ejecución hipotecaria

Fachada de un moderno edificio de apartamentos ante la que se extiende un pequeño jardín. Un escenario que transmite la imagen de un mundo ordenado y feliz. Es primera hora de la mañana. En ese instante, caminando por la acera hacia el portal, se acercan. Martínez (42), de aspecto serio, vestido con cazadora de ...
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Edición no venal de la Fundación SGAE para la promoción y difusión de textos teatrales objeto de estreno.

MIGUEL Ángel Sánchez Ejecución hipotecaria

Sin la autorización por escrito de la editorial, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra ni tampoco su tratamiento o transmisión por ningún medio o sistema. De igual manera, todos los derechos que de ella dimanen, cualquiera que sea la naturaleza de estos, así como las traducciones que puedan hacerse, incluyéndose igualmente las representaciones profesionales y de aficionados, las películas de corto y largo metraje, recitación, lectura pública y retransmisión por radio o televisión, quedan estrictamente reservados. Se pone un especial énfasis en el tema de las lecturas públicas, cuyo permiso deberá asegurarse por escrito. Las solicitudes para la representación de esta obra, de cualquier clase y en cualquier lugar del mundo, habrán de dirigirse a Sociedad General de Autores y Editores, SGAE, en la calle de Fernando VI número 4, 28004 Madrid, España.

Ejecución Hipotecaria Primera edición, 2014

© De Ejecución hipotecaria: Miguel Ángel Sánchez © Del prólogo: José Costa Santiago © Para esta edición: Fundación SGAE, 2014 Coordinación editorial: Pilar López. Diseño de cubierta: El Taller de GC. Maquetación: Navagraf, S. A. Corrección: Marisa Barreno. Imprime: Estugraf Impresores, S. L.

Edita: Fundación SGAE Bárbara de Braganza, 7, 28004 Madrid / [email protected] www.fundacionsgae.org EDICIÓN PROMOCIONAL. PROHIBIDA SU VENTA D. L.: M-9478-2014

Las miserias del capital Digámoslo enseguida. Miguel Ángel Sánchez ha conseguido algo muy difícil: una primera obra teatral buena, oportuna y necesaria. Conseguir alguno de estos adjetivos ya es un mérito en sí mismo, pero que los tres juntos se encuentren en una misma obra no suele darse con la frecuencia anhelada en cualquier arte. Y Miguel Ángel Sánchez no lo tenía fácil. Nada más difícil que extraer del continuo de la realidad un poco de trascendencia. Lo real nos amenaza con su torrente de acontecimientos y hay que saber pararse para que una noticia traspase la voracidad del tiempo y consiga hablarnos de lo efímero y de lo eterno. Que una noticia del periódico se escape de la enrabietada actualidad y se extraiga de su inmanencia la verdad que esconde es en apariencia tan fácil como que pase inadvertida para el lector atosigado. El atosigamiento y su correlato de impotencia son los frutos más perversos de esta época, o lo que es lo mismo, de siempre. La realidad, que en sí misma no es nada, pretende ser todo lo que hay y que no haya nada que se escape a su construcción. Pero por sus márgenes se filtra el aliento de vida, y en ese aliento respiramos. El teatro y el cine, como medios de formación de masas, tienen la triste misión de cerrar las heridas por las que respira el descontento, acallando el dolor que la uniformidad impone. Y lo consigue la mayor parte del tiempo. Pero afortunadamente, de cuando en cuando, algunas creaciones aciertan en descorrer el velo de mentiras con las que se fragua la creencia imperante. En esos momentos reconocemos la verdad que nos secuestran y, como si un telón se descorriera, vemos la tramoya que hay detrás de la representación. La realidad no está hecha de verdades, sino de mentiras repetidas tantas veces que aca-

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bamos por sucumbir a su desprecio. A este imperio de la muerte colabora fervorosamente la ficción en todos los géneros. Es tan necesaria la ficción para el mantenimiento de la realidad como el dinero es su razón de ser. De ahí que, cuando una obra acierta en denunciar la mentira emboscada, sintamos un escalofrío de gozo y de agradecimiento. Ejecución hipotecaria es un milagro en este sentido. Cuando Miguel Ángel Sánchez comentó que estaba escribiendo una obra de teatro cuya simiente era una noticia del periódico, a pesar de la calidad de otros productos del autor, como su película Arderás conmigo y el guión Al filo de la media luna, cabía temerse lo peor. Un texto tan fatigoso como las noticias, tan preñado de muerte como el propio periódico. El tipo de noticia que envejece al día siguiente. Para contento de los primeros lectores, el texto no solo estaba bien escrito, sino que conseguía poner en pie la representación de una de las mentiras más sangrantes que padecemos. El cerco que las mafias políticofinancieras han puesto sobre algo tan básico como el derecho a vivir. Y no nos referimos a nada tan peregrino como el deseo de otra vida, la vida de verdad, sino simplemente a la vida prefabricada, la que nos dan hecha. Ese simulacro de vida en el que podemos exigir que se cumplan las promesas que el poder ofrece a cambio de nuestro sometimiento: el derecho al trabajo, a la sanidad, a la enseñanza y a una vivienda digna. Esos mínimos que los esclavos de la democracia reclaman a sus señores. Ni más ni menos que lo que en un momento de la obra, con la clarividencia de la desesperación, viene a decir Charly, el personaje que con tanta verosimilitud ha encarnado Juan Codina en el magnífico montaje de la obra que ha realizado la compañía Kproducciones. Miguel Ángel Sánchez construye unos personajes que reconocemos, que están cerca de nosotros, que son como nosotros. Los coloca ahí, a la altura de nuestros ojos, para que entendamos que cada uno de ellos es intercambiable por cualquiera del público y que el público es intercambiable por los actores. Ellos mismos son intercambiables entre sí. Representan el papel que les ha correspondido en el drama, pero podrían estar en la posición del otro. Basta con perder el trabajo, con que la mala suerte de que la máquina de producción y consumo no te necesite, para que tu mundo se desmorone



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y los sentimientos que creemos más profundos se esfumen. La realidad es tan dura como frágil. El dinero configura los amores y los odios, y su ausencia tiene el efecto devastador del ácido sulfúrico. Así conocemos a Charly al principio de la representación, deprimido y errante, oscurecido por lo que sabe y que el público —y ahora el lector— irá descubriendo conforme se vaya revelando cada personaje. Y es bueno eso, que al final vayamos al principio, cuando cerramos el círculo y entendemos el porqué de su deambular taciturno y los motivos que le llevan a echarse al monte, lo que en la vida urbana corresponde con crucificarse con la misma escopeta que antes servía para que sus abuelos se ganaran la vida, tal como se representa en el cartel de la obra. Charly, un bendito de Dios, una buena pieza para un buen engranaje: “Yo solo quería ganarme la vida honradamente. Trabajar y consumir. Al final, después de toda una vida de rebeldía, había asumido los sagrados preceptos del capitalismo”. La materia oscura imprescindible para la construcción de la realidad. Charly, un Carlos que puede ser calefactor, policía o agente judicial, según vengan dadas las cosas. Un fulano cualquiera que sabe que no ha hecho el mundo, que está jugando con las reglas que le han sido impuestas y que, ahora que no tiene nada que perder, no está dispuesto a seguir tragando las mentiras urdidas para justificar el saqueo. Pero cuidado con los Carlos de este mundo, con los desheredados de la fortuna. Como los demás seres acorralados, pueden ser peligrosos y lanzarse al cuello de sus depredadores. Las víctimas pueden victimizar a otros inocentes. La desgracia no trae felicidad ni justicia. Pero en este circo de personajes intercambiables no todos son iguales ni tienen la misma responsabilidad en el sostenimiento del orden. Los peores son los lacayos que justifican al señor. Miguel Ángel Sánchez construye el discurso de su obra con claridad y precisión. Está con Charly, pero también, como no puede por menos, con los otros personajes. Cada uno tiene su voz y su doctrina, y entenderlos es imprescindible para no simplificar lo complejo pero sí clarificar la confusión. Las justificaciones del poder se van graduando en las distintas voces. Desde el policía pancista que se vanagloria de su racismo de cartón piedra y manoseados tópicos (excelente Adolfo Fernández en el montaje anteriormente citado, que se

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queda con este personaje secundario y se desdobla en las tareas de dirección), hasta la primera en el escalafón, la representante del banco —también excelente Sonia Almarcha, como el resto del elenco—, que se esfuerza en sostener lo que cree y en creer en cada situación lo que le conviene. Entre estos extremos de la moral del éxito está la víctima propiciatoria. Esa que la experiencia narrativa nos indica que está condenada a perecer bajo las ruedas del azar. La que pasaba por allí y que tiene poco que ganar y sí mucho que perder. La piedra angular de la desgracia. La que con su mala suerte adelanta que vamos a asistir a un drama transmutado en tragedia. Y como toda tragedia auténtica roza en su extremo la comicidad. Situaciones cotidianas guardan un caudal imprevisto de gracia. Los personajes no lo saben —y es mejor que los actores se olviden de ello—. Tienen que ser como niños que ignoran de qué se ríen los mayores cuando hacen sus gracias, y, cuando lo saben, pierden el encanto original. En la lectura de esta obra encontréis momentos así, y los que vean alguna representación oirán reír con algo que, sentido de otra forma, maldita gracia tiene. Es el milagro del teatro en directo, que no está nunca hecho, que cada tono tiene una carga oscura que puede suspender tu ánimo, levantar un suspiro o arrancar la carcajada. Y al día siguiente todo cambia. Donde ayer rieron, hoy se escuchan suspiros o aflora una lágrima. “¿Quién vigila por el dictador cuando duerme?”, se preguntaba el clásico. En este texto vamos viendo la larga lista de obedientes servidores que necesita la realidad para imponerse. Si hay un representante del juzgado, tiene que haber una ayudante que lo sostiene. Si hay un triste cerrajero, inmigrante por más señas, para que su desgracia sea más desgarradora, tiene que haber unos señores ante los que hacer méritos. La maquinaria de aniquilación no precisa de uniformidad. No es necesario que los del juzgado vean el caso de la misma manera. Incluso es bueno y democrático que haya matices entre ellos. Como es imprescindible que ninguno se sienta responsable único de su acción. La responsabilidad se diluye en la distribución del trabajo. Dicen que en los pelotones de fusilamiento algunas municiones son de fogueo. Es un truco perverso para que nadie se sienta aplastado por la culpa, pero tampoco inocente.



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En la obra, desde la primera escena, oímos o leemos la determinación del mandamás de oficio, su deseo de acabar cuanto antes, de dar por sentenciado el caso, y los escrúpulos morales de su ayudante, que le recuerda la letra de la ley y la conculcación del lanzamiento. Tienen que informar al inquilino de sus derechos, pero eso, claro, demoraría el caso innecesariamente: como un muerto que se niega al entierro. La guillotina ha caído y la cabeza tiene que rodar. Esa injusticia, revestida de inexorabilidad, tiñe el desarrollo argumental desde el arranque y en un avance imparable va convirtiendo lo que podría ser un acto cotidiano sin historia en la historia cantada de una tragedia: la locura, que se dará no como patología innata, sino como consecuencia de unas leyes económicas criminales que condenan a la mayoría en beneficio exclusivo de unos pocos. La urdimbre que crea Miguel Ángel Sánchez se articula en una trama que sostiene la tragedia sin altibajos. Pero con varios puntos de inflexión. El espectador que tuvo la suerte de ver la representación en su estreno en Santurce o en la sala Mirador (qué bien que Juan Diego Botto, programador de la sala en el momento del estreno de la obra, se arriesgara con un texto tan radical y por un autor en alza) ya sabe cuáles son estos puntos de inflexión y entiende la necesidad de dejar ahora al lector que los descubra. Tampoco es misión de este prólogo confundir la representación con el texto, aunque ha sido una versión tan acertada que cuesta trabajo distanciarse. Un punto y aparte merece la compañera de Charly. La fidelidad comprometida. La mujer que apuesta por su compañero para bien y para mal. La que entiende que ejecución hipotecaria es el nombre de la trampa para cazar incautos. Ella es otra víctima del paro, otra pieza con difícil reciclaje. Con su edad no va a encontrar trabajo. No reúne ya el perfil. Demasiado mayor, sin el inglés obligatorio, quién la va a contratar. Dos asalariados sin salario. Dos piezas sin maquinaria a la que servir. La obra la presenta a través del recuerdo de Charly (por cierto, el nombre que por extensión recibían los vietnamitas en aquella otra guerra). Los conocemos en los buenos momentos, cuando todo parecía posible, cuando esto era jauja y parecía que la clase media podía con esfuerzo, trabajo y voluntad remontar su condición. Los oímos pergeñar sueños y cómo estos sueños se des-

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moronan. Es difícil quererse en tales condiciones, pero van aguantando y aguantando. Hasta la mentira final. Leyendo esta obra y conociendo las anteriores del autor, el afán psicoanalista podría llevar a preguntarnos si Miguel Ángel Sánchez tiene un problema con la autoridad. Y en efecto, sus trabajos más personales reflejan un conflicto con el poder, ya sea la familia, la justicia o el Estado en su conjunto. En este texto y en los anteriores, sin embargo, lo que se desprende es el abuso sistemático del poder con los ciudadanos a los que debe proteger. Es la autoridad la que tiene un grave problema con los súbditos, sus votantes. Es el poder el que tendría que sentarse en el sillón del psicoanalista y hacérselo ver. Atreverse a mirar a la cara a sus horrores y aprender de una vez de sus errores. Pero no parece que haya sido así ni que estén dispuestos a refundar el capitalismo, como proclamaron temblorosos al principio de la crisis; cuando todavía tenían miedo de las consecuencias de su avaricia desenfrenada. Pero, ay, se les pasó pronto. Su ejército de economistas de trinchera y demás esbirros de guardia les lamieron pronto las heridas y fabricaron enseguida nueva munición. Y ya están dispuestos a seguir el combate. Los muertos no los ponen ellos. Por un millonario que se tira por la ventana, millones de pobres padecen o mueren. Ahora ya ven los motivos que hacen que esta obra sea buena, oportuna y necesaria: cae como agua vivificadora en la boca del sediento. Queda otra cosa por decir. No es un punto de inflexión sino de reflexión. Algo que no por sabido se dice lo suficiente. Lo peor de la pobreza no es únicamente la falta de recursos, sino, para más inri, la mala conciencia que genera. El parado se queda no solo sin un medio de vida, sino con la debilitadora sospecha de tener lo que merece. Con la sangrante herida de su culpa. Quien así lo siente ya ha sido derrotado y su vergüenza es la fuerza de este capitalismo sin entrañas. De la usura más siniestra, de la usura sin complejos. No podemos caer en semejante añagaza. ¡Que se avergüencen los canallas! José Costa Santiago Periodista y escritor

Ejecución hipotecaria Estrenada por Kproducciones el 8 de noviembre de 2013 en el teatro Serantes de Santurce (Bilbao).

