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Siempre aparecen cadáveres por aquí. Francisco Guerrero, “El Chalequero”, testigo de la corte, 1908.
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n julio de 1908, El Imparcial, un diario de la Ciudad de México, publicó una serie de artículos sobre La Bolsa, un vecindario pobre ubicado al noreste en las afueras de la capital. Al igual que el contaminado Río del Consulado, La Bolsa mantenía una reputación terrible entre las clases altas del porfiriato. Al mismo tiempo, los lectores, que tenían cierta fascinación por ese barrio, consumían ávidamente los reportes sobre los recientes crímenes pasionales ocurridos allí. Esperando capitalizar este mórbido interés, el diario envió a un reportero a esta colonia. La siguiente serie de reportajes arrojó un interesante material de lectura. El reportero anónimo comenzó su viaje describiendo, con un tono de suspenso, su entrada en La Bolsa. Como si estuviera descendiendo por los círculos exteriores del infierno, el viajero urbano notó que los edificios se veían más decrépitos mientras más se internaba en el vecindario. Tras ahuyentar a un grupo de niños hambrientos logró hacerse por fin de los servicios de un guía. Entonces llegó el momento crucial: hacer contacto con los residentes. El reportero entrevistó a varios de ellos, enfatizando el evidente estado rudimentario de sus condiciones de vida y el lenguaje ordinario que usaban. Al final, a pesar de las objeciones hechas por uno de los residentes, concluyó que La Bolsa era un foco de “infección, mal e infamia” y que debía ser demolido.21
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La expedición, casi como de safari, que realizó el reportero a La Bolsa, similar al viajero de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, presenta una mirada convincente no sólo de los márgenes de la Ciudad de México en la última parte del periodo porfirista, sino también de la mentalidad de la élite urbana. El articulista, sin conocer la verdadera naturaleza de La Bolsa, un refugio para inmigrantes desolados por la pobreza provenientes del México rural, creó una imagen que se ajustaba a las necesidades y a la voluntad de la clase alta de la capital, quienes solían ver a los pobres como la fuente de una epidemia imaginaria; y, a las colonias del tipo de La Bolsa, como cloacas —literalmente— de vicio y perdición. A los ojos del reportero, la ubicación de La Bolsa correspondía al “otro lado”; una idea que se había fijado en la conciencia pública por más de 20 años. Sin embargo, ¿de dónde vino esta idea? En general, las élites del porfiriato veían a las colonias populares como si fueran sólo parte de un mundo más grande parcialmente oculto. Para finales del siglo XIX, la Ciudad de México contaba con docenas de vecindarios de gente de clase obrera y con cientos de pulquerías, vecindades, burdeles, fondas y albergues para vagabundos. Estos recintos sociales sirvieron como refugio para una subclase urbana que las élites vieron cada vez con mayor temor. Sin embargo, para los pobres, éstos eran espacios donde las relaciones sociales se establecían y reafirmaban. Los distintos cementerios de la ciudad, así como sus principales prisiones, Belén y Lecumberri, funcionaban de esta misma manera a pesar de las objeciones de algunos críticos provenientes de la élite. Aunque la gente pobre de la ciudad veía y utilizaba esta topografía social tanto para la recreación como para tejer una red social, la élite de la ciudad la percibía de modo distinto. Los periódicos de la Ciudad de México hicieron popular esta percepción, reforzada por numerosos informes gubernamentales y relatos de viajeros. Como resultado, las élites inventaron un mundo criminal subterráneo y lo colocaron entre y dentro del mundo de la pobreza citadina.
