Cuatro siglos de luchas

26 sept. 2010 - la mayor universidad estatal y tradicio- nalmente ... Universidad Nacional de Seúl, Corea del Sur, ... la Florida, por ejemplo, inventó en 1965 un.
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ENFOQUES

Domingo 26 de septiembre de 2010

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Libros/Adelanto

El laberinto de la ciencia argentina En Basta de historias (Sudamericana), el reconocido periodista sostiene que los países latinoamericanos están demasiado inmersos en la revisión constante de su historia, que los distrae de lo que debería ser su principal prioridad: mejorar sus sistemas educativos. En este fragmento, la crisis de la UBA ANDRES OPPENHEIMER

Y tampoco se trata de un fenómeno exclusivo de la UBA. A nivel nacional, contadas todas las universidades públicas y privadas del país, Argentina produce alrededor de 4600 psicólogos y apenas 146 licenciados en ciencias del suelo por año.Es un dato aterrador, considerando que el país tiene una gran cantidad de industrias petroleras y mineras que constantemente requieren nuevos geólogos, y con mejor formación que los que están disponibles. Según datos de la Unesco, mientras la cifra de estudiantes universitarios que cursan carreras de ciencias, ingeniería o manufacturas es de 40 por ciento en Corea del Sur, 38 por ciento en Finlandia, 33 por ciento en Venezuela, 31 por ciento en México, 28 por ciento en Chile y 23 por ciento en Costa Rica y Honduras, en Argentina es sólo de 19 por ciento.

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a Universidad de Buenos Aires (UBA), la mayor universidad estatal y tradicionalmente la de mayor prestigio del país, había tenido una época de oro durante el siglo pasado, y ha tenido como estudiantes o profesores a cinco ciudadanos argentinos galardonados con el premio Nobel: Carlos Saavedra Lamas (1936), Bernardo Houssay (1947), Luis Federico Leloir (1970), Adolfo Pérez Esquivel (1980) y César Milstein (1984). Su momento de mayor prestigio había sido a mediados del siglo, desde la presidencia de Arturo Frondizi en 1958 hasta el golpe militar de 1966, cuando se crearon varias facultades y se le dio un gran impulso a la investigación científica. Pero de allí en adelante, sucesivas purgas ideológicas –primero desde la derecha, y en años más recientes desde la izquierda– hicieron que muchos docentes e investigadores fueran separados de sus puestos o emigraran, y el nivel académico cayó en picada. Hoy la que fuera una de las mejores universidades latinoamericanas es un monumento al estancamiento académico, el aislamiento internacional y la falta de innovación. A pesar de ser una de las universidades más grandes de Latinoamérica, con 321.000 estudiantes, y de tener un plantel de profesores y estudiantes de un nivel intelectual que a muchos países les gustaría tener, la UBA no aparece –o está abajo– en los principales rankings internacionales de las mejores universidades del mundo. El ranking del Suplemento de Educación Superior del Times de Londres no incluyó a la UBA en su listado de las mejores 200 universidades del mundo de 2009. Y el ranking de la Universidad de Shanghai, China, coloca a la UBA en el grupo de universidades que están en los puestos 150 y 200 en su ranking. La culpa es de los rankings En muchos otros países, semejante dato sería motivo de un escándalo nacional, y la sociedad civil le estaría reclamando al gobierno airadamente que explique el bajo rendimiento del dinero de los contribuyentes para subvencionar a la mayor universidad del país. En Argentina, sin embargo, no se produjo un revuelo semejante, y el gobierno de la presidente Cristina Fernández de Kirchner reaccionó con soberbia: según el gobierno, la culpa es de los rankings. No es broma: casi todos los funcionarios con quienes hablé en Argentina, desde el ministro de Educación para abajo, me dijeron que estos rankings son deficientes. Según ellos, es injusto medir las universidades con base en parámetros como su cantidad de premios Nobel en ciencias, el número de citas de sus investigadores en publicaciones académicas internacionales escritas en inglés y el número de estudiantes internacionales que van a estudiar a sus aulas. Según el gobierno argentino, estos medidores tienden a perjudicar a las universidades argentinas porque no valoran lo suficiente la labor académica en las ciencias sociales y humanas, o los trabajos científicos que no están escritos en inglés, o a las instituciones de educación superior que no se han ocupado demasiado de promover los intercambios estudiantiles con el exterior. […] En otro de los parámetros usados por los rankings de las universidades, el registro de patentes internacionales, la UBA ni aparece en el mapa. Según datos del registro de patentes internacionales de Estados Unidos, las prin-

