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Sex Couples) Bill ha obtenido la aprobación de la Reina. Por lo tanto, los ...... ben, dentro del respeto a las propias tradiciones culturales y religiosas, pensar y.
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La democracia, en tanto institución política marco en que se desarrolla formalmente la vida de los individuos y de la sociedad, debe ser considerada, analizada, corregida y estimulada constantemente para que sea cada vez más acorde con su identidad institucional. Esto es: para que respete y siga los principios fundamentales capaces de respetar, tutelar y promocionar la vida de todos sin distinción, y contribuir al desarrollo integral de las personas y de la sociedad. A ello debe contribuir la Iglesia expresando libremente la aplicación de los principios evangélicos referidos a las realidades temporales.

Cáritas Española

Editores

Embajadores, 162 - 28045 MADRID Teléfono 914 441 000 - Fax 915 934 882 [email protected] www.caritas.es

ISBN 978-84-8440-575-7

El presente número ofrece reflexiones interesantes en las ponencias del curso y en las mesas de comunicación, en las que se abordan diversos asuntos sociopolíticos y se manifiesta la opinión de la Iglesia en numerosas cuestiones de interés público.

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REHABILITAR LA DEMOCRACIA XXI Curso de Doctrina Social de la Iglesia

La situación de desorden social actual y la necesidad de restablecerlo viene recogida en el principio expresado por el Papa Juan XXIII en su encíclica Pacem in terris, que estuvo presente en el curso en su 50º aniversario: «La paz en la tierra, suprema aspiración de toda la humanidad a través de la historia, es indudable que no puede establecerse ni consolidarse si no se respeta el orden establecido por Dios». Según el Concilio Vaticano II, «el orden social, pues, y su progresivo desarrollo deben subordinarse en todo momento al bien de la persona, y no al contrario» (GS 26).

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REHABILITAR LA DEMOCRACIA XXI Curso de Doctrina Social de la Iglesia

Corintios XIII

El presente número ofrece las actas del XXI Curso de Doctrina Social de la Iglesia de la Fundación Pablo VI, que lleva por título «Rehabilitar la democracia», celebrado en el Instituto Social León XIII, en Madrid, del 9 al 11 de septiembre de 2013.

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Revista de teología y pastoral de la caridad Octubre-Diciembre, 2013

Director: Ángel Galindo García Consejero Delegado: Vicente Altaba Gargallo Coordinador: Francisco Prat Puigdengolas Edición:  Cáritas Española. Editores

Embajadores, 162 28045 Madrid Tel.: 914 441 000 [email protected] [email protected] www.caritas.es Tels.: Suscripción: 914 455 300 Dirección-Redacción: 914 441 019 Fax: 915 934 882 Suscripciones 2013:  España: 33,35 euros. Europa: 45,50 euros. América: 74,00 dólares. Precio de este número: 12,85 euros.

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Revista de teología y pastoral de la caridad

REHABILITAR LA DEMOCRACIA XXI CURSO DE DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA

Octubre-Diciembre 2013 / n.º 148

Director: Ángel Galindo García Consejero Delegado: Vicente Altaba Gargallo Coordinador: Francisco Prat Puigdengolas Consejo redacción: José Bullón Hernández Fernando García Cadiñanos Juan Manuel Díaz Sánchez Fernando Fuentes Alcántara Santiago Madrigal Terrazas Agustín Domingo Moratalla Miguel Anxo Pena Víctor Renes Ayala Santiago Soro Roca Antonio Jesús Martín de Lera

Consejo asesor: E  mmo. Óscar Andrés Rodríguez Maradiaga. Cardenal Arzobispo de   Tegucigalpa y Presidente de Caritas Internationalis Excmo. Mons. Elías Yanes. Obispo emérito de Zaragoza Excmo. Mons. Fernando Sebastián. Obispo. Arzobispo emérito   de Pamplona Excmo. Mons. Vicente Jiménez. Obispo de Santander. Miembro de la  CEPS Excmo. Mons. Mario Toso. Secretario del Pontificio Consejo Justicia y  Paz SER Mons. Giampaolo Grepaldi. Arzobispo de Trieste. Italia D. Eloy Bueno de la Fuente. Profesor de la Facultad de Burgos Dña. Miriam García Abrisqueta. Presidenta de Manos Unidas Dña. Isabel Cuenca Anaya. Presidenta Nacional de Justicia y Paz D. José Román Flecha Andrés. Director del Instituto de Estudios   Europeos y Derechos Humanos D. Luis González Carvajal. Profesor de la Universidad de Comillas D. Aldo Giordano. Secretario de las Conferencias Episcopales  Europeas D. Pedro Jaramillo Rivas. Misionero en Guatemala D. Manuel Pizarro Moreno. Presidente de la Fundación Ibercaja D. Segundo Pérez. Catedrático del Instituto Teológico de Galicia D. José Luis Segovia Bernabé. Profesor del Instituto de Pastoral de  Madrid D. Manuel Gómez. Director de IMDOSOC, México D. F. Óscar Seco Revilla. Diputado por Vizcaya en el Congreso de los   Diputados. G. P. Socialista Francisco González de Posada. Ex presidente de Cáritas Española.   Fundador de Corintios XIII Redaccion de la Revista:  Embajadores, 162.  28045 Madrid.  Tel. 914 441 000/019 – Fax 915 934 882 [email protected]

©  Cáritas Española. Editores ISSN:  0210-1858  ISBN:  978-84-8440-575-7  Depósito Legal:  M. 7206-1997 Preimpresión e impresión:  Gráficas Arias Montano, S. A. • 28935 Móstoles. Madrid

Los artículos publicados en la revista Corintios XIII no pueden ser reproducidos total ni parcialmente sin citar su procedencia. La revista Corintios XIII no se identifica necesariamente con los juicios de los autores que colaboran en ella.

Colaboran: Comisión Episcopal de Pastoral Social

Organizan: Comisión Episcopal de Pastoral Social

Rehabilitar la democracia

XXI Curso de Doctrina Social de la Iglesia 50 aniversario de la encíclica Pacem in terris

Fundación Pablo VI, 9-11 de septiembre de 2013 Sala de Grados de la Fundación Pablo VI

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Programa

lunes, 9 de septiembre

11:00 h Acogida y recepción de participantes 12:00 h Oración y apertura del curso Mons. D. Santiago García Aracil • Presidente de la Comisión Episcopal de Pastoral Social

INTRODUCCIÓN TEMÁTICA Y METODOLÓGICA

D. Fernando Fuentes • Director del Secretariado de la Comisión Episcopal de Pastoral Social Conferencia de apertura: LOS FUNDAMENTOS MORALES DE LA DEMOCRACIA Mons. D. Mario Toso, SDB • Secretario del Consejo Ponti io «Justitia et Pax» (Vaticano) 16:30 h Conferencia: CÓDIGOS ÉTICOS EN LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA D. Jesús Avezuela • Letrado del Consejo de Estado 19:00 h MESA REDONDA: La lucha contra la corrupción, una tarea jurídica, ética y educativa. Propuestas y perspectivas de la sociedad en la lucha contra la corrupción D. Antonio del Moral García • Magistrado de la Sala II del Tribunal Supremo D. Eugenio Nasarre • Diputado del Partido Popular D. José Ramón López de la Osa, OP • Facultad de Teología de Valencia

martes, 10 de septiembre

09:30 h Comunicaciones y debate 11:30 h Conferencia: LA POLÍTICA AL SERVICIO DEL BIEN COMÚN D. Rocco D’Ambrosio • Profesor de Filosofía Política en la Universidad Gregoriana de Roma 16:30 h Conferencia: PREGUNTAS Y ALGUNAS RESPUESTAS SOBRE LA REGENERACIÓN DEMOCRÁTICA D.ª Edurne Uriarte • Universidad Rey Juan Carlos de Madrid 19:00 h MESA REDONDA: La educación de la conciencia social en la comunidad cristiana D. Francisco Romo • Movimiento «Comunión y Liberación» D. Rafael Ortega • Congreso Católicos en la vida pública (ACdP) D. Daniel Izuzquiza Regalado SJ • Universidad Ponti ia Comillas D. Juan Francisco Garrido Jiménez • HOAC

miércoles, 11 de septiembre

10:00 h Conferencia: LA GOBERNANZA DE LA DEMOCRACIA REPRESENTATIVA D. Francisco Vázquez • Exembajador de España en la Santa Sede 12:00 h Conferencia de clausura Presenta: Mons. D. Antonio Algora • Presidente de la Fundación Pablo VI y Obispo de Ciudad Real

