OPINIÓN | 17
| Lunes 17 de febrero de 2014
nuevas épocas. Con el estreno de su reciente película, El sueño de Walt Disney, la gran corporación del
entretenimiento rinde homenaje a su pasado y, a la vez, intenta recuperar algo del espíritu de los comienzos, en momentos en que el diversificado negocio global diluye el poder de su mística
Disney, en busca de su paraíso perdido Hernán Iglesias Illa —Para La NaCIoN—
E
Nueva York
n 1961, la escritora australiana P. L. Travers, autora de los libros de Mary Poppins, viajó de Londres a Los Ángeles para reunirse con Walt Disney. Llevaba veinte años rechazando las ofertas para hacer una película con sus personajes, pero finalmente había cedido ante la legendaria insistencia del empresario californiano. en las semanas siguientes, la quisquillosa Travers se ofendió, protestó y reclamó ante los cambios propuestos por los guionistas, pero firmó la cesión de derechos. Tres años más tarde, con Julie andrews como protagonista, se estrenó Mary Poppins, que fue un éxito comercial, recibió todo tipo de premios y se convirtió en un clásico de Hollywood. aquel primer viaje de Travers a California es el corazón de El sueño de Walt Disney, una nueva película producida, a partir de un guión ajeno, por la propia Disney, en la que un Tom Hanks con bigotito y gomina hace de Disney y una emma Thompson con rulos y labios apretados hace de Travers. La película está presentada como un choque de estilos entre el empresario ambicioso pero bonachón y la escritora cascarrabias pero sensible, quienes finalmente logran conectarse gracias a su necesidad de contar historias para hacer tolerables sus vidas. Pero la película también puede verse, quizás contra su voluntad, como el retrato de un momento en el que estados unidos estaba reemplazando a europa en el liderazgo cultural de occidente. en esta California soleada y optimista, habitada por niñoshombres que componen canciones sobre amor e infancia, y donde la gente se llama por el nombre de pila, aterriza la enviada de la Inglaterra lluviosa y pesimista, sarcástica y monacal, que insiste en llamar a la gente (y que la llamen a ella) por su apellido. Travers, a veces explícitamente, desdeña la banalidad y la ingenuidad de la cultura estadounidense, personificada en la película en la figura de Walt Disney. “Pobre a. a. Milne”, suspira cuando ve un peluche de Winnie the Pooh. en un mundo que estaba reemplazando la ópera trágica y aristocrática por la comedia musical alegre y clasemediera, Disney hace la veces de vanguardia y Travers, de reacción. Quizás por eso vemos como inevitable desde las primeras escenas el triunfo de Walt, porque tiene la historia de su lado y porque su mundo, que valora la autoexpresión y la felicidad por encima de casi cualquier otra cosa, es todavía, medio siglo después, nuestro mundo. a pesar de esto, El sueño de Walt Disney también tiene una melancolía de fin de una época, el último instante mágico antes del
derrumbe. No sólo porque Walt Disney moriría un año después del estreno de Mary Poppins, de cáncer de pulmón, sino también porque las películas estaban a punto de cambiar. La era de las estrellas y los grandes estudios estaba a punto de ser reemplazada por una nueva generación de productores
La película también tiene la melancolía de fin de una época, el último instante antes del derrumbe Esta Disney exitosa dice menos sobre el mundo artístico de hoy que sobre el mundo corporativo y directores que rechazaban al Hollywood tradicional. Tres años después de Mary Poppins se estrenaron, en un mismo verano, Bonnie and Clyde, El bebé de Rosemary y El graduado, que desafiaban al mismo tiempo las convenciones del cine y de la sociedad norteamericana.