Pocos alumnos en la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA; la mayoría se inclina por las Humanidades MARCELO GOMEZ

cipales universidades –tanto de los países ricos como del mundo en desarrollo– están patentando cada vez más productos, no sólo para elevar sus respectivas contribuciones a la economía nacional sino también para aumentar sus respectivos ingresos. La Universidad de California registró 237 patentes en 2008; la Universidad Tsinghua, de China, 34; la Universidad de Tel Aviv, Israel, 13; la Universidad Nacional de Seúl, Corea del Sur, 11; la Universidad Nacional de Singapur, 10. Comparativamente, la UBA no registró ni una sola patente. Si en lugar de considerar las patentes registradas ese año en particular tomamos el total de patentes registradas entre 2004 y 2008, la Universidad Nacional de Singapur y la Universidad Hebrea de Jerusalén registraron 84 patentes cada una, la Universidad Nacional de Seúl 37 y la UBA ninguna, o menos de las cinco requeridas para figurar en la lista. Para muchas de las universidades de todo el mundo, sus patentes registradas son una significativa fuente de ingresos para contratar mejores profesores nacionales y extranjeros, crear nuevas escuelas e invertir en investigación. La Universidad de la Florida, por ejemplo, inventó en 1965 un producto contra la deshidratación –el Gatorade– que patentó en su momento y hasta el día de hoy le reporta millonarios ingresos a esa casa de estudios, especialmente después de que el producto se convirtió en la bebida oficial de la Liga de Fútbol Nacional de Estados Unidos y la marca fue adquirida por PepsiCo. ¿Cómo puede ser que la principal universidad de Singapur, un país con apenas 4.6 millones de habitantes, que antes de su independencia en 1965 tenía menos de la mitad del PBI de Argentina, o la Universidad de Seúl de Corea del Sur, otro país con un pasado con mucha mayor pobreza que Argentina, registren tantas más patentes que la UBA?, les pregunté a varios expertos en

Andrés Oppenheimer

Para muchas de las universidades de todo el mundo, sus patentes registradas son una significativa fuente de ingresos para contratar mejores profesores nacionales y extranjeros

educación superior. Hay varios motivos, incluyendo el hecho de que las universidad des argentinas no tied nen una cultura de inne vestigación aplicada, ni ve mecanismos eficientes me para inventar productos comercializables. Sin emcom bargo, la mayoría de quiebarg nes co consulté me señalaron un mo motivo mucho más sencillo: la UBA, al igual que las demás u universidades estatales argentinas, destina una gran argentin parte de los recursos que le da el Estado –unos 400 millones de dólares por año– a carreras que son muy interesantes, pero no muy productivas para sus estudiantes, profesores o investigadores. En un país que necesita desesperadamente ingenieros, agrónomos y geólogos para desarrollar sus industrias, las universidades estatales argentinas están produciendo principalmente psicólogos, sociólogos y graduados en humanidades. No es casual que Argentina sea el país que tiene la mayor cantidad de psicólogos per cápita del mundo, y que una zona muy popular de Buenos Aires lleve el nombre de Villa Freud. El país tiene 145 psicólogos por cada 100.000 habitantes, comparado con 85 psicólogos en Dinamarca y 31 en Estados Unidos, según datos de la Organización Mundial de la Salud. En la UBA, se gradúan 1500 psicólogos y apenas 500 ingenieros por año, según datos oficiales de esa casa de estudios. Un verdadero disparate. Y si se consideran algunas carreras de ingeniería en particular, como ingeniería industrial, donde se reciben apenas 150 graduados por año, la mayor universidad argentina está produciendo nada menos que 10 psicólogos para ponerle las ideas en orden a cada ingeniero industrial.