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El centro del imperio
Para el gobierno porfirista, la Ciudad de México no sólo funcionaba como la red del poder nacional, sino también como el centro del orden y el progreso. Por lo mismo, las élites de la capital lucharon por tener el control de la clase baja emergente. El régimen, por ejemplo, mantuvo la división tradicional de la Ciudad de México en ocho territorios principales o distritos. Cada distrito contenía numerosas colonias o vecindarios, algunos oficiales y otros no. Fuera de la ciudad, pero todavía dentro del Distrito Federal, uno podía ubicar toda suerte de pequeñas aldeas y pueblos conectados a la capital a través de una red de caminos y vías del tren. Sin embargo, esta topografía oficial no coincidía con la verdadera ciudad: un mosaico de colonias y barrios pobres bien conocidos por sus habitantes. Era ésta ciudad la que le preocupaba a la clase de la élite.22 Historia, inmigración y sabiduría popular se habían combinado para formar las bases del submundo citadino. En busca de oportunidades económicas o por placer, la clase baja deambulaba a voluntad por la Ciudad de México, desafiando constantemente a las autoridades. De la misma manera que los reformistas coloniales de la Casa Borbón, quienes trataban de controlar el comportamiento de la gente, las élites porfirianas creían que regulando las pulquerías y otros lugares frecuentados por la clase trabajadora limitarían eficazmente las actividades sociales de la clase baja.23 Éstas sólo eran buenas intenciones. La gente pobre de la Ciudad de México desobedecía con frecuencia las leyes que regían su comportamiento o manifestaba abiertamente su desconocimiento de tales restricciones. La inmigración de la gente del campo a la ciudad intensificó las preocupaciones principales de la élite. Tras varias décadas de desarrollo económico, la población de la Ciudad de México había aumentado a 12 millones en 1895, la fecha del primer censo confiable. Aunado a esto, los desplazamientos económicos al interior del país habían alimentado una ola de inmigración a
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la capital. En 1877, por ejemplo, la población de la Ciudad de México era aproximadamente de 230 mil habitantes. En 1900 era de 344 721 y para 1910, al final de la época porfiriana, era de 471 066. Un porcentaje considerable de la población de la capital (40 por ciento) se conformaba por personas menores de 30 años de edad. Las élites porfirianas veían esta tendencia como algo preocupante.24 Por lo tanto, el gobierno intentó tomar el control de la situación instalando subestaciones de policía en cada uno de los ocho distritos. De forma muy parecida a los métodos de sus homólogos coloniales en Asia y África, los administradores municipales confiaban en dividir un espacio geográfico en zonas reguladas, facilitando la tarea del gobierno.25 Aunque la ubicación de cada subestación cambiaba, la red de distritos obedecía a una distribución caprichosa. Por ejemplo, la cuadrícula del mapa comenzaba con el primer distrito, que estaba ubicado en el sector noreste de la capital. El tercer, cuarto, quinto y séptimo distritos estaban ubicados al oeste. Del mismo modo, a lo largo de la parte sur, el segundo distrito estaba en el este, con el cuarto, sexto y octavo al oeste. El tamaño y la forma de cada distrito era irregular, herencia de antiguas divisiones coloniales y de fronteras prehispánicas. Como resultado, no se podía clasificar una sección completa ni como segura ni peligrosa; por ejemplo, la parte norte del tercer distrito era considerada de riesgo, pero la sección de la parte sur, que llegaba al centro de la ciudad, era relativamente segura gracias a las numerosas patrullas de la policía apostadas en las esquinas de las calles del centro.26 Las autoridades municipales hicieron todo lo posible para regular el desarrollo de las colonias urbanas que conformaban cada distrito, creyendo que algunas eran fuentes constantes de crimen y desorden. En 1875, el concejo de la Ciudad de México aprobó una ley en la que se establecía que cualquiera que intentara formar un nuevo vecindario debía solicitar primero un permiso y proporcionar la información acerca de la viabilidad del proyecto.27
