El aire fresco y las moscas

9 jul. 2011 - reinaba hasta ahora Hillary Clinton, cuya propia y ascendente carrera política ter- minó por eclipsar en su pasado el affaire de su marido Bill ...
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OPINION

Sábado 9 de julio de 2011

¿Y

LA NACION

si Anne Sinclair tenía razón? ¿Y si el apoyo incondicional, presencial y sobre todo financiero que le está dando a su marido Dominique Strauss-Kahn no es fruto de la negación, la sumisión, la conveniencia o la piedad, sino de pura –y parece que justificada– confianza? Si esto es así (o si, al menos, esto así queda instalado públicamente), significará un punto para el bando de las esposas traicionadas por maridos públicos que deciden apoyar y perdonar también públicamente (recordemos que Anne ya admitió en los medios conocer infidelidades anteriores de Dominique). En ese grupo reinaba hasta ahora Hillary Clinton, cuya propia y ascendente carrera política terminó por eclipsar en su pasado el affaire de su marido Bill con Monica Lewinsky. Pero Anne, una millonaria ex estrella de la televisión francesa, llegó para superarla: hasta que la Justicia ordenó devolverle la fianza, ya había invertido 7 millones de dólares en la defensa y la reclusión neoyorquina de su marido en desgracia. En cambio, en el otro grupo, por cierto más numeroso, de las que no perdonan, está por ejemplo Jenny Sanford, la ahora ex esposa del gobernador de Carolina del Sur, Mark, que en 2009 escapó a Buenos Aires para pasar unos días con su amante porteña. Jenny –rica y conservadora– pidió el divorcio y se dedicó a publicitar cómo el asunto le cambió la vida en su libro Staying true. O Cecilia Sarkozy, que dejó al electo presidente Nicolas al grito público de “mujeriego”, entre otros calificativos más descriptivos. Aunque quizá ninguna llegó tan lejos como Maria Schriver, que, según se comenta, fue quien filtró a la prensa los detalles de la historia del hijo que su marido, Arnold Schwarzenegger, tuvo con una empleada doméstica. Claro que nunca sabremos qué pasa en la intimidad de Dominique y Anne, o de Bill y Hillary, o de Arnold y Maria. Y aunque muchas de estas situaciones se ventilen en los tribunales, mucho más eficaz para darnos una idea es la ficción. En The Good Wife, la exitosa serie de TV norteamericana que ya va por su tercera temporada –y aquí emitió hasta hace dos semanas Universal–, Alicia Florrick es una abogada de un importante y competitivo estudio de Chicago que, con dos hijos adolescentes, debe regresar al trabajo como una principiante para sostener a su familia cuando su marido Peter, entonces fiscal del Estado, es descubierto en el centro de un escándalo político y sexual que lo lleva a la cárcel. Ella lo acompaña en la conferencia de prensa de disculpas públicas –a la que asiste muda y pálida, enfrentando a los flashes con incomodidad apenas disimulada–, y soporta que sus clientes la reconozcan con una mezcla de admiración y lástima, pero en la intimidad las cosas funcionan bien diferentes. Una de las cosas que aprendemos de Alicia es la notoriedad personal que adquieren las mujeres traicionadas y el poder que súbitamente ganan para determinar las futuras carreras públicas de sus maridos (que no nos extrañe ver en el futuro cercano una estrella nuevamente ascendente para Anne Sinclair, quien antes del escándalo, según una encuesta de Paris Match, ya era en Francia dos veces más popular como primera dama que la actual, Carla Bruni). En The Good Wife, el presidente del Comité Nacional Demócrata explica por qué Alicia es imprescindible en la campaña política de su marido para gobernador de Illinois: “Sin ella, Peter es un tipo que pagó de más por una prostituta; con ella, es Kennedy”. © LA NACION

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CHINA, UN GIGANTE CONSUMISTA CON UNA VIDA POLITICA BAJO CONTROL ABSOLUTO

