El laberinto israelí

entre la centroderecha y el nacionalismo radicalizado. ... Beyteinu, los ideales de un nacionalismo exacerbado. ... amplios con los palestinos, carezca en este.
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OPINION

Viernes 1º de abril de 2011

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PARA LA NACION

O azaroso desconcierta. Por ejemplo: la lógica nos dice que no vale la pena jugar a la lotería, pero un impulso irracional nos replica: “Alguien la va a sacar”. Usar el cinturón de seguridad aumenta la probabilidad de supervivencia en porcentajes superiores a los de ganar la lotería, pero a veces incurrimos en el «a mí no me va a pasar»”. Una confusa fascinación por lo incierto nos atrae más hacia lo improbable por venir, por inocuo que sea, que hacia lo que ya pasó, por tremendo que haya sido. Así, más de 10.000 muertos por el tsunami recibieron menos cobertura que un número muchísimo más chico de potenciales víctimas de un accidente nuclear que podría extenderse más allá de Japón. Estuve siguiendo el fenómeno de la llegada de átomos radiactivos a Estados Unidos a través de Alejandro García, físico nuclear de la Universidad de Washington, en Seattle. Con un filtro de acondicionador de aire esperaban atrapar átomos que días antes se habían incorporado a los vientos y que en un anónimo periplo llegarían desde Fukushima. A medida que pasa el tiempo, la probabilidad de detectar átomos radiactivos es menor, ya que el ahora famoso yodo 131 tiene una vida media de ocho días: si uno empieza con un gramo, al cabo de ocho días hay sólo medio gramo de material; a los 16 días, hay un cuarto de gramo, y así la cantidad se va dividiendo por dos cada ocho días. Durante días no detectaron nada, hasta que hace unas dos semanas, según me comentó Alejandro, lo detectaron. ¿Qué riesgo implica esto? Prácticamente, ninguno. Pero, una vez más, la comprensión limitada de las probabilidades llevó a los californianos a comportamientos colectivos erróneos. Es muy improbable contaminarse con una dosis tan pequeña de yodo 131 como la que se está detectando en la costa oeste. Sin embargo, miles de personas empezaron a tomar pastillas de yoduro de potasio en dosis altas. La razón es que así se satura la exigencia de yodo y el organismo no asimilaría el hipotético yodo radiactivo que, según se sabe, aumenta la incidencia de cáncer de tiroides. Pero todo medicamento tiene contraindicaciones en dosis extremas. La contraindicación es en sí misma una precaución estadística: es esperable que una fracción pequeña de individuos tenga efectos no deseados. Y si miles de personas toman yodo en dosis grandes, es esperable que

Esperaban atrapar átomos radiactivos que se habían incorporado a los vientos y que llegarían desde Fukushima a EE.UU. haya un número chico, pero considerable de enfermos (un solo enfermo es ya considerable) debido a una precaución probabilísticamente infundada. En “La trama”, Borges compara dos gritos patéticos: el “¡Tú también, hijo mío!”, de César, que descubre la cara de su protegido entre los “impacientes puñales” que lo acosan, con el “¡Pero che!” de un gaucho del sur de Buenos Aires cuando reconoce a su ahijado entre los gauchos que lo matan. La historia invita a una aplicación llamativa del cálculo de probabilidades, comparable a la difusión mundial de átomos de Fukushima. ¿Cuál es la probabilidad de que en la bocanada de aire que ustedes acaban de inhalar haya al menos una molécula de las que exhaló César? La pregunta está en un libro de James Jeans, un estilista la ciencia, y el cálculo preciso está en Innumeracy, de John Allen Paulos. La respuesta es un sorprendente 99%. La razón es que, si bien una sola molécula representa una ínfima fracción del aliento, resulta ser casi igual a la fracción del volumen total de la atmósfera ocupado por el aliento. Entonces, si el aire del pulmón del César en su momento último se distribuyó uniformemente por el aire del planeta, ustedes acaban de respirar al menos una de sus moléculas. Y lo mismo se aplica a los átomos de plantas contaminantes del planeta, por las que no nos preocupamos. La radiación aumenta si hay nuevos átomos radiactivos en el ambiente; de eso no hay duda. El asunto es cuánto. El cosmos nos bombardea con rayos cósmicos en dosis bajas; algunos son filtrados en la altura y otros llegan a la superficie. Como consecuencia hay más radiación en la altura. Si hubiera un riesgo adicional por los átomos de yodo que se están midiendo en la costa oeste, sería equiparable o incluso inferior al riesgo de un habitante de Tafí del Valle, en Tucumán, comparado con el de uno de Buenos Aires en relación con los rayos cósmicos. Las probabilidades y las estadísticas consienten el mayor de los choques entre la intuición y la ciencia, y lo que estamos viendo es una encarnación más de este precepto. Si, como dice Galileo, Dios escribió el libro del universo en lenguaje matemático, entonces al capítulo de probabilidades lo escribió con caligrafía de médico. © LA NACION El autor es físico y músico. Enseña física en la Universidad de Oakland

