OPINIÓN | 25
| Miércoles 24 de dicieMbre de 2014
mensaje. Bergoglio encontró inspiración en el hijo de Dios para actuar con humildad, sin olvidar que un hombre puede hacer la
diferencia en el camino de los otros; así, comparte con su antecesor una cercanía especial con el sentido más humano de Cristo
El Jesús de Benedicto y Francisco Abraham Skorka —PARA LA NACIoN—
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n los textos no estructurados es donde se pueden apreciar claramente las ideas y conceptos que sus autores han desarrollado y sostienen. Los libros de divulgación permiten al científico, sin el rigor de la definición exacta ni la complejidad de las ecuaciones requeridas por las publicaciones especializadas, expresar diáfanamente la línea de su pensamiento mediante un léxico sencillo. Tal tarea sólo la puede realizar exitosamente aquel que posee un conocimiento muy profundo de los temas. En el campo de la religión, y especialmente en el catolicismo, los textos no magistrales de los teólogos que abordan cuestiones religiosas permiten conocer, por otro lado, la quintaesencia de su fe. Un texto con estas características es el Jesús de Nazaret de Joseph Ratzinger, el papa Benedicto XVI. Es un libro en el que, como él mismo manifiesta, se refleja su búsqueda personal del “rostro del Señor”. Más allá de sus interpretaciones de los relatos, parábolas y demás elementos relatados en los Evangelios, resalta, a mi modesto entender, la introducción, subtitulada: “Una primera mirada al misterio de Jesús”. S iguiendo una construcción lógica semejante a la de los sabios del Talmud, Ratzinger expone al lector la aparente contradicción de dos versículos del texto del Deuteronomio. En uno (18:15), Moisés afirma que Dios enviará un profeta como él entre sus hermanos; en el otro (34:10) que “no surgió en Israel otro profeta como Moisés”. Allana la contradicción interpretando la figura de Jesús como un estadio profético superior al de Moisés, identificando su figura como el profeta cuya venida es anunciada en el quinto libro del Pentateuco. Tal como Moisés tuvo una relación de cercanía con el creador, Jesús, de acuerdo con Ratzinger, tuvo una relación semejante, pero en grado superlativo. Un tiempo después de la aparición del libro de Ratzinger en castellano, le comenté al entonces arzobispo de Buenos Aires, cardenal Bergoglio, lo novedosa que me parecía la presentación del tema por el entonces papa Benedicto. La imagen de Jesús más relacionada con su condición humana, profética, se acercaba a la imagen que un judío puede conformar leyendo los Evangelios y teniendo
una parte, se hallan aquellos que realizan sus actos de vida en función de un presente inmanente, mientras que por el otro se encuentran los que proyectan sus actos del presente con una trascendencia hacia el futuro. Jesús, al igual que los rabíes de su tiempo, enseñaba la importancia de vivir sembrando mediante las acciones que se realizan, una semilla que germinará plenamente en el “mundo venidero”, en contraposición a una existencia que sólo considera las necesidades de un “mundo del presente”. La reunión en el Vaticano echará su luz en algún futuro en el que la cordura imperará nuevamente en el seno de lo humano. Comparto plenamente con el Papa ese pensamiento. Él, inspirado en Jesús, yo en las enseñanzas de los sabios del Talmud. Las acciones de Francisco deben ser vistas a través de esta óptica. Él va labrando gestos con sumo coraje, más allá de todas las críticas de aquellos que suelen hollar la senda de los círculos viciosos que mantienen conflictos y desencuentros de generación en generación. Brega por dejar marcas de búsqueda paz y entendimiento en la historia que puedan iluminar las acciones de los hombres en algún tiempo futuro. Jesús inspiró a Bergoglio a actuar con mucha humildad; al mismo tiempo, el Papa sabe que un hombre puede hacer la diferencia en la senda de la existencia humana. Que Francisco sucediera a Benedicto XVI como obispo de Roma se debió a múltiples razones. Tal vez el hecho de que ambos compartan una cercanía especial con el sentido más humano de Jesús en la concepción de la fe católica revele otro aspecto en la coherencia de la elección de Jorge Bergoglio como sucesor de Ratzinger. La esencia última de esa común visión de Jesús es que en el amor que sabe aunar a los individuos cabe hallar el “rostro de Dios”. Sirvan estas reflexiones como saludo para todos aquellos que han de festejar el nacimiento de Jesús, con el deseo de que puedan hallar en su regocijo la renovada esperanza y compromiso con la construcción de un mundo mejor.
