desde el punto de vista de sus consecuencias excluyentes, a partir del concepto de underclass. Esta noción permite marcar que también el margen (o el afuera) se ha dislocado. Ya no se encuentra solamente “abajo” (es decir, ligado a lo que el marxismo dio a conocer como lumpenproletariado). Antes bien, para muchos sectores el margen avanza lateralmente: jóvenes destinados a trabajos inexistentes, adultos con experiencia laboral no reconvertible a

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los nuevos estilos de producción, viejos sin lugar en el mundo. Al parecer estamos frente a un proceso general de producción de nuevos márgenes y, por tanto, de recalificación de los existentes. Un mapa a mano alzada nos permitiría hablar de, al menos, tres dinámicas emergentes en este sentido: a) la reestratificación de bastos contingentes de población como los “por ahora integrados” (es decir, vulnerables); b) la expulsión de muchos de los “antes-integrados”, c) recalificación de los ya marginados (y de los antesintegrados) como “in-integrables”. Esto, y no otra cosa, quiere decir underclass.

La Construcción Social del Mal Entre las potencias centrífugas de la indiferenciación cultural y de la exclusión social se juega el esfuerzo de quienes hemos llamado la mayoría. De los que pugnan por reconstruir los bordes de una realidad en fuga. Los que precisan nominar los peligros y reconstruir los límites, para no perder su condición de mayoría. Es decir, su posición central y a la vez subordinada. Los miembros de esta mayoría son fácilmente reconocibles: añoran el orden con un rictus desencajado. En ellos temor (“la previsión de un mal futuro” – según Hobbes) se ha convertido en miedo. Se trata ahora de impedir que el miedo se transforme en pánico: disgregación final. Este es el punto donde aquellos desplazados, los excedentes en la vida material de la nueva sociedad, se tornan imprescindibles para su funcionamiento simbólico. En ellos, sobre ellos, por ellos, la ciudad del consumo y del riesgo construye su afuera. Los expulsados, cuando son convertidos en Otros irreductibles por la imaginación preformativa de la mayoría, se muestran fabulosamente aptos para prestarle su nombre al miedo colectivo. Su criminalización, su nominación como alteridades peligrosas e irredimibles, es entonces una maquina privilegiada a través de la cual la sociedad de la “inseguridad ontológica” reconstruye sus márgenes. El mecanismo milagroso que fabrica el afuera y el abajo, para que el adentro y el arriba sean posibles; que produce enemigos, para que vuelva a haber amigos; que configura un ellos, para que exista un nosotros.

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Pero ¿qué es exactamente criminalizar? Para responder esta pregunta es preciso entender al delito como una relación social conflictiva, cuya realidad depende, en primer lugar, del sistema penal que la define y que, al mismo tiempo, reacciona contra ella. Por ello, el status social de delincuente presupone necesariamente, el efecto de la intervención de las agencias de control social penal. La criminalidad no es el atributo singular y privativo de algunos individuos, sino más bien la cualidad asignada por tales agencias a unos y no a otros. No llega a formar parte de ese status quien, habiendo tenido un comportamiento legalmente punible, no ha sido alcanzado por la acción sistema penal. En este sentido, la criminalidad es uno de los productos mayores de la actividad criminalizante del Estado. De allí la importancia de distinguir entre criminalización “primaria” y “secundaria”. Si la primera hace referencia a la fase de la previsión normativa penal (institución de las leyes penales), la segunda contempla el accionar del sistema penal en la selección qué ilegalismos deben ser perseguidos y qué sujetos deben ser criminalizados. Dicho de otro modo: una vez definido qué es delito y qué no lo es, los agentes de control social penal actúan como una “policía de tránsito” de los ilegalismos: dejan pasar algunos delitos y reprimen otros. ¿Habrá que decir que a este eficaz mecanismo responde la sobre-representación de pobres y menesterosos existente en la población carcelaria? Postulamos, entonces, que criminalizar es expulsar moralmente de la comunidad a quienes ya han sido excluidos materialmente de la sociedad. Y esta es una operación altamente rentable. Lo es para la gestión política estatal porque si se expulsa de la comunidad moral a los pobres ya no es preciso responsabilizarse por ellos. Y porque permite, además, que el propio Estado resista las presiones que la disipación globalizante y neoliberal ejerce sobre él, en lo que parece una solución de compromiso: el poder estatal queda reducido a su mínima expresión, pero ese mínimo de expresión es el punitivo (es decir, su máximo reaseguro simbólico). De este modo, que la criminalización sesgada se presenta como la posibilidad mantener al Estado en el lugar imaginario que se le ha asignado desde Hobbes, donde el ejercicio del ius puniendi constituye la garantía de su existencia, al tiempo que promueve su legitimidad. Lo es para la mayoría, porque el margen lábil e ilocalizable al que ha sido arrojada por el movimiento general de indiferenciación cultural y exclusión social finalmente se fijaría ... sobre otros. Fijación que permite

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la construcción de una identidad pura, libre de toda excrescencia, integrada como comunidad de propietarios-consumidores. Lo es para todos (clase política, las elites y las mayorías) porque criminalizar es ensañarse con los débiles. Dar un golpe que no puede ser devuelto. Desplazar el foco de conflicto desde los centros productores de transformaciones estructurales a lo que se ha construido como la suma de todas las amenazas: el micro-delito de los sectores populares. El mal, el margen hostil e invasivo, así delimitado y encarnado, se muestra como un enemigo conveniente gracias al cual un orden amenazado reconstruye sus fronteras simbólicas. Podemos esbozar ahora una definición comprensiva de criminalización: criminalizar es territorializar el miedo difuso, construir diferencias para establecer límites y jerarquías, fabricar identidades y afirmar hegemonías.

