OPINIÓN | 19
| Lunes 3 de noviembre de 2014
leyenda maldita. La muestra del Museo de Orsay en honor al gran libertino
francés recuerda la potencia de su obra, alentada por las lecturas clandestinas a las que obligaba la prohibición que pesaba sobre sus textos
El divino marqués de Sade en el museo Mario Vargas Llosa —PArA LA NACION—
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PArÍS
onatien Alphonse François, marqués de Sade (17401814), ha entrado en el panteón cultural de Francia por todo lo alto. Su obra dejó de estar prohibida hace medio siglo, ha sido editada en tres volúmenes por la más prestigiosa colección literaria, la Pléiade, y ahora el Museo de Orsay le dedica una vasta exposición: Attaquer le soleil (Atacar al sol). De este modo, la frivolidad del siglo en que vivimos –la civilización del espectáculo– va a conseguir lo que no lograron gobiernos, policías y la Iglesia, que a lo largo de dos siglos lo persiguieron con encarnizamiento: acabar con la leyenda maldita que rodeaba al personaje y a sus libros y probar que ni aquél ni éstos eran tan peligrosos ni malignos como se creía. Y que, a fin de cuentas, aunque sus ideas resultaban, sin duda, bastante apocalípticas y escabrosas, como escribidor era recurrente como un disco rayado y, pasados algunos sobresaltos, generalmente aburrido. Para disfrutar a Sade era indispensable la nerviosa clandestinidad, procurarse esas ediciones de catacumba como las codiciables que se exhiben en el Museo de Orsay, casi siempre con pies de imprenta falsificados y que se salvaron de milagro de los secuestros e incineraciones, y sumergirse en sus páginas con la sensación de estar transgrediendo una ley y cometiendo pecado mortal. Como hoy en día Las 120 jornadas de Sodoma, Justine o los infortunios de la virtud y Juliette o las prosperidades del vicio se venden en las más respetables librerías y se pueden leer en todas las buenas bibliotecas, su atractivo es bastante menor y, como ocurre siempre con la literatura monotemática, tanta ferocidad recurre de tal modo en sus páginas que deja de serlo y se vuelve juego, irrealidad. En la inmensa obra que escribió hay, me parece, apenas una genialidad literaria: el breve Diálogo entre un sacerdote y un moribundo, en el que luce un pensamiento condensado y firme, sin las retóricas blasfemias y los morosos discursos exaltando las depravaciones, la traición y los crímenes que entumecen sus otros libros, tanto los históricos como los eróticos. La exposición del Museo de Orsay, excelente, tiene como comisaria a Annie Le Brun, gran conocedora de Sade y autora de un sutil ensayo sobre él, y muestra algo bastante obvio: que el “sadismo” no lo inventó el divino marqués, pues la literatura y las artes plásticas ya habían descrito la crueldad y la
de Charenton, donde escribió la mayor parte de sus libros y donde se dedicó a montar representaciones teatrales de su invención con los locos como actores, espectáculos que atraían, se dice, a las familias parisienses más ilustres. Al malvado más famoso de la literatura nunca le faltaron mujeres y, aunque fue un gordo fofo precoz, como sus horrendos personajes libidinosos, los testimonios femeninos sobre él –salvo los de su esposa legítima, renée Pélagie de Montreuil, que lo mandó a la cárcel y al manicomio cuantas veces pudo– hablan de un hombre encantador, refinado y elegante en su trato y de una galantería irresistible con las damas. Siempre se declaró un pacifista y, el colmo de los colmos, hasta escribió un manifiesto contra la pena de muerte. Como todos los grandes escritores malditos, Sade despertó siempre pasiones, tanto en sus admiradores como en sus detractores. La muestra del Museo de Orsay da cuenta sobre todo de los primeros, y, entre ellos, principalmente de los surrealistas que le hicieron homenajes, algunos deslumbrantes, como el retrato imaginario de Man ray, de 1938, o las obras inspiradas en él de Hans Bellmer. Más aún que la literatura, la pintura y el cine modernos delatan resabios sadianos, por lo menos en la selección de obras de la exposición. Entre las películas son sin duda las de Buñuel las que parecen más directamente inspiradas en las propensiones del divino marqués, sobre todo en las escenas perversas de Él, con