19
|
eDITORIALeS | CARTAS
| Martes 13 de enero de 2015
nudo de culturas. En lo que fuera el corazón del imperio
incaico, lo indio y lo español se funden mágicamente y dan paso, con el turismo, a las señas del mundo global
Cusco, donde historia y presente se mezclan Mario Vargas Llosa —PARA LA NACION—
C
CUSCO
omo Jerusalén, Roma, El Cairo o México, en el Cusco el pasado forma parte esencial del presente y a menudo lo reemplaza con la irresistible presencia de la historia. No hay espectáculo más impresionante que ver amanecer desde la Plaza de Armas de la antigua ciudad, cuando despuntan en la imprecisa luminosidad del alba los macizos templos color ocre oscuro y los balcones coloniales, los techos de tejas, la erupción de campanarios y torres y, en todo el rededor, el horizonte quebrado de los Andes que circunda como una muralla medieval al que fue el orgulloso “ombligo del mundo” en tiempo de los incas. Hay algo religioso y sagrado en el ambiente y uno entiende, según cuentan los primeros cronistas que visitaron la ciudad imperial y dejaron testimonio escrito de su deslumbramiento, que, en el pasado, quienes se acercaban al Cusco debían saludar con reverencia a quienes partían de allí, como si el haber estado en la capital del Incario les hubiera conferido prestigio, dignidad, una cierta nobleza. Ya en tiempos prehispánicos era una ciudad cosmopolita donde, además del quechua –el runa simi o lengua general– se hablaban todas las lenguas y dialectos del imperio. Hoy ocurre lo mismo, con la diferencia de que las lenguas que escucho a mi alrededor, en estas primeras horas mágicas del día, provienen del mundo entero, porque el turismo que invade Cusco a lo largo del año procede de los cuatro puntos cardinales. He estado cerca de siete u ocho veces en el Cusco y ahora vuelvo luego de cinco años. Como siempre, los dos primeros días los 3400 metros de altura los siento en la presión de las sienes y en el ritmo acelerado del corazón, pero la emoción es la misma, un sentimiento agridulce de asombro ante la belleza del paisaje urbano y geográfico, y de agobio ante el presentimiento de la infinita violencia que está detrás de esos templos, palacios, conventos, donde, como en pocos lugares del planeta, se mezclan y funden dos culturas, dos historias, costumbres, lenguas y tradiciones diferentes. Los arqueólogos han descubierto que, en las entrañas cusqueñas, hay sustratos preincaicos importantes, que se remontan
a la antiquísima época de la desintegración del Tiahuanaco, y que en la raíz de muchas construcciones incas está presente el legado de los wari. Pero a simple vista lo que se manifiesta por doquier, en las ciudades, las aldeas y el campo cusqueños, es la fusión de lo incaico y lo español. Templos, iglesias, palacios, están levantados con las piedras monumentales, rectilíneas y simétricas de las grandes construcciones incas, y muchas de sus callecitas estrechas son las mismas que conducían a los grandes adoratorios del sol y de la luna, a las residencias imperiales o a los santuarios de las vestales consagradas al culto solar. El resultado de este mestizaje, presente por todas partes, ha dado lugar a unas formas estéticas en las que es ya difícil, sino imposible, discriminar cuál es precisamente el aporte de cada civilización. Un buen ejemplo de esto, y, también, del progreso que ha experimentado el Cusco en este último lustro, es la ruta del barroco andino. Recorrer antaño los templos coloniales de la provincia de Quispicanchi era arduo y frustrante, por los malos caminos y el estado de deterioro en que aquellos se encontraban. Hoy hay una moderna carretera y la restauración de las iglesias de Canincunca, Huaro y Andahuaylillas está terminada y es soberbia. Las tres iglesias son una verdadera maravilla y es difícil decir cuál es más bella. Muros, tejados, retablos, campanarios, lienzos, tallas, frescos, incluso el veterano órgano de Andahuaylillas, lucen impecables. Pero, acaso lo más importante es que están lejos de ser museos, es decir, de haberse quedado congelados en el tiempo. Por el contrario, y, en gran parte gracias al empeño de los jesuitas que están a cargo de ellos y de los voluntarios que los ayudan, se hallan vivos y operantes, con escuelas, talleres, bibliotecas, centros de formación agrícola y artesanal, unidades sanitarias, oficinas de promoción de la mujer, consultorios jurídicos y de derechos humanos y hasta un taller de luthería (en Huaro) donde los jóvenes aprenden a fabricar arpas, guitarras y violines. Las comunidades que rodean a estas parroquias denotan un dinamismo pujante que parece irradiar desde aquellos templos. Pasé largo rato contemplando las pinturas,
