El Fantástico Tío Pogo Por JL Flores Lo más increíble de

Me gustaba imaginarme navegando los mares azules y volando en un globo por sobre la gran ciudad de Bajo Raíz. Pero lo que realmente me interesaban eran ...
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El Fantástico Tío Pogo Por J.L Flores

Lo más increíble de los milagros es que ocurren. G.K Chesterton

Primera parte: ¿Para qué sirve un tío? Los niños de la Torre Uno Cuando yo era niña, una de mis materias favoritas era la geografía. El estudio de las montañas, los cerros, los valles y bosques. Me gustaba imaginarme navegando los mares azules y volando en un globo por sobre la gran ciudad de Bajo Raíz. Pero lo que realmente me interesaban eran las islas, las había de todo tipo: islas pequeñas, grandes, peligrosas o habitadas por ser seres mágicos. También las había infestadas de caníbales y horribles monstruos; había islas volcánicas y otras llenas de turistas, las había heladas y cubiertas por pingüinos, otras rocosas y solitarias. Lamentablemente para mí, yo vivía en el peor tipo de isla posible: una aburrida. Sé que suena raro, pero así era Poco o Nada, como la llamaban los marinos. Es que en la verdad es que no era mucho: una colina, un pueblito, un pequeño bosque. Imaginen asomarse por la ventana y ver el aburrido pasto verde oscuro, las aburridas ovejas diciendo su aburrido beeee, las aburridas colinas y el aburrido puerto, al cual solamente llegaban barcos cada dos aburridos meses. A pesar de este interminable concurso por quién o qué resultaba ser más tedioso, no había un peor lugar que la Torre Blanca, justo sobre la colina, al centro de la isla. Dentro de ella vivían tres aburridos niños, que pasaban las lánguidas tardes mirando el horizonte y esperando por alguna sorpresa, o una buena noticia. Cada uno de ellos tenía un talento único: Ervin, el mayor que ya había cumplido diez años, era hábil y veloz, todo un aventurero. Mientras Upi, el menor aún no cumplía los tres años. La verdad no decía mucho, pero cuando tocaba algo, bueno se arreglaba de inmediato. Justo al medio de ellos, estaba yo, la niña. Me pueden llamar Mariana y en esos momentos yo no sabía para era realmente buena. Yo era parte de esos solitarios niños. Pero hay que decir que esto no siempre había sido así, ya que tenían por padres a los dos únicos aventureros de la zona, el padre era un gran paladín de la Guardia y la madre era domadora de grifos. Una mala tarde de agosto la desgracia cayó sobre ellos, el barco en que viajaban fue devorado

completamente por una gigantesca, y muy rara, ballena peluda. Esto llenó el corazón de los chicos de una gran tristeza. Esta pena aumentó durante el verano, con la llegada de los tres tíos que habían ganado la custodia de la entonces famosa, Torre Blanca, y por supuesto, de sus habitantes. Sobre nuestros recién llegados tíos se podía decir muchas cosas, pero ciertamente no eran aburridos como el resto de la isla, nada de eso, ellos eran simplemente malvados. Tía Penurias era una señora alta y delgada. Vestía elegantes ropas hechas con pieles de animales, no le gustaba el clima de la isla y siempre parecía estar un poco resfriada. Tía Biscocho tenía apariencia redonda, gelatinosa y era la más gritona de los tres invasores. Siempre quería que le hicieran masajes en los pies, le dieran uvas en la boca y le rascaran la espalda, pues ella estaba muy gorda para tan difíciles misiones. Pero estas insoportables tías no se comparaban al peor de todos, Tío Exiguo. Un hombre delgado, de facciones parecidas a las de un águila, calvo y pálido como la tiza. Siempre vestía de negro y blanco, pues los colores a él le molestaban. Tan terrible era, que incluso las tías le temían cuando se ponía de mal humor, lo que pasaba siempre antes del desayuno, después del almuerzo y durante la cena. Cada día, de cada semana. A pesar de todo lo peor de nuestros malacatosos era su locura: se les había ocurrido que mis padres tenían escondido un tesoro. Recorrían la torre buscando escondites secretos, hacían agujeros en el jardín, en el sótano. Jamás encontraban nada, solo libros y más libros. Los tíos no permitían que jugásemos o hiciéramos ejercicios. En vez de eso nos asignarnos tareas muchos más complejas y pesadas, las que generalmente consistían en arreglar la torre para que los flojos vejetes pudiesen estar cada día más cómodos. La verdad es que nosotros, los niños de la Torre Blanca nos aburríamos ese verano, casi como el resto de la isla, pero como dije antes, quizás un poco más.