Reparto Calonge Rosa Charly Garrido Vidal Hugo Martínez

Susana Abaitua Sonia Almarcha Juan Codina Adolfo Fernández Elia Galera Rafael Martín Ismael Martínez

Dirección

Adolfo Fernández

Ficha técnica Ayudante de dirección Escenografía y vídeo Iluminación Música y espacio sonoro Fotografía Diseño gráfico Producción ejecutiva Ayudante de producción Prensa y comunicación Distribución

Ángel Solo Eduardo Moreno y Pau Fullana Pedro Yagüe Mariano Marín David Ruano Minim Comunicación Cristina Elso Andrea Delea María Díaz Emilia Yagüe Producciones

Acto primero Escena primera

Fachada de un moderno edificio de apartamentos ante la que se extiende un pequeño jardín. Un escenario que transmite la imagen de un mundo ordenado y feliz. Es primera hora de la mañana. En ese instante, caminando por la acera hacia el portal, se acercan Martínez (42), de aspecto serio, vestido con cazadora de cuero bajo la que lleva camisa y corbata, con una carpeta en la mano, y Calonge (25), una chica de bonito rostro y corta estatura, que viste cazadora y pantalones vaqueros, también con una carpeta. Calonge.— ... esa mujer ahí, en el quicio de la puerta, con esa mirada de impotencia... No me la he podido quitar de la cabeza en todo el fin de semana. Martínez.— Tienes que aprender a desconectar. (Se detiene junto al seto y mira el número del portal) Espera..., el veintiuno, aquí es... Y, como siempre, llegamos los primeros. Martínez abre una verja por la que invita a pasar a Calonge. Luego entra él. Ambos atraviesan el pequeño jardín y se detienen junto al portal. Calonge.— Incluso he soñado con ella. Martínez.— Qué horror. Tú no puedes seguir así.

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Calonge.— ¿Y tú? ¿Nunca tienes problemas de sueño? Martínez.— ¿Yo? Duermo perfectamente. Calonge.— ¿Ni en esos casos en los que sabes que se trata de una injusticia? Martínez.— A veces me afecta, sí. Soy un ser humano, tengo sentimientos. Pero pienso que, si no lo hago yo, lo va a hacer otro. Calonge.— Un caso como el de Aluche, por ejemplo. Martínez.— Es que a ti también te ha tocado cada historia... Calonge.— Le pillé en el salón, ¿te acuerdas? Con la soga en el cuello. Me miró un momento y luego cerró los ojos, como si quisiera darse fuerzas para saltar. Martínez.— Pero le salvaste. Calonge.— En una repisa de la entrada había visto la foto de una niña, por eso se me ocurrió hablarle de su hija. Martínez.— Estuviste fantástica. Calonge.— Para lo que sirvió... Dos semanas después se tiró por la ventana. Martínez.— ¿Y qué vas a hacer? Nuestro trabajo es así, convives con el lado más sórdido de la vida. O aprendes a llevarlo mejor, o vas a sufrir mucho. Calonge.— Estoy pensando en dejarlo. Martínez.— ¿Dejarlo? ¿Lo dices en serio? Venga, Calonge, tú estás loca. ¡Con lo que cuesta sacar las oposiciones! Bueno, qué coño, ¡y lo que cuesta conseguir un trabajo!

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Calonge.— Si no fuera por eso, ya me habría ido. Martínez.— Lo que pasa es que llevas poco tiempo. Cuando lleves los años que yo... Calonge.— No es eso, no sé. Yo creo que es mi carácter. Martínez.— Que sí, ya verás, acabarás por acostumbrarte. No digo que a veces no te cueste alguna lágrima, o no tengas que tomar una pastilla para dormir... Calonge.— ¿Por eso tú duermes tan de puta madre, no? Vaya tristeza. Martínez.— ¿No es mejor eso que estar en la cola del paro? Calonge se encoge de hombros y enciende un cigarrillo. Martínez mira la hora. ¡Joder, las nueve y diez! ¿Es que no hay manera de que esta gente llegue a su hora? (Cambia de tono) Yo sentiría que lo dejaras. Calonge.— Hombre, gracias. Yo que creía que estabas deseando perderme de vista. Martínez.— ¿Yo? Calonge.— Como siempre te quejas de lo que fumo..., y de que te llevo la contraria. Y en eso a lo mejor tienes razón. En mi casa, por lo menos, tengo fama de tocapelotas. Martínez.— Pues, ya ves..., debo ser un poco masoquista... No, en serio, te echaría mucho de menos. Calonge.— Muy amable. Recuérdame que hoy pague los cafés.

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Martínez.— Lo digo sinceramente. Yo... (Se interrumpe) he llegado a venir contento a esta mierda de trabajo solo por compartir estos ratos contigo. Calonge le mira, muy sorprendida del rumbo que toma la conversación. Calonge.— ¡Vaya! Martínez.— ¿Te extraña? No sé por qué. Una chica joven y guapa como tú... Calonge.— Bueno, no sé. Quizá porque eres mi jefe, y estás casado. Martínez.— (Cortado) Ya. Calonge.— ¿Esas pequeñas cosas, no? Ambos siguen esperando en el portal. Ahora evitan mirarse. En ese instante, Garrido (28), un policía municipal de complexión fuerte, abre la verja y se acerca al portal. Garrido.— Muy buenas, ¿ya estáis aquí? Martínez.— (De mal humor) No, solo es una alucinación. Nosotros, en realidad, todavía no nos hemos levantado de la cama. ¡Pues claro que estamos aquí, joder! ¿Es que no lo ves? ¡Y llevamos un rato esperando! Garrido.— Perdone usted, señor. Ya veo que está de lunes. Martínez.— No, coño, es que siempre llegáis tarde; cuando no eres tú, es tu compañero. Garrido.— (Mira a Calonge) ¿Y la señorita? ¿De lunes también? Calonge.— A mí ya sabes que no me importa el día.

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Garrido.— Sí, ya lo sé. Tú estás de mala leche todos los días de la semana, ¿no? Pues qué alegría. Y sin desayunar. (Señala el portal) ¿Qué nos vamos a encontrar aquí? Martínez abre su carpeta y mira un papel. Martínez.— Rosa Zamora. Cincuenta y tres. Debe cientocincuentamil. Garrido.— (Mira el portal) Pues el portal tiene una pinta cojonuda, ¿eh? No me importaría vivir en un apartamento de estos. Suena el móvil de Martínez, que descuelga. Martínez.— Sí. (...) Desde hace rato, sí. (...) (Mira el reloj) Pues me haces polvo. No sé si sabes que esta mañana, además del tuyo, tengo otros siete. (...) Tranquilo no, joder. Si es que voy a todos los sitios perdiendo el culo, y al final siempre llego tarde a comer. (...) Además de que nunca cobro esas horas... (...) De acuerdo. Pero si acabamos y no has venido... (...) Venga, vale. ¿Sabes llegar hasta aquí? Está un poco complicado. (...) Tu GPS, ya. Venga, hasta luego. Martínez guarda el móvil. Martínez.— La del banco, que empecemos sin ella. Calonge.— ¿Hoy también está en un atasco? Martínez.— (Afirma, irónico) El tráfico en Madrid, un problema irresoluble... Garrido.— ¿Pero todavía falta el cerrajero, no? Martínez.— (Más ironía) Ahí has estado muy observador. Garrido.— (Mira a Martínez con cierto mosqueo) ¿Quién viene hoy?

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Calonge.— Hugo. Garrido.— ¿El “panchito”? Martínez asiente. Garrido menea la cabeza. ¿Seguro que se acuerda de que tiene que venir? Calonge.— ¿Cómo no se va a acordar? Garrido.— No, oye... No tengo nada contra esta gente, ¿eh?, pero currando son un desastre. Calonge.— Dique sí, tío. No tengo nada contra los “panchitos”, pero son todos iguales. Unos vagos y unos sinvergüenzas. Garrido.— Yo no he dicho eso. Martínez.— Calonge. Calonge.— (A Martínez) ¿Qué? No tengo por qué aguantar determinado tipo de comentarios. Garrido.— ¿Pero qué coño de comentario he hecho? A ver. A este paso, uno ya no se va a poder expresar con libertad en ningún sitio. Calonge.— Si vas a hacer apología del racismo... Garrido.— ¡Apología del racismo! Martínez.— Vale ya, coño, siempre estáis igual. Garrido y Calonge se miden con la mirada. Martínez.— ¿Os apetece un café? A ver por esta zona dónde hay un bar.

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Los tres se alejan del portal y se dirigen hacia la verja. En ese instante, Hugo (30), dominicano, llega corriendo por la calle, con una bolsa de deportes al hombro. Hugo.— (Jadeante) Perdone, señor Martínez, no he podido venir antes. Tengo al niño malo, ¿sabe?, con mucha fiebre... Y además este sitio... Calonge.— ¿Qué le pasa al crío? Hugo.— Debe ser una bronquitis, porque no ha parado de toser en toda la noche. Y es que se pone en cuarenta de fiebre a la que te descuidas... Martínez.— ¿No habéis ido al médico? Hugo.— ¡La última vez que estuvimos en urgencias tuvimos que esperar cuatro horas! Mi mujer le ha puesto paños fríos. A ver si así le baja. Martínez.— Seguro que sí, hombre. ¿Qué edad tiene? Hugo.— Dos años. Martínez.— Ya sabes que a esa edad la fiebre sube y baja como una montaña rusa. (Señala la puerta) Venga, vamos a ello. Garrido.— ¿No íbamos a tomar un café? Martínez.— ¿Con el retraso que llevamos? (Mira a Calonge) Calonge... Martínez y Calonge vuelven al portal, seguidos de Garrido y Hugo. Calonge llama al portero automático de la casa. Nadie contesta. Insiste. Calonge vuelve a llamar. Nada. Luego llama a un vecino.

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Charly (Off).— ¿Quién? Calonge.— Hola, buenos días. Mire, venimos del juzgado. Queremos hablar con... (Consulta sus papeles) Rosa Zamora, del tercero A. ¿Nos abre, por favor? Se abre la puerta. Martínez.— (Con prisa) Adelante, adelante vamos. Martínez indica a los demás que pasen y entra en último lugar. Todos caminan por el pasillo, hasta un rellano con dos puertas a ambos lados. ¡Cuándo llegará el día en que entreguen voluntariamente las llaves en el juzgado y nosotros nos limitemos a dar constancia del cambio de propietario! Es verdad, hombre, ¡tanto protocolo y tanta historia! Que entreguen las llaves y ya está. ¡Todo limpio, coño! Se detienen ante la puerta que tiene la letra A. Calonge llama al timbre. Nadie responde. Garrido.— Esta parece que se ha pirao. Calonge.— ¿Llamo a los vecinos a ver si saben algo? Martínez niega. Martínez.— No perdamos más tiempo. (Señala a Hugo) Damos inicio al lanzamiento. Hugo saca una taladradora de su bolsa de deportes, con la que se dispone a desatornillar la cerradura de la puerta. En ese instante, suena su móvil. Hugo se disculpa con un gesto y se aleja por el pasillo para atender el teléfono. Hugo.— Hola, mujer. (...) ¿Otra vez? (...)

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Martínez, Calonge y Garrido pretenden mirar para otro lado, pero es evidente que se enteran de todo. Vamos, no llores. (...) Llévale al ambulatorio y que le vean. (...) Sí, claro que sí, con esa fiebre, sí... No se van a arriesgar a que le pase nada. Venga, bájale. (...) No. Bueno, no sé, voy a intentarlo. De todas formas, tú, llámame con lo que sea, ¿okey? (...) Yo también. Y tranquila. Hugo concluye la conversación, y su mirada tropieza con la de sus compañeros. Calonge.— ¿Está peor? Hugo.— ¡No baja de cuarenta! ¡De esta le saco de la guardería, coño! En cuanto va dos días seguidos, se pone malo. Martínez.— Venga, no te preocupes. ¿Vais a llevarle al médico, no? Hugo.— Sí. (Instantes en silencio) ¿Yo me podría pasar ahora por el ambulatorio? Martínez.— ¿Ahora? Hugo.— Es que no sé si querrán atenderle. Martínez.— Sí, por dios. ¿Por qué no? Hugo se calla. ¿Tienes papeles, no? Hugo.— (Tras una pausa) Sí. Martínez.— Entonces, no hay problema. Calonge.— (A Martínez) ¿No se podría llamar a su jefe para que manden otro cerrajero?