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Las normas de 1875 representaban el primer intento por imponer un sentido de orden en el desarrollo de los vecindarios, ya que varios de los existentes habían crecido de manera informal a lo largo del siglo XIX. Mientras algunas colonias eran planeadas, otras eran antiguos patrimonios que se desarrollaron a partir de las parcelas indígenas o barrios. Conforme la capital fue creciendo, estos barrios fueron absorbidos y urbanizados lentamente, pero su carácter tradicional permaneció. La estabilidad política, el traslado de la gente adinerada del centro de la ciudad a vecindarios recientemente planeados, la inmigración de la gente del campo a los sectores pobres, y lo más importante, la llegada de la “modernidad” porfiriana, fueron todos factores que contribuyeron a la creación de las colonias de la Ciudad de México.28 La “modernidad” urbana del porfiriato se traducía en avances tecnológicos como el alcantarillado y el agua corriente en lugar de las letrinas al aire libre que se encontraban comúnmente en los barrios más pobres ubicados sobre todo en las zonas este, noreste y sureste de la ciudad; varios de ellos se encontraban en la periferia donde la ciudad lindaba con el campo. En un sentido, estas colonias no formaban parte de la metrópoli; estaban fuera de su modernidad social y más bien pertenecían al campo, aunque de manera informal. En contraste, los desarrollos más nuevos y seguros se encontraban en el ala oeste de la ciudad, a lo largo del Paseo de la Reforma, donde un majestuoso bulevar era frecuentado por la gente adinerada. La protección de la policía era buena en esta zona al igual que en el área del centro, lugares considerados generalmente como las áreas más “bellas y culturales” de la capital. Sin embargo, en las zonas de pobreza la policía escaseaba y a veces desaparecía por completo. Mientras que los historiadores generalmente han identificado a las colonias modernas de la Ciudad de México (la Roma y la Condesa) como características del desarrollo porfiriano, también debemos considerar un producto de él a los barrios pobres como La Bolsa, ya que fueron resultado directo de las políticas económicas del régimen.29
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El Paseo de la Reforma hacia 1900.
La historia del “otro lado”
El primer distrito, ubicado cerca del lago de Texcoco (que para fines del siglo XIX estaba casi seco y ya no era ni la sombra de lo que había sido), albergaba colonias como La Bolsa, y era considerado por las élites como la zona más peligrosa e insalubre de la capital. En el primer relato, el intruso que visitó La Bolsa se encontró con lo que los observadores contemporáneos decían que era la cuna del crimen. Los viajeros describían las calles del barrio como polvorientas y sin pavimentar, propensas a inundaciones y lodazales en la época de lluvias. Fue llamado “gueto autóctono” por al menos una guía de viajeros, y a los visitantes se les recomendaba enérgicamente evitar sus “calles sucias y llenas de microbios”, donde se decía que “vistas repulsivas y olores del mal” ofenderían a la gente decente, y donde chozas improvisadas dominaban el paisaje. Las condiciones en La Bolsa eran consideradas inferiores a las del resto de la ciudad, pero los planes para remediar esa situación eran bastante vagos. En 1903, algunos residentes pidieron al concejo de la ciudad que pavimentara las calles y se instalara alumbrado público. El concejo no aprobó la petición bajo el argumento de que, en principio, nunca había sido aprobado el desarrollo mismo de la colonia.30
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Los Templados. El Imparcial, 3 de julio de 1908.