presente el grado de espiritualidad de los habitantes de la Judea del siglo primero de esta era. Entendía que en la postura de Ratzinger había cierta convergencia con la imagen del rabino, de gran carisma y espiritualidad, con que muchos investigadores judíos del tema, como los reconocidos Joseph Klausner y David Flusser, habían contemplado en sus investigaciones a Jesús. Bergoglio coincidió con mis apreciaciones. Cuando fue elegido papa, dado el libro de diálogos que publicamos y los 31 programas de diálogo que grabamos, entre tantas otras cosas, muchos medios me preguntaron acerca de su pensamiento, su modo de ser y de actuar. Mis respuestas enfatizaban su humildad personal, su compromiso con los pobres y necesitados, su lucha por rescatar de la miseria a los expoliados, su absoluta coherencia y su
Jesús enseñaba la importancia de vivir sembrando una semilla que germinará en el “mundo venidero” Francisco va labrando gestos con sumo coraje, más allá de todas las críticas que recibe postura de abrir las puertas de la Iglesia a todos. Eran cualidades sobre las que podía dar un cabal testimonio de aquel con quien compartíamos una profunda y fraternal amistad. Después de destacar estas cualidades llegó a mi mente la idea de que su conducta y actitudes se hallaban inspiradas en las acciones y palabras de Jesús que se hallan en los Evangelios. Trabajé algunos puntos junto al Papa en lo referente al viaje a Tierra Santa y especialmente en el encuentro con Shimon Peres y Mahmoud Abbas en el Vaticano. Antes y después de aquél, y especialmente durante y posteriormente al último conflicto entre Gaza e Israel, muchos se refirieron a esta especial invocación por la paz como un mero e insignificante acto. Francisco ponderó pública y privadamente la importancia de ese encuentro. Cada una de estas dos posturas refleja una visión diferente de la existencia. Por
© LA NACION
El autor es rabino, rector del Seminario Rabínico Latinoamericano M. T. Meyer
Lo grande se hizo pequeño Carlos María Galli —PARA LA NACIoN—
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s propio de Dios no estar abarcado por lo más grande, pero, al mismo tiempo, dejarse contener en lo más pequeño. Esta afirmación se encuentra en una frase divulgada por el poeta alemán Friedrich Hölderlin. La evocó en el fragmento Thalia del año 1794 y la citó como epígrafe de su novela Hyperion. Él creía que era una sentencia grabada en la tumba de San Ignacio de Loyola. Probablemente la descubrió cuando estudió teología. La empleó para mostrar la paradoja que hay entre la pequeñez y la grandeza del hombre. Luego, su antiguo compañero de estudios, el gran filósofo Georg Hegel, expuso en su Fenomenología del Espíritu el arduo camino que atraviesa la conciencia hasta manifestar el Reino de Dios en el soñado Saber Absoluto. Al pensar el misterio de Cristo expresó que “lo más bajo es, por eso mismo y al mismo tiempo, lo más alto”. Hegel, un cristiano de confesión luterana, quiso salvar el núcleo de la fe ante el racionalismo y el pietismo de su época, pero lo encerró en su propio sistema conceptual. En verdad, aquella frase pertenece a un elogio conmemorativo de San Ignacio. Fue compuesta por un jesuita anónimo y figura en un texto editado en 1640 en Amberes para el primer centenario de la Compañía de Jesús. Señala el contraste entre la pequeñez de la tumba, donde yace el cuerpo del
