del observador cendeac - Monoskop

Jonathan Crary. Las técnicas del observador. Visión y modernidad en el siglo xix. CENDEAC. CENTRO DE DOCUMENTACIÓN. Y ESTUDIOS AVANZADOS DE.
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Jonathan Crary

L as t é c n ic a s DEL OBSERVADOR Visión y modernidad en

CENDEAC

A d L ite ra m

Jonathan Crary es catedrático Meyer Schapiro de Teoría y Arte Moderno en la Universidad de Columbia de Nueva York. Sus textos han aparecido con frecuencia en publicaciones como October, Artíorum, Grey Room, Art ¡n America, Artíorum, Assemblage, Film Comment, Grey Room y Domus. Asimismo es el autor de numerosos ensayos críticos en ca­ tálogos de arte. A finales de los ochenta, fue uno de los fundadores de la editorial Zone, en la que publicó, junto a Saníord Kwinter, Incorporations (1992) una antología esencial sobre el problema del cuerpo frente a la tec­ nología. El presente volumen -Las técnicas del observador- el más importante estudio hasta el momento sobre los orígenes de la cultura visual contemporánea, consolidó a Crary como una de las voces más influyentes en este campo. Sin duda alguna, su obra ha sido una de las que más ha hecho por diluci­ dar la imbricación entre la cultura visual de nuestros días y los contextos sociales y tecno­ lógicos en los que ésta se ha desarrollado. En castellano, se ha traducido también su libro Suspensiones de la percepción (Akal, 2008).

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CENDEAC

Las técnicas del observador

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A d L i t e r a m , n .° 4

Colección dirigida por: Miguel A. Hernàndez-Navarro

Jonathan Crary

Las técnicas del observador Visión y modernidad en el siglo x ix

CENDEAC

CENTRO DE DOCUMENTACIÓN Y ES T U D IO S A VA N Z AD O S DE ARTE CONTEM PORÁNEO

Región de Murcia

KÜI FUNDACIÓN CAJAMURCIA

Consejería de Cultura, Juventud y Deportes Murcia Cultural, S.A.

© De esta edición: Cendeac, 2008 Antiguo Cuartel de Artillería Pabellón, 5. 2a planta C / M adre Elisea Oliver M olina, s/n 30002 M urcia www.cendeac.net

©

Del texto: Jonathan C rary

©

De la traducción: Fernando López García

© Ilustración de cubierta: Nausícaá ©

1990, Massachusetts Institute o f Technology The M IT Press, Cam bridge, Massachusetts Londres, Inglaterra

Techniques ofthe Observer. On Vision and Modemity in the Nineteenth Century Todos los derechos reservados. N o puede ser reproducida niguna parte de este libro bajo

ningún medio,

electrónico o mecánico (incluida la reproducción por fotocopia, grabación, almacenamiento o escaneo) sin el permiso por escrito de la publicadora. Dado el carácter y la finalidad de la presente edición, el editor se acoge al artículo 32 de la vigente Ley de la Propiedad Intelectual para la reproducción y cita de obras de artistas plásticos representados por V E G A P , S G A E u otra entidad de gestión, tanto en España como cualquier otro país del mundo.

is b n :

978-84-96898-19-6

Depósito legal: MU-195-2008 Imprime: Azarbe, s . l . C/ Azarbe del Papel, 16 bajo 30007 M urcia

mi padre

índice

Agradecimientos......................................................................

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1. La modernidad y el problema del observador..................

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2. La cámara oscura y su sujeto.............................................

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3. La visión subjetiva y la separación de los sentidos...........

97

4. Las técnicas del observador................................................

133

5. La abstracción visionaria........................................... . . . .

179

Bibliografía...............................................................................

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Agradecimientos

Entre las personas sin las que este libro no hubiera sido posible se encuentran mis tres amigos y colegas de Zone, Sanford Kwinter, Hal Foster y Micheal Free. Sería imposible resumir aquí cómo me ha estimulado y enriquecido la cercanía a su trabajo e ideas. Tam­ bién me gustaría agradecer a Richard Brilliant y David Rosana su apoyo y aliento continuos, especialmente cuando éstos me eran más necesarios. Su consejo ha sido inestimable para mí durante la redacción de este proyecto. Estoy especialmente agradecido a Rosalind Krauss por sus perspicaces sugerencias críticas y su ayuda en formas diversas. Yves-Alain Bois y Christopher Phillips leyeron las primeras versiones del manuscrito y me hicieron observaciones agudas y enormemente útiles. Gran parte de mi investigación la llevé a cabo mientras disfrutaba de una beca Rudolf Wittkower concedida por el Departamento de Historia del Arte de la Uni­ versidad de Columbia. El libro fue finalizado gracias a una beca Mellon en la Society of Fellows in the Humanities, también en Columbia, y quisiera dar las gracias a mis amigos de entonces en el Heyman Center. Para preparar el material visual confié en la asistencia de Meighan Gale, Anne Mensior del c l a m , y Grez Schmitz. Ted Byfeld y mi asistente de investigación, Lynne Spriggs, proporcionaron ayuda editorial de última hora. Y, finalmente, me gustaría agradecer también a Suzanne Jackson, cuyo compromiso y audacia como escritora han estimulado y potenciado constante­ mente mi propio trabajo.

Las técnicas del observador

Para el historiador materialista, cada época de la que se ocupa no es sino una ante-historia de aque­ llo que realmente le interesa. Y es precisamente por eso por lo que la historia, para él, está desprovista de la apariencia de repetición, porque los momen­ tos de su transcurso de la historia que más le im­ portan se convierten en momentos del presente a través de su índice en tanto «ante-historia», y cam­ bian sus características de acuerdo con la determi­ nación catastrófica o triunfante de aquel presente. Walter Benjamin, Libro de los pasajes

i. La modernidad y el problema del observador E l campo de la visión siempre me ha parecido comparable al suelo de una excavación arqueológica — Paul Virilio

Este es un libro sobre la visión y su construcción histórica. Aunque se centre principalmente en acontecimientos y desa­ rrollos anteriores a 1850, fue escrito en medio de una trans­ formación de la naturaleza de la visualidad quizá más pro­ funda que la fractura que separa la imaginería medieval de la perspectiva renacentista. El rápido desarrollo de una enorme variedad de técnicas infográficas en poco más de una década forma parte de una reconfiguración drástica de las relaciones entre el sujeto observador y los modos de representación que tiene por efecto abolir la mayor parte de los significados es­ tablecidos culturalmente de los mismos términos observador y representación. La formalización y difusión de las imágenes generadas por ordenador anuncian una implantación ubicua de «espacios» visuales fabricados, radicalmente diferentes de las facultades miméticas del cine, la fotografía y la televi­ sión. Al menos hasta mediados de los años setenta, estos tres últimos eran, en general, formas de medios analógicos que aún se correspondían con las longitudes de onda ópticas del espectro y con un punto de vista, estático o móvil, locali­ zado en el espacio real. El diseño asistido por ordenador, la holografía sintética, los simuladores de vuelo, la animación

digital, el reconocimiento automático de imágenes, el traza­ do de rayos, el mapeo de texturas, el control de movimiento [;motion control], los cascos de realidad virtual, la generación de imágenes por resonancia magnética y los sensores multiespectrales no son sino algunas de las técnicas que están reubicando la visión en un plano escindido del observador humano. Obviamente, otros modos de «ver», más antiguos y familiares, pervivirán y convivirán, con dificultad, junto a los nuevos. Pero, de forma creciente, las tecnologías emergentes de producción de la imagen se están convirtiendo en los mo­ delos dominantes de visualización de acuerdo con los cuales funcionan los principales procesos sociales y las instituciones. Y, naturalmente, se entrecruzan con las necesidades de las industrias de la información global y con los requerimientos en expansión de las jerarquías médicas, militares y policiales. La mayor parte de las funciones históricamente importantes del ojo humano están siendo suplantadas por prácticas en las que las imágenes visuales ya no remiten en absoluto a la posición del observador en un mundo «real», percibido ópti­ camente. Si puede decirse que estas imágenes remiten a algo, es a millones de bits de datos matemáticos electrónicos. La visualidad se situará, cada vez más, en un terreno cibernético y electromagnético en el que los elementos visuales abstrac­ tos y los lingüísticos coinciden y son consumidos, puestos en circulación e intercambiados globalmente. Para comprender esta abstracción incesante de lo visual y evitar su mistificación mediante el recurso a explicaciones tec­ nológicas, habría que plantearse, y responder, muchas cuestio­ nes, de entre las cuales las más cruciales son de orden histórico. Si, efectivamente, se está produciendo una transformación de la naturaleza de la visualidad, ¿qué formas o modos se están sa­ crificando? ¿De qué clase de ruptura se trata? A la vez, ¿cuáles son los elementos de continuidad que vinculan la imaginería contemporánea con ordenaciones más antiguas de lo visual?

¿En qué medida, si es que en alguna, son la infografía y los contenidos de la terminal de visualización de video [video display terminal] una elaboración ulterior y un refinamiento de lo que Guy Debord denominó la «sociedad del espectáculo»?1 ¿Cuál es la relación entre las desmaterializada imaginería di­ gital actual y la llamada era de la reproductibilidad técnica? Las cuestiones más apremiantes, sin embargo, son cuestiones de mayor envergadura. ¿Cómo se está convirtiendo el cuerpo, incluso el cuerpo observador, en un componente más de nue­ vas máquinas, economías y aparatos, sean sociales, libidinales o tecnológicos? ¿De qué manera se está convirtiendo la subje­ tividad en una precaria interfaz entre sistemas racionalizados de intercambio y redes de información? Aunque este libro no se ocupa directamente de estas cues­ tiones, sí que intenta reconsiderar y reconstruir parte de su trasfondo histórico. Lo hace estudiando una reorganización anterior de la visión que tuvo lugar durante la primera mitad del siglo xix, bosquejando algunos de los acontecimientos y fuerzas, en concreto de las décadas de 1820 y 1830, que produjeron un nuevo tipo de observador y fueron condicio­ nes previas decisivas para la abstracción de la visión esbozada más arriba. Esta reorganización tuvo repercusiones inmedia­ tas que, si bien no tan espectaculares, fueron, no obstante, profundas. Los problemas de la visión, entonces como ahora, eran fundamentalmente cuestiones relativas al cuerpo y el funcionamiento del poder social. Gran parte de este libro analizará cómo, desde principios del siglo xix, un nuevo con­ junto de relaciones entre el cuerpo por una parte, y formas de poder institucional y discursivo por otra, redefinieron el estatus del sujeto observador. Al trazar algunos de los «puntos de emergencia» de un régimen de visión moderno y heterogéneo, me centro a la vez en el problema emparentado de cuándo, y a consecuencia de i

Ver mi «Eclipse o f the Spectacle» (Crary, 1984).

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qué acontecimientos, se produjo una ruptura con los mode­ los de visión y del observador renacentistas o clásicos. Cómo y dónde situamos tal ruptura guarda una estrecha relación con la inteligibilidad de la visualidad en el seno de la modernidad de los siglos x ix y xx. La mayor parte de las respuestas actua­ les a esta pregunta adolecen de un interés exclusivo por pro­ blemas de representación visual. La ruptura con los modelos clásicos de la visión a comienzos del siglo x ix fue mucho más allá de un simple cambio en la apariencia de las imágenes y las obras de arte; fue inseparable de una vasta reorganización del conocimiento y de las prácticas sociales que modificaron de múltiples formas las capacidades productivas, cognitivas y deseantes del sujeto humano. En este estudio presento una configuración relativamente desconocida de los objetos y acontecimientos del siglo xix, es decir, nombres propios, corpus de conocimiento e inventos tecnológicos que raramente aparecen en las historias del arte o del modernismo. Una de las motivaciones que me empujan a hacer esto es la voluntad de escapar de las limitaciones en que incurren muchas de las historias dominantes de la visua­ lidad de este período, y sortear las numerosas descripciones del modernismo y de la modernidad que dependen de un diagnóstico más o menos similar de los orígenes del arte y la cultura visual modernistas en las décadas de 1870 y 1880. In­ cluso hoy día, tras numerosas revisiones y re-escrituras (entre las que se encuentran algunos de los trabajos neo-marxistas, feministas y postestructuralistas más convincentes), sigue vigente un relato central inalterado en lo esencial. Este po­ dría resumirse así: con Manet, el impresionismo y/o el pos­ timpresionismo, emerge un nuevo modelo de representación y percepción visual que constituye una ruptura respecto a otro modelo de visión vigente durante siglos, y que podría definirse aproximadamente como renacentista, perspectivo o normativo. La mayor parte de las teorías sobre la cultura