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LA CRISIS DE LA COALICION GOBERNANTE DEL ESTADO JUDIO

Azares y temores radiactivos ALBERTO ROJO

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El laberinto israelí SANTIAGO KOVADLOFF

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ECIENTEMENTE tuvieron lugar un par de hechos contrastantes e igualmente reveladores de lo que sucede en Israel. Pocas semanas atrás, el primer ministro Benjamin Netanyahu y su canciller, Avigdor Lieberman, tensaron aún más la ya crispada relación que mantienen. Sin consensuarlo previamente con Lieberman, Netanyahu hizo público el nombre del funcionario que representaría a Israel en las Naciones Unidas. Procediendo de igual modo, el canciller no ahorró micrófonos radiales ni pantallas de televisión para que el primer ministro se enterara, como un ciudadano más, de su posición al respecto. Lieberman declaró, sin privarse de ningún calificativo, que Netanyahu no era quién para designar a ese funcionario ya que el área en cuestión estaba exclusivamente bajo su competencia. Dada la modalidad que asumió el enfrentamiento, lindante con lo patético y la vida de conventillo, la crisis de la coalición gobernante acusa una hondura inquietante y lleva a preguntarse hasta cuándo podrá sostenerse la alianza entre el partido de Netanyahu y el de su ministro de Relaciones Exteriores, o sea, entre la centroderecha y el nacionalismo radicalizado. Por otra parte y en estos días, una sentencia sin precedente condenó a Moshe Katsav, ex presidente israelí, a siete años de cárcel. Un tribunal de Tel Aviv lo declaró culpable en dos casos de violación y otro de acoso sexual. Complementariamente, se impuso al condenado el pago de una indemnización de 32.000 dólares para resarcir de algún modo a las víctimas. “Todos los hombres son iguales ante la justicia”, afirmó el juez George Kara al leer la sentencia. “El acusado –añadió– es un símbolo y el que haya cometido tales acciones mientras ocupaba altos cargos hace que el caso sea más grave.” El primero de los dos hechos referidos muestra la magnitud alcanzada por la turbulencia y la escasa calidad del debate entablado entre los dos principales representantes del oficialismo. El segundo, la formidable impermeabilidad de la justicia a cualquier tipo de presión política o, lo que es igual, la infrecuente fortaleza e independencia de las instituciones centrales del Estado judío. Es pues en el marco de un Estado de Derecho, jurídica y democráticamente avanzado, donde cabe inscribir el análisis de los dilemas que hoy enfrenta la sociedad israelí. Lo recuerdo porque lo usual, en los tiempos que corren, sobre todo entre los voceros de la izquierda europea y latinoamericana, consiste en confundir al Estado israelí con algunas de las conductas e intereses de sus gobiernos de turno, tendencia que muchas veces culmina en la subestimación del Estado, cuando no en la negación de su derecho a la existencia. Con ello, el presunto progresismo occidental y la judeofobia alentada por el extremismo islámico confluyen en un mismo prejuicio y en una misma condena. En el orden partidario, la centroderecha y la centroizquierda israelíes atraviesan hoy una etapa problemática ante la embestida ideológica de los extremos. El país está dirigido por una alianza cuyas dos fuerzas principales se encuentran con demasiada frecuencia al borde de la ruptura. Ellas son el Likud, con veintisiete bancas en el Parlamento, e Israel Beyteinu, con quince. El Likud expresa a la centroderecha; Israel Beyteinu, los ideales de un nacionalismo exacerbado. Netanyahu lidera el Likud; Lieberman, a Israel Beyteinu. Pese a que Netanyahu se desempeña como primer ministro, el hombre fuerte de la coalición es Lieberman. El primer ministro ha demostrado escasa aptitud para controlar a su aliado y éste prácticamente ninguna consideración hacia quien ocupa en el gobierno un rango jerárquicamente superior al suyo. El canciller cuenta, entre otras