santo, y la grandeza de su espíritu, capaz de conciliar lo humano y lo divino. Más allá de esta historia y de aquella interpretación, los cristianos creemos que Dios, siempre mayor, se hizo en Jesús el Dios siempre menor. Jesucristo muestra la verdad de esta paradoja: Dios no está abarcado en lo más grande y, sin embargo, por su amor, se entraña en lo más pequeño. Un gran pensador, el jesuita Gastón Fessard, escribió que la fe expresa una divina síntesis de contrarios. Es la paradoja de las paradojas: en Jesús, el Máximo se hizo Mínimo. En 1967, a los 40 años, Joseph Ratzinger –luego Benedicto XVI– publicó su magistral obra Introducción al cristianismo. Allí evocó la sabia máxima jesuítica y la comentó diciendo que, si dejamos ingresar en el mundo el amor divino, “lo mínimo se vuelve máximo”. La lógica del amor supera la estrechez geométrica: hace grande lo pequeño y pequeño lo grande. En 1981, a los 45 años, Jorge Bergoglio –hoy Francisco– publicó una reflexión titulada “Conducir en lo grande y en lo pequeño”. Allí evocó la misma sentencia para mostrar un modo de sentir propio del corazón de Dios, que valora los pequeños gestos de amor inspirados en los grandes horizontes del Reino de Dios. Esta forma de actuar procura discernir y hacer lo que más con-
duce a la unión con Dios. Es el famoso magis de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio. El fundador de la mínima Compañía de Jesús, que enseñó a contemplar el nacimiento del Niño Jesús, también movió a hacer todo para la mayor gloria de Dios. De esta mirada brota la capacidad de expresar un gran amor en un gesto muy pequeño. En 2014 volvemos a escuchar esta confesión de fe convertida en una oración navideña: “Tú, que siendo fuerte te hiciste débil;
Esta sabiduría invita a hacerse pequeño sin caer en pequeñeces y aspirar a cosas grandes sin agrandarse Tú, que siendo rico te hiciste pobre; Tú, que siendo grande te hiciste pequeño”. La humildad del Dios, que se hizo chiquito, desafía a quienes se engrandecen a sí mismos y, para eso, descartan a los demás. Cristo, achicado en el pesebre y en la cruz, se muestra en los más chiquitos. En pleno siglo XVI, Bartolomé de las Casas, el gran defensor de los cristos azotados de las Indias, decía: “Dios tiene la memoria muy reciente y muy viva del
más chiquito y del más olvidado”. Dios, en su memoria amorosa, nunca olvida a los excluidos por la cultura del descarte, a los que son pobres para el mundo pero ricos en la fe. En el canto del Magnificat, la Virgen María agradece a Dios porque miró su pequeñez, manifestó la misericordia a su pueblo, derribó a los poderosos de sus tronos y elevó a los humildes. Los que se endiosan a sí mismos e idolatran su poder infligen inmensos sufrimientos y humillaciones a los otros seres humanos. Algún día caerán, como cayeron los emperadores antiguos y los dictadores modernos. Por el contrario, el pesebre de Belén nos invita a ingresar en una lógica distinta para mirar y transformar el mundo: el más humilde y el más pobre hace presente al Dios hecho Niño. Es el poder del pequeño, el menor, el mínimo. Esta sabiduría de la humildad invita a hacerse pequeño sin caer en pequeñeces y aspirar a cosas grandes sin agrandarse. Trae esa nobleza que supera la soberbia y esa sencillez que aleja la mezquindad. El 12 de diciembre, el papa Francisco celebró la fiesta de la Virgen de Guadalupe. En la liturgia se interpretó la Misa criolla, que cumplió medio siglo. En su homilía, evocando las bienaventuranzas, dijo: “A su luz nos sentimos movidos a pedir que el futuro de América latina sea forjado por los pobres
y los que sufren, por los humildes, por los que tienen hambre y sed de justicia, por los compasivos, por los de corazón limpio, por los que trabajan por la paz”. En la Navidad resuena el anuncio de una gran alegría: “Encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre”. Por cierto, una mamá embarazada es un signo de esperanza y un bebe recién nacido es causa de alegría. Pero el Niño Dios, nacido hace dos milenios en la periferia del mundo, es la fuente de la mayor alegría de la historia. Lo cantaba un texto de la obra Navidad nuestra, también compuesta por Ariel Ramírez y Félix Luna. “Dos mil años hace / que ha nacido Dios / el mundo está viejo / pero el Niño no.” Este Niño es la verdadera novedad que hace nacer y renacer la alegría. Con este gozo se puede cantar la gloria de Dios para buscar la paz en la Tierra. Ésta es la revolución de la ternura que comenzó en la noche buena de Belén. El más grande, que se hizo el más pequeño, trae la esperanza de cambiar el corazón y transformar el poder en servicio y la violencia en paz. © LA NACION