visual moderna continúan amarradas a una versión u otra de esta «ruptura». Sin embargo, este relato del fin del espacio perspectivo, de los códigos miméticos y de lo referencial a menudo ha convivido acríticamente con otra periodización muy distinta de la historia de la cultura visual europea que es igualmente necesario abandonar. Este segundo modelo incumbe a la in­ vención y diseminación de la fotografía y otras formas vincu­ ladas de «realismo» del siglo xix. De manera aplastante, estos desarrollos han sido presentados como parte de la historia continua de un modo de visión de base renacentista en el cual la fotografía, y finalmente el cine, no son sino instancias más recientes de un despliegue ininterrumpido del espacio y la percepción perspectivos. Así, a menudo permanece un confuso modelo de la visión en el siglo x ix que se bifurca en dos niveles: en un determinado nivel, existiría un número relativamente pequeño de artistas avanzados que generaron un tipo de visión y significación radicalmente nuevos, mien­ tras que, en un nivel más cotidiano, la visión permanecería enquistada en las mismas constricciones «realistas» generales que la habían organizado desde el siglo xv. El espacio clásico es revocado por un lado, parece, mientras que persiste por el otro. Esta división conceptual induce a la errónea noción de que una corriente llamada realista dominaba las prácticas representacionales populares, mientras que la experimentación y la innovación tenían lugar en la esfera diferenciada (si bien a menudo permeable) de la creación artística modernista. Cuando la examinamos de cerca, sin embargo, la cele­ brada «ruptura» del modernismo es considerablemente más limitada en su impacto cultural y social de lo que suele insi­ nuar la fanfarria que la rodea. Según sus defensores, la pre­ tendida revolución perceptiva del arte avanzado de finales del siglo x ix es un acontecimiento cuyos efectos ocurren en el exterior de los modos de ver predominantes. Así, siguiendo la

lógica de este argumento, se trata realmente de una ruptura que sucede en los márgenes de de una vasta organización hegemónica de lo visual que va ganando fuerza durante el siglo xx, con la difusión y proliferación de la fotografía, el cine y la televisión. En cierto sentido, sin embargo, el mito de la ruptura modernista depende fundamentalmente del modelo binario realismo versus experimentación. Es decir, la conti­ nuidad esencial de los códigos miméticos es una condición necesaria para la afirmación de un avance o progreso de la vanguardia. La noción de una revolución visual modernista depende de la existencia de un sujeto que cuenta con un pun­ to de vista distanciado, ya que es esto lo que permite aislar al modernismo -tanto como estilo, como en cuanto resistencia cultural o práctica ideológica- sobre el telón de fondo de una visión normativa. El modernismo se presenta, por tan­ to, como la apariencia de lo nuevo para un observador que permanece perpetuamente igual, o cuyo estatuto histórico nunca es cuestionado. No es suficiente con intentar describir una relación dia­ léctica entre las innovaciones de los artistas y escritores de vanguardia de finales del siglo x ix de un lado, y el «realismo» y positivismo concurrentes de la cultura científica y popular del otro. Más bien, resulta fundamental ver ambos fenóme­ nos como componentes solapados de una única superficie social sobre la que la modernización de la visión se había iniciado ya décadas antes. Lo que sugiero es que a principios del siglo x ix tuvo lugar una transformación en la constitu­ ción de la visión mucho más importante y amplia. La pintura modernista de las décadas de 1870 y 1880 y el desarrollo de la fotografía después de 1839 pueden considerarse síntomas posteriores o consecuencias de este desplazamiento sistèmico que ya estaba en marcha hacia 1820. Pero, llegados aquí, uno puede preguntarse ¿no coincide la historia del arte de hecho con una historia de la percep­

ción? ¿No son las formas cambiantes de las obras de arte a lo largo del tiempo el registro más convincente de cómo la propia visión ha ido mudando históricamente? Este estudio insiste en que, al contrario, una historia de la visión (si ésta es acaso posible) depende de mucho más que una simple enu­ meración de los cambios o desplazamientos de las prácticas representacionales. Lo que este libro toma por objeto no son los datos empíricos de las obras de arte, o la noción, en últi­ mo término idealista, de una «percepción» aislable, sino, en su lugar, el no menos problemático fenómeno del observador. Porque el problema del observador es el campo en el cual podemos decir que se materializa la visión en la historia, que se hace ella misma visible. La visión y sus efectos son siempre inseparables de las posibilidades de un sujeto observador que es a la vez el producto histórico y el lugar de ciertas prácticas, técnicas, instituciones y procedimientos de subjetivación. La mayor parte de los diccionarios hacen pocas distin­ ciones semánticas entre las palabras «observador» y «especta­ dor», y el uso común a menudo los convierte, de hecho, en sinónimos. He elegido el término observador principalmen­ te por sus resonancias etimológicas. A diferencia de spectare, raíz latina de «espectador», la raíz de «observar» no significa literalmente «mirar a». La palabra 'espectador’ también con­ lleva connotaciones específicas, especialmente en el contexto de la cultura decimonónica, que prefiero evitar -concretamente, las de ser el asistente pasivo de un espectáculo, como en una galería de arte o en un teatro. En un sentido más pertinente para mi estudio, observare significa «conformar la acción propia, cumplir con», como al observar reglas, códi­ gos, regulaciones y prácticas. Aunque se trate obviamente de alguien que ve, un observador es, sobre todo, alguien que ve dentro de un conjunto determinado de posibilidades, que se halla inscrito en un sistema de convenciones y limitacio­ nes. Y por «convenciones» pretendo sugerir mucho más que

prácticas representacionales. Si puede decirse que existe un observador específico del siglo xix, o de cualquier otro pe­ ríodo, lo es sólo como efecto de un sistema irreductiblemente heterogéneo de relaciones discursivas, sociales, tecnológicas e institucionales. No existe un sujeto observador anterior a este campo en continua transformación.2 Si he mencionado la idea de una historia de la visión, es sólo como una posibilidad hipotética. Que la percepción o la visión cambien realmente es irrelevante, dado que no tie­ nen una historia autónoma. Lo que cambian son las variadas fuerzas y reglas que componen el campo en que la percep­ ción acontece. Y lo que determina la visión en un momento histórico dado no es una estructura profunda, una base eco­ nómica o una forma de ver el mundo, sino más bien el fun­ cionamiento de un ensamblaje colectivo de partes dispares en una única superficie social. Puede incluso que sea necesa­ rio considerar al observador como una distribución de fenó­ menos localizados en muchos lugares distintos.3 Nunca hubo ni habrá un espectador reflexivo que aprehenda el mundo en una evidencia transparente. Lo que hay son combinaciones de fuerzas más o menos poderosas a través de las cuales se hacen posibles las capacidades de un observador.

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En cierto sentido, mi propósito en este estudio es «genealógico», siguiendo a Michel Foucault: «No creo que el problema pueda so­ lucionarse historizando el sujeto tai como lo proponen los fenomenólogos, inventando un sujeto que evoluciona en el curso de la historia. Hay que prescindir del sujeto constituyente, librarse del sujeto mismo, por así decirlo, para llegar a un análisis que pueda dar cuenta de la constitución del sujeto dentro de un marco histó­ rico. Y esto es lo que yo llamaría genealogía, es decir, una forma de historia que permite explicar la constitución de saberes, discursos, dominios de objetos, etc, sin tener que hacer referencia a un sujeto que o bien es trascendental en relación a un campo de aconteci­ mientos, o bien se queda preso en su vacía mismidad a lo largo del curso de la historia.» (Foucault, 1980: p. 117). Sobre las tradiciones científicas e intelectuales en las que los objetos «son agregados de partes relativamente independientes», vid. Feyerabend, 1981, vol. 2:5.

Al proponer que durante las primeras décadas del siglo x ix tomó forma en Europa un nuevo tipo de espectador ra­ dicalmente diferente del dominante durante los siglos x vn y xvm , sin duda suscitaré el interrogante de cómo se puede plantear generalidades tan vagas, categorías tan torpes como «el observador del siglo xix». ¿No corremos el riesgo de pre­ sentar algo abstracto y divorciado de las singularidades y la inmensa diversidad que caracterizaba la experiencia visual en aquel siglo? Obviamente, no hubo un observador decimonó­ nico único, ningún ejemplo localizable empíricamente. Lo que deseo hacer, no obstante, es apuntar algunas de las con­ diciones y fuerzas que definieron o permitieron la formación de un modelo dominante de observador en el siglo xix. Esto implicará el bosquejo de un conjunto de acontecimientos emparentados que tuvieron un papel decisivo en los modos en los que la visión fue debatida, controlada y encarnada en prácticas culturales y científicas. Al mismo tiempo, espero mostrar cómo los términos y elementos más importantes de la organización anterior del observador dejaron de ser ope­ rativos. Lo que no se acomete en este estudio son las formas marginales y locales por medio de las cuales las prácticas de la visión fueron resistidas, desviadas o constituidas de forma imperfecta. La historia de estos momentos de oposición aún está por escribirse, pero sólo es legible si se contrasta frente al conjunto de discursos y prácticas hegemónico en que la vi­ sión tomó forma. Las tipologías y unidades provisionales que empleo son parte de una estrategia explicativa que pretende demostrar una ruptura o discontinuidad general a principios del siglo xix. Huelga señalar que no existen cosas tales como continuidades o discontinuidades en la historia, sino sólo en las explicaciones históricas. De modo que las divisiones temporales que propongo no se hacen en interés de una «his­ toria verdadera», o de restaurar el registro de «lo que ocu­ rrió realmente». Lo que está en juego es muy distinto: cómo

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periodizamos y dónde situamos las rupturas o las negamos son elecciones políticas que determinan la construcción del presente. Que uno excluya o destaque ciertos acontecimien­ tos y procesos a expensas de otros afecta a la inteligibilidad del funcionamiento contemporáneo del poder en el cual no­ sotros mismos estamos enredados. Tales elecciones afectan tanto a que la forma del presente parezca «natural» como a que, por el contrario, se ponga en evidencia su composición históricamente fabricada y densamente sedimentada. A principios del siglo x ix se produjo una transformación radical en la concepción del observador dentro de un amplio abanico de prácticas sociales y ramas de conocimiento. Una de las principales vías a través de las cuales presentará estos desarrollos será examinando la importancia de ciertos dispo­ sitivos ópticos. Los abordo no en función de los modelos de representación que implican, sino como emplazamientos de saber y poder que operan directamente sobre el cuerpo del individuo. En concreto, propondré la cámara oscura como paradigmática del estatuto dominante del observador duran­ te los siglos x vn y xvm , mientras que en el caso del siglo x ix tomaré en consideración cierta cantidad de instrumentos óp­ ticos, y en particular el estereoscopio, como medio útil para especificar las transformaciones en el estatuto del observador. Los dispositivos ópticos en cuestión, de manera significativa, son puntos de intersección en los que los discursos filosófi­ cos, científicos y estéticos se solapan con técnicas mecáni­ cas, requerimientos institucionales y fuerzas socioeconómi­ cas. Cada uno de ellos puede entenderse no simplemente en tanto objeto material, o como parte de una historia de la tecnología, sino a través del modo en que se inserta en un agenciamiento mucho más amplio de acontecimientos y po­ deres. Esto contraría claramente muchos de los influyentes relatos de la historia de la fotografía y el cine, caracterizados por un determinismo latente o explícito, y en los que impera

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Deleuze y Guattari, 1987: 90. Deleuze, 1988:48.

o bse r v a d o r del pro blem a y el m o d e r n id a d

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una dinámica independiente de invención, modificación y perfección mecánica sobre un campo social, transformándo­ lo desde fuera. La tecnología es siempre, al contrario, una parte concurrente o subordinada de otras fuerzas. Para Gilíes Deleuze, «Una sociedad se define por sus aleaciones, no por sus herramientas... Las herramientas existen sólo en relación a las combinaciones que hacen posibles o que las hacen po­ sibles.»4 Por tanto, ya no es posible reducir una historia del observador ni a los cambios en las prácticas técnicas y me­ cánicas, ni a los cambios producidos en las formas de las obras de arte y la representación visual. Al mismo tiempo, quisiera hacer hincapié en que, aunque designe la cámara oscura como un objeto clave en los siglos x v n y xvm , ésta no es isomorfa de las técnicas ópticas que analizo en el con­ texto del siglo xix. Los siglos x v n y x v iii no son cuadrículas análogas en las que distintos objetos culturales puedan ocu­ par las mismas posiciones relativas. Antes bien, la posición y función de una técnica es históricamente variable; la cámara oscura, como sugiero en el próximo capítulo, es parte de un campo del conocimiento y la práctica que no se corresponde estructuralmente con los emplazamientos de los dispositivos ópticos que examino posteriormente. En palabras de Deleu­ ze, «Por una parte, cada estrato o formación histórica implica una distribución de lo visible y de lo enunciable que actúa sobre sí misma; por otra parte, de un estrato al siguiente se produce una variación en la distribución, dado que la propia visibilidad cambia de modo, y los enunciados mismos cam­ bian de régimen.»5 Sostengo que algunos de los medios de producción de efectos «realistas» más extendidos en la cultura visual de ma­ sas, como el estereoscopio, se basaban de hecho en una abs­ tracción y reconstrucción radicales de la experiencia óptica, lo

