eduardo camacho responda el silencio

mejor dicho, el autor de la matriz de esta narración, es don Felipe. Carlos Ancares Roa, natural de Rocales del Alberche, provincia de. Ávila, maestro nacional e ...
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EDUARDO CAMACHO

RESPONDA EL SILENCIO

A Kim

Mi impresión personal es que murió sin comprender su muerte. G. G. M.

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"Don Mateo cree que es el amo, pero se equivoca", solía decir Felipe Ancares. "El único amo aquí es el silencio". Y él sabía bien por qué lo decía. Al contrario de otros pueblos, o de la mayoría de los pueblos, o de la idea que todos tenemos de lo que es un pueblo, en el pueblo serrano de Rocales del Alberche desde hace tiempo nadie habla. Bueno, exagero: nadie dice públicamente nada de nadie, nadie critica a nadie, nadie denuncia a nadie, excepto ante la justicia, e incluso estas denuncias legales, estos pleitos, constantes, por otra parte, en el pueblo, también se mantienen bajo una tácita pero efectiva exigencia de disimulación. Pero no porque los rocaleños sean discretos, prudentes o considerados con sus convecinos, sino porque ciertos acontecimientos que tuvieron lugar años antes les impusieron una temerosa cautela, un sigiloso cuidado, una desconfianza extrema en la palabra que no se refiera a las faenas de la agricultura, los toros, el fútbol o la meteorología: ni los adulterios ni las enfermedades ni los negocios ni las borracheras ni siquiera los trajes de la misa de los domingos o los coches nuevos, suscitan comentarios en voz alta. Cuando alguien intenta hacerlos, es asaeteado por miradas amenazantes o detenido en seco por palabras monitorias que aluden clara o subrepticiamente a las consecuencias de abrir la boca demasiado.

4 Pero, hay que insistir, tal actitud no se debe a una sana educación en el respeto de la honra ajena o de la vida privada de los demás (lo que, de existir, sería excepción notabilísima en este país). Hay razones muy robustas para esta especie de voto de silencio y Felipe Ancares las conocía muy bien por lo que le tocaba personalmente. También don Mateo, pero éste se había convencido a sí mismo que el mutismo del pueblo se debe a otras causas que nacen directamente de sus prédicas de modestia y humildad cristianas. Algunos años antes lo que, en su momento, Felipe Ancares denominó en una de nuestras primeras conversaciones "una neotragedia griega", sacudió hasta los más íntimos rincones de la hasta entonces apacible vida del lugar. El incompleto relato de Felipe Ancares, prácticamente arrancado por mis acosos (nacidos de mi erróneo –ahora lo sé– convencimiento de psiquiatra aficionado de que el objetivar sus sentimientos acerca de la tremenda y malhadada historia iba a ser beneficioso para el estado de ánimo de mi amigo, para sus periódicos momentos de profunda depresión), fue unas veces anecdótico y detallista y otras vago, incoherente y hasta contradictorio. Aquí no aparece, junto a lo que yo mismo he podido ir averiguando y reconstruyendo, sino un resumen, fiado a la fragilidad de la memoria y unas cuantas notas no sistemáticas (y a la invaluable ayuda de mi mujer, con la cual he ido comentando, como hago con casi todo lo que sucede, paso a paso, la historia), aderezado con algunos trazos literarios, retratos y escenas que he tratado de tomar del natural, de algo de lo que Ancares me fue

5 contando cuando llegamos a intimar, después de que mi mujer y yo hubiéramos podido, ¡al fin!, compaginar nuestros destinos profesionales y hubiéramos recalado en Rocales del Alberche, como maestra, ella, y como profesor del Instituto, yo, refugio al que, al fin, pudimos acceder al cabo de muchos años de deambular por instituciones suburbiales de la capital del reino, llenas de adolescentes incómodos y peligrosísimos sin el menor deseo de escuchar clases de lengua o literatura. Y, debo añadir: antes de que se sumiera en los altibajos depresivos que se apoderaron de él por razones que más adelante diré. Declaro que no he contrastado (como se dice ahora), por dificultades insalvables a las que me referiré luego, sino mínimamente su relato con otros testimonios y que sólo mis limitadas averiguaciones, mis modestas intuición y capacidad de observación (junto, como digo, con las juiciosas observaciones de mi mujer) han completado a veces su historia. He decidido que presentaré esta relación de una manera impersonal, es decir, entrecomillando sólo aquellas palabras de Felipe que creo recordar con mayor exactitud y que no me recataré de hacer las observaciones que me parezcan adecuadas al curso de la narración. Pero quiero repetir, para que quede muy claro, que el autor de la narración, en su carácter inicial, o, mejor dicho, el autor de la matriz de esta narración, es don Felipe Carlos Ancares Roa, natural de Rocales del Alberche, provincia de Ávila, maestro nacional e historiador, con el cual tuve la gran suerte de entablar una estrecha amistad (en la que también participó mi mujer) que sobrevive a los pavorosos sucesos que advinieron más tarde.