La revancha de las esposas RAQUEL SAN MARTIN

I

El aire fresco y las moscas MARIO VARGAS LLOSA PARA LA NACION

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SHANGHAI

UELVO a China después de unos quince años y parece otro país. Aunque he oído y leído todos los ditirambos sobre su formidable desarrollo económico, la realidad va todavía más allá. En Shanghai, el distrito de Pudong, junto al río, hace cuatro lustros una llanura de arrozales, es ahora un Wall Street cuatro veces más grande y con el doble o triple de rascacielos. Tanto en esta ciudad como en Pekín, la transformación urbana es portentosa: puentes, avenidas, túneles, construcciones para oficinas o viviendas, tiendas, galerías, parques exhiben una modernidad y prosperidad impetuosas, un dinamismo que fermenta las veinticuatro horas del día. Una riqueza ostentosa, sin complejos, se pavonea por doquier, en los grandes almacenes y los hoteles lujosísimos, en las gigantescas vitrinas que ofrecen los vestidos, trajes, bolsos, joyas, relojes, zapatos, automóviles, fantasías y locuras de las firmas más afamadas del mundo. Hay restaurantes por doquier y todos están llenos de gente generalmente bien vestida y amable que conversa y come sin soltar los teléfonos móviles, espiando de tanto en tanto el contorno desde detrás de sus anteojos marca Ray-Ban, Ferragamo, Gucci o Lanvin. Uno se creería en la Quinta Avenida, los Champs Elysées o Bond Street, pero multiplicados por cinco o por diez. Se diría que desde que Deng Xiaoping lanzó la consigna “¡Enriquecerse es glorioso!”, la realidad le hizo caso y sus 1400 millones de compatriotas empezaron a producir y ganar dinero de manera frenética. ¿Es esto un país marxista-leninista? Según el Partido Comunista, que en estos días se prepara a celebrar su 90 aniversario de manera multitudinaria y fastuosa, rindiendo homenajes incesantes al mismo Mao Tse-tung que con sus delirantes políticas del Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural hundió a China en la miseria más atroz y sacrificó a muchos millones de pobres, lo es más que nunca y vive ahora, gracias a las reformas y políticas “socialistas” de mercado que han convertido a China en la segunda potencia económica del mundo después de los Estados Unidos, una etapa de abundancia que en un futuro próximo –unos cien años más o menos– desembocará en la perfecta sociedad donde reinará la justicia distributiva y todos recibirán lo que requieran según sus necesidades. La utopía colectivista igualitaria se hará entonces realidad. Por el momento, la sociedad china es la más desigual del mundo, pues las diferencias entre los que más y menos tienen superan las de cualquier otro país, aunque, eso sí, probablemente éste sea el único en el que, por decisión del propio Comité Central, el Partido Comunista acepta ahora entre su militancia a millonarios y billonarios. Si usted detecta en todo esto ciertas contradicciones y misterios ideológicos, le aconsejo que lea el interesante libro de Eugenio Bregolat La segunda revolución china (Destino, 2007) [que en Buenos Aires acaba de editar Capital Intelectual], en el que este experimentado diplomático español y profundo conocedor del país donde ha vivido muchos años explica, con lujo de detalles y divertidas anécdotas, la extraordinaria conversión económica de China que llevó a cabo, luego de tropiezos, intrigas, retrocesos y tantas caídas como victorias, Deng Xiaoping. Este anciano compañero y adversario de Mao fue quien, sintetizando su propósito con otra de sus famosas frases, “Da igual que el gato sea blanco o negro, lo que importa es que cace ratones”, convirtió a la paupérrima dictadura totalitaria, colectivista y estatista erigida por Mao

en la sociedad capitalista autoritaria que sacó de la miseria a ochocientos millones de campesinos y disparó un crecimiento y desarrollo vertiginosos sin precedentes en la historia. Bregolat explica que esta insólita variante del “socialismo” concebida por Deng Xiaoping y sus seguidores, que ahora controlan el poder, sería incomprensible si no se la relaciona con la tradición cultural y filosófica china del confucianismo y los cuatro mil años de historia de un país invadido, ocupado y humillado por Occidente, y al que la prosperidad y modernización actuales han desagraviado y devuelto el

La sociedad china es la más desigual del mundo, pero el Partido Comunista acepta ahora a millonarios y billonarios orgullo de sí mismo. La ideología “socialista” es ahora una retórica que sirve para justificar el monopolio del poder político por el Partido Comunista y la ideología real que ha echado hondas raíces en el país es el nacionalismo. Eugenio Bregolat es optimista y piensa que el notable progreso económico traerá, tarde o temprano, una apertura política, pues las nuevas clases medias y profesionales, que crecen cada día, educan a sus hijos en el extranjero y mantienen un intenso comercio con el mundo a través de las nuevas tecnologías, van a ir reclamando cada vez más la democratización política del sistema. Esta se llevará a cabo de manera pacífica. Ojalá él tenga razón, y los que no compartimos tanto su optimismo, como yo, nos equivoquemos. Mi pesimismo se debe a que, además del nacionalismo, lo que parece haberse convertido en una segunda naturaleza para buena parte de la sociedad china moderna, empezando por los jóvenes, es un materialismo consumista, precisamente aquel que algunos pensadores liberales lúcidos como el

