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Candelaria Posada la exquisita y cariñosa deferencia que ha tenido para conmigo y para ...... Complicada tarea la de llegar a saber dónde está la frontera entre.
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EDUARDO CAMACHO

EL CALDERO ROTO (UN NUEVO HIMNO NACIONAL)

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Primero que todo, quisiera agradecer a mi querida María Candelaria Posada la exquisita y cariñosa deferencia que ha tenido para conmigo y para con este hijo pródigo. También a mi mujer, Kim Griffin, quien con sus alientos y sus críticas, a veces implacables, impidió seguramente más de una metedura de pata por mi parte. A ella le dedicaría este libro, pero como no siente demasiada estimación por él, he pensado en dedicárselo a mi santa madre, Mary Guizado, pero estoy seguro de que hay pasajes que no le van a gustar nada. Así, pues, lo dedico a mis tres hijos, Juan, Mauricio y José, con la esperanza de que, algún día, se lo lean.

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EPÍGRAFES Y PRÓLOGO

... comme si la plenitude de l'âme ne débordait pas quelquefois par les métaphores les plus vides, puisque personne, jamais, ne peut donner l'exacte mesure de ses besoins, ni de ses conceptions ni de ses douleurs, et que la parole humaine est comme un chaudron félé où nous battons des mélodies à faire danser les ours, quand on voudrait attendrir les étoiles. Gustave Flaubert (No sabía que la exuberancia del alma rebasa muchas veces las metáforas aparentemente más hueras, que nadie puede expresar nunca en la exacta medida sus necesidades, conceptos o sinsabores, y que la palabra humana es como una especie de caldero roto con el que tocamos una música para hacer bailar a los osos, cuando lo que nos gustaría es conmover a las estrellas con su son. Traducción de Carmen Martín Gaite).

Este es el primer epígrafe de este libro. Pero aún hay más, como éste, no menos importante para mí. Es del escritor norteamericano Thomas Wolfe, y dice así: You can’t go home again Exactamente.

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Un tercer epígrafe es el siguiente: Nos presentaron. Le dije que era profesor en la Universidad de los Andes en Bogotá. Aclaré que era colombiano. Me preguntó de un modo pensativo. –¿Qué es ser colombiano? –No sé –le respondí–. Es un acto de fe. Jorge Luis Borges

Un último epígrafe, sin embargo, tal vez resume, con sentenciosa y bella precisión, en poco menos de diez palabras, el motivo central de este libro, que a mí me ha costado tantas. Lo leí por primera vez en La ciudad y los perros, de Vargas Llosa. Es del gran poeta peruano Carlos Germán Belli y dice así Porque en todo linaje el deterioro ejerce su dominio.

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Buscando una definición en la que pudiera caber este libro –tal vez excesivo, exagerado, tal vez corto o esquemático– compuesto, por una parte, de fragmentos o retazos sin nada más en común que el haber sido escritos pensando en Colombia desde otra parte del mundo, casi siempre España, Castilla, la más vieja, y, por otra, de reflexiones personales y subjetivas sobre mí mismo –tal vez demasiado personales, egocéntricas, confesionales– y otras cosas, he recordado la vieja palabra centón. El diccionario da varias acepciones; una de ellas es: obra literaria, en verso o prosa, compuesta enteramente, o en la mayor parte, de sentencias y expresiones ajenas. Aunque la mayor parte de las sentencias y expresiones contenidas en este me pertenecen, pensé subtitularlo Centón colombiano. También pensé en otro subtítulo como Miscelánea nacional o como Varia criolla, o algo así. En fin, que creo que ya se me entiende lo que quiero decir, si necesidad de tener que elegir entre uno de esos subtítulos. Es un libro dedicado principalmente a Colombia, aunque esto me parezca de lo más ridículo y me hermane con personajes como don Miguel Antonio Caro, Belisario Betancur o el escritor boyacense –como yo– Mario H. Perico Ramírez, dicho sea sin pretender despreciar a estos colombianos más o menos ilustres. En una pretenciosa sección llamada "Notas", en la cual se reúnen las perlas más dilectas, los más quintaesenciados productos de mi

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cerebro, sobre todo de mi ingenio, podría haber, si yo no fuera lo suficientemente respetuoso con los posibles lectores, una que dijera: "ni colombiano, por dejación, ni español, por desgano". Yo, lo que, en verdad, quisiera ser, si existiese tal categoría, es eurotunjano. Desde luego, me parece que el tema de mis relaciones con Colombia, nuestros amores y desamores, nostalgias y desapegos, añoranzas y desilusiones es el que mayor espacio y apasionamiento ocupa en estas páginas. ¿Qué es Colombia? La pregunta es tan imposible o evidente, tan trascendental o tan tonta, que casi da vergüenza formularla. El colombiano de Borges dice bien que ser colombiano es “un acto de fe”, respondiendo de una manera subjetiva. Antes ha dicho que él no sabe qué es ser colombiano. Sólo adelanta un hecho irracional. Creo que a todos los colombianos nos pasa un poco lo mismo. Yo no sé si un francés tendrá dudas acerca de lo que es Francia, pero sí sé, por ejemplo, que hoy en día, en España, la pregunta ¿qué es España? no podría de ninguna manera ser contestada a la manera petulante o dolorida de los intelectuales del 98, por ejemplo, o de esa cómica manera que usó el generalísimo Franco: “Una unidad de destino en lo universal”. Creo que, cada vez más, cambia la definición de lo que es España y que tendrán que contentarse con una respuesta un tanto

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abstracta que diga que, si España sobrevive a lo que antes se consideraban sus partes esenciales, será una especie de federación de naciones que, por ahora, se entienden en un idioma común, o algo así. Es decir, que el problema no es sólo de nosotros los colombianos. Pero lo nuestro es diferente. Yo me pregunto: al fin y al cabo, ¿qué es Colombia? ¿Un ente abstracto, algo que está desconcretizado (perdón por palabra tan fea y heterodoxa), por el aire, lo del himno nacional o las palabras hueras de académicos y políticos, o es gentes, paisajes, monumentos, por decirlo así, actos, acciones, historia, vida bullente? ¿A qué quiere u odia uno: a “Colombia”, o a ciertos parajes, a ciertas gentes buenas, o a acciones de ciertas gentes malas? ¿Es así de simple: un país tiene tres cosas: naturaleza, monumentos, gente? Si es así, en Colombia, lo primero sería lo amable –con todas las consecuencias del verbo amar–, lo segundo, bueno, algunos no está tan mal, aunque poco hay –comparado, por ejemplo, con España o Francia– y en lo tercero estaría la causa del odio o de la pena. Si así son las cosas, los colombianos tenemos el corazón “patrio” partido en dos: de un lado, lo que cantan bellamente los poetas: Todo está bien: el verde en la pradera, el aire con su silbo de diamante

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y en el aire la rama dibujante y por la luz arriba la palmera.

Como bien es sabido, el espléndido soneto del maestro Carranza se llama “Soneto con una salvedad”, y esta salvedad es el corazón del poeta: “salvo mi corazón, todo está bien”, dice el último verso. Pues bien, tal vez con irreverencia, yo diría que lo que está mal, rematadamente mal, irremediablemente mal, es esa gente que no sólo, desde hace mucho más de quinientos años, ha venido ensuciando la pradera y desterrando el verde, envenenando el aire, destrozando la rama y la palmera, sino corrompiendo, oprimiendo, haciendo buenas a las víboras y a las hienas, matándose los unos a los otros de las maneras más inhumanas y crueles por poder, por creencias políticas o religiosas, por dinero, por egoísmo, por simple estupidez o porque les da la gana. Pero ya tendré oportunidad de referirme a este asunto, tal vez el de más gravedad de este libro. También hay otros asuntos. Por ejemplo, el para mí tan importante de los encuentros y desencuentros entre lo "español" y lo "americano" (no en vano nací y me crié en Colombia, pero he vivido en España durante casi la mitad de mi vida), el cual toma diversos planteamientos en estas páginas, como uno que me interesa sobremanera, que es el de

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las semejanzas y diferencias lingüísticas entre peninsulares y criollos, para decirlo en términos del siglo pasado, entre el español de la Península y el español de América, en sus rasgos comunes entre los diversos dialectos del continente. En lexicografía bilingüe, especialmente española/inglesa, es bastante conocido el problema de lo que los sajones llaman cognates, es decir, esas palabras que, de una manera u otra, existen en los dos idiomas, que en general descienden del latín y que, al parecer, significan lo mismo, pero que, en verdad, sus significados difieren más o menos y producen frecuentes distorsiones entre las dos lenguas (algunas más divertidas que otras, como el conocido ejemplo de la palabra inglesa embarrassed al ser confundida con la española `embarazada'). En una (mínima) colaboración a un trabajo inacabado de mi mujer sobre esos temas, he definido estos términos como homoetimológicos, que pueden ser o bien homo o heterosémicos, es decir, que pueden o no significar lo mismo. Cuando no significan lo mismo suelen designarse con el término francés de faux amis. Estoy convencido de que entre españoles y americanos del sur o de habla española ocurre constantemente el fenómeno de los cognates y faux amis, es decir de la homoetimología y la heterosemia, pera emplear los términos técnicos. Los casos de heterosemia entre términos idénticos por otra parte (homoetimológicos, homófonos, homógrafos)

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son tan abundantes, que ha llegado a decirse que apenas existen frases en los dos dialectos –partiendo del supuesto, apuntado antes, de que es posible considerar ciertas características del "americano" como configuradoras de un dialecto único– en las que la totalidad de las palabras sean totalmente homosémicas1. Aun en las más breves y, al parecer, de significado, grafía, fonía idénticos: `adiós', por ejemplo, dicho en cualquier país latinoamericano y dicho en España posee matices fónicos y semánticos ligeramente diferentes. Pero las diferencias se acentúan en un abrumador número de otros casos, como es bien sabido (no sólo, claro está, entre el español americano y el peninsular sino entre los diversos dialectos latinoamericanos y aún peninsulares) y constantemente experimentado y vivido por cualquier viajero latinoamericano en España o cualquier español en América. Españoles y americanos hispanoaparlantes estamos siempre "traduciendo" interiormente lo que oímos en el otro país, ajustando, matizando significados. O, muy frecuentemente, equivocándonos. Para mí éste es tema interesantísimo y revelador de las profundas diferencias culturales que existen entre los españoles y los hispanoamericanos, 1

Los lingüistas, sin embargo, nos dicen que “A partir de encuestas de disponibilidad léxica se observa que el índice de compatibilidad es alto en lugares muy distintos del ámbito hispanohablante (Madrid, México, Concepción, Santo Domingo, etc.): en torno al 64 por 100 de las palabras más usadas en cada área son comunes”. Desafortunadamente he perdido la referencia completa de esta cita, pero sí sé que la leí en una reseña de la revista Libros, de Madrid, dedicada a un libro sobre el español de América de Humberto López Morales..

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precisamente en lo que parece que tienen en común. Pero, claro, hay muchos otros temas. Me interesan muchísimo, apasionadamente, los problemas de la novela, por ejemplo, sobre los que incluyo algunas reflexiones nacidas de mi modesta práctica de este género. Me obsesiona la mujer, las mujeres, como a tantos hombres, y debo decir que es paradójico que se comprenda tan poco lo que importa más. La mujer para mí es un misterio con el cual convivo constantemente, que me tortura, me intriga, me fascina, me arrebata, me conmueve, me abruma, me rebaja, me humilla y me exalta, entre otras cosas. Como a tantos hombres, repito. A ella, a la mujer, van dedicadas muchas líneas de este libro. En verdad el tema intelectual que más me interesa, que me interesa prácticamente sobre todos los demás, es el del lenguaje, en todos sus aspectos, pero especialmente en el de sus relaciones con el pensamiento. Creo firmemente que los dos se identifican, se confunden. Creo que el hombre es lenguaje, que somos lenguaje y tal vez nada más que lenguaje. Un lenguaje que nunca dice lo que quiere decir, como escribe tan bellamente Flaubert en la cita que coloco como epígrafe a estas páginas, que siempre nos está dando gato por liebre (o, raras veces, liebre por gato), siempre hace llegar un mensaje

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diferente del que nosotros queremos transmitir o creemos estar transmitiendo. Yo no quiero decir esto que estoy escribiendo. Yo quiero decir otra cosa que yo me sé. Pero esa otra cosa que "yo me sé" y que podría llamarse pensamiento (o no sé cómo, ¿sí ven?), estableciendo así la gran diferencia entre éste y el lenguaje, no existe sino exclusivamente para mí, nadie más lo puede conocer precisamente porque yo no puedo decirlo. Lo que no se dice no existe, como se sabe, no existe o, mejor, no puede ser conocido, es el Gran Desconocido y sería muy interesante llegar a conocer todo eso que no puede conocerse, todos esos flecos, retazos, maravillas, genialidades, tonterías, monstruosidades, etc., que no se han dicho y que permanecen en el limbo de lo nonato o que simplemente se han perdido en los espacios de la nada o de la eternidad. Pero hay que conformarse con el sonido del caldero roto, ya que no podemos hacer sonar esa mélodie pour attendrir les étoiles.

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CARTA A UN POSIBLE LECTOR Desocupado Lector (si es que alguien llega por ventura a reunir estas dos condiciones), te escribo esta carta, que espero que no sea muy larga, para contarte las vicisitudes que han corrido mis escritos antes de que ojalá lleguen a ti. Múltiples escritos. La razón por la cual me he decidido a hacer públicos todos estos detalles que, de otra manera, hubiera mantenido en una discreción que solía caracterizarme, es nada menos la de que me han descubierto una grave enfermedad2. Los pormenores inherentes a esta cuestión están siendo detallados en otro escrito, claro está (¿cómo se iba uno, que gusta tanto de escribir de uno mismo, a perder la oportunidad de contar todas esas sordideces, ¿convenientemente? transformadas en ¿sesudas? metafisidades?). Aquí sólo quiero escribir la petite histoire de mis escritillos, de mis textículos, por si acaso va y resulta que después de que vaya y me muera (¿prematuramente? eso ya no me lo creo ni yo) me DESCUBREN y va y resulta que soy un genio y todos los que se revelaron en vida (mía) como absolutos cretinos y se portaron como tales y no se dieron cuenta en su momento y después sale alguno diciendo que qué maravilla soy yo, mejor que aquel menso/a al/a cual/a 2

Escribía esto hace más de cinco años. Hoy, afortunadamente, después de un par de operaciones, ya he sido dado de alta. Pero eso no invalida lo que sentía entonces.

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ensalzaron por razones de las que sabemos y todo eso. Yo sí quiero contar cómo fue mi historia literaria para que se sepa, por si acaso. Y si a nadie le importa, a lo mejor va un bisnieto y aprende a leer en el futuro en el que todos estarán sólo viendo imágenes y revela a algunos de los clandestinos que leen que le ha interesado algo de esto que pretendo que sea el modesto testimonio de un más que modesto escritor que si no lo lee nadie no pasa nada, hermano, tranquilo, tantos se leen unos a otros en el Purgatorio sus manuscritos. Pues yo empecé a escribir muy pronto, digamos como a los doce años o antes. Todavía vivía en Tunja y, lógicamente, escribía contra el tedio y la monotonía. Pensemos que era como 1948 o por ahí. Era poca cosa, algo así como lo intentos de los renacuajos por ser ranas. Yo lo que quería entonces era escapar del tedio tunjano y me imagino que eso era lo que escribía en cuadernos de escolar. Pero no conservo nada de aquello, de modo que absténganse miembros investigadores de la Asociación de Colombianistas, si todavía quedan. Nada de molestar a mi ex-mujer, mis hermanos o a mi madre. Pero no fue hasta llegar a Bogotá, a fines de los cuarenta, en plena Violencia (¿alguien se acordará de aquello?), cuando empecé a hacer versos. Sacros, claro. Por allá por 1954 o 55, escribía cartas muy inteligentes para un niñango de mi edad a mi queridísimo amigo

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Gustavo Londoño3, el cual me contestaba desde Girardot (después se iría a México, a Cuba, después volvería Colombia, después se moriría...) cartas muchísimo más inteligentes y sensibles que las mías. Yo las conservo. No me imagino que él conservara las mías. Gustavo no era nada tonto, como mucha gente en Colombia sabe (¿o sabía?). El primer escrito que me fue publicado, lo conservo. Fue en el Anuario (o como se llame) del fin de Bachillerato del Liceo Miguel de Cervantes, dirigido por los muy venerables e inteligentes PP. Agustinos de El Escorial, Castilla y León, España, Una, Grande, Libre. Lo recuerdo bien, pues fue mi primera experiencia editorial, como he dicho. El paeGabino, castellano de pro, paleto o cosa así y con un cuociente de inteligencia correspondiente, nos encargó a ciertos bachillerandos que escribiéramos un corto artículo para el Anuario, publicación en la que salían nuestras fotografías en medio de múltiples páginas dedicadas a las maravillosas instalaciones del colegio, al paeDirector, al paePrefeto, al paeNoséqué, al paeETC., a las señoritas que daban clase en la Primaria, los Peques, etc. etc. Yo me senté con mucha dedicación y escribí un textículo acerca de la fe. Decía que la fe era preciado-tesoro, pero que nos la podrían quitar a punta de injusticias, incomprensiones y arbitrariedades, que yo esperaba que no, y que la fe 3

Nota de mayo de 2000. Gustavo murió hace un par o tres de años, cosa que yo sentí muchísimo, a pesar de que hacía tiempos que no nos veíamos. También han muerto casi todos mis grandes amigos de juventud: Jorge Rodríguez Romero, Gonzalo Hernández de Alba... Ha muerto mi maestro Zubiría, ha muerto mi padre, ha

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era preciado-tesoro, en suma. Cuando salió publicado al Anuario, por el cual debíamos pagar una respetable suma, yo busqué mi primer parto con ansiedad entre sus páginas. No lo encontré. En su lugar, autorizado por mi nombre, fungía una siniestra traición. A lo mejor no era peor que lo que yo había escrito, pero eso no lo había escrito yo, carajo. Las cosas que decía eran ignominiosas. A la vida religiosa escolar no se le puede negar la importancia, realmente enorme, que tiene. Tanto es así, que puede alterar todo el curso de la vida religiosa posterior.

Así comenzaba yo. Quería decir que era culpa de las absurdas, aburridísimas y carentes de sentido prácticas religiosas que nos obligaban a efectuar, el que nos fuéramos enfriando cada vez más respecto de los sentimientos y las prácticas religiosas. Yo estaba convencido de haberlo escrito con una sutileza tal que los curas no iban a tener nada que objetar a mi escrito. Pero me equivocaba. En vez de lo que yo, con tanta sutileza, escribí, ellos redactaron el siguiente mamarracho: ... nos formamos con la rectitud de conciencia necesaria para el futuro de la vida. El convencimiento racional que aquí hemos logrado adquirir acerca de la necesidad de las prácticas religiosas para vivir la vida verdadera, animará los actos todos de nuestra conducta ulterior y nos conservará en la firmeza de la fe que nos ha guiado en los primeros años. muerto mi querido tío Rafael... Podría haber sido yo.

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Será en lo más duro de nuestra agitada juventud cuando más necesitemos de esta ayuda de la gracia. Y será el medio para alcanzarla de Dios Nuestro Señor, la oración. La religión, que nos enseña a orar, es amena de por sí. Sería un error lamentabilísimo privar a una persona de esta amenidad.

El párrafo que seguía era un modelo admirable de tergiversación, ya que lo que yo había escrito era exactamente lo contrario: Nuestras actividades religiosas, siendo breves, ordenadas y casi espontáneas, desterrando el fastidio y el cansancio que engendrarían con una exagerada duración, merecen el calificativo de adecuadas.

El texto seguía con ese tonillo entre beato y amanerado: Es tan fácil sobrepasarse, desviarse, esquivar...

Hicimos los retiros espirituales con todo el colegio. Pláticas serias de las verdades trascendentales, en un estilo animado, de confianza, esperanzado... Los patios del colegio, bruñidos por la tersura de las aguas, reflejan el azulgris del firmamento... La eternidad... La majestad de Dios... Su bondad... la bienaventuranza... Se puede pensar tánto...

Finalmente, decía aquello:

Para mí, llegar a pensar en el ateísmo como posible credo –o no-credo– tendría su raíz en la destrucción sistemática de los principios religiosos, ocasionada por la desidia de las prácticas diarias de todo hombre católico. Nuestro colegio nos forma en la vida religiosa para el presente y más todavía para el futuro, el misterioso incierto de la vida.

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Mi indignada decepción no conocía límites. Lo que yo había pretendido que fuera una requisitoria filosófico-política, lo habían convertido en babosadas de comulgante mariano. Fue mi primera lección con esto de publicar. Pero no la última, por desgracia. Después, ya al terminar mis estudios de Licenciatura en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de los Andes, en la Editorial de ésta, que dirigía el sedicente filósofo e ínclito intelectual Andrés Holguín, me publicaron, por consejo de mi maestro, Ramón de Zubiría, mi tesis de licenciatura, un librito ingenuo y pretencioso sobre la poesía de José Asunción Silva. No sabía, el escribir mi primera tesis sobre Silva, que treinta o cuarenta años después todavía iba a estar escribiendo sobre el mismo tema. Después, también la misma editorial de la Universidad de los Andes, me publicó otro librito sobre literatura colombiana, producto de mi dedicación inicial a ésta. Era, más o menos, los estudios que había llevado a cabo para enseñar mis clases que, desde recién graduado, me habían encargado en la Facultad de Filosofía y Letras. Luego, cuando fui a España a realizar mis estudios de doctorado, don Dámaso Alonso, director de mi

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tesis, hizo publicar ésta en la prestigiosa editorial Gredos, que él dirigía. La tesis era un largo estudio sobre La elegía funeral en la poesía española, y me permitió lograr un buen conocimiento de la casi totalidad de la tradición literaria española, que me iba a ser durante toda la vida muy útil para mi profesión de profesor. Después publiqué otros libros de estudios literarios, entre los que sólo quiero mencionar el que a mí me parece el mejor: Naturaleza, historia y poética en Pablo Neruda, el cual editó, tan despectivamente como todo lo que no fueran manuales de enseñanza de lenguas de fácil venta y buena ganancia, la Editorial SGEL (Sociedad General Española de Librería), por consejo de una relación llamada Luciano García Lorenzo. El libro no fue promocionado ni distribuido, ni nadie, excepto algunos queridos amigos, le hizo el menor caso. Años después, la editorial me mandó una carta en la que me decía que habían quemado los muchos ejemplares que no se habían vendido, porque tenían problemas de almacenaje. Así, sin darme la oportunidad de que yo me hiciera cargo de ellos. No pierdo la esperanza de que algún día ese libro se reedite ya que era bastante bueno, creo yo, y así me lo dijeron dos personas a las cuales les creo mucho: Jaime Concha, profesor chileno,

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especialista en la obra de Neruda, y el gran poeta castellano Claudio Rodríguez, por desgracia recientemente fallecido. Pero lo que más me interesa a mí, claro está, son los escritos de creación, cuentos, poemas, obritas de teatro y novelas. Algunos cuentos me publicaron en la revista de la Universidad de los Andes, Razón y fábula, otros en aquella, tan memorable, que dirigía Hernando Valencia Goelkel y financiaba el librero Buchholz: Eco, pero en verdad la primera publicación de mis cuentos fue una aventura editorial curiosísima e ingenua que llevamos a cabo un grupo de militantes (como mi querida amiga Amalia Iriarte), simpatizantes y, digamos, no enemigos (entre éstos me incluía yo) del grupo maoísta MOIR, cuando yo ya vivía en Estados Unidos. Fue en 1972. Entre todos los autores financiamos un librito que se llamaba Relatos libres; la editorial se llamaba Bandera Roja y por todas partes el librito trascendía compromiso con las luchas obreras, la revolución china, el marxismo-leninismo-pensamiento Mao Tsé Tung. Los cuentos míos tenían el título conjunto de La querella de las investiduras, y eran sátiras de muy barroca y retorcida factura sobre personajes genéricos, como el profesor (Presor), el diplomático (Plomat), el burócrata (Buroq), etc.

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Yo creo que tenían un cierto valor, pero pasaron, desde luego, totalmente desapercibidos, a lo mejor por el fuerte componente político del envoltorio. De mis cuentos sé decir que tenían una clara intención satírica, pero que había intentado que ante todo fueran literatura, aventura del lenguaje y no panfletos, como otros incluidos en la misma publicación. Pero no creo que hoy me preocupara demasiado por que se volvieran a publicar. La primera novela que escribí se llamaba Hay un zapato en la cuneta, y narraba el atropello de un ciclista por un grupo de muchachitos de alta sociedad borrachos. Recuerdo que uno de mis maestros (o dejémoslo en hermano espiritual), el pintor Juan Antonio Roda, fue el primero en leerla y hasta me sugirió que utilizara el número de la matrícula de su propio automóvil para identificar el de los delincuentes. La novelita no era gran cosa y "mi estética" era entonces el deslumbramiento con la precisión inconcebible de El Jarama. Pero, otra vez, la ingenuidad, las buenas intenciones, la ideología y, seguramente, la falta de verdadero talento novelístico hicieron de la novelita una curiosidad perdida. Luego me dediqué con cierto entusiasmo a la crítica

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literaria, pero sin abandonar nunca la poesía. Cuando fui a vivir a Estados Unidos, mientras enseñaba el teatro del Siglo de Oro y la novela latinoamericana moderna, fui escribiento un librito de poemas absolutamente "comprometidos": chorreaban antiimperialismo, sátiras al American Way of Life, etc. Se llamaba Transición y antifábulas y contenía poemas (debo apresurarme a decir que en ellos eran mucho mejores las intenciones que los resultados) de actitud políticomoralizante (contra la guerra de Viet Nam, entonces en pleno apogeo, por ejemplo) o irónica. La Antifábulas eran, como su nombre lo indica, historias de animales que encarnaban o ilustraban principios políticos y morales. En ese momento yo "profesaba una estética realista", antisimbolista y militante y escribí varios metapoemas contra la poesía de "el mundo está bien hecho", contra Mallarmé y Valéry, por ejemplo. Hoy siento cierta vergüenza cuando veo el tal cuadernito y recuerdo la ingenuidad, la retórica, cierta parte de la ideología, etc. Afortunadamente, no hice nada por publicar aquellos "poemas". Después advino una larga pausa poética. Comencé varias novelas y alguna que otra la terminé. Por ahí están. Una se llamaba, me parece, Una casa en el aire, título

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tomado de un vallenato de Escalona. La mandé al premio Nadal de la Editorial Destino, en Barcelona, del cual creo recordar que uno de los jurados era Juan Rulfo. Me fue devuelta tan silenciosa y expeditamente como fue enviada. Seguía siendo de una "estética realista": ingenuidad literaria, exceso de ideología, falta de verdadero talento: mis funestos enemigos intelectuales. Comencé otra novela de detectives, cuyos cuadernos, incompletos, hace poco encontré de nuevo. No he tenido tiempo de releerlos. Por entonces, es decir, 1972, me fui a vivir a España. Allí seguí escribiendo crítica literaria, poemas (cuando me visitaba la musa correspondiente) y empecé la que yo considero mi mejor obra: una novela que titulé Sobre la raya y que fue ¿publicada? (sí, hay ejemplares) por la editorial La Oveja Negra, de Colombia. Pero en ese momento se reveló el fucú4, il tettatore, que ha perseguido todas mis publicaciones. Bueno, para hacer breve el cuento: mi querido amigo Camilo Calderón Shrader, que trabajaba entonces en Barcelona para Carmen Balcells,

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‘Infortunio, mala suerte’, M. Alario di Filippo, Lexicon de colombianismos, Editora Bolívar, Cartagena, 1963

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la famosa agente literaria, logró que ella aceptara representar mis intereses; yo, no creyéndome mi suerte, le pedí el favor a mi amigo y maestro Roda de que entregara el manuscrito a la Balcells, de la cual Roda es muy amigo. Bueno, todos cumplieron: pronto me llegó un contrato con la editorial colombiana La Oveja Negra para publicar el libro en una colección que se llamaba Biblioteca de Cultura Colombiana, el cual yo firmé y, algún tiempo después recibí un cheque a cuenta del 10% de las ventas de la obra, del que previamente se descontaban los honorarios de la agente, cosa que me pareció más que justa. Yo estaba feliz. Poco más tarde, me pidieron una breve reseña bibliográfica y una fotografía para la contraportada y la propaganda de la editorial. Emocionadísimo, escribí y mandé un texto breve e informativo, con los datos más importantes de mi biografía: que había nacido en Tunja, que era profesor, que había publicado unos libritos de crítica literaria..., etc., y mi mejor fotografía. Ah, amigo. Pero en la dichosa editorial había alguien que sabía más que yo de mí mismo. A ese ser misterioso le pareció que el que yo fuera mero y humilde profesor no era suficiente (o pertinente), y que el que hubiera

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publicado unos cuantos libros de crítica literaria no completaba mi verdadera silueta intelectual. En una palabra, que él sabía mejor que yo quién era yo. Entonces, decidió hacer conocer del público lector mi exacto perfil, y me fabricó en la contraportada de la novela (sin foto, eso sí), la siguiente biografía:

Nació en Tunja en 1937. Como crítico de la literatura se recuerda su Estudio sobre literatura colombiana, La poesía de José Asunción Silva, Itinerario de las letras colombianas, La elegía funeral en la poesía española, Sobre literatura colombiana e hispanoamericana, Historia y poética en Pablo Neruda. Además ha sido colaborador en las revistas Eco, Letras nacionales, Razón y fábula. Hasta aquí, bueno, todo estaba bien. Pero, como digo, no era suficiente, al parecer, así que esta buena persona añadió lo siguiente, en otro tipo de letra: Aparte de profesor universitario, Camacho Guizado es uno de los más serios directores de teatro que trabajan actualmente en nuestro país y sus representaciones de dramas clásicos, inspirados en la mejor tradición inglesa, son ya muy conocidos. Naturalmente, esta persona (a quien me gustaría conocer algún día), había fabricado un centauro entre mi hermano Ricardo y yo. Total: la novelita no fue comprada ni por los más íntimos amigos5, y mi hermano se quejó públicamente de que se le hubiera confundido, a él, 5

Desde luego, no quiero decir que ello se debiera a la confusión familiar, sino seguramente a méritos propios de la obrilla.

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el introductor de Shakespeare en Colombia, con un novelistilla. La edición fue desastrosa, llena de errores, en un papel inmundo, y, como digo, de venta nula. Sin embargo, mi estimación por esta obrita se vio confirmada por los penetrantes comentarios de tres personas: el poeta y crítico español Carlos Bousoño, la poeta colombiana Piedad Bonnett y el periodista y profesor puertorriqueño Rafael Castro Pereda. Es una novela lírica, en el sentido de que, tal vez, su ficcionalidad es sólo parcial y para mí la parte mejor lograda es no ficticia, es decir, no ficción sino, como ha definido tan justamente el teórico francés Gérard Genette, dicción. La segunda novela que me publicaron, gracias a los heroicos esfuerzos de mi querido amigo Camilo Calderón, trataba de un episodio de mi niñez en medio de las desgraciadas circunstancias históricas que vivió el país en la época de la Violencia. También en ella la proporción ficción/dicción se inclina por esta última, aunque yo no la llamaría una novela lírica. Largos pasajes provienen de un libro que no quiero calificar escrito por el Beato Antonio María Claret, llamado Camino recto y seguro para la salvación. De allí tomé el primer título: Con el ósculo del pérfido Judas, que a mí me pareció "alto, sonoro y significativo". Pero la editora, una zafia, ignorante y atrevida individua, no lo pudo entender y me pidió que lo cambiara. Entonces, se me ocurrió otro a mi juicio tan bueno como el anterior: Aquellos rojos años del cuarenta y nueve, pero la individua de marras le mochó la referencia cronológica, seguramente porque se le ocurrió que varios años no pueden ser uno sólo. Yo creo que mutiló un procedimiento poético y que aplanó la frase, pero qué le vamos a hacer. La ignorancia y la estupidez cuando tienen poder irresponsable son de temer. La editorial era Planeta Colombiana y no fue ésa la última jugarreta que me jugó de manos de sus directivos criollos.

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Mi primera publicación literaria en España fue mi tercera novela: Los cuadernos de Souto, que publicó la modesta editoral de Madrid Siddhart Mehta. Yo no debo decir lo que pienso de ella, pero sí creo poder decir que, aquí, la ficción se impone sobre la dicción. Dicen los psiquiatras que sólo hasta la séptima novela un novelista abandona lo autobiográfico, y seguramente es cierto, pero yo noté que me resultó bastante fácil desprenderme de lo dicticio para penetrar en lo ficticio. Y con esa idea en la mente acometí la cuarta novela, llamada Marosa Antara, y que ha tenido hasta ahora una suerte que no sé si calificar simplemente de mala o si pensar que la novela sencillamente no es buena. Los editores a quienes la he enviado han rechazado su publicación y mi ex-agente literaria su representación. Yo suelo llamarla "una novela de caballerías". Relativamente ucrónica y utópica (es decir, de cronotopo ficticio), se ocupa de la vida y destrucción de una ciudad maravillosa a través de un par de personajes –hombre y mujer–. Posiblemente su trama no es demasiado variada o interesante, o su estilo resulta un tanto afectado... No estoy seguro, pero sí lo estoy de que su suerte debería ser otra. Hay otras novelas posteriores, como una que se llama Adanieva, donde volví a la novela lírica, mucho más dicticia que ficticia. Ésta está constituida por cuatro largos monólogos que sirven como reconstrucción de la historia de un hombre que ha fallecido en extrañas circunstancias. Si mi temor al ridículo no fuera tanto, diría que está escrita con sangre. Luego hay otra, que se llama Responda el silencio, que es medio policiaca y transcurre por estos pueblos de las faldas de Gredos, donde resido desde hace años. Todavía no la he ofrecido a algún editor, por las razones que sugiero más abajo, pero creo que lo haré a pesar de todo. No soy tan coherente. Ah, y, desde luego, este librito, que no es novela ni cosa por el

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estilo, que es más que todo dicción y que está dedicado a un ente femenino que es mi país, con el cual guardo una extraña relación, mezcla de amor y odio, rabia y ternura, desprecio y emoción.

De críticos, editores, escritores. Decía hace un tiempo un escritor venezolano (creo recordar que era Salvador Garmendia, pero no estoy seguro), que los críticos han desparecido como tales. Que quienes deciden sobre libros son dos figuras que ido apareciendo de mano del neoliberalismo y la globalización: por una parte, el agente literario y por otra, el editor6. Y me parece (sé) que es una gran verdad. Ud., al menos en España, puede ser un periodista mediocre, un cursi de provincia, una señora enfogada y piernógrafa, una delicadísima damita espiritual, un locutor de radio, una desaforada ninfómana, un homosexual histérico y gritón, pero sin ninguna verdadera virtud literaria: no importa: si tiene un buen a. l. y éste logra interesar a un e. p., Ud. publicará cuanta parida salga de sus manos (o de las de su n. l. correspondiente), ganará cantidades de dinero y firmará en los grandes almacenes dedicatorias de sus libros del tipo de “Tú, lector, y yo, vamos a recorrer la misma senda que traza mi corazóhon”. Una adecuada campaña de publicidad, un montaje –si es posible, con escandalillo incluido–... y ya está. Tres meses después nadie lo recuerda. ¿Y el crítico? ¿Y qué coño importa el crítico, si nadie lo lee, si lo que se publica no tiene que ver con eso, si, aunque escriba algo negativo, eso se puede manipular para que resulte en beneficio del negocio? No, los que importan no son los críticos; los que importan son los periodistas, los “informadores”, los que publican lo que se les paga o 6

Los cuales pueden ser alérgicos a cualquier tipo de literatura, pero no de negocio.