Villa Freud ¿No es un disparate tener tantos jóvenes estudiando psicología con dinero del Estado, pagado por los contribuyentes?, le pregunté a Lino Barañao, el ministro de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva, en una entrevista en su despacho. Barañao, uno de los pocos funcionarios argentinos que me dieron la impresión de estar más o menos al tanto de lo que está ocurriendo en el resto del mundo, sonrió, y asintió con la cabeza. Señalando que la UBA tiene 27.000 estudiantes de psicología y las empresas argentinas requerirán unos 19.000 graduados en computación en los próximos cinco años, Barañao bromeó que “una universidad que forma 27.000 psicólogos y tiene un déficit de 19.000 programadores de computación en los próximos cinco años, probablemente necesite 27.000 psicólogos”. En otras palabras, el país tiene un serio trastorno psicológico. Curioso de saber si realmente existe en Argentina una fuerte demanda de programadores de computación, visité al director del Departamento de Computación de la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA, Hugo Scolnik. El académico, un científico graduado en la Universidad de Zurich que ha enseñado en todo el mundo, me recibió en su despacho, un cuarto pequeño, con techo de madera, y una laptop Toshiba –la suya particular– sobre su modesto escritorio. [...] Tras las presentaciones de rigor, le pregunté cómo se puede explicar que haya tantos estudiantes de psicología y sociología que tienen grandes posibilidades de no encontrar trabajo, si –tal como me habían dicho el ministro Barañao y varios empresarios argentinos– era un secreto a voces que había escasez de programadores de computación, ingenieros y geólogos. ¿Es cierto que en su departamento consiguen trabajo todos los graduados?, le pregunté. Scolnik confirmó lo que me había dicho el ministro: “Consiguen trabajo mucho antes de graduarse. En segundo año ya trabajan”. ¿Y si es así, por qué hay tan pocos jóvenes estudiando ciencias de la computación?, le pregunté, notando que en su carrera estudian sólo 600 estudiantes. Scolnik respondió que “la gente le tiene mucho miedo a lo que son las ciencias exactas, las matemáticas y todos estos tipos de cosas. Son más fáciles otras carreras, como literatura, filosofía y abogacía. El tema es cómo convencer a nuestra sociedad de que hay otras oportunidades que no pasan por ser médico o abogado. Acá, en nuestra facultad, tienen una profesión con una salida laboral espectacular, excelentes sueldos…Y bueno, no se deciden. Les cuesta mucho. Lo ven muy difícil”.

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Cuatro siglos de luchas En La guerra de la frontera (Emecé), Miguel Angel De Marco repasa las contiendas entre indios y blancos que marcaron la historia argentina. Aquí, un fragmento

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nvariablemente, al comenzar el dictado de mis clases sobre la historia argentina entre la caída de Juan Manuel de Rosas y la sanción de la Ley Sáenz Peña que desbrozó el sendero hacia la democracia plena, despliego un mapa de la República a comienzos de la segunda mitad del siglo XIX en que se observa con nitidez el escaso territorio sobre el cual el país, dividido después de Caseros en Confederación Argentina y Estado de Buenos Aires, podía garantizar cierta seguridad frente a las incursiones indias, y la inmensidad sobre la que no se tenía imperio, verdadero arcano apenas matizado por los poco precisos datos de remotas expediciones. Ciertamente, la cuestión tiene múltiples aristas. La llegada de los españoles en son de conquista, dispuestos a echar por la borda los mandatos de la Corona con respecto a los derechos de los indios y al tratamiento que les correspondía como súbditos y no como esclavos, provocó cambios profundos en la existencia de pueblos culturalmente avanzados y de otros que sin serlo, vieron sesgadas sus vidas por la fuerza de la espada. Como había ocurrido antes, cuando el impe-