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Martínez.— Y mientras viene, se nos ha ido la mañana. (A Hugo) Mira, primero cambias la cerradura, y luego llamas a tu mujer, a ver qué ha dicho el médico. Hugo.— ¿Y si no le atienden? Martínez.— ¿Pero tú tienes papeles o no? Hugo no sabe qué decir. Además, si es una urgencia, tienen que atenderle, ¿no? (Impaciente) Entonces, ¿podemos empezar? Hugo, no muy convencido, pone en marcha la taladradora y se acerca de nuevo a la cerradura. En ese instante se abre la puerta de al lado, y en el umbral aparece Charly (50), para sorpresa de todos. Es un individuo flaco, de pelo largo y bigote de herradura, con apreciables ojeras. Su aliento apesta a cerveza. Su aspecto es el de un viejo roquero de barrio. Charly.— Creo que se han confundido de puerta. Garrido.— Vuelva a su casa, por favor. Esto no es asunto suyo. Charly.— Me parece que sí. Los del desahucio, ¿no? Martínez.— (Afirma) ¿Por qué? Charly.— Rosa Zamora es aquí. Martínez.— ¿Ahí? (A Calonge) ¿No era la puerta A? Calonge.— (Sorprendida) Sí... No sé... Habrá sido... Calonge, cogida en falta, empieza a buscar entre sus papeles. Martínez.— (A Charly) ¿Dónde está ella?

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Charly.— Ni puta idea. Martínez.— (Irritado) ¿No dice que vive ahí? Charly.— (Niega) Ya no. Se fue hace unos días. Martínez.— ¿Y usted quién es? Charly.— Soy su pareja. Bueno, su ex. Martínez.— ¿Y no sabe cuál es su paradero? Charly hace un gesto negativo. Charly.— No. Me ha dejado, ¿sabes? Martínez.— Lo siento, señor, tiene usted que abandonar el domicilio. Aquí tiene la orden judicial, y aquí el decreto de adjudicación que determina que el banco es el nuevo propietario del... Calonge.— (Interrumpe) Perdona. (Aparta a Martínez un par de pasos y cuchichea con él) De momento, podría quedarse, ¿no? Acuérdate del artículo doscientos siete punto dos: “Si el inmueble estuviera ocupado por terceras personas distintas al demandado, el tribunal les notificará la ejecución para que presenten los títulos que justifiquen su situación en el plazo de diez días”. Martínez.— (Cuchichea también, de mal humor) Calonge, por favor. Ese artículo se aplica en casos en los que el demandado ha alquilado el piso a terceras personas. Pero este hombre era la pareja de la demandada. A efectos legales, es un “ocupa”. Calonge.— En ese caso estaría en precario, y transcurridos esos diez días sin que hubiera presentado documento justificativo de su situación, el banco tendría que solicitar un nuevo lanzamiento al juzgado.

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Martínez.— (Contiene su indignación) Pero tú... Vamos a ver, ¿no ves que eso significaría llevar otra vez el caso al juez para que dictamine una nueva orden? ¿Crees que eso le va a gustar? ¿Para qué vamos a complicarnos la vida? Calonge.— Para hacer bien las cosas. Y para informar a este hombre de que la ley le concede esa posibilidad. Martínez toma aire. Parece a punto de estallar. Martínez.— Mira, Teresa de Calcuta, este tío está ya en la puta calle... Charly.— (Le ha oído) Pasad, pasad. Yo ya me piro. Martínez y Calonge se miran, un tanto sorprendidos. Charly se aparta de la puerta y les invita a pasar. Martínez se apresura a entrar, seguido de los demás. Todos acceden al salón, sumido en la penumbra, dividido en una zona de estar, donde hay un confortable sofá ante un televisor, y zona de comedor, con una mesa y unas sillas junto a la ventana. Termino de recoger y vuelvo. Martínez.— Deprisa, por favor. (A Calonge) ¿Lo ves? Charly desaparece por unas escaleras que suben a un entresuelo. (Gesto de oler mal) ¡Uf! Huele a cerrado, ¿no? (Señala la ventana) Abre ahí, Calonge, anda. Que corra el aire. Calonge se apresura a abrir la ventana y la luz entra en el salón. En un extremo de la sala de estar también hay una cocina americana, separada del salón por una barra. En el suelo se observan numerosas cajas de cartón amontonadas aquí y allá, de las que asoman cedés y electrodomésticos, y algunas cuerdas en el suelo.

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Garrido.— (Señala el televisor) Qué patética esta gente, ¿os habéis fijado? No tienen dónde caerse muertos, pero en ningún salón falta un televisor de plasma. Y además, de marca. Hugo.— (Se acerca a la tele) Oye, con esto, luego, ¿qué se hace? ¿Se subasta? Hugo enreda con el mando a distancia y enciende involuntariamente el televisor. En ese instante, Charly irrumpe en el salón empuñando una escopeta de caza, con la que apunta a la cabeza de Calonge. Charly.— Todos quietos, o le reviento la cabeza. Todos se vuelven hacia él, estupefactos. Martínez.— (Muy nervioso) Tranquilo, tranquilo, ¿eh? Charly.— (A Hugo, muy tenso) Apaga la tele y cierra esa ventana. ¡Venga! (Mira a Garrido) Y tú, el munipa, deja la pistola en el suelo y échala hacia mí. Garrido.— Espera, antes de seguir..., supongo que sabes que te estás metiendo en un lío de la hostia. Charly.— ¡Dame la pistola o disparo! No tengo nada que perder. Garrido.— Yo te comprendo, tío. Sé que estás pasando por un momento muy jodido... Charly.— (Interrumpe) Voy a contar hasta tres. Uno... Garrido.— ... pero todavía estás a tiempo de dar marcha atrás. ¿Qué te ha pasado? Venga, cuéntame. Seguro que se puede encontrar una solución. Así es como no vas a solucionar nada. Charly.— ¡Dos!

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Calonge.— Garrido, joder, no te hagas el héroe. Martínez.— Venga, dale la pistola. Garrido.— ¿No quieres hablar? Si no conozco tu caso, no puedo ayudarte. Y te juro que me gustaría. Charly.— Entonces, dame la pistola de una puta vez. Garrido.— Mira, ya sé lo que vamos a hacer: llamar a la defensora del pueblo. ¿Qué te parece? Hablando se entiende la gente, ¿no? Ella está muy concienciada con el tema de los desahucios, seguro que se le ocurre algo... La llamamos, ¿vale? Garrido se lleva la mano hacia el bolsillo de la camisa, en busca del móvil. Charly.— ¡Quieto! Charly dispara a Garrido un tiro en una pierna. El policía cae al suelo entre aullidos de dolor. ¡Es que no hay manera de que le tomen a uno en serio! Garrido.— El móvil, joder. (Se queja) Solo iba a coger el móvil... Charly se agacha junto a Garrido, le despoja de la pistola que lleva en la cartuchera y se la mete en el interior del pantalón. Luego apunta al resto, fuera de sí. Martínez, Hugo y Calonge se protegen instintivamente con las manos. Calonge.— ¡No, por favor! Charly.— ¿Quién es el del banco? Se miran unos a otros, sorprendidos.

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¡El del banco, joder! Martínez.— No está. Charly.— ¿Al desahucio no viene el nuevo propietario? Martínez.— (Menea la cabeza repetidas veces, muy nervioso) Sí, sí, sí... Llamó para decirme que estaba en un atasco. No creo que tarde. Charly afirma brevemente y mira a Garrido, que sigue quejándose, tendido en el suelo. Charly.— ¡Cállate de una vez! Garrido deja de quejarse. ¡Tú! (Señala a Hugo) Coge esas cuerdas y ata a los otros. Hugo.— ¿Yo? Charly.— ¿Es que no hablo español? ¡Tú, joder, tú! Hugo coge una cuerda que hay por el suelo con la que empieza a atar a Martínez. Entretanto, la luz comienza a hacerse más tenue, hasta dejar el salón en total oscuridad.

Escena segunda La luz ilumina la cocina americana. Detrás de la barra que separa la cocina del salón, está Rosa (48), una mujer que conserva todavía mucho atractivo, con ropa de andar por casa, preparando la comida. Rosa.— A mí lo que me preocupa es que te agobies. No sé... Los tíos sois tan defensores de vuestra independencia. Charly se acerca y empieza a ayudarla. Charly.— Lo único que cambia es que ahora voy a ayudarte con la hipoteca. Rosa.— Eso es lo de menos. Charly.— Pues entonces. Ya me pasaba la vida aquí. Rosa.— No es lo mismo. No es igual volver a tu casa después de haber pasado el fin de semana juntos, que tener que quedarte aquí el domingo por la noche, a ver la tele en ese sofá, o levantarte conmigo el lunes a las siete. La convivencia... Charly.— (La abraza, cariñoso) ¿Por qué tienes tanto miedo? Rosa.— Perdona, no sé... Deseo tanto que esta vez salga bien. Charly.— ¿Y por qué no?



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Rosa.— (Se encoge de hombros) Porque llevamos siglos viviendo solos, cada uno en su casa, y cuando uno vive solo, y más si ya ha pasado de los cuarenta, se hace egoísta, y se llena de manías... Mira, por las noches: yo solo puedo dormir con las persianas bajadas, y tú siempre te quejas porque necesitas claridad... Charly.— (Bromea) ¿Has probado a dormir con antifaz? Rosa.— Ya. Y porque siempre te ilusionas, y te lo curras, pones todas tus fuerzas para que todo funcione, y para no volver a cometer los errores de siempre, y al final, nunca sabes, la historia siempre se acaba por joder... Charly.— Esta vez no. (Se abrazan estrechamente) Rosa.— ¿Seguro que no vas a salir corriendo? Charly.— Esta vez saldrá bien, no tengas miedo... No volverás a encargar esa comida basura para singles, ni volverás a ver la tele sola ahí los domingos por la noche. Rosa.— ¿Tú no decías que no creías en el amor para toda la vida? Charly.— No es para toda la vida. Solo para los próximos doscientos años. Rosa.— ¿Y si luego te defraudo? A lo mejor no me conoces lo suficiente. Charly.— Lo sé todo sobre ti. Rosa.— ¿Tú crees? Charly.— Odias los domingos por la noche y adoras los sábados por la mañana. Rosa.— Como cualquiera, vaya cosa.

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Charly.— Te gusta quedarte en la cama mientras oyes llover, andar descalza por la arena y las lenguas de gato..., y siempre lloras en las películas de amor. Rosa.— (Complacida) No está mal. Charly.— Actor favorito: Paul Newman. Actriz: Susan Sarandon. Tu color: Azul. Te encantan los restaurantes chinos. Odias las acelgas. Rosa.— Culpa de las monjas. ¿Canción favorita? Esa no te la sabes. Charly.— (Afirma) Con su blanca palidez. Rosa.— ¿Te la había dicho? Charly.— No hace falta. Tengo superpoderes. Rosa.— (Ríe) ¿Ah, sí? Charly.— (Pícaro) ¿No te habías dado cuenta? Rosa.— Fantasma. Charly.— No puedes con la injusticia. Te cabrea cuando se abusa de los débiles o cuando alguien se ríe del más tonto. Te deprimes a menudo, tienes poca confianza en ti misma... Rosa.— Eso lo estoy superando, ¿eh? Charly.— ... y cuando no encuentras algo, las gafas de cerca, por ejemplo, te vuelves insoportable. Rosa.— ¡Quién fue a hablar! ¿Tú te has visto recién levantado, antes de tomarte un café y fumarte un cigarro? Charly.— No te gusta usar perfume, y sin embargo...

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Charly se aprieta contra la espalda de Rosa y huele ávidamente su nuca. ... hueles mejor que nada en el mundo. Rosa se deshace de él, divertida. Rosa.— Espera, ahora no... Tengo que reconocer que me has impresionado. Rosa le da a probar una salsa con el dedo. Mira, prueba esto... Charly.— (Lo saborea) Hostia, ¿qué tiene? Rosa.— ¡Ah! Adivínalo, ¿no tienes superpoderes? Charly.— Curry... Rosa.— Bien. Charly.— Hay un saborcito ahí, al final... Rosa.— Mmm. Charly.— Dame una pista. Rosa.— Es una hierba. Charly.— ¿Salvia? Rosa.— Frío, frío. Charly.— Está cojonudo. A ver, otra vez... Charly lame suavemente el dedo de Rosa.

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Rosa.— ¿Todavía nada? Charly.— Déjame probar un poco más... Charly y Rosa juguetean y ríen. Se besan en la boca.

Escena tercera La cocina se apaga. La luz del salón vuelve a subir de intensidad. Garrido sigue tendido en el suelo, en un charco de sangre. Martínez está sentado en el sofá, atado de pies y manos. Hugo comienza a atar a Calonge ante la atenta mirada de Charly, que fuma un cigarrillo sin dejar de apuntarle con la escopeta. Charly.— (Como para sí mismo) “Lo nuestro funcionará, ya lo verás. Es el principio del fin de la soledad. Hay vida más allá de los cuarenta...”. Superpoderes, sí... ¡Capacidad adivinatoria! Martínez, Garrido y Calonge miran a Charly aterrorizados. Charly.— ¿Qué? ¿Por qué me miráis así? Me veis como a un bicho raro, ¿no? Como esos yanquis a los que un día se les va la olla y empiezan a pegar tiros a todo lo que se mueve. Pues no, no tan deprisa, colegas, que vosotros y yo no somos tan distintos. Garrido.— Espera, tío, tú quieres negociar, ¿no? A lo mejor te sale bien si te lo sabes hacer, pero escucha, escúchame un momento... Yo estoy herido, aquí no te sirvo de nada. Pero, si me dejas salir, puedo ayudarte... Charly.— Entre vosotros y yo, básicamente, solo hay una diferencia, ¿sabéis cuál es? Garrido.— Escúchame, joder...

