NOTAS
Sábado 6 de febrero de 2010
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RIGUROSAMENTE INCIERTO
CUANDO HAY HAMBRE EN LA EPOCA DEL DERROCHE
Malos hábitos
El pan perdido
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CLAUDIO MAGRIS PARA LA NACION
NORBERTO FIRPO
U
PARA LA NACION
no se acostumbra a la desgracia. El infortunio, cuando es reiterado, produce hábito. Veamos cuál es el proceso: una desgracia genera tristeza, desencadena lamentos. Si la desgracia es recurrente, uno quizá se declare mufa (desde luego, sin participárselo a nadie) y a la larga se zambulla en la resignación. La resignación viene acompañada de este pensamiento: “En fin –dirá uno para sus adentros–, si la suerte ,que es grela, te larga parado, es al ñudo que trates de revertir la cosa”. Algunas religiones, las que profesan el culto al ñudo, advierten a sus fieles que toda reiteración de infortunios conduce a la última instancia del proceso; o sea, al acostumbramiento. Parece mentira, pero cuando las malarias del ánimo se suceden en cadena y caen sobre uno como pesados mandobles, milagrosamente uno se familiariza con el espanto, se adapta a él y tira para adelante, con duelo elaborado y fuerzas morales en la mochila. La Argentina ofrece un conmovedor ejemplo de lo que el responsable de estas líneas procura, esforzadamente, explicar. Cuando un país sufre por décadas la endemia de la corrupción; cuando no tiene un mísero modelo de conducta al cual asirse; cuando se vuelve imparable el derrumbe de ciertos indispensables valores sociales –esos que nutren la plácida convivencia– y ese oprobio fecunda drogadicciones, marginalidad y delincuencia, entonces sobreviene la suerte grela… Y cuando la adulteración de la realidad cuenta con auspiciantes oficiales (sujetos de común poco afectos al diálogo) y, en fin, cuando el poder recurre a martingalas testimoniales para atender sus asuntos partidarios, entonces los habitantes de ese país han de recorrer, pasito a paso, inexorablemente, ese sendero que hace escala en la tristeza y en la resignación y que lleva al puerto del acostumbramiento. Este diario, y el periodismo todo, dan cuenta de que tal proceso se cumple a pie juntillas. Increíbles hechos policiales (como, por ejemplo, el robo de un auto patrullero, en Tolosa; el ataque de unos chicos a una anciana, a la que le fracturaron la cadera y varias costillas para rapiñarle veintiocho pesos; las truculencias, con sangre derramada, que prodigaron tres recientes festivales de rock) apenas merecieron –en la prensa escrita– notitas de ocho líneas, ultrabreves. Del mismo modo, no más importancia le es adjudicada a la tracalada de expresiones políticas que agravian la democracia y que perturban el sano juicio de más de un ciudadano. La costumbre hace que ciertas desgracias sean vistas como propias y naturales del humano quehacer. La confusión, queridos míos, forma parte de las infamias que uno sobrelleva. © LA NACION
TRIESTE n 1923, en la Alemania azotada por la inflación, una libra de pan costaba 220.000.000 de marcos. Calculado a partir de las cifras de aquel año alemán, el desperdicio diario de pan en Milán ascendería a 7920 millones de marcos. Naturalmente, se trata de un costo insensato, teniendo en cuenta la total imposibilidad de comparar el valor del dinero en la Alemania de entonces con el de la Italia de hoy. Pero ese anormal parangón sirve para destacar la sensación de vértigo que invade al lector cuando las noticias referidas a cosas concretas o incluso nimias de la existencia cotidiana –como el pan– se traducen en números que ni siquiera es posible imaginar o relacionar con la realidad. Más de ciento cincuenta quintales de pan se tiran cada día en Milán; novecientos cincuenta mil toneladas de pan se consumieron en Italia el año pasado… En estos días, leyendo el diario, nos ponemos a hacer cálculos para traducir esos números en objetos concretos que la mente pueda abarcar, para saber cuántos panes o medios panes más podría haber comido cada milanés si todos ellos hubieran ido a rebuscar en la basura, cuántos hambrientos –para los que una hogaza es un milagro– hubieran podido saciarse con ese pletórico excedente. Cuando una crisis económica o un problema financiero se dilatan, parecen perder conexión con la realidad; aunque esa descabellada cifra alemana es en parte irreal, ofrece, sin embargo, una idea, desmesurada y fantasmagórica, de la gravísima dificultad que implicaba en esa época conseguir un pedazo de pan en Alemania. Lafitte, el banquero de Luis Felipe, el rey de Francia, decía que las finanzas suelen padecer de meningitis, y era un hombre que entendía de números y de sus relaciones, casi siempre