Arturo de Córdova, que reciben al visitante en la entrada de la exposición. Quizás lo que falte en ella sea una mayor presencia de Freud, quien, no como literato ni artista, sino como psicólogo se adentró por las mismas cavernas de la intimidad humana que Sade y dio una explicación racional totalizadora a lo que el divino marqués conoció a través de la intuición, sus propios fantasmas y la imaginación, la existencia de esa violencia empozada en el fondo irracional de la persona humana, que encuentra en el sexo una vía privilegiada de expresión, algo que la civilización modera luego en formas más benignas, creativas en vez de destructivas, aunque sin erradicarla nunca del todo. Lo que significa que, como ha ocurrido y sigue ocurriendo en medio de las sociedades más avanzadas, la violencia estalla a menudo de manera incontenible, no sólo a través del deseo individual ciego, también en todas las formas colectivas posibles del fanatismo, desde el religioso hasta el político y el ideológico. Paradójicamente, el terrorismo que en nuestros días vuelve a hacer de las suyas por el globo, aunque los terroristas no lo sepan, es el mayor homenaje que rinde nuestra época al divino marqués, al que, aunque había pedido ser enterrado en una tumba laica y sin nombre, se le hicieron honras fúnebres muy católicas en el manicomio de Charenton, donde murió, apaciblemente, a sus 74 años de edad.
violencia sexual con imaginación, audacia y belleza desde los tiempos más antiguos. Pero es verdad que probablemente ningún artista, escritor ni filósofo fue tan lejos como él en la exploración de esas profundidades humanas donde deseos e instintos entremezclados producen formas indecibles del horror. Goya, naturalmente muy presente con grabados y pinturas en esta muestra, lo sintetizó de manera luminosa en la leyenda de uno de sus aguafuertes: “El sueño de la razón produce monstruos”. Sade mostró en sus novelas que los deseos sexuales, exonerados de todo freno, convierten al ser humano en una máquina depredadora y carnicera y que una sociedad que los dejara desplegarse con absoluta libertad podría llegar a acabar con toda forma de vida en el planeta. Esa aterradora utopía la defendió de manera teórica en sus escritos literarios y filosóficos, en nombre de un individualismo sin fronteras y un ateísmo apocalíptico, pero, en la vida real, sus excesos fueron, en verdad, limitados, si se los compara con los de cualquier dictadorzuelo tercermundista, no se diga un Hitler o un Stalin. La verdad es que se pasó buena parte de su vida en cárceles y manicomios, o huyendo de sus perseguidores, y que en su prontuario delictivo no hay un solo crimen, sólo azotes a algunas prostitutas y, lo más grave, haber hecho tragar a otras unas pastillas que producían cuescos, pestilencia que, por lo visto, lo inflamaba hasta el delirio. Lo que es una lástima es que no escribiera su autobiografía, porque lo que sabemos de su vida, aunque no es mucho –su mejor biografía la escribió Gilbert Lely, un compañero mío de la radiotelevisión Francesa, que, cuando no estudiaba al divino marqués, se ganaba la vida como locutor–, revela a un aventurero de polendas. Estuvo dos veces condenado a muerte y las dos se fugó de la cárcel, secuestrando, en una de ellas, de paso, a su propia cuñada, que era monja. Cuando el pueblo de París asaltó la prisión de la Bastilla, donde él estaba preso, exhortó a las masas revolucionarias, desde un balcón, para que abrieran todas las rejas en nombre de la libertad. En una de sus breves temporadas sin cautiverio, fue un activo revolucionario, pero los jacobinos lo consideraron demasiado “moderado” y lo condenaron por ello a la guillotina; lo salvó la oportuna muerte de robespierre. Pero quizás el período más extraordinario de su vida fue su encierro en el manicomio
© LA NACION
lÍnea diReCta
Fortalecer la escuela secundaria
Un brindis por las diferencias
Alieto Aldo Guadagni
U