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cual exige una reconsideración del significado del «realismo» en el siglo xix. También espero demostrar cómo las ideas más influyentes acerca del observador a principios del siglo x ix de­ pendían prioritariamente de modelos de visión subjetiva, en contraste con la supresión sistemática de la subjetividad de la visión que encontramos en el pensamiento de los siglos xvn y x v i i i . Una cierta noción de «visión subjetiva» ha sido durante largo tiempo una parte significativa de las discusiones sobre la cultura del siglo xix, más a menudo en el contexto del roman­ ticismo, como por ejemplo al ilustrar el paso en el «papel ejer­ cido por el espíritu en la percepción» desde las concepciones de imitación a las de expresión, desde la metáfora del espejo a la de la lámpara.6 Pero la idea de una visión o una percepción de alguna forma exclusiva de artistas y poetas y diferenciada de la visión moldeada por ideas y prácticas empíricas o positi­ vistas es, de nuevo, central en estas interpretaciones. Me interesa el modo en que los conceptos de la visión sub­ jetiva y la productividad del observador impregnaron no sólo los campos del arte y la literatura, sino que también estuvie­ ron presentes en los discursos filosóficos, científicos y tecno­ lógicos. Más que enfatizar la separación de arte y ciencia du­ rante el siglo xix, es importante ver cómo ambos formaban parte de un mismo campo entrelazado de saber y práctica. El mismo saber que permitía la creciente racionalización y control del sujeto humano en función de los nuevos requeri­ mientos institucionales y económicos, constituía también la condición de posibilidad de nuevos experimentos en el cam­ po de la representación visual. Por ello quiero delinear un sujeto observador que fue tanto producto de la modernidad del siglo x ix como, a la vez, constitutivo de ella. En líneas muy generales, lo que ocurre con el observador durante el siglo x ix es un proceso de modernización; él o ella se adecúa a toda una constelación de nuevos acontecimientos, fuerzas 6

Abrams, 1953: 57-65.

e instituciones que, juntos, pueden definirse aproximada, y quizá tautológicamente, como «modernidad». La modernización se convierte en una noción útil una vez arrancada de determinaciones teleológicas, principalmente económicas, y cuando abarca no sólo los cambios estructu­ rales de las formaciones políticas y económicas, sino también la inmensa reorganización del conocimiento, los lenguajes, las redes de espacios y comunicaciones, y de la subjetividad misma. Partiendo del trabajo de Weber, Lukács, Simmel y otros, y de toda la reflexión teórica concebida por los tér­ minos «racionalización» y «reificación», es posible proponer una lógica de la modernización separada de las ideas de pro­ greso o desarrollo que implique, al contrario, transformacio­ nes no lineales. Para Gianni Vattimo, la modernidad tiene precisamente estos rasgos «post-históricos» en los cuales la continua producción de lo nuevo es lo que permite que las cosas permanezcan siempre iguales.7 Se trata de una lógica de lo mismo que se sitúa, sin embargo, en relación inversa a la estabilidad de las formas tradicionales. La modernización es un proceso mediante el cual el capitalismo desarraiga y hace móvil lo que está asentado, aparta o elimina lo que im­ pide la circulación, y hace intercambiable lo que es singular.8 Esto sirve tanto para los cuerpos, los signos, las imágenes, los lenguajes, las relaciones de parentesco, las prácticas religio­ sas y las nacionalidades como para las mercancías, la riqueza y la mano de obra. La modernización se convierte en una 7 8

Vattimo, 1988: 7-8. En esté punto es relevante el bosquejo histórico de Deleuze y Guattari, 1978: 200-261. Aquí la modernidad es un continuo pro­ ceso de «desterritorialización», un hacer abstracto e intercambiable de cuerpos, objetos y relaciones. Pero, como subrayan Deleuze y Guattari, la nueva intercambiabilidad de las formas bajo el capita­ lismo es la condición de posibilidad de su «re-territorialización» en nuevas jerarquías e instituciones. La industrialización del siglo x ix es tratada en términos de desterritorialización, desarraigo (déracinement) y producción de flujos en Guillaume, 1978: 34-42.

creación incesante y auto-perpetuante de nuevas necesidades, nuevo consumo y nueva producción.9 Lejos de ser exterior a este proceso, el observador, como sujeto humano, es comple­ tamente inmanente a él. A lo largo del siglo xix, el observa­ dor tuvo que operar cada vez más en el interior de espacios urbanos escindidos y desfamiliarizados, de las dislocaciones perceptivas y temporales de los viajes en tren, el telégrafo, la producción industrial y los flujos de la información tipo­ gráfica y visual. Al mismo tiempo, la identidad discursiva del observador como objeto de reflexión filosófica y estudio empírico sufrió una renovación igualmente drástica. El trabajo temprano de Jean Baudrillard detalla algunas de las condiciones de este nuevo terreno en el que se situa­ ba el observador decimonónico. Para Baudrillard, una de las consecuencias cruciales de las revoluciones políticas burgue­ sas a finales del siglo x vm era la fuerza ideológica que animó los mitos de los derechos del hombre, el derecho a la igualdad y a la felicidad. En el siglo xix, por primera vez se hizo nece­ saria la prueba observable para demostrar que la felicidad y la igualdad se habían alcanzado realmente. La felicidad debía ser «mensurable en términos de objetos y signos», algo que se­ ría evidente para el ojo a modo de «criterios visibles».10Varias

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«De ahí la explotación de toda la naturaleza y la búsqueda de nue­ vas cualidades útiles en las cosas; de ahí el intercambio a escala universal de productos fabricados bajo todos los climas y en todos los países; los nuevos tratamientos (artificiales) aplicados a los obje­ tos naturales para dotarlos de nuevos valores de uso [...] De ahí la exploración de la tierra en todos los sentidos, tanto para descubrir nuevos objetos utilizables como para otorgar nuevas propiedades de utilización a los antiguos; [...] el descubrimiento, la creación, la satisfacción de nuevas necesidades provenientes de la sociedad misma; la cultura de todas las cualidades del hombre social, para la producción de un hombre social que tenga el máximo de necesida­ des, siendo rico en cualidades y abierto a todo — el producto social más acabado y universal posible.» (Marx, 1973: 408-409). Baudrillard, 1970: 60. Subrayado en el original. Algunos de estos cambios han sido descritos por Adorno como «la adaptación [del observador] al orden de la racionalidad burguesa y, finalmente, a la

décadas antes, Walter Benjamín también había escrito acerca del papel de la mercancía en la producción de una «fantasma­ goría de la igualdad». Así, la modernidad es inseparable, por un lado, de una reconstrucción del observador, y por el otro, de una proliferación de signos y objetos en circulación cuyos efectos coinciden con su visualidad o, en palabras de Adorno, Anschaulichkeit.11 El análisis que Baudrillard propone de la modernidad bosqueja una creciente desestabilización y movilidad de los signos y los códigos que se inicia en el Renacimiento, signos anteriormente enraizados en posiciones relativamente firmes dentro de jerarquías sociales fijas. La moda no existe en una sociedad de castas y rangos, dado que a cada uno se le asigna irrevocablemente un lugar. Por tan­ to, la movilidad de clase no existe. Una interdicción protege a los signos y les asegura una total claridad; cada signo se refiere inequívocamente a un estatuto... En las sociedades de castas, feudales o arcaicas, sociedades crueles, los signos son limita­ dos en número, y no están ampliamente difundidos, cada uno funciona con todo su valor como interdicción, cada uno es una obligación recíproca entre castas, clanes o personas. Los

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del problem a

era industrial avanzada, construida por el ojo cuando éste se acos­ tumbró a percibir la realidad como una realidad de objetos y, por tanto, básicamente de mercancías». (Adorno, 1981: 99). «Al negar la naturaleza implícitamente conceptual del arte, la nor­ ma de la visualidad reifica la visualidad en una cualidad opaca, im­ penetrable -u n a réplica del petrificado mundo exterior, cauteloso con todo lo que pudiera interferir con la armonía que la obra enun­ cia.» (Adorno, 1984:139-140). Baudrillard, 1976: 78.

y el

mundo real, hacia el que nadie tiene ya ninguna obligación.11

m o d e r n id a d

inquebrantable, el significante empieza a referirse a un uni­ verso desencantado del significado, denominador común del

. La

cuando, en lugar de vincular dos personas en una reciprocidad

o b se r v a d o r

signos no son, pues, arbitrarios. El signo arbitrario se inicia

29

Así, para Baudrillard, la modernidad está estrechamente rela­ cionada con la capacidad que las clases y las categorías socia­ les recién llegadas al poder tienen de superar «la exclusividad de los signos» y de promover «la proliferación de los signos según la demanda». Las imitaciones, las copias, las falsifica­ ciones y las técnicas para producirlas (entre las que se encon­ trarían el teatro italiano, la perspectiva lineal y la cámara os­ cura) supusieron todas ellas desafíos al monopolio y control aristocrático de los signos. El problema de la mimesis aquí no es ya un problema de estética sino de poder social, un poder fundado en la capacidad de producir equivalencias. Para Baudrillard y muchos otros, no obstante, es precisa­ mente en el siglo x ix cuando surge un nuevo tipo de signo, junto con el desarrollo de nuevas técnicas industriales y nuevas formas de poder político. Estos nuevos signos, «objetos poten­ cialmente idénticos producidos en series indefinidas», anuncian el momento en que desaparecerá el problema de la mimesis. La relación entre ellos ya no es la de un original con su imita­ ción, ni analogía ni reflejo, sino la equivalencia, la indiferencia. En la serie, los objetos se convierten en simulacros indefinidos los unos de los otros... Sabemos que hoy es en el nivel de la reproducción — moda, medios, publicidad, redes de informa­ ción y comunicación— en el nivel de lo que Marx denomina­ ba descuidadamente los fauxfrais [gastos imprevistos] del ca­ pital. .., es decir, en la esfera del simulacro y el código, donde

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se urde la unidad del proceso conjunto del capitalismo.13

30

Dentro de este nuevo campo de los objetos producidos en serie, los más significativos, en cuanto a su impacto social y cultural, eran la fotografía y una gran cantidad de técnicas asociadas a la industrialización de la creación de imágenes.14 13 14

Baudrillard, 1976: 86. El modelo más importante para la producción industrial en serie durante el siglo x ix fue el de la munición y los repuestos militares.

La fotografía se convierte en un elemento central no sólo en la nueva economía de mercancías, sino también en la reor­ ganización de todo un territorio en que signos e imágenes, cada cual separado efectivamente de referente, circulan y proliferan. Las fotografías pueden tener algunas similitudes aparentes con otros tipos de imágenes más antiguos, como la pintura perspectiva o los dibujos realizados con la ayuda de la cámara oscura, pero la enorme cesura sistèmica de la que la fotografía forma parte convierte estas similitudes en insignificantes. La fotografía es un elemento en un nuevo y homogéneo terreno de consumo y circulación en el cual que­ da alojado el observador. Para entender el «efecto fotografía» en el siglo xix, debemos verlo como un componente crucial de una nueva economía cultural de valor e intercambio, y no como parte de una historia continua de la representación visual. La fotografía y el dinero se convierten en formas homo­ logas de poder social en el siglo x ix .15 Ambos son por igual sistemas totalizadores que engloban y unifican a todos los sujetos dentro de una misma red de valoración y deseo. Tal y como Marx dijo del dinero, la fotografía es también un gran nivelador, un democratizador, un «mero símbolo», una fic­ ción «sancionada por el llamado consentimiento universal de la humanidad.»16 Ambos son formas mágicas que establecen un conjunto nuevo de relaciones abstractas entre individuos y cosas e imponen esas relaciones como lo real. Es a través de las distintas pero entrelazadas economías del dinero y la fo­

15

16

La necesidad de la absoluta semejanza e intercambiabilidad provi­ no de los requerimientos de la guerra y no del desarrollo del sector económico, como argumenta De Landa, 1990. Para debates relacionados con esta cuestión, vid. John Tagg, «The Currency o f the Photograph», en Thinking Photography, ed. Victor Burgin (Londres, 1982), pp. 110-141; y Alan Sekula, «The Trafile in Photographs», en Photography Against the Grain: Essays and Photo Works 1973-1983 (Halifax, 1984), pp. 96-101. Marx, 1967: 91.