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le que creen que va a vender. Si a los críticos se los lee (si es que se los lee) después de que los editores y distribuidores le hayan metido a la gente el libro por donde puedan, la mayor parte de las veces con mentiras, exageraciones, frases huecas... Entonces, ¿de qué sirven? Si alguien me hiciera el honor de leer estas líneas, podría pensar que las he escrito presa de la envidia, el despecho, el rencor de autor no publicado (o no vendido). Pues sí. Y más. Pero, juro por mi santa madre que a mí no me gustaría el tipo de “éxito”, de fama que persiguen algunos de estos saltimbanquis literarios. Admiro a J. D. Salinger y algo así como su situación es, sin pretender hacer odiosas –por falsas– comparaciones, lo que me gustaría para mí. ¿A que es una aberración todo lo que pasa en el mundo editorial del éxito fácil, del best seller, de la trampa y el trapicheo, al menos en España? ¿Hay premios literarios sin compromisos? ¿Hay verdadera solidez en la mayoría de estos fuegos artificiales de feria del libro?

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SEÑAS DE IDENTIDAD Como yo nací en Tunja, siempre fui extranjero. Estuve deambulando por diversas partes con nostalgia unas veces, otras con desapego, buscando un sitio para mí. Unos eran cómodos y acogedores, pero no eran míos. Otros, al contrario, sí que lo eran, pero me sentía despedido de ellos como de una mujer con la cual uno no acaba de amañarse. Durante mi niñez, todavía Colombia era un país donde podían existir pequeños paraísos. O al menos, eso daban a entender, o yo reputo como tales, en mis recuerdos de infancia ciertos lugares con árboles y arroyos o bondadosos personajes que sabían los nombres de los pájaros. Seguramente mi niñez fue bastante arropada por manos cariñosas y por sábanas de hilo en un principio, pero poco después comencé a sentir las púas de una realidad que iba cambiando para peor tan rápida y notablemente que podía atediar y entristecer a un niño de pocos años y poco expuesto a peligros o sufrimientos. Ya en las lóbregas penumbras de la capilla de los padres jesuitas, en los gélidos corredores en donde pretendían someterme a su disciplina y modo de entender la vida, tan diferente de la atmósfera de mi casa, se manifestaban las tensiones exteriores y, así, no sólo tuve que sufrir en carne propia los esfuerzos de los curas por desnaturalizarme, sino que iba siendo testigo cada día más lúcido de lo que sucedía a mi alrededor, o mejor, por encima de mí, entre los adultos. Hasta que yo mismo fui protagonista de hechos que tenían su exacta correspondencia con lo que parecía que no sucedía sino a otras gentes menos afortunadas. Eran los días de lo que después llamaron la Violencia, cuando

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ésta empezó a desplegar sus más evidentes barbaries y sinrazones. Yo crecí con ella, empapado en sus simplismos ideológicos, en sus visibles manifestaciones, en sus invisibles pero tozudas consecuencias. Hoy parecen un tanto empalidecidos aquellos horrendos hechos, porque, por desgracia y aunque cueste trabajo creerlo a quien, como yo, ha sido testigo de aquellos polvos pero no de su tránsito a estos lodos, han sucedido y están sucediendo cotidianamente cosas mucho peores, y el país está tan hundido en tan oscura y sanguinolenta red de corrupción y barbarie, que va resultando cada vez más irreconocible incluso para los que vivimos aquellas absurdas, estúpidas crueldades de antaño. Sin embargo, en la memoria familiar que se iba transmitiendo de padres a hijos se extendía, envaguecido y hermoseado, un territorio poblado por la dignidad, la riqueza austera, el valor, la entereza, la propiedad y la autoridad: los antepasados resplandecían con todos los atributos del terrateniente tradicional en una época en la que la sordidez del dinero, los negocios, la insolencia de los inferiores sencillamente no eran conocidos sino por unos cuantos. No obstante, también en ello había contradicciones: una veta de liberalismo modernizante, de contemporización con la democracia formal, de actualización tal vez frívola pero acorde con la historia, se había ido abriendo paso como una grieta en las viejas virtudes. Pero, en todo caso, un pasado exento, aislado, un tiempo de la integridad y la autosuficiencia, de la cultura señorial, la sociedad del fino caballo de paso castellano y el noble buey, gravitaba sobre todos, aunque la aburguesación de la camioneta y el tractor americano, del empleo en un banco o empresa, del viaje a Michigan o Boston (o, sencillamente, a ninguna parte) en vez de París, Londres o Lausana, se fueran imponiendo. Pero todo ello era antes de la Violencia y, sobre todo, antes de la plebeyización sanguinaria de nuestros días.

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Tunja fue para mí siempre una contradicción en la que chocaban el tedio, la áspera realidad exterior, la rebeldía contra lo que los curas de la Compañía pretendían imponerme, los paraísos del campo, los sueños urbanos y burgueses que me suscitaban ciertos indicios e imágenes portados por gentes que venían de las que yo tenía como grandes ciudades, los sueños que portaban las mágicas pantallas de los dos cines y, sobre todo, lo que se contenía en los libros, esos libros que devoraba indiscriminadamente y al azar de lo que se pusiera al alcance de mis manos. Cómo iba yo a saber que aquellas tristezas y esos tedios eran sólo remansos incomparablemente puros si se piensa en la actual degradación en la que ya no queda ni un cine ni un libro ni un jesuita que te amargue el dulce. Pues todo está en ruinas, todo está bajo el polvo y la mugre, todos se han marchado y sólo la melancolía y la pobreza se enseñorean de las tardes húmedas por al aire del páramo y frías de nubes bajas y grises que aflojan el alma y predisponen al fatalismo, al disimulo y la hipócrita humildad. He vuelto, después de tantos años, y estoy convencido de que, por encima de mis nostalgias de niñeces idealizadas, por encima de mis personales recuerdos, por encima del sentimiento que embellece el pasado y rebaja el presente, esta degradación es objetiva y en verdad aquí la piqueta del tiempo se ha cebado con dureza en la erosión no sólo de los viejos barrancos sino de los espíritus. Horribles y baratos edificios con pujos de impotente modernidad han reemplazado algunas noblezas arquitectónicas y lo que queda se ve resquebrajado y polvoriento, en medio de papeles sucios que arrastra el viento de siempre. Cuando la Violencia y los deseos de mi padre de mejorar las posibilidades de nuestra educación nos llevaron a vivir en Bogotá, ya

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tuve yo la impresión de que dejaba atrás un mundo que no era mío en el sentido de patria o terruño, pero sí en una intimidad secreta, en una complicidad difícil de precisar pero cuyo recuerdo aún conservo y acaso atesoro. No sé, algunas personas, árboles, aire de campo, rincones de la naturaleza, animales, recuerdos de otros, frases, descubrimientos, lecturas... Como las personas que llevan su cajita de añoranzas, yo llevo estas cosas desordenada y ambiguamente y no sé cuánto puedan influir en mí, cuánto puedan a llegar a determinar mi personalidad, mis acciones, mis pensamientos. Como cualquiera. Un buen día, me depositaron, vestido con una camisita de paño verde con dibujos de caballos de ajedrez y un pantalón gris cuyas rayas todavía recuerdo, asediado por la curiosidad y el terror, en el campus – sic– de un colegio para niños ricos de Bogotá. Había (y me imagino que así es en todo el mundo), dos tipos de ricos: los viejos, los de siempre, que, en muchos casos, no por ser pobres dejan de ser ricos, y los "napoleónicos", los nuevos, los que no por ser ricos dejan de ser pobres. Para mí fue bastante fácil ser aceptado por estos últimos, pero los otros continuaban siendo como una ciudadela inexpugnable, como un territorio amurallado y bien guardado. Naturalmente, mi primer descubrimiento fue el del mundo de la nueva riqueza y magnificencia: jamás había imaginado que nadie con quien yo pudiese alternar, pudiera tener mayordomo, chofer, Cádillacs, viajar a Miami o a Londres, tener una abuela propietaria de grandes fincas en los llanos, etc. Una vez tragado este bocado sin masticar, yo creía haberlo visto y comprendido ya todo. Pero me quedaban los otros, los de verdad. Yo ignoraba que existían, no digamos ya que ignoraba su condición de seres de otra galaxia; tampoco me había dado cuenta, claro está, de las diferencias entre ellos y los otros hasta que un buen día uno de aquellos me permitió, de sopetón, asomarme a su país

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secreto. Uno de mis amigos neorricos era amigo, a su vez, de un viejorrico, y una tarde, a la salida del colegio, el amigo de mi amigo lo invitó, en mi presencia, a tomar onces en su casa... Después, el tipo aquél me miró y, por lo que yo después iba a descubrir que era uno de los caracteres de su raza y clase, lo que ellos llaman 'ser cachaco', es decir, caballero bien educado, cortés y amable, me invitó a mí también, a pesar de ser, no ya neorrico, que no lo era, sino un advenedizo provinciano. Primer deslumbramiento: ante la puerta del colegio un enorme Buick negro esperaba: de él se bajó un señor vestido de gris, según creo recordar con breeches, polainas y gorra de plato; abrió la puerta y los tres nos sentamos en el asiento de atrás. Los asientos estaban tapizados de un cuero azuloso que daba miedo tocar, pero que lo envolvía y seducía a uno con su suavidad y fragancia. El chofer se dirigió al amigo de mi amigo diciéndole "don" Ernesto y le recordó que su mamá le había hecho cita en la dentistería para esa tarde. "Don" Ernesto se negó a ir y le ordenó que nos llevara a su casa. Vivían en el barrio de Teusaquillo, que era el más elegante y señorial de Bogotá durante esos años, antes de los neorricos se trastearan la ciudad hacia el norte, por ahí por la calle 39 con carrera 16, creo recordar, frente al canal del río San Francisco. La casa, de estilo inglés, con ventanas de cristales biselados, madera y yedra, daba al prado de la ribera del río... en pleno centro de la ciudad. Era un rincón casi paradisíaco en medio del bullicio urbano. Un lugar recoleto y cerrado, casi secreto, en el que triunfaba una de las tendencias que siempre han encandilado a los viejorricos bogotanos: Santafé de Londres; otra es Santafé de París, pero ésta reinaba más al centro de la ciudad, por allá por los viejos caserones coloniales de la Candelaria y convivió con y sucedió a la famosa Atenas Suramericana, es decir, la tendencia cachaco-virgiliana o Roma clásica. Después se

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habría de imponer la tendencia Miami, hoy felizmente reinante en medio de Santafé de Calcuta. Pues bien, aquí en las casas de Santafé de Londres se abría, secreto, casi prohibido, un mundo independiente de la realidad de la ciudad miserable y alborotadora, un mundo aparte, un mundo ficticio y real a la vez, al cual penetraban estos seres privilegiados en cuanto pasaban por la puerta, dejando atrás las tristezas pobres de la ciudad. Allí se pisaban alfombras persas que recubrían exquisitas maderas abrillantadas; allí se andaba entre porcelanas inglesas; allí se encontraba uno con increíbles criadas de cofia y guantes blancos, que traían una humeante bebida, que después supe que era té, para ancianas que usaban cornetica para oír y altaneros caballeros de bigote blanco... Fascinante. Las personas hablaban la mitad en francés o en inglés y la mitad en español, leían la última novela europea y sentían una infinita repugnancia ante las personas que habitaban el mundo exterior, sobre todo los "lobos", los arribistas, las personas que aspiraban a ascender de la clase inferior. Eran los aristócratas. A la criolla, pero una aristocracia. La única aristocracia que ha existido en este país. Ellos se llamaban a sí mismos la "gente decente". Y yo creo que tenían razón. Una clase por desgracia en vías de desaparición, reemplazada por la vulgaridad, el adocenamiento, la lobería y la cocacolonización. Sí. Es verdad que ellos, los terratenientes y los curas han sido los que se han aprovechado de los demás. Ellos formaban parte del diez por ciento que poseía el noventa por ciento de la riqueza del país. Pero, no sé... Yo no creo que las cosas hayan mejorado con su desaparición como clase; otros, peores que ellos, los han heredado... ¿O se va a decir que los matones enriquecidos de ahora son mejores? ¿Que la plebeyez provinciana y la vulgaridad periférica, aun siendo mucho más voluminosas y ruidosas, representan mejor al país?

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Después mi indisciplina y falta de seriedad me llevaron a un colegio de religiosos españoles. Si de los jesuitas recuerdo la perfidia, de éstos recuerdo la arbitrariedad y la incomprensión mutua por diferencias culturales y lingüísticas. Después fui a la universidad y allí en verdad descubrí dos cosas: la cultura y la amistad. La primera, de la mano de mis profesores, ya que tuve la suerte, creo que excepcional, de tener a muchos buenos. La segunda, por varios queridos compañeros, pero sobre todo por uno, quien, para nuestra desgracia y tal vez para su suerte, hoy descansa en paz, como suele decirse, al igual que otros amigos de aquel tiempo. Y en lo primero quisiera detenerme unos momentos: en ciertas posibilidades que ofrecía el país –y que yo no sé si ahora ofrece o no ofrece, aunque me inclino a pensar que con la degradación que hay en todas las cosas más bien no ofrece– de una educación universitaria humanística. Cómo, por qué razón, en aquellos momentos aparece una constelación, como diría uno de mis maestros, de brillantes personajes que, en la filosofía, la literatura, la lingüística, las lenguas clásicas, las bellas artes ejercen un magisterio del todo inusitado –concretamente en la Universidad de los Andes de los años sesenta, o en torno a la revista Mito, por ejemplo–, me parece a mí, aunque estoy casi convencido de estar equivocado, más fruto del azar y la coincidencia que de causas fácilmente evidenciables. Y creo que me equivoco porque no fue el único fenómeno de florecimiento cultural de aquellos tiempos: hubo otros, quizás más evidentes y públicos. Y eso me ha llevado a pensar siempre que, a pesar de la Violencia, algo hubo en la época, por la mitad del siglo, que fue como un despertar, un resurgir, un brotar de algo que ahogó después lo que vino, la descomposición, la pauperización intelectual y material. Pero lo que no tengo claro es qué movimientos históricos, qué condiciones permitieron ese brote al que

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aludo. Seguramente era consecuencia del pasado inmediato, de unos años anteriores de prosperidad, civilización y cultura cuyo declinar marcó el comienzo de la barbarie. Porque nosotros convivimos con ella, como he dicho. Civilización y barbarie, florecimiento cultural –eso sí, elitista, minoritario–- y salvajismo. De lo segundo no quisiera decir sino poco, pues algo tan íntimo y tan personal como una buena amistad tan sólo me lleva a hacer un gran elogio de ésta, y a asegurar que tener un buen amigo es como tener una buena madre y esto sin comparar la amistad con el amor filial, sino sólo el lugar que ocupa cada uno en la vida de un hombre. Más adelante, en otro capítulo, me referiré a los amigos. Después me marché a estudiar a Europa. Bueno, a España. En verdad, yo era el único entre todos mis amigos y compañeros dignos de respeto que sentía interés en ir a España. Los demás, se dividían entre Alemania (Filosofía) y Francia (Artes y Letras). Una extraña minoría comenzaba a pensar en los Estados Unidos –posibilidad que ni siquiera considerábamos los "serios"–. Pero el estar dispuesto a ir a España no quería decir, en ningún caso, que no fuera profundamente francófilo. La cultura, la lengua, la historia, el cine, las imágenes de Francia me merecían algo más que un respeto reverencial. En efecto, todo lo francés era para mí como de otro mundo, como una dimensión sobrenatural que sólo unos pocos privilegiados de entre nosotros lograban conocer. En todo ser nacido en aquel país yo suponía una vastísima cultura, una manera de vivir especialísima y refinadísima y estaba convencido de que aquello era verdaderamente inalcanzable para mí. Mi francés, que había tratado malamente de enseñarme el padre Restituto con su acentazo castellano y que luego tuve oportunidad de aprender pasablemente gracias a los esfuerzos de profesores nativos en la universidad, era entonces a todas

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luces insuficiente para entender las películas que pasaban en el cine Coliseo –yo cerraba los ojos y hacía enormes esfuerzos por adivinar lo que estaba pasando en la pantalla a través de lo que oía–; el maravilloso profesor que me abría en la universidad el deslumbrante e inimaginado mundo de la poesía, el teatro y la novela francesas era visto por mí como una especie de sacerdote, de oficiante, incluso de taumaturgo que hacía relampaguear ante mis ojos atónitos una mínima parte de una vasta belleza literaria y artística, de una casi ininteligible sutileza intelectual y filosófica, cuya auténtica posesión me estaba vedada al ser yo un modesto habitante de las laderas de la incultura tradicional, al ser extranjero, metafísicamente ajeno a ese mundo que entreveía; las pocas personas francesas o afrancesadas que conocía me resultaban lejanas, diferentes. Francia era, pues, un mito. Fundamentalmente, París, claro está. Y yo, un primitivo e ingenuo nativo que reverenciaba. En cambio, España se ofrecía como un territorio accesible. Llegué a ser "hispanista", como los conservadores tradicionales –aun teniendo entonces fuertes convicciones revolucionarias–, por varias razones. Una, por defecto: como queda dicho, España era una especie de sucedáneo, de réplica asequible de Europa, de Francia. Otra, más positiva: leía mucha poesía española estilo Federico García Lorca. Y en los cipreses de la iglesia de San Francisco en Tunja, por ejemplo, o en los recodos de los ríos llenos de alisos de Toca –donde pasé mi infancia– o en los pinos de Paipa, veía los atardecederes del Albaicín o la vega de Granada. Sin embargo sentía grandes reticencias políticas y una visceral antipatía por lo que yo imaginaba que era el franquismo. No sentía prevención alguna, al contrario, me interesaban y los respetaba, por los españoles oprimidos por la bota de la dictadura, algunos de los cuales conocía, cómo no, bien como exiliados políticos o económicos.

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Me dediqué con ahinco en la universidad a estudiar la literatura y la cultura españolas, de la mano de profesores inolvidables, a los cuales siempre estaré profundamente agradecido, ya que mi formación, gracias a ellos, fue un proceso no sólo apasionante sino organizado, sistemático, sólido. En España tuve oportunidad de profundizar mi inmersión en lo que ya era clara vocación: la literatura. Escrita o leída. Escribía afanosamente todos los días. Leía apasionadamente todas las noches. Estudiaba. Sentía lo que entonces me reprochó un maestro llamándolo "beatería bibliografica" –eso que sienten todos los principiantes en el oficio literario y continúan teniendo los que no suelen tener ideas propias–: un respeto reverencial no sólo por los maestros y críticos literarios, sino por las ediciones, las notas al pie, la erudición, los prólogos, las revistas especializadas, los repertorios bibliográficos, los rincones de las bibliotecas. Para reunir material para mi tesis, por ejemplo, copié a mano –en aquella época sin fotocopiadoras ni computadoras–, incansablemente, cientos y cientos de folios de poemas antiguos y modernos, cuyas mejores ediciones no podía poseer y quería tener en mi casa para releerlos, reclasificarlos, ordenarlos, extraerles motivos, temas, etc. etc. La literatura y su enseñanza se convirtieron, además de ser mi afición, en mi profesión y ocupación vitalicia. La universidad, en mi segundo hogar. Regresé a Colombia y pasé diez inolvidables años enseñando en la universidad literatura y ocasionalmente filología a muchos jóvenes, hombres y mujeres que ahora son queridos amigos que me recuerdan de entonces y para quienes guardo un especialísimo afecto. Pero la vida y yo quisimos que me marchara de nuevo de Colombia. Después de una experiencia profesoral en Estados Unidos,

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volví a recalar en España, donde ya hace muchos años vivo de manera desencantada y crítica, con algunas añoranzas y nostalgias de Colombia, las cuales, cuando aprietan bastante, procuro curar con una visita que incluye un recorrido en buseta por las calles de Bogotá y un viaje a Tunja. En verdad, puedo decir que mis nostalgias se reducen a ciertos paisajes y a ciertas personas. No siento ninguna clase de patriotismo, ni me identifico con ninguna institución. Nada hay, creo, de lo que pueda decir que es "mío", "nuestro" (desde luego ni bandera ni himno –¡qué horror!– ni gobierno ni partido ni barrio ni ciudad ni casa...) distinto de parajes y personas: mis recuerdos, mis amigos, mi familia. Ni presente ni futuro. Y, sin embargo, para repetir una manida expresión, me duele aquello. A veces me avergüenza, alguna, rarísima, me enorgullece. Son sentimientos agridulces. Durante mis primeros años de vida en España, yo solía decir que me sentía muy cómodo con mi condición de extranjero permanente, ya que casi todo lo malo del sitio en que estaba me era ajeno o, al menos, no me sentía responsable de ello. Lo decía a propósito de ciertos defectos españoles, de la situación política de finales del franquismo, por ejemplo. Los defectos de los colombianos o el caos político o la corrupción o la miseria en que vivían me quedaban lejanas. Es decir, disfrutaba con mi egoísmo, con mi cinismo, con mi falta de compromisos, que me hacía aprovecharme de lo bueno y cerrar los ojos cuanto podía a lo malo. Pero, poco a poco, yo no sé si la vida cotidiana me fue conquistando o si yo la fui incorporando a ella a mis intereses egoístas, lo cierto fue que, de pronto, me encontré con que me iba comprometiendo –dentro de lo que yo puedo comprometerme en estos aspectos, es decir, sintiendo un interés cada vez más creciente y dispuesto a reconocerlo y a no luchar contra él y a aceptar ciertas obligaciones. Por ejemplo, comencé a pensar en la conveniencia de

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adquirir la ciudadanía y votar. Claro, ya había llegado la entusiasmante democracia, el despertar del mal sueño de la dictadura.... Otra sección: Ilusión y desencanto españoles. Pero antes, tuve una larga y extraña relación con Estados Unidos. Comencé a ir, como profesor invitado, a una universidad de verano, Middlebury College, en donde enseñé, administré, dirigí, viví durante veinte veranos ininterrumpidos y donde tuve algunas de las experiencias más decisivas de mi vida. Entretanto, me ofrecieron ser profesor permanente en una universidad de cierto prestigio y allí me marché durante dos o tres años, hasta que se me presentó la oportunidad de volver a España como director y profesor de un programa universitario norteamericano. Mi experiencia en la universidad norteamericana, porque creo que no puedo hablar de otra cosa, ya que no penetré realmente en la verdadera vida del país, no fue académica o literariamente brillante o especialmente significativa para mí. Siempre con la nostalgia de mis estudiantes y compañeros de Colombia, no logré casi nunca establecer una auténtica comunicación con los de América del Norte. Debo decir que estoy convencido de que, como profesor y escritor, sencillamente perdí el tiempo. Mis intensos años de enseñanza en Bogotá fueron incomparablemente más fecundos para mí y para mis alumnos. La verdad es que no pude nunca entender muy bien ni el sistema pedagógico universitario norteamericano ni la mentalidad de los estudiantes. Creo que todo el resto del mundo vive burlándose o quejándose de que los norteamericanos no entienden o no quieren entender al resto del mundo, pero casi nadie dice que el resto del mundo tampoco los entiende o quiere entenderlos a ellos. Tampoco hice yo muchos esfuerzos al respecto. Me encastillé en que eran ellos quienes tenían que aceptarme, entenderme y aprender de mí. Lo que

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aprendí de ellos, que es mucho, lo hice sin intención ni interés de hacerlo. Lo cual ahora me avergüenza. Posteriormente, mis relaciones con los norteamericanos y su país se hicieron más comprensivas y sobre todo más afectivas, a pesar de que sigo teniendo en cuenta sus defectos, en especial en el mundo de la cultura escrita más que en el de la antropológica. En fin, vivo ahora en España, en un pueblo cercano a Madrid, de la vieja Castilla, de Ávila –ciudad no tan diferente de Tunja como pudiera pensarse–. Tiene unos tres mil habitantes, comerciantes, agricultores, empleados municipales o bancarios, servicios, etc. Hay una gran diferencia entre los jóvenes y los viejos. Estos son, en su mayoría, pequeños propietarios de huertas y fincas. En general son más como a mí me gusta la gente que sus hijos o nietos. Pero eso me pasa, en general, con los españoles. Yo creo que es porque a los primeros no los pudo educar Franco, como sí a los segundos, para quienes lo dejó todo "atado y bien atado", como él mismo dijo. Quedan algunas mulas – entre ellas, ejemplares muy hermosos, de fuerza y resistencia–, burros y caballos de labranza, pero en muchos casos la pequeña furgoneta los ha reemplazado. El pueblo es una mezcla bastante típica de los vestigios de una sociedad rural y arcaica, de un mundo de adobe, higueras, viñas y boinas, con la nueva y antipática civilización del ladrillo visto, la especulación inmobiliaria, la mala educación, el afán de enriquecimiento a cualquier precio y la democracia mal entendida. Como la mayor parte del país. Yo tengo algunos queridos amigos con los que bebo unos vinos a la hora del aperitivo mientras hablamos de todo excepto de literatura y cosas así. Tenemos un jardín, al cual me estoy aficionando, y una huerta. Nunca había comido una cebolla, un tomate o una ciruela que yo mismo acabara de coger de la mata. En el jardín, remuevo a veces –pocas– la

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tierra para plantar un geranio, riego con la manguera la tierra seca, en lo cual experimento un gran placer que me gusta interpretar como una atávica presencia de mi niñez rural. Paso mis días estudiando, escribiendo, leyendo, contemplando la naturaleza, conversando con los amigos o tratando de enseñar literatura a estudiantes norteamericanos de buena voluntad –la mayoría– y escasa formación. Envejeciendo, naturalmente, pero sólo me siento viejo, a mis más de sesenta años, cuando pienso en todas las cosas de las que antes decía: "haré tal cosa, dentro de tres años quisiera irme a vivir a París, me compraré un caballo árabe", por ejemplo, y de las que hoy, sea porque la vida no va a dar para ello, sea porque ya nunca podré ganar el suficiente dinero, sea porque hay otras cosas que hacer, más urgentes, y el tiempo en verdad no alcanza para todo, tengo que despedirme no sin melancolía. Siento ahora que la vida me ha tratado con cierta indiferencia pero no del todo mal. No sé si puedo o debo quejarme. Me imagino que nadie se muere contento. Pero yo no quiero morirme. Todo lo contrario, aunque a veces piense que debería existir una sociedad en la que cada uno pudiera morirse cuando quiera, cuando se diga "ya no quiero vivir más", por lo que sea, enfermedad o algo. Lo malo es si uno se arrepiente después, claro. Discutiendo el asunto con la mujer que amo, llegamos a la conclusión de que lo mejor sería que existiera una sociedad en la que a las personas que quieran morirse se les ofreciera la posibilidad real de superar el dolor, la depresión, el fastidio inaguantable que producen aquellas razones por las cuales uno quisiera morirse. No sabemos cómo y nos sospechamos que ése fue uno de los fines para los que se fundaron ciertas religiones, ciertas ciencias, ciertas prácticas más o menos ocultas. Pero no han podido encontrar la solución. Yo no quiero morirme, pero a veces quiero dormir sin soñar, dormir total, mortalmente. Pero, eso sí, al fin,

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despertarme. En esta vida.

A propósito de mis conflictos ideológicos. Creo que el problema es, al menos en mi caso, la oposición entre la libertad de pensamiento y la camisa de fuerza de la ideología, de esa arterioesclerosis mental y espiritual que se apodera de uno con los años. Y, a propósito, como se puede ver, sigo usando un lenguaje que podría llamarse marxista. Yo me autodefiní durante mucho tiempo como un marxista. Si bien no pude pasar de la página treinta de El capital, sí creo que me leí todo lo demás de Marx y Engels y muchas otras cosas y mi buena o mala comprensión de esos textos era lo que yo asumía como mi "filosofía", y creía de buena fe que mi visión del mundo, del hombre, de la sociedad, de la literatura, es decir, de todo lo que fuera examinable, decidible, asumible o evitable, se organizaba, mal que bien, por ella. Es verdad que nunca participé en política, entendiendo por ello pertenecer a un partido, ejercer una acción organizada, incluso votar en las elecciones. Mis únicas acciones políticas, creía yo, era la de escribir poemas y cuentos –que nunca se publicaban, o sea que, en verdad, eran como los pensamientos sin palabras a los que me referí más arriba–, la de difundir ante quienes podía las ideas que yo había leído en los textos susodichos y en otros más, y tratar de convencer a quien pudiera de que lo correcto era pensar como yo y como otros muchos millones de hombres justos y progresistas. Abracé, como decían los curas, el materialismo dialéctico, el materialismo histórico, el internacionalismo proletario, la dictadura del proletariado, el centralismo democrático, la lucha de clases, la sociedad sin ellas, etc., pero yo solo, es decir, teóricamente, sin tratar de llevar todo eso a la praxis (¡!) más que en ensayos literarios, por ejemplo, en los que mezclaba el cómputo de sílabas con la interpretación sociohistórica de una manera me parece

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ahora que más bienintencionada que coherente o efectiva. Así, pues, allí estaba yo, burguesito solitario, aislado, lleno de pensamientos y de intenciones colectivas, jugando a que era uno más de los millones de hombres justos y progresistas, los cuales íbamos a triunfar, íbamos a llevar a la humanidad, por fin, al reino apocalíptico de la sociedad sin clases. Durante mucho tiempo jugué mentalmente a eso, en un caso agudo de solipsismo, mientras trabajaba para el imperialismo, las clases opresoras, los chacales del capitalismo, etc., y trataba de vivir lo mejor posible, como un burgués acomodado. Ilusiones de izquierda pero vida de derecha. Ah, y grandes envidias por los que sí se decidían a intentar compaginar sus creencias y sus existencias –intento que no apreciaba en absoluto en los (buenos) curas, en las misioneras, por ejemplo, ya que estaban equivocados, claro está–. Las racionalizaciones autoexculpatorias no resultaban suficientes como para no tener siempre, siempre, una mala conciencia que salía en cuanto me bebía unos cuantos vasos de vino, cosa bastante frecuente. Y lo que yo creo es que, en mi caso, esa vida de derecha es la que ha venido imponiendo su lógica, su razón, su escala de valores reales sobre las ilusiones de izquierda, sobre los procesos mentales pretendidamente marxistas. Y a ese triunfo de la praxis derechista sobre la teoría izquierdista es lo que yo llamo ideología. Todavía quiero yo pensar, en ciertas ocasiones, como un marxista, pero cada día es mayor mi antipatía por la lucha de clases, los sindicatos, las explicaciones unilateralmente materialistas, para no hablar de todo eso que, afortunadamente, se hundió en el este de Europa dejando sólo miseria, atraso, odios, guerras y tal vez impidiendo rescatar algo de lo mucho bueno que tuvo esa gran equivocación en la cual la clase obrera creyó que podía manejar ella sola el barco, haciendo borrón y cuenta nueva, degollando, silenciando, oprimiendo, etc., y fracasó estruendosamente.

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Así no era, no. Quién sabe cómo será, pero sospecho que no va a tener absolutamente nada que ver con los sueños del leninismo. Así, pues, no soy revolucionario ni simpatizo ahora con la revolución, la cual ocupó varios lugares en mis escritos del pasado; no soy colectivista, no soy antiburgués (hablo de la buena burguesía, la de verdad), no soy obrerista, me siento profundamente antipartido comunista, no simpatizo demasiado con el arte "popular" (estoy casi dispuesto a admitir que esas dos palabras son contradictorias), detesto el realismo socialista o el que sea, no me gustan las masas, el colectivismo me parece poco recomendable, la solidaridad (aunque es verdad que la siento) me resulta menos importante que la eficacia... Pero, por otra parte, soy agnóstico, detesto el neoliberalismo económico, creo firmemente en que debe haber gobiernos fuertes e intervencionistas con amplios y claros fines sociales... Me temo que voy a tener que definirme como un socialdemócrata, y ya sé que ése es un pensamiento débil, acomodaticio, que no ofrece una base filosófica, sino que es más bien una actitud pragmática, es decir, ocasional. Daría risa una teoría socialdemócrata del arte, por ejemplo, o un poeta que cantara la socialdemocracia como Neruda, por ejemplo, cantó los ideales marxistas y al Partido Comunista. Todo eso lo sé. De modo que yo creo que mi definición actual, aunque no me guste, es la de la colcha de remiendos: reliquias de un marxismo cada vez más en retirada; ideología de intelectual medioburgués; simpatías políticas socialdemócratas moderadas; agnosticismo nostálgico de una mejor comprensión; reliquias de mi infancia católica; preferencia por la imaginación sobre la praxis; antipatía por igual hacia el obrerismo colectivista y la burguesía económica sin más gracia que la de hacer dinero... ah, y mi propia condición de reliquia. Pero eso ya nada importa. Ahora soy algo así como un muerto que escribe, una conciencia a

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medias que araña un triste trozo de árbol con un fierrito, estoy seguro. Siempre es una lata esto de no saber si uno está totalmente muerto o no, es decir, si la vida después de la muerte es lo mismo que antes, pero con la diferencia de que si uno existe aún menos para los demás, sin embargo sí existe para las cosas, al menos para la pluma y el papel sí, porque obedecen, porque oponen resistencia. Y además también existen ratos de conciencia, de lucidez, me parece.

Memorias: caballos, curas, bailes. Mi niñez transcurrió con la obsesión por los caballos, los de verdad, que montaba en la finca, y los de arte, que veía en el cine, en la pintura, en la imaginación, en las ferias. Colores de caballo, cuellos de caballo, ojos de caballo, ancas de caballo, lomos de caballo, orejas de caballo, crines de caballo, relinchos de caballo, cópulas de caballo, hasta bostas y orines de caballo ocupaban sueños de niño, ensoñaciones de adolescente, vigilias divagadoras de adulto. Caballos negros, caballos, blancos, alazanes, moros, barcinos, colorados, rucios rodados, patiblancos, trotones, galopadores, de paso, salvajes, nobles, viejos, potros, manoteadores, coleadores. Recuerdo cuando vi por primera vez ese horrible espectáculo de los caballos-payasos andaluces, a los cuales obligan, mediante continuados tormentos y sistemática enajenación, a efectuar toda clase de ridículas posturas, como perros de circo o monos amaestrados. ¡A esos bellísimos caballos! Es algo intolerable. La última vez monté en un blanquito jaspeado de paso un tanto estropeado por ignorantes citadinos galopantes o por borrachos campesinos descuidados. Costaba mucho obligarlo a ir al paso castellano, cómodo, elegante, laborioso y además estaba resabiado por atajos, ventas del camino y senderos mullidos de

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hierba. Pero era noble y recordaba cuando había sido un señor. Creo que me hizo recordar cuando yo también lo fui. Después fui poco a poco claudicando, aplebeyándome, simpatizando con las reivindicaciones "populares" –léase obreras–, con la "cultura" proletaria, con lo que entonces llamaban la revolución. La revolución era un bochinche que había puesto a los analfabetos, los ordinarios, los ignorantes, los bastos, los insensibles, los incultos, y sobre todo resentidos, a dirigir los destinos de la sociedad, después de asesinar a cuando aristócrata o burgués se les atravesaba en el camino, sin averiguar si servia o no servía, si valía o no valía. Así les fue. Fracasaron estruendosamente y cerraron las puertas por mucho tiempo a una transformación sensata y adecuada de la sociedad. Pero eso ya no es asunto mío. Sólo lamento haber sido tan ingenuo y haber perdido tanto tiempo antes de convencerme de que, para bien o para mal, han sido la aristocracia y la burguesía, con todas sus injusticias, con todos sus crímenes, las que han llevado a cabo casi todo lo poco que vale la pena en este mundo. Lo mismo que los hombres, mal que les pese a las mujeres. No se puede, creo, decir lo mismo de los blancos, ya que los amarillos a lo mejor han hecho mejores cosas, no lo sé, o por lo menos tan buenas. Claro que también hay que decir, en justicia, que a las llamadas "clases populares" y a las mujeres casi nunca les han dado la oportunidad de hacer cosas. Pero, por lo menos las primeras, cuando que se la han tomado por su mano, lo han hecho bastante mal. En fin. Recuerdo también cuando de ateo rabioso pasé a ser meramente agnóstico con ocasionales deslices metafísicos o abstenciones de negación. Ahora me encuentro un tanto en la cuerda floja y me imagino que si no hubiera sido por esa farsa canallesca de los curas y la iglesia, yo lo tendría todo más claro o mejor menos complicado, porque lo que sí seré siempre es anticlerical y también despreciaré para siempre a los católicos acríticos.

