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DIARIO DE LUCIA D.R. © Kathryn Blair, 2009
De esta edición: D.R. © Santillana Ediciones Generales, sa de cv Universidad 767, colonia del Valle cp 03100, México, D.F. Teléfono: 54-20-75-30 ext. 1633 y 1623 www.puntodelectura.com.mx Primera edición en Punto de Lectura (formato maxi): noviembre de 2009 isbn: 978-607-11-0339-0 De la fotografía: © 37018 CONACULTA. INAH. SINAFO. FN. MÉXICO Diseño de portada: Ana Paula Dávila Captura: Verónica Báez Aparicio Formación: Guillermo Mercado Mulliert Lectura de pruebas: Carlos Chávez, Yazmín Rosas Fotografía de portada: Familia Chenillo Impreso en México Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida total ni parcialmente, ni registrada o transmitida por un sistema de recuperación de información o cualquier otro medio, sea éste electrónico, mecánico, fotoquímico, magnético, electróptico, por fotocopia o cualquier otro, sin permiso por escrito previo de la editorial y los titulares de los derechos.
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Ciudad de México (enero-diciembre de 1939)
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30 de enero de 1939 Mis hermanos me acusan de inventar cosas, no por mentirosa sino por tener una imaginación muy viva. Eso dicen, por eso compré ayer este diario para anotar los sucesos tal como los vivo y percibo. Tengo que admitir que sí soy aventurera. ¡Si no nos arriesgamos, nada sucede! Desde chiquita me ha gustado investigar y averiguar las cosas. Soy preguntona. Como cuando se perdió Xóchitl. Fue en 1932, yo tenía ocho años. Xóchitl era como una borla de algodón, todavía cachorra, chiquita, juguetona, curiosa, traviesa como yo. Todos dijeron que estaba escondida en algún rincón y que luego aparecería. Pero yo sabía que estaba perdida. Me puse a averiguar: ¿Cuándo fue la última vez que la vieron? A mediodía, cuando comió. Tenía que haberse escapado a la calle. ¿Cómo? Claro, cuando mi papá abrió la reja para meter el coche a la hora que vino a comer. Nos sentamos a la mesa como a las dos y media. Eran las cinco de la tar
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de cuando la extrañé. Convencí a mis hermanos y todos nos pusimos a buscarla. Yo lloraba en cada casa, tienda, vecindad (lágrimas forzadas pero sinceras que demostraban mi angustia por si la habían recogido y no me la querían dar). Nada. Mis hermanos insistieron en que estaba escondida, pues jamás se había salido. Mi temor era que la hubiese atropellado un coche. Vivíamos en la colonia Roma, donde nací, en la calle de Álvaro Obregón (aunque papá y mamá todavía la llaman la calle Jalisco porque ése fue su nombre hasta que asesinaron al general Obregón en 1928, y como él vivía en nuestra calle, le cambiaron el nombre). La casa quedaba a dos cuadras de la avenida Insurgentes. ¿Sería posible que mi Xochilita se arriesgara a cruzar Insurgentes? El tráfico era una amenaza. A mí sólo me permitían cruzarla agarrada de la mano de mi nana, Ofe. A Xóchitl no le gustaban los coches y los cláxones la asustaban. ¿Pero? ¡Yo sabía que se había escapado! ¿Qué dirección habría tomado? Entre semana Ofe y yo la sacábamos a correr, ya fuera por el camellón de Álvaro Obregón hacia el toreo de la Condesa o al parquecito en la calle de Sonora que formaba parte del Hipódromo Condesa, donde había carreras de galgos, unos perros cazadores, grandotes y veloces que corrían detrás de un conejo eléctrico que nunca alcanzaban. Los domingos se oía el rugido de 23 mil aficionados a los toros y era el día en que más gente apostaba a los perros. Tanto ruido ponía nerviosa a la Xóchitl, así que el domingo uno de mis hermanos 10
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me acompañaba para llevarla al parque Río de Janeiro, que también queda cerca y es tranquilo. Ahí corrían niños y pelotas y perros de todos los tamaños. ¿Qué dirección tomaría? Ya estaba oscureciendo. Por instinto me animé a cruzar Insurgentes y fui corriendo por Álvaro Obregón hacia el toreo que quedaba a buena distancia. “Xóchitl, Xochilita”, gritaba mientras caminaba por el camellón preguntando a los niños que paseaban con sus mamás si la habían visto cuando iban rumbo a su casa. Di la vuelta por Salamanca, otra vuelta por Durango, y rodeé la plaza de toros para regresar a mi camellón. Detuve a unos jóvenes que salían de las canchas de tenis que quedaban junto al toreo, pero tampoco la habían visto. Exhausta, me senté en una banca para chillar cuando de repente la vi corriendo. Estaba esquivando un coche que venía por la lateral, para saltar a la banqueta y correr hacia mí. La alcé hecha todo un mechudo sucio, la lengua colgada pero la cola abanicándome fuerte. ¡No la habían atropellado! ¡Estaba viva! Brincamos, la abracé, bailamos. Me di cuenta entonces que era de noche. En la distancia podía ver las luces de los coches en Insurgentes que pasaban como rayos. De pronto miré las luces de un coche conocido que se estacionó, eran papá y mamá que venían como locos buscándome porque yo también me había escapado. Me dieron mis nalgadas y, después, me abrazaron. Como dije, eso fue en 1932, cuando tenía ocho años. Ahora tengo 14 y vivimos en la calle de Donato 11