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tografía como todo un mundo social es representado y cons­ tituido exclusivamente como signos. La fotografía, sin embargo, no es el tema de este libro. A pesar de lo decisiva que haya podido ser la fotografía para el destino de la visualidad del siglo x ix en adelante, su in­ vención es secundaria para los acontecimientos que intento desgranar aquí. Sostengo que en el siglo x ix se produce una reorganización del observador con anterioridad a la aparición de la fotografía. Lo que tiene lugar aproximadamente desde 1810 hasta 1840 es un desarraigo de la visión con respecto a las relaciones estables y fijas encarnadas por la cámara oscura. Si la cámara oscura, en tanto concepto, subsistía como base objetiva de verdad visual, diversos discursos y prácticas — en filosofía, en ciencia y en los procedimientos de normaliza­ ción social— tienden a abolir los fundamentos de esa base a principios del siglo xix. En cierto sentido, lo que ocurre es una nueva valoración de la experiencia visual: se le da una movilidad e intercambiabilidad sin precedentes, abstraída de todo lugar o referente fundantes. En el capítulo 3 describo ciertos aspectos de esta reevalua­ ción en la obra de Goethe y Schopenhauer y en la psicología y la fisiología de principios del siglo xix, en las cuales la natu­ raleza misma de la sensación y la percepción asume muchos de los rasgos de equivalencia e indiferencia que caracteriza­ rán más tarde a la fotografía y a otras redes de mercancías y signos. Es este «nihilismo» visual el que se encuentra en la primera línea de los estudios empíricos de la visión subjetiva, una visión que engloba una percepción autónoma escindi­ da de todo referente externo. Hay que resaltar, sin embargo, que estas nuevas autonomía y abstracción de la visión no son sólo una condición necesaria para la pintura modernista de finales del siglo xix, sino también para formas de la cultu­ ra visual de masas que aparecieron antes. En el capítulo 4, analizo cómo dispositivos ópticos que se convirtieron en for­

mas de entretenimiento de masas, como el estereoscopio y el fenaquistiscopio, derivaron originariamente de los nuevos conocimientos empíricos acerca del estatuto fisiológico del observador y la visión. Así, ciertas formas de experiencia vi­ sual categorizadas a menudo acríticamente como «realismo» están, de hecho, vinculadas a teorías no verídicas de la visión que tienen por efecto aniquilar la existencia de un mundo real. A pesar de todos los intentos de autentificarla y natura­ lizarla, la experiencia visual perdió, durante el siglo x ix , los privilegios apodícticos de que se valía la cámara oscura para imponer la verdad. En un nivel superficial, las ficciones de realismo operan intactas, pero los procesos de moderniza­ ción del siglo x ix no dependían de tales ilusiones. Nuevos modelos de circulación, comunicación, producción, consu­ mo y racionalización demandaron y dieron forma conjunta­ mente a un nuevo tipo de observador-consumidor. Lo que llamo observador es, en realidad, sólo un efecto de la construcción de un nuevo tipo de sujeto o individuo en el siglo xix. El trabajo de Michel Foucault aquí ha sido central, al revelar los procesos e instituciones que racionalizaron y modernizaron al sujeto en este contexto de transformacio­ nes sociales y económicas.17 Sin establecer relaciones causales, Foucault demuestra que la revolución industrial coincidió con la aparición de «nuevos métodos para administrar» a vas­ tas poblaciones de trabajadores, a la población urbana, a estu­ diantes, prisioneros, pacientes hospitalarios y otros grupos. A medida que los individuos fueron arrancados de los antiguos regímenes de poder, de la producción agraria y artesana y de las grandes estructuras familiares, se concibieron nuevos procedimientos para controlar y regular esas masas de suje­ tos relativamente abandonados a su suerte. Para Foucault, la modernidad del siglo x ix es inseparable de la forma en que los mecanismos de poder coinciden con nuevos modos de 17

Foucault, 1977.

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subjetividad y, así, enumera un abanico de técnicas locales y penetrantes surgidas para controlar, mantener y convertir en útiles las nuevas multiplicidades de individuos. La moderni­ zación consiste en esta producción de sujetos manipulables a través de lo que él llama «una cierta política del cuerpo, una cierta manera de volver a un grupo de hombres dócil y útil. Esta política requería la participación de determinadas rela­ ciones de poder; apelaba a una técnica de sujeción y objetiva­ ción superpuestas, y acarreó consigo nuevos procedimientos de individualización.»18 Aunque Foucault analiza ostensiblemente instituciones «disciplinarias» como las militares, las prisiones y las escuelas, también describe el papel de las recientemente constituidas ciencias humanas en la regulación y modificación del com­ portamiento de los individuos. La gestión y dirección de los sujetos dependía sobre todo de la acumulación de saberes acer­ ca de éstos, bien fuera en la medicina, la educación, la psicolo­ gía, la fisiología, la racionalización del trabajo o el cuidado de los niños. De estos saberes provino lo que Foucault denomina «una tecnología muy real, la tecnología de los individuos», que, insiste, está «inscrita en un proceso histórico amplio: el desa­ rrollo, aproximadamente al mismo tiempo, de muchas otras tecnologías — agrarias, industriales, económicas.»19 Fundamental para el desarrollo de estas nuevas técnicas disciplinarias del sujeto fue la fijación de normas cuantita­ tivas y estadísticas de comportamiento.20 La estimación de

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18 19 20

Foucault, 1977:305. Foucault, 1977: 224-225. Para Georges Canguilhem, los procesos de normalización se solapan con la modernización durante el siglo x ix : «Al igual que en la re­ forma pedagógica, la reforma hospitalaria expresa una demanda de racionalización que también aparece en la política, así como en la economía, bajo el efecto de una naciente mecanización industrial, y que finalmente acaba en lo que desde entonces se ha dado en llamar normalización.» (Canguilhem, 1989: 237-238). Canguilhem afirma que el verbo «normalizar» se emplea por primera vez en 1834.

la «normalidad» en medicina, psicología y otros campos se convirtió en una parte esencial de la constitución del indi­ viduo según los requerimientos del poder institucional en el siglo xix, y fue a través de estas disciplinas como el sujeto se hizo, en cierto sentido, visible. Lo que me interesa es ver cómo el individuo, en tanto observador, se convirtió en un objeto de investigación y en el lugar de un saber en las prime­ ras décadas del 1800, y cómo se transformó el estatuto del su­ jeto observador. Como ya he indicado, la visión subjetiva era un objeto de estudio clave en las ciencias experimentales, una visión que había sido extraída de las relaciones incorpóreas de la cámara oscura y reubicada en el cuerpo humano. Se trata de un desplazamiento señalado por el paso de la geometría óptica de los siglos x vn y x vm a una geometría fisiológica que dominó los debates tanto científicos como filosóficos en torno a la visión en el siglo xix. Así se acumuló conocimiento acerca del papel constitutivo del cuerpo en la aprehensión del mundo visible, y pronto se hizo obvio que la eficiencia y la racionalización de muchas áreas de la actividad huma­ na dependían de la información acerca de las capacidades del ojo humano. Un resultado de la nueva óptica fisiológica fue exponer la idiosincrasia del ojo «normal». Las postimá­ genes retinianas, la visión periférica, la visión binocular y los umbrales de atención fueron estudiados en función de la determinación de normas y parámetros cuantificables. La extendida preocupación por los defectos de la visión humana definió de manera más precisa aún los contornos de lo nor­ mal, y generó nuevas tecnologías para imponer una visión normativa sobre el observador. Al mismo tiempo que se desarrollaron estas investigacio­ nes, se inventaron varios dispositivos ópticos que más tar­ de se convertirían en elementos propios de la cultura visual de masas del siglo xix. El fenaquistiscopio, una de entre las múltiples máquinas diseñadas para simular la ilusión de

movimiento, se produjo al amparo del estudio experimental de las post-imágenes retinianas; el estereoscopio, una forma dominante de consumo de las imágenes fotográficas duran­ te más de medio siglo, fue desarrollado en principio en un esfuerzo por cuantificar y formalizar las operaciones fisio­ lógicas de la visión binocular. Lo importante, pues, es que estos componentes centrales del «realismo» decimonónico, de la cultura visual de masas, precedieron la invención de la fotografía y en ningún modo requirieron de procedimientos fotográficos y ni tan siquiera del desarrollo de técnicas de producción masiva. Más bien, dependen inextricablemente de una nueva ordenación del conocimiento del cuerpo y la relación constitutiva de ese conocimiento con el poder social. Estos aparatos son el resultado de una compleja reconstruc­ ción del individuo, en tanto observador, en algo calculable y regulable, y de la visión humana en algo mensurable y, por tanto, intercambiable.21 La estandarización de la imaginería visual durante el siglo x ix debe entenderse, entonces, no sólo en el contexto de las nuevas formas de reproducción mecani­ zada, sino también en relación a un proceso más amplio de normalización y sujeción del observador. Si se produce una revolución en la naturaleza y función del signo en el siglo xix, ésta no acontece de manera independiente a la reconstruc­ ción del sujeto.22

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22

Entre 1800 y 1850, la mensuración adopta un papel fundamental en un amplio rango de ciencias físicas. La fecha clave, según Thomas Kuhn, sería 1840 (Kuhn, 1979: 219-220). La misma conclusión sos­ tiene Ian Hacking: «Más o menos a partir de 1800 se produce una avalancha de números, sobre todo patente en las ciencias sociales... Quizá un punto de inflexión se encuentre en 1832, el año en que Charles Babbage, inventor de la computadora digital, publicó un breve panfleto en el que alentaba la publicación de tablas de todos los números constantes conocidos en las ciencias y en las artes.» (Hacking, 1983: 234-235). La noción baudrillardiana de un desplazamiento de los signos fijos de las sociedades feudales y aristocráticas al régimen simbólico del intercambio de la modernidad encuentra una transformación recí­ proca que Foucault articula en términos del individuo: «El momen­

23 24 25

DEL OBSERVADOR Y IiL PROBLEMA

to que presenció la transición de los mecanismos histórico-rituales de formación de la individualidad a los mecanismos científico-disciplinarios, en que lo normal reemplazó a lo ancestral, y la medida al estatus, sustituyendo así la individualidad del hombre memora­ ble por la del hombre calculable, ese momento en que las ciencias del hombre se hicieron posibles es el momento en que una nueva tecnología del poder y una nueva anatomía política del cuerpo se instauraron». (Foucault, 1979: 193). Foucault, 1979: 217 Debord, 1990. La primera edición se publicó en Francia en 1967. Acerca de la posición de la visión en el pensamiento de Foucault, vid. Deleuze, Foucault, 1988: 46-49. Vid. también Rajchman, 1988: p p . 89-117.

. l.A MODERNIDAD

Los lectores de Vigilary castigar a menudo han reparado en la declaración categórica de Foucault, «Nuestra sociedad no es una sociedad del espectáculo sino de la vigilancia... No nos encontramos ni en el anfiteatro ni en el escenario, sino en la máquina panóptica.»23 Aunque este comentario se realiza en medio de una comparación entre los órdenes del poder en la antigüedad y en la modernidad, el uso que Foucault hace del término «espectáculo» está claramente vinculado a las polé­ micas del post-68 francés. Cuando escribió el libro, a princi­ pios de la década de 1970, «espectáculo» era una alusión obvia a los análisis del capitalismo contemporáneo llevados a cabo por Guy Debord y otros.24 Podemos imaginarnos fácilmente el desdén de Foucault, quien había escrito una de las mejo­ res meditaciones en torno a la modernidad y el poder, hacia cualquier uso superficial o simplista del «espectáculo» como explicación válida para comprender cómo las masas son «con­ troladas» o «embaucadas» por las imágenes de los medios.25 Pero la oposición foucaultiana entre vigilancia y espectá­ culo parece pasar por alto hasta qué punto pueden coinci­ dir los efectos de estos dos regímenes de poder. Al emplear el panóptico de Bentham como un objeto teórico de vital importancia, Foucault subraya incesantemente los modos en que los sujetos humanos se convirtieron en objetos de obser­ vación, bajo la forma del control institucional o de los estu-

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dios científicos o del comportamiento; pero deja de lado las nuevas formas mediante las que la propia visión se convirtió en un tipo de disciplina o modo de trabajo. Los dispositivos visuales decimonónicos de los que me ocupo, no menos que el panóptico, implicaron disposiciones de los cuerpos en el espacio, regulaciones de actividad y el despliegue de cuerpos individuales que codificaban y normalizaban al observador en sistemas de consumo visual rígidamente definidos. Fue­ ron técnicas para la administración de la atención, para la imposición de homogeneidad, procedimientos anti-nómadas que fijaron y aislaron al observador empleando «la partición y la celularidad... en las que el individuo es reducido en tan­ to que fuerza política.» La cultura de masas no se organizó a partir de un espacio secundario o superestructural de la práctica social; estaba completamente inserta en las mismas transformaciones apuntadas por Foucault. No quiero decir con esto, sin embargo, que la «sociedad del espectáculo» aparezca repentinamente en paralelo a los desarrollos que estoy enumerando. El «espectáculo», tal como Debord emplea el término, probablemente no toma forma efectiva hasta pasadas varias décadas del siglo x x .26 En este libro ofrezco algunas notas acerca de su prehistoria, acerca de los antecedentes tempranos del espectáculo. Debord, en un conocido pasaje, plantea uno de sus principales rasgos: El espectáculo, como tendencia de hacer ver, a través de dife­

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rentes mediaciones especializadas, el mundo que ha dejado de ser directamente aprehensible, encuentra normalmente en la vista el sentido humano privilegiado que fue en otras épocas 26

Siguiendo un breve comentario de Debord, he propuesto situar el comienzo de la «sociedad del espectáculo» a finales de la década de 1920, paralelamente a los orígenes tecnológicos e institucionales de la televisión, los inicios del sonido sincronizado en el cine, el uso de las técnicas de los medios de masas por el partido nazi en Alemania, el auge del urbanismo y el fracaso político del surrealismo en Fran­ cia en mi «Spectacle, Attention, Counter-Memory» (Crary, 1989).

5r 38

el tacto; el sentido más abstracto, y el más mistificable, corres­

27

Debord,i990: sec. 18. [Cita traducida del original francés: Guy Debord, La Société du spectacle (1967), París: Gallimard, 1992, secc. 18, p.9. N.d.T.].