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No a los honestos y serios (me consta que los hay) sino a los soplapollas éstos de cristos sanguinolentos, manipulaciones, engaños o, en el mejor de los casos, falsas ilusiones, wishful thinking que llaman los sajones. Ellos no sólo me amargaron la niñez y la juventud, sino que me metieron dentro sus miedos, sus castigos, sus mentiras de manera tal que a veces tengo que agarrarme al palo de la sana razón para identificarlos y conjurarlos. Claro que es de admirar tan gigantesca máquina manipuladora como han montado y lo bien que funciona ya que tantísimo personal durante tantísimo tiempo ha sido programado, utilizado, mangoneado y marionetizado, titerizado por ellos. Y muchísima gente no se ríe de la infalibilidad, la purísima, el bautizo, la comunión, la confirmación, la boda, el entierro, las plumas de los querubines, las barbas de san Pedro, las ánimas del purgatorio, las llamas del infierno, los cuernos de Satanás y demás paparruchas, no se da cuenta de lo que hacen con la confesión, el lavado de cerebro y la programación de niños que ellos llaman "educación cristiana". La cuestión, para mí, es que, por desgracia, muchos de esos inventos, muchos de esos artefactos, cuentos, historias y consejas, pero sobre todo casi todos los viejos edificios donde despluman espiritual y materialmente a la gente, son verdaderamente curiosos, interesantes, bonitos y hasta hermosísimos, hay que reconocerlo, mucho más que las fábricas, las estaciones, los estadios y hasta los museos. Es lo que ya escribí antes: desde su miseria, sus equivocaciones, sus crímenes, sus engaños y todo eso, algunos hombres han hecho cosas sinceramente maravillosas. Mayormente hombres aristócratas, burgueses, curas o cosas así, blancos o amarillos, que explotaban, robaban, forzaban a poner piedra sobre piedra o mataban a otros hombres que, hay que reconocer que porque no los dejaban, no pudieron llegar a pintar, edificar, escribir, inventar cosas parecidas sino en muy raras ocasiones

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y por excepción. Qué le vamos a hacer, así son las cosas, así han sido y quién sabe cómo serán después, pero eso ya no es asunto mío y si estos estúpidos irresponsables de ahora van a secar el Amazonas, arrasar las selvas, desertizar y a cometer otras barbaridades irreparables, allá ellos. Nosotros tuvimos al menos la suerte de ver todavía cómo el Gran Río de mi tierra, por ejemplo, llevaba vapores en su lomo, vimos que los caballos no estaban todos en los circos o los parques zoológicos o que las mujeres no llevaban bigotes. Ya se que esto suena muy a reaccionario y estoy dispuesto a admitir que los años y cierto mal sabor de boca me están dejando así. Recuerdo cuando era progresista, cuando escribía poesía social, creía en el futuro de la sociedad sin clases, respetaba y "amaba" a los obreros –a los europeos o a los soviéticos o a los chinos: los de mi tierra, creo que ni sabía que existían; no se podía llamar con el mismo nombre a los tristes indiecitos o a los siniestros guaches bigotudos que jugaban al tejo–, y despreciaba a la burguesía –de nuevo, a los panzudos capitalistas de París o incluso a los tiburones de Wall Street: los nuevos ricos ridículos de mi tierra no merecían ni el nombre de burgueses ni mi desprecio: simplemente no contaban en mi visión de la realidad que, como se puede ver, era muy completa–. Algo me ha quedado de ese tiempo, pero más bien es un profundo desafecto por lo que llaman las derechas –y no creo incurrir en una contradicción con lo que he escrito antes: estoy profundamente convencido de que las derechas de ahora, estos esmirriados rateros egoístas que no creen más que en sus propios bolsillos, no tienen nada que ver con quienes levantaban templos, esculpían, pintaban dioses, escribían epopeyas o églogas cuartas, tragedias o novelas de locos caballeros. La verdad es que me siento muy simplista pensando así. Me imagino que esa arterioesclerosis de la inteligencia que llaman la ideología se ha venido apoderando de mí. Estoy tentado a decir que

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todo esto es en chiste, en broma... Otra cosa que quise haber sido y no he podido ser, es bailarín. De cualquier cosa, pero preferiblemente de ballet. Antiguo o moderno. No bailaba mal yo, antes: todos mis ancestros tropicales se habían concentrado en mi cintura, en mis pies y en mi sentido del ritmo afroandaluz, me imagino. Recuerdo esa época en la cual bailar era uno de los grandes placeres para mí, y por añadidura, un excelente método de ligue, que dicen los españoles. Yo me embriagaba (generalmente ya embriagado) bailando. Los quiebres de cadera, las obediencias al bongó o al bajo, la atención a las melodías secundarias, la propuesta captada, la variación sorprendente pero dentro del patrón rítmico, la sincronización, la sonrisa a tiempo... Ay, Dios, qué tiempos... {

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Elegía de la barba.

Se precipita la pendiente. Ya se había iniciado, aunque tú te negaras a reconocerlo. Tal vez el primer síntoma, la primera llamada, fue cuando supiste que tenías que afeitarte la barba. En ese momento, tal vez, lo que te sostenía se inclinó a la mala. Elegir ser un tipo sin barba, después de haberla llevado por veinte años, significa que renuncias a algo. ¿Renunciaste entonces a la idea de que era posible ser eternamente joven –significara eso lo que significase–, o que dejar de ser de joven no entrañaba pérdidas definitivas, porque lo que se "ganaba" dejando de ser joven compensaba con creces el que te abandonara lo que abandona cuando se deja de ser irreflexivo, extremadamente flexible, dueño de la vida? Bueno, ahora, que, de modo implacable, te vas convenciendo de

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que no eres un en activo, como dicen, una verdadera opción humana, sino que comienzas a ser un retirado, un jubilado, uno que ya ni siquiera está en el banquillo de los suplentes, sino que ya no cuentan con él para jugar, te vas viendo obligado a aceptar que eso eres. Te ves todavía y tal vez eres ya no. Mientras tanto, la vida sigue. Los jóvenes que te acompañaron, bellos, generosos, dadivosos de su juventud, su belleza, su sinceridad, su afecto y hasta su amor, ya lo saben sin saberlo tal vez. Mira, desde la barrera, melancólico. Ocúpate de tus asuntos de ciudadano de clase b. Que son lo único que te queda. A lo mejor, merecen la pena. Aprende, con todas tus lágrimas, que hay otros que podrían darle sentido a la mortaja que tejes mientras llega la Compañera de la Vida. Ah, repite, repite, aunque no te lo creas del todo:

Mas a pesar del tiempo terco, mi sed de amor no tiene fin. Con el cabello gris me acerco a los rosales del jardín.

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ESCRITO EN 1984* Cree que se va a sentir en un mundo extraño, a pesar de su antigua familiaridad, ya que la ausencia ha sido larga y llena de experiencias. Sin embargo, la primera impresión es la de que no han transcurrido más de unas horas, unos días a lo sumo, desde la última vez que se enfrentó a este uniforme verde, a esta cara morena, maliciosa y desconfiada que se empeña en encontrar no sé qué contrabandos en el equipaje y en el pasaporte análogas irregularidades. La incesante cháchara de las señoras que arrastran enormes cajas repletas de "mercancía", la indecencia en el vestir (multicolores acrílicos coreanos, arremangados blue jeans, antenas de televisión); los caballeros, medio borrachos todavía, portando bolsas de plástico llenas de botellas y cartones de cigarrillos, los "está mas barato Maiami", "en el hotel había una regadera de pa arriba", "no, es que, ala, aquí sí la vaina es muy distinta, mejor dicho"; las colillas y papeles que se arrastran por el suelo, el desaliño, la desorganización, de nuevo la desconfianza, esta vez por parte suya, la demora, la dificultad para levantar las pesadas maletas cuyo interior, totalmente desorganizado por el uniforme verde, *

Hacía muchos años que no volvía a Colombia y, asediado por la nostalgia, una nostalgia vaga pero pegajosa, regresé por un corto período de tiempo. Allí, en Bogotá, escribí las siguientes líneas inspiradas por el impacto que me causó la realidad de esa ciudad que después llamé Santafé de Calcuta. Cuando intenté publicarlo, creo recordar que, inicialmente, el texto fue por fortuna rechazado por ciertos roedorcillos de no recuerdo qué periodiquete o revistilla. Entonces Juan Gustavo Cobo lo publicó amablemente en la Gaceta de Colcultura, que dirigía. Luego lo incluí en mi primera novela Sobre la raya, de la cual he hablado en otra sección de este libro, como una reflexión del protagonista. Ahora quiero volverlo a reproducir aquí, en primer lugar porque me parece bien escrito, sincero, apasionado y verdadero; en segundo lugar, porque, en cierto modo, otros textos escritos posteriormente constituyen sendas respuestas a éste, y todos muestran una línea de pensamiento, o, mejor, de sentimiento, común que se me antoja de cierto interés. Y en cuarto lugar, porque me da la gana publicarlo otra vez aquí. Está escrito en tercera persona en un (fallido) intento de hacerlo más objetivo.

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asoma impúdico por entre los cierres, todo ello le hace pensar que ha cometido un irreparable error. Sale a la noche sabanera y el cielo que moviliza nubes y estrellas comienza a conspirar contra su desánimo. Horas después su cansancio se sumerge entre las procelosas aguas del plebeyismo, del caos, la incivilidad, la porquería, la violencia, la corrupción y la barbarie. Navega con fastidio, con sorpresa, con horror, con ironía por entre feísimos rostros y sucias manos que ofrecen, arrebatan, golpean o solicitan. Flota en aceites fritangueros, dudosos jugos de desconocidas o casi olvidadas frutas, salivazos, lloviznas y pitos estridentes. Gritos, insultos, estruendosas músicas. Anuncios de insuperable vulgaridad que degradan hasta el culo, la teta, la palabrota (Hosteria "El Carajo", Grill "La Verraquera", "no joda", dice el vidrio de un taxi sin capó ni destino). Agresión al ojo, la nariz, el oído; más decidida al gusto; definitiva al más o menos refinado espíritu adquirido o alquilado. Ve raponazos, irrespetos, antentados contra la lógica, el pudor, la razón, la higiene, el urbanismo, el sentido común, la supervivencia, la persona humana y dios. Huele zapotes podridos, pecuecas, sobaquinas y pachulíes; oye sandeces, exabruptos, sentencias, discursos, irrisorios decretos, memas conversaciones y rancheras; lee editoriales, letreros lumpen, versos que parecen letreros, tonterías, metafísicas de barrio mesocrático sin rima y rimas de barrio metafísico sin poeta; prueba duras carnes, avaros tomates, ruchas papas, yucas centenarias, licuados cuchucos, babosas papayas, obsequiosos whiskys y pálidos vinos sospechosamente extranjeros. Ve el ridículo del semáforo que ve pasar impotente el río de automóviles que debía haber detenido su guiño rojo; al hombre que vende una naranja toreando la vida en medio de la Avenida Caracas ("¿Por qué una sola naranja?" "Porque no tengo más y no quiero pedir

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limosna"); en pleno barrio de ricos, no se sabe ya si nuevos o antiguos, se ve detenido por un gran gentío que mira atentamente algo que ocurre en la esquina: vestida con una blusa blanca, pantalones de montar, altas botas, apartándose el largo pelo que le cae sobre el lado derecho de la cara, una mujer joven, tensa y hermosa, está sentada a medias sobre el capó de un Renault verde, una pierna apoyada en el asfalto y la otra sobre el guardabarro del automóvil. Su brazo derecho, estirado, sostiene una pistola que apunta a la cabeza de un hombre, al parecer conductor de un yip que se halla pegado a la defensa delantera del Renault. La mujer lo mira con firmeza taladrante. Un agente de policía aparece de pronto, contemplando la escena con curiosidad no exenta de temor, al igual que cualquier transeúnte. La mujer vuelve, altiva, la cabeza e, irónicamente, lo increpa: "¡Señor Agente!...", como desafiándolo a que intervenga. El agente mira hacia el público y abre los brazos en ademán inequívoco de impotencia. Luego levanta la tapa de la funda de cuero pintado de blanco que pende de su cintura y enseña su interior a la audiencia: está vacía. La mujer cambia la pistola de mano, se aparta el pelo negro de la cara y agita la pistola sin apartarla de la cabeza del hombre; grita desafiante: "¡Pero yo sí tengo!" Los compromisos pueden más que la curiosidad y tiene que marcharse, no sin volver muchas veces la cabeza infructuosamente. Pero luego vio más: vio vender llantas de camión para ser convertidas en lavaderos; baterías de cocina (es decir, baterías de automóvil viejas cuyo ácido o caucho quema tan lentamente que pueden servir de momentáneas y eficientes cocinas, si no fuera por el letal veneno que despiden); periódicos viejos que pueden servir de cobijas, latas, cueros, trozos de corbata, cartones arrugados, anteojos; se vendían relojes, niñas, peras, globos, burros, pollitos azules, talegas, tortugas, versos, espermas, agua, soplidos, blusas, espíritus, cáscaras.

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En cualquier esquina. Sobre la misma calle. También vio vender por muchos pesos el lugar ocupado desde la madrugada por profesionales de la ocupación, en la cola ante la esperanza de un visado de la Embajada Americana; vio el ingenioso bricolaje de la supervivencia, la conversión de la adversidad y la escasez en oficio y parva nutrición; las mañas, la inteligencia, el instinto en acción, en fatigante, hirviente vitalidad. Y oyó, él, viajero de un continente de lenguas provectas y al parecer moribundas, un idioma malicioso, incorrecto, auténtico, desgarrado, bullente, popular. Pensó en lo de allá. En el falso popularismo y la artificialidad de pasajeros argots y jergas puestos de moda más que todo por la necesidad de exhibir algún rasgo de actividad lingüística, es decir, espiritual. Pensó en el plano discurso circular y vacío de todo menos de muletillas, frases hechas y circunloquios, de intelectuales, políticos, señoras y jóvenes (excluyó, conscientemente a los viejos trabajadores y campesinos). Recordó a los jóvenes rubios que hundían la cabeza en el hombro de una niñita, a la entrada del Metro. A sus pies, un cartel redactado torpemente: HACE CIENTO CINCUENTA DIAS ME ENCUENTRO SIN TRABAJO. TENGO FAMILIA E HIJOS. LA VERGÜENZA ME IMPIDE MIRARLE LA CARA. POR SOLIDARIDAD UNAS MONEDAS. La niñita se erguía como reclamo lastimero. No vendían nada. No ingeniaban nada. No pensaban. Pedían sin gracia. Limosneaban. "Aquí, intentarían vender a la niña o el rubio cabello o la vergüenza", se dijo. Y en la mirada transparente ("se les puede ver hasta los calzoncillos ojos abajo", recordó que decía un amigo) e interrumpida sólo por el seguro social de la juventud desempleada; en la chatura de relatos y versos; en la ofensiva mediocridad de dramas y comedias; en el ademán esperpentizado o la ascética y estéril línea o

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color pospicassiano; en la suficiente insuficiencia de empleaduchos, porteras, directorcillos, ministruelos y catedratiquitos y, sobre todo, en la falta de imaginación, de humor, de iniciativa, recordó, si no el nuevo, el actual orden de un mundo cuyo futuro se niega casi con terquedad a manifestar sus señales. A sabiendas de que puede ser falsa o incompleta, acepta una dicotomía: la vitalidad plebeya, subhumanizada, si se quiere, frente a la civilidad cada vez más desvitalizada, después de haber buscado signos de una cosa en la otra y de la otra en la una. Desecha, por anodino, el ejercicio de buscar civilidad en donde es tan evidentemente excepcional y se dedica a tratar de encontrar señales de vitalidad en donde tampoco parecen tan evidentes. ¿El Sur? ¿Los bombazos italianos o vascos, el jolgorio de las calles de Nápoles o Sevilla? ¿Tal vez la inquietud de las plazas de Amsterdam? Pero todo eso se le antoja (aunque confiesa que de modo posiblemente caprichoso y subjetivo) esporádico, discontinuo, y, además, matizadamente controlado o al menos asimilable. Recuerda ese mito renovador y vitalista, ya opacado y, sobre todo, encorbatado, que fue Mayo del 68. Recuerda la atrayente -y ya venerable- frase: "La imaginación al poder". Pero es que aquí, se dice, la imaginación es, desde hace mucho tiempo, poder. No porque parlantes corbatines la tengan poca o mucha, sino porque es ella la que dirige la vida, caprichosa, excesiva y desbraguetada. Engendrada seguramente por la precariedad y la escasez, por la necesidad y por la injusticia y la explotación. Pero, ahí está ella, sentanda en la silla, manejando. Y ante los niños carisucios y peligrosos cual serpientes que, sobre una tabla y agarrados a la defensa trasera de un bus, hacen ski asfáltico en la Décima; ante las parejas de buses, repletos de pasajeros, que suben codo con codo por las curvas de una vía de cuatro metros de

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ancha y tres mil de alta sobre escalofriantes precipicios; ante los burros que pastan, indiferentes, en pleno San Diego, la dulce y contaminada hierba de la Calle 26, justo enfrente del más elegante y costoso hotel; ante el truco del robo del reloj (si Ud. lo lleva en la muñeca izquierda, al sacar el brazo por la ventanilla, nada más fácil para el raponero que arrebatarlo rápidamente; y si Ud. compra uno nuevo y se lo pone, escarmentado, en la derecha, de pronto, en un semáforo –porque Ud., precavido, se detiene ante los semáforos en rojo–, sentirá un quemón de colilla en la mano izquierda; al llevar la derecha de manera inconsciente a la quemadura, nada más fácil para el raponero, etc.); ante el escamoteo prestidigitador de la maleta, la cartera, el bolígrafo, el presupuesto nacional, el zapato, el cigarrillo, la honra, la vida, el sombrero o los anteojos, él se dice que todo esto es lo normal, lo real, "lo que pasa en la calle", "los sucesos consuetudinarios que acontecen en la rúa", y que para ojos no habituados, extranjeros, la contemplación o la experiencia de tales fenómenos tiene que ser asombrosa: no encontrarán lógica, desde luego. Un habitante de allá no encontraría normal todo lo que por aquí pasa; no lo encontraría, seguramente, real. Una pesadilla, una alucinación, el absurdo, la barbarie. Y es que aquí la imaginación, así sea en esta forma inhumanizada, se instala en la realidad, se confunde con ella, se hace habitual, se realiza. ¿La imaginación, o simplemente la locura? En la esquina de la Carrera Trece, un loco golpea incesantemente los automóviles con los puños envueltos en sucios trapos ("de tanto golpearlos se le han desollado las manos", explican); es su protesta, no menos legítima que la de otros. Es uno de los muchos que deambulan, siniestros o pacíficos, divertidos o violentos, por la ciudad. La policía suele vaciar los manicomios cuando están demasiado llenos y los suelta por las calles. Miserable y vital plebeyismo. Humanidad escarnecida, enajenada,

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reprimida, explotada. Sucia, incómoda, violenta. Pero no emasculada, no derrotada (porque entre otras cosas, no ha tenido ni la oportunidad de la batalla). Por otra parte o, mejor, de la otra parte, sería ridiculez si no fuera estúpida ceguera olvidarse de aquello que si bien ofrece serias dudas en cuanto a su animación actual y su supervivencia, no admite ninguna duda acerca de su incontestable entidad y valor histórico, su peso real, su hospitalidad civilizada. ¿O es que alguna mente que no esté sumergida en la más total demencia puede olvidar a Velázquez, el Partenón, el vino de Burdeos, Shakespeare, Picasso o, simplemente, los trasportes públicos? Pero, concediendo que no se trata de juicios de valor ni de preferencias o elecciones (que, cada uno, con su pan se lo coma), se formula una pregunta a su parecer acuciante. Eliminando el seudoproblema de si la vitalidad mera es un valor, una salvación, (ya que, si lo fuera, ¿qué hacer con las malditas cucarachas?), esta imaginación vitalizada, con sus dedos sucios, su fealdad, su violencia ¿podrá salvarse por sí misma? ¿Será capaz este pez frenético de romper las redes de imperialismos, corrupciones, injusticias y opresiones sin autodestruirse, sin sumirse en su propio caos? Recuerda que las actitudes más sólitas frente a este bochinche son las de las profecías sombrías, las más o menos hipócritas abjuraciones, más o menos vergonzantes claudicaciones, o los intentos de soluciones que poco tienen en cuenta las señas particulares de este rostro múltiple y diferente. Sospecha que, teóricamente, la respuesta es bastante obvia. Se trata de una cuestión de conducción. Un asunto político, en suma. Pero el descuido de lo que constituye el color y sabor únicos de este peculiar salpicón llevaría por caminos culebreros que no desembocan. Complicada tarea la de llegar a saber dónde está la frontera entre lo que debe desecharse y lo que sí dará espigas para el pan. Cuán

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difícil, pero cuán inesquivablemente indispensable, separar, en este borboteo, la energía autodestructiva de la motriz y decantar el mito constructivo separándolo del espurio, manipulador y represivo. En suma, discernir el progreso de la reacción.

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ESCRITO EN 1993

Siempre dije que intentar volver era un error. Andaba repitiendo todas esas cosas de que nadie se baña dos veces en el mismo río, de que uno no es el mismo del minuto anterior, mucho menos de la hora, el día o el año. Y muchísimo menos de la vida anterior. Porque uno, aunque sea el mismo en apariencia, y la memoria se encargue de engañarnos, vive distintas vidas, pero no se sabe bien cuándo empieza una y termina la otra sino en algunas ocasiones, por ejemplo, cuando uno toma la decisión de cambiar de vida e ingresa a un convento o, al revés, se sale de éste y se casa. Pero ni aún en todas esas ocasiones se cambia realmente de vida: el ahora ya no monje puede seguir aterrorizado por las visiones del infierno y el crápula arrepentido puede escaparse por las ojivales ventanas en las noches. Cambiar es que de pronto uno descubre que es otro. No el mismo más viejo o en otra parte. Otro. Y unos cambian y otros no, aunque esto parezca entrar en contradicción con lo que decía al principio. Aquello de que no se puede intentar volver porque uno ya no es el mismo. Es decir, no es uno sino otro. Es que yo no he sido nunca muy bueno para explicar cosas. Me enredo. Me confundo. Me contradigo. Eso debe de ser porque, como decía el viejo Whitman, soy multitud. De seres distintos. Más a mi favor. Pero a ver si logro aclarar lo que quiero decir. Quiero decir que, aunque uno cambie mucho, puede no cambiar nada. O, mejor dicho, que da igual que algunos cambien. O, también, que cambian para peor y que entonces hubiera sido mejor que no hubieran cambiado. En fin, lo que yo quería decir era que no he debido volver.

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Has llegado. Por fin el avión va poniendo fin a su suspenso y va aplastando sus ruedas ojalá que elásticas contra la tierra de este país que es el tuyo y que no te pertenece, que abandonaste y que no sabes si quieres recuperar –si es que se puede. ¿Recuperar qué? ¿Tu vieja infancia que, sin duda, irá recomponiendo algunos de sus fragmentos, enfrentándolos a unos espacios más modestos, a unas ruinas, a unos seres envejecidos y distantes? Aquel parque era más amplio y los árboles más frondosos y el césped menos seco y los leones echados sobre los pilares de sus puertas con una bola de piedra bajo la pata no eran estos gatos desfigurados por el estropajo del tiempo. La novia de veinte años era más alta y rubia y no tenía esos surcos a los lados de la boca... Tu hermano sociólogo cita unas estadísticas. Para ti no querrían decir nada en otras circunstancias, referidas a otras gentes. Pero, aquí, ves los muertos mutilados –como el que viste bajo las ruedas de un camión cuando venías del aeropuerto– y quieres pensar que eso no es verdad, que no se mata a tantos todos los días, que no se ha perdido el más elemental respeto por la vida humana. ¿Lo hubo alguna vez? ¿Es verdad que siempre habéis –¡han!, ¿han?– sido así y que esto de ahora no es más que el destape de lo que se agazapaba, oculto, en las renegridas almas de tantos de tus compatriotas? ¿O en verdad eran inocentes y bondadosos y la civilización, es decir, la miseria y la opresión de toda clase los ha convertido en fieras sanguinarias o, peor aún, en subhumanos hambrientos y rencorosos? ¿Tiene alguien o algo la culpa de todo esto? (De pronto has recordado los versos de Machado:

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Está en la sala familiar, sombría, y entre nosotros, el querido hermano que en la luz matinal de un claro día vimos partir hacia un país lejano, y te preguntas si este hermano que con tanta frialdad científica ilustra con números el horror, también pensará en tu vida en otras tierras, como tú piensas en él y lo ves el mismo pero distinto, tuyo pero ajeno, como todo lo que ves aquí, lo que respiras. Pero no quieres continuar con este ejercicio hiriente de adivinar recuerdos, de escudriñar pasados, de suponer vivencias y de adivinar afectos o desapegos.) Sales a la calle. Procuras no ver, no pensar, no hablar de los huecos en los andenes, de las trampas para peatones, de los vehículos estacionados impidiendo el paso (pero no puedes evitar la imagen de un arrogante gañán venido a más mediante sucios negocios encogiendo los hombros al pensar en aquellos a quienes cierra el paso abusivamente, con un casi audible "¡que se jodan!"), quisieras no ver los rostros en los que el racismo en que fuiste criado no aprecia sino fealdad y, ahora, agresividad y rencor que reemplazan la antigua sumisión, esa humildad que se ha revelado a todas luces falsa, quisieras cerrar los ojos al deterioro, a la basura, al desorden. Pero no es posible. Hasta el aire es desordenado y hostil. Como una invasión de monstruos, de hormigas hambrientas y asesinas, se va extendiendo, paso a paso, hacia el Norte y el Occidente. Los antiguos propietarios del centro y, en última instancia, de toda la ciudad, como acorralados, se van moviendo hacia el Norte y los cerros del Oriente, huyendo de la turbamulta. Primero cayó el Sur, luego el Centro, luego las primeras expansiones hacia el Norte, y desde hace tiempo se ven las avanzadillas de la marabunta en parques y esquinas de las segundas expansiones hacia el Norte y Occidente, a pesar de los

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guardias armados y de las vallas. La ciudad se recubre de harapo proletario, de escoria subhumana, se bestializa a pasos agigantados. La ofensa a la vista, al olfato, al oído no es sino el menor de los males: el peligro del atraco, de la agresión y de la muerte es lo bastante inminente como para que no acabes de comprender cómo puede haber esta especie de indiferencia –cada vez menor, eso sí–, esta irresponsable paciencia o tal vez insensatez. A todo nos acostumbramos y no es nada difícil que lo anormal y monstruoso se convierta en normal y aceptado, aunque con reluctancia. Hace años, en otro lejano regreso, bajo la tremenda impresión de lo que entonces supusiste que era un grado máximo de descomposición, escribiste unas páginas, después publicadas, de las que sólo suscribirías ahora tal vez la pálida descripción de la ciudad – entonces la degradación no era tan profunda y completa–, pero de ninguna manera las esperanzadas comparaciones con la realidad europea. Recuerdas que decías que la barbarie, la violencia, el desorden eran vitalidad desbordada y podían encontrar un camino inédito frente a la progresiva desvitalización europea. Entonces tú poseías esperanzas y hasta certezas, y también la realidad no revelaba con tanta fuerza y con tan macabros matices sus enfermedades. Pero, ¿es que han cambiado tanto las cosas o es que el que ha cambiado eres tú? Han cambiado tanto ellas como tú. Todo ha cambiado. A peor. Tú, envejecido, tan cercano al escepticismo, con muy pocos convencimientos y éstos casi exclusivamente en lo personal. El país, sus gentes, a varias gradas más en la degradación. Alzas los ojos al horizonte y sólo descubres nubes grises, oscuras, cerradas. Nadie que esté sobre ellas podría penetrarlas. Son sólidas, compactas, inexorables. ¿Existe algo tras ellas? ¿Hay un cielo azul? Bajas los ojos. El asfalto también es gris. ¿Hay, debajo de él, debajo de

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la sufrida y asfixiada tierra, unas raíces, una fertilidad, una savia, dioses? Entre dos planchas grises, oprimentes, sin salida, transcurren las frenéticas ceremonias del caos. No, no hay salida para esta sangre derramándose. No para esta violencia desenruanada y enceguecida, no para esta arrastrada miseria, no para estos seres sin vestigios. (No para ti, tampoco, porque todo aquello de lo que están hechos los dioses voló por encima de vosotros sin detenerse; sólo unas gotas de su lluvia dorada mojaron unos hombros elegidos. Nada más. No fue para vosotros lo sagrado, no fue tampoco para vosotros lo maldito. Sólo lo mediocre. Sois los héroes de lo pequeño y lo mezquino. Títeres, mimos de los gigantes cuya lengua oís como oyen los hombres de la caverna los rugidos del tigre: lejos, fuera.) ¿Será que éste es un lugar único en el mundo? ¿Será que las cosas que aquí suceden no suceden en otras partes? ¿Tendréis el dudoso privilegio de la subhumanización, de la miseria, de estos horrores? Desde luego que no. Seguro que no sois los únicos. Ni siquiera los peores. Mas es inútil consuelo el mal de muchos. Pero estos horrores, este envilecimiento, por muy visible que sea, no debe hacerte olvidar que el cáncer se extiende por todas partes y que sí que hay unos culpables de muchas de las desgracias de tu pueblo: el ladrón de corbata, el especulador, el corrupto, el rico explotador, el atracador o asesino a distancia, desde escritorios y oficinas, los cuales parecen haber perdido todo pudor, todo freno y campean por sus desafueros con total impunidad. No hay día sin escándalo, sin que la corrupción asome su fea jeta por alguna parte. Pero lo más terrible es que parece haber un fatalismo conformista, una especie de cinismo impotente o de rabia resignada que impide ver una posibilidad de contención de estos excesos, una luz de cambio, de

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futuro. Desde luego, hay también otras cosas, otras personas. Al parecer, los que no atracan, asaltan, roban, especulan, hieren o matan son muchos. Al parecer, las buenas gentes, las víctimas inocentes son muchas. Al menos, estas últimas, tantas como crímenes. No todo es maldad, bestialidad, fealdad, violencia. Hay mucho de bueno, te dicen. Hay esperanza. Sobreviviremos y hasta ganaremos la partida al mal. (En realidad bastaría un pequeño cambio: un descubrimiento que haga a todos ricos, petróleo, uranio, esmeraldas, mariposas. Un milagro de los que pueden ocurrir. Un salvador, un héroe). Y, al pensar en toda esa buena gente, en toda esa sufrida humanidad que, por suerte, no pertenece al género subhumano, no sabes qué decir hasta que una evidencia, una apabullante contundencia te vuelve a hacer ver que las fuerzas del mal son mucho más poderosas que las del bien. Sin saberlo, las personas buenas e inocentes van siendo invadidas por los síntomas de la regresión, y las sorprendes formulando fervientes deseos de muerte, destrucción, atropello, venganza, que jamás, tal vez, se atreverían a llevar a cabo. Pero no importa: por unos momentos han sido iguales a aquellos cuya muerte, por evitar la propia seguramente, desean. Sorprendes las semillas del odio en los corazones más inocentes. Te das cuenta de que entre éstos y aquellos no hay más que una valla relativamente fácil de derrumbar. (¿Tú mismo podrías descender casi hasta el infierno?) ¿En verdad no resta la menor esperanza? ¿Es cierto que no hay modos de redención, o de curación y rehabilitación? ¿Te atreves a decir que no hay posibilidad alguna de cambio? ¿Tan metafísico estás? Te detienes para contestar la pregunta. Y encuentras que la única manera de admitir una salvación se confunde con la oscura esperanza de que otros, de que en verdad unos redentores (políticos, morales), unos

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mágicos y maravillosos guerreros, con los cuales nada tienes que ver, comparezcan, luchen, triunfen y salven a todos. Incluido, claro está, tú mismo. Providencialismo, ni más ni menos. (Pero tú no tienes la culpa de tu desánimo: te ha vencido la conciencia de la impotencia, el sentimiento de la incapacidad y lo único que te queda es no haber caído todavía en el cinismo. Mas te sientes culpable, de todos modos. Has hecho dejación, has depositado tus deberes, tal vez, tus obligaciones, en hipotéticos, en imaginarios fantasmas. Nada has hecho –mas, ¿qué hubieras podido hacer?– distinto de cultivar tu modesto jardín elevando la valla para no ser visto de los demás. Y para que tú no puedas verlos a ellos.) Como cualquier día, lees el triste periódico local, en cuyas páginas lo más claro es tal vez el maltrato del idioma y la mediocridad mental. Alguien cuenta los muertos habidos en la culta Europa. Bosnios, serbios, croatas se matan con armas modernas y uniformes en nombre de no sé qué cosas. Violan, masacran. Hoy hay una noticia que atrae tu atención. Se titula "Horrendo comercio". En un lucrativo negocio se convirtieron los actos de violencia cometidos contra mujeres musulmanas en Bosnia. El comercio consiste en vender las cintas con los detalles de las violaciones, que solían concluir con el asesinato de las víctimas. (...) la policía de los Angeles (EE.UU.) ha confiscado cintas de video que muestran las violaciones de mujeres musulmanas y su posterior asesinato mediante disparo en la cabeza o descuartizamiento con un cuchillo de carnicería. La verdad es que los medios de comunicación hacen la "realidad". Si, con el mismo despliegue nacional e internacional, se aireara lo que acontece en esta ciudad diariamente, tendríamos, tal vez, una cantidad de crímenes relativamente comparables con los de Yugoslavia, pero

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con una importante diferencia: la refinada perversión que manifiestan quienes filman y, peor aún, quienes compran las películas. Lo de aquí es a lo bestia, a lo bruto. Mas la muerte es en todas partes igual; son los vivos los que cambian. ¿Qué es más horrendo –más descorazonador–: el asesinato cometido por robar, o simplemente por deshumanización, por una desvalorización total de la vida ajena, o el cometido por sevicia, por crueldad que se recrea, que deriva de él un placer, una diversión? ¿Tienen más posibilidades de salvación los probablemente rubios filmadores serbios y los vendedores de su trabajo artístico en Los Angeles que los morenos cuchilleros de la calle del Cartucho? ¿Qué es salvación? ¿Por qué en unos se ve el apocalipsis y en otros tan sólo un episodio pasajero de la insania humana? Acudes a lugares en los que la inteligencia, la sensibilidad y tal vez la sabiduría resplandecen tanto como en sitios análogos de países tradicionalmente cultos y superiores. Y estas personas son, a no dudarlo, también parte de este país, de esta ciudad. A pesar del desánimo, de la crítica acerba, de un como desolado aislamiento y un fatalismo reiterativo, ellos demuestran posibilidades reales. Sin embargo, tanto talento parece agotarse en la oralidad y la gestualidad y no trascender a obra objetiva. Al parecer, sólo mediocres tal vez llenos de buenas intenciones desconocen la enfermedad (¿o la bendición?) del escepticismo y lanzan al aire sus producciones que son recibidas con algarabía por otros como ellos que esperan, a su vez, su turno. Pero no puedes negar la existencia de muchas personas de elevadísima categoría intelectual. Y no la niegas. Te limitas a comprobar que casi todos quisieran marcharse. Tal vez nunca has notado, en otros países, este ambiente de enfermedad, este olor de podredumbre, este hálito de acabamiento. Lo que podríase llamar la gente corriente parece no tener ninguna

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perspectiva de cambio, parece haber perdido toda esperanza y haberse conformado con ello. La esperanza es retórica de los políticos, el futuro, un presente agravado. El pesimismo, la ausencia de posibilidades realistas de solución, de mejoramiento –o, al menos, de detención del deterioro– es, sin duda, el convencimiento de los que consideras más lúcidos. Tu amigo, viejo hombre de izquierda radical, explica que es precisamente la desaparición de la izquierda lo que ha precipitado el caos. Antes, dice, la burguesía rapaz se veía contenida sólo por la amenaza revolucionaria, templaba sus apetitos ante el temor de una reacción popular. Hoy, sigue diciendo, la clase obrera está desorganizada y sin horizontes, desmoralizada y resignada. Y ello ha permitido que la voracidad de quienes han detectado el poder durante toda la historia, a los cuales se han incorporado los nuevos tiburones de la droga y la alta delincuencia, no tenga limitaciones. ¿Será ésta explicación suficiente? Es cierto que la distancia entre ser rico y ser pobre es, aquí, casi astronómica, que las diferencias sociales y económicas son tan profundas y tan evidentes como el sol o la noche. Y es cierto, te parece, que la opulencia de unos es la miseria de los otros. Y también que los opulentos conforman una minoría frente a la cada vez más creciente muchedumbre de los que nada tienen. Y tal vez es cierto que el estar a la defensiva de aquellos es engañoso y que son ellos los que llevan la ofensiva. Es decir, que el deterioro, el envilecimiento, el horror, es consecuencia de la desposesión, de la continua acción detrimental de los que más pueden sobre los que nada pueden. Así, parece haber tres segmentos en esta sociedad: los que nada tienen, aposento de los horrores de la miseria y la deshumanización: los que lo tienen casi todo y siempre están tratando de acrecentarlo, y los que no son ni lo uno ni lo otro, los que contemplan atemorizados, estupefactos

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y desanimados cómo funciona la tenaza que, al fin, también acabará con ellos. Sin embargo, ha habido muchos ejemplos en la historia de sociedades en las que una reducida parte de sus componentes, dotados del poder, ha abusado de las mayorías indefensas, ha explotado, oprimido, esclavizado, sin que haya habido una verdadera resistencia, una contención impuesta por las víctimas. Y estas sociedades han sobrevivido. Y tal vez han prevalecido. Pero no quieres seguir con cosas tan evidentes. Lo que te preguntas es si esta sociedad no podrá sobrevivir, prevalecer, aunque esté basada en la injusticia y la opresión. Ahora bien, se te antoja que, así como no hay una resistencia organizada contra los desafueros de la clase opresora, así como las fuerzas populares se encuentran dispersas y, en verdad, derrotadas, así como no existe, sino de mínima manera, una actitud activa, una voluntad combativa, sí que existe un efecto pasivo, una consecuencia inevitable y tal vez involuntaria. Es lo que antes has tratado de describir más arriba como degradación y envilecimiento, como deshumanización. Y ese proceso afecta a todos, a vencedores y vencidos, a despojadores y despojados. Como una inundación de lava, como una lenta marea espesa y viscosa, todo lo va sepultando, anegando, destruyendo. La verdadera pregunta, entonces, es: ¿podrá este país, esta sociedad sobrevivir a esa avalancha? ¿Sucumbiréis todos, ricos y pobres, clase media –por llamarla de alguna manera–? Una mirada a la ciudad parece confirmar las más pesimistas perspectivas: el proceso de pauperización, la creciente invasión de las hordas de la miseria y la deshumanización, que reptan barrio a barrio y que con sus últimos tentáculos ya tocan los refugios más protegidos, parece confirmar que, como el cáncer, acabará por apoderarse de todos los miembros de este cuerpo enfermo y lo llevará a la consunción final.