La ubicación de La Bolsa y sus relativamente baratos costos de vida, hicieron de ella un destino natural para los mexicanos recién llegados al Distrito Federal. Sin embargo, el aislamiento del barrio y el carácter de esos mismos inmigrantes crearon la percepción de que las actividades criminales eran un lugar común. Las élites imaginaban lo peor. Por ejemplo, el periodista de El Imparcial describe una extravagante pulquería llamada Los Templados. Supuestamente, las paredes del edificio estaban decoradas con murales que plasmaban escenas de peleas, asesinatos y campesinos heridos. Las pulquerías, ubicadas por lo regular en las esquinas y pintadas con murales coloridos, provocaban frecuentemente el enojo de las élites, quienes las calificaban de fuentes del crimen y la prostitución. Los Templados pudo o no haber existido, pero como representación del crimen mantuvo un lugar importante en la imaginación oficial. Las élites de la ciudad incluyeron en sus opiniones a los habitantes de La Bolsa; utilizaban términos como “indigente”, “borracho” y “de apariencia siniestra” para definir al habitante promedio. Un crítico, por citar un ejem-
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plo, registró que las mujeres de La Bolsa parecían brujas y tenían nombres como “Mujer loba” y “La mula”. Además, en la colonia uno podía encontrar lugares de esparcimiento con nombres como “El trinche del diablo”, “El pequeño retoño” y “La casa blanca”. Por la noche, se encendía todo aquello que funcionaba con gas y electricidad, y la música comenzaba a salir de los antros de la zona.31 Las élites porfirianas, al referirse a La Bolsa, construyeron una descripción contraria a la idea nacional de orden y progreso. Sin embargo, esos relatos sirvieron al mismo propósito: validar la idea de la ciudad ideal al tachar a los barrios pobres y sus habitantes como propensos al crimen y la enfermedad. Por ejemplo, El Imparcial comentó que La Bolsa se creó a principios de la década de 1880 como un campo de trabajo para los trabajadores ferrocarrileros pero, conforme pasó el tiempo, la colonia se convirtió en un nido del crimen. La Bolsa representaba los peligros a los que se enfrentaría el orden porfirista. Desde sus orígenes enraizados en la modernidad (el ferrocarril), esa colonia se había convertido en un refugio para ladrones y asesinos, quienes se oponían al progreso. Tales descripciones eran muy frecuentes. Anne McClintock afirma que los novelistas y escritores londinenses transformaron el barrio del este de Londres en un panorama colonial habitado por gente sin pasado. Los exploradores citadinos que viajaban por el distrito se sentían seguros de su superioridad moral frente a la fétida reputación de aquel chiquero. Las élites porfirianas tenían una actitud similar y utilizaron los mismos términos al describir los edificios, calles y residentes de La Bolsa.32 La historia de La Bolsa fue contada una y otra vez con descripciones oficiales de otras colonias de las afueras, incluyendo La Maza, Valle Gómez, Morelos, Del Rastro y los antiguos barrios indígenas de Tepito, San Sebastián y Carmen, entre otros. Tepito, cuyo nombre original era Mecamalinco, data de la época de la Colonia. Para la década de 1880, el barrio había cambiado su nombre indígena, pero había conservado la pobreza, transformán-
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dolo en una zona peligrosa a los ojos de los observadores de la ciudad. Conformado por miles de migrantes rurales, quienes vivían en moradas a punto de caerse o en vecindades, Tepito adquirió una reputación exótica, un aura de criminalidad a pesar de que la mayoría de sus residentes eran artesanos de la clase trabajadora. Incluso conserva esa fama hasta el día de hoy.33 En relación con las otras colonias del distrito, la historia fue la misma. Valle Gómez, por ejemplo, contaba con muy pocos o nulos servicios, ya que la colonia se desarrolló sin permiso oficial y por ello los padres de la ciudad se libraron de proveerla de servicios básicos como agua corriente y drenaje. Aunque se había apostado un destacamento de policía montada en las proximidades, el crimen continuaba desenfrenado. En 1899, particularmente en un horrible incidente, dos trabajadores, Alberto Zúñiga y Camilo Mimbera, sorprendieron a cinco hombres robando suministros de un campo de trabajo. Tontamente, Zúñiga y Mimbera intentaron impedir el robo, y por ello fueron atacados inmediatamente por un grupo de hombres armados. Ambos hombres huyeron
Tipos populares. Óleo. Escena que muestra la vida en un barrio popular.