El Delincuente, El Margen y El Centro Se ve entonces como la criminalización moviliza políticamente la dialéctica imaginaria del centro y el margen, del adentro y el afuera. No es que el centro sea un lugar real o un sujeto concreto. Es, más bien, una sintaxis descriptiva y normativa. Sintaxis que construye al margen como su reverso; como aquel lugar donde él mismo se torna inoperante. El margen es pues un foco virtual caracterizado por el centro como ausencia de orden (como violencia, anomia, caos). Puede decirse que la vida social transcurre entre estos dos fantasmas: uno le indica lo que debe ser a pesar de toda transgresión, el otro señala el locus de la transgresión absoluta. Esta polaridad entre lo totalmente exterior y lo totalmente interior diseña una configuración espacial imaginaria de la cual dependen las ubicaciones reales. O, más bien, la valoración de tales ubicaciones. El delincuente es uno de esos lugares imaginados por el centro como lo enteramente otro: un extraño absoluto a toda red social e intersubjetiva, la encarnación del caos, el agente exclusivo de un mal radical. Su posición socio-simbólica se define, entonces, como la imagen invertida del orden: constituye lo Otro de la ley, la moral y la sociedad. Sociedad que, de este modo, se presenta como el conjunto producido por la conformidad perpetua de sus integrantes a las normas que lo organizan.

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Pero el margen delictivo (como cualquier otro) no es sólo el reflejo invertido que imagina el centro. También es productividad en relación con ese reflejo. El delincuente vive, al igual que el resto de los marginados, en los bordes de la ciudad fragmentada. O en los intersticios de sus distintos centros. Sólo que es un expulsado que vuelve. Se resiste a admitir su condición de supernumerario. Recusa el no-lugar social al que fue destinado. Por eso es un deslocalizado en la ciudad del consumo. Su sitio esta afuera, pero se niega a saberlo. De modo que se apropia del poder que se le ha atribuido (el poder del peligro), y más que buscar seguridad, se abisma en el riesgo. Transgrede la disposición tabicada de la sociedad dual, yendo al encuentro del tiempo colmado y prodigioso de la des-sujeción espacial. De este modo encuentra el mismo vértigo que se vive en la cumbre. Vértigo que – por definición – no nace del peligro: antes bien, lo engendra. Y en eso se distingue del temor. De allí que el delincuente no sea sólo el reflejo monstruoso del individualista propietario y del consumista inescrupuloso habitante de la mayoría. Es, además, el doble bizarro de aquellas elites que desde lo alto de la sociedad del espectáculo, brillan sobre la multitud de espectadores sumergidos en el miedo. He allí la composición de una dinámica social, política y cultural tan paradójica como característica de nuestro tiempo: la mayoría atemorizada forma sistema con los señores vertiginosos de la cumbre y con sus dobles enanos, los señores vertiginosos del subsuelo.

Coda: Identidades Marginales en el Centro de la Cultura Dibujamos hasta aquí a nuestras sociedades como compuestas por un margen superior, un margen inferior y una mayoría – atravesada a su vez por márgenes laterales. Esta coexistencia de márgenes diversos nos permite especificar la tesis que bosquejamos en el apartado anterior y que aquí buscaremos formalizar: existe una red de correspondencias entre las formaciones sociales marginales que tienen lugar en los espacios de exclusión y las formaciones sociales, igualmente marginales, que tienen lugar en los espacios sociales superiores. Esta red de correspondencias puede ser conceptualizada como un conjunto de analogías estructurales y de afinidades electivas. Analogías y afinidades que, en determinadas condiciones pueden dar lugar a tipos culturales nuevos.