EL COMPROMISO DE LOS CATÓLICOS EN LA VIDA PÚBLICA Y EN LA REGENERACIÓN ÉTICA

Mons. D. Fernando Sebastián Aguilar • Obispo emérito de Pamplona y Tudela. Expresidente de la Fundación Pablo VI

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Índice 1.  Presentación del curso  Mons. D. Santiago García Aracil. Presidente de la C.E. de Pastoral Social   .......................................................

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2.  Introducción temática y metodológica   Rvdo. Fernando Fuentes. Director del Secretariado de la C.E. de Pastoral Social  ..........................

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3.  Conferencia de apertura «Los fundamentos morales de la democracia»  Mons. D. Mario Toso, SDB. Secretario del Consejo Pontificio «Justitia et Pax» (Vaticano)  .........

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4.  Conferencia: Códigos éticos en la administración pública   D. Jesús Avezuela. Letrado del Consejo de Estado  ................................. 49 5.  Comunicaciones y debate. Releyendo Pacem in terris  D. Fernando García Cadiñanos. Facultad de Teología. Burgos  ...........

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6.  Conferencia: La política al servicio del bien común Dr. Rocco D’Ambrosio. Profesor de Filosofía Política en la Universidad Gregoriana de Roma  ..................................................................

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Índice

7.  Conferencia: Preguntas y algunas respuestas sobre la regeneración democrática   Dª Edurne Uriarte. Universidad Rey Juan Carlos de Madrid  ............

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8.  Conferencia: La gobernanza de la democracia representativa D. Francisco Vázquez. Exembajador de España en la Santa Sede  ..... 109 9.  Conferencia de clausura: El compromiso de los católicos en la vida pública y en la regeneración ética Mons. D. Fernando Sebastián Aguilar. Obispo Emérito de Pamplona y Tudela. Expresidente de la Fundación Pablo VI   .............. 125 MESAS DE COMUNICACIONES Mesa redonda: La lucha contra la corrupción, una tarea 1.  jurídica, ética y educativa. Propuestas y perspectivas de la sociedad en la lucha contra la corrupción. • D. Antonio del Moral García. Magistrado de la Sala II del Tribunal Supremo  .............................................................................................................. 137 • D. Eugenio Nasarre. Diputado del Partido Popular  ......................... 161 • D. José Ramón López de la Osa, OP. Facultad de Teología de Valencia  ............................................................................................................... 167 2.  Mesa redonda: La educación de la conciencia social en la comunidad cristiana • D. Francisco Romo. Movimiento «Comunión y Liberación»  ...... 177 • D. Rafael Ortega. Congreso Católicos en la Vida Pública (ACdP)  ................................................................................................................. 185 • D. Juan Francisco Garrido Jiménez. HOAC  ........................................ 193

Documentación: Nota sobre la Corrupción del Pontificio Consejo Justicia y Paz ........................................................................................... 201

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1.  Presentación

del curso

Mons. D. Santiago García Aracil Presidente de la Comisión Episcopal de Pastoral Social

1. La reflexión eminentemente política que propone el título del vigésimo primer Curso de Doctrina Social de la Iglesia nos sitúa ante un principio muy importante en el que están implicadas la identidad y la misión de la Iglesia. Muchos, en nuestros días, no lo comparten; y otros, aun entendiendo de algún modo su legitimidad, no están dispuestos a aceptarla cuando se opone a sus propios intereses. Me refiero al derecho de la Iglesia a opinar sobre algunos asuntos de orden político. A este respecto dice el Concilio Vaticano II: La Iglesia debe poder, siempre y en todo lugar, predicar la fe con verdadera libertad, enseñar su doctrina social, ejercer sin impedimentos su tarea entre los hombres y emitir un juicio moral también sobre cosas que afectan al orden político cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas, aplicando todos y solo aquellos medios que sean conformes al Evangelio y al bien de todos según la diversidad de tiempos y condiciones (GS 76). Esta afirmación, que, gracias a Dios, ya no resulta novedosa en los ambientes cultivados, obedece al principio, breve y claramente expresado por el Papa Juan XXIII, en su encíclica Pacem in terris, cuyo 50.º aniversario celebramos. Decía

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el Papa Bueno: «La paz en la tierra, suprema aspiración de toda la humanidad a través de la historia, es indudable que no puede establecerse ni consolidarse si no se respeta el orden establecido por Dios» (PinT 1). Según el Conciclio Vaticano II: «El orden social, pues, y su progresivo desarrollo deben subordinarse en todo momento al bien de la persona, y no al contrario» (GS 26). La Iglesia es la responsable de que ese orden sea conocido y debidamente entendido en relación con todas las realidades que afectan a la vida de las personas como individuos y relacionados en sociedad. Esa es la tarea de la Doctrina Social de la Iglesia, y el motivo que nos reúne en este curso. 2. El derecho de la Iglesia a intervenir en la vida social se nos presenta como un deber urgente porque, como dice el Papa Juan XXIII: «Resulta (sin embargo), sorprendente el contraste que con este orden maravilloso del universo ofrece el desorden que reina entre los individuos y entre los pueblos» (PinT 4). De ello tenemos noticia en unos casos y experiencia directa en otros. Por ello la Iglesia, en razón de su Magisterio, siente el gozoso deber de manifestar siempre los caminos esperanzadores que nos pueden ayudar a descubrir la verdad, a conseguir la justicia y a disfrutar la paz como primeros integrantes del bien común. Todos tenemos acceso a dichos recursos, porque Dios los ha impreso en nuestro corazón y constituyen la ley natural, hoy rechazada por muchos como referencia de la conducta personal y política. Refiriéndonos a la ley natural, conviene recordar las palabras de Benedicto XVI ante el Parlamento Federal de Alemania: «Para el desarrollo del derecho, y para el desarrollo de la humanidad, ha sido decisivo que los teólogos cristianos hayan tomado posición contra el derecho religioso, requerido por la fe en la divinidad, y se haya puesto de parte de la filosofía, reconociendo a la razón y a la naturaleza, en su mutua relación, como fuente jurídica válida para todos». Esta opción la había tomado ya San Pablo cuando, en la Carta a los Romanos, afirma: «Cuando los paganos, que no tienen ley (la Torá de Israel), cumplen naturalmente las exigencias de la ley, ellos… son ley para sí mismos. Esos tales muestran que tienen escritas en su corazón las exigencias de la ley; contando con el testimonio de su conciencia…» (Rom 12, 14) (Discurso de Benedicto XVI ante el Parlamento Federal, Berlín, 22 de septiembre, 2011). La actitud contraria a la ley natural como orientación de los comportamientos sociales está motivada por la discrepancia entre el mismo concepto de la ley natural y determinados pensamientos filosóficos o ideológicos; o, en ambientes menos cultos, porque tal ley natural no respalda la propia estrategia política o la propia conducta personal. El Papa Juan XXIII alude a la relación de la ley natural Corintios XIII n.º 148