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a lo largo de un pútrido canal cercano, pero Mimbera resbaló. Los ladrones le cayeron encima y lo destriparon furiosamente a golpes de cuchillo. Cuando por fin llegó la policía, Mimbera estaba muerto; sus intestinos, de acuerdo con el informe del periódico, flotaban sobre el agua contaminada.34 El lenguaje fuerte usado por la élite para describir a las colonias populares en términos violentos también incluía un tono moralista. El periodista de El Imparcial lo resumió de la mejor manera cuando afirmó que La Bolsa era “moralmente un mal lugar porque sus calles sucias y casas en ruinas estaban hechas especialmente para el crimen”. La mirada colonial era evidente. Al describir La Bolsa y sus vecindarios hermanados en esos términos, las élites porfirianas calificaban a los pobres de la ciudad como moralmente corruptos y al mismo tiempo se elevaban ellos como jueces superiores. Las inquietudes del gobierno relacionadas con la higiene propiciaron este pensamiento. Las autoridades del gobierno, al igual que los editores de los periódicos, creían que si los pobres fuesen más limpios, serían menos propensos a cometer crímenes. La situación económica de pobreza era ignorada; el gobierno se concentró en lo que estaba mal con los mexicanos pobres, no en lo que estaba mal con la sociedad mexicana.35 Las descripciones oficiales del Tercer Distrito también condenaban a los pobres y su mundo. Considerado como peligroso e infestado de crímenes, este distrito albergaba dos de las colonias más peligrosas de la capital: Peralvillo y Santa Ana. Peralvillo estaba situada al extremo norte del distrito, a lo largo del fétido Río Consulado, y sirvió de locación de innumerables asaltos y asesinatos. El vecindario cobró fama en la década de 1880 como la guarida de Francisco Guerrero, un asesino serial también conocido como “El Chalequero”. Su relativo aislamiento geográfico y político contribuyó sustancialmente a la realización de los crímenes de Guerrero, que incluían violaciones y asesinatos de varias mujeres. Un observador declaró que Peralvillo estaba “lleno de todos los vicios y miserias que la capital podía
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producir”. Más aún, Peralvillo y Santa Ana eran centros de prostitución bien conocidos. Confirmando algunas de las fantasías de la élite, las prostitutas sacaban provecho de las numerosas pulquerías de la región, así como de lugares aislados, como las cercanas llanuras de Alcanfores; un campo en el que uno podía escaparse de las miradas curiosas. En esta zona había una mezcla singular de lo sagrado y lo moderno. Eso se notaba, por ejemplo, en las terminales de los ferrocarriles Nacional e Hidalgo; en los Misterios, con su serie de monumentos religiosos alineados al borde del camino que conducía al pueblo Guadalupe-Hidalgo; y en la pista del antiguo hipódromo de Peralvillo. Quizá respondiendo las preocupaciones del gobierno por el crimen, la pista fue trasladada en 1910 a la más segura colonia Condesa. Mientras que la Terminal Nacional de ferrocarriles era considerada segura, la estación de trenes de Hidalgo, que llevaba a los pasajeros al estado de Hidalgo y lugares intermedios, tenía una reputación peli-
Vista de una estación de trenes de la época.
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grosa entre la gente educada, quien solía culpar a la clientela rural por los crímenes ahí cometidos.36 Los distritos restantes en el área norte, el quinto y sexto, eran considerados, por lo general, como más seguros por los observadores. La colonia Guerrero, de clase trabajadora, estaba ubicada en el quinto distrito. Siendo ésta uno de los vecindarios más grandes de la ciudad, comenzó primero como un barrio de artesanos y trabajadores e incluso allí vivían algunos miembros de la clase media en las partes que colindaban con el parque Alameda. La colonia albergaba un gran número de vecindades y pulquerías. Por estar al lado de la Alameda, algunos residentes contaban con la protección de la policía, pero los oficiales estaban concentrados principalmente cerca de los sitios arbolados del parque, no en las calles alejadas. Cerca, en el séptimo distrito, estaba el enorme depósito de trenes de la Central Mexicana al igual que la colonia Santa María la Ribera. A diferencia de la Guerrero, la colonia Santa María estaba formada, en su mayor parte, por gente de clase media y había