propio Adam Smith y Karl Popper temían: que la obsesiva concentración de la acción humana en la creación de riquezas embotara la vida espiritual e intelectual y empobreciera valores como el idealismo, la solidaridad y la generosidad. Aunque, por razones obvias, en mis conversaciones con intelectuales, académicos y escritores chinos, fui prudente y me abstuve de acosarlos con preguntas impertinentes, a muchos de ellos los escuché quejarse del poco o nulo interés que mostraban los jóvenes –sobre todo, los mejor formados– por la vida cívica, la cultura y, en general, por todo lo que fuera desinteresado y espiritual, como la filosofía, el arte o la religión. (En las universidades en las que hablé en Shanghai y en Pekín nadie me hizo una sola pregunta política, tampoco los periodistas chinos que me entrevistaron, y creo que es la primera vez que me pasa en la vida.) Todos parecen obsesionados con alcanzar una buena formación técnica y profesional que les abra las puertas a las grandes transnacionales y sus jugosos salarios o a los puestos administrativos, ahora también magníficamente dotados. A uno de ellos le oí murmurar, haciendo una mueca tristona: “Hoy apenas habría un puñadito de muchachos para manifestarse en Tiananmen”. La gran mayoría sólo aspira a ganar dinero, mucho dinero, y vivir mejor. Otra de las célebres frases de Deng Xiaoping fue: “Si abrimos la ventana, junto al aire fresco entran las moscas”. Me imagino que debió pronunciarla en la primavera de 1989, poco antes de dar la orden al Ejército de poner fin a las manifestaciones de los estudiantes que, acampados en la enorme plaza de Tiananmen, pedían democracia y libertad, y que se saldó con la muerte de un número incierto de jóvenes, en todo caso algunos centenares. La frase resume admirablemente la filosofía que aplica el régimen: apertura económica y social, sí, pero sólo mientras no cuestione el control absoluto que sobre la vida política del país ejerce el Partido Comunista. Quien lo acepta puede tener un margen

bastante amplio de libertad personal, viajar al extranjero, usar Internet, si es escritor o profesor procurarse revistas y publicaciones “capitalistas”, siempre que no critiquen la política china. Pero no hay tolerancia con la disidencia política. Los disidentes, como Liu Xiaobo, Ai Weiwei y otros, son acosados, vigilados o, si sus acciones repercuten y llegan al extranjero, encarcelados, juzgados y sentenciados a penas variables. A diferencia de lo que ocurría en el pasado, se fusila poco y, generalmente, por delitos económicos, no políticos. La disidencia intelectual lleva ahora a la cárcel en vez del paredón y, a

El materialismo consumista parece haberse convertido en una segunda naturaleza para muchos chinos veces, sólo al arraigo domiciliario. “De todos modos, es un progreso sobre el pasado”, me dijo alguien. La censura moral existe siempre, pero atenuada, y en los quioscos callejeros y en las librerías se descubren a veces revistas y libros eróticos, en tanto que, al parecer, en los cabarets, bares, karaokes, se permiten ahora licencias inconcebibles en el pasado. “Pero, sin llegar a los extremos de Tailandia, claro está.” A mi editor y a mis traductores les pregunté si mis libros habían sido censurados. Enfáticamente, me aseguraron que no. ¿Hubiera sido posible el prodigioso desarrollo chino en libertad? Eugenio Bregolat lo pone en duda y piensa que los jóvenes mártires de Tiananmen actuaron con precipitación. Yo quiero creer que sí era posible. ¿Por qué en China no hubiera sido posible lo que lo fue en Estados Unidos, en Inglaterra, en Francia, en España y lo está siendo ahora en la India, Chile, Brasil y tantas otras sociedades democráticas? © LA NACION

Festejos e incertidumbre en Venezuela MARIA SAENZ QUESADA PARA LA NACION

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A República Bolivariana de Venezuela ha celebrado sus 200 años de vida independiente en medio de las incertidumbres que depara la enfermedad del presidente Hugo Chávez. Esta semana, los chavistas festejaron por partida doble gracias al regreso del presidente. Venezuela nació formalmente hace 200 años, cuando su primer gobierno autónomo, la Junta Conservadora de los Derechos de Fernando VII, formada en abril de 1810, convocó a un congreso nacional que reunió a representantes de siete provincias. El congreso se dividió. Por una parte, los conservadores, contrarios a la ruptura definitiva con la Península, partidarios de reforzar los privilegios de los criollos y de realizar ciertas innovaciones de corte liberal sin que se aboliera el régimen de castas. De la otra, los radicalizados de la Sociedad Patriótica, club político de Caracas en el que se destacaba Francisco de Miranda, precursor de las luchas por la libertad continental y veterano de las guerras revolucionarias de Europa. A su lado se encontraba Simón Bolívar, de regreso de una misión diplomática a Londres. Fue Bolívar quien propuso al Congreso, en la sesión del 4 de julio de