6 La impresión que en mí produjo el conocimiento de lo que, a mi parecer, no en el estricto sentido literario, pero sí desde el sentido común, con justicia se puede denominar una tragedia del mundo rural, me convenció de la conveniencia de dar a conocer en un ámbito algo más extenso (aunque siempre modesto) que el del relato verbal de Felipe Ancares, un caso auténtico, sangrante testimonio de lo que se esconde en las interioridades de nuestra Castilla vieja y profunda. Los cadáveres fueron encontrados, semidesnudos (según dijo quien los encontró), por un muchacho, camarero de uno de los bares del pueblo, que gozaba de su día libre capturando pequeños galápagos que después regalaba a quien se los encargaba para utilizarlos como cazadores de bichos o diversión de menores. De pronto, divisó, medio escondido en una mata en la ribera del entonces crecido río que corría a las afueras del pueblo, un mechón colorado, que el muchacho al principio tomó por una crin o cola de caballo, pero que, luego, cuando se aproximó, le hizo comprender que estaba ante el cadáver de una mujer. A su lado, bocabajo, medio enterrado en la tierra húmeda del río y lamido por las sucias aguas y el fango, otro, de un hombre. La mano izquierda de éste estrechaba la derecha de la mujer y en el cuello de ésta brillaba una cadenita de oro. Cuando entró en el cuartelillo, el sargento Rosicler lo miró con uno y medio de sus claros ojillos maliciosos, pues el otro medio casi desaparecía detrás de un párpado monstruosamente hinchado por un rencoroso orzuelo. Después de escucharlo, sin prisas, solemnemente se levantó, se abotonó el último botón de la guerrera, con parsimonia

7 ceremonial tomó el tricornio de un perchero vecino y llamó a su compañero. Mientras esperaba que éste viniera inquirió sobre algunos detalles que le habían ido ocurriendo y luego salieron los tres, el muchacho en medio, con andar casual pero cauteloso, para no alertar las suspicacias de los vecinos que pudieran encontrar a su paso. La señora Eulalia Montejo de Pellejo, por la entreabierta media hoja superior de su puerta, los vio marcharse por la carretera de El Quejigal y pensó, seguramente, con verdadera compunción, que el muchacho, Narciso, hijo de su amiga Petra, se había metido en algún lío. Ni corta ni perezosa, se echó una rebeca por encima de los hombros y se dirigió a contárselo a doña Petra. Pero eso era antes, exactamente al inicio de la tragedia: después de instalada ésta en las mentes de los rocaleños, la señora Eulalia Montejo jamás hubiera abandonado su casa para ser portadora de noticia alguna. He dicho antes que esta narración de los sucesos de Rocales no está contrastada sino en muy escasa medida con otros testimonios y debo precisar que es así porque me fue punto menos que imposible recabar éstos. Me estrellé contra el muro de silencio rocaleño (roca berroqueña) y llegué a temer que si seguía interrogando a la gente no sólo cometía una flagrante descortesía, sino que iba a ser mirado con hostilidad y desconfianza por toda la población. Llegué a invitar al sargento de la Guardia Civil, ya jubilado y ahora entretenido en organizar viajes turísticos del Hogar del Pensionista, a varios chatos del espeso, oscuro y áspero vino tinto del lugar (no bebía otro), para tratar de lograr alguna versión suya del asunto, pero sólo me respondió

8 con evasivas, evidentemente molesto. Abundaba en expresiones tales como "a la prueba me remito" o "y me baso en lo siguiente:", pero ello sólo adornaba el discurso más alejado posible de los acontecimientos que yo deseaba conocer. También realicé otros intentos con diferentes personas con parecidos resultados, así que decidí atenerme a la única persona que había sido franca conmigo al respecto, Felipe Ancares, el cual, además, sentía, por ese entonces, una casi imperiosa necesidad de conocer la verdad final, aunque ya se empezaban a notar desfallecimientos, ausencias y depresiones que después iban a dominar totalmente su personalidad. ¿Por qué me decidí a poner por escrito toda esta historia? Creo ya haberlo dicho: creo que es un caso revelador, significativo y memorable y a lo mejor contribuyo no sólo a un mejor conocimiento de algo de lo que se esconde en las entrañas de los pueblos castellanos, sino también cumplo con mi deseo de hacer homenaje y, en cierto modo, justicia a un grande y desgraciado amigo y a una bellísima muchacha cuya vida fue cortada en flor de la manera más injusta y absurda. Y, además, por la insistencia de mi mujer, la cual se dio cuenta de que para mí era una necesidad perentoria, no sólo desde una perspectiva moral sino psicológica, el airear todos estos hechos. Quiero precisar eso sí, muy claramente, que si bien la paternidad de la versión original es de Felipe Carlos Ancares Roa, la valoración o la interpretación de los sucesos, así como las descripciones de personas, los calificativos y caracterizaciones que tal vez pudieran ofender a más de uno en el, por otra parte, muy respetable pueblo de Rocales del