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fuerzas de menor volumen, con el apoyo de un millón quinientos mil rusos. Todos ellos llegaron a Israel en inmigraciones sucesivas, desde el momento en que se produjo la disolución de la Unión Soviética. Lieberman mismo es ruso de origen y su posición intransigente frente a los árabes le ha granjeado el respaldo de los abanderados del nacionalismo. En un país de siete millones y medio de habitantes, la fuerza que sustenta a Lieberman está lejos de constituir una presencia irrelevante. Por otra parte, las circunstancias actuales han alentado una sorprendente convergencia entre ese nacionalismo y la ortodoxia religiosa volcada a la política e igualmente nacionalista. Lo cierto es que los ortodoxos políticamente activos y radicalizados son cada vez más numerosos en Israel. Ellos son los principales promotores de los asentamientos judíos que proliferan en desmedro territorial de los palestinos. Sueñan con un gran Israel y aseguran haber encontrado en la Biblia (Torá) el fundamento irrefutable de esa aspiración. A medida que crece su incidencia, la lógica inflexible con que proceden tiñe con un acentuado matiz teocrático el debate partidario. Incluso demográficamente se estima que los ortodoxos podrían superar, en pocos años, a la población laica del país. En ésta, la descendencia es escasa e insignificante si se la compara con el número de hijos aportados por cada familia religiosa. Así como la centroderecha padece en el gobierno los embates del extremismo nacionalista, tanto laico como religioso, la centroizquierda sufre los efectos de una marcada fragmentación y una pérdida muy pronunciada de su tradicional poder de incidencia social. El histórico partido laborista (Mapai) se debilita mediante sucesivas subdivisiones. Kadima, la agrupación de centroizquierda con más representantes

en el Parlamento (28 bancas) y liderada por Tzipi Livni, fue derrotada por el Likud y sus socios en los últimos comicios. Y no deja de ser elocuente el hecho de que el célebre Shalom Ajshav (Paz ahora), que impulsó en el pasado los acuerdos más amplios con los palestinos, carezca en este momento del protagonismo que tuvo. Pese a ello y a sus naturales diferencias programáticas, la centroizquierda comparte con el ala moderada de la derecha algunas convicciones decisivas para el sustento de las políticas del Estado de Israel. El apego a las instituciones democráticas es firme en ambas partes y ello incide de

Los dilemas que hoy enfrenta la sociedad israelí se inscriben en un Estado de Derecho jurídicamente avanzado manera determinante en la actitud paciente y el temple admirable con que los israelíes encaran sus conflictos, haciendo de la búsqueda incansable de consensos la llave maestra del acceso a los emprendimientos que el sistema reclama. La primera y fundamental de esas convicciones básicas compartidas es la de preservar y desarrollar la democracia israelí. Asimismo, la de mantener una efectiva capacidad de defensa y el carácter mayoritariamente judío de la población del país. Las políticas de asistencia social están igualmente consensuadas y ningún cambio de gobierno las vulnera. Los programas de desarrollo tecnológico, la calidad brindada y exigida a sus universidades, los proyectos de incesante urbanización, la preservación del medio ambiente y la libertad de expresión de sus medios pe-

