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SÁBADO
| Sábado 3 de noviembre de 2012
eXPerIencIas Por Franco Varise
Curvas del misterioso camino del whisky en Escocia Cata en el castillo de Edimburgo, la colección más grande del mundo y la curiosa opinión de un especialista sobre el “scotch” nacional
E
EDIMBURGO, ESCOCIA
ncarar el camino del whisky por tierra escocesa exige ciertas condiciones: tolerancia, autocontrol y estar libre del pecado de la abstinencia. Cualidades, las dos primeras, que uno creía haber cultivado y, la tercera, por fortuna, no era un problema personal por atender. Todo empieza en el castillo de Edimburgo, hacia donde nos dirigimos para la primera cata de whisky como invitados de Diageo, la empresa propietaria de la marca Johnnie Walker. El castillo corona la ciudad desde un promontorio de piedra. Abajo las casas y los edificios bajos echan humo desde sus chimeneas que parecen haber sido concebidas antes que las construcciones –o más bien, las casas, son como la excusa para la chimenea–. Observo al pasar que no hay perros por la ciudad. El escocés Dave Broom, periodista y uno de los mayores especialistas en el mundo del whisky, aguarda en un salón frente a una mesa jalonada por copas cortas de vidrio. Son filas de seis para cada uno de los miembros del contingente de periodistas de América latina. En cada una hay una medida de whisky. “Tengo mucha suerte: ¡Soy escocés y me pagan para beber!”, brama Broom. Las notas sobre producción de whisky, una bebida que posee un origen misterioso (nadie sabe cuándo ni dónde empezó), surgen precisamente en este castillo hacia 1494 a través de un memo de impuestos de Jacobo IV de Escocia. Luego, durante unos 200 años, no hubo noticias del destilado o aqua vitae (agua de vida, en latín). Sólo a partir del siglo XVIII comienza la verdadera historia comercial y masiva del whisky escocés. Como sea, esta histórica puede leerse en Wikipedia y, ahora, seis copas me esperan. En la primera, Broom sirvió un whisky de granos (Cameron Brig), que, según el especialista, es el que amalgama todos los otros whiskies cuando se trata de crear un blend (combinación de distintas maltas simples). En la segunda, hay un single malt Linkwood; en la tercera, Cardhu; le sigue el Mortlach, Talisker y, al final, como resultado del blend, un etiqueta negra de Johnnie Walker. Las palabras “oler” y “aroma” sintetizan casi todo lo
que uno debería saber sobre esta “agua de vida”. Desde la lengua al cerebro comienzan a activarse las terminales nerviosas que confluyen en la memoria olfativa más íntima de cada persona. Ahí, en el fondo del cerebro, es donde se produce el efecto “whisky”. Por eso existen tantas discusiones sobre cuál es el mejor whisky; es que el efecto en esa “nostalgia aromática” resulta diferente de acuerdo con lo que uno asocia en ese momento. Caoba, frutas secas, humo del hogar a leña o el perfume de una ex novia pueden revelarse en el paladar a partir de sencillos ingredientes como la cebada malteada, levadura y agua. Cuando la cata concluye, las copas quedan relucientes –por lo menos en mi caso–. Ahora hay que descender del castillo para continuar el camino. La sensación es de liviandad. Nadie tropieza. Y ése es un buen comienzo. Con el grupo viaja como compañía especializada Ian Williams, un hombre que durante los últimos treinta años dedicó su vida a probar whisky como gerente de varias destilerías. Williams me cuenta que Escocia tiene cinco millones de habitantes y unas ocho millones de barricas estacionadas (no menos de tres años para lograr la denominación de origen) producidas en 100 destilerías dispersas por todo el país. Insiste en la palabra smell (oler) para que no perdamos nuestra senda a la hora de entender de qué va esto del whisky. Le hago caso hasta donde puedo... Pocas horas después en The Scotch Whisky Experience terminamos enfrentándonos con la colección de botellas de whisky más grande del mundo. Son 3384 botellas nunca abiertas ni duplicadas, que atesoró el brasileño Claive Vidiz hasta que Diageo se las compró. La visión es muy bella: la más antigua data de 1897. Sobre una mesa aparecen unos cócteles realizados a base de whisky. La idea de las grandes empresas es que esta bebida podría complementar su tradicional imagen de “hombre-pipa-fuego” para ingresar en las barras como el vodka o el gin. Suena a herejía hasta que al probar el primer trago noto que la cosa funcionaría bien. “El whisky es diversión”, arenga Williams. Nadie lo contradice. Es que algo de la niebla externa se