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Presentación del curso

con la conciencia de la persona diciéndonos: «En lo más íntimo del ser humano, el Creador ha impreso un orden que la conciencia humana descubre y manda observar estrictamente. Los hombres muestran que los preceptos de la ley están escritos en sus corazones, siendo testigo de su conciencia» (P in T5). 3. A la vista de todo ello, los cristianos debemos sentirnos llamados a manifestar los principios y sabias aplicaciones de la Doctrina Social de la Iglesia a nuestras realidades políticas y sociales. La democracia, en tanto la institución política marco en que se desarrolla formalmente la vida de los individuos y de la sociedad, debe ser considerada, analizada, corregida y estimulada constantemente para que sea cada vez más acorde con su identidad institucional. Esto es: para que respete y siga los principios fundamentales capaces de respetar, tutelar y promocionar la vida de todos sin distinción, y contribuir al desarrollo integral de las personas y de la sociedad. A ello debe contribuir la Iglesia expresando libremente la aplicación de los principios evangélicos referidos a las realidades temporales. El Papa Francisco dice: «No hay verdadera promoción del bien común, ni un verdadero desarrollo del hombre, cuando se ignoran los pilares fundamentales que sostienen una nación, sus bienes materiales: la vida…, la familia…, la educación integral, la salud…, la seguridad» (Papa Francisco. Discurso a la Comunidad Varginha en Río de Janeiro. 25 de julio de 2013). Este quehacer de la Iglesia se ve urgido, sobre todo, cuando hablamos de la democracia, teniendo ante los ojos nuestra propia realidad política y la de otras naciones cercanas. En verdad la democracia necesita una rehabilitación que le permita presentarse como tal. Por ello, la orientación desde la que corregir errores y reordenar los pasos en lo sucesivo, es, no solo una necesidad objetiva, sino un deber de cuantos compartimos la responsabilidad en la vida de la sociedad. 4. El Concilio Vaticano II nos orienta en este camino diciéndonos: «Es plenamente conforme con la naturaleza humana la construcción de estructuras político-jurídicas que den a todos los ciudadanos, cada vez mejor y sin discriminación alguna, la posibilidad efectiva de participar libre y activamente en el establecimiento de los fundamentos jurídicos de la comunidad política, en el gobierno del Estado, en la determinación de los campos y límites de las diferentes instituciones y en la elección de los gobernantes. Por tanto, todos los ciudadanos deben recordar que tienen el derecho y el deber de utilizar su sufragio libre para promover el bien común» (GS 75). El Papa Juan Pablo II, de feliz memoria, afirmaba en su encíclica Centesimus annus: «La Iglesia aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los 8

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gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica» (CA 83). 5. Con las observaciones de la Doctrina Social de la Iglesia, queda claro que la rehabilitación de la democracia no consiste solamente en la orientación de los gobernantes que tienen la responsabilidad de las leyes y de las estructuras políticas. La rehabilitación de la democracia es una ardua tarea que requiere simultáneamente la rehabilitación de las personas, tanto de los políticos como de los ciudadanos. De estos últimos depende la elección de sus gobernantes y la aprobación del marco constitucional, que avala el quehacer político en lo que se refiere a las diferentes dimensiones de la persona y de la sociedad. Esto nos hace pensar en la imperiosa necesidad de una importante acción educativa que inculque sanos principios referentes al concepto de persona, a lo que debe ser el desarrollo integral, a lo que supone la salvaguarda de las libertades fundamentales y la defensa y libre ejercicio de los derechos básicos de las personas y de las instituciones; y, por supuesto en lo que se refiere al bien común. El Papa Francisco dice a este respecto: «Somos responsables de la formación de las nuevas generaciones, ayudarlas a ser capaces en la economía y la política, y firmes en los valores éticos. El futuro exige hoy la tarea de rehabilitar la política, que es una de las formas más altas de la caridad» (Papa Francisco, Discurso a la clase dirigente de Brasil, Río de Janeiro, 27 de julio de 2013). Estas palabras del Papa traducen la enseñanza del Concilio Vaticano II, que nos dice: «Hay que prestar gran atención a la educación cívica y política, que hoy día es particularmente necesaria para el pueblo y sobre todo para la juventud, a fin de que todos los ciudadanos puedan cumplir su misión en la vida de la comunidad política» (GS 75). Cuando son tantas las cosas importantísimas que están en juego en la educación para el ejercicio de la responsabilidad política de cada uno, debemos considerar lo que Benedicto XVI decía a sus paisanos: «Para gran parte de la materia que se ha de regular jurídicamente, el criterio de la mayoría, que priva en la democracia, puede ser un criterio suficiente. Pero es evidente que en las cuestiones fundamentales del derecho, en las cuales está en juego la dignidad del hombre y de la humanidad, el principio de la mayoría no basta: en el proceso de formación del derecho, una persona responsable debe buscar los criterios de su orientación» (Discurso de Benedicto XVI ante el Parlamento Federal. Berlín, 22 de septiembre, 2011). A la hora de llevar a cabo todas estas exigencias legítimas y razonables, nos encontramos con un claro contraste entre diversos principios e intereses en los cuales se apoyan las diferentes ideologías, y desde los cuales cada uno defiende lo que estima importante en el desarrollo de cuanto concierne a la vida democrática según su propia visión dentro del pluralismo social. Para corregir estos errores, los cristianos deben sentirse urgidos, especialmente los laicos, a ofrecer, desde su condición de luz del mundo, los criterios correctos para la confección y aplicación de las leyes. En este punto, nuestra democracia tiene grandes lagunas y notables Corintios XIII n.º 148

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Presentación del curso

necesidades. «Los partidos políticos deben promover todo lo que, a su juicio, exige el bien común; nunca, sin embargo, está permitido anteponer intereses propios al bien común» (GS 75). No cabe duda de que, además, en este momento las discrepancias ideológicas, los intereses partidistas y las interpretaciones personalistas guiadas por el orgullo y el egoísmo provocan, en unos casos, la falta de respeto objetivo a lo que llamamos principios y derechos fundamentales; y, en otros casos, dan lugar a corrupciones intolerables en el ejercicio del poder y en la administración de los bienes públicos y del bien común. 6. El Concilio Vaticano II nos advierte de que «el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana, ya que por su propia naturaleza tiene necesidad de vida social» (GS 25). Por eso, en este momento no tenemos más remedio que recordar de nuevo la urgente necesidad de planteamientos educativos correctos que lleguen a las personas desde su infancia y que iluminen la reflexión y la acción de todos en cualquier edad. Sobre esto, el Concilio nos dice: «Es cierto que las perturbaciones, que tantas veces suceden en el orden social, proceden, en parte, de la tensión misma de las estructuras económicas, políticas y sociales. Pero nacen más radicalmente de la soberbia y del egoísmo de los hombres, que pervierten también el ámbito social» (GS 25). 7. Al llegar a este punto, surge inmediatamente de nuevo la cuestión de las referencias éticas y morales a la hora de planificar y desarrollar los programas políticos y las estrategias de gobierno, de gestión económica y de acción social. Como afirma el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, «una democracia sin valores se convierte con frecuencia en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia»1. Sobre este punto nos decía Juan Pablo II: «La autoridad debe reconocer, respetar y promover los valores humanos y morales esenciales. Estos son innatos, derivan de la verdad misma del ser humano y expresan y tutelan la dignidad de la persona. Son valores, por tanto, que ningún individuo, ninguna mayoría y ningún Estado nunca pueden crear, modificar o destruir» (EV 71). La importancia del respeto y promoción de los valores humanos es decisiva, porque «si, a causa de un trágico oscurecimiento de la conciencia colectiva, el escepticismo lograse poner en duda los principios fundamentales de la ley moral, el mismo ordenamiento estatal quedaría desprovisto de sus fundamentos, reduciéndose a un puro mecanismo de regulación pragmática de los diversos y contrapuestos intereses»2. En estas circunstancias resultaría muy difícil la salvaguarda y promoción del bien común que debe ser el objetivo indiscutible de todo ordenamiento social y de toda acción política. 1.  Compendio de Doctrina Social de la Iglesia, 407. 2.  Id. p. 398.

