Notas
Miércoles 31 de enero de 2007
La mentira paga muy mal L Por Raúl Courel Para LA NACION
L
A historia del arquitecto Eusebio Bertuncelli es una prueba de que la mentira no paga. Hace ya bastante tiempo, el susodicho realizó un memorable engaño en la empresa constructora en la que había recalado después de un largo período sin ocupación remunerada. Durante esa época de escasez había apaciguado el sentimiento de inutilidad que le producía la situación trabajando ad honórem en la universidad junto a su maestro, el distinguido profesor Eduardo Corbuso. Bertuncelli sólo tenía en mente hacer las cosas bien. Esta idea generaba en él una tremenda exigencia para encarar las actividades de una manera que era considerada propia de un desubicado, de un cretino, un papamoscas o, simplemente, un anormal. Pero la historia comienza más atrás. En su época de estudiante, Bertuncelli desarrolló la convicción de que su profesión había sido la primera entre todas las del hombre, incluso más antigua que la comúnmente considerada como tal. El escritor primigenio, conjeturaba, fue arquitecto, y gracias a él empezamos a leer. Apoyaba esta teoría en la suposición de que las primeras escrituras reconocibles fueron las sepulturas. El hombre primitivo leía en mojones hechos de piedra u otros materiales, proyectados y construidos por arquitectos, que allí estaban enterrados sus congéneres. Eso, subrayaba, no era menos importante que el diseño de un cobertizo, una cueva o una palafita. Para Bertuncelli, el desconocimiento de este papel fundamental de la arquitectura en la historia de la humanidad contribuye a que hoy la mayoría de sus colegas abandonen el ejercicio de su insigne profesión, para dedicarse a una que él considera secundaria: el comercio. “Ya no hay arquitectos –suele decir con desazón–; sólo hay constructores que hacen negocios.” Lo relatado permite entender los hechos que siguen: la empresa que contrató sus servicios le encargó que proyectara un edificio en un terreno céntrico y bien cotizado. Había que aprovechar al máximo la superficie para asegurar no sólo la recuperación de la inversión, sino que el negocio fuera el más lucrativo posible. Era indispensable, para eso, utilizar a pleno los 2500 metros cuadrados de construcción que autorizaba el municipio. Bertuncelli, fiel a la única consigna que era capaz de obedecer, se dedicó a hacer el único proyecto que era capaz de diseñar. ¡Oh, desventura! En un punto, sólo en un punto, era incompatible con lo esperado: proponía construir 1800 metros cuadrados en vez de 2500. ¿Cómo saldría nuestro proyectista de semejante trance? Incapaz de la más mínima argucia que le permitiera justificar ante sí mismo modificaciones que satisficieran los requerimientos de la empresa, simplemente mintió. Sí, mintió, y con la más elemental, básica e insostenible de las mentiras: en todos los planos y papeles, ahí donde los números daban 1800, él escribió 2500. El engaño se descubrió sólo cuando se había edificado tanto que ya no se podía agregar un solo metro cuadrado. Lo pusieron de patitas en la calle sin siquiera denunciarlo: sabían que Bertuncelli era capaz de proyectar muy bien su propia sepultura, pero no de pagarla. Nuestro héroe, que lo es no por superhombre sino por pertinaz, se recluyó en la tarea universitaria y nunca se supo de estas vicisitudes por las que transitó en su vida profesional. Pasaron ya veinte años desde aquellos sucesos. Si bien la mentira no paga, la de Bertuncelli tuvo una derivación insospechada. Una tarde de diciembre, en un bar, el hombre compartía con su maestro Corbuso una botella de agua bien helada. Departían sobre el abandono en las políticas de Estado de los principios de planificación urbana. El viejo arquitecto le contó lo siguiente: “Años atrás solía sentarme en el balcón de mi hija a mirar la ciudad. Ella vivía en el centro. Pude entonces presenciar la construcción de un edificio arquitectónicamente admirable, que contribuía a realzar magníficamente el entorno. Siempre tuve la intriga, sin embargo, de cómo había sido posible que no utilizaran toda la superficie permitida. A ojos de buen cubero, serían alrededor de 2500 metros, y sólo utilizaron unos 1800”. Bertuncelli, simplemente, calló. © LA NACION El autor es psicoanalista y ensayista. Fue decano de la Facultad de Psicología de la UBA.