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Porque, ¿qué hacer? ¿Es posible eliminar todo lo que ya está irremisiblemente dañado? ¿Se puede cercenar los miembros definitivamente afectados? ¿Pueden quedarse solos los que, en apariencia, no están contaminados de deshumanización? Una dictadura férrea, por ejemplo. Una trágica, implacable limpieza. Una profiláctica extirpación de los miembros dañados. Como en el caso del cáncer. Pero no se debe olvidar que muy probablemente todo el cuerpo está enfermo o próximo al contagio. ¿Y de dónde saldrían las almas puras, las espadas justicieras, los bisturíes esterilizados? Ya conocemos a los redentores de esta tierra y Dios nos libre de ellos. (Tú, como evadido, como emigrado, como visitante, acaricias en secreto la posibilidad del regreso, de la fuga. Te resistes a pensar que vives en un dorado exilio que, sin embargo, no puede ocultarte el hecho de que es una especie de limbo improductivo, estéril, sin raíces, reducido a la lucubración, a la masturbación intelectual, juansintierra estreñido, como una planta de invernadero, como una criatura de laboratorio. Extranjero, hasta en tu propia tierra te sientes ajeno. Contemplas con dolor, compadeces todo este sufrimiento, en el que la confusión es lo único claro. En el fondo sabes muy bien que, a pesar de la distancia, a pesar de tu lejanía, la suerte de esta tierra es la tuya propia; después de tantos años has por fin entendido que no eres nada distinto a estos seres que aquí malviven, aunque tú disfrutes de bienestar; que tu lugar estaba aquí, con los tuyos y no en las falaces nubes del exilio voluntario. Pero, seguramente, ya es demasiado tarde para ti). {

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EL ATRACO. Ibamos al Supermercado en el que suponen que compra la gente

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que llaman la más exclusiva de la zona Norte (no de la Norte Norte ni de la Norte Norte Norte), en la que vivía la gente que llaman más exclusiva antes de que sus insatisfacciones y la llegada de las primeras avanzadillas de la invasión de la gente menos exclusiva del Sur la empujara Más Allá, hacia el Norte Norte y el Norte Norte Norte. Yo le iba explicando a mi compañera todas estas cosas y diciéndole que precisamente la calle por la que transitábamos era todavía una arteria definitoria, antes de la cual se acomodaban familias un tanto venidas a menos –como mi propia madre, cuyo domicilio acabábamos de rebasar– y, más allá de ella, familias un tanto menos venidas a menos y no tan venidas a más como las de más al Norte. Yo le decía cómo los barrios de la mayoría de las ciudades latinoamericanas son desechables y cómo estas ciudades "de alcaldes imprevistos", como efectivamente dijera el poeta, se hacen y se deshacen cada dos o tres decenas de años, de modo que lo que era el Centro se convierte, por ejemplo, en el Sur, y lo que eran las Afueras, en el Norte, y la Catedral queda en el verdadero extrarradio de la gente decente y la Plaza de Bolívar se llena de mendigos y delincuentes cuando antes por ella paseaban los cachacos, que es, explico, como aquí se llamaba a la gente muy decente y muy de la ciudad, no recienaparecida, calentana u otras cosas. Mi compañera que, como extranjera a este país que es, necesita explicación de muchas cosas, ya que, según me explicó ella a su vez, las cosas de este país necesitan casi todas de muchas explicaciones ya que resultan ser muy raras, estaba sin embargo o a pesar, mejor, de mis explicaciones –que a mí me parecían evidentísimas– bastante perpleja y hasta creí deducir que un tanto preocupada porque, aunque hacía los mayores esfuerzos por entender, había cosas que no le cabían en la cabeza, decía. "Por ejemplo, le dije yo, si te fijas bien en ese yip que está atravesado sobre la vía de la derecha –por la cual tratábamos de

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avanzar nosotros– y que no permite el paso a nadie, a lo mejor está ahí porque su dueño está comprando algo en esa droguería, o porque está cobrando un cheque en ese banco". "Pero, –me argumentó ella–, ese jeep, según dice en la puerta, es de la policía". "¿Y por qué un policía no puede cobrar un cheque en un banco?", reargüí yo. En ese momento, delante del yip, a unos diez metros de donde nos hallábamos nosotros, salió corriendo a gran velocidad, hacia la izquierda, un hombre y detrás de él un policía sin quepis, con una pistola en la mano apuntando hacia el cielo. El policía disparó varias veces el arma y el hombre al fin se detuvo, siendo agarrado por el policía. Entretanto, en la vía principal de la ancha calle, otro policía, también sin quepis, trataba de detener, sujetándolo por la chaqueta, a otro hombre que, subido sobre una motocicleta, en cuyo asiento trasero había un tercer hombre, trataba de ponerla en marcha desesperadamente. De pronto, el conductor de la motocicleta sacó una pistola y, a bocajarro, disparó sobre el policía, el cual hizo un extraño gesto y cayó al suelo desde donde disparó un par de veces sobre el hombre de la moto. Este había logrado poner en marcha el motor y se dirigió velozmente en dirección opuesta a la que traíamos nosotros. El policía que había capturado al otro supuesto delincuente vio pasar el vehículo sin atreverse a disparar sobre él por miedo, seguramente, de herir a alguien ajeno a la contienda. Mientras tanto, el policía sobre el que había disparado el motociclista y supuesto delincuente, se hallaba tendido en el suelo; a su lado, con manchas de sangre, un envoltorio blanco que yo deseé con todas mis fuerzas que fuera el botín. Todo fue muy repentino, muy rápido, aunque hubo algún momento de la escena en el que pareció detenerse todo y transcurrir la eternidad y ello fue lo único real, ya que los tiros de las pistolas no eran en absoluto como los de las películas sino más bien como triqui-traques,

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esos petarditos que hacen estallar en Navidades: los policías, sin su quepis o gorra de plato, no parecían verdaderamente policías; los presuntos atracadores eran (o me parecieron) pequeños y menesterosos. Parecía más bien un juego. Hasta que vi el gesto del policía que había caído ante los pequeños estallidos de la pistola del conductor de la moto. Era un gesto de incredulidad, de dolor, de resignación: yo tuve la impresión clarísima de que estaba llegándole la muerte. Luego vi sus pies, de zapatos pequeñisimos, estirados. Un cielo gris, ceñudo, como los que suelen ser tan frecuentes por aquí en esta época del año, se adueñó de la tarde. Gente solícita o desolada acudía a donde yacía el policía. Yo hice subir el automóvil al andén y pasé por delante del yip, cuyo anómalo estacionamiento, atravesado en medio de la calle, ahora comprendía. Avanzamos unos cuantos metros y vimos las oficinas del banco, con los cristales rotos. Un poco más allá estaba la entrada del estacionamiento del Supermercado. En silencio, mi compañera y yo nos bajamos y echamos a andar lentamente hacia los estantes en que se distribuían, con gran orden, según tamaños, todas o casi todas las frutas del trópico, verduras, hortalizas; más allá, exactos, geométricos, los envases de jugos, de leche, los redondos quesos, las botellas de whisky, de ron, los vinos chilenos, los paquetes de arroz, de azúcar, los artículos de limpieza, las galletas para perros, las carnes de sangre contenida. La gente, con gran dedicación, introducía cosas entre bolsas de plástico o las depositaba en un carrito como una jaula y desde allí miraban, a veces con cierto patetismo. Por ejemplo, sorprendí la expresión contrita de unas pecosas papas criollas encerradas en cárcel transparente. "Yo no quiero comprar nada. Vámonos de aquí", me dijo mi compañera en voz baja. Al poner su mano sobre mi antebrazo para detenerme, noté que ésta temblaba. Yo me detuve y mi mano

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temblorosa se posó sobre la de ella. "Vámonos", dije. Al pasar por el lugar, ya no había nada ni nadie. Era demasiado oscuro, además. "Vamos a tomar un Absolut donde mi madre", dije. Al otro día, compramos los dos periódicos. Los recorrimos página por página, con gran minuciosidad. Nos enteramos –o, al menos, allí lo decía– de lo que un Ministro con cara de alcancía decía sobre el encaje bancario. Pero no había otras noticias sobre bancos.

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ESCRITO EN 1995 AGOSTO

He venido invitado por mi querida amiga Claudia Montilla a enseñar un cursillo abierto al público sobre la novela moderna latinoamericana (se llama ARelectura@) y otro, más largo, de casi dos meses sobre la Comedia española del XVII a ((estudiantes de Ingeniería!! Para tanto tiempo, tendré que buscar acomodo para no ser un incordio (como cualquier huésped de tiempo largo) para mi hermano Ricardo.

MAR 17. Al fin me he pasado al apartamento que mi querida amiga Teresa generosamente me ha dejado. Un total desagrado. El apartamento es relativamente grande Bcosa que maldita la falta que haceB, desvencijado, desolado, percudido, como dice mi madre, antiguo, incómodo. Mi amiga Teresa tiene mentalidad de estudiante norteamericana, con criterios de antropóloga urbana gringa, con todas esas telarañas del politically correct o cosa por el estilo, de las que aman lo "natural", lo marginal, lo multicultural, etc. etc., pero, por fortuna, no es o no parece ser demasiado militante o proselitista. Ha vivido en Los Angeles en apartamenticos baratos y aunque

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seguramente tiene buen gusto femenino Bcosa que no sé si le gustaría oír a ella ya que, según creo, es feministaB, la carencia de medios y los gustos seudo hippies hacen que este apartamento se aproxime mucho a mi idea de lo que no hubiera escogido para vivir ni siquiera mes y medio. Pero, en verdad, mis objeciones seguramente serán vistas como personales y caprichosas Bno objetivasB por ella y no quiero llegar a ningún tipo de situación incómoda. De modo que, a menos que surja un argumento objetivo de peso Bpor ejemplo, el ruido nocturno de los fines de semana B, tendré que aguantarme en este barrio que me parece feísimo y peligroso (Teresa piensa que es sociológicamente "interesante"), en este apartamento tan desagradable. Cada vez siento más convicción de que este viaje fue un error, de que lo voy a pasar mal y de que no voy a sacar nada de provecho de él. Sólo perder el tiempo y vivir con desagrado durante dos meses. Por otra parte, siento la necesidad de escribir algo. Voy a tener muchas horas en las que no tendré nada que hacer. Sería el colmo no salir con algo. Ahora bien: siempre estoy esperando la inspiración, algún tipo de inspiración, y no me parece que la idea de esforzarme sin ella, de empezar de la nada y tantear a ver si algo sale, sea legítima. No sé si estoy sucumbiendo al mito de la inspiración o si todo no es más que un pretexto para no escribir.

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Uno de los problemas es que mi situación inmediata me plantea como demasiadas urgencias y no me inclino a creer que puedo convertir lo que salga de ahí en algo satisfactorio. Por otra parte, no tengo "ideas" (de esas con las que sí se hace la literatura, junto con las palabras), aunque sería más justo decir que no tengo estímulos creadores (si la expresión no es un tanto retórica), iniciativas internas (expresión bastante justa). JUE 19. Desde que llegué debo decir que mis experiencias han sido más bien negativas objetiva y subjetivamente. Para comenzar por el principio, mi estado de ánimo no era el mejor para venir. No quería estar tanto tiempo solo. No quería tener tantas clases. No tenía verdadera ilusión. Uno de los motivos (importante) por los que me decidí a venir era por tener algo propio mío que me librara un tanto de la dependencia. (Este problema es muy de tener en cuenta: existe una contradicción cada vez mayor entre mi edad y mi situación. Siento cada vez más las inclinaciones, las tentaciones a las que ceden los jubilados, los cónyuges viejos, las gentes cansadas y temerosas de la vida, la cual creen haber ya vivido. Quisiera paz y sosiego, disfrute y pasividad, etc. Sin embargo, mi situación, al ser un "hombre joven" por varias razones y, por qué no decirlo, por deber moral y de supervivencia, choca frontalmente con las tentaciones de jubilado. Por una parte, la tentación,

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y también la realidad, de la dependencia, es decir, el apoyo en otras personas, la necesidad de su presencia, la exigua fortaleza de mi soledad, de mi actividad personal y creadora; por otra, la conciencia de que hay que ser activo, creador y suficientemente autosuficiente). Pero este viaje hacia la afirmación de una independencia, de un territorio en el que otros no fueran, en verdad, indispensables para mí, de una actividad propia y sólo mía, resulta que está demostrando lo que ya sabía: que esa independencia me importa poco y que no la deseo en verdad, y que los posibles halagos, retos, satisfacciones que pudiera encontrar en ella no son suficientemente gratificantes (interesantes). VIE 20. No. No me interesa. No me interesa ni enseñar aquí, ni siquiera estar aquí. Tampoco me interesa Baunque sé que es absolutamente necesario, indispensableB Aindependizarme@. El desastre y la cochambre que es este país Bno sé si exagero, pero no importaB se echa de ver cotidianamente casi en cada detalle: te despiertas y ves el cielo plomizo; la cocina es fría como el invierno de Albacete y además no hay dónde poner nada ni cortar un limón; pero es que tampoco los cuchillos tiene filo ni hay con qué afilarlos; en la radio hablan estupideces o tocan música plebeya Bo innecesariamente cultaB; la ducha no tiene presión; el tráfico es caótico; la comida sin gracia: papas, yuca, carne repasada, tristes verduras, jugos empalagosos-; el

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periódico, provinciano y mal escrito; la televisión, deplorable... La soledad, amenazante. Yo no sé bien lo que ha pasado. No sé si yo tenía un velo que me impedía ver la vulgaridad, el provincianismo, la tontería, la agresividad, si mi buena fe y mi entusiasmo "nacionalista" me ocultaban esto que ahora me golpea con su evidencia, es decir, no sé si eran así y yo no lo veía, o si se han vuelto, si la degradación y la decadencia han aparecido recientemente. La verdad es que nada de lo que me ilusionaba de este país me ilusiona ahora. No es que no crea. Es que me es indiferente, si no fastidioso. Es que no me interesa. En el aspecto personal, parece como si atravesara una racha de mala suerte, una cosecha de infortunios, un mal horóscopo, una desfavorable conjunción de planetas. La vivienda, como dije, resultó fatal Bo no fatal: digamos que es el tipo de vivienda que yo no hubiera escogido librementeB, por culpa en el fondo mía, por fiarme de criterios nacionales y amistosos. Mala suerte, ya que hubiera podido resultar muchísimo mejor, adecuada y satisfactoria; las posibilidades estaban ahí, pero se fueron encadenando cosas que llevaron hasta esto: ningún aliciente, ningún elemento placentero. Sólo queda el aguante, la resignación.

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Pero a lo mejor, ello hace que escriba algo. Me he propuesto hacer todos los esfuerzos. MIER 25. Poco a poco se van asentando las aguas. Ya me habitúo a ciertas cosas. (Pero no a las más graves, a las más hirientes, a las más incómodas! Y no es cuestión de tiempo, no. Lo que me es más evidente es la lucidez (creo). Veo las cosas, y me veo, con gran claridad. Sé, por ejemplo, que cada vez me "descolombianizo" más, que esto no es lo que yo esperaba ni quisiera ni podría aguantar, conozco otras cosas, no quiero, no puedo, lo siento y, sin embargo, gracias. Si te he visto, sí me acuerdo.

SEPTIEMBRE 3. Pues vino mi compañera, estuvo unos cuantos días, fuimos a Boyacá (ah, desilusión, desencanto, aquellas fábulas de mi niñez no manan de las fuentes. )Existió un mundo como aquél?) y he vuelto a quedarme solo en este inhóspito lugar, a merced de esta ciudad ominosa. No entraba en mis planes el referirme a algo como un ataque guerrillero, pero es que en dos semanas estos asesinos han matado a dinamitazos y rematado a tiros en la cabeza a treinta soldados. A mí me parece que el país recibe estas noticias con cierta frialdad, casi con un

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encogimiento de hombros. Según dicen, los guerrilleros están a las puertas de Bogotá (uno de los ataques fue a cincuenta kilómetros), pero nadie parece preocuparse. Desde luego, hay un sentimiento de impotencia que seguramente es el que lleva a la indiferencia relativa con que se escuchan estas cosas. Sin embargo, es sorprendente la digamos familiaridad con que se presencia la muerte, la violencia. Hemos presenciado atracos y muertes en la calle. Pues bien: en el periódico, al otro día, no salió ninguna referencia a estos sucesos que, en cualquier otro sitio hubieran merecido atención. Pero )cuántos casos como esos o peores tendrán lugar en esta ciudad diariamente? Me imagino que ésta que a lo peor es insensibilidad, habituación al horror, encallecimiento, es la condición para poder vivir en medio de él, pero resulta muy impresionante.

6. La celebración de la victoria del equipo de fútbol de Colombia sobre la Argentina (5-0) es, a no dudarlo "histórica", con la historia chiquita. Para este país tan vejado, tan golpeado, tan desilusionado, tan humillado, un acontecimiento así resulta ser una oportunidad de reconocerse, aceptarse, estar orgulloso de sí mismo, cosa que no le es posible en ningún otro campo. Esa es la verdadera importancia de César Rincón, de los ciclistas, de García Márquez.

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10. Voy sintiendo que poco a poco crece en mí algo parecido al odio. O tal vez el desprecio. En todo caso, el desapego. Nada me interesa en este momento de este país excepto unos cuantos amigos, algunos vínculos familiares. Ya ni el paisaje. En cuanto a las gentes, se me antojan vulgares, violentas, estúpidas, de mal gusto. No hay nada que me produzca ilusión, interés, afecto. Todo me parece pobre, mezquino, provinciano. Con todos sus defectos (inmensos) la España en que vivo es mucho más satisfactoria en todo sentido. Claro que he tenido aquí mala suerte, pero a pesar de ello, creo que, solucionados todos los factores fortuitos que han surgido, los cuales se podrían llamar subjetivos, las cosas no mejorarían en cuanto a lo objetivo: la "cultura" seguiría siendo la misma miseria, el avieso atentado contra el buen gusto y la inteligencia que son la prensa y la televisión, la incivilidad, la mala educación, la arbitrariedad, el provincianismo, la violencia, etc., seguirían siendo las mismas. Y eso es lo que más me molesta, lo que más me hiere y lo que estoy seguro de que no tiene solución. Crece mi convencimiento de que este país no tiene solución ni salvación o de que, si la tiene, será casi milagrosa y a muy largo plazo, tan largo, que nada será ya lo mismo. Y )a mí qué te importa si, desde luego, ni yo ni los míos estaremos para verlo?

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Bogotá, 6 p. m. Llueve, llueve como en sus mejores tiempos. Bogotá es más Bogotá que nunca, más triste que nunca, más tediosa que nunca. Me siento atado, encerrado, sin nada más que hacer que teclear estas tristes letras de queja y desolación vespertina. Recuerdo el tedio de mi juventud y me pregunto si no fue de él de lo que huí siempre. Tarde como ésta, y contemplada a solas, no la puede sufrir mi corazón...

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21. Son las 6,15 p. m. Acabo de hablar con Kim. Eso alegra un tanto mi tarde, pero también acucia mis ganas de marcharme. Han pasado varias cosas. Probablemente la más importante By es posible que tenga más importancia, o que no tenga ningunaB es la de los problemas de mi corazón... Dicho así, parece peor de lo que es. No, no, se trata del corazón desmetaforizado, de la víscera. Al parecer, tengo una "alteración primaria de la repolarización sobre cara antero-lateral",

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a la cual, según el cardiólogo, el querido Armando Solano, Ahay que pararle bolas@. Tengo que volver próximamente a ver la medicina que me dio ha surtido efecto. Veremos. Por ahora no me asusta mucho, pero (cuando empiezan las taquicardias por la noche...! Pasan versos rozando mi cabeza. 22. El día ha amanecido gris, con nubarrones; abajo, una neblina que se confunde con la nube de contaminación que envuelve la ciudad. Es curioso, pero yo no recuerdo haberme fijado demasiado en el cielo, las nubes, el clima. Estaba tan ocupado mirando hacia abajo, hacia lo urgente inmediato, que no se me ocurría alzar la vista. También es verdad que nunca había vivido, como ahora, en pisos altos. Desde aquí lo primero que diviso son tejados y nubes y el cielo, las raras veces que se ve. En verdad el clima no me gusta. Es tan cambiante, pero con la nota dominante del gris, de la nube gruesa y sucia, con tan pocos intervalos de sol que resulta muy monótono a pesar de las variaciones. (Manes de José Asunción Silva y su "Día de difuntos"! Pienso que esta estancia ha durado demasiado. No se me han presentado estímulos, cosas de interés, nada que atraiga mi curiosidad sinceramente. Sólo lo negativo, es decir, el deterioro, la incomodidad, el aburrimiento. Pero en verdad yo no sé si esto es en gran parte culpa mía, culpa de mi falta de interés general, de mi abulia intelectual. No sé

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si, en otras circunstancias personales, hubiera encontrado material para escribir, para elaborar. No sé, en verdad, si es el ambiente el que carece de interés o si soy yo el que no quiere o puede tenerlo. Sin embargo, sí hay cosas que me interesan. Pero, en general, no son humanas. El paisaje, cierta arquitectura (hecha por manos humanas, pero no humana en sí misma)... Siento cierta curiosidad por saber cómo sería vivir aquí en unas condiciones más aceptables en todo sentido (en compañía, con más comodidades, con más acomodo y menos provisionalidad, por ejemplo). Y estaría dispuesto a intentarlo. Lo que sí me parece difícil es volver a repetir la experiencia en las mismas condiciones actuales. Aunque, con la experiencia adquirida, no se repetirían muchos de los aspectos negativos de esta estancia.

27. Faltan pocos días para mi ida y no puedo esperar. Tengo muy pocas ganas de permanecer aquí y esto no tiene nada ya que ofrecerme.

El balance final no ha sido positivo. No me han dado muchas satisfacciones los cursos que he enseñado, y mi encuentro con el país ya queda reseñado. Sin embargo... )Por qué gente inteligente y sensible conserva esperanza?

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ESCRITO EN EL VERANO DE 1996 Hoy es 13 de julio y ya llevo más de dos semanas en esta ciudad cada vez más degradada, más cercana a la negación de su propia y siempre menguada condición. No hay más que confirmaciones: la pendiente se inclina cada vez más, más inexorable, más inocultable. No hay salvación. No hay salvación para este país como conglomerado humano, así como no hay salvación a corto o mediano plazo, como dicen los economistas, para el llamado Tercer Mundo, cuya denominación cada día se justifica más como El Inmundo. Eso, la Inmundicia, la cada vez mayor carencia de mundus, de limpieza, de policía, de civilización, en una palabra, es lo único que tiene plena evidencia. No sé quién puede tener honradamente margen para el optimismo, no sé cómo alguien puede considerar el futuro propio, personal y colectivo, como algo diferente de la más radical negación de lo que hemos vislumbrado como Cultura, como dignidad humana, como, otra vez, Civilización. Pero no sólo en lo Colectivo. También en lo Personal no cabe nada distinto a un pesimismo sólo neutralizable con la partida. Un sentimiento de profunda solidaridad lastimera, de verdadera compasión, me lleva a sentir la situación de esas personas lúcidas que, entre cínicas y doloridas, presencian este espantoso espectáculo, como mucho más dramática que la de aquellos que, con triste humor, con resignación fatalista, llaman los Desechables, ruinas humanas, piltrafas de carne con hambre y sed, infrahumanidad sucia e irredimible. Sin embargo, tal vez no es la Miseria lo que más subleva, lo que

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más compromete nuestros sentimientos. Es la Violencia lo que mayor horror produce, lo que cuesta más creer a pesar de su presencia innegable en todas las manifestaciones no sólo humanas sino hasta naturales. La Naturaleza se mueve con violencia, tiembla violentamente, inunda, reseca, enceniza con violencia, así como se produce con violencia inseparable cualquier actividad del hombre, incluso el mismo ejercicio de la solidaridad; son violentos el peatón y el conductor, el comprador y el vendedor, el marido y la mujer, el hermano y el hermano, el padre y el hijo, el escritor y su lector, el poeta y su patria. Diferentes tipos de Violencia, salvaje, refinada, sutil, sangrienta, psicológica, colectiva, individual, evidente o soterrada, campean en el ejercicio de la vida en las calles, en los campos, en las casas, en las iglesias. Ancestral o reciente, cristo sangriento o desechable maloliente, la Violencia reina en nuestra alma, en nuestra cultura, hecha de degüellos, de asesinatos, de sacrificios rituales, de contiendas fratricidas. Desde tiempos inmemoriales y desde tiempos memoriales. De nuestro pasado indígena y de nuestra conquista europea. Se alían estas dos vertientes de violencia institucionalizada y luego nuestra historia política se encauza por la eliminación violenta del contrario, por la contienda fratricida, la guerra civil, el ataque colectivo e individual. La Violencia se refina, se sutiliza, pero sin abandonar su viejo rostro de dientes y sangre. En innumerables ocasiones la Violencia se presenta como la primera instancia para resolver cualquier situación, sin que se quieran considerar otras posibilidades. Al parecer la Violencia se ha instalado en nuestra alma, se ha automatizado, se ha convertido en carácter adquirido que ha desplazado a otros modos y maneras y asoma su rostro congestionado o lívido detrás de cualquier brazo levantándolo, de cualquier boca abriéndola vociferante. Pero. Sin embargo. Hay algo que te hace sentir

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hermanado con todo esto, o al menos sangre de la misma sangre. Te unen lazos inesquivables con esta tierra una vez creída indestructible y ya en gran parte destruida (cauces secos, montañas arrasadas, bosques carbonizados). Lazos culturales, desde luego, pero también y tal vez por desgracia, lazos viscerales, por decirlo así. Como en aquel poema de don Antonio Machado que dice: Algo que es tierra en nuestra carne siente la humedad del jardín como un halago. Algo que es muerte en mi carne siente la Violencia de esta tierra como una parte del barro con el que estoy hecho. {

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¿Será verdad que cada año este país está peor? ¿Qué quiere decir peor? ¿Peor será cada día menos Humanidad y más Bestialismo? ¿Hay que concluir que toda esta vitalidad, mejor dicho, todos estos crispados esfuerzos por sobrevivir están definitivamente definidos como no humanos, como pura animalidad, como violento instinto de bestezuela acorralada? ¿Que en la mirada ebria, los dientes apretados y la mano crispada siguen, indelebles, la garra y el zarpazo, el colmillo y la dentellada, el aguijón y su veneno? ¿Tal vez la Naturaleza, vengativa, reduce, recoge, involuciona las escasas conquistas civilizantes que había hecho el pobre bípedo de estas tierras? Esto sería cierto si no fuera porque la Naturaleza ya no es más que naturaleza, mordida, menguada, impotente, harapienta, casi desechable. ¿Cómo colgarle la antigua mayúscula a estos turbios y sedientos ríos llenos de inmundos despojos, a estos árboles mochados o enfermos, a esta tierra envenenada, a estos mares infectados? {

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Seguramente, lo más terrible de toda esta dramática y hasta trágica situación es que todos, con el tiempo, la necesidad y la costumbre, terminamos aceptando lo que rechazamos con verdadero horror la primera vez que lo afrontamos. Más bien pronto que tarde empezamos por decir "Es un horror, verdaderamente, pero ¿qué le vamos a hacer?", para terminar preguntando: "¿Pero cuáles gamines muertos?"

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NOTAS Estas notas o, mejor, anotaciones, son ideas, dichos o desdichas que se me han ocurrido alguna vez y que he creído que podrían tener algún interés o, al menos, alguna gracia. Juegos de palabras, ideas bizarras –que dicen los franceses–, paradojas, jugar al borges, vamos, o mejor, jugar al recolector de dichos de Borges, los que se podrían llamar boborgianos –"hay gente pa tóo", como dicen casi todos los españoles mayores de cuarenta años que decía el torero El Gallo–. He dejado por fuera muchísimas. Tal vez las mejores –claro, a mi juicio–, casi siempre verbales, instantáneas como la verdad, justas como la oportunidad..., etc., han sido olvidadas. ¡Ay, el lenguaje!: lo que no se dice no existe, pero ¿qué pasa con lo que se dice y se olvida?... {

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Sobre el idioma castellano. El idioma castellano es una de nuestras maldiciones y, a la vez, uno de nuestros más preciados dones: él nos hermana sin escapatoria con toda clase de patanes, zafios, horteras y gamberros, hijos de Franco, peninsulares; pero también él nos hace dueños de la sintaxis gongorina. Cita de 1998: Esto escribe un español sensato e inteligente, o, mejor, un español que ha viajado, quiero decir, que no ha ido solamente a pasear su españolidad por otros sitios, sino que, en verdad, ha estado en otro mundo diferente del suyo:

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Vivimos tan encerrados en nuestro provincianismo y nuestras claustrofobias que se nos olvida o ni siquiera llegamos a saber que no somos los propietarios de la lengua española. El español de España, el castellano, es una variedad o un dialecto de un idioma por fortuna mucho más vasto, más rico, más abierto y cruzado de acentos, entreverado de otros idiomas, más vivo, tal vez, cuanto más fronterizo, cuanto más alejado de secas ortodoxias, de retóricas triunfales. No sólo no somos los dueños de la lengua: incluso, estadísticamente, somos una minoría. Lo he sabido al viajar a los países hispanos de América, al escuchar las musicalidades italianas del español del Río de la Plata, la claridad clásica del español de Colombia, pero lo percibo sobre todo al escuchar el español que se habla en Nueva York, donde existe una confederación de todas las entonaciones y acentos posibles, y donde se da uno cuenta, por contraste con la presencia del inglés y de la civilización sajona, de todas las cosas comunes que nos han legado el idioma y el tiempo, de la amplitud de los espacios imaginarios que nos abre nuestra lengua. Antonio Muñoz Molina. Sobre Europa y España. Europa es mi madre patria. España, tan sólo mi madrastra. (O al menos, eso quisiera).

Sobre mí. No debo olvidar nunca que es más fácil sacar a un hombre de Tunja, que a Tunja de un hombre. Lo mismo es aplicable a Colombia.

Por favor, que se lea todo lo que escriba como si ya estuviera muerto.

He descubierto dos cosas: 1) que no soy de derechas, definitivamente, a pesar de a) ciertas inclinaciones a los "bienes" de la derecha, y b) una manifiesta repugnancia al sindicalismo, a la chusma,

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a la "clase"; 2) que, con mayor contundencia aún, no soy radical más que en mi anticlericalismo y anticatolicismo (y, aquí, con ciertas reticencias). ¿Seré esa cosa que antes solía temer tanto: un liberal? Desde luego, no en sentido económico, no en la creencia en la absoluta libertad de los tiburones. Tal vez en la acepción moral de tolerancia, de alejamiento de los extremos. Mi compañera dice que los personajes de mis novelas tienen poco misterio, pues muy poco dejo de decir sobre ellos (todo, eso sí, a través de mis propios ojos, sin dejar que se manifiesten a sí o por sí mismos). No es que tengan poco misterio, añado. Es que están mal hechos.

Sobre la preeminencia de lo abstracto. Follar, joder, tirar, no es malo; pecar, sí.

El final de la vida. Hay que convencerse cada día de que el final de la vida está mucho más allá y de que, al contrario de lo que pudieran pensar los jóvenes, hay tiempo para todo.

Sobre la mujer. Por más esfuerzos que hago, todavía no he podido lograr que los inconvenientes y defectos pesen más que el poder que ejerce sobre mí.

Me gustaría ser mujer para poder mirarme las piernas todo el tiempo sin ser molestado y para poder acostarme conmigo mismo en cualquier momento.

Bien es sabido que madre no hay más que una. Y también, que

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(esposas o) mujeres se pueden tener varias o muchas. ¿Es esta situación una fortuna o una desgracia? Se podría decir: "la ventaja de las madres sobre las esposas es que madre no hay más que una". O también: "Por fortuna, las mujeres (esposas) no son como las madres, que no hay más que una". Es la vieja diferencia del cantar: "Toíto te lo consiento, / menos faltarle a mi madre; / que madre no hay más que una, / y a ti te encontré en la calle". Tengo un amigo, al que algunas mujeres califican de misógino, que dice que la mayoría de las mujeres no tienen razón. Que no tienen facultad de razonar, quiero decir. Que tienen corazón, sentimientos, intuiciones, etc., etc. Pero no razón. También dice, y esto no lo escuchan o no lo quieren escuchar sus detractoras, que no piensa que la razón sea mejor que lo que tienen las mujeres que no tienen razón. Excluyendo, claro está, de estas consideraciones, a infrapersonas de los dos sexos o géneros. Desde luego, cita al Oliveira de Rayuela, ese constante masturbador mental (razonador), que quería ser como su amante, la Maga, negación de la razón, pero en cambio:

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Feliz de ella que podía creer sin ver, que formaba cuerpo con la duración, el continuo de la vida. Feliz de ella que estaba dentro de la pieza, que tenía derecho de ciudad en todo lo que tocaba y convivía, pez río abajo, hoja en el árbol, nube en el cielo, imagen en el poema.