9 Alberche, son de mi exclusiva responsabilidad (aparte de la que cabe a mi mujer, la cual asumo también sin reticencia alguna). Pertenece Felipe a una de las familias más antiguas y linajudas (aunque él entrecomilla esta palabra con triste humor, ya que afirma que en Rocales no hay linajes sino drenajes) del pueblo. Es éste uno de los varios pueblos serranos de las riberas del Alberche, el cual baja de Gredos para ir, por entre zancadillas de pantanos y embalses, describiendo una elegante curva en Aldea del Fresno, a morir al Tajo, cerca de Talavera de la Reina; baja de la sierra y por el centro de Rocales entre piedras, sauces y alisos hasta meterse debajo del Puente Romano. El origen del pueblo se pierde en la noche de los tiempos y se dice que fue fundado por los celtas y que por aquí pasaron los visigodos, los musulmanes y, finalmente, los cristianos, quienes reconquistaron en el siglo IX y dieron el nombre actual al pueblo, un derivado seguramente de las numerosas formaciones rocosas que no sólo lo rodean, sino que aparecen en el interior de plazas, calles y casas (algún erudito local

dice que el nombre deriva

del árabe, pero yo creo que se equivoca, desde luego). Originalmente, pueblo de pastores y agricultores, sigue siendo la ganadería y la agricultura (vides, frutales, hortalizas) la principal fuente de riqueza, así como la madera, pues posee abundantes pinares en las estribaciones de la serranía de Gredos. Su climatología es tenazmente fría en invierno y caliente en verano. En la actualidad lo circunvala una carretera aceptable que comunica hacia el oeste con Navatalgordo, Navalosa, Hoyocasero, San Martín del Pimpollar, Navarredonda de

10 Gredos, Zapardiel de la Rivera, La Aliseda de Tormes y el Barco de Ávila, y por el este con Burgohondo, Navaluenga y El Tiemblo, San Martín de Valdeiglesias, ya en la Comunidad madrileña, y por último, la ciudad de Madrid. Por el norte, dejando atrás el puerto de Menga y los pueblos de Mengamuñoz, La Hija de Dios, Solosancho, Niharra, y Salobral, entre otros, Ávila capital está a unos cuarenta kilómetros solamente. Todos estos nombres, tan viejocastellanos, tan avileños (no me gusta usar el eclesiástico “abulense”), eran (hélas), en boca de Felipe Ancares, en su antigua voz poderosa, varonil, profunda, raspada por muchos puros y alcoholes más o menos refinados, casi poemas. Por aquel entonces pronunciaba las consonantes con gran fortaleza y precisión, sin dejar de darles a las vocales su cantidad y timbre justos. Hombre de gran cultura, cuidaba mucho su lenguaje y jamás pronunciaba la -ll- y la -y- como -sh- ni se permitía leísmos, laísmos o loísmos ni masculinizaba lo femenino ("este agua", "el mismo arma") ni cometía ninguno de los vicios en que, por ignorancia o por pedantería ultracorrecta, suelen caer sus coterráneos. Era hombre de acomodo, ya que la familia posee tierras y casas en el pueblo, pero él vivía, hasta su jubilación, de su modesto sueldo de maestro nacional. Viudo y estudioso, consumía, cuando lo conocí, muchos cafés al día, así como largos vasos del espeso y fuerte vino tinto de la región (lo cual yo le solía afear como uno de sus más grandes defectos, en contraste con su exquisito gusto en otras materias espirituosas y gastronómicas), del que los rocaleños, como todos los cultivadores de vid de los otros pueblos de la zona, sostienen que la mayor virtud es ser natural, es

11 decir sin "químicas" ni ninguna clase de aditivo, ignorando que los buenos vinos son elaborados de forma bastante diferente y mucho más sofisticada. Poco después empezó a caer en el whisky, por desgracia en exceso. Todavía amaba la cocina y constantemente solía decir que su verdadera profesión hubiera sido la de cocinero. Y, en verdad era imaginativo, cuidadoso y lector de muchos libros de recetas antiguos y modernos. Esta semblanza es la del Felipe, digamos, normal, la del hombre amable, bondadoso, fino y culto que fue. Desgraciadamente, viejas historias, circunstancias y sucesos desgraciados y dolorosos lo fueron llevando a muy difíciles episodios de depresión, tristeza y pesimismo integral que se iniciaron antes del terrible suceso de la muerte de los jóvenes, precisamente a raíz de una muy discutible intervención de Felipe en la vida éstos, que ya relataré a su debido tiempo, y que habrían de precipitarlo en una lenta y deplorable autodestrucción por medio del alcohol, la melancolía y el remordimiento. La tesis de Felipe, cuando se animaba a hablar de ello, era que la tragedia de Rocales podía haber sucedido en cualquier parte, en cualquier pueblo, en cualquier país. No veía diferencia esencial, en lo que al pathos trágico se refiere, con la tragedia griega. Yo, después de conocerla en lo posible, me inclino más por una explicación que tenga en cuenta el medio, la idiosincrasia (como se decía antes) o carácter de los rocaleños, la ubicación rural, el aislamiento, las relaciones sociales peculiares del pueblo, etc. Él concedía que todo esto tenía cierta influencia, pero que lo verdaderamente importante era su