riodísticos son constantes sin retroceso en la vida de Israel. Disienten, en cambio, derecha e izquierda en la elección de los caminos a seguir para lograr muchos de esos propósitos. A este complejo escenario cabe sumar otra fuente de tensiones. Es la relación entre israelíes y árabes israelíes. Estos son de nacionalidad palestina y cuentan con la ciudadanía israelí. De los siete millones y medio de habitantes, un millón y medio es árabe. Tienen representación parlamentaria, pero su presencia en la escena política ha ido decreciendo notoriamente en los últimos años. Hay al menos dos razones para ello y ambas acusan un hondo desaliento cívico: la estrechez económica que los afecta y la desesperanza sembrada por la irresolución del conflicto palestino-israelí. Debe tenerse en cuenta, asimismo, que desde el punto de vista demográfico, los árabes israelíes conforman uno de los dos sectores (el otro es el de los judíos ortodoxos) con una de las mayores tasas de natalidad en el país. Sociólogos y politólogos suelen caracterizar ese crecimiento desenfrenado como “la bomba demográfica árabe”. El reverso de la densa atmósfera religiosa que describí y de la cual Jerusalén es sin duda el escenario más elocuente lo constituye Tel Aviv. Allí el hedonismo característico de las sociedades occidentales avanzadas se deja ver en todo su esplendor. Consumo, sofisticación arquitectónica y despolitización ostensible en sus sectores más acomodados se dan la mano enmarcados en un escenario de refinamiento intelectual y artístico favorecido por una geografía a la que el Mediterráneo le imprime todo su hechizo. La sombra de la guerra sigue acechando sus días pero la sed de normalidad manifiesta su impulso invicto en conductas, diálogos y hábitos que buscan soslayar los efectos del miedo y la violencia para privilegiar el apego a una cotidianeidad mucho más frágil de lo que en verdad parece. En Israel se nombra irónicamente a Tel Aviv con la expresión “medinat Tel Aviv” (el país de Tel Aviv), un mundo aparte dentro del minúsculo territorio nacional que, como señaló el politólogo y académico Mario Sznajder, “es una suerte de Singapur superdesarrollada, rica y volcada al placer de vivir; tolerante y abierta a todo, que ya no tiene paciencia para las veleidades ideológicas ni para el extremismo de las periferias empobrecidas”. Dos palabras finales para decir que, ante la ola de protestas que sacude a las sociedades árabes, Israel ha reaccionado hasta ahora con suma cautela. El citado profesor Sznajder está persuadido de que “las mentes más claras comprenden que la modernización política y el pluralismo (de esas sociedades), aun cuando den origen a problemas políticos inmediatos para Israel (por ejemplo, mayores presiones para negociar con la OLP), a la larga podrían generar entendimientos más sólidos que los actuales entre nuestro país y sus vecinos. Hoy por hoy lo que se advierte es la conveniencia de aguardar sin dejar de acompañar el desarrollo de los acontecimientos con moderada expectativa. Hay, en verdad, un temor básico aquí, que en la derecha es una certeza y en la izquierda una incertidumbre: que los movimientos musulmanes extremistas se apoderen de los nuevos gobiernos que puedan ir surgiendo en la región”. Poco tiempo después de recoger estas reflexiones de Mario Sznajder, leí en la prensa israelí que en Egipto y tras la abdicación de Mubarak, las fuerzas armadas habían liberado, entre otros condenados a cadena perpetua, a los dos asesinos del ex presidente Sadat. Sadat fue el hombre que consideró imprescindible que los árabes reconocieran como legítima la existencia del Estado de Israel. © LA NACION

