Cuando el poder se vuelve una patología

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OPINIÓN | 17

| Lunes 1º de abriL de 2013

síndrome de hibris. Psiquiatras y cientistas políticos hablan de un trastorno de ciertos líderes

lo olvide, la prensa es el enemigo. El establishment es el enemigo. Los profesores son los enemigos”, le dijo a Henry Kissinger. Owen y Davidson citan el film Frost/ Nixon, en el que aparece esta descripción del ex presidente: “Esquilo y sus contemporáneos creían que los dioses regateaban el éxito de los hombres y que enviarían una maldición de hibris a los que se sintieran a la altura de sus poderes, una enfermedad que les traería el derrumbe. En estos días damos menos crédito a los dioses. Preferimos llamar a esto autodestrucción”. George W. Bush (2001-2009) desarrolló el síndrome de hibris cuando declaró la guerra a Irak. Los autores lo recuerdan hablando desde el portaaviones Abraham Lincoln, con la leyenda Misión Cumplida a sus espaldas. Diez días después, el embajador británico en Irak informaba a Tony Blair que estaban envueltos en una guerra “sin liderazgo, sin estrategia, sin coordinación”. Owen y Davidson comienzan su análisis de los primeros ministros británicos con David Lloyd George (1916-1922), quien mostró síntomas de hibris después de ganar las elecciones de 1918, lo que llevó a su amigo lord Beaverbrook a escribir: “Los griegos nos hablaron de un hombre que estaba en una posición elevada y que era confiado en sí mismo, exitoso, superpoderoso. Entonces sus virtudes se transformaron en defectos porque cometió el crimen de la arrogancia”. Su admirador lord Morgan habló de “los peligros del cesarismo”. Los autores creen que Margaret Thatcher sólo fue arrogante a partir de 1988, sobre todo frente a la unificación alemana, que ella vio como un potencial IV Reich. Para ellos, el caso más nítido de hibris es el de Tony Blair, quien llevó a Bill Clinton a decir: “Tony está consumiendo mucha adrenalina en sus cereales”. El artículo destaca

caracterizado por la desmesura, el rechazo a oír consejos, la impulsividad y el culto a su persona

Cuando el poder se vuelve una patología Carlos Pagni —LA NACION—

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ay una enfermedad del poder? ¿Puede el ejercicio del mando, por sí mismo, trastornar la conducta? En la antigua Grecia se creía que la vida de cada ser humano tiene una dosis de felicidad y de tristeza, de éxito y de fracaso, asignada por los dioses. La pretensión de modificar esa ración recibía el nombre de hibris. Significaba desmesura y era vista como un desborde de la condición humana que lleva a desafiar a la divinidad. En la actualidad, la palabra hibris es traducida como soberbia o infatuación. Los psiquiatras identifican ese trastorno en quienes ejercen posiciones relevantes de poder. Y buscan la colaboración de neurólogos y cientistas políticos para diagnosticarlo y calibrar sus efectos sobre la vida pública. Entre los trabajos fundacionales de este campo de investigación está el artículo de David Owen y Jonathan Davidson publicado en 2009 en el número 132 de la revista “Brain. Journal of Neurology”, con el título “Síndrome de hibris: ¿un desorden de personalidad adquirido? Un estudio de los presidentes de Estados Unidos y los primeros ministros del Reino Unido a lo largo de los últimos 100 años”. El texto de Owen y Davidson enriquece una larga serie de estudios sobre las determinaciones psicológicas del liderazgo, a la que pertenecen los trabajos de Sigmund Freud, Jerrold Post y Malcolm Gladwell, que hoy llama la atención con su libro Blink, the power of thinking without think. El artículo de Brain se enfoca en los líderes a los que el poder se les ha ido a la cabeza. El tema ha sido tratado por la literatura desde el Génesis y la Ilíada. La virtud de Owen y Davidson es describir la hibris con precisión, identificando sus características y discriminándola de alteraciones similares. Owen es un destacado político británico que ocupa una banca en la Cámara de los Lores. Antes de ingresar a la carrera política ejerció la medicina como neurólogo y psiquiatra. El psiquiatra Davidson es especialista en ansiedad y estrés en la Duke University. Ambos sostienen la tesis, anticipada por Owen en su libro Hubris Syndrome, de que la hibris es el lado oscuro del liderazgo. Los grandes jefes suelen tener carisma, encanto, habilidad para inspirar a otros, capacidad de persuasión, disposición para tomar riesgos, grandeza de aspiraciones y confianza en sí mismos. Pero Owen y Davidson observan que suelen estar signados por la impetuosidad, el rechazo a oír consejos, una forma de incompetencia derivada de la impulsividad, dificultad para evaluar las consecuencias de