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Yo no sé qué pensar al respecto. Para mí lo único claro es que las mujeres son distintas de los hombres. Su modo de pensar, su mecanismo mental, su mirada, su visión, son distintos. Una mujer puede no darse cuenta de que no se puede freír calamares en un cueceleches (divertida palabra que he oído aquí en España), pero sí “saber” o ver cosas que uno ni se imagina. Oliveira-Cortázar lo explican, como siempre, pedantemente. “No era en la cabeza donde tenía el centro”, dice Oliveira de la Maga. Y piensa: Cierra los ojos y da en el blanco. (...) Exactamente el sistema Zen de tirar al arco. Pero da en el blanco simplemente porque no sabe que ése es el sistema... Otra peculiaridad de muchas mujeres (en adelante m. m.) que, desde hace mucho tiempo, he venido notando con perplejidad, es la falta del sentido del humor (por lo menos, del humor que los hombres solemos definir como tal). Naturalmente, hay también mujeres graciosísimas, que lo hacen partir a uno de la risa. Pero yo encuentro que pocas mujeres saben contar un chiste y muchas menos entienden los chistes masculinos (quiero decir, contados por hombres, aunque no se trate de temas machistas o cosa parecida). La frase “¿y dónde está la gracia o el chiste?” la he oído muchísimas veces de boca de m. m. Tal vez lo más exacto sería decir que m. m. poseen un sentido del humor peculiar y diferente del de los hombres. También es verdad que yo, muchas veces, no le veo la gracia a lo que hace partir de risa a algunas mujeres (en adelante a. m.) Cosa distinta es lo que se podría llamar el “metalingüismo” (que he notado no sólo en m. m. sino también en homosexuales masculinos).

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Consiste en que importa más el modo o manera en que algo se dice que lo que se dice, y entonces surgen frases como: “No me hables en ese tono”; el tono o la forma o la expresión de la cara se apoderan de la atención, mientras lo que podríamos llamar el “contenido” se oblitera. Está alguien diciendo algo que se le antoja profundo o brillante y su interlocutora le dice algo como: “Sí, sí, pero baja la voz, que todo el mundo nos está mirando”. Por propia experiencia, yo, que suelo hablar irónicamente en un tono diferente al convencional de esa expresión (fingiendo disgusto, por ejemplo, o rabia, seriedad en lo absurdo, exagerando, poniendo más énfasis en lo secundario...), soy constantemente reprendido porque a. m. toman literalmente la forma o el tono en que hablo (sin tener en cuenta, eso sí, lo que digo). Otra cosa que también hace tiempo que he notado (y que muy a menudo me saca de mis casillas) es lo que voy a llamar el “pinchazo” o “reventón”. Un ejemplo: está uno en una reunión con hombres y mujeres, al calor de unos vinos, y de pronto suelta algo gracioso pero un poco atrevido: los hombres y a. m. se ríen, pero siempre hay una m. que, torciendo la boca, comentará algo así como “ya está borracho Julito”, sin haber ni escuchado lo que ha dicho. Lo que logra una tal m. es una ruptura de la continuidad, una interrupción y un salto a otra parte. Eso es lo que dicen que es, entre otras cosas, la ironía. Pero será una ironía al revés, una antiironía. De todos modos tal procedimiento es, para mí, especialmente odioso. También existe el tipo de m. que “circunstancia” (y me permito inventar el verbo “circunstanciar”) y explica a los demás por qué la persona que habla (generalmente su marido) dice lo que está diciendo. “Ah, claro, como a Paco no le gustan las películas de amor...” Sé que lo anterior puede parecer machista y puede disgustar a m. m. Pero ¡y lo bien que lo paso con tantas mujeres inteligentes, con

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sentido del humor, del lenguaje, de la ironía al derecho, con discreción, saber estar, que conozco...!

Sobre Castilla (y León). ¡Cuánta razón tenía don Antonio Machado!: Castilla miserable, ayer dominadora, envuelta en sus harapos, desprecia cuanto ignora. Pero estos versos sólo fueron verdaderos hasta hace unos diez años. Ahora ya no es verdad sino la primera parte: "Castilla miserable, ayer dominadora"; porque aunque sigue estando en gran parte envuelta en harapos, también es verdad que abruman lo que los españoles llaman “utilitarios” (y que son, en hiveroamerikano, simplemente carros y no camiones o camionetas) y que casi todo el mundo usa "chandal" o bermudas. Lo de que "desprecia cuanto ignora" hay que matizarlo mucho: imita, paleta, cuanto le arrojan por la televisión y le imponen comerciantes avispados: paletos en “vaqueros” o blue jeans, paletos en bermudas, paletos que ponen a sus hijos Yónatan, Viveca, Jessica o Kevin (en mi pueblo hay un pobre niño al que he oído llamar “Mongoméri”)... Monos seudonorteamericanos, jóvenes y viejos haciendo el ridículo que ya hizo América Latina hace años. Cursis tratando de pronunciar palabras inglesas que les salen como Sitl (por Seattle), Práiceton (por Princeton), paletos/as que llaman a sus novios/as, esposas/os o hijos/as “cariño” (honey), como oyen en los insoportables doblajes de las películas, locutores que hablan de Máic Jagger o de Niú Jampsaier, o de "nominados" por candidatos, de “esponsorizar”, aparte de los conocidos Séspir, Vérmon, etc. Hace poco he oído rizar el rizo con la muerte de Loi Braiyes (Lloyd Bridges)

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Sobre España y los españoles (uno de mis temas favoritos desde hace tiempo.) Tantos años de vivir en este país me han llevado a una conclusión obvia para muchos pero que a mí me sorprendió ciertamente cuando hube de rendirme a su evidencia: no son como nosotros. Nosotros, los colombianos, en cierto modo, nosotros los latinoamericanos. La verdad es que sospecho que no son como nadie. Cuando uno los cree tener identificados, clasificados, cuando uno descubre rasgos comunes con los restantes europeos, los portugueses, nosotros, etc., siempre salta un detalle que los revela diferentes. Esto se ha dicho muchas veces, claro está. Cuando yo era estudiante, la España que estudiábamos, incluso pensada desde mentes liberales como las de Menéndez Pidal, Américo Castro o incluso don Antonio Machado, era definida como diferente, diferente del resto de Europa (en especial de Francia). Luego, ya se sabe, el franquismo simplificó desde una visión fascistoide esta definición. Desde los Reyes Católicos, me imagino, existe esta conciencia de la diferencia de España, este España-y-yo-somos-así,-señora. No voy a recordar aquí disquisiones históricas por todos conocidas, como la influencia musulmana, etc. Lo que quiero decir, simplemente, es que, está uno hablando con un español cualquiera, en un bar, por ejemplo, y este señor, que habla paralelamente a uno, que tiene también dos ojos y dos manos, que camina también para adelante, que es como uno en tantas cosas, de pronto, no se sabe por qué (mejor dicho, no se puede explicar por la influencia musulmana, por la labor tesonera y eficiente de los Austria y la Iglesia, ni siquiera por cuarenta años de franquismo –que es una explicación tan clara y tan socorrida de tantas cosas raras como se ven en este país–), de pronto, este señor va y dice o hace algo que ahí

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mismo se da uno cuenta de que hay que haber nacido en Valladolid o Albacete, ser nieto de Boadbil, de los Reyes Católicos e hijo de Franco, criado con chorizo y tortilla de patatas, para hacer o decir eso, y de que eso sólo lo hacen, sobre la superficie de la tierra, los españoles. Conoce uno a alguien que ha vivido treinta años en Francia o Inglaterra, que incluso ha renegado de su patria chica y grande, que toma té a las cinco, o que tiene carnet del Partido Comunista francés, y que, en síntesis, es prácticamente irreconocible como español... tarde o temprano esa persona hará o dirá algo que evidencia que ha nacido en Valladolid o Albacete, que es nieto de Boadbil..., etcétera. Y no menciono, por obvio, el caso, que todo latinoamericano conoce, del exiliado español de cuarenta o más años de exilio en Buenos Aires, Caracas o Barranquilla. Pues bien, debo decir, aquí, de modo confidencial, que eso que sale indefectible e inconfundiblemente de cualquier español, no me suele gustar. Me gustaría poder definirlo mejor (y estoy seguro de que, si pudiera, haría una contribución invaluable a la sociología, a la psicología social e incluso a la antropología). Es algo que se relaciona con un sentimiento de superioridad, que es, en verdad, un sentimiento de inferioridad. Es algo insidioso, retorcido, poco claro, que anida como una serpiente en las almas de la mayoría de estas gentes. En el fondo del colombiano hay como un residuo de bestialidad, como una estupidez violenta, como un primitivismo bárbaro. En el del español, no lo sé, tal vez lo que Unamuno llamaba "envidia"... pero creo que es otra cosa. Es la insidia (que, etimológicamente, me parece que es algo que está sentado dentro), creo, una recóndita mala intención, una radical desconfianza que los lleva a descubrir la supuesta maldad oculta de cualquier acción de alguien, de las más al parecer inocentes actitudes, de los al parecer más ingenuos comportamientos...

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Sin embargo, también me parece justo decir que los colombianos –y, seguramente, los latinoamericanos–, también tienen su eso, y que ese eso de los colombianos me resulta mucho más inaguantable que el de los españoles. No digo que el de éstos sea mejor: sólo digo que entre lo malo y lo peor hay diferencias. Releo lo anterior y descubro que estoy pensando como un asno o, mejor, como un imbécil. Mis palabras están llenas de racismo –el racismo siempre parte de una generalización equivocada, es decir, de una posible verdad particular que se hace, ciegamente, general–, de irreflexión, falta de ecuanimidad, de sensatez. Es decir, estoy haciendo y diciendo algo que suelo reprochar indignadamente a muchos españoles: generalizar con poco, concluir sin datos suficientes, dictaminar, convertir en absoluto lo que sólo es probablemente relativo. Con grande énfasis, además. Sin embargo, sí creo que, "en este país" –como decía Larra que no se debía decir–, no existe, en general, nada parecido al liberalismo, utilizando el término en el mejor sentido. O se es ácrata, o estalinista, rojo encendido, o se es facha, catolicón, conservador, de derechas. Me parece que ésta es la razón del fracaso –que lo es– del gobierno socialista postfranquista, el cual era, tan sólo, un sueño liberal de algunos, al cual se apuntaron de inmediato, conveniente disfrazados, todos los que quisieron aprovecharse económica y políticamente, pero que continuaban siendo o paleorrojos o fachas.

Sobre Tarzán, Ulises y otros mitos (fragmento de una pedante conversación entre un español y latinoamericano, excluida de una novela). –¿Cuál es el problema de Tarzán? Pues que es monosexual. ¿Y cuál es la diferencia entre King Kong y Tarzán? Que al uno le gustan las

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chicas monas y al otro las monas chicas. –Claro, claro, como es monosexual... –Pues has de saber que mis chistes son muy bien acogidos y celebrados entre la intelectualidad... –No lo dudo. –...y que de quienes no los celebran puede decirse que carecen de sentido del humor. –Indudablemente. Pero me llama mucho la atención tu afición a Tarzán. Aunque me lo explico al comprender que los dos sois unos buenos salvajes. -En efecto: Tarzán es, precisamente, una casual y feliz ilustración de las ideas de Rousseau. Lejos de mí atribuir a Burroughs un conocimiento directo de la obra del ginebrino. Ni siquiera indirecto. Me imagino que esas ideas, echadas a volar en el XVIII, se quedaron en el aire y allí estaban a comienzos del XX. Yo estoy convencido de que se han convertido en mito, en uno de los grandes mitos latinoamericanos. –¿Quién, Tarzán? –El del buen salvaje, el del "Ulises criollo", que diría Vasconcelos, y el de la bastardía son los tres grandes mitos del continente. –Lo del buen salvaje, lo entiendo y además, lo conocen y repiten hasta los guardas de tráfico. –Pues no menos importante es el del "Ulises criollo", según el cual, el intelectual latinoamericano debe emprender un periplo en busca de la civilización, la Cultura que, generalmente, está en manos de otros: inicialmente, los españoles, luego los franceses, ahora, en parte, en lo que se refiere a la tecnología, los norteamericanos. Inicia su odisea (casi siempre en dirección a París), sufre una considerable frustración al comprender que la Cultura con C mayúscula es ajena y que sólo puede ser saqueada de manera parcial e insatisfactoria, y regresa a una Ítaca

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que encuentra considerablemente transformada: encuentra que ha perdido su paraíso infantil, que la historia, en general, le ha escamoteado los antiguos privilegios de clase, que Penélope ha muerto, engordado o está casada con otro... Por todas partes aparece ese viaje frustrado, el cual no es un motivo literario sola o principalmente; en la realidad es aún más frecuente; para poner un par de ejemplos: Cortázar no es más que un Rubén Darío que pudo y supo quedarse en París...

–¿Y qué es eso de la bastardía? –Pues, sencillamente, la Conquista es una violación. El violador abandona a la violada junto con el fruto de la violación: el rencor contra el borroso padre sólo tiene su contrapartida en la adoración por la sufrida y humillada madre. De ahí se derivan desde las constantes búsquedas de identidad hasta el machismo, pasando por el culto a la virginidad y, por ende, la pasmosa proliferación de Vírgenes –que son como las reinas de concursos de belleza actuales–, por ejemplo. Como bien sabes, un machista no es más que el hijo de una madre de ésas que quieren lo mejor para su hijo y lo empujan constantemente a que tenga las mejores mujeres, dinero, dominación sobre los demás hombres... Y eso viene del matriarcado que resulta de la ausencia del padre, entre otras cosas. –Todo eso me parece que ya lo dijo Paz... ¿o fue Fuentes?... Y después decís que somos los españoles los que divagamos.

Nota sobre el realismo en la novela (excluida también de una novela). La novela del XIX define como real lo inmediato sensorialmente aprehensible. Y por realismo, la mimesis de lo inmediato. Mejor dicho, desde Cervantes, padre del realismo7. Sería inverosímil que los molinos 7

El asunto, claro está, debe remontarse hasta la Poética de Aristóteles, en la que se

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de la Mancha fueran gigantes o los rebaños, ejércitos. Los libros de caballerías son inverosímiles por eso: porque dan como real lo que el autor y nosotros los lectores sabemos que es irreal, fantástico, imaginario. Parten desde una ubicación realista y pretenden hacernos creer que los gigantes o los enanos son parte de esa realidad. Pero si ampliamos los límites de la realidad, si la mediatizamos e incluimos en ella la imaginación o la fantasía, entonces todo cabe en ella, pero a condición de que haya coherencia8. Yo creo que la verosimilitud en la novela es un problema de coherencia, nada más. Es verosímil que un árabe viaje en alfombra mágica en Cien años de soledad, puesto que esta novela se ubica en lo que se podría llamar un "costumbrismo de las creencias" o de los mitos; pero ese mismo árabe rechinaría en una obra que se autolimita en el minirrealismo de la mímesis racionalista de lo inmediato. Verosímil en este caso quiere decir aceptable dentro de los límites que cada novela concreta se da a sí misma, dentro de la objetividad propia de la obra, dentro de las reglas del juego planteadas por la obra –no tanto por su autor–. Inverosímil sería que en La Regenta aparecieran enanitos o gigantes, cosa que es verosímil, aceptable en Los viajes de Gulliver, por ejemplo. Ahora bien, ¿por qué nos parecen o le parecieron a Cervantes, inverosímiles los gigantes y los enanitos de los libros de caballerías y no lo son en la obra de Swift? Estoy convencido de que es porque aquellos son malas obras literarias y los enanitos y los gigantes se les convierten en contradicciones internas. Yo creo que la verosimilitud es un problema de cada obra en sí. La originan las teorías sobre el realismo, pero aquí no quisiera llegar a tanto. 8

Habría que diferenciar entre una concepción racionalista, cientificista de la realidad y otra mítica, entendiendo por mito, entre otras cosas, una explicación precientífica de lo real. Pero estos problemas quisiera tratarlos en otra parte más adecuada para ello.

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verosimilitud no es más que coherencia interna, al fin y al cabo no es más que armonía estilística, y la inverosimilitud, ruptura, descuido, fallo o error interno de la obra, de su estilo, en último caso, infidelidad o quebrantamiento de las leyes autolegisladas o incumplimiento de las reglas del juego.

Algunas diferencias entre los peninsulares y los criollos (dichas por uno de estos últimos). Nosotros, que durante tiempo no hemos sido, que no éramos ni lo uno ni lo otro, como decía Bolívar, sí que nos diferenciamos muy claramente de ustedes: por ejemplos: No tenemos el santo nombre de Dios todo el día en la boca, pero tampoco efectuamos repugnantes actos fisiológicos sobre él; nosotros no hemos reducido el nombre de la hembra del pollo a la categoría de innombrable; escogemos con el mayor cuidado el sitio donde evacuamos el vientre, no vaya a ser en un cementerio, una vaquería o la catedral o la mar; para nosotros el órgano sexual de la mujer no resulta ser un insoportable aburrimiento; nada tenemos contra los padres de las personas, como para ir recordándoselos frecuentemente: preferimos a la madre, no le decimos le a lo que es lo, ni la a lo que es le, no enviamos a la gente a tomar por cierta parte del cuerpo, ya que se supone que eso les va a caer muy mal...

Más sobre las diferencias entre peninsulares y criollos, esta vez lingüísticas. Cognados y faux amis (el mismo origen, distinto significado, dicho en términos científicos: homoetimólogos heterosémicos).

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Seguramente las actitudes de españoles y latinoamericanos ante el tema de la lengua común, tema que –junto con aquellos más o menos fantasmales de la "raza" y la religión–, resulta tan "hispanicístico" –para usar un horroroso neologismo– y propenso a la demagogia, no distan mucho de las de otros países que tuvieron relaciones de tipo colonial, como Inglaterra y Estados Unidos o como Francia y Canadá. El asunto es lo bastante complejo como para no poder hacer aquí más que unas cuantas observaciones de carácter general, desde una apreciación personal. En primer término, asumiendo lo obvio, es decir, la comunidad de lenguaje, hay que subrayar algo también evidente, pero que suele tratarse muchas veces de manera inadecuada por españoles y latinoamericanos, tal vez por el extendido temor a la desmembración: las grandes diferenciaciones dentro de esa comunidad lingüística. Desde luego, diferencias entre el habla de los países latinoamericanos, aunque, por razones históricas que se han estudiado en abundancia, existe, como es sabido, una cierta uniformidad en el castellano de América, a pesar de sus abundantes variedades regionales; ahora bien, lo que no suele señalarse suficientemente es que esta uniformidad, junto con una actitud cultural y ante la lengua diferente de la que suele existir entre un español y un latinoamericano, permite, por ejemplo, que se comprendan mejor un chileno y un mexicano entre ellos, que los dos con un castellano o un gallego. Y, mucho más profundas, diferencias entre el habla de españoles y americanos. Es verdad que aquí y allá usamos la misma lengua, en general, las mismas palabras, la misma sintaxis, pero en una conversación normal entre un habitante de Buenos Aires o Tegucigalpa y otro de Teruel o de Madrid más de la mitad de las expresiones9 –no solamente léxicas– usadas necesitan una operación 9

Repito aquí la nota de un capítulo anterior. Los lingüistas nos dicen que “A partir de encuestas de disponibilidad léxica se observa que el índice de compatibilidad es alto

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de reconversión, y a veces de verdadera traducción, al habla de cada uno, incluso aunque sean idénticas. Muchas de estas expresiones no necesitan diccionario diferente del interno personal en la mayoría de los casos, es decir, para utilizar un lenguaje saussureano, que están en la lengua de los dos interlocutores, pero que en su habla funcionan con diferencias más o menos profundas. El caso más evidente es el de los definidos por el diccionario como "americanismos". Pero el hecho de que no se suelan señalar los abundantísimos "españolismos" o "peninsularismos" del castellano, es revelador de determinada actitud de superioridad y suficiencia. Expresiones como regaifa, regajal, zuriza, zuncuya, zinguizarra, jalbegue, jarifo, jaropar, patata, papialbillo, visionar, posicionamiento, la médico, la abogado, el policía armada, etc. etc.; usos sintácticos como a por, el leísmo, el laísmo, la progresiva eliminación del pretérito indefinido (vino, encontró) por el pretérito perfecto (ha venido, ha encontrado), la pérdida del sentido comparativo de mayor (el más mayor...), la masculinización de los femeninos que comienzan por á-, entre otras muchas cosas, se consideran normales en España y en la mayoría de los diccionarios o gramáticas, pero se señalan como "americanismos" (es decir, en cierto modo "extranjerismos"), papa, aguacate, acolochar, bemba, bembetear, el voseo, la frecuencia del uso de verbos en reflexivo, o de diminutivos, etc. etc. Y es que, como en el chiste protestante sobre los católicos que se creen los únicos habitantes del cielo, muchos españoles (más exactamente, castellanos) suelen creer que ellos son los únicos que hablan propiamente el idioma y que doscientos o trescientos millones de en lugares muy distintos del ámbito hispanohablante (Madrid, México, Concepción, Santo Domingo, etc.): en torno al 64 por 100 de las palabras más usadas en cada área son comunes”. Desafortunadamente he perdido la referencia de esta cita.

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personas más, a las cuales se lo han dejado en préstamo o alquiler, lo hacen de manera defectuosa e impropia. La manía viejocastellana de la corrección al hablante latinoamericano es usual y es causa de enfados, de vergüenzas ajenas y de carcajadas. Desde luego, no nos referimos a las personas educadas y cultas, entre las cuales se puede encontrar muchas que creen que, en ciertos aspectos, el español americano suele usarse más "correctamente" –si se admite la expresión– que el peninsular, en especial en los últimos tiempos, en los que éste sufre tremendos ataques debidos, entre otras cosas, a la ignorancia y a una pedante actitud de esnobismo hipercultista y extranjerizante sobre todo en el lenguaje de comunicación pública hablada o escrita. La actitud del latinoamericano medio frente a estas variedades lingüísticas parece ser diferente de la del español medio, ya que se nota una mayor disposición en aquél a aceptar las diferencias y no achacarlas a errores o malos usos. Incluso, en algunos hablantes americanos existe una especie de complejo de inferioridad lingüística, muy difícil de detectar, por otra parte, en un hablante español, que lo lleva a "traducir" con frecuencia de su lengua natal al peninsular y decir, por ejemplo, escuchar por oír, apetecer por provocar, tuviese por tuviera, le llamo por lo llamo, etc. etc.10 Las risas comienzan con el intento de pronunciar la c o la z, o de usar el vosotros, conjugando la segunda persona del plural de los verbos.

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No hay que olvidar que en escritores como Rubén Darío o César Vallejo, el leísmo sistemático es síntoma de sumisión a lo que se cree más “correcto” o más elegante por ser más castizo...

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Una frase memorable sobre Dios en una novela mediocre. "Hubiera jurado que Ud. era incrédulo". "Qué más quisiera yo, señor." G.G.M., Del amor y otros demonios. Sobre la esterilidad sentimental de la razón. Se pierde el tiempo cuando se hace algo "para que lo quieran a uno más". Nada de lo que se haga hará que los verdaderos sentimientos de los demás cambien. A favor o en contra. Me parece lamentable que la razón adolezca de la grave carencia de no poder engendrar sentimientos. La razón es totalmente estéril como madre de estados de ánimo. No puedo hacer, con todas las fuerzas de la razón, que Fulanito me guste o que Sutanita me deje de gustar. Se puede tratar de convencer a una muchacha de que su novio es un criminal, sucio, maloliente, y todo lo que se quiera, pero ella, aun aceptando, comprendiendo e, incluso, alejándose de él por esas razones, no podrá dejarlo de amar. "Tienes toda la razón, pero yo lo sigo queriendo". Se le puede demostrar a un hombre que su amada le pone los cuernos y él puede llegar a matarla, pero no a dejarla de amar (¡qué folletín!). El mundo está lleno de gentes que contrarían sus sentimientos en nombre de la razón. Los deseos ocultos, los sentimientos sofocados, escondidos, reprimidos son mucho más numerosos que los satisfechos. Claro que eso ya se ha dicho muchas veces, sobre todo desde el padre Freud. Pero yo me hago una pregunta: ¿Hasta dónde puedes aguantar, por ejemplo, que tu amada/o sienta sentimientos amorosos por otro/a, aunque los supere, los oculte, los reprima? ¿Hasta qué límite puedes llegar en la repugnancia, el rencor, el desprecio, la humillación con respecto al ser con el que es conveniente que vivas? Ah, y eso de que se escribe "para que lo quieran a uno más" o

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cosa por el estilo, me parece falso o, al menos, incompleto. Yo escribo, a veces, para que se odie a mis enemigos.

Casos de homoetimología heterosémica peninsular\americano. Escena en una ferretería: Colombiano: ¿Tiene cuerda/soga pero no de plástico sino de cáñamo/esparto? Ferretero: Sí, sí tengo. ¿De ésta? Colombiano: ¿Ésa es puro cáñamo? Ferretero: Sí. Perdone, ¿es usted mexicano? Colombiano: No. ¿Por qué? Ferretero: Es que tengo familia en México y eso de "cáñamo" me sonó como de allá. Nota: seguramente no fue la palabra "cáñamo", sino el sintagma "es puro cáñamo" por "es sólo de cáñamo" o algo así.

Una inevitable cita de Borges. Pensar, analizar, inventar (...) no son actos anómalos, son la normal respiración de la inteligencia. Glorificar el ocasional cumplimiento de esta función, atesorar antiguos y ajenos pensamientos, recordar con incrédulo estupor que el doctor universalis pensó, es confesar nuestra languidez o nuestra barbarie. Todo hombre debe ser capaz de todas las ideas.

Sobre la mentira. ¿Qué es la mentira? ¿Tan sólo la imagen de ti mismo que a ti te

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gustaría que los demás tuvieran?

Artistas póstumos Quiero transcribir una cita que es una de ésas que un escritor se nos adelanta a decir y la dice mejor que nosotros. Es de Gombrowicz y la cita, a su vez, José Angel Valente: Hay un arte por el el artista es pagado y le permite ganar muchísimo muy pronto; pero hay un arte por el que el artista debe pagar con su soledad, su salud, el exilio, la falta de reconocimiento de su obra y la ausencia de gratificaciones inmediatas.

El estilo de Góngora. El peregrino sale del mar, en el que su barco ha naufragado: Desnudo el joven, cuanto ya el vestido Océano ha bebido, restituir le hace a las arenas; y al sol lo extiende luego, que, lamiéndolo apenas su dulce lengua de templado fuego, lento lo embiste, y con süave estilo la menor onda chupa al menor hilo.

Es decir: cada rayo a cada gota en cada hilo. Esto es: perfecta organización, perfecta correspondencia, exactitud, inteligencia, precisión.

Apuntes para una historia futura de la lengua bogotana. Sistema de valores y desvalores: Chévere/chusco/lindo/bello/divino

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Jarto/mamador/frondio/inmamable. (Por lo menos, así era en mi época. Hoy probablemente existen otras aportaciones de esos creadores efímeros de lengua: los adolescentes)

Grafitti en los muros blancos de la biblioteca nacional. ¡Por fin un muro sin grafitti! Jesucristo: cruz y ficción. Coito, ergo sum. Paranoia-mar la atención. Una golondrina no hace un carajo. Se hace gamín al andar.

(Apostilla: jamás encontrarás nada parecido a esto en un blanco muro de España. Lo más cercano que he visto es aquello de Fachas, jodeos, que tenéis la sangre roja y el corazón a la izquierda. O aquel que, recién legalizado el Partido Comunista, habían escrito debajo de otro que decía ¡Muerte al cerdo de Carrillo! : Don Santiago, tenga cuidado que le quieren matar el marrano.) {

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Apostillas a una historia de Colombia11. El libro comienza con una frase que a mí se me antoja verdadera: “Colombia es hoy en día el menos estudiado de los países de América Latina y tal vez el menos comprendido”. Según el autor: “... en el nivel de las percepciones populares, el nombre de Colombia sugiere principalmente, en los Estados Unidos y en Europa Occidental, 11

Leyendo el libro de David Bushnell, Colombia, un país a pesar de sí mismo, traducido por Claudia Montilla en 1996 (Bogotá, Tercer Mundo).

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narcotráfico y violencia endémica. Si algo positivo viene a la mente es el familiar Juan Valdez de la campaña publicitaria...” Hay otros estereotipos que se mencionan en España, al menos: la calidad del castellano colombiano y la del café. Pero lo primero me temo que se va quedando como algo del pasado, de la época de los grandes filólogos políticos12, el señor Caro, el señor Cuervo, don Marco Fidel Suárez... Aunque los españoles cultos conservan esta vieja leyenda, es evidente que, leyendo las páginas de cualquier periódico nacional u oyendo hablar por la radio o la televisión colombianas, el aserto puede llevar a la hilaridad. Sí que se considera que, por lo menos, hay un escritor de primerísima fila mundial: la mención del nombre de García Márquez es inevitable. Pero pare Ud. de contar.

De los recuerdos. Pues estaba pensando que qué pocos recuerdos tengo y de qué mala calidad. También pensé: ¿por qué no puede ser uno de donde le dé la gana? Además, también recordé un refrán que oí ya en mi madurez y de pronto me di cuenta de que me había pasado la vida sin saber lo que ese refrán decía, tan profundo, ese refrán, ya que la mayoría de los tales refranes me parecen estupideces o evidencias rimadas malamente. Pero mi amigo dijo: LA PASIÓN NO QUITA CONOCIMIENTO. Yo sentí ese placer que uno siente cuando el cerebro se le amplía y lo miré y le dije: "A ver, dime otra vez eso". Y él, sonriendo, con su sonrisa cazurra que le eliminaba los ojos, dijo: "Pero si es un refrán que sabe todo el mundo". Pero, evidentemente, yo no era parte de todo el mundo. Bueno, pero comencemos por el principio, es decir, por la primera ocurrencia. Pensé en la mala calidad de mis 12

Quiero recordar aquí el libro de otro anglosajón sobre Colombia, publicado recientemente: Del poder a la gramática, de Malcolm Deas (Bogotá, 1993)

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recuerdos. Por ejemplo, hace años, yo solía oír radio hasta la madrugada, boleros y otras leches, como por ejemplo guarachas, sones, sones montunos, sones jarochos, guajiras, danzones, porros, currulaos, vallenatos, rumbas, congas, valsecitos criollos, zarabandas, tangos, mambos, fandangos y todo eso (todo, menos bambucos, guabinas y pasillos, que detesto). Pero sólo los oía. Mientras otra gente bailaba, gozaba, lloraba, cantaba, vivía, yo, solitario, intermasturbándome, en las turbias madrugadas de mi ciudad alta y fría, sólo oía. Y mis recuerdos son de oído u oreja, como se prefiera, pero no de farra y guayabo, no de celos o éxtasis, no de brillar hebilla, no de echar bueno. No. Después conocí gentes de ésas que vivían las cosas que yo leía, oía o imaginaba en mi cama de provincia. Después yo mismo pude semivivir alguito de eso, ron mediante. Pero todo era como prestado, como que me lo dejaran por un tiempito para después volver a ser el mismo de siempre. Ah, se me ocurrió una maravillosa frase anoche: LA VULGARIDAD ES LO PROPIO DEL SER HUMANO. Intentaré traducirla al latín luego. El adocenamiento es el atributo ESENCIAL de lo humano. Un gato, un burro, un perro, una cabra, no pueden ser vulgares porque no son humanos. No son hombres. No pueden ser adocenados. Cuando se dice de algún animal que es vulgar –pienso en un gozque que iba y venía por las calles de mi barrio– es por comparación con los hombres. Sólo los hombres pueden serlo. Sólo yo. Sólo tú, mano. Pero estaba pensando en lo de la poca calidad de mis recuerdos. Me imagino que los recuerdos de una persona son como esa persona. O no. Son mejores. Siempre se es más feliz recordando, siempre se es más grande cuando eras niño y las cosas sabían más rico y tu caballo tenía la grupa redonda y contestaba con relinchos cuando tú lo llamabas. Pero, en fin, tal vez el problema es que mis recuerdos no son a veces los que yo de verdad quisiera tener. Me gustaría recordar, por ejemplo,

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que yo fui otro, no este pendejo de ahora, de entonces. Los recuerdos nunca son más de lo que uno es porque uno es sus recuerdos, aunque peor. Y, como he dicho antes, uno es un paquete de sus recuerdos atado a otro paquete de los recuerdos de otro que también es uno. Como también ya he dicho antes, uno es mejor en sus recuerdos, más bonito y más inteligente y sus amadas más bellas o más malignas. No es una contradicción: es que hay dos clases de recuerdos: los de verdad y los de mentira, o, para decirlo como los intelectuales: recuerdos objetivos y recuerdos subjetivos; los primeros son llamados normalmente "malos recuerdos"; los otros son "felices memorias". Uno se recuerda tan poca cosa como ha sido, pero prefiere pensarse mucho mejor. A veces. Quiero decir que a veces uno no puede hacerlo, sino que tiene que quedarse con su pequeñez objetiva, sin poderla agrandar en sus ensoñaciones. Pero la verdad no es ésa: la verdad es que somos varios en uno sólo y los recuerdos se nos mezclan y, así, hay unos que son los nuestros, que nos gustan y otros, mezclados, que son los de otros que también somos nosotros, que no nos gustan.