Justo antes del cimbronazo cultural del rock y la lucha por los derechos civiles, las imágenes del estreno de Mary Poppins en el Teatro Chino de Los Ángeles pueden ser vistas como la penúltima foto del Hollywood clásico, antes de perder la inocencia. Y, también, como el pico del éxito cultural y artístico de Disney como concepto y como empresa. Para su fundador, dicen quienes lo conocieron, Mary Poppins fue el momento más alto de su carrera, su mayor orgullo. Sabiendo esto, El sueño de Walt Disney también parece un homenaje de la corporación Disney a sí misma, para celebrar su pasado, pero también para recuperar algo de aquella mística y espíritu. en los años 70, la prosperidad y el optimismo de posguerra se fueron convirtiendo, tras la desaceleración de la economía y los asesinatos de Martin Luther king Jr. y Bobby kennedy, en estancamiento y paranoia. La voz inocente y respetuosa de Disney tenía poco para decir en una década donde, para acompañar el desastre de vietnam y la renuncia de Nixon, la cultura había preferido a El Padrino o Taxi Driver antes que películas de dibujos animados o comedias musicales. Después de dos décadas de confusión y mediocridad (desde la muerte del fundador hasta mediados de los años 80) y un re-
nacimiento exitoso en lo económico, pero con su identidad diluida en diversas áreas corporativas, Disney puede ahora recordarles a sus empleados y a sus rivales qué era capaz de hacer y cuánta influencia tuvo en su mejor momento. Su éxito no era sólo comercial: en aquellos años, sus películas, personajes y parques temáticos (Disneyland, en California, se inauguró en 1955; Disneyworld, en Florida, en 1971) eran vistos, tanto por sus defensores como por sus críticos, como embajadores o tentáculos internacionales de la democracia o el capitalismo estadounidense. en américa latina, especialmente desde la publicación de Para leer al Pato Donald, de ariel Dorfman y armand Mattelart, en 1972, criticar a Disney se volvió una manera de criticar a estados unidos: la estructura profunda de las aventuras del ratón Mickey y sus amigos, según esta visión, contrabandeaba valores que permitían expandir y consolidar la explotación de los trabajadores. aunque el propio Dorfman ha renegado de la versión más literal de esta idea –“No necesariamente todo lo que viene del Norte es negativo, y tampoco las cosas que hacemos acá son todas positivas”, dijo hace poco–, Disney sigue siendo un blanco favorito de antiimperialistas de todo tipo, que le criti-
can el conservadurismo de sus historias y lamentan la popularidad de Disneyworld entre los turistas de clase media. La producción de la película coincidió, además, con la muerte de roy e. Disney, sobrino de Walt y último miembro de la familia en tener un rol activo en sus negocios. roy era un personaje peculiar que había logrado orquestar, desde su asiento en el directorio, dos golpes de estado contra sendos Ceo: ron Miller, yerno del fundador, en 1984, en un momento de insipidez artística y facturación empantanada, y Michael eisner, en 2005, después de veinte años de rápido crecimiento en mil direcciones. Cuando obtuvo los votos para despedirlo, roy e. Disney dijo que eisner había transformado el estudio en una corporación “rapaz y desalmada”. el sueño de Walt Disney, que es una película bastante mejor de lo que sugiere su descripción (no es una hagiografía de Walt ni una celebración de Disney), también puede significar un intento de sus responsables por encontrar en el pasado una base donde hacer pie hacia el futuro, ahora que ya no queda vivo ningún miembro de aquel pasado. en la Walt Disney Company de hoy, la unidad de negocios más rentable y que más rápido crece es la cadena eSPN, adquirida en los años 90. Los estudios de cine siguen produciendo éxitos, pero buena parte del talento es prestado: en 2006 Disney compró Pixar, el revolucionario estudio de animación cofundado por Steve Jobs; en 2009 compró Marvel, dueña de varios superhéroes, y en 2012 compró Lucasfilm, la dueña de La guerra de las galaxias, cuyo episodio vII se estrenará el año que viene. Para el año que viene, también, está prevista la inauguración de Disney Shanghai. esta Disney exitosa dice menos sobre el mundo artístico de hoy que sobre el mundo corporativo, en el que la propiedad de las empresas está atomizada, las ideas están tercerizadas y la distribución es el eslabón más potente. en una cadena tan fragmentada, los productos de Disney han perdido necesariamente coherencia y unidad y, con ellas, buena parte de