había colado por detrás de los ojos de todos. Dave Broom –sólo Dave en adelante– todavía nos acompaña después de la cena hasta el pub (tavern para los escoceses). Le hago una propuesta: que pruebe el whisky argentino (“nacional” como lo conocemos nosotros). Entre el equipaje antes del viaje guardé una pequeña botellita que, justo en ese momento, llevo en el bolsillo. Dave acepta sorprendido, pues no tenía ni la menor idea de que existiera tal cosa en la Argentina. Sugiero que a su monumental enciclopedia sobre el whisky en el mundo le falta este capítulo por más trágico que pudiera ser. El whisky nacional tiene historia en nuestro país. Incluso algunos tangueros como Aníbal “Pichuco” Troilo manifestaron que preferían el whisky nacional al “importado”. Esto motivó mi insolencia que a esa hora, con la niebla detrás de la persiana mental, sonaba a travesura. Dave mira la extraña “petaca”. Primero anota todos los datos de la etiqueta como un fanático (“pruebo mucho porque siempre encuentro algo nuevo”, dice). Luego abre la botellita, derrama unas gotas en su mano y sigue anotando (“es una rareza”, agrega); entonces sirve un poco en una copa, lo corta con agua (mientras anota) mueve el recipiente, huele y hace algunas muecas que no llego a descifrar. Finalmente lo prueba: –Es bueno. No es malo. Es joven, un poco agresivo y tiene un carácter muy metálico. Lo que me gusta es que conserva la dulzura. Ustedes tienen muchas condiciones para hacer buenos whiskies... Al otro día, luego de un par de Uvasal, el tour de force continúa por la ruta A9 (impecable y sin peajes) hacia las highlands (tierras altas). El paisaje de postal, con ovejas y campos verdes, trastoca a medida que ganamos altura hacia un color ocre neblinoso entre colinas rojizas. No veo perros en el campo; una ausencia que empieza a obsesionarme. La variedad cromática externa resulta tan similar a la del whisky que uno puede comprender algo del amor de los escoceses por esta bebida: es como una porción de su tierra en un vaso. En las destilerías Dalwhinnie, Glen Ord y Clynelish, que forman parte de la recorrida institucional,
Foto: mark tomaras
Uno de los whiskies más caros del mundo La marca Johnnie Walker lanzó hace poco Diamond Jubilee, uno de los whiskies más caros del mundo: 100.000 libras. Una producción de sólo 60 botellas, de las cuales 32 ya fueron vendidas.
emerge entre los aromas del mosto la concepción que rige a esta industria global. Edificios de diseño tradicional en el medio del campo con alambiques aún de cobre, barricas de madera sobre el piso de tierra y algo de maquinaria moderna: sólo la indispensable. Uno se siente bien al pensar que la botella que abre en su casa a miles de kilómetros proviene
de un lugar como éste. De la partida allí fueron unas cuantas medidas de The Singleton, un whisky tostado con un sabor frutado, un Glen Ord muy profundo en el paladar y un Clynelish directamente de la barrica. Al final aterrizamos en el castillo Aldourie, una construcción de 1600 sobre el Lago Ness. Algo me hace acordar a Edgar Alan Poe o a Lovecraft. Antes de la cena, Ewan Gunn, embajador global de la marca, invita a una excepcional cata de Johnnie Walker en sus múltiples etiquetas. En la cena todos compartimos whisky en el quaich, un recipiente común que va pasando de mano en mano, como símbolo de la fraternidad del bebedor y, después de la cena (haggis, un plato típicamente escocés hecho con el estómago del cordero), Ewan plantea un desafío de snooker –una especie de pool– en uns sala donde no falta una bandeja con todos los whiskies imaginables. Tras ganar la partida de tres horas, y sin que el hecho de que el vaso de whisky siem-
pre a mano socavara su cordialidad, Ewan decide retirarse. Ahí comienza a titilarme el cartel interno de “consumo responsable” y también decido buscar mi habitación con nombre de mujer: “Loraine”. Tras una media hora perdido en el castillo, logro dar con ella gracias a la ayuda de una especie de mayordomo dispuesto a asistir a los parroquianos. –¿Murió alguien en esta habitación? –atino a preguntarle... –Dos personas –responde y se pierde silencioso por el pasillo. Tras dos noches con pesadillas en el castillo –un hecho compartido por otros colegas– la revelación sobre la ausencia de perros y el whisky llega como un rayo. Vinicius de Moraes dijo alguna vez que el whisky era el mejor amigo del hombre: “Es un perro embotellado”. Así, antes de despedirme frente a la niebla que cubre el oscuro Lago Ness, descubro, pues, dónde podrían estar escondidos todos los perros escoceses.ß
