El mismo paisaje interior

Que la novedad sea tan añe- ja constituye, sin embargo, un favor para los lectores de lengua española, no sólo porque permite completar el retrato de.
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EL ARTE DE LA VIDA

TIERRAS DE PONIENTE

CRÍTICA DE LIBROS

POR ZYGMUNT BAUMAN

POR J. M. COETZEE MONDADORI TRAD.: JAVIER CALVO 175 PÁGINAS $ 42

NARRATIVA EXTRANJERA

ENSAYO

PAIDÓS TRAD.: DOLORS UDINA 173 PÁGINAS $ 37

Se publica en español Tierras de poniente, primera novela del sudafricano J. M. Coetzee que, sin la concentración y la limpieza de narraciones posteriores como Elizabeth Costello, muestra ya el mundo duro y sin inocencia que caracteriza toda su obra

Crítica de la razón individualista

POR HUGO CALIGARIS

POR ANA MARÍA VARA

El mismo paisaje interior De la Redacción de La Nacion

S

ólo ahora aparece en español la primera ¿novela? del sudafricano John Maxwell Coetzee, publicada en 1974. A Tierras de poniente (“Dusklands”) la separan dos décadas de las consagratorias Desgracia, Elizabeth Costello y Hombre lento, que condujeron al autor en 2006 a la Academia Sueca y al inevitable Premio Nobel. Que la novedad sea tan añeja constituye, sin embargo, un favor para los lectores de lengua española, no sólo porque permite completar el retrato de un narrador que ya se sabía notable, sino también porque, visto desde la perspectiva actual, aquel lejano texto inicial cobra mayor sentido. De haber “comenzado por el principio”, en orden cronológico, a muchos se les hubiera hecho más difícil el acceso a la obra de Coetzee y se hubieran apartado de ella, lo que habría sido una equivocación desafortunada. Las dudas sobre el género literario al que pertenece Tierras de poniente tienen un porqué: consta de dos partes aparentemente independientes, desconectadas en lo expresivo y en lo temático. La primera, “El proyecto Vietnam”, podría ser tomada, en cierta forma, como una nouvelle. Es el diario en el que Eugene Dawn, un psicólogo especializado en mitografía, registra las dificultades con que va tropezando su informe sobre la propaganda de guerra. Allí analiza por qué Estados Unidos no está logrando convencer al mundo, ni a los vietnamitas, de la justicia de su causa y ofrece consejos y recomendaciones para remontar la cuesta. Dawn (en inglés, “amanecer”, lo contrario del “dusk” incluido en el título original) se ha negado a formar parte de una excursión a Vietnam para conocer el terreno. Ha preferido trabajar como un teórico, en abstracto. El problema es que su informe es demasiado “creativo”, demasiado “elevado” para la inteligencia promedio de los mandos militares a los que está destinado. “¿Por qué hemos dejado de usar el Prop 12, un vene14 | adn | Sábado 4 de julio de 2009

Coetzee MICHELINE PELLETIER / CORBIS

no espectacular? ¿Por qué solamente lo hemos usado en las tierras de comunidades reasentadas? Hasta que nos mostremos como somos y nos deleitemos en el verdadero significado de nuestros actos, continuaremos sufriendo el doble castigo de la culpa y la falta de eficacia”, dice. El supervisor editorial de Eugene (que se llama, sugestivamente, Coetzee) toma cada vez más distancia de él, y Dawn enloquece. Su descripción de la situación bélica y el relato de sus reacciones ante el rechazo son expuestos, hasta el impactante final, con la voz de un demente. La segunda parte, “La narración de Jacobus Coetzee”, nos lleva sin transición a otro tiempo y a otro lugar: Sudáfrica, a mediados del siglo XVIII. También es un diario, al menos en su sección central. Un colono holandés cuenta casi sin la menor piedad la venganza que emprende, bien al norte del Cabo, en el interior aborigen del país, contra una tribu de hotentotes que habían osado tomarle el pelo y humillarlo, de modo más bien rutinario, en