sido originalmente hogar de muchos gobiernos. El viejo dicho “al otro lado de las vías”, literalmente quedaba bien en este caso, con las dos colonias separadas tan sólo por las vías de la estación del tren que crecían sin orden alguno. Próxima ahí estaba la colonia Chopo y, en el extremo oeste del distrito, las colonias Tlaxpana, Santo Tomás y Santa Julia, todas pertenecientes a la municipalidad de Tacuba.37 Durante el porfiriato, Santa Julia tuvo muy mala acogida por la prensa debido a las hazañas de Jesús Negrete, “El tigre de Santa Julia”; un bandido, mujeriego y asesino que deambulaba por el Distrito Federal en la primera década del siglo XX. La colonia Santa Julia era el lugar favorito de paseo de Negrete, ya que varios de sus habitantes le daban refugio con cierta frecuencia. La colonia tenía mala reputación; se le consideraba una fuente del crimen, convirtiéndola, en efecto, en la contraparte oeste de La Bolsa. En 1909, por ejemplo, los informes de la prensa exageraron la historia de una mujer que había abandonado la casa
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de sus padres en busca de una aventura, sólo para terminar muerta en las turbias aguas del río San Joaquín, un afluente localizado en el extremo sur de la colonia. La policía supuso que la mujer había caído presa de varios hombres en la Alameda de Anzures, una gran extensión de parque natural cerca del castillo de Chapultepec. Los asaltantes no identificados habrían matado a la víctima en el parque y habrían arrojado su cuerpo al río, según la policía. Unos trabajadores que se dirigían a las haciendas aledañas descubrieron el cuerpo. Aunque nunca se encontró a los atacantes, la policía concluyó que los asesinos provenían de la clase baja; por lo tanto, los agentes distribuyeron fotografías del cuerpo en las pulquerías con la esperanza de que alguien identificara a los asesinos.38 Los predios y colonias del sur también tenían una reputación combinada. En la esquina sureste estaba el segundo distrito que correspondía a San Lázaro, Santa Anita, Candelaria de los patos, La Soledad, La Palma, San Pablo, San Pedro, y Santa Cruz. Como uno puede adivinar a partir de los nombres, la mayoría de estas colonias crecieron alrededor de las iglesias. San Lázaro, por ejemplo, comenzó siendo una ciudad colonial, pero conforme creció la capital se convirtió en un suburbio para la clase trabajadora. En 1900, la Penitenciaría Nacional, la primera prisión moderna de México, abrió sus puertas en la colonia. Cerca de ahí también estaba el Hospital Juárez, un destino recurrente para las víctimas del crimen. Asimismo, la tendencia de la clase media a convertirla en terrenos de uso industrial le añadieron una atmósfera insalubre, como un matadero de cerdos que producía manteca, velas y jabón. Además de que, más al sur, en Zoquipa, estaba el tiradero de basura.39 El canal de la Viga fue un elemento muy importante en esta área. Nacía en Xochimilco y servía como una ruta para traer a la ciudad productos agrícolas de los alrededores del valle, pero también funcionaba, en algunas partes, como un desagüe al aire libre. Sin embargo, esta función no era tan importante para la clase
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Penitenciaría de la Ciudad de México, inaugurada por Porfirio Díaz en 1900.
Canal de la Viga.
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trabajadora fue más que nada una zona de recreo. Tradicionalmente, los mexicanos adinerados siempre habían disfrutado de un paseo por el pintoresco canal. Muchos pueblos formaban parte del curso del canal, el más famoso era Santa Anita, con sus múltiples tiendas, restaurantes y pulquerías, todas llenas de gente comiendo tamales y bebiendo pulque de sabores en temporada de vacaciones. Sin embargo, durante el porfiriato, Santa Anita y el canal adquirieron una desagradable reputación como un lugar donde se llevaban a cabo peleas sangrientas. Un observador apuntaba que una manera de saber si Santa Anita había estado concurrida o no un domingo, era leer en los periódicos del lunes el número de peleas que se habían desatado. En 1896, la policía comenzó, aparentemente, a implementar cierta ley y orden en las cercanías previniendo peleas y restringiendo la venta de pulque. Como resultado, gente de “mayor razón” comenzó a frecuentar Santa Anita. Aun así, esto no cambió la reputación ordinaria de la zona, y el canal continuó atrayendo sobre todo a