los propios actos y un desdén por los detalles propio de quienes se creen infalibles. Muchos reducen estas debilidades a una simple tendencia a cometer errores. Pero para estos científicos están unidas por un mismo hilo, la hibris, entendida como excesiva confianza en sí mismo, orgullo exagerado, desdén por los demás. La hibris tiene rasgos en común con el narcisismo, pero es una manifestación más aguda, que incluye el abuso de poder y la posibilidad de dañar la vida de otros. Para Owen y Davidson constituye un síndrome. Es decir, “un conjunto de síntomas evocados por un disparador específico: el poder”. Esos síntomas a menudo se retiran cuando se ha perdido el poder. A diferencia de otros desarreglos, la hibris es adquirida. Muchas veces se desencadena “a partir de un éxito extraordinario, que se sostiene por algunos años y da lugar a un liderazgo casi irrestricto”. Puede ser pasajera o persistente. En los dictadores es una desviación caricaturesca. Owen y Davidson recuerdan que Ian Kershaw, el biógrafo de Hitler, tituló su primer volumen (1889-1936) Hibris. Los autores advierten que es más probable que una conducta hibrística se convierta en síndrome de hibris después de un gran triunfo electoral. Y que se desarrolle ante una guerra o un desastre financiero. Según Owen y Davidson, los líderes que son víctimas de hibris presentan 14 características: 1) ven el mundo como un lugar de autoglorificación a través del ejercicio del poder; 2) tienen una tendencia a emprender acciones que exaltan la propia personalidad; 3) muestran una preocupación desproporcionada por la imagen y la manera de presentarse; 4) exhiben un celo mesiánico y exaltado en el discurso; 5) identifican su propio yo con la nación o la organización que conducen; 6) en su oratoria utilizan el plural mayestático “nosotros”; 7) muestran una excesiva confianza en sí mismos; 8) desprecian a los otros; 9) presumen que sólo pueden ser juzgados por Dios o por la historia; 10) exhiben una fe inconmovible en que serán reivindicados en ambos tribunales; 11) pierden el contacto con la realidad; 12) recurren a acciones inquietantes, impulsivas e imprudentes; 13) se otorgan licencias morales para superar cuestiones de practicidad, costo o resultado, y 14) descuidan los detalles, lo que los vuelve incompetentes en la ejecución política. Al comentar el libro de Owen, Hubris Syndrome, Robert Skidelsky, el gran biógrafo de Keynes, le reprocha haber olvidado otra peculiaridad: la creencia en que son indispensables. Los autores aclaran que se basaron en las

Owen y Davidson dicen que los líderes deben aceptar las restricciones de la democracia

biografías de presidentes y primeros ministros porque sobre ellos existen más fuentes. Pero el síndrome de hibris puede aparecer en otras categorías de líderes. Al analizar los desequilibrios de los jefes de gobierno, Owen y Davidson aclaran que, en algunos casos, los rasgos de hibris podrían estar vinculados con otra patología. El presidente Theodore Roosevelt (19011909), por ejemplo, sufría un desorden bipolar. Su biógrafo Henry Pringle consigna que fue grandioso, exaltado, logorreico y por demás entusiasta. Pero a veces mostraba una moderada depresión. El historiador Bert Park muestra a Woodrow Wilson (1913-1921) como un hombre defensivo, indiscreto en sus críticas a otros, petulante, intransigente y paranoico. Dice que Wilson se había autosantificado, mostraba una certidumbre extrema en sus visiones y rigidez en sus pensamientos.

Franklin D. Roosevelt (1933-1945) tuvo, según los autores, un cuadro de hibris en su lucha por reorganizar el Poder Judicial. Citan al asesor Raymond Moley: “[Roosevelt] desarrolló un especial método para reafirmarse en sus preconceptos. Se cerró a opiniones libres y consejos. Sufrió una especie de intoxicación mental”. Owen y Davidson citan a uno de los consejeros de John F. Kennedy (1961-1963), Richard Goodwin, quien describe a su jefe en un rapto de hibris durante el fiasco de Bahía de Cochinos: “(…) Tuvo una gran arrogancia; la no reconocida, la inconfesable creencia en que podría comprender, y aun predecir, el elusivo, a menudo sorprendente, siempre conjetural curso del cambio histórico”. El artículo consigna que Richard Nixon (1969-1974) comenzó a actuar con rasgos de hibris en la campaña electoral de 1972, cuando advirtió que sería reelecto. “Nunca