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8. En las exigencias básicas de toda democracia, es fundamental tener en cuenta que el bien de las personas no se puede realizar independientemente del bien común de las comunidades a las que pertenecen. Por ello, lamentamos que contra el bien común operen todas las irregularidades buscadas por quienes tienen como referencia su egoísta beneficio particular, personal o de partido. Esto está escandalizando y perjudicando enormemente a las gentes y provocando una peligrosa desconfianza en los políticos y sus allegados. La falta de ética o de referencia moral que constatamos es verdaderamente escandalosa y está pidiendo con urgencia un nuevo tipo de personas con motivaciones dignas, acordes con el auténtico servicio político a la sociedad, y capaces de rehabilitar la democracia. Al mismo tiempo, esta falta de ética pide la revisión de las estructuras y procedimientos de control. 9. Frente a todos estos abusos individualistas o de pequeños grupos, a veces constituidos en grupos sociales y políticos de gran significación, la rehabilitación de la Democracia requiere tener en cuenta que «el bien común de la sociedad no es un fin autárquico; tiene valor solo en relación al logro de los fines últimos de la persona y al bien común de toda la creación»3. El concepto de «bien común» debe estar en sintonía con la identidad esencial de la persona, siempre trascendente. Así nos lo recuerda el Papa Juan Pablo II en su encíclica Centesimus annus: «Dios es el fin último de sus criaturas y por ningún motivo puede privarse al bien común de su dimensión trascendente, que excede y, al mismo tiempo, da cumplimiento a la dimensión histórica» (CA 41). 10. No cabe duda, pues, de que es necesario promover el conocimiento de la Doctrina Social de la Iglesia, puesto que, desde ella, los cristianos podemos ofrecer las aplicaciones concretas de la luz del Evangelio a las circunstancias, proyectos y problemas relacionados con la vida personal y social. 11. Al comenzar este nuevo curso de Doctrina Social de la Iglesia, los obispos de la Comisión Episcopal de Pastoral Social queremos agradecer la generosa disponibilidad de los organizadores del curso, y de los ponentes que nos van a ofrecer una visión evangélica y razonada de los problemas que nos afectan y de las tareas que nos competen. A todos los participantes les deseo una feliz estancia y un fructuoso aprovechamiento. MUCHAS GRACIAS.

3.  Id. p. 170.

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2.

Introducción temática y metodológica Rvdo. Fernando Fuentes Alcántara Director del Secretariado de la Comisión Episcopal de Pastoral Social y Director del Curso de DSI

El vigésimo primer curso de DSI ha abordado, en este año 2013, uno de los temas más relevantes de la actualidad, no solo por su resonancia social, sino sobre todo por su importancia moral. De hecho, si miramos las encuestas de los institutos de opinión más importantes, recibiremos la noticia de que el conjunto de la población española tiene como uno de los tres problemas que más le preocupan el de la corrupción (junto con la crisis y el desempleo), a lo cual se añade la baja estima social atribuida a los políticos. Es un tema recurrente, por desgracia, la degradación de la política. Esta presenta algunos síntomas como los siguientes: la impotencia para solucionar los problemas que preocupan más a los ciudadanos; el trabajar por el corto plazo y la corrupción en el ejercicio de la política. Dicen los obispos franceses: «La democracia engendra demasiado a menudo el desencanto y la morosidad de los que la heredan. Parece estar envejecida y sufrir anemia; revela algunos de sus límites y de sus fragilidades. Muchos ciudadanos se convierten en consumidores que cada vez reclaman más derechos garantizados, aceptando siempre menos deberes compartidos» (n.º 17)1. 1. CONFERENCIA EPISCOPAL DE FRANCIA: «Rehabiliter la politique». Dèclaration de la Comisión sociale», Centurión CERF, Fleurus-Mame (1999). Se puede encontrar en castellano en www. instituto-social-leonxiii.org (biblioteca. Magisterio mundial). 12

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2 Rvdo. Fernando Fuentes Alcántara

A la acción política se le pide en ocasiones logros que están fuera de su alcance. Incluso los ciudadanos esperan demasiado de la acción política y no perciben sus límites. Son preguntas e interrogantes que debemos hacernos y seguramente necesitamos respuestas desde las plataformas de pensamiento y de opinión que sean de calidad moral frente al pragmatismo y la superficialidad en el ejercicio de la política. Lo que es evidente es que el desaliento ante ciertos comportamientos políticos y la tentación del abandono del espacio público, por escepticismo, es muy peligroso y supondría una renuncia a un instrumento imprescindible para el cambio social y las mejoras de los más débiles e indefensos. La preocupación por la regeneración de la vida pública y de la democracia ha sido permanente en estas últimas décadas en el magisterio pontificio (como hecho significativo de esta presencia importante del magisterio pontificio es la conmemoración del 50.º aniversario de la encíclica Pacem in terris en el curso de DSI). También el episcopado español ha aportado una fecunda reflexión con documentos muy relevantes: «Moral y Sociedad democrática» y «Católicos en la vida pública» (1986), «Constructores de la paz» (1986). Y organismos pontificios como el Consejo Pontificio «Justicia y Paz» con la Nota sobre la Corrupción (2006) «La lucha contra la corrupción, una tarea jurídica, ética y educativa. Propuestas y perspectivas de la sociedad en la lucha contra la corrupción»; universidades, Cristianisme i Justicia, HOAC… Todos ellos están contribuyendo al discernimiento sobre la regeneración de la política y de la democracia. Sería una simplificación errónea atribuir el problema solamente a los políticos. Ya dijo en 2005 Jorge M. Bergoglio, en una publicación que acaba de reeditarse en Claretiana, que «toda corrupción social no es sino consecuencia de un corazón corrupto. No habría corrupción social sin corazones corruptos»2. Igual que pasó con la valoración de la crisis (la cual hay que evitar reducirla solo a los aspectos económicos, financieros, comerciales), la corrupción tiene un origen moral y es un verdadero cáncer para la sociedad en la que está inscrita. Puede conducir a un desmoronamiento de las personas y de la sociedad. Por ello, puede ser necesario establecer una base fundamental para el discernimiento sobre la democracia, tal como el curso de DSI abordó en su primera conferencia, de Mons. Mario Toso, «Fundamentos morales de la democracia», reflexión reforzada con la aportación del profesor Rocco D'Ambrosio, de la Universidad Gregoriana de Roma. Vivimos en el sistema democrático, pero este sistema no colma totalmente las expectativas humanas. Tenemos necesidad de autocrítica sobre los límites y po2.  Jorge M. Berglogio (2013): Corrupción y pecado. Ed. Claretiana, Buenos Aires.