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Charly.— (A Garrido) ¡Silencio! Quédate en silencio.(Sigue a lo suyo) ¿Alguien sabe decírmelo? ¿No? (Señala a Calonge) A ver, tú, que tienes cara de lista. ¿Cuál es la principal diferencia entre vosotros y yo? Calonge permanece en silencio mientras Hugo termina de atarla. Charly acerca el cañón de la escopeta al rostro de Calonge. Calonge.— Que tú tienes un arma. Charly.— Está bien. Pero no. Mayor que esa. (Señala a Martínez) Tú. La principal diferencia entre nosotros. Martínez no responde. Charly.— ¿No os lo imagináis? Hugo.— Esto ya está, jefe. Hugo termina de atar a Calonge y se vuelve hacia Charly esperando instrucciones. Charly.— (Al munipa) Venga. Garrido.— Espera, por favor, confía en mí. Charly.— Cállate. Garrido.— Si me dejas salir, verán que tienes buena voluntad... Yo puedo ser tu interlocutor... Charly.— (A Hugo) ¡Que le ates! Hugo se arrodilla en el suelo y comienza a atar a Garrido. Garrido.— Puedo decirles que estás armado hasta los dientes, que tienes un perfil de psicópata, ¿eh? Así negociarán. Puedo decirles

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que, si no te dan lo que pides, vas a matar a todos los rehenes. ¿Qué te parece, eh? Charly.— ¿Quieres que empiece por ti? Garrido.— ¡No! Tú eres listo, joder. Esto es una partida de ajedrez. De cómo juegues la partida va a depender tu vida, y si me matas, solo vas a conseguir joder tu situación... Puedo decirles que te pongan un coche en la puerta. Mejor, ¡un helicóptero! Con un helicóptero sales cagando hostias de aquí en unos segundos... Charly.— ¿Quién te ha dicho que quiero negociar? Garrido.— (Estalla) ¡Llama a una ambulancia, por favor! ¡Me estoy desangrando! Si no me sacan pronto de aquí, voy a morir. Charly.— Deberías haberlo pensado cuando viniste a echarme de mi casa con una pistola. Martínez.— (Grita) ¿Qué quieres de nosotros? ¿Por qué...? Charly.— (Grita también, más fuerte) ¡Vale ya! ¡Callaos! Los cuatro rehenes lo miran en silencio. Hugo sigue atando a Garrido. Atención, detalle: que vosotros tenéis trabajo, y yo, no. Esa es la principal diferencia entre vosotros y yo. Aquí donde me veis, hace un par de años yo me levantaba dos o tres mil al mes instalando calentadores. Entonces era un crack. Pero un día se pararon las grúas, y una vez se dejó de construir, todo se fue a la mierda. Y os puede pasar lo mismo, ¿eh? En cuanto empiecen a echar funcionarios de los ministerios. Así que no me miréis así, que no soy un extraterrestre. La diferencia entre vosotros y yo es mucho más pequeña de lo que parece. Porque si a mí no me hubiera faltado

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curro, habría podido seguir pagando la hipoteca, y ahora no estaría en esta situación. Hugo.— (Termina de atar a Garrido) Ya. Charly se inclina para mirar los nudos más de cerca. Luego se vuelve a Hugo. Charly.— Ahora tú. Túmbate en el suelo, boca abajo. Hugo.— ¿No quiere usted nada más, jefe? Charly niega y le hace un gesto de que se tumbe. Mire que yo, desatado, le puedo ser más útil. Charly.— Al suelo. Hugo se arrodilla. Charly deja la escopeta en el suelo y coge la cuerda con la intención de atarle. Sin embargo, para sorpresa de todos, Hugo aprovecha que Charly se ha quedado desarmado para abalanzarse sobre él. Ambos forcejean durante unos instantes ante la mirada aterrorizada de los otros rehenes, hasta que, de repente, Charly consigue zafarse momentáneamente de su adversario, saca el revólver que le ha quitado al policía y dispara varias veces sobre Hugo. (Conmocionado) ¡Joder! Hugo permanece inmóvil, tendido en el suelo. Se sucede un largo silencio. Al fin, Charly se levanta, coge la escopeta y empieza a deambular de un lado a otro del salón. Charly.— ¡Ha sido él! Vosotros lo habéis visto. Yo se lo advertí. ¡Él se lo ha buscado! ¿No le había dicho que no tengo nada que perder? ¿Qué tiene uno que hacer para que le tomen en serio?



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Charly se dirige a la cocina. Una vez allí, enciende un nuevo cigarrillo, tembloroso, y saca una lata de cerveza de la nevera, de la que bebe un par de tragos. Intentas hablar y no te dejan. Lo de siempre. Te dicen que vives en un país libre, que estás en un estado de derecho..., les mola mucho lo del estado de derecho. ¡Un estado de derecho donde no tienes derecho a nada! ¡Ni a una vivienda digna! ¡Me cago en la puta constitución! Y cuando quieres hablar, ni puto caso. Solo hay una manera de que te tomen en serio. (Sostiene la escopeta con las manos) ¡Esta! Ahí sí te escuchan. Pues nada, que se jodan. Si esto es lo único que entienden..., ¡que se jodan! La luz de la cocina empieza a hacerse más tenue, hasta dejar el escenario en completa oscuridad.

Acto segundo Escena primera

Martínez y Calonge siguen sentados en el sofá, atados de pies y manos. Garrido, atado también, permanece en el suelo, junto al cadáver de Hugo. Calonge.— (Mirando a Hugo) Hugo Galván. Inmigrante dominicano. Vino de su país huyendo de la miseria y se encontró con la crisis. Martínez.— Hace solo unos minutos, tan preocupado por su hijo... Quién lo hubiera podido imaginar. Calonge.— Era trabajador y valiente. Garrido.— Hay que reconocer que el tío le ha echado cojones. (Se esfuerza por desatarse) Pero podía haber hecho los nudos un poco más flojos. ¿Vosotros podéis moveros? Martínez y Calonge también intentan aflojar sus ataduras. Martínez.— Nada, imposible. (A Garrido) ¿Morán te espera en el coche? Garrido.— (Niega) Se fue a otro desahucio. Supongo que llamará luego. Martínez.— Qué mala hostia. Todos los días se queda esperando, y precisamente hoy...

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Calonge.— Pero llamará, y cuando no contestes, se preguntará qué pasa... Garrido.— Yo no podré aguantar mucho. Estoy perdiendo mucha sangre. Martínez.— Ánimo, venga. (Con desesperación) No me puedo creer que esto esté pasando. Calonge.— Cuando te dedicas a un trabajo como este, pueden pasar estas cosas. Martínez.— (Irónico) Es lo más normal del mundo, sí. Calonge.— No digo que sea normal. Pero si echas a la gente de su casa, cabe la posibilidad de que se vuelva loca, ¿no? Es algo que puede suceder, vamos, entra dentro de lo probable... Martínez.— Parece que quieres justificar a ese hijo de puta. Calonge.— No es eso, no lo entiendes. (Pausa) Además, no deberíamos haber hecho este lanzamiento. Martínez.— Ya salió. Calonge.— “Si el inmueble estuviera ocupado por terceras personas, el tribunal les concederá el plazo de diez días...” Martínez.— “... para presentar los títulos que justifiquen su permanencia allí”. ¡Me vas a explicar a mí el artículo doscientos siete! No es el caso. Calonge.— “Y una vez transcurridos esos diez días sin haber presentado documento alguno, finalizará el procedimiento contra el demandado por haber abandonado el domicilio y se iniciará juicio en precario contra el nuevo inquilino...”.

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Martínez.— Eso supondría meses. Y, mientras tanto, el propietario sigue sin poder hacerse cargo del inmueble. Calonge.— ¡Ah, claro! ¿El banco, no? ¡A ti lo que te preocupa es el banco! Martínez.— ¡Eso no es cierto! Defiendo los intereses del propietario antes de los de un caradura que se aprovecha de la situación. Calonge.— Tú ves un caradura donde yo veo un ser humano. Martínez.— ¡Un ser humano que ha matado a un panchito y a un poli y puede matarnos a todos! Garrido.— Yo preferiría que no adelantaras acontecimientos... Calonge.— ¡Pues si no hubiéramos hecho el lanzamiento, a lo mejor no habría matado a Hugo, ni ahora estaríamos aquí! Martínez.— ¡Ahora es culpa mía que Hugo haya muerto! Garrido.— ¡Vale ya, joder! Me estoy desangrando. ¡Dejad de hablar de gilipolleces y vamos a pensar una manera de salir de aquí! Suena el móvil de Martínez. Todos permanecen expectantes. Instantes después, Charly regresa con una cerveza en la mano, saca el móvil de la cazadora de Martínez y mira la pantalla. Charly.— (Lee lo que pone en la pantalla) Laura. ¿Quién es? Martínez.— Mi hija. Charly.— Contesta. Di que todo va bien. Charly sostiene el móvil frente a Martínez, y este comienza a hablar.

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Martínez.— Laura. (...) Qué remedio. ¿Tú qué haces que no estás en clase? (...) ¿El viaje? (...) El viaje a Londres, sí. ¿No habíamos quedado en que para ir a ese viaje primero tienes que recuperar todas las que has cateado? (...) Pues reserva. (...) Ya. ¿Cuánto es? (...) De acuerdo. Pero si no... (...) Sí, sí, reserva la plaza, me has oído bien. Pero si no apruebas, no vas. (...) Espera, cariño. (...) Te quiero. Martínez concluye la llamada, y baja la cabeza para ocultar su emoción a los demás. Charly apura de un trago su cerveza y tira la lata. Charly.— ¿Quiere ir a Londres? Martínez.— (Sorprendido por la pregunta) De viaje de fin de curso. Charly.— Cuando era chaval, me molaba todo lo que venía de Londres: la música, la forma de vestir. The Clash. ¿Los has oído? London calling. Esa rebeldía... Martínez.— Claro, ¿quién no conoce a los Clash? (Tararea) “London calling to the faraway towns...”. Charly.— (Continúa, con entusiasmo) “Now war is declared and battle come down...”. Martínez y Charly.— (Cantan los dos el estribillo) “The ice age is coming, the suns zooming in, Meltdown expected, the wheat is growing thin, engines stop running but I have no fear, cause London is burning and I, I live by the river”. Charly y Martínez se echan a reír. Charly.— Siempre soñé con ir. Una vez incluso estuve ahorrando para el viaje, aunque, al final, por unas cosas o por otras... No seas cabrón, déjala ir. Luego la vida no te da tantas oportunidades.

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Martínez.— No, si su madre y yo, encantados de que vaya. A ver si practica inglés. Se le da muy bien. Charly.— Eso hoy en día es muy necesario. Martínez.— Figúrate. Para cualquier trabajo... Charly.— Para salir de esta mierda de país cuanto antes. Martínez.— También. Garrido.— (Con voz más débil) Tío, por favor. Tú no eres un asesino, joder, yo lo sé. Llama a una ambulancia. Charly.— (Niega) Lo siento. Calonge.— (A Charly) Déjame vendarle la herida por lo menos. Garrido.— Si matas a un policía, lo vas a llevar muy crudo. Piénsalo. ¿Qué te cuesta ayudarme? Charly permanece impasible. Martínez.— ¿Qué pretendes con esto, eh? ¿Por qué nos atas? ¿Qué vas a hacer con nosotros? Charly.— De momento, vamos a esperar un poco. Charly se dirige a la cocina, donde abre la nevera y saca una nueva lata de cerveza. Martínez.— ¿Para qué? ¿Qué quieres conseguir? Charly regresa, con la lata en la mano. Charly.— Nada.

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Martínez.— ¿Y cómo piensas salir de aquí? Charly.— No tengo ninguna posibilidad, no soy gilipollas. Yo solo salgo de aquí con los pies por delante. Martínez y Calonge intercambian una mirada de alarma. Martínez.— Eso depende de ti. Has matado a un tipo, vale..., pero en realidad fue un accidente, o si lo miras mejor..., ha sido casi en defensa propia. Yo conozco a los jueces, trabajo con ellos. Si llamas a una ambulancia ahora y nos dejas salir, no tienen tanto contra ti. Piénsalo. Charly bebe cerveza y saca un cigarrillo de un paquete. Calonge.— ¿Me das uno? Charly.— Eso sí. Charly pone un cigarrillo en los labios de Calonge. Después le ofrece a Martínez con gesto interrogante. Este niega. Charly da fuego a Calonge, que aspira el humo con ansiedad. Calonge.— Yo tampoco soy capaz de negar un cigarrillo a nadie, ¿sabes? El humo molesta a Calonge. Charly le quita el cigarrillo de la boca y aspira una calada. ¿Cómo te llamas? Charly.— Charly. ¿Por qué? Calonge.— Yo te comprendo, Charly, contigo se está cometiendo una injusticia. Charly.— ¿No me digas?



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Calonge.— Toda esta historia de los parados que no pueden pagar sus hipotecas... Nadie que pierde su trabajo debería acabar en la calle. No se puede tratar a todo el mundo por igual, habría que tener en cuenta las circunstancias de la gente. Charly.— Un speech cojonudo. Bravo. Calonge.— Lo digo en serio, tío. Pero aquí mandan los bancos, y esos no tienen sentimientos... Charly.— Es que vosotros, y todos los que ejecutáis sus demandas judiciales, ¿no estáis trabajando para ellos? Calonge.— Tienes razón, esto es una mierda... Charly.— Corta el rollo, colega: “Te comprendo. Eres víctima de una injusticia. El sistema me da asco”. Déjalo, no hace falta que te esfuerces. Hablas así porque tengo una escopeta. Calonge.— ¡Quiero dejar este trabajo! Te lo juro. Tú no sabes lo que estamos viendo... Todas las semanas ponemos en la calle a alguna familia con niños, o a algún abuelo que ha avalado con su casa la casa de sus hijos. No creas que tu caso es el peor..., es jodido, vale, pero hay casos... Hace poco, al entrar a una casa, me encontré con un tío en el salón a punto de ahorcarse. No era un anciano, no, un tipo joven todavía, de unos cuarenta..., tenía una niña. Charly.— Ya. Calonge.— Le hablé de su hija, me esforcé en darle alguna esperanza... Le convencí para que no lo hiciera. Por primera vez en mucho tiempo me sentí útil. Poco después, me enteré de que se había tirado por la ventana... A veces sueño con ellos, ¿sabes? Se me aparecen sus caras...Pero nosotros no somos los bancos, ¿entiendes? Nosotros solo cumplimos órdenes.