peculiares, con las cosas. Sentimos que el monto de nuestro salario se corresponde concretamente con las cosas en las que podría convertirse y en las que se convierte –una comida, un abrigo, el alquiler– mientras no se desajuste tan peligrosamente con respecto al costo de la vida como para tornarse fluctuante e irreal, porque ya no sabemos para qué sirve en realidad, a cuántos cafés en el bar o al alquiler de un departamento de cuántos ambientes. Durante los últimos meses, las discusiones sobre la crisis –sobre sus dimensiones y sobre sus perspectivas, en suma, sobre su realidad– parecían burbujas de aire y de jabón, similares a esas burbujas (misteriosas para los profanos) de las que se hablaba, y que estallaban continuamente hasta desaparecer; demasiados expertos bancarios, financieros y económicos parecían desinflarse hasta convertirse en una nube. Ese desperdicio de pan corresponde a la locura generalizada en la cual y de la cual, vivimos, y de la que no puede escapar siquiera quien hace notar ese derroche, al igual que quien lo comete. Ese es justamente el escándalo, porque se trata de un atentado objetivo contra los que no tienen pan. Mi generación lo siente más intensamente que los más jóvenes,
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El Bicentenario, frente a la decadencia JULIO CESAR MORENO
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PARA LA NACION
e acerca el Bicentenario, pero los argentinos siguen sumidos en los agobios climáticos, sociales, económicos e institucionales, o sea, en los problemas del presente. Llegará el 25 de Mayo y en el Cabildo de Buenos Aires, el Congreso Nacional y las plazas principales y las legislaturas provinciales se realizarán actos alegóricos y se escucharán discursos que coincidirán al menos en un punto: la recordación del nacimiento de la patria en aquella lluviosa mañana de mayo de 1810. Por lo demás, los 200 años transcurridos desde entonces seguirán siendo objeto de controversias, sobre todo respecto de algunas etapas o momentos: el proyecto rivadaviano, la dictadura de Rosas, la batalla de Caseros, la Constitución de 1853, las presidencias fundacionales de Mitre, Sarmiento y Avellaneda, la generación del 80, los levantamientos montoneros, la conquista del desierto, el paso de una república de élites a una democracia constitucional ampliada, el surgimiento de los grandes partidos como el radicalismo, el conservadurismo y el peronismo. Y habrá seguramente más discrepancias que coincidencias, pero hay un punto que se afirma con el paso del tiempo como una verdad incontrastable: la Argentina tuvo un medio siglo de oro entre 1880, cuando asume Julio Argentino Roca la presidencia, y 1930, cuando el primer golpe de Estado moderno depone al presidente Hipólito Yrigoyen. En esos 50 años la Argentina avanzó a pasos gigantescos en todos los terrenos: el económico, el social y el educativo y cultural. En esas cinco décadas se multiplicaron varias veces las vías férreas, las cabezas de ganado y las áreas sembra-
das, al tiempo que se extendían por todo el país las escuelas y los hospitales públicos. La Argentina llegó a ocupar en esos años el primer lugar de América latina y estuvo por encima de varios países europeos, como España e Italia. No todo fue de color rosa en esos años (la historia nunca lo es) y la sangre y la violencia política y social salpicaron la imagen de un país que crecía y progresaba constantemente. Y la pregunta obligada, en el año del Bicentenario, es por qué la Argentina perdió ese lugar en y el mundo, por qué retrocedió tantos escalones y cedió una posición de vanguardia en materia educativa, social y económica, por qué dejó de ser el país más alfabetizado de América latina y hoy son cada vez más los chicos que no terminan, no ya el colegio secundario sino la escuela primaria, por qué dejó de ser un país de casi pleno empleo, una fuerte y amplia clase media y una clase trabajadora con altos ingresos, por qué los desocupados, los subocupados y los trabajadores en negro hoy son la mayoría de la franja social, por qué colapsó la clase media y se extendieron la pobreza, la inseguridad y la violencia urbana hasta grados desconocidos. Todas estas preguntas, y muchas otras más, se hacen los argentinos en este Bicentenario. No todas las preguntas podrán ser respondidas, y en torno a ellas surgirán nuevos debates. No toda la culpa ha sido de los argentinos, porque hubo factores externos (sucesivas crisis financieras y económicas en otras latitudes) que influyeron poderosamente, pero hay una culpa argentina que debe ser motivo de una profunda reflexión. © LA NACION