Y EL PROBLEMA . I.A MODERNIDAD

Así, en mi análisis de la modernización y la reevaluación de la visión, señalo cómo el sentido del tacto formó parte integran­ te de las teorías clásicas de la visión en los siglos x v n y x v iil La disociación de tacto y vista que le sigue tiene lugar en el marco general de una «separación de los sentidos» y de una reconfiguración industrial del cuerpo que tiene lugar durante el siglo xix. Una vez que el tacto dejó de ser un componente conceptual de la visión, el ojo se desligó de la red referencial encarnada en la tactilidad e inició una relación subjetiva con el espacio percibido. Esta autonomización de la vista, que tuvo lugar en diferentes ámbitos, fue una condición histórica para la reconstrucción de un observador hecho a la medi­ da de las tareas del consumo «espectacular». El aislamiento empírico de la visión no sólo posibilitó su cuantificación y homogeneización, sino que también permitió a los nuevos objetos de la visión (fueran mercancías, fotografías o el acto de percepción en sí mismo) asumir una identidad mistificada y abstracta, escindida de toda relación con la posición del observador dentro de un campo unificado cognitivamente. El estereoscopio es un lugar cultural de gran importancia en el que esta brecha entre la tangibilidad y la visualidad se hace particularmente evidente. Si Foucault describe algunas de las condiciones epistemo­ lógicas e institucionales del observador del siglo xix, otros han estudiado más concretamente la forma y la densidad del campo en el que tuvo lugar la transformación de la per­ cepción. Quizá más que ningún otro, Walter Benjamin ha analizado la heterogénea textura de los acontecimientos y objetos de los que estaba compuesto el observador de aquel

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ponde a la abstracción generalizada de la sociedad actual.27

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siglo. En diversos fragmentos de sus escritos, encontramos un observador ambulante constituido por la convergencia de nuevas tecnologías, de nuevos espacios urbanos y de nuevas funciones económicas y simbólicas de las imágenes y los pro­ ductos: formas de iluminación artificial, nuevos usos de los espejos, arquitectura de cristal y acero, vías de tren, museos, jardines, fotografía, moda, muchedumbres. La percepción, para Benjamín, era sumamente temporal y cinética, y deja claro cómo la modernidad subvierte la posibilidad misma de un espectador contemplativo. Nunca accedemos a un objeto en su pura unicidad; la visión siempre es múltiple, contigua y superpuesta a otros objetos, deseos y vectores. Ni siquiera el espacio petrificado del museo es capaz de trascender un mundo en el que todo está en circulación. No debería pasar inadvertido un tema en general desaten­ dido por Benjamin: la pintura del siglo xix. Sencillamente, ésta no constituye un componente significativo del campo acerca del cual proporciona un rico inventario. Entre otras implicaciones, esta omisión indica, ciertamente, que la pin­ tura no era para él un elemento primordial en la reconfigu­ ración de la percepción durante el siglo x ix .18 El observador de pinturas, en el siglo xix, era también un observador que consumía, a la vez, una gama proliferante de experiencias óp­ ticas y sensoriales. En otras palabras, las pinturas producían y asumían sentido no en una suerte de aislamiento estético imposible, ni en la continuidad de una tradición de códigos pictóricos, sino dentro de un caos en expansión de imágenes, mercancías y estímulos, como uno más de entre otros mu­ chos elementos consumibles y efímeros. Uno de los pocos artistas visuales de los que se ocupa Ben­ jamin es Charles Meryon, filtrado a través de la sensibilidad 28

Vid., por ejemplo, Benjamin, 1978:151: «Con el creciente alcance de los sistemas de comunicaciones, la importancia de la pintura en la comunicación de información ha quedado reducida».

de Baudelaire.29 Meryon es importante no por el contenido formal o iconográfico de su obra, sino como índice de una sensorialidad deteriorada que responde a las tempranas sacu­ didas de la modernización. Las inquietantes imágenes de un París medieval y mineral adquieren el valor de post-imágenes de lugares y espacios destruidos desde los inicios de la renova­ ción urbana del Segundo Imperio. Y las nerviosas incisiones de sus ilustraciones grabadas sintomatizan la atrofia del trabajo artesanal frente a la reproducción industrial en serie. El ejem­ plo de Meryon insiste en que la visión en el siglo x ix era in­ separable de la fugacidad - es decir, de nuevas temporalidades, velocidades, experiencias de flujo y obsolescencia, una nueva densidad y sedimentación de la estructura de la memoria vi­ sual. Para Benjamin, la percepción, dentro del contexto de la modernidad, nunca revelaba el mundo como presencia. El ob­ servador puede identificarse, por ejemplo, con un flanéur, un consumidor móvil de una incesante sucesión de imágenes ilu­ sorias como mercancías.30 Pero el dinamismo destructivo de la modernización permitió también una visión que resistiría sus efectos, una percepción revivificadora del presente envuelta en sus propias post-imágenes históricas. Irónicamente, la percep­ ción «estandarizada y desnaturalizada» de las masas, para la que Benjamin intentaba conseguir alternativas radicales, debía la mayor parte de su fuerza, en el siglo xix, al estudio empírico y a la cuantificación de las post-imágenes retinianas y su tem­ poralidad específica, como explicaré en los capítulos 3 y 4. La pintura del siglo x ix fue también desatendida, por mo­ tivos distintos, por los fundadores de la historia del arte mo­ derna, una generación o dos antes de Benjamin. Resulta fácil olvidar que la historia del arte como disciplina académica tiene sus orígenes en este mismo entorno decimonónico. Tres procesos desarrollados durante el siglo x ix inseparables de la 29 30

Benjamín, 1973: 86-89. Vid. Buck-Morss, 1986: 99-140.

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institucionalización de la práctica histórico artística son: (i) los modos historicistas y evolucionistas de pensamiento que permitieron que las formas fueran ordenadas y clasificadas siguiendo un desarrollo temporal; (2) las transformaciones sociopolíticas implicadas en la creación del tiempo de ocio y la emancipación cultural de sectores más amplios de la po­ blación urbana, uno de cuyos resultados fue el museo de arte público; y (3) los nuevos métodos seriales de reproducción de la imagen, que permitieron tanto la circulación global como la yuxtaposición de copias cada vez más fieles de obras de arte muy diversas. Sin embrago, si la modernidad del siglo x ix constituyó en parte la matriz de la historia del arte, las obras de arte de esa modernidad fueron excluidas de los es­ quemas explicativos y clasificatorios dominantes de la histo­ ria del arte, incluso ya iniciado el siglo xx. Por ejemplo, dos tradiciones fundamentales, una provenien­ te de Morelli y otra de la Escuela de Warburg, fueron incapaces o reticentes a incluir el arte del siglo xix dentro del ámbito de sus investigaciones. Y esto a pesar de la relación dialéctica de estas prácticas con el momento histórico de su propia aparición: la erudición morelliana interesada en la autoría y la originalidad se produce cuando nuevas tecnologías y formas de intercambio ponen en cuestión nociones como la «mano», la autoría y la originalidad; y la búsqueda de formas simbólicas como expre­ sión de los fundamentos espirituales de una cultura unificada por parte de los eruditos de la escuela de Warburg coincide con una ansiedad cultural colectiva ante la ausencia o imposibilidad de tales formas en el presente. Así, estos modos superpuestos de historia del arte tomaron como objetos privilegiados el arte figurativo de la Antigüedad y el Renacimiento. Lo interesante aquí es el perspicaz reconocimiento que comparten los fundadores de la historia del arte — fuera subliminal o de otra especie— de la discontinuidad fundamen­ tal del arte del siglo x ix respecto al de los siglos precedentes.

Manifiestamente, la discontinuidad que sentían no es la ya conocida ruptura de Manet y el impresionismo; se trataba más bien de comprender por qué pintores tan diversos como Ingres, Overbeck, Courbet, Delaroche, Meissonier, von Kòbell, Millais, Gleyre, Friedrich, Cabanel, Geróme y Delacroix (por nombrar tan sólo unos pocos) encarnaron con­ juntamente un estilo de representación mimètico y figurativo en apariencia similar pero inquietantemente distinto del de sus predecesores. El silencio del historiador del arte, su indi­ ferencia o incluso su desdén por el eclecticismo y las formas «degradadas» revelan que este período proponía un lenguaje visual radicalmente diferente que no podía ser sometido a los mismos métodos de análisis, al que no se le podía hacer hablar del mismo modo, que incluso no podía ser leído.31 El trabajo de generaciones posteriores de historiadores del arte, no obstante, pronto oscureció aquella intuición inau­ gural de ruptura o diferencia. El siglo xix fue asimilándose a la corriente dominante de la disciplina sometiéndolo a un examen aparentemente desapasionado y objetivo, de mane­ ra semejante a lo que había ocurrido con anterioridad en el arte de la antigüedad tardía. Pero con el fin de domesticar la extrañeza ante la que sus predecesores habían retrocedido, los historiadores aplicaron al arte del siglo x ix los modelos tomados del estudio del arte anterior.32 Al principio se trans­ firieron sobre todo las categorías formales desde la pintura del Renacimiento a los artistas del siglo xix, pero a comienzos de la década de 1940 nociones como los contenidos de clase y la imaginería popular se convirtieron en sustitutos de la ico­ 31

32

La hostilidad hacia la mayor parte del arte contemporáneo en Burck­ hardt, Hildebrand, Wolfflin, Riegl y Fiedler es analizada por M i­ chael Podro (Podro, 1982: 66-70). Uno de los primeros intentos influyentes de imponer la metodolo­ gía y el vocabulario de la historia del arte temprana al siglo x ix fue el de Walter Friedlander, (Friedlander, 1952; edición original alema­ na de 1930.) Friedlander describe la pintura francesa en términos de fases clásicas y barrocas alternantes.

nografía tradicional. Sin embargo, al insertar la pintura del siglo x ix en una historia del arte continua y en un aparato discursivo exegético unificado, se perdieron algunos rasgos de su diferencia esencial. Para recuperar esa diferencia, se debe reconocer cómo la creación, el consumo y la efectividad de ese arte dependen de un observador y de una organización de lo visible que excede con mucho el ámbito de análisis convencio­ nal de la historia del arte. El aislamiento de la pintura después de la década de 1830 como una categoría de estudio viable y autosuficiente se hace, como mínimo, altamente problemá­ tica. La circulación y recepción de toda la imaginería visual está tan próximamente interrelacionada a mediados de siglo que ningún medio o forma de representación visual cuenta ya con una identidad autónoma significativa. Los significados y efectos de cada imagen son siempre contiguos a este entorno sensorial sobrecargado y plural, y al observador que lo habita. Benjamin, por ejemplo, no vio el museo de arte de mediados del siglo x ix sino como uno de los numerosos espacios de sueño experimentados y atravesados por el observador, igual que los pasajes, los jardines botánicos, los museos de cera, los casinos, las estaciones de tren y los centros comerciales.33 Nietzsche describe la posición del individuo que se en­ contraba dentro en este entorno en términos de una crisis de asimilación: Sensibilidad inmensamente más irritable;... abundancia de impresiones dispares mayor que nunca antes: cosmopolitanismo en la comida, la literatura, los periódicos, las formas, los gustos, incluso los paisajes. El tempo de este influjo es prestissimo-, las impresiones se borran unas a otras; uno se resiste instintivamente a asimilar, a asimilar nada profunda­ mente, a «digerir» nada. Como resultado, se produce un de­ bilitamiento del poder de digerir; los hombres desaprenden la 33

Vid. Benjamin, 1982, vol. 1: 510-523.

acción espontánea, y se contentan con meramente reaccionar

34

Nietzsche, 1967: p. 47.

Y EL PROBLEMA . 1,A MODERNIDAD

Al igual que Benjamin, Nietzsche socava aquí cualquier po­ sibilidad de espectador contemplativo, y plantea una con­ fusión anti-estética como rasgo central de la modernidad, que Georg Simmel y otros analizarían después en detalle. Cuando Nietzsche emplea palabras cuasi-científicas como «influjo», «adaptación», «reaccionar» e «irritabilidad», lo hace a propósito de un mundo que ya se ha reconfigurado en tor­ no a componentes perceptivos nuevos. La modernidad, en este caso, coincide con el colapso de los modelos clásicos de visión y su espacio de representación estable. En cambio, la observación es, cada vez más, una cuestión de sensaciones y estímulos equivalentes que no contienen referencia a una localización espacial. Lo que comienza en la década de 1820 y 1830 es un reposicionamiento del observador fuera de las relaciones fijas interior/exterior que la cámara oscura presu­ ponía y en un territorio no demarcado en el que la distinción entre sensación interna y signos externos se difumina irrevo­ cablemente. Si alguna vez hubo una «liberación» de la visión durante el siglo xix, es entonces cuando sucede por primera vez. En ausencia del modelo jurídico de la cámara oscura, se produce una emancipación de la visión, un derrumbamiento de las rígidas estructuras que le habían dado forma y habían constituido sus objetos. Pero casi simultáneamente a esta disolución final de un fundamento trascendental de la visión emerge una plurali­ dad de medios para recodificar la actividad del ojo, para re­ gimentarla, para intensificar su productividad e impedir su distracción. Así, los imperativos de la modernización capita­ lista, a la vez que demolían el campo de la visión clásica, ge­ neraron técnicas para imponer la atención visual, racionali-

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a los estímulos del exterior.34

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zar la sensación y administrar la percepción. Fueron técnicas disciplinarias que requirieron concebir la experiencia visual como instrumental, modificable y esencialmente abstracta, y que nunca permitieron que un mundo real adquiriera solidez o permanencia. Una vez que la visión quedó localizada en la inmediatez empírica del cuerpo del observador, pertenecía al tiempo, al flujo, a la muerte. Las garantías de autoridad, identidad y universalidad suministradas por la cámara oscu­ ra pertenecen ya a otra época.