12 carácter universal y trágicamente humano. Muchos ratos discutimos los dos acerca de la tragedia. Yo, tratando de hacerle ver que, en un mundo cristiano, con un Dios infinitamente justo y bueno y misericordioso, no puede ocurrir la tragedia: lo que parece tragedia, tiene que tener causas, causas psicológicas, sociales o naturales, tales como pecados, condicionamientos, etc. "La tragedia existe aun a pesar de Dios", solía afirmar, rotundo, Felipe y en sus palabras resonaba, tal vez, una recóndita culpa o un secreto reconocimiento de la existencia de fuerzas inhumanas o sobrehumanas que descomponen los proyectos humanos. Las dos familias que constituyen una especie de casta privilegiada y dirigente en Rocales, habían sido una sola en tiempos antiguos. Don Hermenegildo Roa Rodríguez, el tatarabuelo de Felipe Ancares y de varios más y, además, tataratío y tataraprimo, o como se diga, de otros muchos, era el primero que se recordaba como patriarca de toda la familia, entonces unida. Hombre sencillo y humilde, con su trabajo acrecentó la herencia recibida de su madre y compró las mejores fincas y casas en el pueblo, dejando a sus herederos una considerable fortuna, pero inmovilizada en la tierra y las casas, de modo que éstos a simple vista eran, en tiempos antiguos, unos humildes campesinos, vestidos con ropas viejas y sucias, que vivían en casas primitivas e incómodas, cuando en realidad eran millonarios. No es el único caso en el pueblo. Se habla de una viuda, ya anciana, que vende verduras y hortalizas en el Paseo del Generalísimo, ofreciendo un espectáculo físico e indumentario que suscita en los forasteros la más honda

13 conmiseración, y se dice, de seguro que exageradamente, que no hay dinero suficiente en varios pueblos para comprar su fortuna. Pero ella vive en una especie de cobertizo, sin agua ni luz eléctrica y todos los días empuja su carretilla llena de lechugas, repollos, tomates, patatas nuevas, calabacines y otros productos que cultivan en sus muchas fincas dos hijos de aspecto cavernario. Pero ya las cosas no son como antaño: ahora los descendientes de don Hermenegildo Roa, con algunas excepciones que persistían en el primitivismo de la gleba, poseen coches todoterreno, pasan las vacaciones en la playa o en el extranjero y se visten en El Corte Inglés. Los hijos de don Hermenegildo Roa fueron siete hermanos y dos hermanas, y cuando el patriarca murió, la herencia fue motivo de feroces enfrentamientos, pleitos interminables y rupturas eternas. La familia se dividió profundamente entre los Coniteros y los Verdinos, apodos con que el pueblo los conocía de muy antiguo. Coniteros y Verdinos se profesaban, generación tras generación, un odio ancestral, sordo, de miradas tensas y brillantes, de pleitos y demandas judiciales, de altivos y despreciativos movimientos de cabeza, de silencios cargados, de maledicencias y chismorreos. Pero nunca habían pasado de gestos, palabras o denuncias. Hasta que, tiempo después, el Conitero Pedro Montejo Roa, muchacho de dieciocho años, hijo de Francisco, Curro, Montejo Pellejo y de Mercedes, Merche, Roa Rodríguez, se enamora, con correspondencia por parte de ella, de la Verdina Alejandra Romero Compaired, hija de dieciséis años del jefe de la familia Verdina, Justo Romero Roa y de su esposa Nuria Compaired Hernández, hermosa

14 valenciana que Justo conoció en La Manga del Mar Menor en unas vacaciones. Los miércoles y sábados hay mercadillo en Rocales. A él acuden comerciantes ambulantes que se trasladan de pueblo en pueblo vendiendo toda clase de mercancías, desde frutas y verduras hasta prendas de vestir, zapatos, cacharrería de cocina, plantas de jardín, etc., etc. Los rocaleños acuden, algunos, a comprar, pues la fruta y la verdura resultan, al parecer, más baratas que en las fruterías del pueblo y las prendas de vestir no tienen comparación, por encima, en variedad, calidad y precio con las que se venden en las pocas tiendas del pueblo, aunque tampoco la tienen, por debajo, con lo que se puede comprar en Madrid; otros, acuden a pasear, a mirar y a ser vistos, a saludar y ser saludados por sus convecinos. Tal es el caso de don José de Mosa y Torrales, caballero mutilado de la Guerra Civil, quien, al jubilarse, se radicó en el pueblo, donde muy pronto trabó conocimiento con todos los vecinos, a los que trataba con gran deferencia y amabilidad. Sus cortesías son tan frecuentes, largas y prolijas que las malas lenguas del pueblo lo apodaron “Don Saludo” o “El Sumo Pontífice”, por sus constantes venias e inclinaciones. Muy conservador y gran católico, no sólo asiste todos los días a la misa que celebra don Mateo, sino que los domingos la oye por partida doble. Su señora, doña Dominga Bello Fermoso, fue intérprete profesional de canción española en su juventud y sigue teniendo una hermosa voz que hace las delicias de los participantes en las excursiones del Instituto para las Migraciones y Servicios Sociales, IMSERSO, en las