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Martínez.— Como los soldados, tío. Obediencia debida. Charly.— No sé si el hecho de cumplir órdenes os exime de culpa. Calonge.— Entonces, para ti, ¿tenemos la misma responsabilidad que los dueños de los bancos? Charly.— Mirad, esto es una guerra, y yo no la he empezado. Yo solo quería ganarme la vida honradamente. Trabajar y consumir. Al final, después de toda una vida de rebeldía, había asumido los sagrados preceptos del capitalismo. Pero no les era suficiente. ¿Habéis oído hablar de la doctrina del shock? Un puñado de ricos, para mí se podrían contar con los dedos de una mano, se reunieron un día y decidieron que vivíamos demasiado bien. Y eso no puede ser. ¿Cómo van a tener un piso propio y vacaciones pagadas todos estos muertos de hambre? Se corta el crédito, se cierra el quiosco... Aquí tan solo sobreviven los más fuertes, los que tengan mayor capacidad de adaptación al medio. ¿No es así como ha sido siempre? ¿Qué coño se habían creído? Y así, de paso, eliminamos gente, que ya faltaba sitio. (Pausa) Una guerra. Y como en todas las guerras, hay víctimas inocentes: más de veintitrés millones de parados en la Unión Europea. Y como en todas las guerras, hay tipos que hacen negocio con el sufrimiento de los demás. Por eso cada vez es mayor la diferencia entre las rentas más ricas y las más pobres. Una guerra. Y ahora vosotros sois mis prisioneros. Calonge.— ¡Que no, joder! No somos tus enemigos, métetelo en la cabeza. Nosotros, no. Además, yo quiero dejarlo, tienes que creerme. (Mira a Martínez) ¿A que te lo he dicho? Martínez.— (Menea afirmativamente la cabeza, muy nervioso) Es verdad, sí. En el portal, mientras esperábamos a los otros, me dijo que iba a dejarlo.



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Charly.— Pues qué mala suerte. Podías haber tomado la decisión antes. Martínez.— ¿A quién le gusta esto? Somos los malos de la película. Nos insultan, nos escupen... Tenemos que llevar escolta policial... Yo, si no fuera por mis hijos... ¿Tú tienes hijos? Charly.— Atención, detalle: al loro con el secretario judicial. De qué manera tan hábil intenta llevar el tema por la vía emocional. Reconozco que no es mala estrategia. Martínez.— ¡Es la verdad! Además de la chica, tengo un niño de doce años. Mi mujer no trabaja, dependen de mí. ¿Qué sería de ellos si...? Charly.— No, si está bien. Ese argumento puede salvarte. (A Calonge) ¿Y tú? ¿Tienes hijos? Calonge.— (Al borde de las lágrimas) No, no tengo hijos. ¿Eso me convierte para ti en la próxima víctima? Charly.— Quizá. Sí. Si esto fuera un concurso para ver a quién mato primero, ahora mismo tendrías todas las papeletas. Calonge.— (Estalla) Si esto fuera un concurso para ver a quién matas primero, habría muchos que tendrían más papeletas que yo. Los que toman las decisiones. Si crees que esto es una guerra, hazles daño. ¡Hazles daño a ellos! Sal a la calle con esa escopeta y dispara a la presidenta del FMI, por ejemplo, a alguno de esos súper ejecutivos que se llevan indemnizaciones multimillonarias cuando se van de sus empresas, o a los políticos que se lo consienten. Harás un favor a la humanidad. Pero nosotros solo somos dos pringaos. Charly.— (Niega) Lo siento. Ya no puedo soltaros. Martínez.— ¿Por qué? ¿Qué vas a hacer?

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Calonge.— ¿Por qué no puedes soltarnos? Charly.— (Enigmático) Esto es la guerra, ya os lo he dicho. Charly apura la lata de cerveza y se dispone a volver a la cocina para coger otra. Martínez y Calonge se miran espantados. Calonge.— (Grita) ¡Espera, Charly! Escúchame..., escúchame un segundo, por favor. Charly se detiene. (Seductora) ¿Por qué vas a matarme, Charly? Mírame. Soy joven. He perdido los últimos años de mi vida haciendo oposiciones, aprendiendo un montón de cosas inútiles... Pero tengo unas ganas alucinantes de vivir, y me parece que a ti te pasa igual, ¿o no? ¿No sientes a veces que has desaprovechado el tiempo? Tú y yo podríamos recuperarlo juntos. ¿No te apetece?... Tú y yo juntos, Charly, Carpe diem. Vamos a darnos un homenaje... Calonge ha ido abriendo lentamente las piernas hacia Charly, en un inequívoco gesto de provocación. Este se acerca a ella y le cierra las piernas con delicadeza. Luego se dirige a la cocina. Empieza a sonar un teléfono móvil. El sonido procede de Garrido, que permanece inconsciente. Martínez.— ¡Garrido! Charly vuelve de la cocina, con la escopeta en una mano y una lata de cerveza en la otra, y se detiene junto a Garrido. ¡Garrido, eh! Charly le da la vuelta al cuerpo de Garrido con el pie. Está muerto. Charly.— No te esfuerces.

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El móvil de Garrido deja de sonar. Martínez.— (Con voz desgarrada) ¡Joder! ¡Garrido también! Entonces empieza a sonar también el móvil de Hugo, cuyo cadáver continúa en el suelo, en un charco de sangre. Charly se dirige hacia él, extrae el móvil de su bolsillo y se lo ofrece a Martínez. Charly.— Contesta. Como antes. Martínez sostiene torpemente el teléfono con las manos atadas. Martínez.— ¿Sí? (...) Sí, señora, pero ahora mismo no se puede poner. (...) No, no, perfectamente. Es que está trabajando. (...) En ese instante suena el portero automático. Charly mira a uno y a otro, indeciso. La situación es ridícula. Tras unos momentos de duda, se dirige hacia el portero automático y responde. Charly.— ¿Sí? Vidal (Off).— ¿Martínez? Charly.— (Se vuelve hacia Martínez y Calonge) ¿Quién es? Martínez.— En cuanto acabe, señora, descuide. (...) El niño, sí, ya nos lo dijo Hugo. (...) Llévelo al médico. (...) Charly apunta a Martínez con la escopeta. Charly.— (Señala al contestador) ¿Quién coño es? Martínez.— La del banco. Charly.— (Otra vez al portero automático) Sí, está aquí. Suba. (A Martínez) Y tú, acaba de una vez.

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Charly abre la puerta del piso y se oculta detrás, con la escopeta en la mano. Martínez.— (Al teléfono, harto) Perdón, señora, voy a tener que dejarla. (...) Adiós, adiós. (...) Yo se lo digo, sí. En ese instante, Mónica Vidal (32 años), guapa, rubia, inteligente, vestida con un elegante traje de chaqueta y una camisa, que permite apreciar un sugerente escote, entra en el salón, tecleando en su iPad, y casi se da de bruces con Martínez, Calonge y los cadáveres de Garrido y Hugo. Al verlos, Vidal lanza una exclamación de sorpresa y retrocede un par de pasos, para encontrarse con Charly, que la apunta con la escopeta. Vidal le mira aterrada. Charly.— Bienvenida a tu casa. Te estábamos esperando. Vidal.— ¿Qué... ha...? Charly.— Tus compañeros están un poco indispuestos. Parece que no les ha sentado bien el desayuno... Perdona, ¿me das el móvil? Tras unos segundos de indecisión, Vidal le entrega el iPad. Gracias. ¿Podrás estar unos minutos sin él? Yo soy Charly Moreno, el anterior inquilino, el compañero de Rosa Zamora. Antes de irme definitivamente a tomar por culo, me gustaría enseñarte tu nueva propiedad. Vidal.— No, no..., el piso es propiedad del banco, yo... Charly.— Eres su representante, ¿no? Y supongo que querrás asegurarte de que está todo en perfecto estado. Ven, pasa, estás en tu casa... Charly indica a Vidal que camine hacia el fondo del salón. Al dar un paso, Vidal está a punto de tropezar con el cadáver de Hugo.

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No es nada, tranquila, solo un puto inmigrante y un poli, muerto en acto de servicio. (Ríe entre dientes) Eso sí, si te preocupa la sangre, vas a tener que poner una moqueta nueva. La verdad es que dudo que te entreguen un piso en unas condiciones tan buenas como este. Pero qué maleducado soy, no te he ofrecido nada. ¿Quieres una cerveza? Vidal niega con la cabeza, incapaz de articular palabra. ¿Te parece pronto para beber alcohol? No, tú solo bebes cosas light. De eso no tengo aquí. ¿Te pongo un vaso de agua? Vidal hace un gesto de asentimiento. Charly se dirige a la cocina. ¿Eres así de tímida o estás acojonada? No es para menos, pero tranqui. En estos tiempos hay que estar preparado para el cambio. Hay que ser flexible. ¿No es eso lo que dicen los ejecutivos? Pues aplícatelo, no te dejes impresionar. Seguro que te manejas perfectamente. (Ofrece a la joven un vaso de agua) Vidal.— Gracias. Charly.— (Abriéndose otra cerveza) ¿Qué te parece el apartamento? Es guapo, ¿no? ¿Por cuánto os lo habéis quedado? Vidal.— (Sorprendida por la pregunta) ¿Eh? Charly.— En la subasta. ¿Cuánto os ha costao? Vidal.— Perdona, yo no me he quedado con nada, ¿vale? El piso es del banco. Charly.— Venga, dímelo. A mí me lo puedes contar, dadas las circunstancias. Al fin y al cabo, era mi casa. Vidal.— Ciento cincuenta mil.

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Charly.— Eso es la mitad de lo que le costaba a mi compañera. (Agresivo) Cuando se firma la hipoteca, el precio de la vivienda sube misteriosamente; y cuando el banco decide comprarla, baja. Atención, detalle: ¿puedes explicarme eso? Vidal sigue callada. ¿Me lo puedes explicar o no? Vidal.— Ahora hay menos demanda y más oferta. La devaluación es producto de la crisis. Charly.— Y el resultado es que el banco se queda con la casa, y tiene derecho a seguir reclamando la deuda, mientras que el inquilino se queda en la puta calle y endeudado hasta las cejas. La crisis es muy distinta para unos y para otros. Vidal.— (Con un hilo de voz) Sí. Charly.— No te oigo. ¿No estás de acuerdo? Vidal.— Sí, sí. Charly.— ¿No puedes explicarte un poco más? Se supone que representas al banco, ¿no? ¿Qué coño soléis decir para justificar unas políticas tan agresivas? Vidal.— La banca ahora tiene más pisos de los que puede vender. Así que, cuando hace un préstamo, quiere asegurarse de que va a recuperar su dinero. Charly.— (Irónico) ¡Ah! Ya lo entiendo. Pobres, ¡cuánta incertidumbre! Pero, no te preocupes, esta casa la vendéis seguro, y por mucho más de ciento cincuenta mil. En realidad, fue un chollo. La vio mi compañera, que trabajaba en una constructora. Ven, mira el salón...

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Charly vuelve al salón e indica a la joven que le acompañe, como un agente inmobiliario que se dispone a promocionar las excelencias del apartamento. Es amplio, ¿no? De sobra para una pareja. Vamos, que si has discutido con él, o con ella, y no quieres verle, no tienes por qué coincidir. Como si te quieres quedar a sobar en el sofá. Mejor que en la cama. (Señala el sofá) De cuero auténtico, ¿eh? Nada de imitación. Y aquí lo dejo, como todos los muebles. En el sitio donde voy, no voy a necesitarlos. Mira, una ventaja más que podéis ofrecer al nuevo propietario. Y la tele de plasma. Son buenos muebles, ¿eh? Me costaron una pasta. Entonces podía permitírmelo. Y esas fotografías de la pared, y esas chuminadas... La decoración nos la curramos, ¿no? Estábamos muy ilusionados. (Pausa) Otra cosa que nos gustó de la casa era el espacio: diáfano, con su cocina americana. Completamente equipada. Con horno y vitrocerámica. ¿Y de las vistas qué me dices? Charly se acerca a la ventana. El parque llega hasta la M–30, ¿eh? Ni un puto edificio en el horizonte. Porque, atención, detalle: la zona. Esa es otra de las maravillas del apartamento. Alejada del estrés, pero muy bien comunicada. Si coges el metro, que lo tienes ahí, a la vuelta, te plantas en el centro en un cuarto de hora. Y si te mueves en coche, desde aquí tienes salida fácil, y luego hay aparcamiento de sobra. Además, por poca viruta te puedes alquilar una plaza de garaje. ¡Ah! Lo olvidaba, últimamente han hecho un polideportivo ahí al lado. Y a ti el deporte te parecerá sano, ¿no? Y luminoso, ni te cuento. Mira qué mogollón de luz entra por aquí... No como todas esas en las que yo curraba, que parecían colmenas. (Bebe cerveza) Yo instalaba calentadores, ¿sabes? Hace un par de años no paraba de currar. He visto mogollón de casas nuevas. Se hacían como churros. Pero de todas aquellas casas en las que trabajé no hubiera vivido en ninguna. Esta, sin embargo, sí que mola, de aquí me jode irme. Como supongo que ya habrás podido comprobar.