LA NACION/Página 15
Ultimo adiós al abate Pierre Alicia Dujovne Ortiz Para LA NACION
os últimos años de su vida fijaron su imagen en forma definitiva. Suele ocurrir con los longevos: uno sabe que existió un abate Pierre de barbita retinta, pero el verdadero es éste al que hemos visto volverse cada vez más emblanquecido, más frágil y más seráfico, con ese aire de inocencia aún más perceptible gracias al aumento de sus anteojos. Debo confesar que el abate Pierre nonagenario siempre me recordó a mi abuela, que también sobrepasó los noventa años. Aparte de la edad, entre la señora argentina plácida y redondita y el abate francés delgado como un hilo, con su famosa boina puesta de lado, no hubo gran cosa en común, salvos los vidrios: ambos llevaban esa clase de anteojos que agrandan los ojos del que los usa, como si fueran lupas puestas a disposición del observador. En ambos casos, mi abuela y el abbé Pierre, uno se encontraba ante unas miradas agrandadas por el lente, lo que facilitaba el acceso a unas inmensas pupilas infantiles de la más inenarrable candidez.
Se llamaba Henri Grouès (hablo del abate, por supuesto; mi abuela se llamaba sencillamente Carmen), y había nacido en 1912 en el seno de una acaudalada y piadosa familia que poseía una fábrica de seda en Lyon. Para quien no domine el tema de la sedería lyonesa, aclaremos que se trata de la más sólida y arraigada burguesía francesa y que Lyon es la ciudad de la comida espesa y consistente, preparada a fuego lento con mucha crema. Datos fundamentales para comprender la sedición de este joven delgadito y de salud endeble, que en 1931 renunció a su parte de herencia para ingresar al convento de los capuchinos. Henri Grouès se convierte en el abate Pierre, vale decir, en él mismo, en 1941, cuando después de la razia de los chicos judíos en el Vélodrome d’Hiver, familiarmente llamado Vel d’Hiv para amortiguar el horror, se dedica a rescatar a todos los judíos que puede y a depositarlos sanos y salvos en zona libre. Después integra la Resistencia, entra al Maquis, los nazis lo arrestan y lo mandan al campo de Cambo-lesBains, en los Pirineos. De allí se escapa a España y llega a Argelia, donde se encuentra con la otra gran figura mítica francesa del siglo XX, Charles de Gaulle. Para el abate, el final de la guerra coincide con el descubrimiento de su vocación: combatir en el bando de los couche dehors, los que duermen afuera, a quienes después se llamó los SDF, Sin Domicilio Fijo, tal como se denomina hasta la fecha a los expulsados de la vida que no tienen paredes ni techo, verdadera obsesión del abate hasta el momento de morir. Los primeros albergues de Emaús, creados con la complicidad de un marginal llamado Georges que se volvió su lugarteniente, fueron ilegales. Hasta que en 1954, una mujer muere de frío en la calle con su bebe. Es entonces cuando el abate Pierre lanza su llamado: la “Insurrección de la Bondad”. El gobierno le niega el millar de francos que ha pedido, pero termina por darle diez veces más. El abate hace construir 12.000 viviendas de urgencia, publica la revista Faim et Soif (Hambre y sed), crea la Unión Nacional de Ayuda a los Sin Casa, el Banco Alimentario de Francia. A partir de ese momento ya es un héroe mediático que recibe varias Legiones de Honor, que es elegido diecisiete veces seguidas “personaje del mes” por el pueblo francés. Un héroe universalmente adorado porque vive de verdad para los otros, por su sotana raída, por sus zapatones manchados con el
barro de las villas miseria, que allá se llaman bidonvilles. El muchacho rebelde que no soñaba con ser sedero sino marino, misionero o bandido, el religioso perturbador que confesaba haber conocido el amor carnal después de su ordenamiento como sacerdote, o que se pronunciaba a favor del casamiento de los curas, ya era el ídolo al que la jerarquía eclesiástica, los compañeros de Emaús y miles de personas llorosas acaban de despedir en la catedral de Notre Dame, de París, después de su muerte, sobrevenida el pasado 22 de enero. Desearía de todo corazón poder terminar este responso con la frase anterior. Pero, ¿acaso es posible? Ninguna de las necrológicas aparecidas en los diarios franceses de estos días ha logrado eludir ese momento en el que Jacques Vergès