15 que suelen participar sin falta, como muchas personas de Rocales. Habitan en una cuquísima casa de piedra y madera, que compraron por un precio muy por debajo de su valor a un indiano inexperto y apurado, la cual es admiración de propios y extraños por lo curioso y mimado de su reconstrucción de antigua casa de pueblo, pero notablemente mejorada con hierro y ladrillo disimulados por los sillares y la madera. Don José de Mosa fue testigo de ciertos acontecimientos concernientes a la historia que quiero relatar, pero también se mostró bastante reticente cuando lo interrogué al respecto. Lo único que me concedió es que él había sido testigo, por accidente, de cosas que más le valiera no haber visto jamás. Todos los miércoles y sábados, don José y doña Dominga, entre las doce y la una, se pasean calle arriba y calle abajo, por entre los puestos del mercadillo, saludando con gran amabilidad y afecto a cuantos se cruzan con ellos. Son personas muy respetadas en el pueblo, tanto, que al salir los domingos de la misa de doce, tardan como hora y media en llegar a su casa, distante sólo unas cuantas manzanas; tantos son los que quieren saludarlos y comentar con ellos la pasada o próxima excursión, bien organizada por don Mateo Reñones a Torre Ciudad, "Loúrdes" (como dice don José) o Fátima, bien por el IMSERSO. De ellos nadie hubiera podido decir, si de un pueblo normal y no condenado al silencio como Rocales se tratase, absolutamente nada negativo y sí ponderaciones de su honorabilidad y espíritu social. Don José es muy amigo del sargento Rosicler, ahora jubilado, con el cual suele tomar a la una y media en punto el aperitivo en compañía del indiano Francisco de Jesús, a quien

16 comprara la casa, en el Bar "La Marcelina", sito en el Paseo del Generalísimo y propiedad de Álvaro Márquez, a quien pude, dicho sea de paso, con trabajo, sacarle (mejor dicho, no tanto a él, como a su señora, Rufina) alguna información importantísima sobre el caso de los amantes muertos. Al parecer, el pueblo de Rocales del Alberche había tenido la gracia sencilla de los pueblos serranos de barro y piedra, esa gracia arcaica, primitiva, que algunos han sabido conservar a pesar de los embates del llamado progreso. Pero, según se dice, los rocaleños aman más el dinero que a su pueblo y, desde hace unas cuantas décadas, las viejas casas y antiguos edificios de cierta nobleza, como los de la Plaza Mayor, han ido cayendo ante la sedienta pica de la especulación hecha de barato ladrillo visto, aluminio y teja industrial. Hoy en día el pueblo es un desastre urbano; una red de agujeros hace las veces de asfaltado en las calles más recientes, mientras socavones y desniveles adornan las antiguas adoquinadas o empedradas; las ordenanzas municipales no son ni obedecidas ni siquiera consultadas a la hora de levantar horrorosos edificios de materiales baratos en el lugar de las antiguas casonas; el alcalde, al parecer sempiterno, pues lo ha sido desde los tiempos del franquismo, según se dice, no se preocupa en absoluto por el pueblo, por su mantenimiento, y la policía municipal se limita a contemplar cómo los turismos de paso o los enormes camiones cargados de maderas procedentes de los pinares de la sierra atraviesan el pueblo por la estrecha carretera-calle principal a grandes velocidades, con evidente peligro para sus habitantes. El antiguo

17 turismo, que acudía a veranear contemplando las majestuosas cumbres y valles de Gredos, las pinadas, robledas y castañares, los pantanos de las vecindades, ha sido desterrado en buena parte por los abusos económicos en alquileres y víveres. Amargamente se queja Álvaro Márquez, el dueño del bar “La Marcelina”, quien dice que en Rocales las únicas personas que tienen iniciativas de progreso son las mujerucas que sacan sus hortalizas a la carretera para ofrecerlas a los visitantes. En verdad, el pueblo físicamente hablando no es ninguna cota turística, como suele decirse, ni tampoco es un pueblo progresista, sano, contento al menos. Es un pueblo triste y poco emprendedor, sombrío la mayor parte del tiempo, con habitantes de mirada transversal y poca o ninguna sonrisa, la mayor parte enredados en pleitos y demandas. Si es verdad lo que decía Albert Camus, aquello de que el epitafio de los hombres del siglo XX sería “fornicaban y leían periódicos”, los rocaleños pertenecen tal vez al XIX. En algunos casos, alguien diría que al XIV o XV. Pero la verdad es que acuden a los bares a leer los periódicos deportivos con gran atención, especialmente para abominar del Fútbol Club Barcelona, ya que, como la mayoría de los castellanos de pueblo, detestan a los catalanes por razones en las que no voy a entrar, mientras que respetan y admiran a los vascos. Tienen varias ocasiones en las que el espíritu colectivo es cultivado con acatamiento y relativa diversión: las fiestas de San Ponciano, patrono de la localidad, en el mes de agosto, los carnavales, que tienen fama en toda la provincia, y la celebración de la vendimia, que