su influencia. Ni Encantada, ni Piratas del Caribe, ni los programas de Disney Channel, a pesar de su éxito, pueden compararse con el impacto cultural que tuvieron Mary Poppins o Bambi. es algo que lamentarán sus admiradores y lamentarán, aunque no creo que se den cuenta, sus detractores. Comparado con estos negocios globales, el paisaje que pinta El sueño de Walt Disney se vuelve inevitablemente nostálgico por un mundo más simple, en el que las decisiones se tomaban más por pasión (o capricho) que con planillas de cálculo y en el que desde la oficina del jefe se podía oír el piano de la sala de ensayo. es el momento que la nueva Disney ha elegido para ubicar su paraíso perdido. © LA NACION
LÍnea DIRecTa
La lectura de la historia
Ese énfasis nuestro, tan rioplatense
Ricardo A. Guibourg —Para La NaCIoN—
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n reciente artículo de Hugo F. Bauzá, “el esfuerzo por recuperar el pasado”, destacaba inteligentemente cómo en nuestros tiempos vivimos un “boom de la memoria”: buscamos garantizar el recuerdo de lo ocurrido, pero a la vez hemos aprendido que la historia se construye; no es una interpretación cerrada de los hechos, sino un relato siempre susceptible de revisión. De acuerdo con esa reflexión, me parece importante clarificar el significado atribuible a algunas palabras, para evitar que tengamos de la historia una concepción excesivamente sesgada y la identifiquemos con los relatos que cada uno imponga o desee imponer. Porque aquí están en juego ciertos conceptos filosóficos, herramientas del pensamiento que han empezado a oxidarse peligrosamente. es claro que los conceptos filosóficos se construyen, pero si los construimos con material muy blando nos serán poco útiles para avanzar en el camino del pensamiento. Tomemos como ejemplo la historia. una cosa es lo que pasó; otra, lo que sabemos que pasó. una tercera, lo que nos parece relevante describir. una cuarta, nuestro juicio valorativo acerca de los acontecimientos conocidos. una quinta, el tipo de relato que ofrecemos a nuestros semejantes, seleccionando unos hechos frente a otros y presentándolos como felices o nefastos, inevitables, producto de errores humanos o fruto de inspiraciones geniales. Confundir todos estos elementos, o aun dos de ellos entre sí, es un error que se paga caro en términos de conocimiento individual y más caro aún en el campo de la lealtad frente a los demás. No es lo mismo lo que pasó que lo que sabemos. Ignoramos la mayor parte de los hechos pretéritos y, además, siempre es posible que estemos equivocados al decir que un hecho sucedió. Nuestras creen-
cias son verdaderas (cuando las llamamos conocimientos, implicamos que lo son) o son falsas (creencias erróneas). el carácter erróneo o verdadero de una creencia depende de los hechos, y no de la mayor o menor intensidad con las que la creamos ni del número de personas que la compartan. aunque la realidad histórica no pueda conocerse por entero ni con absoluta seguridad, postulamos su existencia unívoca como la fuente de indicios, relatos, testimonios y documentos que usamos para conjeturar sobre ella. No es lo mismo lo que sabemos que lo que decimos. No sólo porque a veces podemos mentir adrede, sino, principalmente,
La diferencia entre historia y propaganda es cuestión de grados de subjetividad Hoy todos reclaman memoria, pero cada uno tiende a recordar a sus amigos más que a otros porque no podemos contar todo lo que sabemos. Cada historiador elige relatar los hechos que le parecen más importantes, hitos que marcan el hilo conductor de la historia, y reduce los demás al silencio o a una mención secundaria. Desde luego, esta selección es subjetiva y puede variar de relator a relator, sin necesidad de que alguno de ellos falte a la verdad. es claro que lo que pueda entenderse como “hilo conductor” depende del marco teórico elegido pero no de los hechos mismos. un historiador puede juzgar hitos fun-