anuncia oficialmente el apoyo del abate Pierre a Roger Garaudy. Un punto crucial que divide la vida del abate en antes y después. A Jacques Vergès lo conocemos como abogado de causas odiosas. Basta que en Francia se juzgue a un criminal indefendible, generalmente nazi, para que maître Vergès salga a la palestra con su sonrisa astuta y sus ojuelos achinados, que el vidrio del anteojo no revela, sino oculta. Diferencia de aumentos, diferencia de calidad ocular sobre todo: ningún lente podría convertir esa mirada esquiva y retorcida en un ojo lleno de candor. Así como también es distinta su manera de épater le bourgeois: mientras el abate lo hizo siempre movido por una convicción profunda, el hombre de leyes aprovechó los procesos antipáticos para divertirse a costillas de los bienpensantes y adquirir notoriedad. Pero si sobre alguno de los tres protagonistas de este drama no puede hablarse de convicción profunda, ese alguien es Roger Garaudy. Garaudy comenzó por ser el filósofo oficial del Partido
Comunista francés. Como tal, se atrevió a publicar una tesis de título asombroso: La libertad en la Universidad de Moscú bajo Stalin. Es cierto que no todo en su vida resultó tan gracioso como ese título: de 1940 a 1942, Garaudy fue prisionero en los campos vichystas de Africa del Norte. Tras haber sido diputado comunista durante dos años, fue expulsado del partido y se convirtió en marxista disidente. Hasta aquí, la trayectoria es común y corriente. Deja de serlo cuando el ex comunista se convierte, primero al protestantismo, después al catolicismo y después al islam. En 1995, Garaudy cometió un libro intitulado Los mitos fundadores de la política israelí, de un antisionismo virulento que podía
Un hombre puro y honesto de más de 80 años, que se había dedicado a defender a los pobres, ¿tenía que ser también un ideólogo? ser tildado de antisemitismo, como en efecto lo fue. Le Canard Enchaîné, un diario de izquierda que dice cosas serias en broma, reveló el caso. De inmediato, varias asociaciones de resistentes y deportados y varias organizaciones de defensa de los derechos humanos elevaron denuncias contra el autor del libro, por difamación pública racial y provocación al odio racial. En abril de 1996 se desencadena el escándalo. Roger Garaudy y su defensor anuncian el apoyo del abate Pierre al autor, al libro y a su contenido. El abate es expulsado de la Liga Internacional contra el Racismo y el Antisemitismo, de la que era miembro de honor, y se retira provisionalmente de la vida pública. Mientras tanto, varios países musulmanes defienden a
Garaudy, que es condenado por el tribunal francés porque, lejos de limitarse a una crítica del sionismo, el autor se ha entregado a un alegato virulento y sistemático, tendiente a probar que los crímenes contra la humanidad cometidos contra la comunidad judía durante el nazismo no fueron tales. ¿Cuáles son las tesis negacionistas de Garaudy que recibieron la bendición del abate Pierre? Que la Shoah fue un mito creado para inflar las cifras de las víctimas. Que de ninguna manera murieron tantos. Que la “solución final” de Hitler se limitaba simplemente a expulsar a los judíos de Europa y mandarlos a Madagascar. Que el Shoah business nunca logró probar la existencia de las cámaras de gas ni explicar cómo funcionaba ese gas ni cómo lograban cremar los cadáveres en sólo veinte minutos, etcétera. ¿Qué decía el abate Pierre en su carta de apoyo? Que dada su avanzada edad, su estado de salud (real) y sus múltiples actividades (más reales aún), no había podido leer de cabo a rabo el libro de su querido amigo Roger Garaudy, pero que confiaba en él porque lo conocía desde hacía mucho tiempo y porque sus más próximos colaboradores le habían dicho que era un libro muy bueno. Por desgracia (al menos en lo que me concierne), esta sincera y muy creíble argumentación se veía oscurecida por ciertas reflexiones personales acerca de tres temas : la violencia en Israel (comprensible escozor en un observador sensible), el repliegue de los judíos en torno de su propia religión y su negativa a abrazar la fe de Cristo (consideración igualmente entendible en un cristiano que desearía la conversión al cristianismo del pueblo de Israel), y, cosa rotundamente menos aceptable, la percepción de que esa violencia israelí ya estaba marcada en la Biblia, sobre todo en