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Charly se ríe de su ocurrencia. Vidal le contempla, aterrada, junto a Martínez y Calonge, como si fueran los espectadores de su monólogo. Charly señala la mesa junto a la ventana. A Rosi y a mí nos encantaba desayunar aquí los sábados por la mañana. Era nuestro rincón favorito... Charly se sienta en la mesa.

Escena segunda Rosa, algo más envejecida que en su aparición anterior, sale de la cocina y se acerca a la mesa con la bandeja del desayuno, en la que lleva dos tazas de café, azúcar, zumo, un plato con tostadas y un tarro de mermelada. Rosa.— Sorpresa. Charly.— ¡Vaya lujo de desayuno! Parece sábado... Rosa.— “Al mal tiempo, buena cara”, ¿no? Charly.— Con mermelada de naranja y todo... ¿Sabes a lo que me recuerda? Rosa le mira interrogante. A la primera vez que desayunamos juntos. ¿No pusiste también mermelada de naranja? Rosa.— (Afirma con la cabeza) Cómo te acuerdas. Charly.— ¿De esa mañana? Perfectamente. Estabas tan contenta... Rosa.— ¿Y tú no? Charly.— ¿Yo? Eufórico. Como el lirón careto después del coito. ¿No has visto los documentales de la dos?

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Rosa.— Qué idiota eres. Charly.— Y no era para menos, ¿eh? ¡Con lo difícil que me lo habías puesto! Rosa.— ¿Difícil? Si nos acostamos la primera noche que salimos... Charly.— Eso sí, pero hasta esa noche... Rosa.— ¿Qué? Charly.— Que me lo tuve que currar un huevo, ¿no te acuerdas? Yo venga a pasarme por la constructora con los pretextos más tontos: “Perdona, guapa, es por la factura, ¿sabes? Es que he perdido vuestro CIF. Oye, al final, ¿la pongo a nombre del administrador o de la empresa?”. Rosa.— (Se ríe) Es verdad, ¡qué pesado! ¡Las vueltas que diste con esa factura! Charly.— Y mientras, venga a tirarte los tejos. Pero tú, nada, ni una sonrisa. ¡Lo que me costó que me dieras el teléfono! Rosa.— Quería hacerte sufrir. Charly.— Yo creo que al principio no te gustaba mucho. Rosa.— Sí, sí me gustabas. Pero me parecía que tenías mucho morro. Y después de la última relación que había tenido, estaba un poco escaldada de los tíos, ya sabes. Charly.— ¿Y cuándo empezaste a cambiar de opinión? Rosa.— Hubo un momento, esa primera noche... Estábamos en un banco del parque, bebiendo una lata de cerveza. Hablábamos de las relaciones de pareja: “No creo en el amor para toda la vida”, me dijiste, “ni prometo ser fiel en la salud y en la enfermedad... Yo

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comparo una relación con una llama. Es una cosa frágil, ¿no? Puede apagarse en cualquier momento...”. Charly.— (Bromea) ¿Yo dije eso? Rosa.— Lo dijiste. Será por deformación profesional, porque lo tuyo son los calentadores, pero, lo de la llamita, lo dijiste. Charly.— ¡No! Rosa.— “Yo lo único que puedo prometer es intentar que siga viva cada día, y protegerla con todas mis fuerzas”... Y de repente ya no eras el macarrilla que quería ligar conmigo cada vez que iba a la oficina. Había algo en tu mirada, una dulzura..., no sé cómo explicarlo, era otro Charly..., y entonces nos besamos. Charly.— Y ya empecé a gustarte un poco más... Rosa.— (Vuelve a reír) Yo creo que sí. Terminamos desayunando juntos. Charly se ríe también, y ambos vuelven a sus desayunos. El rostro de Charly, sin embargo, no tarda en adquirir una expresión de seriedad. Charly.— Eran mejores tiempos, ¿no? Rosa bebe su café en silencio. Ahora todos los días parecen sábado. Pero no lo son. Rosa.— Positivo, Charly, por favor. Charly.— No, si yo lo intento. Rosa.— Vamos a salir para adelante, ya verás. Cualquier día suena el móvil y te hacen un encargo, y de repente encadenas una cosa

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con otra, y empieza una buena racha. Esto es así... En un trabajo de freelance... Charly.— A veces pasaban semanas entre un curro y otro, como mucho un par de meses. Pero nunca tanto tiempo. (Menea la cabeza tristemente) He perdido mis superpoderes... Rosa.— (Sonríe) Yo creo que no. Charly.— (No entra en la broma) Si es que parece que los calentadores de gas hubieran pasado a la historia. Rosa.— Venga, no exageres. Estamos en plena crisis, y algunas constructoras han tenido que cerrar... Charly.— Y entre ellas estaban las dos o tres que me llamaban a mí, y la constructora en la que trabajabas tú. ¡Qué casualidad! ¿No es para deprimirse? Rosa.— Eso sí. Charly.— ¿En cuántos sitios he pedido curro? ¡Por lo menos doscientos! ¿Cuántos anuncios he puesto para reparar calentadores? ¡No me ha llamado ni dios! ¡De ningún sitio! Rosa.— Hombre, no, alguna llamada sí que tuviste. Charly.— Dos. En un año. La primera, de una viejecita, que se sentía muy sola y quería hablar con alguien. La otra, de una familia con tres niños. Después de arreglarles el calentador, me propusieron pagarme a plazos. Rosa.— Tienes razón. (Se seca disimuladamente una lágrima) No hay nada que hacer. Charly.— Pero Rosi...



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Rosa.— Mírame a mí: una secretaria que no sabe inglés... ¿Quién me va a dar trabajo a mí? Charly.— ¿No habías empezado a estudiar? Rosa.— ¿Con cuarenta y seis años? Es ridículo. Charly.— Es lo que tienes que hacer. No puedes desanimarte. (Se levanta para consolarla) Rosi, no llores, joder. ¡Me cago en mi puta sombra! Ya te he deprimido... Rosa.— Esto se está poniendo chungo para todo el mundo, pero a partir de los cuarenta y cinco... Charly.— No digas eso, venga. Va a salir algo, tengo un presentimiento... Rosa.— Hace un minuto lo veías todo negro. Charly.— Esta mañana he quedado con Chiqui. A ver qué pasa. Rosa.— (Secándose las lágrimas) ¿Al final le has llamado? Charly.— Parece que le va bien el negocio. A lo mejor necesita gente. Rosa.— Como decías que a ti nunca te daría nada... Charly.— Bueno, sí. Por aquello de que me propuso que fuéramos socios y le dije que no. Rosa.— Pero sabe que, si le dijiste que no, no fue por él, sino porque tú eres así: siempre has ido por libre. Charly.— Y estoy empezando a arrepentirme, no creas. “Si hubiera montado la sociedad con Chiqui, ahora me irían mejor las cosas”. Me lo he repetido mogollón de veces.

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Rosa.— Eso nunca se sabe. Charly.— Yo creo que sí, ¿no? Salta a la vista. Ahora soy yo el que se tiene que bajar los pantalones para pedirle trabajo. Rosa.— No lo vivas así. Es un buen colega, y sabe cómo trabajas. Charly.— (Irónico) Además, llevo un año sin hacer una puta factura, y me quedan cincuenta y cuatro euros en el banco. Suena el timbre de la puerta y Rosa acude a abrir. En el umbral aparece el cartero, que le entrega un sobre certificado y le indica que firme un papel. Entretanto, Charly recoge las sobras del desayuno y las lleva a la cocina. En el peor de los casos, habré perdido una mañana. Para lo que tengo que hacer... El cartero se va. Rosa abre la carta y empieza a leerla. (Desde la cocina) ¿Qué es? Rosa.— (Disimula y guarda la carta) Nada..., un recibo del agua. Charly.— ¡Joder con los recibos! Parece que se reproducen. Charly se pone una chupa y se dirige a la puerta. Me abro. Que he quedado con este a las doce. Rosa.— Yo voy a llamar a esos anuncios que vi ayer en Internet. Nunca sirve de nada, pero así me entretengo. Charly.— (Le quita una lágrima con la mano) Y no dejes el inglés, por favor. Se te da bien. Rosa.— Embustero.

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Charly.— (Bromea) Mala mujer. Rosa menea la cabeza con una sonrisa. Se besan cariñosamente en la boca. Ánimo. Rosa.— Eso te digo a ti. Y no te cabrees si Chiqui se tira mucho el rollo. Charly.— (Se vuelve antes de salir) Seeyoulater, alligator. Charly sale. Cuando se queda sola, Rosa vuelve a mirar la carta unos instantes. Luego camina lentamente hacia la mesa, cabizbaja, con la carta en la mano, y se sienta. La luz se hace más tenue hasta que el escenario queda en completa oscuridad, salvo una lámpara que brilla junto a Rosa. Tras unos instantes de silencio, se escucha ruido de llaves en la cerradura, y Charly entra. (Ligeramente borracho) Joder, qué ganas de llegar a casa. Llevaba dos horas intentando salir de un bareto, ¿eh?, y no había manera. Es que al final fui a un sitio de mi antiguo barrio, ¿sabes?, a dejar un currículum, y ya aproveché para ver a una gente... El “Triste”, creo que te he hablado de él alguna vez. Rosa permanece en silencio con la carta en la mano. ¿Hay algo de cena? Rosa.— ¿No me podías haber llamado? Charly.— Me he quedado sin saldo. No te cabrees. Charly extiende la mano, en un intento de caricia, pero Rosa aparta el rostro. Venga, Rosi. Todo el día buscando trabajo de un lado a otro... ¿No me voy a poder tomar unas cervezas? (Enciende un cigarrillo) Perdo-

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na... Sabes que me pone mal lo de buscar curro. Con Chiqui, bien, ¿eh? Me invitó a comer y todo. Tenías tú razón, no hubo ningún mal rollo. Bueno, bien..., de curro nada, ¿no? Si pudiera ayudarme, me ayudaría, pero es que él tampoco... (Pausa) Tiene gracia, en el fondo, ¿no? Vas a pedirle trabajo a un tipo y al final casi te lo pide él a ti. Primero me enseñó el local y eso, y luego, antes de comer, tomando una caña, de repente se pone: “Charly, joder, voy a tener que cerrar”. Qué fuerte. (Pausa) Luego me recomendó que fuera a un taller de unos colegas suyos, que arreglan de todo, esos que están en mi barrio, ahí me lié... ¿Qué te pasa? Tenía que haberte llamado, ya lo sé, pero tampoco es para ponerse así... Rosa se seca una lágrima con el dorso de la mano y le extiende la carta. ¿Qué...? (Empieza a leer) Una demanda judicial..., por impago de hipoteca. Rosa sigue en silencio. Charly lee un poco más. (Sorprendido) ¿No pagas desde hace tres meses? Rosa.— Te recuerdo que yo también estoy en paro. Charly.— ¿No decías que tenías dinero ahorrado? Rosa.— Mis ahorros, sí... ¿Dónde estarán? Charly.— ¿Y por qué me has mentido? Rosa.— Porque sé lo culpable que te sientes desde que no me ayudas a pagar la hipoteca..., porque esperaba que antes de llegar a este punto nos saliera un trabajo..., porque tengo miedo... De que te vengas abajo, de que todo esto acabe con nuestra relación. Pero ya no puedo más, no hay ahorros en el banco. Solo los cuatrocientos euros que todavía me dan del subsidio.

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Charly.— (Asiente con amargura) Y, encima, yo me los gasto en cañas. Rosa se levanta, cabizbaja, y se dirige hacia el dormitorio, situado en un entresuelo al que se accede subiendo unas escaleras. Charly la coge de la mano. Rosi. Rosa se suelta, sube hasta el dormitorio y se tiende en la cama. Charly se sienta y sepulta la cabeza entre las manos.

Escena tercera La luz vuelve a subir de intensidad. Calonge y Martínez, atados en el sofá, y Vidal, de pie junto a ellos, miran a Charly, expectantes. Este alza la cabeza, de repente, y repara en sus rehenes. Bebe un trago largo de cerveza. Charly.— A partir de ese momento, se inicia un proceso de ejecución hipotecaria. Charly apura la lata, y se dirige a la cocina a por otra cerveza. ¡Ejecución hipotecaria! ¿A quién se le ocurriría juntar esas dos palabras? Charly se acerca a Vidal, con la cerveza en una mano y la escopeta en la otra. Ejecución hipotecaria: a los pies de los caballos o delante de un pelotón de fusilamiento. Suena mal. ¡Ejecución hipotecaria! A amenaza fantasma. A una siniestra maquinaria judicial. (Se vuelve hacia Vidal) ¿Sabes cómo te sientes cuando te sucede algo así? No, claro que no. Tú no te puedes ni imaginar algo así. (Pausa) Primero no lo entiendes. Te preguntas cómo coño te ha podido pasar a ti. Y después, de repente, casi sin darte cuenta, empiezas a sentirte culpable. Esa es una de vuestras mejores armas: la guerra psicológica: “Has apuntado demasiado alto. Un pringao como tú no se podía permitir algo así...”. Y empiezas a preguntarte qué has hecho mal.

