Viernes 20 de diciembre de 2013 | adn cultura | 11
El libro del año (según Julian Barnes)
también julian Barnes eligió su libro del año que, imprevistamente, no fue sin embargo ninguna novedad: Stoner, novela del estadounidense john Williams publicada en 1965 y reeditada varias veces desde entonces. ¿Qué descubrió Barnes en el libro de ese autor, muerto en 1994, al que al abrir el sobre con el ejemplar, confundió con el guitarrista homónimo? “la prosa clara y serena y el tono irónico”, escribió en the Guardian. “la primera página llevó a la segunda, y después llegó esa alegre velocidad que apura la lectura y el boca en boca para entusiasmar a los amigos.”
El ExtranjEro
litEratura arGEntina
El duelo y sus dilemas El protagonista de Polígono Buenos Aires, tercera novela de Marcos Herrera, salda cuentas con el padre muerto y el deseo incumplido de iniciar al hijo en las armas critura. Dictado en el semestre de verano de 1958 en la Universidad de Frankfurt, el curso sobre la dialéctica concluye con el anuncio del próximo programa: “…Quisiera desearles de corazón buenas vacaciones, y espero en todo caso volver a ver a muchos de ustedes en el próximo semestre en las lecciones de estética”. Puede ser un simple saludo de fin de curso, pero también evidencia de una continuidad, como si las clases sobre dialéctica fueran una propedéutica para la estética y, más específicamente, para una estética que pretenda ocuparse del arte actual. Lo dirá él mismo en el curso siguiente: “La dialéctica no es una forma discursiva que yo utilizo porque estoy habituado por la filosofía a pensar dialécticamente y no puedo hacerlo si no es de este modo, sino que es algo que procede en verdad de la cosa misma”. El pensamiento de Adorno sobre el arte no puede en modo alguno separarse de su original reformulación de la dialéctica. Desde su regreso a Europa, Adorno dictó seis veces cursos sobre estética, pero éstos de los años 1958/1959 son especiales porque su transcripción sirvió de base para la escritura de Teoría estética. La conexión entre ambos cursos, el de dialéctica y el de estética, puede verificarse casi en cada párrafo, pero resulta particularmente nítida en la relectura del Fedro de Platón. En Introducción a la dialéctica, Adorno había encontrado uno de los nervios de la dialéctica en la tentativa de superar los espejismos conceptuales por medio de una organización estricta del pensar conceptual. En ese momento temprano de la contraposición hay ya una prefiguración del “espíritu de contradicción organizado”, según la escueta definición de la dialéctica que Hegel le dio a Goethe (¿una cortesía con “el espíritu que siempre niega” que el poeta le había atribuido a Mefistófeles en su Fausto?). Luego, en treinta páginas de agudeza sorprendente, Estética saca partido de Fedro como anticipación de que en la experiencia de lo bello el dolor es algo esencial y no un mero accidente. Pero al margen del crucial excurso griego, Hegel (de quien significativamente Adorno reivindica –contra Kant– la objetividad de lo estético, cuestión que había atareado antes a Schiller en las cartas de Kallias) es el incesante interlocutor de los dos libros. Las consideraciones estéticas de Adorno parecen desplegarse en círculos concéntri-
cos de pares dialécticos: el centro del que parten esos anillos es la dialéctica matriz entre naturaleza e historia; Adorno deriva de allí otras relaciones, otras unidades en contradicción: la de lo bello natural y lo bello artístico y, finalmente, la de expresión y construcción. Con esas herramientas se enfrenta a su problema por excelencia: el arte moderno. La estética no es para él un asunto de anticuario y sólo queda justificada si se formula “las preguntas del arte más progresivo”. Fueron años importantes para Adorno. En la segunda mitad de la década de 1950 descubrió a John Cage y a Samuel Beckett. La curiosidad por el primero se atenuará rápidamente, como se hará explícito en el ensayo “Vers une musique informelle”, de 1961. Resistido por Horkheimer, compañero en el proyecto frankfurtiano, Beckett (a quien Adorno había conocido en persona justamente pocas semanas antes del dictado de estos cursos) persistirá en cambio como modelo de negatividad. La estética de Adorno no viene “desde arriba”. Tiene su origen en la inmersión en la obra de arte concreta, y con ningún otro arte tuvo Adorno tanta intimidad como con la música. Un ejemplo entre muchos. En Filosofía de la nueva música (1949), Adorno había anotado, a propósito del dodecafonismo de Arnold Schönberg: “La pregunta que la música dodecafónica dirige al compositor no es cómo organizarse un sentido musical, sino más bien cómo puede una organización cobrar sentido”. Diez años después, esa misma formulación se generaliza en Estética a todo el arte actual. La belleza, como campo de fuerzas, no se deja satisfacer en una obra de arte en sí misma dichosa. También aquí el músico colabora con el filósofo. La disonancia, que por supuesto mantiene con la consonancia una relación dialéctica, pierde su restringido sentido musical y es elevada a metáfora mayor del arte moderno en cuanto cifra del sufrimiento de lo condicionado: “El momento de lo sensiblemente satisfactorio no desaparece simplemente, sino que es también, por su parte, superado, conservado en la obra de arte, pero ahora, en efecto, en la forma precisamente de la disonancia”. C