18 languidece a ojos vistas, pues las viñas han venido siendo arrancadas o simplemente abandonadas por causa de la caída paulatina de los precios, dada la poca producción de la cooperativa local. Durante las fiestas, los rocaleños, organizados en peñas, se divierten andando por las calles, bailando y cantando al son de charangas; entran a tomar un chato en todos los quince bares que hay en el pueblo y terminan al amanecer en medio de ruidosas muestras de alegría y entusiasmo. Algunos, los jóvenes, aguantan, con vino, chorizo y baile, y no se van a dormir durante los tres días. Hay toros, con novilleros de postín, picadores y hasta destacados rejoneadores, contratados por el Ayuntamiento. También danzas folclóricas y, en los carnavales, desfiles de carrozas y disfraces, en cuya confección la mayor parte de las señoras del pueblo gastan horas y horas durante el resto del año. En una de estas fiestas de carnaval, Pedro se fijó por primera vez en su lejana prima Alejandra. La chica parecía irlandesa: tenía un abundante pelo rojizo y la blancura de su piel era complementada por unas mejillas sonrosadas; sus ojos azules como gotas de agua miraban con cierta fijeza, mezclada con algo como curiosidad o estupor que ponía nerviosos a aquellos sobre los que caía su haz luminoso. Tenía, como he dicho, dieciséis años, pero ya su cuerpo era el de una mujer rebosante de vida y de gran exuberancia sensual. Emanaba belleza, fuerza y atractivo. Felipe Ancares se extasiaba, evocador, en su descripción, aunque siempre terminaba con un gran suspiro triste, que se fue haciendo, con el paso del tiempo, más y más nostálgico. Pedro era un

19 mozo moreno, de cejas oscuras, mirada brillante y cerrada barba, tímido y tierno, que leía secretamente versos y amaba la naturaleza. Estaba con dos o tres amigos cuando pasó, a unos cuantos metros, Alejandra, acompañada de su madre. El tiempo se detuvo, el aire se llenó de electricidad, y un rayo invisible traspasó al mozo al sentir sobre él los claros ojos interrogantes. A ella también se le descolocaron los anaqueles del alma cuando vio aquella mirada negrísima, un instante tan sólo, el instante que permitió la timidez y el susto, aquel rostro inocente y vigoroso, aquella fuerza nacida de la buena condición, la sinceridad, la ternura y la adecuada alimentación. Era carnaval. Ella iba disfrazada de tirolesa y él se había subido el antifaz sobre la frente. Luego volverían a encontrarse, pero él ya con el rostro cubierto y ella atraída, huidiza y perturbada. La banda municipal interpretaba con entusiasmo y buen afinamiento un aire de Giacomo Meyerbeer. Él daba vueltas como un desnortado; ella miraba constantemente hacia atrás y respiraba con dificultad sintiendo un nudo en la parte inferior del corazón. Apenas se habían visto antes. El Curro Montejo, padre de Pedro, había logrado que éste asistiera al Instituto de La Adrada, para evitar ocasiones de disgusto, después de algún incidente con Herme Romero, el hermano menor de Alejandra. Y si se habían visto, no se habían fijado el uno en el otro, tal vez por ser demasiado jóvenes. Justo Romero, padre de Alejandra, no era entonces el más feroz de los militantes anticoniteros. Hombre bonachón y dado a los placeres del cordero y el cabrito cuchifrito regados con el vino de la Ribera del

20 Duero, solía administrar su fábrica de viguetas de cemento para la construcción con parsimonia y habilidad comercial. En los años sesenta, siendo un joven no demasiado guapo, pero sí con cierto atractivo, había ido con otros amigos de vacaciones a la Manga del Mar Menor, donde había conocido a Nuria Compaired, con la cual entabló una ardorosa correspondencia que terminó en boda, una primavera, en la iglesia parroquial de Llíria, entre azahares y lluvia de arroz. Tuvieron tres hijos, Cipriano, al cual la madre llamaba Ciprià, Herme (Hermenegildo, nombre inquerido por todos los miembros de la familia, excepto por la abuela paterna, la señá Celedonia, la cual al fin impuso su voluntad) y la espléndida Alejandra (poético nombre que fue sugerido y sustentado por el bohemio tío Toño, Juan Antonio Compaired, pintor que había emigrado a Suramérica y aparecía fugaz por el pueblo y desaparecía veloz como un astro de buen humor e inteligencia). Cipriano era como su padre, pacífico, con buen ojo para los negocios y para los perniles, tanto asados como enfundados en pantis, según decía Felipe. Herme, en cambio era violento, reconcentrado, amante de la motocicleta y de la infame mezcla de vino peleón y coca cola llamada calimocho. Toda la familia, incluido Cucurito, un lejano pariente, de edad indefinible, retrasado mental (pero, según quienes lo conocían bien, de una agudísima y perversa inteligencia), a quien habían recogido cuando niño y que llevaba a cabo trabajos permitidos por su incapacidad, tales como los de recadero, se había dedicado a cuidar y vigilar a Alejandra, a la cual no se le permitía ir sola casi a ninguna parte, pues siempre o bien su madre o sus