rio incaico avasalló a los primitivos dueños de la tierra y los sometió a una dominación cruel, las huestes hispanas aplicaron a los aborígenes los mismos procedimientos con que dirimían el poder entre sus propios componentes. Hombres fieros, acostumbrados a la vida rigurosa en su propia tierra, donde el suelo yermo y las desigualdades sociales les ofrecían muy pocas perspectivas de progreso, los animaba, sobre todo, el propósito de reunir riquezas para regresar alguna vez a sus recónditos lugares de origen, donde gozarían de una posición que jamás hubiesen logrado allí. Pero junto con ellos vinieron hombres justos y letrados, que no vacilaron en denunciar los abusos desde la cátedra y el púlpito, llevar sus reclamos a la Metrópoli y ofrendar en no pocos casos su propia vida. Fue una prolongada etapa de luces y sombras, en las que los españoles y sus descendientes criollos pugnaron por ocupar el suelo y derrotar a los naturales, y en que éstos combatieron con todos los medios a su alcance para hacerles pagar cara la victoria. Cuando, constituidas las primeras poblaciones, se quiso avanzar hacia zonas rura-

les para desarrollar la actividad ganadera y poner en funcionamiento las precarias industrias derivadas, comenzó una lucha más feroz. Los indios nómades, tras domeñar a los potros bravíos y convertirlos en instrumentos para trasladarse velozmente y pelear, comenzaron a apoderarse del ganado vacuno con el fin de conducirlo allende los Andes por los caminos cordilleranos y venderlo o cambiarlo por objetos que les interesaban, y también de los yeguarizos que constituyeron su alimento más preciado, por no decir único. Pocas veces los pactos entre indios y blancos tuvieron duración prolongada. Unos y otros los violaron en forma constante. Los primeros porque el malón, las incursiones violentas sobre poblados indefensos, eran más redituables que los víveres y “vicios” que los segundos podían proporcionarles, y los blancos porque pensaban que a la postre el único modo de evitar los ataques era terminar con los atacantes. En esa constante porfía, sufrían las familias de unos y otros. Si los indios pampas, ranqueles o mapuches arrastraban entre el remolino de vacas y yeguas en carrera despavorida a las madres,

esposas e hijos de los sufridos habitantes de la llanura, para cautivarlos y vejarlos de un modo ominoso, los blandengues de la frontera y milicianos, primero, y los soldados de línea y guardias nacionales, después, caían sobre las tolderías y se apoderaban de la chusma (mujeres, niños y viejos que ya no podían empuñar sus lanzas), para ponerlos al servicio de las familias en las ciudades o en las estancias. Por cierto, del mismo modo como durante la conquista y colonización hubo quienes se preocuparon por la suerte de los indios encomendados o sometidos a otro tipo de servicios personales, a lo largo del siglo XIX se insistió acerca de la necesidad de trocar el fusil y la espada por otros medios que les brindaran los beneficios de la civilización, entendida como tal la vida de las poblaciones blancas. La prédica de los gobiernos patrios, el expreso mandato constitucional de 1853, la formación de comisiones destinadas a bregar por la inserción de los indios en la sociedad de aquel tiempo, los escritos de eclesiásticos, civiles y militares, se desarrollaron paralelamente con los malones y los intentos de represión.

Sólo una minoría abrigaba tales ideas. El indio era, para la mayor parte de la gente en pasadas centurias, sinónimo de destrucción y muerte. Cada malón generaba la pérdida de vidas inocentes y el cautiverio en los cambiantes hábitats de esa inmensidad genérica denominada desierto. También provocaba grandes pérdidas materiales, por el robo de millares de cabezas en cada maloca, por los incendios de las poblaciones y fortines avanzados, por la inseguridad que aportaban a los sinuosos senderos denominados caminos, y al precario sistema de postas que jalonaban las etapas de los viajes. [...] ¡Triste suerte la de los indios argentinos! A casi un siglo del día en que el presidente Hipólito Yrigoyen decretó el fin de la campaña contra los aborígenes del Chaco, sufren tanto o más que en los trágicos días que evocamos, trasplantados a las grandes urbes, donde viven una existencia miserable o negados en sus propios entornos, sin alimentos, hospitales y escuelas, y sin la esperanza de que los gobernantes se ocupen seriamente de ellos, más allá de las “reivindicaciones” verbales.