el Libro de Josué, donde el llamado al “genocidio” aparece de manera constante. A partir de esta lectura, los judíos serían violentos desde el comienzo mismo de su historia. Al leer, en su momento, esa carta, me sorprendí de que el abate no hubiera logrado sobreponerse a los prejuicios de su tiempo y de su origen. Un leve toque de antisemitismo inconsciente le impedía comprender, como lo hizo notar el filósofo judeofrancés Pierre Vidal-Nacquet, esta simple comprobación histórica: los acontecimientos referidos en la Biblia no tuvieron lugar en épocas de civismo y humanismo. Las matanzas bíblicas, en efecto horrososas, correspondían a un período en el que cada uno de los pueblos mencionados en el relato procedía con idéntica crueldad. El mismo abate Pierre que había salvado a decenas de judíos durante la guerra se deslizaba, sin advertirlo, hacia un viejo discurso –el de la extrema derecha católica preconciliar– remozado por el discurso simétrico de la extrema izquierda, que hoy mueve a un grupo argentino llamado Quebracho, o a un presidente venezolano, a arrojarse en brazos de un presidente iraní tan negacionista como Roger Garaudy. Es curioso que la muerte del Abate se haya producido apenas cinco días antes de la fecha elegida por las Naciones Unidas (que acaban justamente de definir el negacionismo como un crimen) para pronunciarse contra el flagelo antisemita, conmemorando aquel 27 de enero de 1945 en que las tropas norteamericanas liberaron a los sobrevivientes de Auschwitz. Yo conocí en un geriátrico de París a una de esas sobrevivientes, Anna Gliott, que me contó su experiencia en Auschwitz. Quise ponerla por escrito, pero no pude. Los dedos sobre el teclado no me obedecían, y no precisamente porque el relato sonara a falso. Si los tres personajes de esta historia que salpicó al abate son niños terribles, debemos coincidir en que lo son, o lo han sido, de maneras distintas. Jacques Vergès, al modo viperino; Roger Garaudy, al modo irresponsable, y el abate Pierre a la manera de un ángel que no ha terminado de hacer la limpieza en su interior, por falta de tiempo: lo suyo era la acción, y no el pensamiento. Un ángel que cae en la trampa de un sinuoso y de un frívolo. Trampa mediática por encima de todo, tal como él mismo lo entendió al retirarse desde entonces de las luces televisivas para concentrarse en su tarea. ¿Por qué tomarlo a él de referente durante el proceso a Garaudy? ¿Un hombre puro y honesto de más de ochenta años, entregado en cuerpo y alma a la defensa de los pobres, también estaba obligado a ser un ideólogo lúcido y a observarse a sí mismo hasta el fondo con ojo clínico? ¿En qué medida su apoyo podía incidir en la suerte de este acusado como, por suerte, no incidió? ¿Qué sentido tenía arrastrar en una pendiente abrupta a un hombre que sólo sabía batallar para encontrarles casa y pan a quienes no los tenían? La obscenidad mediática consiste en considerar que una persona célebre dentro de una especialidad está en condiciones de responder a cualquier pregunta. Volviendo a los ojos del abate Pierre, personalmente me felicito de que la visión desfalleciente de ese excelente anciano nos haya permitido admirar la transparencia de su mirada a través del anteojo. © LA NACION
Cuando lo feo es hermoso H
EGEL señaló que el dolor y la fealdad no pasaron a formar parte de las representaciones artísticas hasta el advenimiento del cristianismo, porque no se podrían usar las formas de la belleza griega para retratar a Cristo azotado, coronado con espinas y crucificado. Estaba equivocado, porque el mundo griego no fue solamente un lugar poblado con Venus de mármol blanco: también fue el escenario del desuello de Marsas, la angustia de Edipo y la letal pasión de Medea. Pero la escultura y pintura cristianas abundan en rostros contorsionados por el dolor, aun cuando no se hayan aproximado al sadismo de Mel Gibson. Recientemente, alguien me hizo notar que en una famosa pintura del Bosco (ahora en Gent, Bélgica), entre otros horrendos torturadores hay una pareja que pondría verde de envidia a muchas estrellas del rock: uno de los personajes muestra el mentón doblemente agujereado; el otro, perforaciones y adornos varios en el rostro. Al pintar a estos dos seres, el Bosco quería crear un tipo de epifanía del mal, anticipando la afirmación lombrosiana de que quienes se hacen tatuajes o alteran sus propios cuerpos son criminales natos. Pero aunque en la actualidad algunas personas pueden sentir repugnancia ante la visión de jóvenes con anillos atravesados en la lengua, sería equivocado considerarlos genéticamente corruptos. Si tomamos en cuenta que muchos de estos adolescen-