2. La cámara oscura y su sujeto Este tipo de conocimiento parece el más verdadero, el más auténtico, pues tiene al objeto ante sí en su totalidad y compleción. Este hecho evidente, no obstante, es en rea­ lidad la clase más abstracta y más pobre de verdad. — G.W.F. Hegel

En las discusiones metodológicas prevalece una tendencia a abordar los problemas del conocimiento, por así decirlo, sub specie aeternitatis. Los enunciados son comparados entre sí sin atender a su historia y sin tener en cuenta que podrían pertenecer a estratos históricos diferentes. — Paul Feyerabend

La mayor parte de los intentos de teorizar la visión y la vi­ sualidad se relacionan con modelos que insisten en una tra­ dición visual occidental continua e integradora. Desde luego, a menudo se hace estratégicamente necesario esbozar una tradición especulativa o escópica que domina ininterrumpi­ damente la historia de la visión en occidente: por ejemplo, desde Platón hasta la actualidad, o desde el Quattrocento hasta finales del siglo xix. Mi propósito no es tanto proponer argumentos en contra de tales modelos — que no dejan de tener su utilidad— como, más bien, subrayar que existen im­ portantes discontinuidades que han quedado empañadas por estas construcciones monolíticas. Lo que me interesa tam­ bién aquí, más concretamente, es analizar una idea que se ha

DEL OBSERVADOR LAS TECNICAS

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convertido en prácticamente ubicua y que, aún hoy, continúa articulándose de varias formas: la idea de que la aparición de la fotografía y el cine en el siglo x ix es la realización o el cumplimiento de un largo desarrollo tecnológico y/o ideoló­ gico que tuvo lugar en occidente y a través del cual la cámara oscura evolucionó hasta la cámara fotográfica. Este esque­ ma implica que, en cada etapa de dicha evolución, perma­ necerían vigentes los mismos presupuestos sobre la relación del observador con el mundo exterior. Podríamos enumerar una docena de libros sobre la historia del cine o la fotografía en cuyo primer capítulo aparece el obligado grabado del si­ glo x v i i representando una cámara oscura, como si se tratara de una especie de forma incipiente o inaugural dentro de una larga escala evolutiva. Estos modelos de continuidad han sido empleados por historiadores de posiciones políticas divergentes e, incluso, antitéticas. Los conservadores tienden a proponer el relato de un progreso siempre creciente hacia la verosimilitud de la representación; en éste, la perspectiva renacentista y la fo­ tografía se encuadran dentro de la misma búsqueda de un equivalente totalmente objetivo de la «visión natural». En estas historias de la ciencia o la cultura, la cámara oscura se muestra como una etapa del desarrollo de las ciencias de la observación en los siglos x v ii y x vm en Europa. La acu­ mulación de conocimientos acerca de la luz, las lentes y el ojo se convierten en parte de una secuencia progresiva de descubrimientos y logros que se dirigen hacia un estudio y representación cada vez más exactos del mundo físico. Entre los acontecimientos que suelen destacarse en esta secuencia figuran la invención de la perspectiva lineal en el siglo xv, la carrera de Galileo, la obra inductiva de Newton y la apari­ ción del empirismo británico. Por su parte, los historiadores radicales suelen considerar a la cámara oscura y el cine estrechamente vinculados a un

y su o sc u ra cám ara

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Desde hace al menos dos mil años sabemos que cuando la luz pasa a través de un pequeño agujero a un interior cerrado y oscuro, en la pared opuesta a la oquedad aparece una imagen invertida. Pensadores tan distantes entre sí como Euclides, Aristóteles, Al-Hazen, Roger Bacon, Leonardo y Kepler re­ pararon en este fenómeno y especularon de varias formas la medida en que sería o no análogo a la visión humana. La larga historia de estas observaciones aún está por escribirse, y excede los propósitos y el limitado alcance de este capítulo. Es importante, no obstante, distinguir entre el hecho em­ pírico perdurable que permite tal forma de producir imáge-

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mismo aparato de poder político y social que, elaborado en el curso de varios siglos, continúa disciplinando y regulando el estatus del observador. La cámara es, así, para algunos, un indicio ejemplar de la naturaleza ideológica de la repre­ sentación, al encarnar las presunciones epistemológicas del «humanismo burgués». A menudo se comenta que el aparato cinemático, que aparece entre finales del siglo x ix y princi­ pios del xx, perpetúa, si bien bajo formas cada vez más dife­ renciadas, la misma ideología de la representación y el mismo sujeto trascendental. Mi intención en este capítulo es articular el modelo de vi­ sión de la cámara oscura en los parámetros de su especificidad histórica, para, a continuación, indicar cómo este modelo se derrumbó en las décadas de 1820 y 1830, durante las cuales fue desplazado por concepciones radicalmente diferentes sobre la naturaleza del observador y los factores constituyentes de la visión. Si, avanzado el siglo xix, el cine o la fotografía parecen suscitar comparaciones formales con la cámara oscura, no es sino dentro de un entorno social, cultural y científico en el que ya había tenido lugar una profunda ruptura con las con­ diciones de visión presupuestas por este dispositivo.

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Cámara oscura portátil. Mediados del siglo x x m .

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nes y la cámara oscura en tanto artefacto construido históri­ camente. En efecto, la cámara oscura no era simplemente una máquina inerte y neutral o un conjunto de premisas técnicas retocadas y mejoradas con los años; al contrario, estaba ins­ crita en una ordenación más amplia y densa del conocimiento y del sujeto observador. En términos históricos, debemos re­ conocer que, durante cerca de doscientos años, desde finales del siglo x v i y hasta las postrimerías del xvn, los principios estructurales y ópticos de la cámara oscura se conjugaron en un paradigma dominante a través del que fueron descritos el estatus y las posibilidades del observador. Subrayo que este paradigma era dominante aunque, obviamente, no exclusivo. Durante los siglos x v n y x v m la cámara oscura fue, indis­ cutiblemente, el modelo más utilizado para explicar la visión humana y para representar la relación del sujeto perceptor y la posición de un sujeto cognoscente respecto del mundo externo. Este problemático objeto era mucho más que un simple dispositivo óptico. Durante más de doscientos años pervivió como metáfora filosófica, como modelo de la cien­ cia de la óptica física, y también como aparato técnico usado en gran cantidad de actividades culturales.1 Durante dos si­ glos permitió explicar, tanto para el pensamiento racionalis­ ta como para el empirista, cómo la observación conduce a deducciones verídicas sobre el mundo; al mismo tiempo, en tanto que objeto material, ese modelo era un medio amplia­ mente utilizado para observar el mundo visible, un instru­ i

La extensa literatura sobre la cámara oscura es resumida en Scharf, 1974 y en Gowing, 1952. Estudios generales que no se mencionan en estas obras son Moritz von Rohr, Zu r Etwicklung der dunkeln Kammer (Berlin, 1925) yjo h n J. Hammond, The Camera Obscura: A Chronicle (Bristol, 1981). Para información valiosa acerca de los usos de la cámara oscura en el siglo x v m , vid. Fritsche, 1936:158-194, y Gioseffi, 1959. Entre los trabajos sobre el uso artístico de la cámara oscura en el siglo x v n se encuentran: Seymour, 1964: 323-331; Fink, 1971: 493-505.; Mayor, 1946: 15-26; Schwarz, 1966: 170-180; Wheelock, 1977; Zinder, 1980: 499-526.

mentó de entretenimiento popular, investigación científica y práctica artística. Si el funcionamiento formal de la cámara oscura en tanto esquema abstracto se ha mantenido constan­ te, la función del dispositivo o de la metáfora ha fluctuado decisivamente dentro de un campo social o discursivo efecti­ vos. El destino del paradigma cámara oscura durante el siglo x ix constituye un buen ejemplo de esto.2 En los textos de Marx, Bergson, Freud y otros, el mismo aparato que un siglo antes había sido lugar de la verdad se convierte en modelo de procedimientos y fuerzas que ocultan, invierten y mistifican esa verdad.3 Así pues, ¿qué me permite sugerir que el estatus de la cá­ mara oscura mantiene una coherencia común durante los si­ glos x v n y x v m y proponer esta amplia extensión temporal como unidad? La constitución física y operativa de la cáma­ ra oscura experimentó, sin duda, continuas modificaciones durante este período.4 Los primeros dispositivos portátiles, por ejemplo, se empezaron a usar hacia 1650, y hacia fina­ les del siglo x v m los modelos eran cada vez más pequeños. Y, obviamente, el amplio abanico de prácticas sociales y representacionales asociadas al instrumento fueron mudando considerablemente a lo largo de estos dos siglos. Sin embar­ go, a pesar de la multiplicidad de sus manifestaciones locales, resulta extraordinaria la consistencia que mantienen ciertas 2

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Cf. en Turbayne, 1962: esp. 154-158, 203-208, en que propone a la cámara oscura como un concepto completamente ahistórico ligado a teorías de representación representativas o de copia desde la anti­ güedad hasta la actualidad. Un debate igualmente ahistórico de la estructura de la fotografía moderna y de la cámara oscura cartesia­ na se encuentra en Danto, 1978. Marx, 1970: 47; Bergson, 1988: pp. 37-39; Freud, 1955: 574-575. La noción hegeliana del «mundo invertido» (verkehrte Welt) es crucial para las recusaciones posteriores al modelo de la cámara oscura; vid. Hegel, 1967: 203-207. Vid. también Kofman, 1973; Penley, Bergs­ trom et al., 1976: 3-10, y Mitchell, 1986: 160-208. Para detalles acerca de distintos modelos durante este período, vid., por ejemplo, GiosefE, 1959: 13-22.

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su je t o y su oscura

«Las distinciones con las que empieza el método materialista, discriminador desde el principio, son distinciones dentro de este obje­ to altamente mezclado, y no puede presentar este objeto como no mezclado o no suficientemente crítico.» (Benjamín, 1973: 103.) Deleuze y Guattari, 1987: 504.

a cámara

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características fundamentales de la cámara oscura durante toda esa época. Las relaciones formales constituidas por la cámara oscura son enunciadas una y otra vez con una cierta regularidad y uniformidad, independientemente de la hete­ rogeneidad o de la nula relación que guarden entre sí los lu­ gares de esos enunciados. No es mi intención sugerir, no obstante, que la cámara oscura tuviera sólo una identidad discursiva. Si podemos de­ signarla en términos de enunciados, cada uno de estos enun­ ciados aparece necesariamente ligado a sujetos, prácticas e instituciones. Quizás el obstáculo más importante para la comprensión de la cámara oscura, o de cualquier aparato óp­ tico, sea la idea de que tanto dispositivo óptico como obser­ vador son dos entidades diferenciadas, que la identidad del observador existe independientemente del dispositivo óptico, el cual no es más que un instrumento técnico físico. Lo que constituye la cámara oscura es precisamente su identidad múltiple, su estatuto «mixto» como figura epistemológica dentro de un orden discursivo y como objeto dentro de una disposición de prácticas culturales.5 La cámara oscura es lo que Gilíes Deleuze llamaría un agenciamiento, algo que es, «a la vez e inseparablemente, por una parte, agenciamiento maquínico y, por otra parte, un agenciamiento de enuncia­ ción», un objeto acerca del cual se dice algo y, a la vez, un ob­ jeto que es usado.6 Lugar en el cual una formación discursiva se entrecruza con prácticas materiales, la cámara oscura no puede ser reducida a un objeto tecnológico ni discursivo: era una compleja amalgama social cuya existencia como figura textual no podía separarse de sus usos maquínicos. Lo que esto implica es que debemos liberar a la cámara os-

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Cámaras oscuras. Mediados del siglo x v m .

cura de la lógica evolucionista y el determinismo tecnológico central en muchas investigaciones históricas influyentes, que la ubican como precursora o acontecimiento inaugural de una genealogía que desemboca en el nacimiento de la foto­ grafía.7 Citando de nuevo a Deleuze, «Las máquinas son so­ ciales antes de ser técnicas».8 Obviamente, la fotografía con­ taba con fundamentos técnicos y materiales, y los principios estructurales de ambos dispositivos no dejan de guardar una clara relación. Sin embargo, sostengo que la cámara oscura y la cámara fotográfica, en tanto agenciamientos, prácticas y objetos sociales, pertenecen a dos ordenaciones diferentes de la representación y el observador, así como de la relación del observador con lo visible. Hacia principios del siglo x ix la cámara oscura ya no es sinónimo de producción de ver­ dad ni una posición de observación que permita una visión verídica. La regularidad de tales enunciados se interrumpe 7

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De manera abrumadora, la mayor parte de las historias de la foto­ grafía parten de la cámara oscura, como si ésta fuera una cámara fotográfica en embrión. Así, el nacimiento de la fotografía se «ex­ plica» como el encuentro fortuito de este dispositivo óptico con los nuevos descubrimientos en el campo de la fotoquímica. Vid., por ejemplo, Gernsheim, 1965: 9-15; Newhall, 1964: n-13; Eder, 1945: 36-52; y Schwarz, 1985: 97-117. Deleuze, 1988: p. 13.

y su o sc u r a cám ara

Arthur K. Wheelock plantea que la «verosimilitud» de la cámara oscura satisfizo los impulsos naturalistas de los pintores flamencos del siglo x v n , que encontraban la perspectiva demasiado mecánica y abstracta. «Para los artistas holandeses, absortos en la exploración del mundo que les rodeaba, la cámara oscura era un instrumen­ to único para juzgar la apariencia que debería tener una pintura.» (Wheelock, 1977a: 93-101). A la vez que propone la problemática noción de una pintura «verdaderamente natural», Wheelock asume que el dispositivo permitía una presentación neutral y aproblemática de la «realidad» visual. Perfila un proceso de cambio estilístico (siguiendo aparentemente a Gombrich) en el cual el uso de la cáma­ ra oscura interactuaba con prácticas y esquemas tradicionales para producir imágenes más realistas. Vid. Wheelock, 1977^165-184. Svetlana Alpers también afirma que la cámara oscura supuso una imagen más veraz (Alpers, 1983: 32-33).