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Guerra a la vuelta del Paseo de la Reforma. Soy la única de mis amigos que vive en el centro. Papá trabaja en el periódico El Universal y le queda muy cerca. Germán y Toño estudian en la Universidad de San Luis Potosí (papá es de allá) así que en casa sólo quedamos Mauricio y yo. Mauricio va a entrar a primero de prepa y yo a tercero de secundaria, sólo un año atrás, por abusada, no inteligente, dice Mauricio, que tiene 16. Desde primaria he estado en la Academia Maddox y ahora voy a estar con Mauricio en la Escuela Central de México que queda en la calle de Sadi Carnot, no muy lejos de la casa. Mauricio entró el año pasado. Papá quiere que yo asista a la misma escuela para que nos vayamos juntos y porque dice que tiene muy buenos maestros y todas las materias son aceptadas por la Universidad Nacional. Quiero estudiar letras, quiero ser escritora. Voy a extrañar mucho a mis compañeras de la Maddox, pero Mauricio, que es francamente amiguero, ya tiene un grupo de amigos que me caen muy bien. Mamá, que es conservadora, no quería que yo fuera a una escuela mixta, pero papá, que es liberal, dijo que ya era tiempo. Ahora hasta las escuelas públicas son mixtas. ¡Qué raro va a ser tomar clases con muchachos! Al principio no me gustaba vivir en el centro. Hay mucho tráfico y gente. Me sentía encerrada, como una más del millón y medio que ahora habita la capital. No hay parquecitos cerca ni árboles en la calle y el primer año no me dejaban salir sola, ni siquiera a la 12
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tiendita de abarrotes que queda a dos cuadras. Ahora voy con Mauricio en los tranvías por todos lados y con mamá caminamos hasta los almacenes por el Zócalo. Una gran ventaja es que los cines están más cerca: el Olimpia en 16 de Septiembre, el Alameda y el Regis en la avenida Juárez, el Iris y el Palacio Chino también en el centro. A papá le dan pases para conciertos y obras de teatro y recién instalados aquí, en 1934, nos tocó la apertura del teatro Nacional (que hoy llaman Bellas Artes) con el magnífico Ballet Russe de Montecarlo, una función que nunca olvidaré. Con boletos gratis, mamá y yo nos hemos vuelto aficionadas a la sinfónica. También a la ópera, que ni papá ni mis hermanos aguantan. Mamá dice que el brillo de la cultura cubre muchas carencias, seas chaparra y fea, bonita o pobre. Ahora me siento muy afortunada porque vivo en el centro, este centro de cultura, de azoteas colindantes y casa apretadas. Como siempre, Xóchitl duerme en mi cuarto. En vez de jardín la pobrecita sólo tiene un pequeño patio para brincar un poco cuando tengo tiempo de jugar. Esta tarde la saqué a caminar (sujeta con la correa que odia, pero no hay de otra). Mi paseo favorito es por la avenida Reforma, con sus imponentes mansiones, lindos prados y sus altos y frondosos fresnos. Llegamos a la glorieta de Colón y seguimos hasta el Ángel. Xóchitl se estaba quejando y jalándome, así que de regreso a casa decidí darle un poco de libertad. Solté la correa y ¡Dios santo!, se fue como relámpago dando saltos mien13
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tras cruzaba Donato Guerra y seguía por la calle lateral. La atrapé tratando de meterse por una reja de hierro forjado de una casa que queda como a media cuadra a la vuelta de nuestra esquina. La regañé y volví a ponerle la correa. Entonces noté que el candado de la reja de esa casa estaba oxidado y la puerta de entrada, remetida un par de metros, tenía un fierro que la atravesaba. Un papel se había caído en el escalón de la puerta pero alcancé a leer la palabra “clausurado”. Igual estaba el gran portón de la entrada para coches. Nunca había observado esa casa así, minuciosamente; al pasar la veía de reojo. Ahora noté que la cerca de hierro forjado que separa la casa de la calle tenía una que otra guía de hiedra seca y el escaso pasto parecía yerbajo. No sé por qué me llamó la atención. Crucé la lateral para verla mejor. Es una casona señorial con preciosa piedra labrada que enmarca la entrada y las puertaventanas del primer piso. Lo que había de pintura se estaba descascarando y algunos balaustres de los balcones del segundo piso estaban cuarteados, sus toldos deslavados y rasgados. Sólo una ventana de arriba tenía cortina. Es una mansión de la época porfiriana, de las que están desapareciendo por todo Reforma. ¿Cómo no me había fijado si tantas veces he pasado por allí? La casa queda entre dos edificios bajos que seguramente eran predios de otras casas de estilo semejante. Mamá dice que han derrumbado lo bonito para edificar lo feo. Es gran admiradora de don Porfirio y odia las construcciones modernas: “Esos hongos cuadrados que están 14