escenas urbanas Por Oscar Hernández
La gente camina por Florida y atraviesa la Av. de Mayo el viernes 26 de octubre, a las 12; al fondo, la Pirámide y la Casa Rosada
pequeños grandes temas Miguel Espeche
La maldad de los psicópatas
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ay gente que es mala. No solamente tiene aspectos malvados en su personalidad (todos los tenemos), sino que parecen tener el mal adentro y ejercerlo con devoción. No se trata de envidias, pequeñas venganzas, rencores sordos… no, se trata de algo oscuro, que da cuenta
de un estilo de vida, una suerte de militancia en el generar perjuicios a los demás. La psicología ha intentado prescindir de la noción de “mal” a la hora de diagnosticar a la gente y, en efecto, ha logrado desvincular del adjetivo “malo” a una gran cantidad de personas al descifrar parte de las
motivaciones de su conducta. Estas personas pueden ser impulsivas, inmaduras, tener aspectos resentidos, u otras motivaciones interiores que los hacen tener conductas negativas, pero no son malas, como sí lo son aquellos acerca de los que hoy estamos refiriéndonos. De hecho, la psicología y sus diagnósticos se quedan cortos frente a algunas personalidades que hacen tanto pero tanto daño, que no cabe otra que llamarlos “mala gente”. Igualmente, la versión psicopatológica de la palabra “malo” es “psicópata”. Es difícil que un psiquiatra o psicólogo escriba un informe diciendo “este señor es malo”, pero no tanto que diga “el sujeto tiene marcados rasgos psicopáticos”, que es lo mismo, pero es más digerible por el gremio psi. De hecho, los psicópatas no son
estrictamente enfermos. Es que la psicopatía es una condición, una estructura y no otra cosa. Una característica de los malos es que no quieren ser únicos habitantes del infierno. Por tal razón suelen hacer lo posible para reclutar a otros para que se unan al club. Eso permite entender por qué hay un regodeo en muchos malos en, a fuerza de provocar y apuntar a los puntos débiles de los otros, propiciar que emerja lo peor de las personas y, de esa manera, promover que hagan también daño, que transgredan, que se metan en líos… A su vez, los malos más inteligentes suelen ser grandes conocedores de la ley. Ese conocimiento lo usan, justamente, para poderla trasgredir de mejor forma. Años atrás, en Gran Bretaña, se vio que los violadores y pederastas encarcelados que hacían terapia de
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grupo en la cárcel, una vez cumplida su condena, reincidían más que aquellos que, en igual condición, no habían hecho terapia ni nada parecido en el tiempo de reclusión. Se le preguntó entonces a uno de los reincidentes qué había pasado. “Es que usamos lo que aprendimos acerca de los resortes emocionales de la gente para poder hacer mejor lo que queríamos hacer”, dijo, sin ningún remordimiento, el reincidente del caso, un malvado de aquellos. “El loco pierde todo, menos la razón”, decía Chesterton. Pues… los malos tampoco pierden la capacidad de razonar, sino más bien todo lo contrario. Por eso suelen ser buenos argumentando, encontrando ideologizaciones que avalen su proceder. A su vez, tienen gran capacidad de empatía, pero la usan para dañar, hacer doler, pervertir,
humillar, si pueden, a los otros. En el fondo no lo pasan bien los malos. Por eso son malos. Ven al mundo como un desierto hostil, y se defienden de eso apostando a dominarlo todo, cosificando a las personas, con el resentimiento del caso. La mejor manera de defenderse de ellos es ser más o menos buena gente, y no pensar que por serlo se es débil o tonto. Sirve confiar en que la vida es algo más que un infierno, y apuntar a los afectos que nos alejan del miedo y nos ofrecen un sentido para vivir. Ese sentido es lo que los malos no pueden encontrar dentro de sí, lo que les genera un odio del que bien vale cuidarse con astucia y buenas raíces, para no perderse en sus amargos laberintos que a ningún buen lugar conducen.ß El autor psicólogo y psicoterapeuta