El jardín de los monstruos magnetofónicos

22 jul. 2011 - conmovían más que los latigazos–: “¡Gi- tanerías!, ¡cosquillas!, ¡embelecos!, ¡arru- macos!, ¡cucamonas y carantoñas!” Ignoro cómo salí vivo.
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Libros Cuento

En este relato, originalmente publicado en Matando enanos a garrotazos, Laiseca pone en escena un alucinante experimento con ecos kafkianos

El jardín de los monstruos magnetofónicos POR ALBERTO LAISECA

D pág.

Viernes 22 de julio de 2011

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ionisios Kaltenbrunner fue el primero, en realidad, que inició estudios serios sobre las plantas magnetofónicas. En una sección del campo de concentración que rigió durante breve lapso (nueve meses: el tiempo de la gestación), hizo instalar un pequeño jardín botánico y dio orden de que los interrogatorios, así como las vivisecciones de prisioneras o los experimentos científicos más exuberantes, tuviesen lugar en dicho jardín para que las plantas los oyesen. Además las sesiones fueron grabadas y, posteriormente, día y noche se las volvían a hacer escuchar a dichas plantas; así, en esa forma, les ocurriría lo mismo que a las gallinas, las cuales ponen más huevitos si oyen música clásica. Los representantes del reino vegetal,

terminaron por volverse magnetofónicos también ellos, y ya tenían las cintas magnéticas grabadas dentro suyo, por la ley de la equivalencia energética de los diferentes y comunicados sistemas mágicos. Paralelamente a todo ello dieron a las plantas alimentos especiales para que sus savias corriesen más rápido; tal era idéntico a grabar a mayor velocidad: si aumenta el número de vueltas de la cinta por unidad de tiempo, más precisa obtenemos la voz; esto es: al incrementar en la savia el número de señales que se correspondiesen con sonidos –al agregar nuevas medidas*– agigantaríase la precisión de lo escuchado por ley de errores de Gauss. Así pues las plantitas, ya vueltas francamente magnetofónicas, proferían en medio de sus deleitados chillidos todo lo que les habían enseñado. Innecesario es decir,

cada día estaban más altas y gordas, y los frutos jugosos, enormes y magníficos; hasta en las que tradicionalmente no los ofrecían, por su particular especie. Como los olmos, por ejemplo, que antes no daban. Tuve una sola oportunidad para observar el meritísimo jardín del Teknocraciamonitor de las I doble E Dionisios Kaltenbrunner, aquel bienhechor. Yo le había rogado mucho; hasta el cansancio de ambos, lo reconozco: “Pero mi Teknocraciamonitor…” “Yo sería tan feliz si usted…” Por fin accedió, aunque no de la manera que yo imaginaba. Furioso ante mi insistencia, extrajo de su uniforme una tenaza de enormes dimensiones. Me puse lívido. Comprendí al momento que se disponía a privarme de mis pudendos testiculines. No pude impedir que mi mano derecha descendiera, en supuesta defensa, sobre la zona en litigio. El subconsciente, a veces es tonto y nos descubre. Me equivocaba sin embargo y por suerte, ya que su intención no era la imaginada. No obstante esbozó una leve sonrisa al ver mi gesto automático y por un momento dudó. Para mi dicha su decisión consistió en no dejarse influir, ateniéndose a su primera idea: apretar con ferocidad y tenaza una de mis orejas. Así, en tan incómoda posición, fue llevándome –sin reparar en mis gritos y tropezones–, a dar con gran velocidad una vuelta por el lugar. Cada tanto me obligaba a detenerme ante una de sus preferidas, sin por ello soltarme, al tiempo

que farfullaba “¿La ve? ¿La ve?”, o si no: “¿Le gusta? ¿Le gusta?” y, siempre con su tenaza enganchada en mi oreja, nos trasladábamos hasta la próxima acompañando el paseo con bofetadas, testarazos y cachetes, que aplicaba con su mano libre; o bien, cada tanto, recibía el homenaje de un disciplinario hecho con alambre de púa trenzado con ortigas, que solía llevar colgado de su cinturón. Cada golpe lo acompañaba vociferando alguna cosa –lo absurdo de las palabras utilizadas, me conmovían más que los latigazos–: “¡Gitanerías!, ¡cosquillas!, ¡embelecos!, ¡arrumacos!, ¡cucamonas y carantoñas!” Ignoro cómo salí vivo. Pensé que iba a transformarme en magnetofónico a mí también. Pese a la falta de bienestar promovida por la situación, algo vi y recuerdo. Una parte de las plantas eran altísimas, verdaderos árboles. Había otras diminutas. Todas ellas tenían algo en común: no es que comieran, exactamente –al menos no me consta–; más bien daban la impresión general de poder hacerlo. En los capullos de algunas, observé dientecillos. Ciertas flores se expresaban mediante enormes volúmenes rojos. Otras propagaban amarillos resplandecientes, entre verdes cristalinos y hojas como agujas. No faltaban las completamente grises, de tonos monocordes, sostenidos y continuos, ausentes de ellas toda presencia terrenal; como si fueran plantas marcianas o de las selvas venusinas. Vi una especie de maíz, con mazorcas marrones, trilobuladas, surgiendo entre espectrales hojas de terciopelo azul. Los aromas de todas ellas eran densos, como si pertenecieran a esencias concentradas. Jamás olí nada igual pero, cosa extraña, daban la sensación de algo familiar. Mucho me habría gustado tomar unas instantáneas, pero esto fue imposible. “Saque fotos; saque, saque” –me animaba el Teknocraciamonitor mientras proseguía llevándome de la oreja, transformada a esa altura en salchichón, si tenemos en cuenta su color, olor, sabor y volumen. “Saque fotos”. No lo hice pues temía que con tanto traqueteo la imagen saliera movida. En fin. Mala suerte. Muy condescendiente y ya fuera del vergel, me preguntó el comandante: “¿Desea algo más?” “Sí: irme”. Por suerte ese día estaba de un humor excelente y cedió con indulgencia ante mi requerimiento. Incluso me devolvió la oreja. Ahora la tengo sobre mi mesa, como un pisapapeles; como hizo Stalin con el cráneo de Hitler. Temo que algún día manijeado la confunda con un orejón y me la coma. Lamentable, la indigestión. Muy lamentable. * N. del “autor”: “Bombardeo de Dresden: cada bomba es una medición más y la sumatoria de todas las bombas nos refiere con exactitud al tejido fino de la substancia antepenúltima –la penúltima es la apertura del séptimo sello”.