21 hermanos la acompañaban. Escasamente la dejaban participar en paseos organizados por profesoras del Instituto o por señoras suficientemente garantes. En el pequeño pueblo de La Hija de Dios no había, claro está, instituto de bachillerato, por lo que los jóvenes tenían que acudir a Rocales, El Tiemblo o La Adrada. Amaro Carredo era entonces uno de estos jóvenes. Tenía que esperar el autobús escolar, que lo llevaba al Instituto Gaspar Astete de Rocales del Alberche, a las siete de la mañana. Allí se encontraba con sus amigos, entre los cuales estaba, en primer lugar, Herme Romero. Amaro parecía ser todo lo que Herme no era, o al revés: Herme era todo lo que Amaro, a primera vista, no era; eligiendo la primera formulación, Amaro se mostraba bondadoso, generoso, amable, considerado, débil y pacífico. Herme ejercía sobre él un total dominio, de forma tal que en el Instituto se conocía a Amaro por “El Escudero”. Había también otros chicos sobre los cuales se extendía la, digamos, dictadura de Herme Romero: lo seguían, admiraban su moto, celebraban sus desplantes y groserías y estaban dispuestos a seguirlo en cualquier empresa. También Herme había logrado inyectarles (excepto a Amaro) el profundo odio ancestral que profesaba a los Coniteros y especialmente a Pedro Montejo, su primo lejano y no reconocido como tal. Pero Herme estaba lejos de saber que Amaro y Pedro eran amigos en secreto, por temor a las represalias de Herme contra el primero. La penetrante mirada y adecuada malicia de Felipe Ancares sospechaba en la admiración de Amaro por Pedro un cierto sentimiento que iba más allá de la amistad entre jóvenes. Pedro

22 lo trataba con deferencia, intercambiaban libros, comentaban lo que leían y compartían el amor por los paisajes montañosos; iba en bicicleta a La Hija de Dios y los dos paseaban por los alrededores del pueblo escuchando pájaros y admirando flores y árboles. Eran finos y sensibles, pero Pedro era mucho más fuerte que Amaro, el cual sufría sobremanera cuando Herme, a quien lo ataban el miedo y la sumisión, además de otros sentimientos ambiguos, emitía las peores palabrotas y los más soeces insultos contra los Coniteros y especialmente contra Pedro Montejo. Felipe Ancares no estaba seguro de cuándo logró Pedro ponerse en contacto con Alejandra, pero seguramente fue a través de una de las amigas de ésta, Vanesa Martín, a la cual la joven verdina comunicó su deslumbramiento con el joven conitero. Vanesa es hija de un bárbaro hortelano viudo, Venustiano Martín, El Paripe, hombre de gran corpulencia, borracho hosco, grosero y sucio, que odiaba a la humanidad entera y que golpeaba y tal vez sometía a su hija a cosas más ignominiosas (sospechaba Felipe Ancares). Los Martín eran vecinos de los Montejo y Pedro y Vanesa habían jugado de niños y mantenían una buena relación. Francisco, Curro, Montejo Pellejo y Mercedes, Merche, Roa Rodríguez se habían casado a la edad en que solían casarse las parejas en los pueblos, es decir, sobre los veintiocho años, él, y los veintiséis, ella. El Curro Montejo posee varias fincas y casas en el pueblo, que alquila, y él y Merche, su mujer, atienden todavía uno de los dos estancos del pueblo, además puesto de periódicos y revistas y

23 venta de golosinas infantiles. Antes del desgraciado acontecimiento, vivían con tranquilidad y desahogo con sus dos hijos, Pedro, el mayor, y Federico, el cual había nacido con síndrome de Down benigno, lo que le permitía llevar una vida casi normal, en una vieja casa de piedra cuyo interior habían modernizado con dos baños completos, piso de baldosa, cocina de vitrocerámica y ventanas de PVC. El Curro se guardaba muy mucho de dejar de mirar con hostilidad a los Verdinos, pero Merche nunca tenía presente el odio ancestral, así que se ganaba las reprimendas de su marido cuando inadvertidamente sonreía a alguna Verdina. "A mi padre le robaron la huerta de La Mata, y a mi tío Senén lo arruinaron", le decía, reconviniéndola, el Curro. Una vez él se cruzó con la moto de Herme, y éste aceleró, dio un brusco giro e intentó derribar a su lejano e irreconocido tío, el cual, en su corpulencia tuvo que dar un salto, quedándose con el puño en alto y mascullando "¡Me cago en la hostia, cabrón chaval hijo de la gran puta, si te cojo te corto los cojones! ¡Verdino tenías que ser!". Después lo contó con gran indignación en casa. Pedro bajó la cabeza, avergonzado, no sabía muy bien de qué, tal vez de Herme, tal vez de su padre, tal vez de toda la historia de su familia. A propósito de este incidente, Felipe Ancares me expuso su teoría de que los españoles se dividían en dos: cabreros y cabrones; tanto unos como otros hacían las mismas cosas, pero los primeros sin saberlo y los segundos intencionadamente. Don Mateo Reñones, que, además de cura, pertenecía al Opus Dei y usaba un tinte para ennegrecer los cabellos que era la envidia de las beatas de la parroquia, intentó alguna vez llevar la paz a la familia