Polígono Buenos Aires marcos hErrEra
Edhasa 286 páginas $ 120
Soledad Quereilhac Para La nacion
L
a muerte del padre ha sido siempre un disparador de narraciones. Es un acontecimiento que no sólo obliga a lidiar con una ausencia y sus recuerdos, sino que además fuerza al reciente “huérfano” –no importa la edad– a repensarse como el protagonista vivo de una historia que ya no podrá modificarse. Polígono Buenos Aires, tercera novela del escritor argentino Marcos Herrera (1966), salda cuentas de manera notable con la potencialidad narrativa de la muerte paterna, no sólo en cuanto a lo argumental, sino principalmente en cuanto a los procedimientos. El tono coloquial porteño que abruptamente fuga hacia un surrealismo sórdido, la combinación del realismo con elementos fantásticos, tímidamente vestidos de ciencia ficción, pero no obstante atractivos y disruptivos de la verosimilitud dominante, son los responsables de solventar el proceso de un duelo y sus dilemas. Esta alternancia de registros y de planos de realidad –aquello que en efecto sucede en la novela y aquello que el narrador ve, alucina, distorsiona o recuerda– persigue una respuesta que no logra encontrarse del todo: cómo lidiar con la muerte de un padre cuyo legado no se quiere retomar y cuyo mandato jamás se ha acatado, a costa, quizá, del peligro de la propia disolución o de convertirse en una débil capa transparente de personalidad. El protagonista, Claudio, un dealer de marihuana que sólo aspira a vivir con lo justo, es un sobreviviente de la vida delictiva de alto rango a la que estaba destinado. Su padre, eximio tirador y frecuentador del polígono de tiro, quiso iniciarlo en las armas, pero él siempre se negó. La falta de
puntería –con las armas, con su deseo, con lo real– es un tema que atraviesa toda la novela y que encuentra una resolución final violenta, incendiaria, al estilo de Erdosain y su rayo de la muerte, pero con modos contemporáneos. El narrador transita por Buenos Aires y sus alrededores –un polígono deforme entre Avellaneda, Mataderos, Vicente López, Chacarita, el Centro– sintiéndose Diógenes de Sínope, el cínico filósofo vagabundo que renuncia a los lujos y sale en busca de un hombre honesto. Pero esta imagen adolece constantemente de una mutación moral; Diógenes da lugar al Hombre Araña, reminiscencia infantil de la máscara de ese personaje que el padre usó para uno de sus atracos. Esta abrupta mutación entre universos disímiles (la antigua Grecia, el cómic), se reproduce en muchos párrafos: la esquina de Bartolomé Mitre y Reconquista, además de ser un punto roñoso de la ciudad, es “ese lugar donde la moscas beben de los lagrimales de los búfalos moribundos”; los mozos de los bares son “soldados de la muerte”, mientras que el encargado de los videojuegos posee “jeta de cefalópodo, nimbada por la llaga de luz de la entrada a la gruta”. Claudio –o Diógenes de Sínope, o el Hombre Araña– pasa buena parte de la novela fumando marihuana y eso justifica las constantes fugas surrealistas hacia formas del mundo antiguo, eficazmente escritas y de convivencia notable con un tono coloquial porteño verosímil. Pero también, esas fugas son producto del extrañamiento del mundo que produce el duelo; en este sentido, Polígono Buenos Aires logra una efectiva correspondencia entre su tema y sus recursos formales. Por el contrario, donde no fluye similar sintonía es en el coqueteo con algunos elementos de la ciencia ficción que jamás se retoman; al igual que en muchas novelas argentinas de las últimas décadas (con excepción de las de Marcelo Cohen), no se logra aquí más que un uso accesorio y accidental de la ciencia ficción. Atrayentes motivos como aceitunas que giran solas o gusanos radiactivos no encuentran un lugar propio en la trama y quedan abandonados, sin más. Con todo, el efecto de extrañamiento y la dimensión fantástica que rompe con el realismo perviven en las metáforas convocadas por la percepción de Claudio; quizás no sea del todo iluso esperar una cuarta novela de Herrera que potencie esas aristas que aquí se insinúan. C