1811, que se proclamara la independencia: “Pongamos sin temor la piedra fundamental de la libertad sudamericana. Vacilar es perdernos”. Correspondió a Miranda definir los colores de la bandera. La rapidez con que se desarrollaron estos sucesos invita a un ejercicio de historia conjetural. ¿Qué hubiera sucedido en el Virreinato del Río de la Plata si el congreso convocado por la Primera Junta se hubiera reunido de inmediato; si Mariano Moreno hubiera regresado victorioso de su misión a Londres y si la Sociedad Patriótica de Buenos Aires, bajo su dirección, hubiese apresurado la declaración de la independencia? Estas conjeturas se asientan en las notables similitudes entre los procesos revolucionarios que, entre 1808 y 1830, definieron el territorio y el carácter de los nuevos Estados nacionales en la América española. Sabemos que, más allá de las similitudes, fruto de un mundo de ideas compartido por las elites criollas, hubo importantes diferencias según fuera la composición étnica de la población, la riqueza potencial del territorio, la dirigencia local, el tipo de economía y la cercanía o distancia de la metrópoli.

En Venezuela, la temprana declaración de la independencia no contribuyó a consolidar el proceso de emancipación. Por el contrario, generó fuertes reacciones localistas y una guerra civil. En ella se planteó el abismo que separaba a los sectores patriotas de la aristocracia criolla, dueños de las ricas plantaciones de la costa, trabajadas por esclavos, de los que querían la igualdad social, como era el caso de los pardos y de los blancos venidos de las Canarias. Las contradicciones de la Primera República fueron hábilmente aprovechadas por los jefes realistas. Pudo verse, entonces, a pardos y esclavos que, en nombre de Fernando VII y convencidos de que se les daría la libertad, luchaban contra la independencia proclamaba por los criollos. El conflicto terminó con la derrota de la Primera República, víctima de la discordia interna, que incluyó un dramático enfrentamiento personal entre Bolívar y Miranda. En este bicentenario de Venezuela, junto a la algarabía y al discurso bolivariano oficial se escuchan otras voces que en seminarios y en publicaciones especializadas, colecciones populares y medios de comu-

nicación masivos, aportan su reflexión sobre los orígenes del país. Es destacable la apertura a la consulta popular de 60.000 documentos del archivo de Bolívar en el portal de Internet de la Academia Nacional de la Historia (Caracas). “Este trabajo es en sí una revolución del conocimiento histórico. Así se llega en forma directa al Libertador y se podrá consultar con autonomía de criterio”, afirma el presidente de la ANH, Elías Pino Iturrieta. “Estudiar historia es aprender libertad”, dijo el gran historiador venezolano Germán Carrera Damas, quien, con 80 años cumplidos, insiste en señalar “la responsabilidad social del historiador”. Esa responsabilidad es asunto álgido en la República Bolivariana de Venezuela, donde la intención oficial es convertir a Bolívar, un hombre imbuido de las ideas liberales –al punto que recitaba de memoria párrafos enteros de Voltaire en la tertulia de sus oficiales– en precursor del socialismo del siglo XXI. Por cierto, el chavismo no es pionero en la manipulación de la historia; puede decirse que en esto sigue la huella dejada por otros políticos auxiliados por historiadores, responsables de lo que Carrera

Damas ha definido como la “deformación bolivariana” de la historiografía. Esta, al identificar el proceso de la emancipación con la figura de Bolívar, lo tiñe de carácter bélico y omite valiosos aspectos sociales y culturales. Felizmente, en este bicentenario, los historiadores aportan ideas, conocimientos y alternativas para pensar el futuro del país, sin localismos, reduccionismos o etnocentrismos. Trabajan pensando en el mediano y el largo plazo. Con la amplitud de miras que corresponde a su formación profesional, bucean en el fascinante escenario histórico que constituye Venezuela en los comienzos de su historia independiente, los tiempos de las “lanzas coloradas” de los míticos llaneros, los otros gauchos de las sabanas del norte de América del Sur. Su esfuerzo es válido, porque sólo desde el estudio veraz y riguroso del pasado la historia puede contribuir a que la sociedad reflexione sobre sus logros y sus carencias. © LA NACION La autora es historiadora. Dirige la revista Todo es historia