no de los mejores indicadores de la desigualdad social de un país es la situación del sistema educativo, ya que la clave de la igualdad de oportunidades es la ausencia de diferencias significativas en la trayectoria escolar de los estudiantes, según el nivel socioeconómico de sus familias. El aumento de los jóvenes “ni-ni” (jóvenes que ni estudian ni trabajan) es un hecho preocupante, ya que contribuye a la reproducción intergeneracional de la pobreza. Un sistema escolar poco inclusivo y además con problemas de calidad educativa no sólo frustra los proyectos de vida, sino que además los excluye del mercado laboral formal y así contribuye a la expansión del delito y de la droga. Existe una desigualdad originada por la creciente segmentación del mercado laboral, en el cual se amplía la brecha de remuneraciones entre personal calificado y no calificado. Por eso la graduación en la escuela secundaria es hoy el requisito mínimo para acceder a buenos empleos. No olvidemos que la falta de empleo castiga siempre más a quienes tienen menos educación. Desigualdad y pobreza impulsan que sean muchos los que están marginados de los procesos educativos aptos para abrirles el nuevo mundo tecnológico, que es la característica de esta época. Esos muchos son los más pobres. Los pobres tienen menos capital intelectual acumulado, por eso generan menos ingresos y no están en condiciones de financiar una mayor escolarización de sus hijos; así se perpetúa la pobreza familiar. En 2006 se dictó la ley 26.206, que establece la obligatoriedad escolar entre los cinco y seis años y el fin del secundario. Esta nueva ley fue un importante avance, ya que la extensión de la escuela secundaria es un paso positivo hacia el fortalecimiento del proceso educativo y la promoción de la igualdad de oportunidades. Sin embargo, nuestra escue-
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la secundaria enfrenta tres carencias: escasa graduación, gran desigualdad y bajo nivel de conocimientos en los alumnos. Según el Ministerio de Educación, en 2012 la graduación en las escuelas secundarias alcanzó a 285.699 adolescentes, algo más de los 280.876 egresados en 2003. Este incremento de 1,7% es positivo, pero aún insuficiente, ya que según el Censo de 2010 nuestra graduación a la edad correspondiente no llega ni a la mitad de la población. Por esta razón no nos debería sorprender lo que informa la Unesco sobre la evolución de la graduación secundaria en todo el mundo, que destaca que el porcentaje de la población que se gradúa en la escuela secundaria a la edad esperada llega a niveles altos en muchos países. En América latina el nivel de graduación secundaria a la edad esperada es liderado por Perú (donde la graduación llega al 70%), le siguen Chile (68%), Cuba (63%), Colombia (61%), Bolivia (56%), Costa rica (51%), Paraguay (48%), Ecuador (47%), El Salvador (46%) y México (44%). Que nuestro país ocupe el lugar 11 entre las naciones latinoamericanas, con el 43%, debe preocuparnos. Estamos por debajo de países que tienen un PBI inferior al nuestro, lo que prueba que no se trata de un problema financiero ni de falta de recursos, sino de decisión política. Sigue vigente una gran desigualdad educativa, ya que, según el Ministerio de Educación, menos del 12% de los niños de sexto grado de las escuelas privadas de Santa Fe, Córdoba y la ciudad de Buenos Aires tienen conocimientos bajos en matemática. Pero este indicador negativo trepa, por ejemplo, al 51% en las escuelas estatales del conurbano y Formosa. La deserción de la escuela secundaria también está vinculada con el nivel socioeconómico de las familias, basta tomar nota que de cada 100 alumnos que ingresaron en 2001 a primer grado en escuelas privadas, 64 concluye-
ron la secundaria en 2012, mientras que en las escuelas estatales apenas se graduaron 25. Esta gran desigualdad es aún mayor en provincias como Misiones, donde apenas se graduaron 15 de cada 100 ingresantes a primer grado estatal, mientras que en las secundarias privadas se graduaban 62 de cada 100 ingresantes en primer grado. Nuestros estudiantes tienen un muy bajo nivel de conocimientos cuando se los compara con el resto de las naciones. Según la prueba PISA 2012, el promedio mundial de los adolescentes con nivel bajo en matemática era de apenas 23,1%, mientras que en nuestro país nada menos que dos de cada tres adolescentes se ubican en este nivel. Debemos avanzar hacia una mayor escolarización con igualdad de oportunidades. Desde ya que la tarea que tenemos por delante no es nada sencilla, pero por lo