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Así por ejemplo, existirían profundas afinidades entre tres espacios socio-culturales aparentemente distantes entre sí: el sector financiero de la economía, la política profesional y la delincuencia profesional. Para que una tesis como esta cobre consistencia, es necesario en primer lugar, articular un modo de comprensión de las altas esferas políticas y económicas como un margen (aunque éste sea superior), y luego avanzar en la búsqueda de analogías posibles con los márgenes inferiores. Veamos. La elite del poder, el dinero y el prestigio, se encuentra respecto del individuo de la mayoría en una posición opuesta, y frente a la estructura institucional de la sociedad, en una posición paradójica. Para dar cuenta de ello W. Mills caracteriza a los miembros de las elites del siguiente modo: “con sus decisiones pueden afectar poderosamente los mundos cotidianos de los hombres y las mujeres corrientes. No son producto de su trabajo; crean o suprimen trabajo para miles de individuos; no están limitados por simples responsabilidades familiares, pues pueden eludirlas. (…) No se sienten obligados hacia ninguna comunidad” (Mills, 1973:30). La “infraestructura” de este modo de experiencia social es la de una colocación estructural específica: por ocupar “puestos de mando”, por disponer de “medios de poder”, su rol institucional no los limita completamente. “Si la mayor parte de los hombres y las mujeres desempeñan cualesquiera papeles que se les permitan y lo hacen como se esperaba de ellos por virtud de su posición, eso es precisamente lo que no precisa hacer la minoría, y muchas veces no lo hace. Sus individuos pueden poner en tela de juicio la estructura, su posición dentro de ella, o el modo que tienen de actuar en dicha posición” (Mills, 1973:31). El modo de vida y la posición estructural de las elites son pues heterogéneos respecto de la mayoría. Y esto por encontrarse, en gran medida, fuera de las leyes que rigen el cotidiano de aquellas. Claro que se trata una marginalidad prestigiosa. ¿Qué es una elite sino un margen superior y luminoso? El estilo de vida de esta minoría es el universalmente deseable en el conjunto social del que es vértice. La elite es algo así como una excrescencia pura. Configura el punto excéntrico donde resplandece, con máxima intensidad, todo lo que debe ser querido. Allí la suma de lo deseable estalla en su exceso. El margen inferior, en cambio, es una excrescencia impura, rechazada. Sin embargo, comparte con la elite ciertas analogías

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estructurales: como aquella tiende a sustraerse de las estructuras socioculturales habitadas por la mayoría – aunque no se sustrae por exceso sino por privación; como aquellas tiende a la construcción de estilos de vida ex-céntricos y al desarrollo de diversos modos de parasitismo. Parasitismo, que en la elite, se encuentra sensiblemente acusado en el ámbito del capital financiero y de la profesión política. [Sería preciso argumentar con mayor precisión sobre la función política como una función parasitaria. En cualquier caso, parece innegable que ciertos estilos políticos –periódicamente hegemónicos – se basan en el gasto espectacular e improductivo]. El político y el banquero pertenecen al afuera y al arriba. Ambos acostumbran a construir su posición social, a establecer su status y jerarquía, a través del derroche público de riquezas. Riquezas cuya posesión no se presenta como originada en la actividad laboriosa y rutinaria, sino el riesgo y en la suerte. Ambos suelen formar parte del sistema de las estrellas en la sociedad del espectáculo. Gastan, y con este gasto desmedido y visible producen su separación prestigiosa del conjunto que les da la vida. Gobernantes, altos funcionarios y especuladores financieros, junto con otros ricos y famosos, cumplen de este modo una “Función Real”: el más impresionante de los arcaísmos posmodernos. Función que es la del derroche de la producción y los ahorros sociales, a ser realizado frente a la mirada extasiada de quienes así se satisfacen por persona interpuesta. El delincuente por su parte pertenece al afuera y al abajo. Pero a diferencia de sus congéneres del margen inferior no acepta la descomposición pasiva. Antes bien, transforma en acción su excentricidad infame. Se unge de la potencia que se le adjudica y señorea en su abyección. En cierto modo, él también brilla. Imagen invertida de los poderosos socialmente sancionados, exhibe, como aquellos, un estatuto rapaz, ostensiblemente ajeno a toda actividad templada, laboriosa o rutinaria. Estas analogías estructurales, se transforman, a veces, en afinidades electivas entre actores concretos, y pueden producir tipos culturales nuevos: misturas originales resultantes de la comunicación entre estos extremos sociales. El narco mexicano de frontera, de apretados vínculos con banqueros y políticos, constituye quizá una de las formas paroxísticas en que cristalizan estas afinidades.

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Así como existen transacciones económicas entre los cárteles y los bancos, existe, además, comunicación cultural entre los amos de las finanzas y los barones de la droga. Y entre ambos, agentes políticos estatales o para-estatales, obrando como intercesores, encubridores y/o cobradores de gravámenes al comercio ilícito. En todos ellos se cumplen los principios de deslocalización territorial, des-sujeción de las leyes y el vértigo como experiencias distintivas. En todos ellos, también, el derroche ostensible como signo de la majestad que otorga el poder de expoliación. Los narcos con sus revólveres incrustados de diamantes, los financistas y políticos con sus ternos exorbitantes. Actores políticos, banqueros, estrellas del show business, en la cima; jefes de bandas y otros pobres peligrosos, en la base. Figuras marginales que alimentan cotidianamente el temor y la esperanza, el éxtasis frío de las mayorías. Y de vez en cuando un Luis Napoleón Bonaparte, un “elemento principesco del lumpen proletariado”, un “jugador, aventurero y fatalista”, que actualiza, violenta, masiva y espectacularmente, las analogías estructurales entre estos márgenes insospechados.

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