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abruptamente; el agenciamiento constituido por la cámara se derrumba y la cámara fotográfica se convierte en un objeto disímil, situado en medio de una red de enunciados y prácti­ cas radicalmente diferente. Como era de suponer, los historiadores del arte tienden a interesarse por los objetos artísticos, y la mayoría se ha ocu­ pado de la cámara oscura en función del modo en que ésta ha podido determinar la estructura de las pinturas o los gra­ bados. Muchos análisis de la cámara oscura, en concreto los relativos al siglo xvm , propenden a considerar exclusivamen­ te su uso como instrumento para copiar y como auxilio en la creación de pinturas por parte de los artistas. A menudo se presume que estos artistas trabajaban con un sucedáneo de lo que querían realmente, y que aparecería pronto, a saber: la cámara fotográfica.9 Este enfoque impone todo un conjunto de supuestos propios del siglo xx, en particular una lógica productivista, sobre un dispositivo cuya función principal no era crear imágenes. Copiar con la cámara oscura — es decir, trazar y hacer permanente la imagen— no era sino sólo uno de sus numerosos usos, e incluso hacia mediados del siglo x v m dejó de ser destacado en varias descripciones importan­ tes. El artículo dedicado a la «cámara oscura» en la Encyclopédie, por ejemplo, enumera sus usos en este orden: «Arroja

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abundante luz sobre la naturaleza de la visión; proporciona un espectáculo muy entretenido, en el que presenta imáge­ nes que se asemejan perfectamente a sus objetos; representa los colores y los movimientos de los objetos mejor de lo que cualquier otra clase de representación pueda hacerlo.» Sólo más adelante apunta que «por medio de este instrumento alguien que no sepa dibujar puede, no obstante, hacerlo con exactitud extrema.»10 Las descripciones no instrumentales de la cámara oscura eran generalizadas, y la resaltaban como demostración autosuficiente de su propio funcionamiento y, por analogía, del de la visión humana. Para aquéllos que comprendieran sus bases ópticas, la cámara oscura ofrecía el espectáculo del funcionamiento de la representación operan­ do de forma totalmente transparente, y para aquellos que las ignoraran, la cámara les proporcionaba los placeres de la ilu­ sión. Sin embargo, igual que la perspectiva contenía en su in­ terior las perturbadoras posibilidades de la anamorfosis, tam­ bién la veracidad de la cámara oscura estaba amenazada por su proximidad a las técnicas de la prestidigitación y la ilusión. La linterna mágica, desarrollada paralelamente a la cámara oscura, tuvo la capacidad de apropiarse de la estructura de esta última y subvertir su funcionamiento, impregnando su interior de imágenes reflejadas y proyectadas mediante el uso de luz artificial.11 No obstante, este contra-despliegue de la

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Encyclopédie, 1753: 62-64. Antes en el mismo siglo x v m , John Harris no menciona su uso por parte de los artistas ni la posibilidad de registrar las imágenes proyectadas. En cambio, subraya su esta­ tuto como entretenimiento popular e ilustración didáctica de los principios de la visión (Harris, 1704: 264-273). William Molyneux tampoco menciona ningún uso artístico del dispositivo, pero lo relaciona estrechamente con la linterna mágica y los cosmoramas (Molyneux, 1962: 36-41). Para un manual práctico acerca del uso de la cámara oscura para artistas, vid. Jombert, 1755: 137-156. El trabajo del sacerdote jesuíta Athanasius Kircher (1602-1680) y su legendaria tecnología de la linterna mágica es un contra-empleo fundamental de los sistemas ópticos clásicos. Vid. su Ars magna lucis et umbrae (Kirchner, 1646:173-184). En lugar del acceso trans­ parente del observador al exterior, Kircher concebía técnicas que

cámara oscura nunca llegaría a ocupar una posición discursi­ va o social efectiva desde la que el modelo dominante que he venido delineando aquí pudiera cuestionarse. Al mismo tiempo, debemos procurar no confundir los significados y efectos de la cámara oscura con las técnicas de la perspectiva lineal. Obviamente, las dos están relacionadas, pero debe subrayarse que la cámara oscura define la posición de un observador interiorizado respecto del mundo externo, y no simplemente una representación bidimensional, como es el caso de la perspectiva. Por tanto, la cámara oscura se con­ vierte en sinónimo de un tipo de sujeto-efecto más amplio, que excede la relación de un observador con un determinado procedimiento de creación de imágenes. Muchas descripcio­ nes contemporáneas de la cámara oscura distinguen como rasgo más extraordinario su representación del movimiento. Los observadores comentaron a menudo con asombro que las parpadeantes imágenes proyectadas en el interior de la cámara (viandantes en movimiento, hojas que se movían al viento, etc.) parecían más realistas o naturales que los objetos originales.12 Las diferencias fenomenológicas entre la expe­ riencia de una construcción perspectiva y la proyección de la cámara oscura no son, pues, siquiera comparables. Lo fun­ damental en la cámara oscura es la relación que promueve entre el observador y la ilimitada e indiferenciada extensión del mundo exterior, y el modo en que su aparato efectúa un corte metódico o una delimitación en esa extensión, permi­

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inundaban el interior de la cámara con un resplandor visionario, empleando para ello varias fuentes de luz artificial, espejos, imá­ genes proyectadas y, a veces, gemas traslúcidas en lugar de lentes, con el fin de simular una iluminación divina. En contraste con el contexto contrarreformista de las prácticas de Kircher, podemos establecer una relación muy general de la cámara oscura con la in­ terioridad de una subjetividad modernizada y protestante. Vid., por ejemplo, el Complete System o f Optiks de Robert Smith (Smith, 1738: 384), y John Harris, Lexicón Technicum, (Harris, 1704: 40).

tiendo que pueda ser vista sin sacrificar su vitalidad esencial. Pero el movimiento y la temporalidad evidenciados con la cámara oscura precedían siempre al acto de representación; movimiento y tiempo podían ser vistos y experimentados, pero nunca representados.13 Otro malentendido clave en torno a la cámara oscura es que se trata de un modelo de visualidad en cierto modo in­ trínsecamente «nórdico».'4 Svetlana Alpers, en concreto, ha desarrollado esta posición, al recalcar que las características esenciales de la pintura holandesa del siglo x vn son insepara­ bles de las experiencias que se llevaron a cabo con la cámara oscura en el Norte de Europa.15 Sin embargo, su argumenta­ ción no tiene en cuenta que la metáfora de la cámara oscura, en tanto figura de la visión humana, dominó en toda Europa a lo largo del siglo xvn . Basándose en los importantes enun­ ciados de Kepler acerca de la cámara oscura y la imagen retiniana, Alpers alude a un «modo descriptivo nórdico» como el «modo kepleriano». Pero Kepler (que realizó sus estudios ópticos en la ecléctica y bien poco nórdica cultura visual de la corte praguense de Rodolfo II) no era más que uno de los destacados pensadores del siglo x vn (junto a Leibniz, Des­ 13

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La ciencia clásica de los siglos x v n y x v m extraía «realidades indi­ viduales del complejo continuum que las nutría y les daba forma, las hacía manejables, incluso inteligibles, pero siempre las transforma­ ba en esencia. Separados de aquellos precarios aspectos de los fenó­ menos que sólo pueden llamarse su «devenir» esto es, su aventura aleatoria y transformadora en el tiempo, incluyendo su a menudo extrema sensibilidad a procesos secundarios, terciarios, estocásticos, o procesos simplemente invisibles, así como aislados de sus capaci­ dades efectivas para afectar o determinar a su vez los efectos en el corazón de estos mismos procesos -la ciencia de la naturaleza ha excluido el tiempo y se ha vuelto incapaz de pensar el cambio o la novedad en sí o por sí misma». Sanford Kwinter, Immanence and Event (no pub.). Según gran cantidad de especulaciones, la cámara oscura tendría orígenes mediterráneos: habría sido «descubierta» accidentalmente cuando la luz brillante del sol entraba a través de una pequeña aber­ tura en los postigos. Alpers, 1983: 27-33.

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Resulta significativo que Alpers omita la descripción de la visión y la cámara oscura llevada a cabo por Descartes en La dioptrique (1637), dado que Descartes vivió en Holanda durante más de veinte años, de 1628 a 1649, y que su teoría óptica estaban tan relacionada con la de Kepler. La semejanza entre el observador kepleriano y el car­ tesiano tiende a socavar la noción de epistemes regionales distintas. A propósito de Descartes y Holanda, vid., por ejemplo, C . Louise Thijssen, «Le cartésianisme aux Pays-Bas» (en Dijksterhuis, 1950: 183-260). Gérard Simón insiste en que La dioptrique de Descartes «sólo confirmaba y hacía más precisos» todos los rasgos importantes de la óptica de Kepler, incluyendo la teoría de la imagen retiniana, (Simón, 1974). Erwin Panofsky, se centró en una cuestión relacionada, los dife­ rentes usos de la perspectiva en el Norte y el Sur. Sin embargo, él no deja lugar a dudas respecto a que lo que ambos usos tienen en común, como sistema y técnica, es mucho más importante que sus idiosincrasias regionales. (Panofsky, 1924-25). Alpers, 1983: p. 244, n. 37.

.. La CÁMARA

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Y SU SU JETO

cartes, Newton y Locke, entre otros) en cuya obra la cámara oscura ocupó un lugar destacado.16 Más allá de la cuestión de los significados del arte holandés, es importante reconocer el carácter transnacional de la vida intelectual y científica en Europa durante este período y, más concretamente, las seme­ janzas fundamentales que relacionaban las descripciones de la cámara oscura en distintas partes de Europa, provinieran éstas de racionalistas o empiristas.17 Aunque Alpers se centre en un problema tradicional de la historia del arte (el estilo del Norte frente la pintura italiana), a lo largo de su argumentación plantea algunas especulacio­ nes más generales relativas al papel histórico de la cámara oscura. Aunque aquí no podemos resumir su razonamiento en su totalidad, Alpers perfila un modo de ver «descriptivo» y empírico, que coincide con la experiencia de la cámara oscu­ ra, como una «opción artística» permanente del arte occiden­ tal. «Es una opción o modo pictórico que ha sido retomado en momentos diferentes y por motivos diferentes, y sigue sin estar claro en qué medida debería considerarse que constitu­ ye un desarrollo histórico en y de sí mismo».18 La autora afir­ ma que «los orígenes últimos de la fotografía no residen en la

invención de la perspectiva en el siglo xv, sino más bien en el alternativo modo pictórico del Norte. Bajo este punto de vista, se podría decir que la imagen fotográfica, el arte de des­ cribir holandés, y ... la pintura impresionista son todos ejem­ plos de esta opción artística constante en el arte occidental».19 Mi propósito, al contrario, es proponer que lo que separa a la fotografía de la perspectiva y de la cámara oscura es mucho más significativo que lo que tienen en común. Mientras que mi análisis de la cámara oscura está basado en los conceptos de continuidad y diferencia, Alpers, como muchos otros, plantea nociones de continuidad en su bosque­ jo de los orígenes de la fotografía, y de identidad en su idea de un observador apriorístico que tiene acceso permanente a estas opciones visuales, flotantes y transhistóricas.20 Pero si estas opciones fueran «constantes», el observador en cuestión escaparía de las condiciones materiales e históricas específi­ cas de la visión. Al revestirse de las consabidas polaridades estilísticas, tal argumento corre el riesgo de convertirse en una suerte de neo-wólfflinismo. Las descripciones al uso de la cámara oscura suelen hacer rutinariamente alguna mención especial al sabio napolita­ no Giovanni Battista della Porta, identificándolo a menudo como uno de sus inventores.21 Nunca conoceremos con ab­ soluta certeza estos detalles, pero sí contamos con su descrip­ ción de la cámara oscura, que escribió en su ampliamente leído Magia Naturalis de 1558, en el cual explica el uso de un espéculo cóncavo para evitar que la imagen proyectada apa­ reciera invertida. En la segunda edición de 1589, Della Porta detalla el modo en que una lente cóncava puede situarse en la apertura de la cámara para producir una imagen de resolu19 20