la presentación de Blair ante la convención del Partido Laborista, después del ataque a las Torres Gemelas: “Parecía un coloso político, mitad césar, mitad mesías”. Owen y Davidson extraen algunos corolarios políticos de su estudio. Sostienen que “debido a que un líder intoxicado por el poder puede tener efectos devastadores sobre mucha gente, es necesario crear un clima de opinión tal que los líderes estén conminados a rendir cuentas más estrictas de sus actos”. Y agregan: “Como las expectativas cambian, los líderes deben sentir una mayor obligación a aceptar las restricciones de la democracia, como es el período presidencial de ocho años de Estados Unidos”. Los autores aconsejan que médicos y psiquiatras colaboren en diseñar leyes y procedimientos para acotar el daño de la hibris. La lección de Owen y Davidson tiene un valor universal. Sin embargo, en sistemas políticos como el argentino, signados por el desequilibrio de poder, el culto a la personalidad y un presidencialismo caudillesco, quizá sus advertencias sean todavía más inquietantes. © LA NACION

LíneA direCTA

Respetar el derecho a aprender Manuel Álvarez-Trongé

C

omencemos con un silogismo: educar es sinónimo de futuro y es la principal herramienta para el perfeccionamiento humano. La sociedad acepta tales virtudes. Es consciente de que la ignorancia es un flagelo que disfraza la esclavitud y que la buena educación es el mejor camino para desterrar la pobreza y alcanzar el desarrollo del ciudadano y el bien común de la Nación. Los encargados de esta tarea de enseñar a nuestros hijos son los docentes y se valora en ellos su compromiso en el ejercicio de esta responsabilidad. Pues bien, es lógico entonces que la comunidad acepte y apoye que los profesionales que cumplan esta tarea estén retribuidos acorde con la carga que asumen. Si la buena educación de nuestros menores es importante para el país (así lo define nuestra ley de educación 26.206 al establecer en su artículo 3 que “la educación es una prioridad nacional”), quienes llevan adelante esta responsabilidad deben gozar de un salario proporcional a esa importancia. Ahora bien, hay algunos docentes en nuestro país que, como herramienta para lograr un incremento salarial, han decidido dejar sin clase a millones y millones de alumnos en diferentes establecimientos del país. Y ésta es una de las peores noticias que la Argentina puede recibir. Estamos en un escenario donde se reitera aquel concepto de que el árbol no deja ver el bosque: la huelga docente no deja ver lo que esto significa para la educación del país. Usaremos una metáfora para describirlo. Un avión despega del aeropuerto y en pleno vuelo se encienden distintas luces de alarma: el tablero indica que la aeronave pierde combustible y que el sistema eléctrico tiene dificultades. El avión entra en zona de turbulencia cuando se escucha la voz del comandante que anuncia a los pasajeros que, sin perjuicio de estos inconvenientes y tras una larga deliberación, los pilotos han resuelto declararse en huelga

—PARA LA NACION—

y por tanto no pilotear el avión… El ejemplo es estremecedor por las implicancias hacia los pasajeros. El impacto del paro docente y sus consecuencias para la educación en el país también lo son. Veamos. Es evidente que el ciclo lectivo despegó. Y las luces de alerta también se han encendido en nuestro sistema educativo: cerca del 50% de los alumnos adolescentes no comprende lo que lee, no reúne los conocimientos mínimos ni en ciencias ni en matemáticas, y no termina el secundario; el ausentismo de alumnos y docentes, la repitencia y el abandono están en registros definitivamente altos, no se cumplen los 180 días de clases mínimas, no se cumplen las normas sobre equidad educativa ni muchas de las obligaciones

Es lógico que los docentes estén retribuidos acorde con la importancia de la carga que asumen. Los maestros y el Estado deben cumplir las leyes y respetar el derecho constitucional de aprender que surgen de la ley de educación en el país. Pues bien, si en este marco, reitero, millones de niños se quedan sin la posibilidad de realizar en esos días las actividades escolares propias de la escuela, la semejanza con no poder volar no parece metafórica. En este escenario, la pregunta obligada es ¿qué se puede hacer? La ley nacional de educación, en su artículo 115, establece que es función del Poder Ejecutivo, a través del Ministerio de Educación, “… declarar la emergencia educativa para brindar asistencia de carácter extraordinario en aquella jurisdic-