tallas, frescos y esculturas de las iglesias de Quispicanchi. Lo indio está tan presente que a veces supera a lo español. Es evidente que aquello ocurrió naturalmente, sin premeditación alguna por parte de los pintores y artesanos indígenas que los elaboraron, volcando de manera espontánea en lo que hacían su sensibilidad, sus tradiciones, su cultura. Las pieles de los santos y los cristos se fueron oscureciendo; los rostros, el cabello, bruñendo; los ojos y hasta las posturas y ademanes sutilmente indianizando, y, el paisaje también, poblándose de llamas, vicuñas, vizcachas, y de molles, saucos y maizales. Entre las salinas de Maras y los andenes
circulares de Moray, en el valle del Urubamba, asisto a una pequeña procesión en la que los cargadores del anda de la Virgen del Carmen –una indiecita recubierta de alhajas– van disfrazados de incas y, luego, se celebra una fiesta en la que grupos de estudiantes de la Universidad de San Antonio Abad bailan huaynos y pasillos. Un antropólogo, del mismo centro académico, me explica que tanto la música como los polícromos calzones y polleras de los danzarines son, todos, de origen colonial. El mestizaje reina por doquier en esta tierra, incluso en ese animado folclore que los guías turísticos se empeñan en hacer
retroceder hasta los tiempos de Pachacútec. Pero muchas cosas han cambiado también en el Cusco en estos últimos cinco años. Uno de los mejores escritores cusqueños, José Uriel García, publicó, en los años veinte del siglo pasado, un precioso ensayo en el que llamaba a la chichería “la caverna de la nacionalidad”. En esa rústica y miserable taberna, de fogón y de paredes tiznadas, donde se comían los guisos populares más picantes y se emborrachaban los parroquianos con la brava chicha de maíz fermentado, se estaba forjando, según él, “el nuevo indio”, crisol de la peruanidad. Pues bien, en el Cusco de nuestros días, si las chicherías no han desaparecido del todo, quedan ya muy pocas y hay que ir a buscarlas –con lupa– en los más alejados arrabales. Ya sólo sobreviven en las aldeas y pueblos más remotos. En la ciudad las han reemplazado las pollerías, los chifas, las pizzerías, los McDonald’s, los restaurantes vegetarianos y de comida fusión. Todavía proliferan por doquier los modestos albergues para mochileros y hippies que vienen al Cusco a darse un baño de espiritualidad bebiendo mates de coca (o masticándola) y transubstanciándose con los apus andinos, pero, además, tanto en la ciudad, como a orillas del Urubamba y al pie de Machu Picchu, han surgido hoteles de cinco estrellas, modernísimos. Algunos de ellos, como El Monasterio y Las Nazarenas, han restaurado con esmero y buen gusto antiguos edificios coloniales. En esta ciudad, en gran parte bilingüe, los cusqueños quechua hablantes suelen jactarse de hablar el quechua más clásico y puro del Perú, lo que, como es natural, despierta envidia y rencor, además de acusaciones de jactancia, en las demás regiones andinas donde la lengua de los incas está viva y coleando. Como no hablo quechua no puedo pronunciarme al respecto. Pero sí puedo decir que el español que se habla en el Cusco es un dechado de elegancia, desenvoltura y discreción, sobre todo cuando lo hablan las personas cultas. Mechado de lindos arcaísmos, suena con una música alegre que parece salida de los manantiales saltarines que bajan de los cerros, o, si se endurece en las discusiones y arrebatos, resuena grave, solemne y antiguo, con un deje de autoridad. Está cuidadosamente pronunciado, con unas erres y jotas vibrantes, y es siempre elocuente, discreto, amable y educado. No es raro, por eso, que aquí naciera uno de los grandes prosistas del Renacimiento español: el Inca Garcilaso de la Vega. La probable