Refrán dialéctico. Ese viejo y conocidísimo refrán que encierra con pureza ejemplar la dialéctica y que dice no hay mal que por bien no venga, no me es del todo claro. ¿El mal viene por el bien? ¿El mal viene por bien, es decir, disfrazado de bien? ¿El mal se convierte en bien? ¿El mal viene para bien? ¿Mientras más mal más bien? ¿Todo mal viene a bien? Sólo si esto fuera cierto, se podría salvar Colombia. Sobre la soledad

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(No resisto la tentación de incluir aquí el más bonito, a mi juicio, capítulo de mi libro inédito, Marosa Antara)

Ecar decidió titular su manuscrito Sobre la soledad de las cosas y de los hombres porque, pensaba, los animales eran como los hombres y la gran diferencia entre éstos y las cosas era que los hombres podían expresar su soledad, pero no así las cosas. Un perro abandonado aúlla de soledad, pero un peñón, una isla, un arbusto del desierto no dicen su soledad sino la nuestra, la de los hombres. Así llegó Ecar a una conclusión, que en un primer momento le pareció elemental y hasta trivial, pero que luego le reveló su importancia: las cosas, los árboles, los montes, el mar, el cielo, el viento, el desierto mismo no dicen sus soledad porque no están solos. La soledad no existe para ellos. Y no es que estén acompañados, como los hombres que no están solos; es que se hallan en otra situación completamente distinta, tienen otra manera de estar y de ser que es la integración. Es impensable, se decía Ecar mientras deambulaba por las riberas del Río de la Tierra, un monte aislado, un árbol sin tierra, sin viento, sin nubes. "Tomemos -decía, hablando en voz alta- por ejemplo aquello que el hombre ha usado siempre como representación de la soledad y en consecuencia ha llamado isla. Se dice que un hombre está aislado, que una ciudad se encuentra en estado de aislamiento. Pero la verdad es que una isla está integrada en las propias partículas de polvo que la componen, está integrada con sus arenas y las espumas de las olas que azotan sus costas, con el cielo, con sus arbustos y sus rocas, aunque no esté unida a un continente. La isla no necesita del continente. Una isla sólo está aislada del hombre. La isla es el hombre, no la extensión limitada de tierra que canta cara al cielo." Después consideró la situación de un lobo abandonado. ¿Abandonado de quién? De otros

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lobos, naturalmente. Un lobo solitario en medio de la nieve, a quien sus compañeros de manada han abandonado por estar demasiado viejo o enfermo, aúlla. Estira el cuello y, con el hocico hacia el cielo (¿por qué hacia el cielo?) suelta ese largo y desgarrador lamento. ¿Será ese lúgubre sonido el sonido de la soledad? Un asno domesticado, que vive y trabaja para el hombre, entre los hombres y entre otros asnos como él, cuando se pierde en medio del desierto, ¿rebuzna con angustia de soledad? Un desierto no está desierto sino de hombres o de animales, pero no de las otras cosas, de la naturaleza, y el viento que sopla sobre sus dunas con un como lamento parecido al del lobo solitario no se queja de la soledad: acompaña a la arena. Es el hombre quien ha llamado desierto a la extensión inmensa donde el viento y la arena juegan; es el hombre quien ha dicho que el sonido del viento es sonido de soledad; es el hombre quien ha llamado a la tierra que no está unida a la suya y que es más pequeña que la suya, isla. Ecar llegó a la triste conclusión de que el hombre anda por el mundo esparciendo soledad, contagiando soledad, arrojando soledad sobre las cosas. Porque el lobo no comunica la soledad en que efectivamente se halla a la nieve, ni el asno a la arena, pero el hombre sí bautiza con la suya la tierra. "Yo decía Ecar- voy andando por estas riberas y no me acompaña nadie. Estoy, por lo tanto, solo. No hay otros hombres por aquí y debería decir con humana lógica que estos bosques están tan solitarios como yo. Pero no lo digo, porque reconozco en mí un clarísimo sentimiento de envidia al ver cómo las ramas señalan el lugar de su cita con la brisa, cómo el río ciñe las laderas del monte mientras murmura su contento, cómo la tierra alberga y alimenta, maternal, las raíces, cómo el cielo sonríe en sus nubes vaporosas... Pero la verdad es que cuando yo digo que las ramas señalan su cita, que el río murmura su contento, que la tierra abriga sentimientos maternales, estoy haciendo exactamente lo

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mismo que hago cuando digo que el bosque es solitario, la isla aislada y el desierto desierto: es decir, estoy humanizando u "hombreando", arrojando sobre las cosas mis sentimientos de hombre. ¿Qué se yo qué es lo que hay entre tierra y raíz, entre viento y nube, entre río y árbol? Sé que entre una pareja de gorriones hay impulsos que los llevan a aparearse y procrear; pero ¿es eso que hay entre una pareja de gorriones lo mismo que hay entre tierra, agua y semilla para que brote el árbol? La verdad es que ignoro por completo las relaciones entre las cosas de la naturaleza y que sólo veo sus consecuencias o resultados. Yo no sé si existirá en ella en alguna forma lo que nosotros llamamos amor o amistad, pero sí sé que lo que no existe en la naturaleza es la soledad de los hombres, su angustia, sus miedos, sus tristezas, sus odios y locuras." Más tarde, ya en su morada, Ecar discurría así: "Pero si el hombre es un producto de la naturaleza, ¿de dónde le viene todo aquello que la naturaleza no tiene y por tanto no puede darle? Por ejemplo, la soledad. ¿Cómo llegué yo a elegir la soledad como campo de mi reflexión? Sencillamente porque me siento solo, porque echo de menos a Iral, con quien querría estar como el calor con el fuego, o el frío en la nieve. Ya sé que ésos son modos de hablar (y cuando se habla así se está haciendo exactamente lo mismo, pero al revés, que lo que se hace cuando se le atribuye soledad a un bosque; entonces se vuelca lo humano sobre las cosas y ahora se derrama lo natural sobre los hombres. Ni un bosque puede sentir la soledad, ni un hombre imaginar lo que hay entre llama y luz ni mucho menos sentirlo). La soledad es la falta de compañía, pero también se puede estar solo en medio de multitudes, es decir, que la compañía no es simplemente la presencia de otros. La palabra compañero significa 'el que comparte o come el pan con otro'. ¿Quiere eso decir que las ovejas de un rebaño que pasta son compañeros (o mejor, pensó sonriendo con cierta tristeza,

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"conyerberos") entre sí? ¿dos desconocidos que se hallan por casualidad en la misma fonda y la posadera les da a comer el mismo pan que ella come, son compañeros entre sí y además de la posadera? ¿No están, entonces, solos? Hay, pues, una soledad física, exterior, visible para todos, como lo es la de un hombre en una isla o en un desierto, y una soledad interior, que sólo es patente para el individuo que la experimenta. Esta última es la que yo siento, rodeado de los sabios zelús, los cuales no pueden saber la tristeza de mi corazón (así como yo no puedo saber la que puedan llevar ellos en los suyos). Pero yo tengo no sólo que aceptar esa soledad, por muchas razones, sino que debo superarla a través de la reflexión para que mis motivos para estar aquí sean legítimos, como ha dicho Miter. Y no sólo para eso: también para poder llegar a recuperar la paz y la tranquilidad de espíritu que me son tan necesarias y que he perdido. Ahora bien: yo he vivido durante muchos años deseando la soledad, esperándola como la tierra reseca del verano y las cigarras esperan la lluvia de la primavera. Sólo en el momento en que apareció Iral en mi vida la soledad dejó de parecerme una situación no ya deseada sino ni siquiera deseable: nació en mí, entonces, la sed de la compañía, pero no de cualquier compañía, sino de la compañía de Iral. Lo que nunca había sentido por Jara, empecé a sentirlo por Iral: el ansia de tenerla siempre a mi lado, el anhelo de no hacer nada más que estar con ella en todo momento, descuidando mis deberes y obligaciones, mis aficiones de toda la vida, mi trabajo. Es decir, que mientras más deseaba yo que ella estuviera a mi lado sin separarse de mí, más sacrificaba yo otras cosas de no despreciable importancia para ella y para mí. Mientras más posesión de ella yo quería, menos posesión de mí mismo yo tenía. O lo que es lo mismo: a mayor posesión de otro, mayor dependencia de ese otro tiene el supuesto posesor; cuanto más esclavitud exige el dueño de su

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esclavo, más esclavo de su esclavo es. Y entonces, el sabio vuelve a encontrar deseable la soledad porque se le antoja que es igual que la libertad. Mas también entiende que esta libertad no es la más deseable de las libertades: comprende que la verdadera libertad es la de ser poseído o prisionero o esclavo o dueño de quien se desea, a la vez, amo y esclavo. A lo mejor –se dijo sonriendo–, de ahí viene la palabra amor, de amo. Y amar no es otra cosa que poseer y ser poseído." ––La tarde iba cayendo sobre los bosques y las sombras crecían y se iban apoderando de la espesura. Pronto tendría que regresar si quería aprovechar la luz para subir hasta las moradas sin dificultad. Se dio vuelta y comenzó a desandar el camino. "Entonces –siguió su soliloquio–, o bien la libertad puede llegar a no ser gustosa, sino al contrario, a dar soledad y tristeza o, más bien, la libertad es el amor mismo, es el no tener esa supuesta libertad de la soledad. Y si la libertad es la mutua posesión de dos o más personas, al elegir la soledad, el sabio está sacrificando su propia libertad. O bien, cuando el sabio elige la soledad es porque su libertad o amor no se dirige a otra persona sino a la sabiduría, al pensamiento, a la reflexión. Es decir, a sí mismo." Iba llegando ya al claro donde aterrizaban las escalas, cuando se le ocurrió otra conclusión: "A la pregunta ¿quién le da al hombre lo que la naturaleza no tiene y no puede darle, como por ejemplo, la soledad y la tristeza? se debe contestar que el hombre mismo es responsable por ello. Que el hombre es la única criatura que se da a sí misma lo que la naturaleza no puede darle y que ésa es la gran diferencia entre el hombre y las demás criaturas y cosas." Se sorprendió al ver que había dejado atrás el claro de forma semicircular, tan absorto estaba en sus pensamientos. Dio la vuelta y dos sonoras palmadas resonaron en el bosque ya oscuro y silencioso.

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DE URRAQUIA Y DE CHULANDIA

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Unos países tienen como distintivo o símbolo nacional un gallo, por ejemplo (el país que a mí más me gusta), otros, un oso, otros, más pomposos y optimistas, un león o un águila. Pero este país que yo digo tenía como símbolo o representación suya una urraca. Ya saben, una picaza, una marica, una magpie, una pica o, una pie o margot, etcétera. La urraca, ese vocinglero pájaro remedador que roba cosas y se las lleva a su nido. La adjudicación histórica de este animal a este país se hizo tal vez por el hecho de que la mayoría de sus habitantes, por el mero hecho de haber nacido en él, han tenido siempre las características de sólo pensar en sí mismos, uno a uno, de hacer las cosas a medias e improvisadamente, de no reparar en medios para lograr sus fines, siempre individuales, de anteponer los intereses privados a los públicos, de apoderarse de lo ajeno, bien sea haberes o ideas –debidamente rebajadas, estas últimas, a la mentalidad nacional–, de aparentar lo que no son, además de hablar, a grandes voces e incesantemente, de cosas inventadas que, de preferencia, sean perjudiciales para alguien. La envidia es la forma normal de relacionarse unos con otros y la manera de identificarse cada uno consiste en convertir los complejos de inferioridad, que son muchos (dejando aparte las realidades de inferioridad, que son aún más), en agresiva suficiencia, petulancia y matonería de todo tipo, especialmente cuando se ven en posibilidad de imponer sus retorcidos caprichos. Claro que hay otra clase de urraquíes pero son pocos y aislados y suelen refugiarse en parajes inhóspitos y frecuentemente inaccesibles donde procuran olvidarse de sus congéneres. En verdad, aunque yo antes sostenía que no había sino dos clases de urraquíes: cabreros y cabrones (los dos hacen y dicen las mismas cosas, pero los primeros actúan por ignorancia), puede ser que haya más bien tres grupos de urraquíes: a) una gran mayoría, que son los que he descrito más arriba (es decir, los

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cabrones de la antigua clasificación); b) otros muchos cuyas características son: el reducido tamaño de la zona frontal, de tal manera que prácticamente las cejas se unen con el nacimiento del pelo, sobre el cual, nunca mancillado por el agua y el jabón, portan una especie de hongo de color negro a veces ceniciento que impide tenazmente el alojamiento de ninguna clase de huésped mental extraño en el interior del cráneo; el tal honguillo imprime carácter y se torna barrera metafísica, y, así, cuando se despojan de él siguen manteniendo la cosmovisión innata y por todas partes siguen arreando mulas invisibles, pastoreando fantásticas cabras o destripando terrones imaginarios; también se caracterizan por la incontrolada fuerza con que lo hacen todo, hasta las tareas más delicadas; estos últimos (que corresponden, claro está a la antigua categoría de cabreros, en la clasificación meramente binaria ), si se les apura, se vuelven como los primeros; por último, c) esa minoría a la que me referí antes, que se avergüenza y contempla, crítica pero bastante impotente, lo que hacen los otros dos grupos. Pero, en verdad, el urraquí típico o representativo está hecho de una mezcla de las características de los tres grupos, en mayor o menor proporción, si bien, en la inmensa mayoría, la de los dos primeros domina casi totalmente. En este País de la Urraca, o Urraquia, al cual ya todo el mundo llama así, habiéndose llegado a olvidar su nombre ancestral, que era el de Cuniculand, han sucedido y suceden extrañísimos acontecimientos que son pasmo y admiración de extraños, que no aciertan a explicárselos, tanto los mencionados acontecimientos cuanto la perfecta naturalidad con que se los toman los habitantes del susodicho país. Por ejemplo, en el pasado, estas gentes, conocidas más tarde como urraquíes, tuvieron, durante varios siglos, gobernantes que decidieron que eran los únicos que estaban en posesión de la verdad, de la única verdad, y que no solamente todos sus súbditos, sino todos

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los habitantes del universo, debían acoger esta verdad como propia, y en nombre de ella ajusticiaban con crueles tormentos al urraquí que se atreviese a discrepar o declaraban sangrientas guerras a los países que se atrevieran a manifestar una verdad distinta. Establecieron que lo único importante era la apariencia exterior, antiguamente la de ser virtuoso, pero con el tiempo, cuando la virtud dejó de ser exclusivamente el no fornicar sin permiso –especialmente las mujeres–, la de ser rico y poderoso –se fuera o no–; poco importaba lo que se fuera: lo que importaba es lo que se pareciera. Pero con el tiempo también esto dejó de importar y el gran imperativo –el ser–, se despojó de la apariencia –el parecer– y se exhibió solito: ser rico, poderoso, pisoteador y manipulador, pensaran los demás lo que quisieran, a mí qué coño me importan esos imbéciles que me rodean. Con lo cual completaron el círculo inicial, la idea fundacional, la base primigenia: sólo pensar en uno mismo, uno a uno, caiga quien caiga (excepto yo). Mueran los filisteos y sálvese Sansón. Ahorcar, quemar vivo, vilipendiar, marginar, escarnecer a todo aquel que no quisiera salvarse para la eternidad, ser diferente o no pensar como el funcionario o el clérigo de turno, fueron actividades sólitas durante mucho tiempo, entre otras no tan pintorescas. Una vez, hace más bien poco, estalló la Gran Trifulca, en la cual se mataron unos a otros una buena cantidad de urraquíes por un quítame allá esas pajas. Después, los que mataron más y se quedaron con las ovejas y las llaves, decidieron volver a instaurar las viejas tradiciones y, así, todos fueron obligados a salir a la calle con sayas, calzas atacadas, jubones o juboncillos, basquiñas, borceguíes, y además a profesar doctrinas que excluían el sexo a no ser que fuera para reproducirse y el seso como no fuera sino para obedecer. También otras muchas y sabrosas cosas, que no menciono aquí, pero que durante muchos, muchos años fueron celosamente mantenidas y

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obligadas. El gran asombro de extranjeros consistía en que un Enano, un mero Enano, que se había trepado al mando por mañas y astucias y por ser más fiel que ninguno a lo rancio y revenido, era el que mantenía a los urraquíes sometidos y aplastados, sin que se atrevieran a sacudirse su conduerma. Pero es verdad que había muchos, tal vez una mayoría, que estaban de acuerdo con el Enano y le aplaudían sus muñeiras con gran devoción y lágrimas de agradecimiento. Decían, tal vez los más pesimistas o tal vez los peor intencionados, que todo esas cosas que parecían tan raras a extranjeros y extranjeras eran absolutamente normales entre los urraquíes de los últimos siglos y que no podían ser de otra manera. Y, en verdad, cuando por fin, al cabo de casi una eternidad, el Enano se hartó de mandar, de humillar, de imponer sus caprichos y sus malas costumbres y se trasladó a otro mundo, se comprobó que era verdad, que la cosa estaba en los urraquíes mismos, muy profunda, con una antigüedad de siglos. Vamos, que no eran cosas del Enano ni de la Matazón ni de ningún asunto más o menos reciente, sino que esas maneras de actuar y ser que he mencionado más arriba, eran como reflejos pavlovianos pero que se habían instalado en el alma urraquí y que se habían convertido en los resortes del comportamiento individual y colectivo, que se habían constituido en una esencia y una presencia inamovibles por muchos siglos más. Es decir, que el país urraquí había logrado lo que ningún otro país vivo del mundo había logrado: convertir el devenir en ser, lo adquirido en esencial, lo inducido en permanencia. Los habitantes del País de la Urraca habían llegado a Ser. Cualquier cosa podía explicarse por ese Ser y cuando alguno o algunos urraquíes parecían apartarse de ese Ser y actuar o pensar de una manera diferente, conocida como normal en otras latitudes, no había sino que esperar unos cuantos días, tal vez meses o, en casos excepcionales, años, para que la esencia se

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impusiera sobre la veleidad y el accidente, para que lo permanente se despojara de lo pasajero y el verdadero Ser Urraquí, con todas sus consecuencias, sus maneras, sus derivaciones, se manifestara al fin, fiel, idéntico a sí mismo, eterno. Tal como lo quiso el Enano y antes que él todos los Enanos que habían sabido encaramarse en el País de la Urraca. Tanto es así, que llegó a hacerse popular un dicho que emitían con orgullo los más conscientes y fieles al espíritu del Ser Urraquí: "Urraquia y yo somos así, señora". Y había coplas y bailes y celebraciones y festejos que celebraban y exaltaban al Ser Urraquí y ¡ay! del extranjero que se atreviera a poner en cuestión cualquier aspecto del mismo, así fuera el escupir en la calle o apalear gitanos. En Urraquia sucedían las cosas más peregrinas y más cómicas – si algunas no fueran trágicas–. Tanto que algún urraquí inteligente y muy crítico inventó una forma de ver las cosas urraquíes que resultó muy adecuada. Consiste en aplicar un espejo cóncavo a todo lo que sucede normalmente en cualquier país civilizado: el reflejo da lo que sucede normalmente en Urraquia. Otro inventó una ley siempre aplicable: todo lo que hacen los urraquíes puede hacerse sin mayor problema de otra manera mejor. Puede que más adelante cuente historias de urraquíes, que no dejan de ser divertidas aunque a veces sean realmente inverosímiles. A mí me hubiera gustado ser de donde yo quiero ser. Yo, por desgracia pero sin remedio, pertenezco al país de los urraquíes por adopción voluntaria. ¿Que cómo se puede elegir ser uno más en el País de la Urraca? Creo que yo no puedo ser más que una cosa: ser de donde nací, y lo soy, y nadie me podrá borrar eso, como a los chinos no les pueden enderezar los ojos, por muchos pasaportes que les den y por muchos idiomas que hablen, ni los negros por mucho que se raspen la piel y se alisen el pelo. Pero yo no quiero que los demás de allí me

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manejen como a los de allí ni que me traten como el resto del mundo trata a los de allí. Primero. Segundo, yo vivía hace muchos años lleno de ilusiones y de fantasías sobre el País de la Urraca, que antaño se llamaba entre otros nombres Cuniculand o, también, Dárafes. En fin, lo que pasa es que entre el País de la Urraca y mi persona ocurre más o menos lo de esos matrimonios que duran como treinta o más años: que llegan a conocerse todos los defectos y a olvidarse casi todas o todas las virtudes. Total, que no estoy nada orgulloso de ser un neourraquí. ¡Qué más quisiera yo que rebosar de orgullo, de satisfacción histórica, de respeto a la tradición; qué más quisiera yo que saberme heredero de pensadores, sabios, artistas, arquitectos, alcaldes y hasta curas que hubieran inventado toda clase de cosas, que hubieran hecho edificios de gran belleza que la gente respetara en vez de robarse las piedras, que hubieran escrito libros que hubieran hecho mejorar la humanidad con inteligencia y alegría en vez de prohibirle a la gente casi todo y de acabar con el gozo de todo en el mundo en un pozo! ¡Pero es que en el País de la Urraca no hay mucho que respetar! Porque yo sé de países en los que unos han descubierto no sólo la existencia sino el esplendor de la razón humana; otros, los intringulis de las relaciones entre los hombres; otros, la belleza de la libertad de los hombres; otros la plenitud del amor sin mala conciencia; otros, menos admirables, la manera de hacerse ricos a costa de los demás; otros, en fin, han inventado la pólvora, el papel, el croissant, la socialdemocracia..., en fin. Pero en este país, mano, lo único que han inventado es la envidia y el retorcimiento (hay quien dice que también han inventado la fregona, ya saben, ese adminículo de limpieza que simboliza la condición femenina urraquí). No soy, pues, de donde hubiera querido ser. Soy de donde me ha tocado ser y mis recuerdos valen poco. Será porque yo mismo, este yo-mismo que ahora escribe, vale poco.

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Una de las peores desgracias del hombre es la de no poder ser de donde quiere ser. Sobre esto se me ocurre que, a lo mejor, si uno fuera de donde creía que quería ser, estaría tan descontento como siendo de donde cree que no quiere ser. No estoy tan seguro, pero me parece una siniestra posibilidad. A lo mejor, hay dos clases de personas: los contentos y los descontentos. Yo me temo que los primeros son algunos de los segundos autoengañados. Creo que eso del patriotismo o del orgullo nacional no es más que la frustración convertida en agresividad o en escudo defensor. Yo, desde luego, soy de los segundos sin autoengañar. Yo nací en un pobre país todo lleno de desgracia, al contrario del Ave María; tiene, como todos, dos cosas: el continente y el contenido; el escenario y los actores, la naturaleza y la gente. Pues bien, tal vez como en ningún otro, pienso yo, pienso yo, es tan hermoso lo primero y tan feo, despreciable y malo lo segundo. Uno piensa en lo de Urraquia, ¿no?. Pues éste es el País del Chulo. El chulo, gallinazo, zopilote o zamuro, cathartes atratus, para los que no lo sepan, es una siniestra ave carroñera, repulsivamente negra como un seminarista, con el cuello pelado, andares de loro, planeo de asesino, pico de usurero, ojo de traidor. Uno los ve, en las películas, esperando a que el león acabe de devorar tranquilamente la gacela para picotear las sobras, ya podridas por el inclemente sol. Gallinacear se llama cuando alguien intenta seducir o seduce a la mujer de otro, cosa muy despreciable y mal vista entre hombres de verdad. Pero estaba hablando del País del Chulo o Chulandia. Ese país estaba poblado por individuos que tomaban chicha, fumaban tizones mascaban coca y se ponían colgandejos y máscaras de oro. Yo no sé bien cómo eran antiguamente y no quiero juzgarlos por sus descendientes de ahora porque sería injusto, ya que han pasado muchas cosas. Pues estos parajes bellisísimos fueron invadidos por los urraquíes, precisamente, pero no

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por los urraquíes esos que se encogían de disgusto ante las hazañas de sus compatriotas, sino por unos urraquíes especialmente brutos, crueles y ambiciosos, mezcla de los de la clase a) y la b). Bueno, los urraquíes dominaron a los antiguos chulandios y además trajeron esclavos negros para no tener que trabajar ellos sino agarrarse todo el oro que podían, mientras predicaban en nombre del triste hombre ése sanguinolento clavado a dos palos que habían inventado que era Dios. Después vinieron las mezcolanzas, los cruces, los enrazamientos entre todos y todo eso dio un producto muy contradictorio, infinitamente violento, taimado, desconfiado, mentiroso, amigo de lo ajeno, constantemente inhumanizado, enseñado y forzado a trepar por la parte lateral o trasera de la escala, a obtener lo que le pertenece burlando la prohibición de los sedicentes propietarios, usurpadores, capataces, amos de turno. Pero la verdad es que, allí en Chulandia también, como en todos los países, hay tres clases de personas: a) una gran parte, que son unos que como que no se han acabado de despertar y abren los ojitos para ver como otros se les llevan lo suyo y los manipulan y engañan; b) los que se llevan lo de los demás y además no se paran en pelos, bombas, cuchillos o pistolas para lograr lo que quieren, lo cual generalmente es dinero y poder, actúan como deshumanos, pero son mezquinamente humanos; a éstos debe el país el nombre de Chulandia o País del Chulo; c) unos cuantos que como que se dan cuenta pero como que no saben bien qué hacer y al fin preferimos o salir corriendo o quedarse sobreviviendo y haciendo lo que buenamente pueden entre mil dificultades, una de las cuales, la más inminente, tal vez, es la de la pérdida. De la cartera, el saco, la maleta, los anteojos, el reloj, la vida. O el tiempo.

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DE AMIGOS Y ENEMIGOS

Cuando me pongo a pensar en quiénes han sido mis amigos de casi toda la vida, aquellos a quienes siempre deseo volver a ver, aquellos con los que, a pesar de tiempos y distancias, sigo teniendo muchas cosas que hablar, los Acompañeros del alma@, que diría Miguel Hernández, encuentro que casi todos son pintores o poetas. A ellos y a algún otro, que ocupa Ba pesar de estar ya muertoB, un lugar totalmente enfrentado con la amistad, el respeto, la consideración, quisiera referirme aquí. Desde luego, dejo por fuera a quienes con los que, si bien por algún tiempo, creo que mantuvimos amistad, después me Asalieron ranas@, como dicen los españoles, y traicionaron esa exquisita y rara maravilla humana, o cambiaron y se tornaron extraños, ajenos, distintos. Y cuando digo amistad, naturalmente, no me refiero a eso tan superficial que suele llamarse Alas amistades@ o cosa así. Me refiero a eso que los clásicos calificaban como Amicitiae sanctum et venerabile nomen, a ese sentimiento mutuo de afecto, solidaridad, de profunda estimación, de plena confianza, de entendimiento, de disponibilidad, de apoyo... Muchas veces he dicho que la más bella palabra de la lengua española es compañero, el que comparte el pan, y podría reunir aquí muchas citas que exaltan la amistad y la definen con

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precisión, pero creo que las siguientes son suficientes: la amistad sólo es superada por el amor, y tal vez mucho más duradera, amable y fecunda que éste, amicitia semper prodest, amor aliquando etiam nocet . Borges dice que la amistad no es menos misteriosa que el amor, y también que Ala amistad pervive, sí, aunque los amigos no se vean seguido (...). El amor, en cambio, requiere milagros, pruebas y confirmaciones permanentes@. Hay amigos y maestros, que no es lo mismo. Como decía el clásico, Amicitia magis elucet inter aequales. Yo creo que una verdadera amistad sólo puede darse entre iguales, aunque haya sentimientos de admiración y conciencia de superioridades. Por ello, no me refiero aquí a algunas personas que han sido decisivas en mi vida, pero a los que no podría llamar mis amigos. Los de la infancia, la juventud, el colegio, por desgracia, han muerto o han dejado de serlo porque la distancia y el tiempo fueron más poderosos que el sentimiento. Precisamente, quiero abrir estas evocaciones con uno de ellos.

Jorgito Rodríguez Aposta escribo el nombre con que sus más cercanos lo llamábamos. En un principio, yo creí que era un ser igual que yo, incluso con mayores defectos que los míos. Pero pronto me fui dando cuenta de que era un ser

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superior. No sé cómo decirlo: era igual, pero superior, a ver si se entiende. Pude disfrutar de su amistad durante unos cortos años. Pero se fue. Absurdamente se fue. En la flor de su edad, se fue, tal vez por voluntad propia, por algún descoloque interior de ácidos, substancias o lo que sea que controla nuestra conducta más íntima. En 1985, casi veinte años después de su muerte a los 26 años, su hermana Clara, Amalia Iriarte, que había sido amiga y compañera suya y yo reunimos sus poemas, que fueron publicados en la editorial Áncora. Para esa ocasión, yo escribí un texto, del cual entresaco algunas líneas: Quien esto escribe fue su compañero e íntimo amigo durante diez años y cree no estar cegado por la amistad, una auténtica, entrañada y hermosa amistad, al decir que Jorge Rodríguez Romero fue una de las inteligencias más despiertas; una de las sensibilidades más agudas; una de las actitudes más sinceras; una de las vocaciones intelectuales más firmes e imperiosas de lo que se podría llamar Bno sin cierta pedanteríaB la Ageneración de los sesentas@. Todo esto aparte de sus dotes poéticas. Rodríguez Romero murió de una traidora hemorragia que lo desangró, impotente, durante largas horas en momentos en que superaba, al menos temporalmente, serísimas crisis que lo habían llevado a intentar soluciones definitivas e inapelables. Es decir que, después de tan laboriosamente convocada, la muerte sólo vino cuando le dio la gana, como

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casi siempre, a destiempo, cuando el mortal tal vez ya había logrado librarse de su atracción, del deseo de su boca. Porque, como se puede ver en sus poemas, Jorge deseó muchas veces dormir sin jamás despertar. Y lo intentó. No parece descabellado pensar que conocer a escritores, poetas, artistas, a veces desilusiona y otras alegra y emociona. Comprobar, por ejemplo, que un novelista al que consideramos malo o mediocre es un pobre hombre, desagradable y torpe, alegra, por lo de la lógica; conocer a un poeta cuya poesía nos conmueve y sentirnos deslumbrados por su humor, su encanto y humanidad, emociona; conocer a un pintor cuya obra estimamos y ver que es pérfido, aburrido y antipático, desilusiona y entristece; hablar con un dramaturgo despreciable como tal y quedar deslumbrados por su ingenio y su sentido dramático, inquieta (este último caso se da menos, casi nunca, pero es una ominosa posibilidad). Jorge era un cabal ejemplo de la segunda posibilidad. Seguramente los miembros de su familia no podían comprender a un joven que leía apasionadamente a Unamuno a los catorce años y aprendía de memoria poemas de César Vallejo a los dieciséis, en una época en la que muchos críticos se preguntaban rascándose la cabeza qué sería lo que quiso decir Vallejo en Trilce; que estudiaba por gusto el alfabeto griego y leía a Kierkeggard; que era, en suma, un Aintelectual@ desde los diez o doce

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años, pero un intelectual que no cabía en la definición que suelen dar los padres burgueses a los niños retraídos o Araros@, antes de resignarse a pensar (o alegrarse de) que terminarán en el seminario. Era mucho más introvertido que sus compañeros y su vida interior incomparablemente más rica. Le costaba trabajo ocultar su sentimiento de superioridad sobre sus amigos en muchas cosas, pero era muy respetuoso de las opiniones y gustos de éstos y muchas veces los elogiaba generosamente, pero era irónico, implacable con las incoherencias. Yo sufrí muchas veces su acerada lengua y de ahí extraje múltiples enseñanzas. Cuando estudiaba en la universidad, algunos profesores farsantes y sedicentes Afilósofos@, lo temían como al diablo, pues él les pillaba la cola y les hacía ver que su aparente sabiduría, por ejemplo, no era más que unos cuantos lugares comunes sacados de los libros de Will Durant. Al contrario, respetaba y admiraba profundamente a los verdaderos sabios que teníamos a veces como profesores, pero sin dejar de ejercer su sentido crítico, que nunca abandonaba, pero que nunca fue arbitrario ni gratuito. No le costaba demasiado trabajo llegar en poco tiempo a superar los conocimientos de muchos de sus profesores. A raíz de la publicación de sus poemas, hice una breve reflexión sobre el lugar de esta poesía en la historia de la colombiana, que a lo mejor valga la pena de incluir aquí.

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Naturalmente, el hecho de que durante más de veinte años los poemas de Rodríguez Romero hubieran permanecido inéditos hace que no se haya podido reconocer, por la escasa crítica solvente, el destacadísimo lugar que ocupa en la historia de la poesía colombiana contemporánea. Además, tampoco se ha hecho ésta de forma coherente y sistemática. Pero podría anticiparse que, frente a destemplados desafíos, vulgaridades más o menos existencialistas, prosaísmo con pretensiones épatantes, irreverencias caricaturescas, descuido y desaliño verbal, tan de moda en los años sesenta y aún después, esta poesía seria, precisa, fina, elaborada y culta, pero sin barroquismos ni alambicamientos, continúa y amplía, en su brevedad, una corriente escasa pero esencial y además espléndidamente representada en Colombia por un Cote Lamus, valga el ejemplo: la de la poesía alejada de estridencias y cercana a la sentenciosidad filosófica sin perder su temple lírico; una poesía que no quiero llamar Anórdica@ (en el sentido en que el término puede aplicarse a poetas como Gustavo Adolfo Bécquer o el propio Luis Cernuda, pero no a León de Greiff, por ejemplo) pues, aunque el término sirva para definir sus distancias con respecto al Adesmelene@ del Asur@, no hace más que señalar imprecisamente una de las cualidades, si bien importante, de esta poesía: su rigor lingüístico, su contención y sus reminiscencias clásicas y germánicas o sajonas. Pero el

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término podría interpretarse tal vez en el sentido de una cierta sequedad rítmica o musical: nada más alejado de la verdad. )Hay más hermosa sinuosidad rítmica que la contenida en la secreta música de un verso como Dentro de pocos días será otoño en Virginia, y en tantos otros de Cernuda? También el verso de Rodríguez Romero es íntimamente armonioso, eufónico, ajustado como la piel a un Acontenido@ que nunca podría expresar en prosa sin vulgarizarse. Valga el siguiente ejemplo, a mi juicio el mejor de Jorge: Volver contigo a Nauplia sería como encontrar terminada ya la obra que una tarde, vencidos por el hastío y el cansancio, rebasada ya la voluntad y la esperanza, entregamos a la iracundia minuciosa de las llamas. Sería abolir para siempre el recuerdo ignominioso de aquella hermosa tarde de verano en que la soledad y la tristeza humillaron mi furtivo goce cuando me sorprendí paseando a solas ocultando el cobarde vacío de mis manos y mi boca entre la estrecha blancura de sus calles Bcon todo el mar, con todo el mar de Nauplia en torno [mío.

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Toño Roda • Prefiero hablar de Toño Roda que de Juan Antonio Rodríguez Roda Compaired. El primero es mi amigo, el segundo, una figura pública, un artista muy conocido en Colombia. En algún momento yo llegué a la conclusión de que la amistad era una flor que crecía y se mantenía más en Colombia y tal vez en América Latina Bel inevitable Borges dice que es la mejor pasión argentinaB y que era algo diferente en los países que yo más conocía, España y, desde luego en Estados Unidos (donde podría ser posible que no se conozca el concepto), algo menos fuerte, menos profundo. Pero después me di cuenta de que me había olvidado de que Toño Roda es español. Tan colombianizado está Bo así lo creemos muchosB, después de medio siglo de vivir en el país. Nos conocimos recién llegado yo de hacer mi doctorado en España, en la Universidad de los Andes, donde ambos comenzábamos como profesores. Desde entonces, hace ya unos cuarenta años, somos amigos. Compartimos todo lo que la amistad hace compartir: nos veíamos casi todos los días, él era el primero en leer mis manuscritos, yo, uno de los privilegiados que podía ver sus cuadros antes que los demás, nuestros hijos se criaron juntos, teníamos amistades comunes, bebíamos,

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hablábamos y trabajábamos juntos. Esto duró unos diez años, hasta que yo me marché a Estados Unidos y luego a España. Pero nuestra amistad ha seguido a través de los años, y cada vez que yo voy a Bogotá, una de las primeras personas a quien voy a ver es a él y cuando él viene a España yo soy uno de los primeros a quien llama. Toño me ha enseñado muchísimas cosas, pero tal vez la mejor lección que me ha dado es la de que un creador tiene, por fuerza, que ser generoso consigo mismo y concederse un tiempo sagrado. Por muy atrayente o exigente que sea el oficio o la profesión que uno tiene que desempeñar para vivir Bsi, como es usual, no coincide con la labor creadoraB, siempre hay que dar prioridad al tiempo Ade uno@, a las Acosas de uno mismo@. Esa es una de las consecuencias de la vocación creadora. En ese tiempo, como dije, los dos éramos profesores en la universidad, pero él, después de su clase se encerraba a pintar, mientras yo me obligaba a sobrepreparar clases, a corregir trabajos que tal vez innecesariamente exigía a los alumnos, a devorar la última e, la mayor parte de las veces, inútil bibliografía, etc. Y robaba horas al sueño, a la familia, a la diversión para escribir mis cositas. Es indudable que mi vocación de creador no era una pasión avasallante como la suya. Y vaya si se nota.