porque, aunque sin haber padecido el hambre, crecimos en una época en la que se comía todo lo que a uno le servían, sin tirar nada. Lo mismo que ahora; si bien buscando otros placeres en la mesa –como es justo, porque no estamos en el mundo para hacer penitencia– no se me ocurre dejar nada en el plato, incluso cuando la comida no me guste demasiado. Hace unos años, uno de mis hijos, cono-
Los 180 quintales de pan tirados cada día en Milán son sólo un atisbo de un enorme y trágico problema que azota al mundo ciendo esta costumbre mía y viendo que no me gustaba lo que estaba comiendo, se dedicó a llenarme de nuevo el plato cuando yo estaba distraído, seguro de que, impertérrito, volvería a dejarlo vacío. Es la clase de formación de una época de penuria, una formación que no es de lamentar. Pero el desperdicio, por otra parte, no caracteriza solamente a la sociedad opulenta, sino también, en ocasiones especiales, a los pobres: en una página memorable, Canetti describió el enorme derroche practicado por algunas poblaciones indígenas nada ricas para demostrar, en algunos rituales, poder y magnificencia, la realeza y el desapego que implica destruir incluso lo que es
necesario para la vida, de arrojarse a sí mismo al fuego. La miseria casi desapareció para nosotros, pero no para el mundo –donde está en aumento– y desde el mundo se infiltra en nuestra ciudad, en la existencia de tantos de nuestros conciudadanos, llegados desde lejos o nacidos a nuestro lado, que a la noche no tienen donde apoyar la cabeza, como dice en las Escrituras del Hijo del Hombre, ni donde encontrar un pan. Esos ciento ochenta quintales tirados cada día son un escándalo, pero ¿quién es el culpable? Es fácil y correcto pensar en los hambrientos, pero también es retórico si no se sugiere técnicamente, y de manera concreta, una manera de distribuir el pan entre quienes lo necesitan. Por cierto, no es nada simple, tal como han señalado en el Corriere della Sera algunas meritorias asociaciones de ayuda humanitaria. El problema se torna más trágicamente difícil si de la escala milanesa o italiana se pasa a la del llamado Primer Mundo en general, con respecto a los cientos de millones de personas que en las más diversas zonas de la tierra mueren de hambre y de sed, y a las que sería difícil alimentar e hidratar aunque tiráramos menos pan a la basura y usáramos menos agua para bañarnos. Los 180 quintales de pan tirados cada día en Milán son tan sólo un atisbo de un enorme y trágico problema que azota al mundo; trágico porque –aparte de ser una infame y deliberada injusticia que debemos eliminar– es objetivamente un problema de dificilísima solución.
Distribuir entre millones de necesitados el pan y el agua que no tienen y que nosotros desperdiciamos es más difícil que viajar por el espacio o hacer mutaciones genéticas; somos capaces de transformar radicalmente al ser humano, que pronto será diferente de la humanidad que conocemos, pero no somos capaces de darle de comer y de beber. A todo eso se agrega la injusta explotación de todo género, perpetrada por
Somos capaces de transformar radicalmente al ser humano, pero no somos capaces de darle de comer y de beber tantas potencias y fuerzas económicas, que perjudica al planeta y a una innumerable cantidad de sus habitantes. Los voluntarios –no sólo los religiosos, sino especialmente ellos– que en los lugares más castigados de la Tierra ayudan contra toda esperanza a sus cada vez más numerosos hermanos que viven en condiciones abominables, salvan el honor de la humanidad, como soldados que no se rinden, pero toda la especie humana está sentada sobre el borde de un volcán que no está extinguido. Esos panes tirados a la basura son los pequeños escombros y astillas que dan fe de que la lava bulle. © LA NACION
Traducción: Mirta Rosenberg
Crespo y la identidad NESTOR TIRRI
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os universos de los diplomáticos, de los deportistas, de los músicos y de los cantantes (especialmente los de escuela lírica) mantienen lazos sutiles. El insospechable vínculo, que en algún momento emerge, tiene que ver con el desarraigo. Pero no cualquiera, sino el que depende del destino, de las circunstancias. Como corresponde, por lo demás, a la esencia de tantos desarraigos no programados, y no necesariamente por razones políticas. Los argentinos suelen afirmar, con énfasis de culpa o de melancolía, que tal artista o tal futbolista tuvieron que desarrollar su carrera afuera. Lo cierto es que los países industrializados siempre ofrecieron mejores condiciones económicas para tal desarrollo, y a esto no hay con qué darle. Los que se van muy temprano y triunfan en el exterior se perfilan como celebridades a una