La puerta condenada LAURA RAMOS

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UERON las misteriosas coincidencias que rodean a dos breves cuentos de Julio Cortázar y Adolfo Bioy Casares las que me llevaron a viajar a Montevideo un par de semanas atrás. Me dirigí a la calle Soriano con el propósito de encontrar la puerta-trampa oculta tras el armario de la habitación del segundo piso del hotel Cervantes. Sabía que en los últimos tiempos el Cervantes había celebrado una asamblea de francmasonería y hasta alojaba swingers, pero no imaginé que una tenebrosa tela negra con la leyenda “Obra en construcción” me impediría la entrada. La antigua fachada sigue en pie, pero el segundo piso está tapado por la tela; sólo en un extremo del edificio un lúgubre cartel de vidrio sin luz reza “Hotel Cervantes”. Lo rodean casas decrépitas, un viejo teatro en ruinas, ventanas clausuradas, establecimientos comerciales que parecen haber cerrado sus persianas hace años. “La puerta condenada”, de Cortázar (1956), y “Un viaje o El mago Inmortal”, de Bioy Casares (1962) son, a primera

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vista, casi idénticos en argumento. En los días en que escribió su cuento, Bioy estaba solo en un hotel de Portofino, leyendo a Dante; Cortázar escribió el suyo mientras leía un libro sobre vampiros en una casa rodeada de bosques, en Francia. En su ensayo “Historia de dos cuentos”, Vlady Kociancich consigna que los dos escritores se encontraron en Buenos Aires en 1973 “para reírse juntos de un plagio sin plagiarios cuya impecable confección desmorona la suspicacia del más vigilante de los críticos”. Bioy achacó los parecidos a la casualidad, porque Bioy creía en el azar. Paul Auster escribió sobre el azar dos libros (El cuaderno rojo y La música del azar), si no toda su obra. (En matemáticas, el azar puede ilustrarse con un juego de dados: cuando se arroja un dado, excepto que una cara esté cargada, existe la misma probabilidad de que salga cualquier número. Cada cara tiene 1/6 de probabilidades de salir.) Pero Cortázar sostuvo que en este azar había un mensaje indescifrable, una tercera voluntad. Su relato, tanto más

fantasmagórico ya que su ánima errante es el alma condenada de un niño, empieza así: “A Petrone le gustó el hotel Cervantes por razones que hubieran desagradado a otros. Era un hotel sombrío, tranquilo, casi desierto”. Las habitaciones vacías y los ocupantes fantasma no son extraños a la tradición de la literatura fantástica, pero la coincidencia argumental entre los dos cuentos es rara y la hacen más rara aún las coincidencias en los detalles: un comerciante que viaja a Montevideo y una trama en la que inexplicables voces procedentes de una habitación del hotel turban el sueño del protagonista. Ambos personajes viajan desde Buenos Aires en el barco de la Carrera (curioso nombre para un navío que tardaba toda una noche en cruzar el Río de la Plata). Borges, que también frecuentaba el Cervantes, debía de tener los gustos de Petrone y de Cortázar: “Yo quería que en el cuento quedara la atmósfera del hotel Cervantes porque tipificaba un poco muchas cosas de Montevideo para

mí. Había el personaje del Gerente, la estatua esa que hay (o había) en el hall, una réplica de Venus, y el clima general del hotel. Entre la cama, una mesa y un gran armario que tapaba una puerta condenada, el espacio que quedaba para moverme era el mínimo” (Cortázar, 1973). La cadena Fën Hotels invirtió ocho millones de dólares para convertir al Cervantes en un hotel-boutique con ochenta y cinco habitaciones, un salón de eventos, restaurante, salas de lectura y spa: el Esplendor Cervantes. Según la información que me proporcionó un albañil, el segundo piso seguirá albergando habitaciones para huéspedes. Es evidente para mí que los intrépidos empresarios no adscriben a la teoría del mensaje indescifrable o de la tercera voluntad, porque si creyeran en fantasmas y apariciones, como Cortázar, ¿acaso se atreverían a alojar a un huésped cinco estrellas en la habitación de la puertatrampa? De acuerdo con mi fuente testimonial, de la Venus no quedan rastros. © LA NACION