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Toño es un tipo muy inteligente, además de ser una sensibilidad artística y literaria superior. No ha podido nunca contar un chiste sin estropearlo, pero sus observaciones sobre casi cualquier cosa, así puedan parecer arbitrarias, casi siempre son certeras. Y yo las oigo con mucha atención. Es decir, que todavía aprendo de él. Pero lo más importante es que me permitió ser testigo de su creación durante mucho tiempo. Yo veía sus cuadros recién empezados, a medio terminar, terminados. Tengo varios de ellos, que su generosidad me obsequió. Hizo esos maravillosos retratos al carboncillo o pastel de toda mi familia. Y un espléndido retrato mío (1972) que, hoy, contemplo como un Dorian Grey al revés (es decir, lo normal: el retrato resplandece; el modelo desfallece). Por otra parte, un libro mío, La elegía funeral en la poesía española, inspiró en parte la espléndida serie ALas Tumbas@ (1963), de la cual yo poseo, con gran orgullo, la azul y sombría de Miguel Hernández. También, cuando pintó la serie ALos Felipes@, dedicada al retrato de Felipe IV de Velázquez, el cartel anunciador incluyó un soneto mío. No pretendo, desde luego, hacer ningún tipo de comentario crítico sobre su pintura, pero sí decir lo que me parece una de sus mejores cualidades Bme refiero a su obra no figurativaB: los planos, las profundidades, esas extrañas figuras no figurativas, ese lirismo del color, esas esplendideces de albas o crepúsculos Bsin ser tales, claro estáB, esas

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flores Bque no son flores, claro estáB, a veces violentas, a veces líricas nos llevan al misterio, pero a un misterio no siniestro ni apabullante, sino más bien a un misterio luminoso Baún a pesar de lobregueces y oscuridadesB que yo no sé si de alguna manera comparar con lo que Adecía@ el Greco en sus cielos, o incluso el Murillo de las maravillosas nubes y cielos Bno el de las vírgenes, en algunos casos decididamente cursisB. Pero no quisiera meterme en berenjenales en los que no piso seguro. Volveré a referirme a Toño y a su peculiar fe en Colombia, en otro capítulo.

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Pablo Solano Yo pienso muchas veces que, si bien Toño Roda es como mi hermano mayor, Pablito Solano es como mi hermano gemelo, sin que esto implique que yo ose comparar mis modestias con sus talentos (y lo digo en serio, a pesar del lenguaje que empleo). Los dos son mayores que yo, pero eso no importa. Pablo y yo somos boyacenses. Él, de Paipa, yo, de Tunja y Toca. Creo que nuestras familias de alguna manera están emparentadas, como muchas del patriciado boyacense. Pero los dos vivimos fuera de Boyacá y de Colombia Bél tal vez de manera más espiritual e intelectual y yo más literal y físicamente B desde hace muchísimos años.

Pasaba yo unas vacaciones en una casa que mi familia había alquilado en Paipa, justamente cuando había terminado el bachillerato y me disponía a ir a la universidad, a estudiar Derecho en el Colegio de Nuestra Señora del Rosario, al no saber qué otra cosa hacer y creyendo que el Derecho era la oportunidad de leer literatura e historia, que era lo que a mí me gustaba. En la Nochevieja, mis padres dieron una fiesta, a la que invitaron a sus conocidos de Paipa. Yo, en ese tiempo, estaba medio trascendental, leyendo la poesía de García Lorca, cuyas obras completas

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me habían regalado, mirando por encima a la gente y procurando mantenerme alejado de ruidos mundanales. Pero la curiosidad era mayor, y bajé a la fiesta. Me situé en un rincón, huraño y despreciativo, con vaso de whisky Bya era bachiller y por tanto podía beber alcohol públicamente y no a escondidas como lo había hecho hasta entoncesB en la mano. Pero mi madre, siempre alerta, vino y me dijo: AVen a conocer a Pablo, que acaba de llegar de París@. Ante ese nombre mágico, ante ese conjuro, yo no me pude resistir. Como musulmán ante la Meca, me postergué mentalmente y la seguí hasta un hombre joven, de mi estatura Bes decir, no muy altoB, peinado de una manera absolutamente artística y/o intelectual, y con una sonrisa encantadora, entre ingenua y maliciosa, pero no boyacense, sino de sorna e inteligencia. Yo abandoné mi taciturnidad, mis reservas y comencé a hacerle preguntas. Quienquiera que conozca a Pablo sabe que es el más divertido, inteligente e insinuante mimo, que posee un refinadísimo sentido del humor, una mezcla tal vez de boyacense y parisino, y que habla con un dejo de sabias pausas y arrastres de los finales de la frase, tal vez de un mal disimulado origen francés, como el de algunos arquitectos viajados por Europa, pero que no se deja de reconocer como superpuesto a una base andina. Yo creo que me reí toda la noche de sus conatos mímicos de tías y orejones, vaso tras vaso de whisky, hasta que él me preguntó que qué pensaba estudiar. Yo me puse serio y le

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contesté que Derecho en el Rosario. Su rostro fue una película de incredulidad, casi asco, horror, desprecio. ANo seas bruto@, dijo, Anooo, no hagas esa vaina. Los abogados son como tu tío Perico, usan sombrero duro y se les sale el pelo por debajo Bpuso la exacta cara de abogado boyacenseB y siempre están tratando de joder a alguien@. Se puso muy serio. ANooo, eso es muy grave@, añadió como si se tratara de un cáncer. Yo entendí. APero es que entonces no sé qué hacer@, dije. ALo que tienes que hacer es salir de aquí e irte a Europa.@ ASí, pero mientras tanto...@ AMira: han fundado una universidad nueva, que parece como chusca...@. En medio de mi borrachera, al amanecer, cuando todos los invitados se habían ido, yo gritaba por toda la casa: A(Me voy pa Europa!@ La perversa de mi hermana, hija de su padre, me preguntó: A)Ah, sí, y cómo?@ Yo contesté: A(Pues a nado!@ Y ella comentó: AEso, a nado, a nada@. Por lo pronto, entré estudiar Economía en la Universidad de los Andes. Pero esa es otra historia. Sin embargo, debo consignar aquí que debo a Pablo al menos el no haber perdido todo el tiempo necesario para haber mandado a alguna parte el Derecho y haber pensado en hacer otra cosa. Más fácil me fue mandar a l c... la Economía unos meses más tarde. Pablo siempre se estaba yendo a París. Mejor dicho, siempre estaba regresando a París, al cual hacía unas referencias que confirmaban plenamente mis más atrevidos sueños del paraíso. Con Pablo, mi primo, el

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músico Germán Borda, y yo, pasábamos interminables noches alcohólicas de risa, de sueños, de charlas, en las cuales nosotros, Borda y yo, aprendíamos. Por lo menos yo. No vi lo que hacía Pablo como artista hasta mucho más tarde. Miento. Si vi, en casa de sus tías unos dibujos juveniles absolutamente perfectos, que Pablo despreciaba. Pero su obra Aseria@ no la vería hasta mucho más tarde, al terminar mis estudios en España y volver a Colombia. Me imagino que esa exposición de Pablo fue por ahí en 1965 o cosa así.

Yo, francamente, era absolutamente lego, como se dice, en el arte moderno. Mejor dicho, en el arte no figurativo, pero especialmente en ese arte que guarda relaciones con el surrealismo, el grafismo automático, el dibujo y la pintura completamente libres. Mientras estaba bastante familiarizado con la literatura de este tipo, debo confesar, para mi vergüenza, que apenas me había ocupado del arte. En España había muy poco en esa época, y yo estaba mucho más interesado en Goya o Velázquez. Me resultaban muy raros los minuciosos y diminutos cuadros que más parecían regueros de hormigas, gotas de tinta esparcidas, pero que, después de mirarlos mucho, uno iba descubriendo sugerencias, Afiguras@, orden en el aparente desorden. Más adelante, en una visita que le hicimos en su refugio paipano, con su gran ventanal sobre las aguas del

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lago Sochagota, nos mostró lo que estaba haciendo y mucha de su obra no vendida. Yo me enamoré de uno de los cuadros que, por un generosísimo precio de amigo, pude adquirir. Se trata de una tabla sobre la cual se revelan trozos de textos coloniales y viejos mapas, tal vez, carcomidos, rasgados, apenas insinuados en una maraña de caminos, líneas, grafismo, de color blanco con algún levísimo toque rosa y desgarrones que dejan a la vista la madera. A mí se me antoja una especie de alegoría de la Conquista y la Colonia, en su desorden, en su contradicción de texto (la razón europea) rasgado y carcomido (el tiempo) y la maraña de la jungla americana (pero no se crea que ello está representado). Yo no soy crítico de arte, ni nada por el estilo. Soy un mero veedor, alguien que busca la emoción, con lentitud, con precaución. Creo que mi sensibilidad está bastante relacionada con la racionalidad y que no procede sino raramente por revelaciones sino por exploraciones. Pero eso no viene al cuento. El desprecio y la repugnancia de Pablo por la deplorable Colombia actual, se mitiga, creo yo, por un interés por lo precolombino, el mundo preeuropeo, algo que está detrás de todos nosotros y que no acabamos de entender. )Qué es eso que hay en los crepúsculos boyacenses, qué es esa melancolía que parece salir de paisajes brumosos, de chorotes ahumados, de ruanas oscuras y veladoras, de ojos tristes y rostros cetrinos? )Qué

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dioses, qué prodigios, qué misterios hay en los recovecos de la cordillera de los Andes, entre la niebla, al frío amanecer?

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Amalia Iriarte Amalia también es pintora. Comenzó como pintora naïf, y se especializó en curas, monjas, brujas, . Luego se dedicó más en serio a la pintura, perdiendo tal vez algo de frescura, pero ganando en sabiduría. Pero la verdad es que Amalia es muchas cosas, fina sensibilidad literaria, inteligencia despierta y aguda que la ha llevado a la filosofía, escenógrafa original y divertida, y, por lo que unánimemente dicen sus discípulos, que los hay muchos y en varias partes del mundo, una extraordinaria profesora de literatura, arte, teatro. Sus libros sobre el teatro de Shakespeare y sobre el de Valle Inclán son espléndidos, claros, inteligentes, reveladores. Pero, además, Amalita es una de las personas más divertidas y ocurrentes que he conocido, certera en la crítica, tal vez un poquillo quisquillosa y desconfiada; maestra de baile tropical, especialmente el son cubano, y alma de fiestas tanto como de discusiones de alta intelectualidad. Hace muchos años, cuando regresé al término de mis estudios de doctorado en España, Amalia era alumna de la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de los Andes y le tocó aguantarme como profesor en varias asignaturas varios años. Pero esa relación de profesor a alumna se fue haciendo una amistad inter aequales, amistad que nos ha llevado a

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vivir juntos muchos inolvidables avatares de la vida y que se conserva firme, inconmovible a través de más de treinta años. (Tantas veces su hombro me sirvió de apoyo y consuelo en mis errores! Y yo siempre estuve allí para animarla en sus vacilaciones o temores. Siempre que pienso en Colombia y empiezo a desgranar el rosario de las lamentaciones y las rabias, me digo que, si en ese país hubiera mucha más gente como Amalia Iriarte, otro gallo (y no un chulo) nos cantaría. Como toda persona de bien en ese país y en esa época, Amalia fue revolucionaria. Mejor dicho, ante la explotación, el caos, la injusticia, la corrupción creyó Bcomo tantos creímosB lo que era casi obligatorio creer: que nuestro deber de intelectuales, de personas, de artistas, de escritores o de profesores era el compromiso artístico, literario o predominantemente político. Participó en luchas populares, escribió y pintó bajo la más firme convicción revolucionaria, para luego darse cuenta, como nos dimos casi todos, de no éramos nosotros los más indicados para ello y que esas actividades nacidas de deberes asumidos (aunque fuera muy gustosamente), sólo nos hacían más mediocres de lo que podíamos ser en otras circunstancias. Yo no estoy seguro de lo que pensará Amalia ahora mismo, pero al verla dedicada a terminar sus estudios superiores de filosofía, al verla pintar con tesón y pericia, al ver los libros que ha escrito últimamente, no puedo dejar de pensar que ha elegido un camino que, si a

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lo mejor no es el que más le corresponde, se acerca a éste más que todos los demás a su alcance. Con Amalia, dije, pasamos creo que dije avatares inolvidables. Nuestros corazones se disparaban y uno siempre sabía que, al final del agitado día (o noche), ahí estaba el otro presto a la confidencia, a la necesaria objetivación y, sobretodo, a la solidaridad. (Ah tiempos! Ahora, después de tantos años, reímos socarronamente recordando. Éramos jóvenes, éramos colombianos, eran otros mundos, los caminos anchos (pero siempre poníamos los pies en ellos mirando hacia atrás, recelosos, maleducados, tarados). En algún momento, yo pensé (y dije) que las amistades hétero sólo podían ser sexuales. La entrañada amistad entre Amalia Iriarte y el que esto escribe contradice frontalmente ese error machista.

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Alfredo Ramón. Quiero incluir en el presente y modesto homenaje a mis amigos más queridos a este recio y áspero castellano de pura cepa, ejemplar antológico de la castellanidad, con sus virtudes y sus defectos, con quien he compartido casi treinta años de trabajo, muchas experiencias únicas y muchas fraternidades, coincidencias y diferencias de opinión. Alfredo es también pintor. Un pintor apasionado y tozudo que pinta, llueva, truene o relampaguee, como dicen en Colombia, siete u ocho horas diarias sin parar (cuando no tiene que atender su panem lucrando, porque ya se sabe que de la pintura sólo unos pocos viven, y aunque él lo intenta casi con desesperación, se ve obligado a enseñar Historia del Arte, cosa que hace con igual o parecida intensidad). Decía antes que Alfredo Ramón es un ejemplar antológico de la castellanidad más acendrada, lo cual quiere decir que el tacto, la delicadeza, la sutileza son bastante escasos en su trato (aunque, desde luego, sí que aparecen en su pintura). Alfredo apenas saluda, casi ni se despide, cuando le presentan a alguien, estira la mano, mira para otro lado y gruñe algo ininteligible para a continuación ignorar totalmente al presentado, no cede el paso a nadie ante las puertas, y asusta a las

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palomas con su enfática vozarrona castellana. Jorge Plata, el actor, que es gran amigo de Alfredo, lo llama AEl viejo león@. Pero Alfredo habla. Interminablemente, sobre lo que sea, diciendo muchas veces cosas muy sensatas e inteligentes. Es una de esas personas cuya clave es el YO mayor13. La mayor parte de sus conversaciones llevan indefectiblemente a una experiencia personal, a un recuerdo o a una anécdota en la que él es el protagonista . Como es un hombre inteligente y culto, cuando no divaga, sus observaciones (sobre todo en arte) son muy certeras, originales y pedagógicas. Por ejemplo, es muy interesante oírlo hablar de la materialidad de la pintura, de telas, pigmentaciones, colores, técnicas, pinceles, etc. U, otro ejemplo, cuando está en vena, resultan muy emocionantes e instructivos sus comentarios sobre pintura. Recuerdo, entre otras, nítidamente, su magistral lección sobre los cuadros de Valdés Leal en el Hospital de la Caridad de Sevilla o una conferencia sobre las manos en Velázquez. Hombre de recias convicciones, Alfredo es visceralmente opuesto a la noción de cambio. Casi todo lo moderno es una mierda, la invención del teléfono, un incordio; jamás en su vida ha hecho una fotografía, ni ha encendido la radio (la música no es en absoluto una de sus aficiones, y se comprende al oírlo intentar cantar algo). Y no hablemos de ordenadores, 13

El otro día oí a un escritor español decir que a él, de niño, lo llamaban AAmime@, porque así empezaba

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teléfonos móviles, etc., con él. Sin embargo, su inteligencia y su sensibilidad le impiden ser lo que en España se llama un Afacha@. Está muy lejos de tal cosa, hasta tal punto que alguna vez se me ocurrió definirlo como un Aanarquista de derechas@ . Admira con pasión el buen arte moderno, y está en total desacuerdo con los nuevos caminos de los happenings, performances, etc. También es un hombre muy presumido y vanidoso, que se viste como se supone que se visten los marqueses y que jamás ha usado una prenda interior que no sea de algodón, una corbata que no sea de seda, una camisa que no haya sido confeccionada para él, una chaqueta que no sea de lana, bajo un abrigo de cachemir. Uno tiene a veces la tentación de ver el contraste entre algunas rudezas de su trato y la buscada elegancia de su atuendo. Hay muchas cosas que hacen que quienes lo conocemos bien, sintamos un profundo afecto por él, pero aquí cito sólo dos: en primer lugar, su sentido de la amistad. Mi confianza en su amistad es total y puedo poner mi mano en el fuego al afirmar que jamás cometería una traición y que siempre está dispuesto a apoyar a sus amigos; en segundo lugar, su

todas sus frases: AA mí me...@

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nobleza (es, lo que llamaría un castellano, un Anoblote@); estoy convencido de que jamás ha dicho una mentira ni ha engañado a nadie. Otra cosa importante es su afición a la buena mesa Bpero una buena mesa acorde con su personalidad. Nada de Amariconerías afrancesadas@ para élB, los buenos vinos y las mujeres jóvenes Bes lo que se llama un Amacho ibero@ que siempre intenta la seducciónB. Yo debo decir que Alfredo me ha enseñado mucho, que yo, pobre provinciano del Tercer Mundo cuando llegué a España, aprendí muchas cosas de España, su arte, su geografía, su comida, sus vinos por él. Ah, y aprendí, entre otras cosas, a no usar calzoncillos que no fueran de algodón cien por ciento. Su pintura se caracteriza, en lo temático, por un número reducido de intereses. Es, principalmente, un pintor madrileño, cuyos ojos se fijan más que todo, en viejas fachadas de la ciudad, en calles, casas, rincones; también ama los pueblos con arquitectura tradicional, viejas iglesias, casas pintorescas; él estima especialmente sus dibujos de muchachas (eso sí: jamás pintaría a un hombre desnudo). A mí, y ya digo que sin pretender ser ni un crítico ni un gran conocedor de pintura, lo que más me gusta son sus cuadros evocadores, nostálgicos, que tratan de apresar algo que se va o se ha ido, en una fachada, en una calle, en la puerta de un vieja taberna o librería. Yo le compré hace años, un cuadro de una puerta madrileña en azul sobre una pared amarillenta, lleno de encanto nostálgico. El manejo

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del color y de la luz es notable en sus pinturas y a mí me parece que está al servicio de ese Asignificado@ nostálgico del que hablé antes. Su trabajo es muy esmerado, sólo utiliza materiales de primerísima calidad y, como dije antes, ama su oficio y lo practica con gran tesón14.

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Muy recientemente, en su última exposición, he visto un paisaje toledano de una belleza, un poder evocador y emocionante verdaderamente admirables. Yo no creía que el paisaje pudiera, en estos tiempos, ofrecer tanta maravilla.

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Parodiando a no sé quién que dijo que Picasso no tenía psicología, yo suelo decir que Alfredo tampoco la tiene. A él no le afectan como a los demás, en su trato, ciertas sentimentalidades, ciertas consideraciones. Yo no digo que no tenga afectos. Sé que los tiene. Pero él subordina casi todo a su pintura, y siente horror por cualquier clase de debilidad. Un tipo que se cae de un escenario, se rompe tres costillas y esa misma noche está bailando en una fiesta, para que nadie pueda decir que es débil, es una persona muy especial. Últimamente, por razones de salud Baunque es fuerte como un toro y, con más de setenta, goza de una fuerza, un ánimo y una condición general muy buenosB, ha dejado el alcohol y las comidas copiosas. Pero fueron muchas las botellas de vino, los dry martinis, los steacks, besugos a la espalda, fabadas, etc., que nos comimos juntos; fueron muchas las madrugadas que nos vieron bailando como desaforados; fueron muchas las aventuras de toda índole en que participamos. (Ah tiempos!

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N. N. Una vez conocí demasiado tal vez a uno, del que fui descubriendo tarde y lentamente que era la peor persona que se había atravesado en mi vida: mezquino, ruin, interesado, egoísta, arbitrario, perverso, lacayo, traidor, chismoso, lo que llaman popularmente un hijo-de-puta de ésos que, como dicen en mi tierra, no nacen sino que se hacen. Este individuo, hecho de loca y bujarrón, sin embargo era de un ingenio, una inteligencia natural y un talento musical nato realmente admirables. Su ingenio, aliado a su sentido lingüístico, a sus dotes de mímica de los defectos de los demás, junto con su perversidad y mala índole, hacían de él un personaje temible, escarnecedor, crudelísimo... pero jamás me he reído más en toda mi vida que con sus infinitas maldades y terribles burlas. Eso fue lo que hizo que yo By otros muchos (y sobretodo muchas)B no sólo lo toleráramos sino que buscáramos su amistad. A pesar de que no ignorábamos lo infinito de su egoísmo, los momentos de absoluta hilaridad que nos proporcionaba eran inolvidables. De verdad, hasta entonces nunca había pensado yo en el fenómeno de la risa. Con éste individuo lo de la risa es que era demasiado, como dicen los españoles. Uno empezaba a reírse con el primer estímulo y poco después se encontraba desternillándose, como dice el diccionario. Eso sí me había pasado antes. Pero poco después me encontraba con que no podía parar de carcajearme: el estómago me dolía, no podía respirar,

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sentía que ya no podía más y temía, y lo digo muy en serio, que me iba a reventar. Nunca antes había sentido esta sensación y nunca después la he vuelto a sentir. El individuo éste era verdaderamente genial en eso; es decir, era un gran actor, aunque frustrado, un verdadero artista malgastado en caricaturas inmisericordes y magistrales, pero para una pequeña parroquia. Después, como pasa muchas veces, la vida fue sacando de él lo peor, y haciendo que lo mejor se fuera como escondiendo bajo una capa de rencor y odio revenido que lo hacía muy desagradable de aguantar. Murió víctima de su propia promiscuidad, a manos de eso que llaman el "azote del siglo". Bebimos muchas botellas juntos. Pueden existir gentes casi infinitamente malas, pero también casi geniales. A veces pienso que lo que he hecho aquí es darle patadas a un cadáver. Pero eso no me importa demasiado y, además, de alguna manera, y yo sé lo que me digo, esas patadas son también para mí mismo.

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ESCRITO EN 2000. 1: EN ESPAÑA

MAYO Vistos desde aquí, los países americanos ofrecen una impresión deplorable. Con esto no estoy diciendo nada nuevo, claro está. Ya sabemos: narcotráfico, guerrillas, ejércitos golpistas, fraudes, robos, asesinatos, falacia política, ruina económica, injusticias inadmisibles, miseria, opresión, imperialismo, etc., etc. Eso sí, un Tercer Mundo, antes del Cuarto (África, ciertas regiones de Asia...). Lo malo es que no se ve una solución clara a plazo razonable. A lo sumo, un milenarismo confuso, un futurismo lejano, providencialista, fideísta e inconcreto que no consuela mucho. Yo he conocido a algunos con fe verdadera en América Latina, en Colombia, por ejemplo. Siempre recuerdo a mi malogrado maestro literario, Ramón de Zubiría, cuya fe colombianista era impresionante y a ratos conmovedora (en lo que mi escepticismo consideraba ingenuidad). Pretendía ser objetiva, histórica. También pienso en mis hermanos, Álvaro y Ricardo, pero me temo que, en parte, su mirada sobre el país se halla (en su aspecto positivo, que sé que, de diferente manera, esa mirada lo tiene) muy influida por el hecho de que viven y trabajan allá y no se pueden dar el lujo de verlo todo mal. Mi querida Laura Restrepo, la novelista, afirmaba, hace pocos días, un optimismo (que ya le conocía), una fe en la gente, en los pobres colombianos víctimas de las violencias, los atropellos, las injusticias, pero también en aquellos que ostentan una dignidad popular –entre otras cosas, por transgresora de la convencional burguesa, como

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la de las putas de Barranca, de su novela La novia oscura– , que yo iba reconociendo, con inquietud, con incomodidad, como la antigua fe perdida de mi juventud. Laura hizo tambalear mi escepticismo, como digo, de modo inquietante. ¿Será verdad que eso que Laura –y otros– ve, ven, y que yo sé qué es, podrá resistir? ¿Es verdad que hay una buena parte de colombianos –y latinoamericanos– que inspira esa confianza, que alimenta firmemente la esperanza, esa legítima fe? Claro que sí. No, mi escepticismo no se refiere a ellos, a pesar de que con culpable frecuencia los olvide. Pero hay otra buena parte de colombianos –y de latinoamericanos –, a los cuales hay que sumar multitudes de víboras y tiburones extranjeros, que justifican con creces ese escepticismo. ¿Se puede sentir fe en el triunfo de los primeros en un plazo de tiempo no utópico? Desgraciadamente, no hay demasiados argumentos para creer en ese triunfo desde aquí. Estas líneas las escribo poco antes de viajar a Colombia. Me prometo tratar de mantener una mirada más abierta. {

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Las oleadas de inmigrantes latinoamericanos (ahora son los pobres ecuatorianos: no hay día en que no se vean por las calles de Madrid a muchos de ellos buscando trabajo o ejerciendo los oficios más humildes y difíciles15) no son vistas aquí con la suficiente atención. Ahora el fenómeno es al revés con respecto a la emigración de españoles a América desde la Conquista. Ya hay (hemos) muchos 15

El otro día, en una mercería, había un muchacho obviamente latinoamericano que estaba comprando medias de seda y esos cojincitos que se ponen en las hombreras. Cuando se fue, la vendedora le contó a mi mujer que ella era la proveedora de jóvenes peruanos que trabajaban de travestis en la Casa de Campo. Algunos de ellos, usaban, entre otras cosas, pegados a las medias, los cojincitos para lucir las piernas más femeninas y torneadas.

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españoles de origen americano (antes lo que había era americanos de origen español). Mis nietos son “mestizos” al revés, por ejemplo: hijos de inmigrante con nativa. Argentinos, cubanos, chilenos, peruanos, ecuatorianos, colombianos...( No sé si es verdadera mi impresión de que hay muchos menos mexicanos, venezolanos, bolivianos, paraguayos. No sé por qué). En todo caso, creo que, en unos cuantos años, la población española, con toda la inmigración africana, asiática, latinoamericana se irá transformando, en primer lugar, físicamente. Y toda Europa. Los negros u orientales holandeses o franceses, por ejemplo, no son ya raros, como puede verse en los equipos de fútbol. Ya negro no es africano ni blanco, europeo. Algún español, de un tipo bastante abundante, cuando hablábamos de la creciente inmigración, me dijo con despecho: “Lo que no quedará serán españoles”. ¡Qué maravilla!, me dije yo pensando en tipos como él (después me arrepentí, pero qué bien que llegue a haber menos cabrero/cabrones castellanos, por ejemplo, y más dulces hispano-ecuatorianos –¿sí serán dulces los ecuatorianos?). Pero a lo que iba es que, para mí, como para muchísimos otros, la Europa que cada día más va siendo esta Europa de ahora, no es la Europa “de siempre”. Esa Europa que cada día es más unitaria económica y políticamente, pero multirracial, multicultural –sin embargo, profunda, extensa y progresivamente colonizada por la cultura norteamericana–, multilingüe, que, además del francés, el alemán, el español, el inglés, etc., también habla dialectos africanos, árabe, chino, vietnamita y hasta quechua –aunque éstos, me parece, desaparecen con relativa rapidez, devorados por el inglés, el francés, el alemán...–; que, además de a Jesucristo, reza a Mahoma, Buda, y quién sabe a quién más; que además de rubia o morena también es negra o amarilla; cuyos habitantes no comparten un pasado más o

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menos común (con todas las relatividades); que ya no es sólo Norte y Sur (Atlántico y Mediterráneo, germánica, sajona, latina...), que ya no es Occidente, en una palabra, no es aquella seguramente idealizada que muchos europeos y sus descendientes, que muchos habitantes de otras zonas alejadas del mundo tenían como inspiración, como faro, como oriente (y me excuso por el juego de palabras), aquella que los griegos y romanos, la Edad Media, el Renacimiento o la Ilustración, entre otros ingredientes, configuraron y definieron. Seguramente esa Europa nueva es para muchos incluso más justa, más plural, más democrática, etc., que la clásica, pero es otra. Y yo, y no tengo reparos en escribirlo, quería y quiero a la que va desapareciendo. Me pregunto qué es, para mí, esa Europa que va desapareciendo y que sólo quedará, me temo, en los museos y en las ruinas más o menos bien conservadas. Se pueden decir tantas cosas, cosas convencionales, hablar del arte, de la filosofía, de la literatura, el derecho, la civilización occidental (y cristiana), etc., etc. Lugares comunes aunque contengan grandes verdades (o tal vez por eso mismo). Como latinoamericano descendiente de europeos –bueno, españoles...– (según mis orgullosos antecesores, sin mezclas de negros o indios, lo cual creo que no sólo era y es más importante para ellos que para mí, sino que estoy dispuesto a aceptarlo como una carencia), yo no puedo pensar y sentir de manera diferente a como (posiblemente) piensen y sientan los europeos: me conmueven los mismos poemas, reconozco a sus dioses espirituales (mucho más que a los vegetales o animales de otras culturas, lo que, es verdad, creo que es una lástima y un demérito para mí) , mi paladar exulta con un buen vino –y no con la chicha, el pulque o

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el pisco–16... Pero eso no es Europa, lo comprendo, o por lo menos eso no es lo más importante de Europa.

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Sin embargo, los ritmos africanos, pasados por el Caribe, por ejemplo, me llegan mucho más profundamente que waltzes, polkas y jotas.

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Europa es una manera de ver, de sentir, de estar, de pensar, con la cual muchas veces no estoy de acuerdo y lamento no poder reemplazarla por otra probablemente más atractiva, justa, natural... Pero sé que para mí es imposible escapar del racionalismo, del concepto cientificista de la realidad, por ejemplo, aunque me doy perfecta cuenta de que el pensamiento mítico o precientífico –o postcientífico– puede ser más adecuado en según qué circunstancias. Permítaseme citar un ejemplo, sobre el que he reflexionado: cuando un europeo –un profesor belga, por ejemplo–, lee, pongamos por caso, el cuento de García Márquez “El ahogado más hermoso del mundo” y se encuentra con que una vieja, al contemplar el cuerpo del ahogado “con menos pasión que compasión”, suspira y dice: –Tiene cara de llamarse Esteban, lo normal sería que el supuesto profesor dedicara una más o menos sesuda investigación al significado, simbolismo, historia, asociaciones (ejemplificaciones, diría un lingüista), etc. del nombre Esteban, y lo relacionara, por ejemplo, con el protomártir cristiano San Esteban o con un rey inglés, o con los doce papas de ese nombre. Tal vez se podría de alguna manera relacionar al Esteban, el protomártir precursor del cristianismo, expulsado de Jerusalén y lapidado (Hechos de los Apóstoles, 6-7), con el ahogado caribeño que transforma el pequeño pueblo17. Pero lo importante, a mi juicio, es que el acto de nominar al ahogado nace de una intuición mítica, es decir, sin explicación científica posible y que realiza un ritual de la solidaridad: A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para 17

Pero tal relación sería al menos baladí, innecesaria y poco comprensiva. Sin embargo, véanse las notas a la edición de Cien años de soledad en la Editorial Cátedra (Madrid).

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comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. (...) El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban Bueno, yo creo que estoy más cerca (y lo lamento) del hipotético profesor belga, es decir, que mi primera reacción sería la de intentar una explicación racional o cientificista, aunque comprenda a posteriori el carácter mítico y cartesianamente inexplicable, por tanto, del bautizo. No sé si el ejemplo es apropiado o ilustrativo, pero lo que quiero decir es que, por educación, por tradición, por cultura, yo tiendo a buscar la razón detrás de los fenómenos, su causalidad, su explicación. Y me parece evidente que eso se origina en el racionalismo europeo. Pero esto es un aspecto de la cuestión. Es posible que, al escribir como estoy escribiendo, al pensar como estoy pensando, resulte bastante conservador y reaccionario, términos que me producen una gran incomodidad, ya que siempre los he considerado como negativos. Pero me temo que tendré que irme acostumbrando, tendré que irme conformando con ellos, pues cada vez más creo que me definen mejor: si preferir eso que llamamos una tradición europea, excristiana, pero con elementos muy importantes del cristianismo, agnóstica, racionalista, liberal, a un futuro cuyas características no alcanzo a tener claras, pero siento como ajeno, es ser conservador y reaccionario, pues sea. Qué le vamos a hacer. Bueno, pero la cosa es más gorda, para usar una expresión coloquial. Como bien se sabe, es que ni los ríos son lo que eran, ni la tierra es lo que era, ni el clima es lo que era, ni las selvas son lo que eran, ni los animales son lo que eran, ni yo ya no soy yo ni mi casa es ya mi casa. ¿Qué porcentaje de bosques, de selvas arrebata la sórdida

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codicia a la naturaleza? ¿Cuántos ríos está infectados en el mundo, incluyendo el padre Duero, el Amazonas, el Mississippi, el Magdalena, el Ganges, el Nilo..., el Rhin? ¿Cuántas especies de mamíferos, insectos, vertebrados, invertebrados, etc., etc. desaparece cada año? ¿Cuántas personas pensantes desaparecen sin ser reemplazadas cada año? {

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Pero, ¿entonces? Si ni Urraquia, ni Chulandia, si Europa deja de ser para ser otra cosa, el tiempo y el espacio dejan de ser para ser otra cosa, el mundo deja de ser para ser otra cosa, la vida deja de ser para ser otra cosa, tú mismo dejas de ser para ser otra cosa, ¿entonces, qué? Si esos cambios no son lo que tú deseas, ¿qué te queda? ¿Se puede vivir de modo permanente en el escepticismo, el disgusto, la contrariedad? Piensas en tantos, que, a través de las épocas, han vivido a contratiempo, a contravida, a contratodo, los que han pretendido cambiar la realidad, el mundo, su vida, o, por el contrario, los que se han conformado y han vivido en una especie de limbo, en algún tipo de refugio, de búnker, de burbuja. Y piensas que, al fin y al cabo, tampoco es tan grave y que la vida, el tiempo o la muerte todo lo cura. Pero, ¿entonces, ésta sensación de rechazo, esta especie de asco, en algunos aspectos, de repugnancia profunda y dolorosa? ¿Podrías acallar tales voces interiores? ¿Puedes vivir con la nariz apretada entre los dedos, los ojos cerrados o mirando a otra parte, cultivando tu jardín, por decirlo así? ¿En verdad todo te parece negativo, degradado, irrescatable? ¿No puedes sentir, aunque sea desde un escepticismo tolerante, una ilusión, una fe, una confianza en los tuyos? Claro, primero habría que

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definir quiénes son los tuyos, qué es lo tuyo. ¿Tu patria, tus connacionales, tus prójimos, tus semejantes...? ¿Las víctimas, las pobres gentes violentadas? ¿Las gentes de paz, la gente que piensa, la gente que crea? Pero estás convencido de que éstos no tienen posibilidades de impedir la degradación, el cambio a peor, la pérdida, es decir, que todos en verdad somos víctimas irremediables, unos más afectados, otros menos. Estás permeado por un escepticismo solidificado y sólo una piadosa envidia puedes sentir por quienes todavía creen o esperan. Entonces, ¿para qué estas páginas? ¿Escribes por una cierta vanidad, por un afán de contribuir a aclarar el mundo que te rodea, por llenar el tiempo libre, por fe en ti mismo? Podría ser por cualquiera de esas razones o por todas ellas y otras más. Pero ya sientes la sombra, el silencio, la indiferencia. Tal vez ni valga la pena el desperdicio. El uso del papel contribuye a la deforestación.

JUNIO Viene mi querido amigo, Toño Roda, con quien tantas cosas he compartido cuando vivía en Colombia. A pesar de los años, qué torrente de inteligencia, de sensibilidad. De muchas cosas hablamos, pero dos quiero recoger aquí:

1. En lo que hoy llamamos Colombia, desde antes de los españoles, ¿siempre ha sido la misma historia, es decir, violencia, injusticia, opresión de unos por otros, etc., etc.? Creo que hay que contestar que sí, que poco ha cambiado, a pesar del paso del tiempo, a pesar de innovaciones, “progresos”, etc., etc. Me cuenta Roda de un artículo de Antonio Caballero en el que alude al famoso cuento de Monterroso, el del dinosaurio (“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”),

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para ilustrar esta permanencia de la “esencia” colombiana. Muy acertado. O sea que el pesimismo que yo siento no es tal, sino realismo. Es como eso de que tantos españoles carpetovetónicos tienen un supuesto complejo de superioridad que se deconstruye –para usar la palabrita– en su inferioridad real. Con Roda, que es español, pero no carpeto, se puede de estas cosas. Conmigo, que soy colombiano, pero no creyente, también.