edad precoz e insensiblemente van perdiendo de vista los orígenes. Piénsese en los casos de Daniel Barenboim y Lionel Messi, por citar los más obvios y actuales. (Del pasado, ni hablar de Cortázar y Emilio Pettoruti, “anclados” en París, o Pepe Iglesias y Alfredo Di Stéfano, arraigados en España.) Hace poco, y en ocasión de asumir funciones directivas, Daniel Passarella soñó con repatriar a Hernán Crespo, quien partió muy joven de las filas de River Plate a mediados de los 90. La pretensión sonaba razonable, porque es frecuente que algunas figuras de disciplinas que dependen de la plenitud atlética regresen cuando la decadencia física les indica que en poco tiempo más deberán retirarse. Hace pocas semanas, en el programa de la RAI Domenica Sportiva (el equivalente italiano dominical de Fútbol de primera) se insinuó la hipótesis de que Pippo Inzaghi –cercano a los 40 y ya escasamente activo en el Milan, que lo convirtió en ídolo– volviera al Parma, el equipo, más modesto, en el que se había iniciado. Tuvo
PARA LA NACION
que salir al paso el manager de la institución milanesa, Adriano Galliani, para desmentir esa suposición y asegurar: “Super-Pippo terminará su carrera en el Milan”. Lo que para el Parma no pasó de ser una expresión de deseos con Inzaghi, se concretó, en cambio, con Hernán Crespo, quien había sido lanzado a la proyección internacional con su formidable performance en el Parma. Había debutado en River en 1993, y en tres años marcó 24 goles. En agosto de 1996, a los 21 años, el Parma se lo llevó a Italia (6500 millones de liras de entonces); con este equipo obtuvo la Copa UEFA, en una final contra el Marsella (3-0), y uno de los goles fue suyo. En el Parma jugó entre 1996 y 2000, año en que pasó a la Lazio (39 goles); 2002-2003, en el Inter; 2003-2004, al Chelsea; 2004-2005, en el Milan. Vuelve al Inter (2006-2009), hasta que comienza el “ocaso” (llamémoslo así): en la pasada temporada, el Inter adquiere al argentino Diego Milito, delantero del Genoa en alza, y Crespo va a ocupar su lugar en el módico equipo genovés. Con los “emiliani” del Parma había jugado 116 partidos y marcado 62 goles. Es decir, allí cumplió la etapa más brillante de su carrera. De ese período extraigo un recuerdo personal: en mayo de 1997, dado nuestro origen parmense por vía paterna, con mi hijo Rómulo visitamos a nuestros familiares de Parma; la escuadra local enfrentaba al Vicenza y mi hijo no quiso perdérselo. “Ganamos” 3-0… ¡y los tres goles fueron de Crespo! Para la hinchada de casa el argentino era el ídolo principal. Rómulo salió exultante del estadio Ennio Tardini, en los vestuarios consiguió una camiseta oficial del equipo, se la puso y se convirtió en lo que Italia llaman un tifoso (un hincha apasionado). Pero después vino el crack financiero de la Parmalat, la gigantesca empresa que esponsoreaba al club. Calisto Tanzi, presidente del club, fue acusado de estafa. El club comenzó
vender a sus estrellas: Buffon, Cannavaro, Chiesa, Crespo… El Parma descendió a la B. En esta temporada 2009-2010, el equipo volvió a la A” y en diciembre llegó a estar cuarto en la tabla. Hace unos días, el 29 de enero, la sorpresa: al comenzar la etapa “revancha” del campeonato después de la pausa navideña, Hernán Crespo dejó el Genoa y ha vuelto al Parma. En conferencia de prensa, el argentino naturalizado italiano, feliz, pronuncia la frase de la que Passarella habrá preferido no enterarse: “No puedo creerlo. Estoy volviendo a casa”. Aquí viene la difícil y dolorosa cuestión que moviliza estas reflexiones: ¿su origen no era Florida, en la Argentina? ¿Su “casa” no era River? En la presentación, Crespo exhibió la camiseta del Parma, flanqueado por sus dos hijitas italianas, en presencia de su esposa, también italiana: cuesta imaginar a esas niñas, arrebatadas de sus escuelas en Italia y chapurreando castellano en un lejano país de América latina. Parma es la ciudad en la que el muchacho de 21 años se consagró, e Italia es la tierra donde creció y formó su familia. Ocurre con el diplomático que se arraiga en alguno de los países a los que fue destinado (un participio elocuente: “destinado”) porque allí formó una familia que habla otro idioma y que vive una cultura distinta. La patria también es eso: el espacio donde alguien afirma su identidad, donde las circunstancias lo llevan a dar lo mejor de sí. Como en las grandes obras de ficción, sea en el cine, la literatura o el teatro, la peripecia humana responde, no a las expectativas del sujeto, sino a lo que decide y construye, por una vía subrepticia y sutil: el destino. © LA NACION
El autor es crítico de cine y escritor. Entre sus libros se cuenta La piedra madre.