casa en la que nació ha sido rehabilitada con tanto exceso que es ya irreconocible. Pero, aun así, aquí pasó su infancia y adolescencia, y vio con sus propios ojos y guardó para siempre en su memoria esa época tumultuosa y terrible de la conquista y el desgarramiento cultural y humano que generó. Aquí escuchó a los sobrevivientes de la nobleza incaica, a la que pertenecía su madre, llorar ese glorioso pasado imperial “que se tornaría vasallaje” y que evocaría luego, en Andalucía, en las hermosas páginas de Los Comentarios Reales. Siempre que he venido al Cusco he peregrinado hasta la casa del Inca Garcilaso, el primero en reivindicar sus ancestros indios y españoles y en llamarse a sí mismo “un peruano”. © LA NACION
Otra mirada sobre Charlie Hebdo Ivonne Bordelois —PARA LA NACION—
F
rancia acaba de perder una elite de humoristas en un terrible atentado, y un estremecimiento de cólera y horror conmociona justificadamente a la sociedad. París se lanzó a la calle y Charlie Hebdo, el periódico dirigido por esos humoristas, recibe miles de miles de euros de resarcimiento espontáneo. Nadie podría dejar de condenar el atentado, y todos, desde Bergoglio hasta Obama, pasando por Merkel, han cumplido con su cometido. En el aire enrarecido de un conflicto que va adquiriendo proporciones desmesuradas, debería haber, sin embargo, algo más que el espacio destinado a sentenciar
el fanatismo causante de la catástrofe. El discurso que convalida la democracia y la libertad de expresión en las sociedades occidentales no debería olvidar que estas instancias básicas e inamovibles no pueden disociarse totalmente de otras leyes que no por no estar escritas son menos básicas e inamovibles: particularmente, las leyes de convivencia. Uno de los pilares fundamentales de estas leyes es la conciencia de que no cabe subestimar la importancia de ciertos símbolos, en particular, los religiosos, para aquellos que los sustentan. Por lo tanto, las ofensas en este nivel no pueden ser trivializadas ni
descontadas en aras de una libertad todo terreno. El laicismo que se considera, con justa razón, garantía de progreso en los Estados modernos no puede consentir ni consistir en degradar las expresiones religiosas que no atenten contra los derechos humanos, en especial cuando provienen en general de minorías explotadas económica y socialmente. El racionalismo puede también convertirse en la religión de la soberbia cuando considera a los creyentes en su totalidad como seres inferiores, supersticiosos e ignorantes. En ese sentido, no parecería una estrategia particularmente iluminada el oponer a
los feroces degüellos televisados de la Jihad la pluma irreverente de Charlie Hebdo, que trata de estúpidos a los seguidores de Mahoma. Azuzar con palabras e imágenes fuertemente ofensivas a un enemigo fanático, en momentos en que arde la contienda internacional, no parece la actitud más prudente ni esclarecida por parte de quienes se asumen como líderes intelectuales de la prensa europea. Ser mártir de la libertad de prensa no es incompatible con ser responsable de imprudentes escarceos al borde de un cráter dispuesto a estallar. Pero quien adopte esta perspectiva que, sin justificar en ningún modo la horrenda represalia, relativiza el
heroísmo intelectual de las víctimas será instantáneamente fusilado por la ola de indignación bien pensante que atraviesa el planeta en estos momentos. Miles y miles de musulmanes, fanáticos o no, cayeron bajo las bombas estadounidenses en Afganistán e Irak. Pero morir a manos de terroristas musulmanes en París o en Nueva York viste más que morir bajo bombas cristianas en desiertos de nombres impronunciables en Medio Oriente. Fanatismo, no. Hipocresía, tampoco. © LA NACION
La autora es poeta, ensayista y lingüista
claves americanas
Tabaré Vázquez y la legalización de la marihuana Andrés Oppenheimer —PARA LA NACION—
U
MIAMI