Por Umberto Eco L’Espresso tes se desvelan al observar el buen aspecto clásico de George Clooney o Nicole Kidman, entonces se vuelve claro que se comportan exactamente como sus padres. Pues sus progenitores, si bien, por un lado, compran vehículos y equipos de televisión diseñados según los cánones de la divina proporción del Renacimiento, por el otro lado se deleitan con las películas splatter, llenas de sangre y de materia cerebral chorreando en las paredes, compran dinosaurios y otros monstruos para sus pequeños hijos y van a los happenings organizados por artistas que agujerean sus propias manos, atormentan sus extremidades o mutilan sus genitales. No es que los padres y los hijos rechacen el vínculo con la belleza. Simplemente eligen lo que en siglos pasados habría sido considerado horrible. Esto pasó también cuando los miembros del movimiento futurista intentaron impactar a la burguesía proclamando: “No le tengamos miedo a la fealdad en literatura” y cuando el escritor italiano Aldo Palazzeschi (en Il controdolore, 1913) insinuó que los niños deberían recibir un sano entrenamiento en fealdad. Entre sus propuestas figuraba hacerles regalos educativos de “muñecos jorobados, ciegos, cancerosos, cojos, tísicos, sifilíticos, que llo-
ran mecánicamente, gritan o gimen cuando son atacados por la epilepsia, el cólera, la hemorroides, la gonorrea y la locura, antes de desmayarse y morir con estertores”. En ciertos casos, disfrutamos de la belleza (clásica) y podemos reconocer un niño atractivo, un paisaje agradable o una bella estatua griega. En cambio, en otros casos nos sentimos complacidos con lo que ayer era considerado intolerablemente feo. Por cierto, la fealdad es en ocasiones elegida como el modelo de una nueva belleza. Es el caso de la “filosofía cyborg”. Mientras que en las primeras novelas de Gibson (William Gibson, esta vez) un ser humano cuyos órganos eran reemplazados por aparatos mecánicos o electrónicos podía todavía representar una preocupante profecía, hoy en día algunas feministas radicales proponen superar las diferencias de género a través de la creación de cuerpos neutros, posorgánicos o “transhumanos”. Según algunos, esto significa que en el mundo posmoderno toda oposición entre la belleza y la fealdad se ha disuelto. Ni siquiera es una cuestión de repetir con las brujas de Macbeth “lo bueno es funesto, lo funesto es bueno”. Los dos valores al parecer se han fusionado, perdiendo de este modo
sus caracteres distintivos. Pero, ¿es esto verdad? ¿Qué pasaría si fuera sólo un fenómeno marginal, celebrado por una minoría de la población mundial? En la televisión vemos a niños que se mueren de hambre, con vientres hinchados, nos enteramos sobre las mujeres violadas por las tropas invasoras, o acerca de torturas. Y, por otro lado, estamos expuestos a imágenes de un pasado no muy distante, de otros esqueletos vivientes sentenciados a muerte en las cámaras de gas. Hace apenas algunos años vimos cuerpos destrozados por la explosión de un rascacielos o un avión en vuelo. Todo el mundo sabe perfectamente bien que ese tipo de cosas son feas, y ningún saber sobre la relatividad de los valores estéticos puede persuadirnos de que esas cosas son objetos de placer. Así que tal vez cyborgs, películas de decapitados o de desastres, y Cosas que Vienen de Otro Mundo, sean expresiones superficiales, exhibidas por los medios de comunicación de masas. De esa manera, exorcizamos una fealdad mucho más profunda que nos asalta y asusta, algo que desesperadamente deseamos ignorar. Y de esa manera, podremos pretender que todo eso es una simple pretensión. © LA NACION Umberto Eco es autor, entre otras, de las novelas El nombre de la rosa y La misteriosa llama de la reina Loana. Traducción: Helene Lozano Miralles