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Introducción temática y metodológica

sibilidades del sistema democrático3. La sociedad democrática debe poseer valores y principios que sean básicos para todos los ciudadanos: el valor de la persona y su dignidad; su irreductibilidad al Estado; la diferencia entre Estado y sociedad civil. Incluso, el consenso sobre el significado del principio de mayoría no debe sustituir la moralidad de las decisiones que se toman o de las leyes que se aprueban. Y son fundamentales valores que dimanan de los derechos humanos: • El derecho a la vida en una familia unida y en un ambiente moral, favorable al desarrollo de la propia personalidad. • El derecho a madurar la propia inteligencia y la propia libertad a través de la búsqueda y el conocimiento de la verdad. •  El derecho a participar en el trabajo para valorar los bienes de la tierra y recabar del mismo el sustento propio y de los seres queridos;. • El derecho a fundar libremente una familia, a acoger y educar a los hijos, haciendo uso responsable de la propia sexualidad (CA, 47). Esta aportación ética que subraya explícitamente la encíclica Centesimus annus es vista en nuestra sociedad española con ciertas reticencias para su reconocimiento por la sociedad democrática. Evidentemente, esa dificultad de reconocimiento corre pareja con la descristianización y la pérdida de relevancia de la religión en la vida social. La Iglesia se ve, en bastantes ocasiones en nuestra sociedad actual, sin fuerza para poder sacar adelante en la práctica el sistema de valores que propone a esta generación, con palabras de Mons. Fernando Sebastián: «No llega al aprobado la tarea muy importante de ofrecer a la democracia española un subsuelo de firmes convicciones morales»4. Debe haber una tarea rehabilitadora protagonizada por: las instituciones políticas representativas, cuya aportación ética es imprescindible para la vida pública (aportación de D. Francisco Vázquez); los cuerpos intermedios de la sociedad y los movimientos sociales, los cuales (con la preceptiva autocrítica necesaria) han logrado éxitos importantes a nivel internacional y han cambiado la agenda de partidos y gobiernos (Cristianisme i Justicia, publicación «Dignificar la política»); el Tercer Sector, el cual puede suponer, para los cristianos, una oportunidad de promover la civilización del amor, como bien destaca Juan Pablo II, y la posibilidad de actuar con una responsabilidad histórica y cultural como nuevos sujetos sociales y nuevos movimientos sociales5.

3.  Documento «Moral y sociedad democrática», n.º 35. 4.  En su artículo «La Iglesia y democracia. La aportación de la CEE». Boletín Intercomunicación. n.º 143, noviembre de 1996. 5.  Fuentes Alcántara, F. (2004): pp. 211-235.

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2 Rvdo. Fernando Fuentes Alcántara

Los cristianos tenemos una responsabilidad moral y política en orden a que esta mejore. La política también es cosa nuestra y nuestra obligación es interesarnos por los problemas y cosas importantes que suceden en la vida pública. La fe implica un compromiso. Y nuestro compromiso por la construcción del Reino se proyecta en nuestra conciencia ciudadana tal como expone Mons. Fernando Sebastián en la conferencia de clausura del curso. En resumen, la presentación de este nuevo volumen de la revista Corintios XIII dedicado a la cuestión política es otro nuevo paso (ya llevamos publicados todos los cursos de DSI en esta Revista) en orden a profundizar en el estudio y el discernimiento de las cuestiones sociales más relevantes, apoyados por expertos cualificados en la materia y siempre bajo el auspicio de la Doctrina Social de la Iglesia. Todo ello basado en un diálogo abierto y abundante entre ponentes y participantes, abiertos a las nuevas tecnologías en la web www.instituto-social-leonxiii. org con el fin de lograr la máxima difusión de nuestro trabajo. No podemos olvidar que la Doctrina Social de la Iglesia, y en particular el magisterio episcopal español en su documento «Católicos en la vida pública» (nn. 60 y 61), nos habla de «Caridad política» como expresión de la vida teologal del cristiano. Este es, por tanto, el objetivo que se plantea al incluir una temática de este tipo en una revista como Corintios XIII: apoyar el compromiso activo y operante a favor de un mundo más justo y más fraterno.

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3. Los fundamentos morales de la democracia Mons. D. Mario Toso, SDB Secretario del Consejo Pontificio «Justitia et Pax» (Vaticano)

Resumen A lo largo de los tiempos, la democracia ha gozado de legitimidad jurídica y ética. No obstante, la ausencia de parámetros éticos hace que actualmente la democracia se encuentre en situación de crisis, afectando al Estado social democrático y presentando en ocasiones praxis jurídicas contradictorias. Es el momento de trabajar en una nueva democracia, involucrando en mayor grado tanto a las instituciones democráticas nacionales en el proceso de toma de decisiones, como a la sociedad civil en su conjunto. En este aspecto, el autor manifiesta la falta de representación de la sociedad civil en su conjunto, ya que en el Estado laico de derecho no puede considerarse fuente de la verdad y de la moral en base a una doctrina propia.

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Introducción Con el tiempo, la democracia, aun entre mil dificultades, se ha difundido cada vez más en el mundo. Pocos hoy no se declararían a su favor. Y, sin embargo, ella no puede considerarse una realidad concluida. Si después de la caída de los regímenes de Europa del Este, a partir del año 1989, pareció que la democracia había ganado la batalla para unificar el mundo, actualmente muchos observadores ya no están seguros de ello. Para algunos —como por ejemplo, Colin Crouch1 y Ralf Dahrendorf2— nos encontramos introducidos en una fase de posdemocracia. En coincidencia con la disminución de autogobierno por parte de los demos nacionales y con la globalización que por ahora, si bien ofreciendo posibilidades de ampliación, empequeñece los espacios de elecciones genuinamente democráticas, estamos obligados a trabajar en una nueva democracia que, a pesar de todas las dificultades, no puede renunciar a su dimensión parlamentaria y al instituto de la representación. Urge tener en cuenta la redimensión de los Estados-Nación y pensar en una arquitectura institucional que les permita articularse unitariamente dentro de un marco jurídico-político, idóneo para realizar el bien común mundial a nivel transnacional3. Al mismo tiempo se debe intentar involucrar en mayor grado a las instituciones democráticas electivas nacionales en el proceso de toma de decisiones de las organizaciones internacionales. Es necesario, además, proporcionar a las sociedades civiles mayor conciencia de su rol global, así como de oportunos canales de expresión. No obstante, sí debemos destacar que la crisis actual de la democracia no deriva simplemente de la mera inadecuación estructural e incapacidad representativa, que la exponen tanto a resultados oligárquicos como a tentaciones e impulsos populistas4. Sino que es debida, ante todo, a la pérdida de los parámetros antropológicos y éticos que fundan las conciencias, aunado a la carencia de los instrumentos cognitivos y críticos que permiten acceder a la realidad integral de las personas y de los problemas. Lo que hace falta es un marco cultural, capaz de germinar y de suscitar el renacimiento de la vida política.

1. Cf. Crouch, C. (2009): Postdemocrazia, Laterza, Roma-Bari. 2. Cf. Dahrendorf, R. (2001): Dopo la democrazia. Entrevista curada por Antonio Polito, Laterza, RomaBari 2001, p. 4 y p. 71. 3.  Cf sobre este argumento, ver Allegretti, U. (2002): Diritti e Stato nella mondializzazione, Città Aperta, Troina (EN).. 4.  El populismo es un concepto del cual hoy se hace amplio uso, tanto en la literatura especializada como en el lenguaje común. Un análisis de sus significados y de sus más relevantes manifestaciones, para una definición y la consideración de su relación con la democracia véase Taggart, P. (2000): Populism, Open University Press, Buckingham, trad. it (2002): Il populismo, Città aperta, Troina (EN). Completa el volumen la postfación La sfida populista e il caso italiano (pp. 207-221) de Massimo Crosti, que afronta los nudos teóricos del populismo en relación a la situación italiana y europea.

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La salvación de la democracia no parece que pueda llevarse a cabo sobre la base de diagnosis y terapias que perpetúan las aporías del pensamiento moderno, no afrontan con valentía el mal desde la raíz y se limitan a suministrar soluciones precarias o parciales, relativas solo a los medios, aunque sean necesarios. Es indispensable, en cambio, remontarse a las causas epistemológicas y éticas del progresivo envilecimiento del alma de la democracia, favorecido por diversos factores, entre ellos: la desconfianza en el ser humano y en sus capacidades para acceder a la verdad, al bien, y para acercarse a Dios; el agnosticismo y el relativismo ético; la fragmentación y el sincretismo cultural; el rechazo de las religiones en la vida pública; la exasperación de los nacionalismos, los localismos, y los particularismos étnicos; el gobierno del arbritrio en vez de aquel del derecho. Todo esto, como ha señalado a tiempo Domenico Fisichella5 conduce a la contracción del espesor ético-cultural del momento político respecto al tiempo procesal y económico, hasta un inexorable predominio de las élites tecnocráticas y bancocráticas.