el curso de una expedición anterior. El tono literario de esta segunda parte es el de una tremenda crónica de viajes. Los protagonistas son ficticios, pero la historia y la sangre fueron, seguramente, muy reales, y esta idea provoca un horror que no cede hasta el último párrafo. Pese a las apariencias, y más allá de las notables diferencias, hay hilos conductores entre las dos partes, lo que da para pensar en una forma muy abierta de novela, tan abierta como lo serían muchas de sus narraciones posteriores. En las dos mitades de Tierras de poniente está Occidente, el mundo de los blancos, abriéndose camino entre los otros a fuerza de metralla: en la primera, a través de la imaginación delirante de Dawn, y en la segunda, en las manos salvajes de Coetzee. También está en los dos casos, aunque cueste decirlo, la ferocidad de los oprimidos, apenas más suave, si lo es, que la de sus opresores. Y, siempre, la violencia sin redención, en una época y un continente determinados, pero presente también en todos

los restantes. Una violencia que niega la compasión del hombre por el hombre, la compasión del hombre por los animales y por cualquier ser viviente. Una violencia que, sin embargo, no es ajena a la vida, que tal vez sea incluso parte nuclear de la vida, y que, sin embargo, no dejará jamás de ser horrible. Coetzee es un escritor del apartheid. “La literatura sudafricana es una literatura sojuzgada, lo que se transparenta incluso en sus más hermosas páginas, acosada por el sentimiento de ser extranjero en el propio país y por aspiraciones de una liberación sin nombre. Es exactamente la clase de literatura que se espera que escriba la gente desde la prisión. Es una literatura no del todo humana”, dijo en Jerusalén en 1987, al recibir uno de sus múltiples premios. Nacido en Ciudad del Cabo en 1940, Coetzee vivió, estudió y trabajó como profesor en Inglaterra y Estados Unidos. Volvió a su país en 1984, pero no pudo resistirlo demasiado tiempo: ahora reside en Adelaida, Australia. Aunque no es un escritor político, ni siquiera del todo realista, el conflicto sudafricano lo sigue a todas partes como uno de los perros de su Desgracia. Cuando escribió Tierras de poniente su estilo no había alcanzado aún la concentración que tiene ahora, ni sus frases la limpieza y perfección actuales. Eran más nítidas las huellas de los autores que lo influyeron: Beckett, Defoe. Pero su paisaje interior es el mismo que en sus libros futuros: duro, sin redención, sin espacio para la depresión o la melancolía. En el mundo de Coetzee, ni siquiera el autor es inocente. Pero lo extraño de él, su magia negra, son sus reservas poéticas, su escondida delicadeza. Escritores viriles, de la amargura, la lucha o la protesta, hay muchos, pero no abundan entre ellos los enamorados del Quijote ni los que se han fabricado un álter ego femenino, como lo ha hecho J. M. Coetzee con su personaje de Elizabeth Costello.

Para La Nacion

C

ada tanto, ganan visibilidad pensadores que parecen reflejar cierto espíritu de época. Inesperadamente, sus obras devienen best sellers de calidad –casi un oxímoron– y su nombre se convierte en referencia obligada. Decir hoy Zygmunt Bauman o hablar de su Vida líquida produce un momento de reconocimiento similar al que hace diez años producían Gilles Lipovetsky y su La era del vacío o Jean-François Lyotard y La condición posmoderna. El boom editorial de Bauman es periódicamente alimentado por una nueva obra. La veintena de títulos disponibles en español casi pueden leerse como los tomos de una enciclopedia temáticoproblemática, que va cubriendo distintas cuestiones del presente, alrededor de su noción de “modernidad líquida”, que se pretende superadora de las nociones de “modernidad tardía” y de “posmodernidad”. Lo característico de nuestra época, según este sociólogo nacido en Polonia y profesor emérito de la Universidad de Leeds, es que nada es permanente ni gana arraigo: de las relaciones afectivas a las de trabajo, y de las laborales a las sociales. En este panorama, obras como Vida líquida y Amor líquido resultan complementarias de Vidas desperdiciadas y