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brotando por todo el centro”, según mamá. Cuando vamos a Bellas Artes nunca deja de comentar que el interior art déco no encaja con el exterior neoclásico. Se debía haber estrenado para la gran celebración del centenario, pero la obra se atrasó y durante toda la revolución quedó a medias. Dicen que Pancho Villa lo usó como establo para sus caballos. Sólo hasta 1934, el arquitecto Federico Mariscal terminó el interior de Bellas Artes, que muchos todavía llaman teatro Nacional. Cuando por fin convencí a la Xóchitl para que regresáramos a casa, me paré en la esquina de Donato Guerra donde hay un puesto de periódicos. Se me ocurrió preguntarle a don Hermelindo, el viejito que atiende, si sabía por qué estaba clausurada esa casa tan bonita. —Así ha estado los ocho años que yo tengo aquí —me contestó. —¿Y quién la cuida? —le pregunté —Que yo sepa, nadie, señorita. Denantes venía un jardinero de vez en cuando para cortar el pastito, pero desde hace un año no ha dado la cara. —¿Entonces está abandonada? —Parece. Esperamos a papá para cenar hasta las diez, pues como reportero en el periódico no tiene horario. Mauricio cenó y subió a su cuarto. Yo esperé porque quería preguntarle a papá sobre la casa abandonada. Él se acuerda de todo. Llegó cansado, malhumorado y sin haber comido más que una torta a mediodía. 15
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Lo habían mandado a cubrir una junta del presidente con unos petroleros americanos que vinieron a pedir un amparo para recuperar sus oficinas en la avenida Juárez, edificio expropiado por el gobierno. Cuando el presidente expropió las empresas petroleras extranjeras el año pasado y el gobierno ocupó todas sus instalaciones, se desataron unas broncas con Estados Unidos e Inglaterra que papá no salía del periódico hasta las tres o cuatro de la mañana. Papá le echa porras al presidente, admira su decisión porque dice que los extranjeros pagaban muy poco a México por extraer y vender nuestro petróleo, pero como tenían contratos con el gobierno y el petróleo fue expropiado, las discusiones diplomáticas parecen ser interminables. Dice que el presidente volvió a asegurar a las compañías que honraría su palabra de pagar indemnizaciones, pero lo haría poco a poco. Siempre mandan a papá a cubrir estas juntas porque entiende perfectamente el inglés y lo habla bastante bien. Lo aprendió en la Asociación Cristiana de Jóvenes, donde también aprendió a nadar. Mientras papá devoraba los tacos potosinos y la carne asada, mamá se estaba quejando del alza de precios. —Ya no te dan dos bolillos por cinco centavos. ¡Ahora cuestan siete! Y hasta el pan Ideal, pan de caja, ha subido. —Olvídate del pan, Marta. Mira los cigarros, la gasolina. Hoy cotizaron el peso a cinco por dólar. 16
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—¡Pero si hace apenas unos meses estaba a tres ochenta! —comentó mamá, asombrada—. ¿Hasta dónde vamos a llegar, Pepe? —Todo va a subir. No vayas a comprar nada importado —le advirtió papá. —¿Dime qué no es importado? —le respondió mamá. No me gustan las discusiones de dinero y no entiendo lo del dólar. Metí mi cuchara. —Oye, papá —interrumpí—,¿qué sabes de esa casa abandonada que está a la vuelta en Reforma? La ubicó pronto y me dijo que recordaba algo de un asesinato, después un pleito por herencia. “Todavía está clausurada”, dijo, esos pleitos pueden durar años. Los dejé en la mesa todavía hablando del dólar.
2 de febrero Hoy me levanté a las siete en plena oscuridad. Anoche tuvimos que adelantar todos los relojes una hora por orden del regente. Dice que es una medida para economizar energía eléctrica porque las presas de Necaxa están casi secas, pero como no subí ni linterna ni velas tuve que encender la luz. Qué raro se siente este cambio de tiempo. Después del desayuno, papá nos dio un aventón a Mauricio y a mí. Ya tengo la boleta de la escuela e íbamos al centro para comprar libros. Papá iba a la estación a recibir al coronel Fulgencio Batista, jefe del 17
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