n año después de que Uruguay se convirtió en el primer país del mundo en aprobar la legalización de la marihuana, mediante lo cual el gobierno producirá y venderá esta droga, hay crecientes dudas sobre si el presidente electo, Tabaré Vázquez, hará cumplir esta ley en su totalidad. Vázquez, quien asumirá en marzo, ha expresado públicamente su escepticismo sobre algunas partes del marco legal, como el plan para permitir que las farmacias uruguayas vendan la marihuana distribuida por el gobierno. Vázquez, que pertenece a la misma coalición centroizquierdista que el presidente saliente, José Mujica, es un médico que durante su mandato anterior, entre 2005 y 2010, condujo una cruzada contra el consumo del tabaco. ¿Podrá un presidente con una larga historia de lucha contra el tabaquismo convertirse en un promotor del consumo de marihuana?, se pregun-
tan muchos uruguayos. ¿Aplicará la ley en contra de sus propios principios? “No hay duda de que a Vázquez no le gusta la ley de la marihuana”, me dijo el ex presidente Julio María Sanguinetti. “No va a acabar con ella, porque no puede ir en contra del bloque mayoritario de su partido en el Congreso, pero lo más probable es que trate de diluirla en el proceso de implementación.” Aunque la ley ya ha sido aprobada por el Congreso y firmada por Mujica, todavía no se puede comprar la marihuana producida por el gobierno en las calles. El proceso de registro para acreditar a proveedores y vendedores todavía está en marcha, y según funcionarios oficiales concluirá en los próximos meses. Según la ley, los uruguayos podrán cultivar marihuana en sus casas si se registran como productores individuales. También la podrán obtener de “clubes de marihuana”, de una capacidad máxima de 45 miembros cada uno, y por último podrán adquirir la
droga en las farmacias. Hasta el momento, más de 1200 personas y 500 clubes de marihuana han solicitado licencias de cultivo, informan funcionarios uruguayos. La mayoría de los farmacéuticos se oponen a la ley. Algunos temen ser blanco de ataques, robos o extorsiones por parte de narcotraficantes, mientras que a otros simplemente no les gusta la idea de vender una droga que puede ser dañina para la salud. “Una farmacia es un centro de salud, no un lugar que vende cosas que son malas para la salud”, dice Virginia Olmos, presidenta de la Asociación de Químicos y Farmacéuticos del Uruguay. Vázquez ha dicho que “si es necesario” presentará un proyecto para modificar la legislación y excluir a las farmacias de la lista de lugares autorizados para vender marihuana. Pero quizás la mayor crítica contra la nueva ley –antes de que el primer cigarrillo de cannabis producido por el gobierno haya sido vendido– es que hay señales de un gran au-
mento en el consumo de marihuana entre los jóvenes. La publicidad oficial en torno a la ley, que los críticos como Sanguinetti han calificado como un “clima de jolgorio”, ha llevado a un número creciente de jóvenes uruguayos a comprar la droga en el mercado negro. Según una nueva encuesta realizada por la Junta Nacional de Drogas y el Observatorio Uruguayo de Drogas, por primera vez en la historia de Uruguay el consumo de marihuana entre los estudiantes adolescentes ha superado al consumo de tabaco. La encuesta, realizada entre 11.000 estudiantes adolescentes, mostró que el 17% consumió marihuana durante los 12 meses previos, mientras que sólo el 15,5% consumió tabaco durante ese período. El uso de marihuana entre los adolescentes se ha duplicado desde 2003, concluye la encuesta. Mi opinión: he apoyado la legalización de la marihuana desde hace tiempo y lo sigo haciendo. Pero Uruguay ha cometido varios errores, empezando por los descui-
dados comentarios de Mujica en apoyo de la campaña de la legalización, que pueden haber sido percibidos por muchos jóvenes como una luz verde presidencial para el consumo de marihuana. Además, cabe preguntarse si es una buena idea que el gobierno –y no empresas privadas, como ocurre con el alcohol– asuma la producción, venta y distribución de la marihuana. Esto no sólo creará una enorme burocracia, sino que puede generar corrupción gubernamental en uno de los países menos corruptos de América latina. Todo indica que el presidente electo, aunque respetará la ley en general, le pondrá límites más severos y adoptará un discurso menos frívolo sobre el tema que el presidente saliente. Eso sería bueno para Uruguay y para otros países que están observando muy de cerca este audaz experimento uruguayo. © LA NACION Twitter: @oppenheimera