damentales los cambios en las creencias religiosas predominantes. otro, la evolución de los medios y formas de producción. otro más, las grandes batallas de occidente (o de oriente). Lo que pasó, pasó. Pero cómo lo articulemos para “entenderlo” de cierta manera es una elección del observador. esa observación, a su vez, nunca es ajena a las propias emociones del historiador (llamémosles tendencias, intereses, deseos o temores), que son fruto de su tiempo y de su historia personal antes que impuestos por el conocimiento mismo de los hechos. Y tales emociones pueden hallarse implícitas en su conciencia (como parte de su formación como científico, que nunca es idealmente neutral) o bien hallarse deliberadamente dirigidas a un fin político. en este contexto, la diferencia entre historia y propaganda es cuestión de grado de subjetividad o de lealtad en la descripción. esta es una explicación posible para el hecho de que hoy en día todos reclamen memoria, pero cada uno tienda a recordar a sus amigos más que a otros y a reclamar venganza para los suyos y castigo eterno para sus adversarios. Lo que no debería hacerse jamás, no por razones políticas sino sencillamente de solidez filosófica, es decir que la realidad fue o es lo que creemos o nos gusta, que la verdad es lo que cada uno afirma con énfasis y que los hechos que sucedieron no son otra cosa que el relato que de ellos hagamos. Los hechos son o fueron como fueron o son. Lo que digamos de ellos es cosa nuestra, una cosa llena de seguros agujeros y posibles errores, distorsiones y engaños. Pero, digamos lo que dijéremos, nuestra responsabilidad es no apartarnos de los hechos ni hacer pasar por tales nuestras propias, legítimas interpretaciones. © LA NACION El autor es director de la Maestría en Filosofía del Derecho de la UBA
Graciela Melgarejo —La NaCIoN—
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veces, en medio de tantísimas declaraciones, los dirigentes políticos traen involuntariamente a la actualidad ciertas palabras o expresiones. Por ejemplo, el jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, utilizó hace unos días el verbo amarrocar [‘Guardar, conservar ávidamente dinero u otros bienes materiales’] con singular precisión. Independientemente de que se esté de acuerdo o no con lo que dijo el ministro de ministros –muchos no lo están–, fue grato oír esa rotunda vibración de la erre en una palabra que tiene para los hablantes argentinos una historia larga y compleja. una historia que hoy mismo puede conocerse en profundidad, si uno está en la ciudad de Buenos aires y va al Museo del libro y de la lengua, en la misma manzana de la Biblioteca Nacional, pero en el edificio sobre la avenida Las Heras. el llamativo color sangre de buey de la fachada se ve desde muy lejos. Hasta mayo próximo, en la sala del subsuelo, se expone la muestra “al uso nostro. el italiano en el lenguaje rioplatense”. Como bien se explica en el prólogo del catálogo: “Nuestro castellano tiene (…) tonos del idish y del ucraniano, del guaraní paraguayo y del rumano, pero fundamentalmente del italiano. La gestualidad y el énfasis, que constituyen un matiz de nuestra oralidad vendrían de aquellos barcos que salían de los puertos de Nápoles y Génova”. un gran mapa del mundo ítalo-argentino abre la muestra. Si desde Piemonti llegaron amarrocar, linyera, moscato y grisín hasta la provincia de Córdoba, por ejemplo, desde veneto llegaron chimento, laburar y fayuto hasta la provincia de río Negro. en este viaje iniciático
por muchos motivos, también hicieron contribuciones Lombardía, Liguria, Sicilia y Campania. Lo que se quiere demostrar, en realidad, es que la mayoría de los inmigrantes italianos que llegaron a la argentina no hablaban ese idioma sino dialectos regionales. en el artículo “el italiano en la argentina”, la doctora angela Di Tullio, asesora de contenidos de la muestra, lo confirma: “el cocoliche es la variedad híbrida, o interlengua, que el inmigrante va construyendo en su paulatino proceso de adquisición del español a partir del dialecto italiano de partida (…) por eso no hubo un solo cocoliche, sino casi tantos como inmigrantes”. Y recuerda Di Tullio que Bioy Casares mencionaba esta frase de Borges: “Seguramente los argentinos hablamos y gesticulamos como cocoliches”. Mucho es lo que nos ha influido lingüísticamente nuestro particular “crisol de razas”. en un mail del 3/12/2013 dirigido a esta columna, lo destaca la escritora Beatriz Sarlo: “La vez pasada se le explicaba a un lector que los avisos vienen armados desde la agencia de publicidad, lo cual es completamente cierto, y el diario no podría ser juzgado responsable de los errores. Pero quizá pueda hacerse también un comentario sobre la mezcla de tilinguería y analfabetismo en lenguas extranjeras que se pone en escena en las publicidades de los restaurantes, generalmente en tapa de espectáculos. “Son desopilantes las concordancias de plurales italianos y singulares en castellano, o viceversa, y otras simpáticas combinaciones”. © LA NACION
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