Europa. Una aventura inacabada. En los libros del primer agrupamiento, Bauman hace foco en los aspectos personales, en la vida privada de los sujetos que analiza; los segundos ofrecen una mirada más exterior: proponen un desplazamiento espacial (al hablar de los otros, los “parias” de la modernidad), o temporal, al reflexionar sobre el camino que llevó a la constitución de la nueva Europa. El arte de la vida pertenece al primer grupo, en el que autor y lector forman parte del mismo colectivo, de un mismo “nosotros”. Está escrito para europeos de clase media, consumistas y cosmopolitas, que gozan de un entorno donde ni siquiera el terrorismo global es una amenaza grave. A esos iguales, Bauman les muestra que, alcanzados los ingresos que aseguran la supervivencia, consumir más no los hace más felices. Ni en términos micro –como aumento de los ingresos– ni en términos macro: como insiste en la introducción, “el crecimiento del ‘producto interior bruto’ es un índice bastante pobre para medir el crecimiento de la felicidad”. El autor recorre las consecuencias de esta idea en un tono que se acerca al de los libros de autoayuda. Discutiendo la relación entre consumismo e identidad, advierte a sus lectores: “A no ser que encuentres una etiqueta, un logo o una tienda en los que puedas confiar, te sientes confuso y tal vez perdido”. Más adelante,

El sociólogo polaco Zygmunt Bauman LAURA HODGSON

los insta a la compasión cuando les explica: “Si la felicidad está permanentemente a nuestro alcance y si alcanzarla sólo consume los pocos minutos necesarios para hojear las páginas amarillas y sacar la tarjeta de crédito del bolsillo, es evidente que la persona que no consigue la felicidad no puede ser ‘real’ o ‘genuina’, sino que es un dechado de pereza, ignorancia o ineptitud… cuando no todo a la vez”. Quizá la mayor densidad conceptual del libro es la vinculación que establece Bauman entre el superhombre de Nietzsche y el “hombre líquido” actual, en la medida en que éste es “el gran maestro de la autoafirmación, capaz de evadirse o escapar de todas y cada una de las cadenas que atrapan a los mortales ordinarios”. Este “proyecto de superhombre” de la tarjeta veloz, alerta el sociólogo polaco, está condenado al fracaso porque la vida es incierta. En esto se acerca a la propuesta del alemán Ulrich Beck y su “sociedad del riesgo”. Frente a un entorno de abundancia en recursos que, sin embargo, no garantiza nada, Bauman propone aumentar la apuesta: “Debemos plantearnos retos que sean (al menos al momento de establecerlos) difíciles de conseguir a bocajarro, debemos escoger objetivos que estén (al menos en el momento de su elección) mucho más allá de nuestro alcance y unos niveles de excelencia que parezcan

estar tozuda e insultantemente muy por encima de nuestra capacidad”. El arte de vivir demanda “intentar lo imposible”. Ahora bien, este sugestivo paralelo con el arquetipo nietzscheano también deja en evidencia una contradicción fundamental del libro. Y no sólo porque confirma a sus lectores en un lugar de autosuficiencia. La mayor inconsecuencia se deriva del hecho de que Bauman denuncia el individualismo del hombre líquido escribiendo un libro individualista. Por un lado, hace acusaciones de egoísmo y miopía: “La preocupación por cómo se gobierna el mundo ha cedido paso a la preocupación por cómo se gobierna uno”, amonesta. Pero, por otro, Bauman denuncia ese estado de cosas sin apelar a categorías que superen el nivel de los individuos: escribe un libro sin política. Habla de marcas, pero no de transnacionales. Habla de consumismo pero no de distribución de los ingresos. Habla del PBI de los países pero no de neoliberalismo, ni de neocolonialismo, ni de globalización. En este sentido, si bien El arte de la vida puede entenderse como una crítica fundamental a la razón individualista, lo cierto es que no puede escapar a esa misma lógica. Y es allí donde la cercanía de autor y lectores se revela un boomerang, que encierra a ambos en un círculo de reproches del que no encuentran salida. © LA NACION

© LA NACION

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