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Cuando Chiqui me propuso que fuera su socio, por ejemplo, ¿por qué dije que no? Nos entendíamos bien, éramos colegas... Y llegas a pensar que has cometido mogollón de errores. Pero ese es el mayor error de todos, eso es precisamente lo que quieren que pienses. Porque mientras estás ahí sentado, hundido en la miseria, pensando que tienes lo que te mereces, has olvidado lo fundamental: que la guerra ha estallado, y el enemigo no descansa. Y cada día que pasa, ¡qué huevos cada día!, ¡cada minuto!, sube la deuda, y descubres que en la letra pequeña del contrato que has firmado con el banco hay una cláusula por la cual los intereses aumentan rápidamente en el momento en que dejas de pagar. Atención, detalle: ¡Qué ingenioso! ¡Lo que inventa el hombre blanco! Han visto que estás jodido, y que no tienes un euro, pero en vez de esperar a que te recuperes, como se correspondería con el más elemental sentimiento de humanidad, suben la deuda. Te tienen tan aturdido que después de la primera hostia te calzan otra, y otra, y otra más. En eso consiste la doctrina del shock. Es como esas películas en las que un reloj se ha puesto en marcha, y una vez que se ha iniciado la cuenta atrás el mecanismo ya no puede detenerse, la bomba va a estallar... Charly se agacha, aferrando la escopeta, como si estuviera en plena batalla y las bombas cayeran a su alrededor. (A una Rosa invisible) Rosi, joder, hay que hacer algo. Nos quieren echar. ¡Esto es la guerra, Rosi! ¡Vienen a por nosotros! Charly apunta hacia unos enemigos imaginarios. Entretanto, Martínez forcejea intentando liberarse de sus ataduras. Vidal le observa. ¡Fuego de mortero! ¡Cuerpo a tierra! A mi lado, Rosi. Ven, agáchate. ¡Esto es la colina de la hamburguesa! Vidal se dirige disimuladamente a Martínez. Vidal.— (Murmura) ¡Eh! ¿Cómo vas? Martínez niega con la cabeza.

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(Sigue en voz baja) ¿Alguien sabe que estamos aquí? Martínez.— (En voz baja también) El otro policía. Está en otro desahucio. Cuando no sepa nada de nosotros... Vidal.— Hay que ganar tiempo. Charly los escucha y se vuelve hacia ellos. Charly.— (A Vidal, apuntándole) ¡Tú! ¿Qué hablas? Vidal.— ¿Yo? Nada... Me rindo. Baja eso. Charly.— ¡De rodillas! Vidal.— ¿Qué? Charly.— ¡Que te pongas de rodillas, joder! ¿Qué tiene uno que hacer para que le tomen en serio? Vidal obedece, temblorosa. Charly se acerca empuñando la escopeta. Tienes cinco minutos para defenderte. Vidal.— Espera, ¿qué..., qué vas a hacer? Charly.— Y ya me puedes convencer, porque te va la vida en ello. Vidal.— Esto es absurdo. Yo..., yo no he hecho nada. Charly.— Eres el abogado del banco, ¿no? ¿Vas a decirme que no tienes ninguna responsabilidad en mi desahucio? Vidal.— Ni he redactado tu contrato ni he tenido nada que ver en el proceso de ejecución. Yo solo soy un currito, como tú.

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Charly.— Ah, sí, ya veo. ¿El mismo argumento que estos, no? (Señala a Martínez y Calonge) “Yo solo soy un instrumento del poder, otro ladrillo en el muro...”. Para ser abogada, eres muy poco original. Vidal.— ¿Qué quieres que te diga? Es la verdad. Charly.— Y una mierda. Tú y yo jamás podríamos estar en la misma situación. No hay más que verte. Ese perfume que usas, la ropa de diseño... Por no coincidir, no coincidiríamos ni en el mismo restaurante. Vidal.— No te dejes engañar por las apariencias. Yo soy de clase media, ¿vale? Tengo un sueldo normal, un coche de segunda mano y vivo en un piso de alquiler, en un barrio cutre de las afueras. Oye, perdona, ¿te importa que me levante? Esta postura es muy humillante. Charly coge una silla y la coloca junto a ella. Vidal se sienta. Gracias. Charly.— Me gustaría saber qué entiendes tú por un sueldo normal. Vidal.— Mil doscientos al mes. Charly.— (La apunta con la escopeta) No me engañes. Vidal.— Dos mil. Charly.— ¿Y ese sueldo no te da para comprarte un piso? Vidal.— Me daría, pero... Según como están las cosas, ¿quién me asegura que no me echan? No puedo arriesgarme.

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Charly.— Entonces, crees que no deberíamos habernos metido en este apartamento. Vidal.— No, yo qué sé... Pero supongo que el banco no os pondría una pistola en el pecho para que firmaseis la hipoteca. Charly.— ¡Ah, claro! ¡Eres de las que creen que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades! Vidal.— ¿Eh? No, no, yo no he dicho eso. Charly.— Pero lo piensas. Vidal.— Para nada, yo... solo me refería a la generalidad... No conozco vuestro caso concreto... Charly.— Mi compañera llevaba trabajando desde los dieciocho años, ¿por qué no se iba a poder comprar un apartamento como este? ¿Acaso se lo impedisteis cuando le concedisteis la hipoteca? Entonces todo fueron facilidades. Vidal.— De acuerdo. Totalmente. Charly.— ¿Tuvo ella la culpa de quedarse en paro? En los años de la burbuja, yo trabajaba diez horas diarias. Era un buen profesional, me exprimieron bien mientras me necesitaron. Hasta que me dejaron de necesitar, y me dieron la patada. Me hinché con la burbuja y estallé con la burbuja. ¡El niño burbuja me podrían haber llamao! ¿Cómo podía suponerlo entonces? ¿Es que teníamos una bola de cristal? Vidal.— Claro que no. Ninguno de los dos tuvo la culpa. Charly.— (Agresivo) Trabajábamos los dos, y trabajamos como cabrones. Pero no teníamos derecho a una casa decente. Teníamos que vivir en un chamizo, ¿no? ¡Como han vivido los esclavos toda la vida!

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Vidal se queda muda ante el estallido de violencia de Charly. No es por desanimarte, pero lo llevas muy chungo. (Mira el reloj) Y solo te queda un minuto. Vidal.— Si es que no sé cuál ha sido vuestro caso, de verdad. Solo intervengo al final de todo, para certificar que el piso le es entregado a mi cliente. Lo único que sé son las mensualidades que debéis y a cuánto ascienden los intereses de demora. Charly.— ¿Ni siquiera sabes cómo ha sido el proceso? Vidal.— No, no lo sé, te lo juro. De hecho, me extraña que no hayáis podido paralizar el desahucio. Charly.— (Ríe) Te extraña. Vidal.— Me extraña, sí. ¿Nunca intentasteis comunicaros con el banco? Hay un código de buenas prácticas, ¿lo sabes, no? Charly.— Un código de buenas prácticas, claro. Te voy a contar cuál es el código de buenas prácticas. Cuando recibimos el requerimiento, hablamos con un abogado. Una vez que se estudió todos los papeles, el tipo nos aconsejó negociar con el banco, para pedir la dación en pago. Dejar la casa a cambio de que a Rosi le perdonaran la deuda... ¿No te informaron de eso? Vidal.— ¡No, de verdad! ¿Con quién hablasteis? Charly.— Empezamos a llamar al director de la sucursal, un tal Romero, ¿le conoces? Si no llamamos un millón de veces, no llamamos ninguna. Todos los días. Pero nada, pasaba de nosotros como de comer mierda. “Insistid”, nos decía el abogado. “El banco quiere que todo siga igual, los únicos interesados en que esto cambie sois vosotros”. ¡Y claro que el banco quería que todo siguiera igual! Como que cada día que pasaba los intereses seguían subiendo. Hasta que al fin, un día, quizá porque nuestro abogado

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también empezó a presionarle, Romero se dignó a recibirnos. Un tipo tranquilo, ¿eh? De esos pavos que nada más abrir la boca transmiten confianza. Nos invitó a sentarnos, nos miró fijamente: “Rosa, Carlos...”, se sabía nuestros nombres. “Rosa, Carlos, no somos tan insensibles como para que no nos afecte un caso como el vuestro”, nos dijo. “Somos conscientes de que vivimos tiempos difíciles. Os perdonamos la deuda a cambio de la entrega del piso”. Y Rosi y yo, alucinados. “Pero, además, vamos a permitiros seguir en el apartamento por el pago de un alquiler simbólico”. Eso dijo. (Se vuelve hacia una Rosa imaginaria) Rosi, ¿has oído lo que yo, o estoy flipando? ¡Van a permitirnos seguir aquí! Charly se acerca al equipo de música, apoya la escopeta en la pared y le da al play. Suena rock ‘roll. ¡Adiós a la ejecución hipotecaria! Rosa aparece y ambos empiezan a bailar, eufóricos, agarrados de la mano y girando por el salón. Rosa.— ¡Salvados por la campana en el último minuto! Charly.— Ya te puedes ir maqueando, Rosi. ¡Esta noche salimos! ¿Cuántos años hace que no vamos a tomar una copa? Rosa.— ¿No prefieres ir a cenar? Charly.— (Bailando en plan macarra) Me apetece salir de marcha, qué quieres que te diga. Rosa.— ¿Y si hacemos las dos cosas? Charly.— ¡Hala! ¡Qué desparrame! Rosa.— ¡Un día es un día! Charly.— ¡Ahí te estoy viendo!

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Ambos comienzan a girar cada vez más deprisa, hasta que se marean y caen al suelo, entre risas. En ese instante, la luz se apaga repentinamente al tiempo que concluye la música. ¿Rosi? Charly deambula por el salón en penumbra buscando a Rosa, que ha desaparecido, ajeno a la presencia de Vidal, Martínez y Calonge. Ven aquí, Rosi, quiero que hablemos. (Pausa) Últimamente me he portado como un gilipollas. Ya sabes que no sirvo para estar sin hacer nada. Me como mucho el coco..., privo demasiado. En el fondo, es el miedo... Vidal se dirige sigilosamente hacia el lugar donde está la escopeta. Pero voy a cambiar, ya lo verás. Si no me dan trabajo para instalar calentadores, tal vez me tenga que poner a otra cosa. ¿Rosi? El otro día leí que, para los chinos, la palabra crisis significa oportunidad... La electricidad se me da bien... También podría pintar pisos... Charly descubre la sombra de Vidal y se acerca a ella. Rosi. Vuelve la luz. Charly reacciona sorprendido. Tú no eres Rosi. Vidal.— ¿Qué fue de Rosi? ¿Dónde está ella ahora? Charly guarda silencio. Perdona, no me quiero meter en tu vida. Pero a veces viene bien hablar. (Pausa) Muchas parejas se separan en un proceso de ejecución hipotecaria. Lo sé por experiencia, veo muchos desahucios.

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Charly parece absorto en sus pensamientos. Dame un vaso de agua, por favor. Tengo la boca seca. O mejor, una cerveza. ¿Sigue en pie la cerveza que me dijiste antes? Y, mientras tanto, hablamos. Nadie sabe que nos tienes retenidos aquí, ¿no? ¿Qué problema hay? Estamos en tus manos. Dame la oportunidad de hablar. Y dátela a ti también... Desahógate. ¿Dónde está Rosi? ¿Por qué se fue? (Pausa) La querías mucho, ¿no? Charly.— No te acerques. Vidal.— Los problemas económicos acaban por contaminarlo todo. Siempre metidos en casa, de mal humor, sin un euro para darse el más mínimo capricho... En una situación así, lo más normal es que uno acabe echando la culpa al otro, ¿vale? Y cuando empiezan los reproches... la convivencia se convierte en un infierno. ¿Eso fue lo que pasó? Charly.— (Nervioso) No. Vidal.— Espera, me lo imagino. La fecha del desahucio se acerca, y os preguntáis a dónde ir. Estáis haciendo planes juntos, pero Rosi empieza a pensar que es mejor que cada uno vaya por su lado. Tú la conoces, intuyes que algo falla. Un día vuelves a casa y la sorprendes haciendo el equipaje... Charly.— ¡Cállate! Vidal.— ... o simplemente un día te dice que tenéis que hablar, y te suelta que se marcha. Te abandona. Eso es peor que el desahucio, ¿no? Peor que tener que largarte de esta casa. Rosi se va, y es como si con eso te echara la culpa de todo... Charly.— (Sepulta la cabeza entre las manos) ¡No es verdad! Vidal aprovecha la desesperación de Charly para llegar hasta la escopeta.

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Vidal.— ¡Quieto! Vidal apunta a Charly con la escopeta. Martínez y Calonge la observan. Martínez.— ¡De puta madre! Charly.— ¡Eres una...! Vidal.— ¡Atrás! Dame la pistola. Y mi iPad. Charly no se mueve. ¡Venga! ¡Dámelos! Charly empieza a acercarse a ella, muy despacio. (Retrocede lentamente) ¿Qué haces? ¿Quieres que dispare? Te advierto que estoy deseando. Charly.— Tendrás que hacerlo. Vidal.— ¡Quédate ahí, hijo de puta! Martínez.— Dispara. Charly.— Me harías un favor. Martínez.— ¡Dispara ya! Vidal aprieta el gatillo, pero la escopeta no dispara. Aterrada, lo intenta una y otra vez. Charly.— Mala suerte, colega. Estaba descargada. (Saca la pistola y apunta a Vidal) ¿Me la devuelves?