2. Algo que yo ya había vislumbrado y que ahora nos queda muy claro: nosotros, nuestra generación, con las diferencias de edades y de procedencias nacionales, nos equivocamos al creer que teníamos, como artistas o como escritores, una misión diferente a la de pintar bien o escribir bien, una misión redentora, directa o indirectamente política. Y después nos dimos cuenta que sólo habíamos perdido tiempo, tranquilidad y estética. ¡Malditos marxistas, aunque en tantas cosas tuvieran razón! {

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JUNIO Desde hace tiempo, desde no sé cuándo, tal vez desde el origen de esto que, en su tiempo, se llamó “Tierra de Conejos”, se planteó el problema de las partes que la componen, de los grupos humanos que han constituido lo que, para bien o para mal, a partir del siglo XII o XIII se empieza a llamar España y que los Reyes Católicos unifican en un sólo estado, en el que, sin embargo, persisten las individualidades componentes. Luego, ya se sabe, los Austrias y los Borbones imponen el imperialismo castellano sobre las demás naciones y tratan de asfixiar toda diferencia. Galicia, el País Vasco, Cataluña, Valencia son

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obligados a apagar sus señas de identidad, lingüística, cultural, económica, pero siempre, por debajo de la impuesta unidad, esas señas perviven. Luego, ya se sabe, el franquismo llevó la represión hasta límites casi inaguantables, prohibió las lenguas nacionales, costumbres, fiestas, sometió la economía y la cultura a la idea inconmovible de una España “una, grande, libre” –adjetivos todos ellos irrisorios aplicados a la triste España franquista que no era ni una ni grande ni mucho menos libre– . Con la llegada de la democracia, claro está, las naciones oprimidas reclaman sus derechos con mayor insistencia y profundidad, se fortalecen rápidamente los nacionalismos, hasta llegar a hablarse de independentismo de algunas de ellas. Se ha establecido una verdadera pugna de nacionalismos, entre los que el español –o tal vez, castellano– de corte en cierto modo imperialista, no deja de ser tal vez la clave del conflicto. En verdad, hoy en día, muchísimos vascos o catalanes e incluso gallegos y tal vez una minoría canaria no se consideran españoles y hablan de España como de un país ajeno, con el cual se puede convivir o no, según. Esta pugna a veces se intenta resolver con buen sentido (el seny catalán), pero no sin dificultades, y otras cae en la violencia y el terrorismo en sus formas más extremas (ETA). Desde luego, se plantea el problema complicadísimo del estudio académico de la historia. Hasta ahora, como se sabe, la historia había sido historia de España (es decir, Castilla), con apéndices, en el mejor de los casos, sobre las regiones históricas. Pero con la llegada del estado de las autonomías, como hoy se llama, cada región, cada nacionalidad quiso ver la historia desde su particular punto de vista y los libros de enseñanza escolar empezaron a darle más importancia a lo autonómico, a lo nacional, que a lo “español”. Y así, la Academia de la Historia, con sede en Madrid, ha denunciado excesos en este sentido, quejándose de que, por ejemplo, la palabra “España” no aparece en

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ningún momento en muchos libros de texto autonómicos. El problema es muy complicado. Me imagino que se trata de que hemos dado la vuelta a un recodo de la historia y, desde la nueva situación, las cosas no se ven igual que antes. Pero la pregunta podría plantearse en los siguientes términos: indudablemente, España, para bien o para mal, fue (y es), como la define la Constitución, una “nación de naciones”. Ahora bien, ¿desde qué punto de vista debe contarse la historia: desde el de la nación o desde el de las naciones? Tal vez si miramos a la historia de Europa, el asunto se haga más claro. Pensemos en una historia de Europa. Hasta ahora seguramente la tendencia más abundante es la de escribir historias de Francia, de Alemania, de Portugal. Aunque existen varios, y algunos, excelentes estudios de la historia de Europa como colectividad. La historia de Europa se escribió desde el punto de vista del conjunto de las regiones e instituciones dominantes, hasta el surgimiento de los modernos estados a fines de la Edad Media, cuando empezaron las historias nacionales. En este sentido, España estaría como Europa al fin de la época medieval: presenciando la definición de las naciones que antes se incluían en el conjunto. Pero el posible el paralelismo EuropaEspaña y autonomías peninsulares-estados europeos no se puede establecer fácilmente. La paradoja es que Europa empieza ahora a verse como un conjunto y no tanto como una suma de estados independientes, y así, dicho con sentido del humor, mientras España va hacia la antigüedad europea, Europa va hacia la antigüedad española.

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Existen otras muchas diferencias: yo no creo que haya hoy ningún habitante del continente (con excepción de los recién inmigrados) que no se sienta europeo, que no quiera sentirse europeo, como ciertos vascos o ciertos canarios, incluso, ni se sienten ni quieren sentirse españoles. Por otra parte, España ha creado una serie de vínculos entre sus naciones que no existen en Europa: la lengua, por ejemplo18. Este vínculo es tan fuerte, tan definitivo, que los independistas nacionalistas –con ceguera antibilingüe– saben que es una de las cosas que primero hay que romper, imponiendo las lenguas nacionales. ¿Será que el futuro va a ser que España tiene que recorrer el camino de lo que podríamos llamar la europeización medieval –es decir, la independencia de sus naciones– para llegar más tarde a una integración como la que hoy busca Europa? ¿Y la Europa integrada, qué papel jugará? Las naciones españolas, una vez independizadas –si lo hacen– y plenamente constituidas, con su lengua, su cultura, su economía propias, esquivarán a España como primera integradora para integrarse directamente en Europa? ¿Y entonces tendremos, además de los actuales países europeos, unos paisillos que se llamen Castilla, Euskadi, Cataluña, Canarias, etc.? ¿Y hasta Murcia y La Rioja? Yo no creo que vea todo eso, pero no deja de ser interesante. { 18

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Aunque sí que existió, claro está. Pero el español (o castellano) se mantiene y mantendrá más que el latín, gracias a los cientos de millones de no españoles que lo hablan por todo el mundo.

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JULIO Escribe Eduardo Galeano hoy, 1 de julio de 2000, en El País: Colombia es el país más violento del mundo. Los asesinatos de todo un año en Noruega equivalen a un fin de semana en Cali o Medellín. Se supone que la violencia colombiana es obras del narcotráfico y de la guerra entre militares, paramilitares y guerrilleros. Pero la organización Justicia y Paz atribuye la mayoría de los crímenes, siete de cada diez, a la “violencia estructural de la sociedad colombiana”. Colombia es uno de los países más injustos del mundo: 80% de pobres, 7% de ricos; de cada 100 adultos, 22 están desempleados y 55 trabajan a la buena de Dios, en eso que los expertos llaman mercado informal.

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Estoy de acuerdo en que el 70% de la violencia colombiana es estructural. ¿Y qué significa eso? ¿Que está enroscada en el interior de nuestro propio ser? ¿Es eso la estructura? Yo no me considero un hombre violento, aunque a veces... Pero esas veces en que se me salta el control, no creo que sea por ser colombiano. ¿A qué se refieren los que hablan de estructura?¿ A la organización (o desorganización) social, económica y política? ¿Desde cuándo? ¿Desde que Colombia empezó a ser “una nación a pesar de sí misma”, como dice David Bushnell? ¿Cuando el imperialismo pervierte la estructura? ¿Y los muertos de antes? ¿Y las guerras, tan crueles, del XIX? ¿Desde que los españoles llegaron y, a espadazo, a arcabuzazo, a perro, a patadas, a cristazos, conquistaron, “civilizaron” estos pagos y los dejaron así, encomendados al Sagrado Corazón de Jesús y al propio Satanás? ¿Desde antes, desde que los caribes, o los pijaos, o quienes fueran asaltaban, descabezaban, y se comían a sus semejantes? Como escribo más arriba, cometiendo un triple robo, a Monterroso del texto, a Antonio Caballero de la idea y a Toño Roda de la noticia, “cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Para mí eso significa que esto que llamamos Colombia no tiene remedio. Yo ya no veré el implacable proceso de la degradación, y, por una vez, me alegro de irme.

Si de cada 100 colombianos hay 80 que son pobres y 7 que son ricos, queda un remanente de 13, que no son ni ricos ni pobres. ¿Quiénes son, cómo se llaman, quiénes componen esa clasecita media? Si eso es verdad, Colombia es un mar de mierda de pobres, con una espumita gris de semipobres-mediorricos y una espumita blanca de ricos. Pero ¿qué pasa con las permeabilidades y las filtraciones, es decir,

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con los pobres que trepan hasta llegar a ser más ricos que los ricos (narcotraficantes, especuladores, etc.), con la clase media que desciende al proletariado o a la caridad, con todos esos que antes no eran y ahora son mucho, con los que eran pero ahora no son mucho, poquito, nada? ¿Con los que eran nada y ahora son un poquito, un muchito, un muchazo? ¿Y este coctel cómo se revuelve? ¿Se mezcla el agua con el aceite, la chicha o el guarapo con el cava, o es que todo es el mismo caldo con momentáneas diferencias de temperatura?

Si de cada 100 adultos, hay 22 desempleados y 55 “sumergidos”, en Colombia sólo trabajan legalmente 23 personas (adultas) de cada cien, ¿no es verdad que el país es más esos 77 que estos 23? {

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Dentro de tres o cuatro días estaré nuevamente en Bogotá. Sólo por diez días. Pero, la verdad, a pesar del placer anticipado de ver a los míos – mis hermanos, mi madre, Amalia, Toño, tal vez Pablo...–, preferiría no viajar, por razones, digamos, materiales –estamos modificando la casa de El Tiemblo y me gustaría estar aquí para contestar las preguntas del constructor, sobre dónde ponemos el inodoro, de qué color pintamos esta pared–. Tampoco me gusta viajar. Sí me gusta estar en sitios, pero no ir a ellos. No es que no me gusten los aviones; algunos me parecen bellísimos. Pero lo malo es que vuelan conmigo dentro. Y, más de verdad, es que espero una desilusión aún mayor, si cabe, por parte de Colombia, por parte de sus malas, mediocres, contemporáneas gentes. No tendré tiempo de ir a los lugares que sé que me dejarían una sonrisa en el corazón. Sólo las sórdidas y vertiginosas calles bogotanas.

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Espero que, por lo menos, no llueva y pueda ver algo que pueda llevarme tranquilo al sepulcro, si es que no vuelvo. Pero si no vuelvo vivo, quisiera que me incineraran junto al río, en la vereda de San Francisco, Toca, Boyacá, Colombia... Aunque éste es un deseo de vivo, porque, muerto, ¿qué carajo me va a importar lo que hagan conmigo?

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ESCRITO EN 2OOO. 2: EN COLOMBIA.

JULIO. 7. Ya estoy en Bogotá, Colombia, nuevamente y transcribo mis primeras impresiones. Peor, claro. Más degradación, a pesar de un aparente desarrollismo urbano. La ciudad, al menos la parte Norte (pero no la Norte-Norte), está en obras, aparentemente bien intencionadas. Así, los socavones, andenes rotos, pilas de escombros, grietas, etc., de siempre, compiten con los que abren los más o menos laboriosos obreros para ampliar los andenes, estrechar las calles, darle facilidades al peatón. Pero yo no creo que eso pueda ocultar ni por un momento el deterioro humano. Un ejemplo que, en primera impresión, me pareció evidente es el de los supermercados Carulla. Unos establecimientos fundados por catalanes y colombo-catalanes hace unos cuarenta o cincuenta años en Bogotá, que ofrecían artículos muy selectos, de calidad, tal vez un tanto costosos y, desde luego, como dicen algunos, establecimientos “elitistas”. Según me cuentan, con maniobras capitalistas, de ésas que por arteras que sean se justifican si producen buenos rendimientos, fueron vendidos a empresas de orientación multinacional y “criolla” que decidieron, con aprovechamiento comercialdemagógico, convertir el elitismo en popularismo. A un supermercado limpio, bien organizado, con artículos de primera calidad nacionales e importados, se le intenta “popularizar”. Resultado: un guirigay aplebeyado, con descenso notable en la calidad de los artículos, pero, eso sí, con “nuevos precios”: una degradación, una rebaja. Y a mí se

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me antoja que, en Colombia, lo normal es eso: el descenso, el deterioro, el aplebeyamiento. A cualquier intento de refinamiento, de elevar calidades, etc. se le tacha de “elitista” y se procede a su degradación “popularizante”. Recuerdo nuevamente los bellos versos de Carlos Germán Belli: Porque en todo linaje el deterioro ejerce su dominio. Pero hay deterioros y deterioros. Los hay inevitables, por el paso del tiempo, para quienes afecta el transcurrir: nosotros, los humanos. Y los hay por la ceguera, la incultura, la barbarie. Todo ello exclusivamente humano.

24. Una luz mortecina de domingo por la tarde me trae los casi angustiosos tedios de la infancia y la adolescencia. Eso no lo he sufrido nunca en ninguna otra parte; sólo en la altiplanicie cundiboyacense, que llaman. Es una luz de atardecer, parecida tal vez a la de ciertos cuadros de Andy Wyeth, triste, melancólica, declinante, solitaria, sobrecogedora.

Se notan los esfuerzos por salir del pantano de la barbarie y la degradación. Algunos intentan una dignificación urbana, por ejemplo. Como ya he dicho más arriba, hay en Bogotá en estos momentos un cierto afán de adecentar calles, aceras, parques, etc. Pero, en primer lugar, por lo que he visto y oído, esto tiene lugar más que todo en los barrios más o menos ricos del Norte; además, todo sabe y huele a cocacolonización, a macdonalización, a vulgaridad gringa sin ciertas dignidades que en la metrópoli imperial existen, sin lugar a dudas. Y, por último, yo no descarto la visión futura de las nuevas y amplias aceras sin agujeros, charcos, socavones, etc., llenas de chiringuitos de

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venta de fritangas. Como un campo incendiado al que le van saliendo algunos brotes de verde entre los troncos quemados y la ceniza calcinada, así estos esfuerzos, estos intentos. Pero, insisto en que todo esto, se ve, marcha inexorablemente por la senda de la norteamericanización, de la desnacionalización (si es que alguna vez hubo una nacionalización cultural). De la barbarie a la imitación de la civilización de plástico. Pero la degradación, sus devastadores pasos, se oyen con evidencia. 25. Un claro ejemplo de degradación: ayer, en el periódico que hace en gran parte la opinión de los colombianos alfabetizados que leen periódicos, un señor de apellido Benedetti –nada que ver con el poeta uruguayo, pero sí con recientes gobiernos colombianos, pues ha sido ministro, no sé de qué– defiende el nombramiento como Ministra de Cultura de una señora cuyos méritos para el puesto son muy discutidos por aquellos que, según Benedetti, “creen tener el monopolio de los espacios de la cultura” y no pueden concebirla –siempre según el susodicho señor Benedetti– “en la plaza Alfonso López sino en la ópera; no en la poesía de Escalona o Leandro, sino en las enrevesadas contextualizaciones de las bellas artes...”. El articulista, en un español menos que regular –por no decir otra cosa– dice que la señora en cuestión “está más capacitada que la mayoría de nuestros “intelectuales”, [sic la coma] para meterse al [sic] corazón de los mimos, de los teatros callejeros, de las pequeñas bibliotecas de los pueblos, de las proteínas de las estéticas gastronómicas [sic toda la expresión] de las mayorías, de las volteretas de las danzas de carnaval”. Y añade, para que nadie se llame a engaño: “Esa es, no cabe duda, la cultura”. Sobra cualquier comentario, pero me imagino que 1) esta es una opinión muy extendida en Colombia, y 2) que responde a una realidad:

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ya no va quedando más cultura que la puramente antropológica. “Usos y costumbres”.

En general, los colombianos que están en Colombia hoy es porque, al parecer, no han podido irse. Eso me recuerda aquello que dicen que dijo un político español cuando se redactaba una de las constituciones, en el siglo XIX. Según él (no sé si era Joaquín Costa), el primer artículo debía rezar asís: “Es español todo aquel que no puede ser otra cosa”. Aquí sería algo así: “En Colombia está todo aquel que no ha podido irse”.

Creo que no tengo nada que rectificar de lo que he escrito hasta ahora sobre mi pobre país de origen, sobre su espléndido paisaje, sobre sus pobres gentes de todo género: gente decente arrinconada, amedrentada y sin más solución que una triste resignación (de la que, sin embargo, salen cosas muy valiosas); gente bestia ignorante, gente bestia sanguinaria, gente entrenada para enriquecerse y adquirir poder sin ningún escrúpulo, gente insolidaria, con todas las aberraciones de la “libre competencia”, del “todo vale”, gente inocente maltratada, torturada, asesinada... No veo razones para la esperanza, a pesar de que se oyen voces que afean el pesimismo: entre la más profunda sima de la degradación y los peores aspectos de la norteamericanización. Y, en medio de esas tinieblas, una débil y vacilante lucecita sostenida por un puñado de gentes a las que no vacilo en calificar de heroicas.

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POSTDATA. ESCRITO EN EE. UU.

AGOSTO. No quiero terminar este descuadernado cuaderno sin unas breves reflexiones sobre uno de los temas que se me antoja de la mayor importancia y actualidad: la abrumadora y avasallante presencia de Norteamérica, de los Estados Unidos en todos los aspectos de la vida de pueblos y gentes del mundo. Economía, sociedad, cultura, ciencia, religión, tecnología..., todo, desde lo que vemos en la televisión o el cine hasta lo que comemos, todo, en todas partes, de alguna manera, está influido por el american way of living, por los valores, los criterios, los objetos, la lengua, etc. etc. del inmenso imperio anglosajón. Para bien o para mal. No voy a hacer nada parecido a lo que hacen esos intelectuales españoles, que, a raíz de una visita de dos semanas a Manhattan y tal vez al campus de alguna universidad, sin hablar ni entender el inglés y con toda la carga de prejuicios ancestrales que pesa sobre el tema en España, regresan con la confirmación de los viejos prejuicios y nuevas y decididas y dogmáticas opiniones que, a veces, se plasman en artículos y libros. Los americanos son todos violentos, infantiles, ignorantes, imperialistas, comen horribles productos manipulados químicamente, son puritanos, trabajan sin cesar innecesariamente y no saben disfrutar de la vida como nosotros..., etc., etc.

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Yo llevo más de treinta años yendo casi todos a EE. UU., he vivido y trabajado allí, trabajo ahora para una universidad norteamericana desde hace la misma cantidad de años y, last but non least, llevo mucho tiempo conviviendo en estado conyugal con una nativa de Binghamton, New York. Hablo pasablemente el inglés. Pero no me atrevo a hacer generalizaciones sobre este país, puesto que es tan diverso y vario como cualquier otro y las generalizaciones, cuando no son tonterías, sólo cuentan una parte deformada de la verdad. Desde luego tengo muy firmes opiniones sobre algunos aspectos de la vida y la cultura norteamericana: detesto, entre otras cosas, el peanut butter, el racismo, el pumkin pie, el “banderismo”, el matching colors, el vegetarianismo, la incultura de muchos, el imperialismo y, sobre todo, esa bazofia indescriptible que llaman root beer. No estoy de acuerdo en absoluto con la actitud política de muchos norteamericanos –la mayoría de sus gobiernos–, ni con su religiosidad, ni con su nacionalismo. Pero, en verdad, tiene este país, muchas de sus gentes, modos de ser y de actuar que respeto y admiro sinceramente. Su avanzada tecnología es admirable, el nivel científico, las bibliotecas, los martinis, el sistema de carreteras, los helados, la democracia –con todas sus carencias–, el buen vino de California, los steacks..., en fin, no quiero mencionar las conocidas maravillas de Manhattan, San Francisco y otras ciudades y pueblos. Sin embargo, sí creo, estoy profundamente convencido de que la omnímoda y tal vez inevitable influencia de EE. UU. en la vida de los pueblos y las gentes de prácticamente todo el mundo está mucho más del lado de lo nefasto que de lo benéfico. Quisiera hacer algunas observaciones sobre la abierta y sistemática penetración de lo menos deseable de la cultura norteamericana (la antropológica y la otra) en la vida cotidiana de los países que conozco.

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No voy a entrar en una descripción de los modos y efectos del imperialismo, de las descaradas intervenciones militares, de la ávida rapacidad que, en buena parte, sostiene su sólida economía. Me imagino que existen varios formas de imperialismo. Pero sólo voy a referirme a dos: me imagino que los romanos, por ejemplo, al extender su Imperio, pensaban –los que pensaban– en dos aspectos de la cuestión: uno era el de imponer los valores políticos, económicos, culturales, jurídicos, lingüísticos, etc., de la gran Roma a pueblos bárbaros, primitivos e ignorantes. Pero también –y no estoy seguro de si aquello o lo que viene iba primero– también iban guiados por la codicia, el despojo de las riquezas, el aprovechamiento de la mano de obra gratuita, la dominación política y religiosa, el poderío militar, etc. Yo quiero pensar que primaba el primer aspecto sobre el segundo, auque me doy cuenta de están tan intrínseca, tan íntimamente unidos que resulta tal vez imposible separarlos19. Tal vez de lo que puede hablarse es de un mayor relieve de uno de los aspectos de la misma cuestión: el imperialismo. Ahora bien, de lo que sí podemos estar seguros es de que, en el caso del imperialismo norteamericano, el segundo aspecto señalado, el de la codicia, el despojo y las ansias de dominio es el que predomina. Y que el segundo se reduce, en general, a la imposición del sistema económico norteamericano: la economía de mercado, el ultraliberalismo, el pensamiento único, el inglés no como factor cultural, sino como mero medio de comercialización, etc. Pero vuelvo a insistir en que los dos aspectos del imperialismo son difícilmente separables. Con el uno viene el otro. Con los marines viene la cocacola y el chicle. Lo que llamamos la norteamericanización tiene varias facetas. Uno puede leer el New Yorker, el New York Review of Books, incluso Vanity 19

Creo que, mutatis mutandi, otro tanto puede decirse de los franceses. En éstos sí que está clara la importancia del primer aspecto.

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Fair, que es lo que lee la alta burguesía intelectual seria (es decir, no los vallenatofans o amantes del tamal o la arepehuevo y, en fin, la cultura en sentido benedettiano –don Armando, citado en anterior capítulo–), uno puede comprar apartamento en Mayami, uno puede emigrar a Queens, uno puede aprovechar las rebajas de Avianca o American Airlines para pasarse unos diítas en Long Boat Key , Sarasota , o llevar a los niños a esa máquina de reducir el I.Q. llamada Disneyland. Puedo uno oír a Bruce Springsteen, la Sinfónica de Cleveland o ver al New York City Ballet o al más conspicuo rockero o heavy metal band. Hasta puede uno llegar a San Francisco o New Orleans. O, dios mío, contemplar los ojos de Michelle Pfeiffer. Uno puede comer perros calientes, hamburguesas, beber cocacola, usar sneakers de variados colores y lucecitas, blue jeans –los dos ya constituidos en uniforme universal–, puede decir oquei, nominado, escenario (en vez de hipótesis), esponsorizar, y todas esas expresiones del dominio de los computadores e Internet; puede llamar su tienda Boots ‘n Bags, uno puede construir barrios estilo Miami Beach o Atlantic City, etc., etc. Todas esas son formas de la norteamericanización. Pero unas son peores y otras mejores. Y en Colombia yo he visto gente que sucumbe al peor de los cretinismos y hasta llega a comprar discos de Gloria Stefan, pero también a gente que lee a T. S.Eliot, a Faulkner, a Frost, a Doctorov, a J. D. Salinger, a Nabokov, que admira la pintura de Warhol o de Rothko, Pollack o incluso de Homer Winslow, que maneja la última tecnología informática, que conoce los más modernos secretos para combatir el cáncer..., etc. La verdad es que hay que diferenciar muy claramente entre los EE. UU. vistos desde fuera y los EE. UU. vistos desde dentro. “Al interior de”, como dicen algunos profesores universitarios colombianos. Desde fuera, EE. UU. puede ser el peor enemigo, el más explotador, el culpable de la pervivencia de dictadores y regímenes corruptos, el introductor de

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mierdas alimenticias, el deformador de las sanas costumbres tradicionales... Dentro, no conozco a nadie que, aunque conserve intacto su sentido crítico, haya podido sustraerse a ciertos encantamientos de este inmenso, variado y al tiempo uniforme país. Ni siquiera los más cerrados y paleorrojos castellanos, de esos que añoran el chorizo de cantimpalos o el chinchón dulce. Dos generalizaciones sueltas de las que digo más arriba que no se deben hacer: Los norteamericanos no aman la jardinería sino la peluquería. ¿Para qué tanto verde, tanto afeitado, tanto campo de golf incluso en el patio de la casa? Y esto cada vez más va uniformando nuestros propios paisajes y en las resecas estepas castellanas, por ejemplo, lo normal es ver ahora césped cuidadosamente recortado y sostenido por el desperdicio del más escaso y preciado bien: el agua.

Creo que la palabra que mejor define la cultura norteamericana (cultura en sentido antropológico) es cocktail. Todo es mezcla, composición, heterogeneidad. Racialmente, es un país cocktail, desde luego. Históricamente también. Huyen de lo simple, de lo uno; esto es evidente sobre todo en la comida: ketchup con mostaza, vinagre con cramberrys, chocolate con lechuga, con calabaza (pumkin), con chuletas de cerdo, con toda clase de cosas (pero de matching colors), bebidas de componentes indescriptibles...; divertidas palabras como crunchy, crispy , chunky, reflejan los valores alimenticios que se anuncian con la mayor exageración: coocked to perfection... Los alimentos de origen animal deben alejarse lo más posible de este origen y, así, el pescado no puede tener cabeza ni cola y debe aparecer en forma cuadrada, los pollos, blancos y con el culo oculto, nada que recuerde que se mata cruelmente

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a las pobres vaquitas o cerditos... Otra palabra clave: matching. Todo tiene que estar “conjuntado” de una manera bastante simple: colores, tamaños, etc.: zapatos blancos, cinturón blanco, pantalones de cuadritos verdes, amarillos, morados, azules o rojos que conjuntan con una camisa malva... Bolso y zapatos iguales al pañuelo atado al cuello; paredes pintadas con los colores de la tela del sofá, papel higiénico del mismo color de las cortinas plásticas del baño...

MIDDLEBURY

En estos momentos me encuentro pasando un par de semanas en este pueblito de la Nueva Inglaterra, donde está el College en cuya Escuela de Español de Verano aquí en EE. UU. y/o en el programa de Master of Arts en Madrid, he enseñado los últimos treinta y tres años (es decir, más de la mitad de mi vida). Ahora sólo soy profesor en el programa de Madrid, pero he sido Director de la Escuela Española, Director del Programa en España y siempre profesor. Bueno, lo que quería decir es que, para quien no lo sepa, la Escuela Española de Middlebury College, fundada a principios del siglo XX, ha sido una de las más distinguidas instituciones de enseñanza de la lengua, la literatura y la cultura en general del mundo hispano-americano, tanto España como la América Latina, en este país. Los que conocen su existencia saben que por aquí han pasado personajes de la altura de Luis Cernuda, Jorge Guillén, Pedro Salinas, don Américo Castro, don Samuel Gili Gaya, Octavio Paz, Gonzalo Menéndez Pidal, Darío Villanueva y un largo etcétera que incluye a colombianos como Ramón de Zubiría, uruguayos y argentinos como Ángel Rama y Marta Traba, venezolanos como

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Mariano Picón Salas o cubanos como José Juan Arrom. Especialmente durante los años de la posguerra española, muchos exiliados republicanos a las Américas hicieron de este amable y propicio lugar su centro de reunión durante el verano e impartieron sus enseñanzas dentro y fuera del aula en una convivencia total de seis semanas. Lo importante era no solo el aprendizaje de la lengua, al que, sin embargo se le daba primerísima importancia, hasta el punto de que hablar inglés estaba rigurosamente prohibido a estudiantes y profesores, sino una información integral de la Cultura, sin excluir los aspectos antropológicos como danzas y canciones, culinaria, etc. Actividad esencial era la de convivencia, el intercambio entre profesores y estudiantes, entre profesores y profesores. Gentes de todos los países latinoamericanos, de las más prestigiosas universidades españolas, pero también profesores norteamericanos de primera fila, llevaban a cabo una curiosísima experiencia de intercambio y fraternización. Una noche leía poemas Cernuda u Octavio Paz al fuego de la chimenea (puede hacer mucho frío aquí en pleno julio), otras, algún profesor importante daba una conferencia sobre temas de literatura o lengua, otras, alguien tocaba la guitarra y se cantaban canciones populares escogidas, otras, los españoles establecían conversaciones de españoles (more Rayuela), Fernando Savater discutía con Alfonso Guerra, o Marta Traba con Alfredo Ramón, José Emilio Pacheco hablaba de Cantinflas en el mismo idioma y acento que éste... Naturalmente, la vida de la Escuela escapaba de manera evidente del american way of life, y adoptaba aspectos del vivir y valores hispánicos... Nada de hipócritas puritanismos, ni ceremonias de inanidad y falsa cortesía o falsificados folclorismos. Naturalmente, la influencia dominante era la española, como cultura más definida y canónica. Por las tardes se cantaban madrigales renacentistas en el coro, los fines de semana se bailaba cumbia en las fiestas, algunos

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bailaban la cueca, otros zapateaban a la mexicana, etc., etc. Actividad fundamental era la del teatro. Se escogían obras que, algunas veces, eran bastante complejas en su montaje y en su actuación, pero profesores y estudiantes colaboraban con gran entusiasmo en ellas. Otras, eran obras ligeras escritas por los mismos profesores, y no se desdeñaban las actuaciones espontáneas o las iniciativas estudiantiles, dentro de una gran libertad. Pero, hélas, como dicen los versos antes citados de Belli, Porque en todo linaje el deterior ejerce su dominio, en cierto momento, la torpeza, la arrogante ignorancia yanqui y la ausencia de respeto de un directivo cuyo nombre me callo, inició la pendiente. Con miopía y arrogancia neoinglesa (supuestamente barnizada de culture française), se cambió la orientación, digamos “nativista” de la dirección de la Escuela, la cual empezó a introducir un profesorado proveniente de las escalas inferiores de las universidades norteamericanas, de cualquier origen lingüístico, a condición de mascullara pasablemente el español; ello llevó a un notable descenso de la calidad académica; una cierta vulgaridad y un cierto descaro comenzaron a apoderarse de las actividades y de las relaciones humanas... Pero debo decir que se siguió manteniendo lo más, digamos, sagrado: el respeto por la verdadera Cultura hispánica, la estructuración formativa y canónica del plan de estudios. Después, la pendiente se convirtió en verdadero tobogán hacia la degradación intelectual y el deterioro académico. Aquello ha sido como si se entregara un fino y sofisticado reloj de cuco a un mico, o como elefante en cristalería, o como caballo (con perdón de los nobles brutos) en invernadero, o como niño con una navaja.

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Todas las orientaciones del pasado cambiaron: otro señor directivo, absoluta y deliberadamente ignorante de la orientación tradicional de la Escuelas (y de las demás Escuelas de Lengua de Middlebury College), decidió, también con arrogancia yanqui (a pesar de no serlo), que, primero, había que cambiarlo todo y, segundo, que los cambios tenían que ser profundos (¿cómo se puede cambiar lo que no se conoce?) y encargó a zafios/as esbirros/as la ejecución de los mismos: en primer lugar una norteamericanización estratégica no sólo de los fines y de los métodos de enseñanza y de comportamiento social (guardando, eso sí, de forma paternalista, un barnicillo folclórico de carnestolendas y piñatas a la gringa), sino del personal directivo y docente; por otra parte, una orientación decidida hacia la enseñanza inmediata y superficial de la lengua y hacia la llamada “metodología” (léase procedimientos “prácticos” para facilitar la labor de las/los maestras/os de escuela), intentando eliminar solapadamente la enseñanza de la literatura y, en general, de la Cultura no folclórica. Consecuencias; puritanismo, hipocresía, malos modos, arrogancia yanqui, incomprensión, imperialismo soterrado y racismo; el “Cuerpo de Paz” como un modelo a alcanzar; la literatura, la historia, el arte, como “hermanos pobres” de la llamada “estrategia comunicativa” lingüística (que me temo que consiste en tratar de hacerse entender sin conocer apenas la lengua); mal gusto y ordinariez en las manifestaciones folclóricas, ahora muchísimo más importantes que conferencias o actos de Cultura (por ejemplo: abolición de las obras de teatro, reemplazadas por representaciones de zarzuelas en “off”...), etc. La antigua camaradería (entre latinoamericanos y españoles, por ejemplo) la han convertido en recelo; el humor en sarcasmo; la cortesía en acritud; la confianza en sospecha o en subversiva rebeldía, la Cultura en falso y ridículo folclore, la música en ruido, la libertad en improductivo

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ocupacionismo y, lo peor de todo, el bello castellano en chapucero spanglish... Todo esto (que, como dice mi mujer, le importa a muy pocos) lo traigo a cuento de que cada día más tengo más argumentos para afirmar que nuestro mundo, nuestro tiempo, seguramente en todas partes, tiene un nombre: deterioro, degradación. Yo no sé si todo tiempo pasado fue mejor, pero sí se que hubo tiempos mejores. Lo que sí creo es que si aquellos polvos trujeron estos lodos, como dicen, el polvo es siempre preferible al lodo. Estoy convencido de que la humanidad ha perdido más de lo que ha ganado con el transcurso del tiempo, la imposición del capitalismo, el imperialismo, la utilización de la maquinización, el mercado, la libre competencia, la norteamericanización, etc. etc. Debo decir que yo no vivo nada mal y que, personalmente, estoy en relativa paz con mi entorno más cercano, pero no soy ciego y lo que veo no me gusta. Estoy seguro de que las generaciones que me sucederán serán menos plenas espiritual e intelectualmente, aunque obtengan muchos más avances tecnológicos, pero no sé cómo será el futuro. Lo que no me gusta es el presente.

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ADDENDAE

Los artistas no son Alo que dirige la mano@. El arte es Alo que sale@.

Los norteamericanos no aman la jardinería sino la peluquería. )Para qué tanto verde, tanto afeitado, tanto campo de golf incluso en el patio de la casa?

Creo que la palabra que mejor define la cultura norteamericana (cultura en sentido antropológico) es cocktail. Todo es mezcla, composición, heterogeneidad. Racialmente, es un país cocktail, desde luego. Históricamente también. Huyen de lo simple, de lo uno; esto es evidente sobre todo en la comida: ketchup con mostaza, vinagre con cramberrys, chocolate con toda clase de cosas, bebidas indescriptibles; también es evidente en el vestir, en donde aparece otra palabra clave: matching. Todo tiene que estar Aconjuntado@ de una manera bastante simple: colores, tamaños, etc.

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ÍNDICE

Epígrafes y prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1 Carta a un posible lector. . . . . . . . . . . . . . . . . . 11 Señas de identidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29 Escrito en 1984 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61 Escrito en 1993 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 70 Escrito en 1995 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 90 Escrito en 1996 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 101 Notas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 106 De Urraquia y de Chulandia . . . . . . . . . . . . . . . 145 De amigos y enemigos . . . . . . . . . . . . . . . . . . 157 Escrito en 2000, 1. En España. . . . . . . . . . . . . . 186 Escrito en 2000, 2 . En Colombia . . . . . . . . . . . 206 Postdata. Escrito en EE. UU. . . . . . . . . . . . . . . . 212