1.  Algunos rasgos de la actual crisis de la democracia: la crisis del Estado de derecho Es entrando en las dinámicas sociales y culturales de la crisis de la democracia como se pueden comprender las causas de su deterioro, pero también identificar las bases para su refundación y resemantización. Un elemento destacado de la crisis actual de la democracia está representado por el debilitamiento y la desintegración de su dimensión jurídica, es decir, por la fragilidad del Estado de derecho. Hoy aparece siempre más evidente cómo se prejuzga el fundamento de los derechos sancionados en la Declaración universal de los derechos del ser humano (1948), cuestionada no solo de parte de la cultura asiática o por religiones como el islam y el budismo, sino también por la misma cultura occidental que la ha generado y que ahora aparece marcada por el neoindividualismo y por el neoutilitarismo. No es extraño constatar que diversas comunidades políticas no consideran los derechos y deberes del ser humano como un todo unitario e indivisible. De 5. Cf. Fisichella, D. (2002): Critica di destra alla democrazia, ovvero le ragioni del torto, Costantino Marco Editore, Lungro di Cosenza (CS) pp. 5-6; véase además del mismo autor, Denaro e democrazia. Dall’antica Grecia all’economia globale, Il Mulino, Bolonia 2000, en particular las pp. 129-160.

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aquí, las no pocas incongruencias. Hay comunidades también que, aun reconociendo el derecho primario a la vida, han liberalizado la práctica del aborto y algunos grupos querrían autorizar el «derecho» del mismo. Pero no solamente esto. Existen ordenamientos jurídicos y administraciones de la justicia que consienten la discriminación del que hace objeción de conciencia hacia el aborto, la eutanasia y la guerra. Igualmente, mientras en las constituciones está aprobado el derecho a la libertad religiosa, crecen los prejuicios y la violencia hacia los cristianos y miembros de otras religiones en el área de la OSCE (Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa). En su interior se ha diseñado hábilmente una línea divisoria entre creencia y práctica religiosa, de tal modo que con frecuencia a los cristianos les es recordado en el debate público (y siempre más frecuentemente también en los tribunales) que pueden creer todo lo que quieran en sus casas y en sus cabezas, y que pueden dar culto como deseen en sus iglesias privadas, pero que en público sencillamente no pueden actuar según su fe. Se trata de una distorsión deliberada y de una limitación del verdadero significado de la libertad de religión, que no corresponden a la libertad prevista en los documentos internacionales, comprendidos los de la OSCE. Son muchos los ámbitos en que surge de modo evidente la intolerancia. En los últimos años se ha manifestado un significativo aumento de episodios en los que algunos cristianos han sido arrestados e incluso perseguidos por haberse expresado en cuestiones de fe. Algunos líderes religiosos han sido amenazados con la intervención de la policía después de haber señalado los comportamientos inmorales, y algunos han sido incluso condenados a la cárcel por haber predicado las enseñanzas bíblicas relativas a los desórdenes sexuales. Incluso las conversaciones privadas entre ciudadanos, comprendida la manifestación de opiniones en las redes sociales, en muchos países europeos pueden convertirse en motivo de denuncia penal o por lo menos de intolerancia. Además se han comprobado numerosos casos de cristianos alejados del lugar de trabajo, solo porque han intentado obrar según la propia conciencia. Algunos de estos son bien conocidos, porque han sido citados también ante el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos. La intolerancia en nombre de una misteriosa «tolerancia» debe ser llamada con su verdadero nombre y condenada públicamente. Negar a un argumento moral, basado en la religión, un puesto en la plaza pública es un acto de intolerancia y es antidemocrático. La cuestión de la libertad religiosa, por otra parte, no puede y no debe ser incorporada a la de la tolerancia. De hecho, si esta fuese el valor humano y civil supremo, entonces cualquier convicción auténticamente verdadera que excluya otra equivaldría a una manifestación de intolerancia. Además, si todas las convicciones fueran equivalentes, se podría terminar por ser complaciente también con las aberraciones6.

6.  Cf. «Intervención de la Santa Sede en Tirana (21 de mayo de 2013): defender los derechos de los cristianos y de los miembros de otras religiones en la zona de la OSCE contra la discriminación», en L’Osservatore Romano (miércoles 29 de mayo de 2013), p. 2.

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No se puede negar que últimamente en Europa, además del Norte y Sur de América, han sido introducidas nuevas figuras de matrimonio, como, por ejemplo, el matrimonio entre personas del mismo sexo, que de hecho debilitan la unión auténtica entre un ser humano y una mujer, sugiriendo incluso su abolición como institución. Con la introducción del matrimonio entre personas del mismo sexo se llega a perjudicar, entre otras cosas, la función generativa, que no carece de influencia para el bien común, sino que es fundamental para la existencia futura de todo el pueblo. En el debate se da la prioridad a una antropología indiferenciada y se suscita así la cuestión de si, en el interés del bien común, una institución regida por la ley debe continuar señalando el vínculo estrechísimo entre estado conyugal y procreación, entre el amor fiel de un varón y una mujer y el nacimiento de un niño. Justamente los obispos católicos de Inglaterra y de Gales, respecto a la legalización en Gran Bretaña de las bodas entre personas del mismo sexo7, han comentado que la nueva normativa introduce una nueva definición del matrimonio tradicional y pronostica un profundo cambio social8. A la luz de las incongruencias y de las problemáticas antes señaladas, aparece claro que no pocas democracias se apoyan cada vez más en ordenamientos y praxis jurídicas que parecen contradictorias o, por lo menos, no coherentes. Así se hace cada vez más evidente la adopción generalizada, por parte de las democracias contemporáneas, de una ética de tercera persona, o bien de una ética que está constituida sobre la base del punto de vista de un espectador imparcial, con el fin de tutelar mejor cualquier clase de opinión, termina consintiendo la aprobación de todo y de lo contrario de todo. De este modo, las democracias post-seculares muestran todo su debilitamiento ético, que implica también su declive civil y demográfico. La secularización moderna del Estado se está consumiendo en un secularismo lanzado que, copiando de él la supresión teórica y práctica de la ley natural, 7.  El 18 de julio de 2013, luego de una breve lectura en la Cámara de los Lores, el Marriage (Same Sex Couples) Bill ha obtenido la aprobación de la Reina. Por lo tanto, los primeros «matrimonios» podrán ser celebrados a partir del año 2014. 8.  Cf. «La divergencia entre el derecho y la sociedad», en L’Osservatore Romano (viernes 19 de julio de 2013), p. 7. La cuestión, para la Iglesia católica, pero también para otras comunidades, está estrechamente vinculada con aquellas otras más generales de la libertad religiosa. Así, la aplicación futura de la nueva ley podría entrar en conflicto con la tradicional enseñanza religiosa al interno de las escuelas. Existe, en sustancia, el riesgo de que las indicaciones que serán dadas por el ministerio competente sobre la educación sexual en las escuelas entren en conflicto con la enseñanza de la religión católica. Las escuelas católicas podrían ser obligadas a promover y apoyar los matrimonios homosexuales. Además, existe el peligro de que los católicos, así como otros ciudadanos, sean discriminados si en su lugar de trabajo expresaran un parecer contrario. Las garantías ofrecidas por el actual Gobierno a fin de que ninguna persona pueda sufrir un daño o un trato desfavorable en el caso de que retenga que el matrimonio sea solo aquel realizado entre un varón y una mujer, desafortunadamente pueden mutar una vez que haya un gobierno diverso.