menos comencemos por abrir los ojos y reconocer algo tan elemental como que los niños pobres son muy castigados con un escaso calendario escolar. Nuestro calendario “real”, debido a la incumplida jornada extendida y los incumplidos 180 días, es de los más cortos del mundo. Es evidente que aumentar el calendario escolar no asegura automáticamente una mayor igualdad de oportunidades, pero cerrar con frecuencia las escuelas públicas seguramente acrecienta la desigualdad. Cuando una escuela pública no abre sus puertas, todos nos alejamos de la justicia social. En el siglo XIX se universalizó la escuela primaria con la ley 1420; ahora, cumpliendo el mandato de la ley 26.206, es imperioso universalizar la escuela secundaria. Esto no será fácil, por eso será indispensable un gran acuerdo político que defina medidas efectivas que apunten a lograr esta meta. © LA NACION El autor es miembro de la Academia Nacional de Educación
Graciela Melgarejo —LA NACION—
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ara muchos de los que amamos el español, hay una especie de santo y seña: decir Diccionario de uso del español o, más simple, “el María Moliner” (o, más corto aún, “María”) es casi compartir un secreto de infancia. Por eso, el doctor José Miguel Onaindia, actual coordinador de gestión de espectáculos en el teatro Solís de Montevideo, se apresuró en la mañana del 31/10 a retuitear esta información: “Gran pieza sobre María Moliner: Manuel Calzada gana el Premio Nacional de Literatura Dramática: http://bit.ly/1zUDIEa Vía @el_pais”. Los lectores de esta columna podrán leer completo el artículo de El País en la dirección mencionada; pero, por las dudas, reproducimos algunos conceptos. Dice su autora, la periodista Aurora Intxausti, que para el jurado que otorgó el premio el escritor Manuel Calzada Pérez ganó por los valores dramáticos de su obra El Diccionario, y por “la recuperación de una mujer fundamental en la historia de la lengua; por ser una obra basada en la defensa de la palabra como libertad, como vehículo de la memoria colectiva, creadora de referentes culturales”. “El azar o el destino, ambos términos son sinónimos”, escribió Borges, y aquí se aplica muy bien su frase. Que acabe de aparecer la 23ª edición del académico Diccionario de la lengua española y que contemporáneamente se premie la obra que homenajea a la autora de un cambio profundo en la manera de concebir las obras de consulta en el mundo del español no pueden ser solo coincidencias. Lo mismo pasa con la inminente visita del director de la Academia, don José Manuel Blecua, a la Argentina, para presentar la nueva edición del DRAE (http://bit.
ly/1vtAQX4). Noticias todas para alegrar el corazón hispanohablante, sin duda. Sin embargo, hay muchos hablantes del español de América que ahora se quejan de los “españolismos” en el DRAE. Las diferencias existen y habrá que aceptarlas y celebrarlas. ¿O vamos a ejercer la censura sobre el español de España y sus hablantes, sobre todo ahora que han quedado en evidente minoría con respecto al resto (la comunidad de los Estados Unidos incluida)? Las coincidencias no son zonzas, tampoco. Los argentinos podemos vanagloriarnos de tener un Príncipe de Asturias otorgado por primera vez a un dibujante gráfico y humorista, es decir, a Joaquín Lavado, Quino, que recibió su distinción justamente en la misma semana de la aparición del nuevo DRAE. Vale la pena recordar aquí una de sus tiras, a propósito del lenguaje. En la página 306 de Mafalda, todas las tiras (Ediciones de la Flor, 2013), Felipe, el amigo de Mafalda, tiene la dura tarea de escribir una composición sobre el descubrimiento de América. En su ensoñación, “el Gran Navegante” se enfrenta con un aborigen que farfulla asustado “¡OEA, OEA!”. Colón lo toma del cuello y le grita: “¡Mah!... ¿Chi ti capisce? ¡Parla in cristiano, porca miseria!”. No hay nada más ingrato que tratar de contar un chiste gráfico, pero la conclusión aquí sería que el español de hoy está hecho de todas las incorporaciones de todas sus fuentes, de España y de América. Son las diferencias las que le dan sus matices inconfundibles. Brindemos por ellas. Y por María Moliner, de paso. © LA NACION
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