24 desgarrada, pero fueron vanos sus esfuerzos. Reunió a los dos jefes de los bandos enfrentados, Justo Romero Roa y Francisco Montejo Pellejo, pero éstos ni siquiera se saludaron y, a pesar de la bonhomía de Justo, el carácter ocasionalmente violento del Curro (estaba muy reciente el intento de atropello de Herme) impuso miradas de odio y negativas rotundas a estrecharse la mano y a olvidar pasadas injurias. Total, que las cosas siguieron como estaban cuando Pedro y Alejandra hablaron por vez primera, seguramente en casa de Vanesa Martín, aprovechando la ausencia de su padre. Alejandra había, al fin, logrado que su madre la dejara salir con Vanesa, sin la compañía de alguno de sus familiares. Los jóvenes, absortos el uno en el otro, olvidaron por completo que pertenecían a bandos enemigos que podían llegar al enfrentamiento violento. Las palabras que se dijeron nadie las escuchó aparte de ellos, pero es de suponer que fueron balbucientes fórmulas de cortesía. Al final, Pedro, tal vez, mencionó otra entrevista y ésta tuvo lugar en El Robledal, paraje de gran belleza que distaba del pueblo como diez kilómetros y al cual acudían de paseo por las tardes las mujeres del pueblo. Ella, estrenando una duramente conquistada libertad de movimientos, que había arrancado a su madre a pesar de la oposición de sus hermanos, y despistando a Cucurito, el cual, más que vigilarla, la acechaba constantemente, fue con un grupo de chicas, y él logró que Amaro lo acompañara, escondiéndose de la vista de Herme Romero. Acudieron por caminos diferentes y, cuando se vieron a la distancia, ella se fue rezagando de su grupo, el cual era conducido con habilidad por Vanesa Martín, y al fin se encontraron al pie del gran

25 castaño que tenía una hendidura en su tronco parecida a la forma de un corazón, cosa que, con rubor que se añadía a sus mejillas ya sonrosadas, hizo notar Alejandra. Amaro se quedó a corta distancia vigilando que no hubiera presencias indeseadas y, por él, Felipe Ancares se enteró de que Pedro, con gran dificultad, declaró su amor a Alejandra, la cual, colorada y con los ojos brillantes contestó que ella también lo quería. Al final, Pedro se atrevió a tomar con su mano izquierda la derecha de ella y la estrechó amorosamente. El descubrimiento de los cadáveres cayó como un rayo en el pueblo. Después de todo lo que había pasado, de los sórdidos descubrimientos y los sucios secretos desvelados, aquellas muertes estremecieron a todos los rocaleños de horror y de incredulidad, pero especialmente, claro está, a los padres, los cuales quedaron destrozados. Herme se comía los puños, llorando a grandes alaridos, pues adoraba a su hermana y no tenía a quién culpar de su muerte. Amaro Carredo sufrió un desmayo: él había vivido el romance a la sombra, había participado en los escondites de la etapa inicial y luego, melancólico tal vez, había presenciado la plenitud de un intenso amor. Pero no precipitemos las cosas. Antes de que llegara mi mujer a Rocales, Felipe Ancares me invitó a una de sus cenas legendarias; según decía, mi compañía le ayudaba y lo distraía de sus decaimientos. Durante la cena, tembloroso, llegó a mostrarme una fotografía que Pedro y Alejandra le habían regalado para agradecerle su simpatía y su ayuda cuando se veían a escondidas. Casi sollozante, me contó que había sido el primero en

26 enterarse de que Alejandra había quedado embarazada. En la foto, sonrientes, los ojos muy abiertos y los gestos elocuentes los dos muchachos eran la auténtica estampa de una pareja feliz. En verdad, Alejandra era bellísima, y su cabello rojo brillaba al sol; estaban al lado del castaño hendido en forma de corazón y la foto había sido tomada por Amaro Carredo. Yo noté las abundantes lágrimas que se agolpaban en los ojos de Felipe y, con discreción volví la foto y la coloqué en una mesilla lejana. Había hecho mi amigo una extraordinaria comida que incluía una crema fría de calabacín, aguacate y patatas, hecha en caldo de pollo y aromatizada con cebollinos picados, cuyo hermoso verde combinaba con un chorreón de nata líquida; luego trajo un carré de cordero lechal, cuya redondez almenada traía memorias de castillos medievales. Hecha en el viejo horno de leña que había en el patio trasero de la casa, con romero fresco de montaña, la carne tierna y jugosa sabía a gloria y un vino de crianza del Somontano aragonés regó el condumio con perfecto acierto. Pero la fotografía sumió a su dueño en una profunda melancolía y la velada fue de suspiros y de memorias tristes.

"Los dos habían sido alumnos míos cuando chavales –me contaba gravemente–, y Pedro, al sentir la llamada juvenil a las cosas del espíritu y la cultura, acudió a mí en busca de consejo y estímulo. Nos veíamos frecuentemente y yo le prestaba libros que leía a escondidas de su padre, quien lo destinaba a una carrera de las que dan dinero. Venía a visitarme y hablábamos durante largas horas de literatura, de

27 filosofía... Era muy sensible y despierto, lo que debió de heredar de su madre, mujer hermosa e inteligente cuyo matrimonio con el Curro Montejo nunca pude entender por parte de ella. Pero es buena y abnegada, además, y ha soportado la vulgaridad y el carácter violento de su marido con naturalidad envidiable... No olvido el día en que Pedro me habló de su amor por Alejandrita... Ruborizado, con una encantadora timidez, me hizo partícipe de sus emocionados afectos y yo le aconsejé que tratará de hacérselos saber a ella para ver si le correspondía, sin caer en la cuenta, en aquel momento, de las complicaciones que iban a suscitarse entre sus dos familias por estúpidas rencillas del pasado... y por mi más que nefasta actuación..." No pudo continuar y yo tuve que prácticamente obligarlo a tragar las pastillas que el médico le exigía que tomara en estos casos.