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Alpers, 1983: p. 244, n. 37. Para un importante debate acerca de la identidad y la diferencia en las explicaciones históricas, Vid. Fredric Jameson, «Marxism and Historicism» (en Jameson, 1988: 148-177). Vid. Gliozzi, 1932.

ción muy superior. Pero la importancia de Della Porta reside tanto en el umbral intelectual en el que se inserta como en el modo en que su cámara oscura inaugura una organización del saber y del ver que socavará la ciencia del Renacimiento ejemplificada en la mayor parte de su trabajo.22 La magia natural de Della Porta era una concepción del mundo en su unidad fundamental y un medio de observar esta unidad: «Estamos convencidos de que podemos cono­ cer las cosas secretas mediante la contemplación del mundo en su totalidad, a saber, el movimiento, el estilo y la forma del mismo.»23 En otra parte, Della Porta insiste en que «uno debe mirar los fenómenos con los ojos de un lince, de forma tal que, completada la observación, uno pueda empezar a manipularlos».24 Aquí, el observador se esfuerza, en última instancia, en conseguir el entendimiento de un lenguaje uni­ versal de símbolos y analogías que puedan emplearse para dirigir y aprovechar las fuerzas de la naturaleza. Pero, según Michel Foucault, Della Porta imaginaba un mundo en que todas las cosas eran contiguas, unidas entre sí en cadena: En la vasta sintaxis del mundo, los distintos seres se ajustan los unos a los otros, la planta se comunica con el animal, el animal con el mar, el hombre con todo lo que le rodea... La relación de emulación permite a las cosas imitarse entre sí de un confín del universo al otro... al reduplicarse en un espejo, el mundo abóle la distancia que le es propia; de esta manera, supera el lugar asignado a cada cosa. Pero ¿cuáles de estas imágenes que recorren el espacio son las imágenes originales? ¿Cuál es la realidad y cuál la proyección?25

22 23 24 25

Della Porta es identificado como un «pre-moderno» en Lenoble, 1969: 27. Della Porta, 1658: 15. Cit. en Garin, 1965:190. Foucault, 1973: 18-19.

Este entrelazarse de la naturaleza y su representación, esta indistinción entre la realidad y su proyección, será abolida por la cámara oscura, y en su lugar instituirá un régimen óp­ tico que separará y distinguirá a priori la imagen del objeto.20 De hecho, la descripción que Della Porta hace de la cámara oscura fue un elemento clave en la formulación teórica de la imagen retiniana de Kepler.27 Ernst Cassirer sitúa a Della Porta en la tradición renacentista de lo mágico, en la cual contemplar un objeto significa convertirse en uno con él. Pero esta unidad sólo es posible si el sujeto y el objeto, el conocedor y lo conocido, son de la misma naturaleza; éstos deben ser miembros y partes de uno y el mismo complejo vital. Cualquier percepción senso­ rial es un acto de fusión y reunificación.28

Para la magia natural de Della Porta, el uso de la cámara oscura era simplemente uno de los distintos métodos que permitían al observador concentrase de manera más plena en un objeto concreto; no tenía prioridad exclusiva en tanto que lugar o modo de observación. Pero para los lectores de

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Señalemos la indiferencia de Della Porta hacia el estatus real o ilu­ sorio de lo que se hace visible con la cámara oscura: «Nada puede ser más agradable, para los grandes hombres, los eruditos y las perso­ nas ingeniosas, que contemplar que, en una Cámara Oscura [Dark Chamber] sobre sábanas blancas, uno pueda ver clara y nítidamen­ te, como si estuvieran ante sus ojos, Cacerías, Banquetes, Ejércitos enemigos, Juegos y todo lo que uno desee. Que haya frente a esa Cámara, en la que deseas representar estas cosas, alguna Llanura espaciosa en la que pueda ser iluminado libremente por el sol: si sobre ella colocas árboles en Orden, así como Bosques, Montañas, Ríos y Animales — que lo sean realmente o creados por el Arte, de Madera o cualquier otra materia... los que estén en la Cámara verán Arboles, Animales, Cazadores, Caras, etc. con tal claridad que no podrán distinguir si son verdaderos o ilusiones: las Espadas dibujadas brillarán en el agujero». (Della Porta, 1658: 364-365). Acerca de la influencia de Della Porta sobre Kepler, vid. Lindberg, 1976: 182-206. Cassirer, 1972: p. 148. Más sobre Della Porta en Rienstra, 1963.

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Georg Lukács describe este tipo de individuo aislado artificialmente (Lukács, 1971:135-138) Vid. también un excelente análisis sobre interio­ ridad y privatización sexual en el siglo xvn en Barker, 1984: pp. 9-69. Lacan, 1978: p. 81.

s u je t o y su o sc u ra

.. L.a c á m a r a

Della Porta de décadas posteriores, la cámara oscura parecía prometer un instrumento de observación privilegiado y sin rival que se alcanzaría finalmente a costa de hacer añicos la contigüidad renacentista entre el cognoscente y lo conocido. A partir de finales del siglo xvi, la figura de la cámara oscura empieza a asumir una importancia superior en la de­ limitación y definición de las relaciones entre el observador y el mundo. Durante varias décadas, la cámara oscura deja de ser uno de tantos instrumentos u opciones visuales para convertirse en el lugar obligado desde el que poder concebir o representar la visión. Por encima de todo, esto indica la aparición de un nuevo modelo de subjetividad, la hegemonía de un nuevo sujeto-efecto. En primer lugar, la cámara oscura realiza una operación de individuación: en el interior de sus oscuros confines, define al observador necesariamente por su aislamiento, reclusión y autonomía. Impulsa una suerte de ascesis o retirada del mundo, con el fin de regular y purificar la relación de uno con los múltiples contenidos del, ahora, mundo «exterior». Así, la cámara oscura es inseparable de cierta metafísica de la interioridad; es una figura tanto del observador, que es nominalmente un individuo libre y sobe­ rano, como de un sujeto privatizado y reducido en un espa­ cio cuasi-doméstico, separado del mundo público exterior.29 (Jacques Lacan ha comentado que el obispo Berkeley y otros escribieron sobre las representaciones visuales como si éstas fueran una propiedad privada.)30 Al mismo tiempo, otra fun­ ción de la cámara oscura, emparentada e igualmente decisiva, consistió en cercenar el acto de la visión respecto del cuerpo físico del observador: en descorporeizar la visión. La cámara oscura autentifica y legitima el punto de vista monádico del individuo, pero la experiencia física y sensorial del observador



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Cámara oscura. 1646.

es suplantada por las relaciones entre un aparato mecánico y un mundo preexistente objetivamente verdadero. Nietzsche resumiría así este modo de pensar: «Los sentidos engañan, la razón corrige los errores; en consecuencia, se concluyó, la razón es el camino hacia lo constante; las ideas menos sen­ suales deben ser más cercanas al mundo verdadero’. Es de los sentidos de donde proviene la mayor parte de las desgracias — éstos son engañosos, ilusorios, destructores.»31 Entre los conocidos textos en que encontramos la imagen de la cámara oscura y de su sujeto interiorizado y descorporeizado se hallan la Optica de Newton (1704) y el Ensayo sobre el entendimiento humano de Locke (1690). Lo que am­ bos demuestran es cómo la cámara oscura servía a la vez de modelo para la observación de fenómenos empíricos jy para la instrospección reflexiva y la auto-observación. El lugar de los procedimientos inductivos de Newton a lo largo de su texto es la cámara oscura; ésta es la base que hace posible su cono­ cimiento. Hacia el principio de la Optica, comenta:

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Nietzsche, 1968: 317

En una estancia muy oscura \dark chambeé, en un aguje­ ro redondo de aproximadamente una tercera parte de una pulgada de anchura practicado en el postigo de una ventana, coloqué un prisma de vidrio, a través del cual el rayo de la luz del sol, que entraba por aquel agujero, podía ser refractado hacia arriba en dirección al muro opuesto de la cámara y, allí, formar una imagen coloreada del sol.32

La actividad física que Newton describe en primera persona no alude al funcionamiento de su propia visión, sino más bien al de un instrumento de representación transparente y refractivo. Newton es menos el observador que el organi­ zador, el montador de un aparato de cuyo funcionamiento efectivo está físicamente diferenciado. Aunque el aparato en cuestión no es, estrictamente, una cámara oscura (un pris­ ma sustituye a la lente plana o el estenopo), su estructura es fundamentalmente la misma: la representación de un fe­ nómeno exterior acontece en el interior de los límites recti­ líneos de una habitación oscura, una cámara o, en palabras de Locke, un «gabinete vacío».33 El plano bidimensional en el cual la imagen de un exterior se presenta a sí misma no subsiste sino por su relación específica de distancia con una apertura en la pared opuesta. Pero entre estos dos lugares (un punto y un plano) existe un espacio de extensión inde­ terminada en el cual el observador se sitúa ambiguamente. A diferencia de una construcción perspectiva, que también suponía mostrar una representación ordenada objetivamente, la cámara oscura no imponía un lugar o un área restringidos desde los que la imagen se presentara con total coherencia y consistencia.34 Por una parte, el/la observador/a es disjunto/a 32 33 34

Newton, 1952: 26. Locke, 1959: i, ii, 15. Sobre algunas de las implicaciones epistemoló­ gicas del trabajo de Newton, vid. Toulmin, 1979: 1-16. Hubert Damisch ha resaltado que las construcciones perspectivas de finales del Quattrocento permitían al espectador un limitado campo de movilidad en el interior del cual la consistencia de la

de la observación pura del dispositivo y asiste como testigo incorpóreo a una re-presentación mecánica y trascendental de la objetividad del mundo. Por otra parte, no obstante, su presencia en la cámara entraña una simultaneidad espacial y temporal de la subjetividad humana y el aparato objetivo. Así, el/la espectador/a es un habitante de la oscuridad más impreciso, una presencia suplementaria y marginal indepen­ diente de la maquinaria de la representación. Como Foucault demostró en su análisis de Las Meninas de Velázquez, se tra­ ta de un sujeto incapaz de auto-representarse a la vez como sujeto y objeto.35 La cámara oscura impide a priori que el/la observador/a vea su posición como parte de la representación. El cuerpo, por tanto, constituye un problema que la cámara nunca podría resolver sino marginándolo y convirtiéndolo en un fantasma, con el fin de establecer un espacio racio­ nal.36 En cierto sentido, la cámara oscura sería una metáfora precaria de lo que Edmund Husserl definió como el mayor problema filosófico del siglo xvn : «Cómo un filosofar que busca sus fundamentos últimos en lo subjetivo... puede rei­ vindicar una Verdad’ objetiva y una validez metafísicamente trascendente.»37 Quizá la imagen más célebre de la cámara oscura se en­ cuentre en el Ensayo sobre el entendimiento humano (1690) de Locke: Las sensaciones externas e internas son las únicas vías que puedo encontrar del conocimiento al entendimiento. Sólo és­ tas son, en la medida en la que puedo descubrir, las ventanas a través de las cuales se deja entrar a la luz a esta habitación oscura [dark room]. Ya que, creo, el entendimiento no es de­

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pintura se mantenía, en lugar de la inmovilidad de un punto único y fijo. (Damisch,, 1988). Vid. también Aumont, 1983. Foucault, 197:3-16. Vid. también Dreyfus y Rabinow, 1982: 25. A propósito de Galileo, Descartes y «la ocultación del sujeto enun­ ciante en la actividad discursiva», vid. Reiss, 1982: 38-43. Husserl, 1970: 81.

masiado distinto de un armario completamente cerrado a la luz, al que sólo le queda una pequeña abertura... para dejar entrar apariencias visibles externas o alguna idea de las cosas de afuera; si las imágenes que entraran a esa habitación tan oscura no hicieran sino permanecer allí y yacer tan ordena­ das como para ser encontradas según la ocasión, se parecería mucho al entendimiento de un hombre.38

Un punto importante del texto de Locke es cómo la metá­ fora de la habitación nos distancia efectivamente del aparato que describe. En el marco de su proyecto de introspección, Locke propone un medio para visualizar espacialmente las operaciones del intelecto. Explícita lo que estaba implícito en el relato de Newton sobre su actividad en su estancia oscura: el ojo del observador es completamente separado del apara­ to que permite la entrada y formación de «imágenes» o «se­ mejanzas». Hume recalcó también una relación de distancia similar: «Las operaciones del espíritu... deben ser aprehendi­ das en un instante por una penetración superior, derivada de la naturaleza y mejorada por el hábito y la reflexión.»39 En otro pasaje Locke da un significado diferente a la idea de la habitación: lo que, en la Inglaterra del siglo xvn , sig­ nificaba literalmente estar in camera, esto es, dentro de las cámaras de un juez o de un noble. Las sensaciones, escribe, se transmiten «desde el exterior al cerebro, que es, por así de­ cirlo, la sala [