ción en la que esté en riesgo el derecho a la educación…”. Esta obligación es coincidente con la responsabilidad “principal e indelegable” que el artículo 4 de esta ley coloca en cabeza del Estado y con la garantía del derecho a la educación a su cargo como bien “público y derecho personal y social” que establece el artículo 2. Asimismo, entre las obligaciones de los docentes la ley ordena “a ejercer su trabajo de manera responsable”. Para que estas obligaciones se cumplan, los padres y los ciudadanos deberíamos reclamar y hacernos oír. Los docentes y el Estado deben cumplir las leyes y respetar el derecho constitucional de aprender. ¿Cómo es posible que estemos frente a la amenaza de que no se dicten más clases? Estamos en un momento muy delicado en la educación argentina donde, como vimos, los chicos no están aprendiendo los conocimientos mínimos. Y las perjudicadas son, especialmente, las escuelas públicas y los alumnos de menores ingresos. Para revertir este problema nacional, se necesita como mínimo ir a la escuela y que los maestros enseñen. ¿No deberían asegurarse las horas del ciclo lectivo? ¿Los reclamos y las manifestaciones de los docentes no podrían hacerse en un día y horario que no impida el derecho a educarse que los menores tienen? ¿Qué es más importante y prioritario: el derecho de huelga de los docentes o el derecho de aprender de los niños y niñas que se quedan sin días de clase? La sociedad civil es consciente del derecho del docente a una buena remuneración, pero es absolutamente consciente del derecho constitucional del menor a aprender. “La educación es prioridad nacional” dice nuestra ley y, si lo es, las autoridades y los docentes deben respetar esta norma, mucho más cuando el avión está en pleno vuelo… © LA NACION El autor es presidente de Educar 2050 www.educar2050.org.ar

Sugerencias para todo el universo hispanohablante Graciela Melgarejo —LA NACION—

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a elección del papa Francisco sigue siendo todavía un tema lingüístico. La semana pasada, Fundéu distribuyó una comunicación con este título: “Ecuménico e interreligioso no son sinónimos”. ¿Alguien creyó que lo eran? Parece que sí, a juzgar por lo que sigue: “El adjetivo ecuménico hace referencia a las relaciones entre los cristianos (protestantes, ortodoxos, evangélicos, católicos, etcétera), mientras que interreligioso alude a las relaciones entre el cristianismo y otros credos”. El adjetivo ecuménico en el Diccionario de la Real Academia Española, en la versión en línea, está definido así: “Universal, que se extiende a todo el orbe”. La palabra, bella por sonido y por significado, puede usarse en muchos casos. En los señalados por Fundéu es donde se da, evidentemente, una confusión: “Con motivo de las declaraciones del nuevo papa respecto de la importancia de mantener y mejorar el diálogo ecuménico y el interreligioso, se han podido encontrar noticias como éstas: «El papa Francisco convocó a un diálogo ecuménico con los distintos credos», «El encuentro de Francisco con Bartolomé I es un hito en el diálogo interreligioso». La Fundéu (que trabaja en la Argentina con el asesoramiento de la Academia Argentina de Letras) recuerda que ecuménico e interreligioso no son sinónimos, sino que ecuménico hace referencia al ecumenismo, que es el movimiento que busca la unidad entre los cristianos, mientras que interreligioso se aplica a las relaciones de los cristianos para con otras religiones en pos del bien común y la paz, por ejemplo, el judaísmo, el islam, el hinduismo, etcétera. De ahí que hubiera sido mejor decir: «El encuentro de Francisco con Bartolomé I es un hito en el diálogo

ecuménico» o «Francisco había conmemorado en la catedral metropolitana el 74 aniversario de la Kristallnacht en un encuentro interreligioso»”. Fundéu se refiere al ecumenismo entendido como la tendencia o movimiento que busca la restauración de la unidad de las distintas confesiones religiosas cristianas, definido así en el DRAE (“ecumenismo. 1. m. Rel. Tendencia o movimiento que intenta la restauración de la unidad entre todas las Iglesias cristianas”). En 2014, en la próxima edición del Diccionario, podría considerarse agregar una segunda acepción en ecuménico, ca: “Perteneciente o relativo al ecumenismo (tendencia o movimiento)”, por ejemplo. Otra posibilidad es enviar ya un tuit a la RAE, con esta sugerencia, como la propia entidad lo pide: “@RAEInforma Las propuestas relacionadas con el diccionario pueden remitirse a la Unidad Interactiva del DRAE ([email protected]): http://ow.ly/hnqMQ ”. Hay otra observación hecha por Fundéu en estos días: “El nuevo papa concede una bendición urbi et orbi, no urbi et orbe, en cursiva y en minúscula, tal como señala la Ortografía de la lengua española”. La entrada en el Diccionario en línea define así: “urbi et orbi (Loc. lat., literalmente ‘para la ciudad y para el orbe’). 1. loc. adj. A la ciudad de Roma y al mundo entero. U. por el Sumo Pontífice como fórmula para indicar que lo dicho por él, y especialmente su bendición, se extiende a todo el mundo. 2. loc. adv. A los cuatro vientos, a todas partes.”; pero como la versión en línea ya no utiliza la cursiva, concluimos que ya se la considera latinismo adaptado. © LA NACION [email protected] Twitter: @gramelgar