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así como de la referencia a Dios, su fundamento último, se manifiesta ya a través de una noción de los derechos que los identifica cada vez más —al menos entre algunas familias espirituales— con pretensiones individualistas, absolutas, desmesuradas; ya mediante una progresiva postergación de las religiones y de las respectivas comunidades de la vida pública, o incluso con la teorización, propiciada por el predominio de una mentalidad mercantil, de un Estado democrático en donde los derechos sociales no son ya considerados columna fundamental de civilización, sino más bien opcional. Sobre este aspecto volveremos dentro de poco. De esta manera, los conflictos sobre los derechos se acentúan sin esperanza de un intento, incluso mínimo, de convergencia. Faltándoles un fundamento objetivo y universal y, por tanto, un criterio último de juicio —identificado en la  dignidad humana no ideologizada—, es imposible pronunciarse acerca de su autenticidad o falsedad. Los ethos sociales son desvitalizados, y los Estados parecen retroceder hacia formas liberal-burguesas del xix. Y no solo. En el actual contexto de globalización y de crisis de los ethos civiles, si por un lado el Estado contemporáneo ve redimensionada su soberanía nacional, por otro parece agrandarla, traspasando su competencia. Mientras ha disminuido sensiblemente la capacidad de fijar las prioridades de la economía y de influir en los dinamismos financieros internacionales9, y también en otras cuestiones vitales y globales —entre ellas el acceso al agua potable para todos, la ecua distribución de los recursos energéticos, la seguridad alimentaria, el control del fenómeno de movimientos migratorios de dimensiones bíblicas—, aparece, por el contrario, agrandada su toma de decisiones y su discrecionalidad hacia los derechos de las personas, de los cuerpos intermedios y de las comunidades primarias, como la familia y las Iglesias. Parece por tanto que a la falta de poder de decisión en el campo económico-financiero y ambiental, corresponde por parte del Estado, en el terreno ético-religioso, una más quisquillosa voluntad de dominio que, escudándose en el principio democrático de la mayoría, legisla también contra los derechos subjetivos de las personas y de las comunidades, como el derecho a la vida, a la libertad religiosa, a la defensa del medio ambiente y a la paz. El Estado, una vez más, aparece débil con los fuertes, pero prepotente con los que no lo pueden chantajear con el dinero o con la violencia. Y, así, las razones de la política no siempre coinciden con las razones del bien común y no siempre defienden a los más pobres e indefensos.

9. Cf. Benedicto xvi (2009): Carta encíclica Caritas in veritate (29.06.09), Librería Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano, n. 24 (= CIV).

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Esto aparece de modo particularmente dramático cuando se piensa en las problemáticas de bioética y del sentido de la vida, sobre las cuales el Estado en última instancia no es competente, y que están relacionados con los temas de la eutanasia, de la manipulación genética. Son cuestiones que deberían ser sustraídos al arbitrario y a los diktat (imposición) de mayorías parlamentarias, porque exigen ser reguladas, en primera instancia, a la luz de la ley moral natural, inscrita por Dios en la conciencia de cada ser humano10. El Estado no puede hacerse paladín de concepciones e ideologías que tienden a «desnaturalizar» la identidad del ser humano —como la del género— ni mucho menos promover actividades que someten indiscriminadamente la vida humana a los adelantos de la técnica. En efecto, las cuestiones que atañen a la vida y a la dignidad de la persona, como la clonación humana o el sacrificio de embriones humanos para fines de investigación, no pueden ser afrontadas teniendo en mente solo lo que es técnicamente posible, sino evaluando atentamente lo que es moralmente lícito.

2.  La crisis del Estado social democrático El Estado de derecho, surgido con el intento de tutelar y concretar los derechos civiles y políticos, ha evolucionado hacia un Estado social democrático. Así se ha pasado a una segunda enucleación de los derechos del ser humano. Se han precisado mejor los derechos civiles y políticos, explícitamente o implícitamente ya afirmados, a los cuales han sido añadidos los derechos de contenido económico-social, como el derecho a un digno tenor de vida, con especial atención a la alimentación, al vestido, a la vivienda, a las atenciones médicas, a los servicios sociales necesarios; el derecho a la seguridad en caso de desempleo, enfermedad, invalidez, viudez, vejez; el derecho de la mujer, en cuanto madre, a una especial asistencia; el derecho de los seres humanos en fase de desarrollo a una adecuada 10.  Un caso que ha provocado discusión respecto de la competencia del Estado para interferir en la libertad de conciencia de los individuos y los grupos es el de la obligación impuesta, mediante un mandato federal, por parte de la Administración Obama a la Iglesia católica de los Estados Unidos, de ofrecer a los propios dependientes cobertura sanitaria para métodos contraceptivos y para prácticas abortivas. Forzando así a sostener prácticas de birth control contra la propia conciencia incluso a aquellos que las consideran contrarias a la ética coherente con la propia fe. No se trata de un mero problema de derecho asegurativo. Se trata de un gravísimo problema conexo con el derecho a la libertad religiosa, en el sentido más amplio del término, y además también con la misión universal de la Iglesia. Para estar exentos de esta medida, los entes católicos deberían limitarse a la evangelización y a prestar sus servicios solo a personas que profesan la fe católica. Lo cual contradice la misma misión universal de la Iglesia, que, por voluntad de su Fundador, está al servicio de todo ser humano y de todo el ser humano, independientemente del credo de pertenencia. En definitiva, se trata de una coartación por parte de un gobierno, que pretende establecer cuál debe ser la misión de una comunidad religiosa.

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protección social; el derecho al trabajo y a unas condiciones humanas de trabajo; el derecho a una retribución justa, suficiente para asegurar al trabajador y a su familia una existencia digna; el derecho al descanso y al recreo; el derecho a la formación profesional y a la asociación; el derecho a disfrutar de los bienes de la cultura. Dada la unidad de los varios campos de la existencia humana, sin la realización de los derechos económico-sociales, los derechos civiles y políticos habrían seguido siendo solo una forma vacía de contenido. No se hubieran podido poner en práctica. En cumplimiento de la enucleación de las dos categorías de derechos señaladas en la recomposición jurídico-política de los Estados se ha pasado, pues, del Estado de derecho de tipo liberal a la figura de Estado social democrático, es decir, a una democracia más completa, que favorece una participación más activa de los ciudadanos en la realización del bien común. El Estado social, comprometido en conjugar libertad y justicia sin la supresión de ninguno de los dos polos compite en el ensanchamiento efectivo de la dimensión democrático-participativa de los ciudadanos. En el momento en que el Estado de derecho se convierte en Estado social democrático, se hace, simultánea y decididamente, entidad esencialmente y existencialmente personalista, comunitaria. Es decir, realidad en la que el pueblo entero aspira a realizar en plenitud la propia subjetividad política mediante una solidaridad universal, deseada y querida en coro a favor de todos, especialmente de los más débiles. Prospectivas, estas, que no figuran ya en el centro de atención actual, tanto es así que los derechos sociales son considerados con frecuencia opcionales, sobre todo en los templos de las finanzas11. Hoy no es necesario esforzarse mucho para mostrar cómo la crisis financiera y económica, que tuvo sus inicios en los Estados Unidos y se ha abatido sobre Europa, ha vaciado las cajas de los Estados, los cuales, comprometidos en sanear la deuda pública y favorecer la recapitalización de los bancos y, por otra parte, debilitados por la recesión y por tasas de paro en continuo aumento, no disponen ya de recursos suficientes no solo para financiar el welfare (bienestar), sino ni siquiera para fomentar el crecimiento. Con referencia a la crisis de la cultura que sirve de base al Estado social, se ha subrayado también que en nuestros días, en virtud de muchos factores entrelazados con el poder del capitalismo financiero especulativo y liberalizado sobre la 11.  Cf. Petrella, R. (1197): «Il bene comune. Elogio della solidarietà», Diabasis, Reggio Emilia, p. 75.