El autor, sacerdote, es profesor en la Facultad de Teología de la UCA y miembro de la Comisión Teológica Internacional
Navidad en acción por un mundo mejor Jorge Eduardo Lozano —PARA LA NACIoN—
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n la Navidad celebramos que Dios, el creador de todo el universo, se hace hombre. Elige nacer niño frágil, pequeño, pobre, de una familia también nada poderosa. La salvación de Dios tiene una dimensión universal. Abarca a todos los hombres de toda raza y cultura, y también todas las dimensiones de la existencia: las relaciones con Dios, con los hermanos, con las cosas, con el dinero. La religión cristiana propone un modo nuevo de vínculo con Dios como Padre, con los demás como hermanos y con las cosas como destinadas al bien de todos, y no al acaparamiento y maltrato de unos pocos. Celebrar en la Navidad que Dios se encarna es reconocer que Él comparte nuestra
historia y que reviste de dignidad particular a toda la condición humana. Por eso debemos cuidarnos de no caer en un espiritualismo vacío y reduccionista que nos arrincone en el templo o en la sacristía sin desplegar las consecuencias sociales y políticas de la fe. Ya lo dijo Francisco: “Una auténtica fe siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo”. Estamos llamados desde la fe a asistir las necesidades más urgentes de los pobres y a cambiar las estructuras sociales que provocan exclusión y miseria. Es necesario centrar la atención en ambas dimensiones: la asistencia y la promoción humana. Pongo un ejemplo. Cuando en casa hay una gotera,
colocamos un balde para recoger el agua. Si aparece otra, colocamos otro. Pero al día siguiente no vamos a comprar diez baldes para las próximas lluvias, sino que procuramos cambiar las chapas o colocar membrana en el techo. Los cristianos están llamados de modo particular a construir un mundo nuevo. El compromiso con la realidad es parte integrante de la fe. Dios asume la historia humana y se manifiesta en ella. Algunas acciones solidarias que promovemos parecen más orientadas a comprar baldes que a arreglar techos. La misma fe que nos hace rezar y dar gracias a Dios nos impulsa a cambiar el mundo. El arzobispo Jorge Bergoglio decía en 1999:
“Nuestra fe es revolucionaria”. Y es así. No nos deja quedarnos haciendo la plancha, sino que siempre nos impulsa al cambio, a la justicia y a la solidaridad. Por eso Francisco nos alienta a la cercanía, a achicar distancias con las llagas del Señor: “Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los demás” (Evangelii Gaudium 270). “La misión es una pasión por Jesús pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo” (EG 268) . No alcanza con quejarnos. Es cierto que la corrupción pública y privada da pie a que se afiancen las mafias de la droga que destruyen la dignidad humana. Pero mirar para otro lado o solamente quejarse no soluciona este drama. Hace falta compromiso y llama-
do a la conversión personal y social. En la noche de Belén, los ángeles se aparecieron a los más pobres, los pastores, y les dijeron: “Les traemos una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo. Hoy les ha nacido un salvador” (Lc 2, 10-11). De nosotros depende generar un mundo nuevo, alegría para los pobres o más de lo mismo. Espiritualismo hueco y vacío que huye de la realidad o fe encarnada en la historia. Si es lo segundo, ¡feliz Navidad! © LA NACION
El autor es obispo de Gualeguaychú y presidente de la Comisión Episcopal de Pastoral Social de la Conferencia Episcopal Argentina