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Vidal rompe a llorar. Charly se acerca hasta ella y le arrebata la escopeta. Solo tenía una bala, ¿sabes? La que había reservado para mí. Ayer me levanté de madrugada, no me podía dormir... Normal, con todo lo que me está pasando, ¿no? Salí al salón, me senté entre estas cajas, pensé que todo estaba tan desordenado como mi propia vida, y, de repente..., vi la escopeta ahí. Es un recuerdo de familia. En realidad, lo único que me dejó mi viejo cuando palmó. Cuando era chaval, mi viejo se empeñaba en llevarme a cazar, y yo le acusaba de ser una amenaza para el ecosistema. (Menea la cabeza reflexivo) Lo que son las cosas... El caso es que ayer me quedé mirando la puta escopeta..., había aparecido por la tarde, cuando empecé a sacar trastos viejos del armario, y de pronto lo vi claro: “Ahí lo tienes, tronco. Esa es la solución. Uno debe saber cuándo ha perdido, debe saber cuándo ha llegado el final. Y si ya no te queda nada, ni tienes a nadie a quien llamar, y tu única salida es un albergue lleno de chinches, o un cajero automático, es que no hay otra: hasta aquí hemos llegao, mejor dejar la partida con dignidad”. Entonces elegí una bala, y la metí en el cargador muy cuidadosamente. (Saca un par de cartuchos de un bolsillo y carga la escopeta) Lo que pasa es que es difícil. Acojona. Así que me tomé un par de birras para animarme, y en una de esas pienso: “Charly, ya que vas a pasar de todo, porque vas a pasar de todo, ¿por qué de las mismas no te llevas unos cuantos hijos de puta por delante?”. Entonces llegaron ellos. Justo entonces. Así fue. Lo juro. Fue pensarlo y aparecer tus colegas. Al final, esa bala que iba a ser para mí se fue para el munipa. En ese instante, empieza a sonar el teléfono móvil de Garrido. Todos lo escuchan, inmóviles. Momentos más tarde suena el móvil de Martínez. Charly reacciona. (Indica a Vidal que se coloque junto a los rehenes) Ponte ahí, detrás de este. Que te vea bien.

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Luego, Charly se acerca a Martínez y extrae el móvil del bolsillo de su cazadora. (Muestra la pantalla a Martínez) ¿Quién es? Martínez.— El otro municipal. Charly.— Dile que su compañero se ha quedado sin batería. Que ya habéis terminado aquí y que vais al siguiente desahucio, que os veis allí. Y mucho cuidadito con lo que haces. Charly coloca el móvil en la boca de Martínez, que responde la llamada. Martínez.— ¿Morán? (...) Si, está aquí, es que se ha quedao sin batería. (...) Me temo que no puede. Está en el váter. (...) Bien, ya hemos terminado. Ahora salimos para Manuel Toledano. (...) Sí. (...) De acuerdo. (...) Hasta luego. Charly.— (A Martínez, con ironía) Cojonudo, tío. Cuando le has dicho que el otro estaba en el váter... (A Vidal) Y tú, ven. Vidal.— (Niega) Déjanos ir, por favor. Charly.— ¿No quieres terminar de ver tu propiedad? (La rodea con el brazo) Déjame que te enseñe el dormitorio, nena. Es lo mejor de la casa. Vidal.— ¿Qué vas a hacer? Charly.— Vente conmigo. Te va a gustar. (La empuja suavemente) Vidal.— (Se deshace de él) Cuando Rosi se fue, te volviste loco..., y ahora lo pagas con nosotros, ¿no lo ves? ¡Estás proyectando sobre nosotros la desesperación que te provoca el abandono de tu pareja!

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Charly.— ¡Basta de charlas! Charly coge a Vidal del brazo y la empuja hacia las escaleras que ascienden al entresuelo; comienzan a subir. Martínez intenta desatarse desesperadamente. De repente, se detiene y mira a Calonge. Martínez.— (En un murmullo) El nudo, creo que lo estoy aflojando. Martínez se sitúa de forma que Calonge pueda ver sus manos atadas a la espalda. Calonge.— (Murmura también) Sigue, Martínez. Por tu vida.

Acto tercero Escena primera

Charly y Vidal suben al dormitorio; se detienen junto a la cama, en la que se observa un bulto cubierto por un edredón. Charly.— ¿Mola el dormitorio, o no? Ya te digo, lo mejor del apartamento. Y la cama... (Señala el bulto) ¡Ah, claro! ¿Te preguntas qué es esto? ¿No querías saber qué había sido de mi mujer? Charly levanta el edredón y descubre el cadáver de Rosa. Junto a ella hay un bote de pastillas. Ahí la tienes. Vidal mira sobrecogida el cadáver de Rosa. Vidal.— Es terrible, lo... Lo siento mucho. Charly.— A las dos semanas de la entrevista con Romero, después de prometernos la dación en pago, llegó un papel que nos comunicaba el día del desahucio. Nos engañasteis. No solo no se paralizó el desahucio, sino que la deuda siguió aumentando. Vidal.— No... Si os prometieron la dación en pago y luego no lo cumplieron, me parece una putada, ¿vale? Pero... Charly.— Ese es el código de buenas prácticas. Algo que depende exclusivamente de la voluntad del banco.

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Vidal.— ... Pero yo no tengo nada que ver en esa decisión... Te lo repito otra vez. Ni siquiera conozco a Romero. Charly.— Desde ese día, Rosi se vino abajo. Yo le decía: “Vamos a hablar con una asociación de jueces...”. Vidal.— (Balbucea) Llama al banco si quieres comprobarlo. Llama a mi jefe, pregúntale. Ahí está el número, en mi móvil. Llama a Romero si... Charly.— (Interrumpe) “Vamos a hablar con la plataforma antidesahucios, con el defensor del pueblo... ¡Con su puta madre, Rosi! No es nada fácil, ya lo sé, pero si no peleas... Esto es así, estamos en guerra”. Ella decía que para qué... Se había rendido. Así que seguimos aquí, atrapados como ratas, como dos condenados en el corredor de la muerte, esperando la fecha de la ejecución. Lo que nunca se nos pasó por la cabeza fue separarnos... Pero, por lo demás, como tú lo has contado. ¿A dónde ir? Con el paro de Rosi ni siquiera podíamos aspirar a una pensión, y no nos quedaba ya familia a la que acudir..., a no ser un hermano de Rosi. Un hermano al que nunca ve, y al que yo no soporto, ni él tampoco a mí. El caso es que ayer Rosi se empeñó en llamarle, para ir a su casa, y yo me empeñé en que no, en eso no tengo nada de psicópata, mira, soy como todo el mundo, detesto profundamente a mi cuñado; yo le decía que antes que suplicar a su hermano nos metiéramos debajo de un puente... Como no nos poníamos de acuerdo, bajé a dar una vuelta. Cuando subí, la encontré así. Charly se interrumpe. Vidal.— Y es terrible, ya te lo he dicho. No sé qué más puedo decir... ¡Pero no me puedes culpabilizar de esto! Charly.— No os bastaba con echarla a la puta calle. Había que tasar la casa en la mitad de su hipoteca, para exigirle la otra mitad, hasta el último céntimo. Vidal.— El banco tiene mucha responsabilidad, estoy de acuerdo, pero yo no soy el banco. Tienes que comprenderlo, por favor, deja que me vaya.

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Charly.— Ni tampoco bastaba con eso. Había que cobrar los intereses de la deuda, y los intereses seguían aumentando. ¿Cuántas vidas hubiera necesitado para pagar ese dinero? ¿Cuántos trabajos que nadie quería darle hasta llegar a ganar doscientos mil...? Vidal.— Todo eso es cierto... Charly.— ... y la deuda seguía subiendo, más y más, no se podía parar... ¿Sabes cuál era la única manera de pararla? (Señala a Rosa) Esta. Charly levanta la escopeta y apunta a Vidal. Vidal.— (Niega) Vas a cometer un error... Charly dispara. Vidal recibe el tiro, pero se revuelve, llena de odio. ¡Otro error a sumar a una vida llena de errores! ¡Cabrón! A tu mujer no la ha matado el banco. ¡La has matado tú, con tu incapacidad para ganarte la vida! Charly vuelve a disparar. Vidal cae sobre la cama, muerta. En el salón, Martínez y Calonge intercambian una mirada de espanto. Martínez.— ¡Joder! Calonge.— ¡Venga, deprisa! Martínez consigue al fin desatarse las manos y procede a desanudar la cuerda de los pies. Martínez.— (Triunfal) ¡Por fin! Calonge.— No te vayas, Jose, ¿eh? Martínez.— No te preocupes. Martínez empieza a desatar a Calonge.

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Entretanto, en el dormitorio, Charly contempla el cadáver de Vidal sobre la cama. Charly.— ¿Será verdad que tiene un coche de segunda mano? (Se vuelve a Rosa) ¿A ti qué te parece, Rosi? (Vuelve a mirar a Vidal) Yo no lo creo, pero... ¿Qué importa eso? Es una chica muy guapa, ¿sabes?, y todavía muy joven. No me siento mejor después de haberla matado. (Pausa) Todo ha salido mal. ¡Todo ha salido mal! ¿Pero qué debería haber hecho, eh? ¿Irme como tú, sin hacer ruido? Esto es una guerra. Ellos no tienen piedad. ¿Qué piedad han tenido con nosotros? Ellos... (Se lleva una mano al rostro, como si no quisiera ver) Joder, qué mierda. Charly se sienta en la cama y mira a Rosa. Finalmente, coge su cuerpo y lo estrecha entre los brazos. Hubiéramos podido vivir aquí, sin demasiadas ambiciones, en un estado parecido a la felicidad, desayunando tostadas con mermelada los sábados por la mañana... Envejeciendo. Tú merecías todo eso. ¡Cómo me hubiera gustado dártelo! Pero han apagado nuestra llama. No pude protegerla. Ya no nos dejan ni envejecer en paz. Charly vuelve a tender el cuerpo de Rosa sobre la cama y le acaricia levemente el rostro. Adiós, cielo. Charly cubre a Rosa con el edredón y se dispone a bajar las escaleras. Calonge.— Vamos, joder, ¿no puedes hacerlo más deprisa? Martínez.— ¡No me pongas más nervioso de lo que estoy! Calonge.— Perdona. No quería... Martínez.— Tranquila, ya lo sé. Es que no es tan fácil.

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Calonge.— Esta mañana... Perdóname si he estado borde contigo. Es mi carácter, ya me conoces. Martínez.— (Se esfuerza en desanudar la cuerda) Este puto nudo... ¡Ya está! Charly irrumpe en el salón en el momento en que Martínez acaba de desatar a Calonge. Al verle, ambos se quedan paralizados por el pánico. Charly, sorprendido también, levanta la escopeta y los apunta. Calonge.— ¡No! Charly es incapaz de disparar. Martínez y Calonge retroceden lentamente hacia la puerta, sin dejar de mirar a Charly, que sigue apuntándolos. Al fin, cuando ya están junto a la puerta, ambos echan a correr y salen. Charly baja el arma y se dirige a la cocina. Charly abre la nevera y saca una lata de cerveza, de la que bebe un largo trago. Luego enciende un cigarrillo y aspira una calada, reflexivo. El sonido de una sirena empieza a aumentar progresivamente de volumen. Oficial Geos.— (Off megáfono) ¡Carlos Moreno Rodríguez! ¿Me oyes? ¡Carlos Moreno Rodríguez! Te habla el oficial al mando de una unidad de los GEO. Sal de la casa con las manos sobre la cabeza. Repito: sal de la casa con las manos sobre la cabeza. Estás rodeado. Charly aspira una profunda calada del cigarrillo. Luego lo tira, se agacha y corre hasta la ventana empuñando la escopeta. Una vez allí, abre la ventana de par en par. Charly.— ¡No me pienso rendir! ¡Esto es la guerra! Charly se dispone a disparar, pero, antes de que pueda hacerlo, suenan varias detonaciones y un disparo le alcanza en la cabeza. Charly cae al suelo, muerto.

Negro

Epílogo Sonido de llaves en la cerradura. Instantes después se abre la puerta y tres siluetas irrumpen en el apartamento. Una de ellas enciende la luz. Es un vendedor de mediana edad, vestido con traje y corbata, que se dispone a enseñar el apartamento a una pareja, con ademanes de showman de televisión. Vendedor.— ¿Qué os parece? Una verdadera suite. (Abre la persiana, para que entre la luz del día) Amplio, luminoso... ¡A estrenar! El dormitorio, arriba, con ese punto cool que tienen las buhardillas. Los muebles, de regalo. Sofá de auténtico cuero, ¿eh? Y la tele, de plasma. Rodeado de zonas verdes, con un polideportivo y canchas de tenis cercanas. Bien comunicado, con transporte público. En coche, diez minutos al centro. No, no digáis nada. Miradlo bien. Imaginaos en este espacio. (Pausa) Es un lugar para los triunfadores. (Pausa) ¿El precio? Los sueños suelen ser caros, pero una de las pocas ventajas de la crisis es que se han hecho más asequibles. Doscientos. Con un plan de financiación insuperable. ¡Hay que estar loco para dejar escapar una oportunidad así! Mientras el vendedor sigue hablando, las luces comienzan a apagarse lentamente.

Telón

MIGUEL ÁNGEL SÁNCHEZ

© Alberto Hernández

Diplomado en Dirección Cinematográfica en el Taller de Artes Imaginarias (TAI) de Madrid, con profesores como Antonio Drove y Miguel Picazo. Dos veces becado por el ICAA con ayudas para la escritura de guiones de largometraje, con los proyectos Polizones y Arderás conmigo. Desde 1993 hasta la actualidad, ha sido guionista y director freelance de más de una decena de series de televisión, labores que compagina con la enseñanza en el máster de guión de la Universidad Carlos III, donde, desde 2009, imparte el módulo de construcción de personajes. Asimismo, es director del largometraje Arderás conmigo, seleccionado en la Seminci de Valladolid y premio a la mejor ópera prima en el festival Madrid Imagen 2002, y ha publicado recientemente el guión inédito Al filo de la media luna. En 2013 hace su primera incursión en el mundo del teatro con la obra Ejecución hipotecaria, finalista del IV Premio de Textos Teatrales “Jesús Domínguez”, y estrenada en Madrid, en la sala Mirador (Centro de Nuevos Creadores), en enero de 2014.