familias de clase trabajadora.40 Las élites porfirianas se sentían más cómodas en el centro de la capital, con su conjunto de tiendas y restaurantes de moda. La parte norte del cuarto distrito, por ejemplo, abarcaba el Zócalo y el distrito de negocios de la calle Plateros. Éste era el corazón del gobierno; con oficinas tanto del gobierno nacional como municipal, así como la jefatura de policía ubicada en la zona. Durante el porfiriato, el Zócalo era una explanada llena de árboles rodeada de carriles para los tranvías. Pero en la noche, prostitutas y parejas de amantes frecuentaban el área. Dado que había varios hoteles, negocios y oficinas de gobierno el área del centro era patrullada constantemente, pero eso no detuvo a los pobres ni, como veremos más adelante, a los elementos criminales para reclamar los espacios públicos.41 La Ciudad de los Palacios todavía poseía un gran número de edificios coloniales durante la última parte del siglo XIX, y varios de ellos se encontraban en el sexto distrito. Durante el porfiriato esta región creció rápidamente. A mediados de la década de 1880,
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Campo Florido, el cementerio para gente de clase baja, marcó sus límites al sur, pero para 1910 habían añadido, más hacia el sur, nuevas calles que llegaban al Panteón Francés. Varios monumentos y lugares conocidos estaban ubicados en este distrito, incluyendo las colonias Hidalgo y San Antonio Abad, la Ciudadela, la fuente de Salto del Agua y la cárcel municipal Belén. También las tabernas y casas de huéspedes públicas, conocidas como mesones, eran frecuentes en ciertas zonas consideradas peligrosas. Una de ellas era el barrio del Niño Perdido. Algunos contemporáneos describieron este vecindario como lleno de “miasmas pes-
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Zócalo de la Ciudad de México.
tilentes” que producían una atmósfera “asfixiante”. Debido a que las vecindades eran comunes, los observadores, fascinados con las vidas de los pobres, las describían en términos tristes aunque exóticos: familias viviendo amontonadas con niños desnudos corriendo por todos lados. Los residentes, hurgando entre los numerosos montones de basura de la zona, iban acompañados, por lo regular, de perros hambrientos, cerdos y los siempre presentes zopilotes o buitres. Un espectador común declaró que “tan lejos de la influencia de la civilización, la mano del gobierno no toca ese lugar” refiriéndose a Niño Perdido y sus vecinos. Asimismo,
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existían otros barrios en el distrito que tenían nombres exóticos como Tlaxcoaque y Santa Cruz Acatlán, recuerdos de un pasado indígena.42 A lo largo de los límites del suroeste de la ciudad quedaba el futuro de la Ciudad de México, o al menos eso querían creer las élites. Aunque algunas colonias en el octavo distrito eran de clase media baja, como la colonia San Rafael, los vecindarios ubicados en Paseo de la Reforma y la avenida Veracruz (hoy Insurgentes Sur) eran claramente desarrollos modernos. Las colonias Cuauhtémoc, Juárez, Roma y Condesa se encontraban ahí; su diseño era una mezcla de arquitectura de estilo europeo y de sueños porfirianos. Las calles elegantes y las casas espaciosas de los ricos podían verse desde el castillo de Chapultepec, contrastando con los hogares escuálidos de Santa Julia o con los adobes rurales del municipio de Tacubaya, un pueblo cercano que estaba en proceso de convertirse en un lugar de descanso para la clase alta. Los residentes de estas colonias tenían poco que temer del crimen y de la clase baja, excepto por los mendigos y la servidumbre que robaban a los dueños de las casas.43
Antros de placer
Para la clase baja de la ciudad, la vida presentaba retos constantes pero también fuentes interminables de placer. Mientras que la enfermedad, el desempleo, el hambre y el crimen constituían los peligros; la bebida, la prostitución y las apuestas eran formas de escapar de las presiones de la vida citadina. Aunque las élites también bebían, cruzaban apuestas y frecuentaban burdeles, su versión de estas actividades no era condenada. En lugar de eso, ellos criticaban a los pobres por beber pulque y gastar su salario en juegos de cartas y prostitutas. Para las élites, estas actividades no eran modernas en el sentido porfiriano sino actividades potencialmente peligrosas.44
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