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economía real, y de la análoga cultura capitalista neoliberal y tecnocrática, ha crecido también la convicción de que los derechos sociales son secundarios o incluso un lujo. Dicho de otra manera, a la lista de las múltiples causas de la crisis del Estado social y del conexo welfare son añadidas otras, que afectan a sus pilares fundamentales. Baste solo pensar que, en el interior de la ideología neoliberal que ha —en parte y, por lo tanto, no el todo— desencadenado la actual crisis financiera con su absolutización del lucro a corto plazo, el trabajo no es concebido como un bien fundamental para las personas, para las familias y para la riqueza de las naciones. Es considerado un factor marginal, porque las actividades de inversión especulativa tienen mayor peso respecto a la economía real. En el siglo pasado, por el contrario, se pensaba que el trabajo debía ser universalizado para contribuir a la financiación del Estado de seguridad social, por lo cual era necesario programar políticas activas de trabajo para todos. Por la actual dogmática capitalista y especulativa el trabajo es considerado casi superfluo. Desde el punto de vista cultural, hay que ver también como factor de disgregación del Estado social y del welfare la convicción siempre más extendida, típica de algunas escuelas de pensamiento como la de Chicago, según las cuales los recursos destinados al welfare serían sustraídos al desarrollo económico de un país. El Estado social y el welfare, en definitiva, serían un impedimento para el crecimiento12. En consecuencia, no se piensa ya que el derecho al trabajo, a la seguridad y a un ingreso mínimo deban ser garantizados para todos. Según una mentalidad claramente neoliberal y conservadora, que se ha consolidado, sobre todo, en los santuarios de la alta finanza, se llega también a afirmar que la protección social no es un derecho inalienable13. Los derechos sociales serían derechos distributivos, es decir, podrían tener efecto únicamente en el caso de que hubiera recursos disponibles. Según una concepción que intenta contraponerlos a los derechos civiles y políticos, no serían parte integrante de los derechos propios del ciudadano. Respecto a la crisis ético-cultural de la democracia social y del conexo Welfare, se deben destacar algunos aspectos bien ilustrados por Zygmunt Bauman, uno de los más conocidos e influyentes sociólogos del mundo. Él describe realísticamente el cambio del ethos de fraternidad y de solidaridad que sustentaba el Estado social y democrático de los inicios. Los parados eran, ciertamente, considerados como desventurados, pero su puesto en la sociedad era seguro, fuera de discusión. Eran considerados socialmente como desheredados, necesitados de ayuda y por tanto destinados, antes o después, gracias a la solidaridad de todos 12.  En referencia a esteprejuicio léase la respuesta de S-Zamagni, dsc, (2013): «Welfare e crescita», en La Società, pp. 36-43. 13.  A este respecto véase el ya citado Petrella, R. «Il bene comune. Elogio della solidarità», p. 75.

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y al propio esfuerzo, a entrar en el mercado del trabajo. La descomposición del Estado social contemporáneo en Europa —bajo los golpes de una liberalización individualista, impuesta por incontrolables fuerzas globales— con la aceptación de una economía de los dos tercios, a causa del triunfo del moderno capitalismo industrial, se acopla, observa Bauman, a la producción de «gente superflua». Esta es gente «indeseada», a lo sumo, soportada, condenada a ser la destinataria de las iniciativas socialmente aconsejadas o toleradas, tratada, en el mejor de los casos, como objeto de benevolencia, de beneficencia y de compasión (criticadas como indignas solo para echar sal en las heridas) pero no de ayuda fraterna, acusada de indolencia y sospechosa de planes malvados y de inclinaciones «criminales». Por parte de la «gente superflua» que pierde no solamente el trabajo, sino los proyectos, los puntos de referencia, el control de la propia vida y se encuentra despojada de la propia dignidad, la sociedad ya no es considerada una casa a la que se debe fidelidad  y cuidado. La mayor desdicha, según Bauman, es que, en un contexto en el que el Estado social es desmantelado, todos los ciudadanos son candidatos a ser vidas desperdiciadas14. La extrema precariedad se traduce en miedo que arruina la confianza en la sociedad, que ya no aglutina a toda comunidad humana. Los problemas sociales son criminalizados. La represión aumenta y ocupa el puesto de la solidaridad. La presión del mercado de las viviendas y el fuerte paro son descuidados en favor de políticas asociadas a la disciplina, a la contención y al control. «Un aspecto fatal de la transformación ha sido relevado en tiempos relativamente tempranos y desde entonces ha sido cuidadosamente documentado: el paso de un modelo de comunidad inclusiva, inspirado en el «Estado social», a un Estado exclusivo, inspirado en la «justicia penal» o en el «control de la criminalidad»»15. El relevante fenómeno de buscar cada vez más la compañía de los semejantes deriva, en muchos casos y paradójicamente, del rechazo a mirarse profunda y confiadamente unos a otros, a comprometerse mutuamente con amor, en modo humano. Las personas, cuanto más se cierran en gated community (urbanización cerrada), compuestas por hombres y mujeres semejantes, menos son capaces de tratar con los extraños, más temor tienen de ellos16.

14. Cf. Bauman, Z.(2005): «Vite di scarto» Laterza, RomaBari, p. 115. 15.  Ib., pp.84-85. 16.  Cf. ID., «Fiducia e paura nella città», Mondadiri, Milán 2005, pp. 74-75.

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3.  La crisis de la representación y de la autoridad La crisis de la democracia contemporánea se manifiesta también como crisis del instituto de la representación y del principio de autoridad. El vínculo intrínseco de la democracia con la dignidad de la persona humana postula la participación libre y responsable de los ciudadanos en la realización y en la gestión del bien común. Tal participación se concreta mediante el instituto de la representación canalizada por los partidos; mediante los referendos, cuando estén en juego elecciones políticas de excepcional importancia; mediante la presión ejercida por una opinión pública libre y formada, y también mediante la organización solidaria de la sociedad civil y económica según el principio de la subsidiariedad. La democracia «consumada» es al mismo tiempo representativa y participativa. Los ciudadanos particularmente o asociados aportan su contribución, no solamente eligiendo representantes que les gobiernen, sino ante todo con sus actividades e iniciativas, armonizando sus intereses particulares con el bien común, elevándolos a momentos o elementos del mismo. El instituto de la representación política, necesario a la democracia moderna —no todos los ciudadanos, como había percibido el propio Jean-Jacques Rousseau, pueden sentarse permanentemente en el parlamento—, suscita no pocos problemas de ejercicio. Entre ellos, uno prevalentemente técnico, que los órganos electivos del Estado representen verdaderamente la base electoral; y otro moral y técnico a la vez, que los diputados, llegando a formar parte de los órganos del Estado, estén en condiciones de perseguir el bien común sin destruir la relación con los grupos que los han elegido. Pero hay también una cuestión, que se puede considerar congénita a los regímenes democráticos, a saber: la relación y el justo equilibrio entre representación directa y representación indirecta y general. Precisamente en relación con estas importantes dificultades de la vida democrática que se registra hoy una crisis que parece irresoluble. Regresan cíclicamente «la creación de movimientos» y prospectivas de democracias participativas con reivindicaciones individualistas y pretensiones de auto-representación. Las causas de este fenómeno son múltiples. Entre ellas se pueden enumerar: la metamorfosis de los partidos, que se han hecho cada vez más «personales», es decir, instituciones en manos de líderes carismáticos o de lobbies (camarillas) que de hecho eligen y pilotan a los candidatos y elegidos, impidiendo a los ciudadanos el elegirlos y controlarlos; modalidad de gestión desde las cúpulas y no de manera democrática de los mismos partidos que pierden la función original mediadora entre sociedad civil e instituciones públicas; degradación moral de las clases diri-

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gentes y de los representantes, unido a la carencia de visión y de capacidades estratégicas, con la consiguiente caída en la confianza y desafección de los ciudadanos hacia las instituciones; políticas minimizadas respecto de la realidad presente y en relación con los bienes materiales; reducción de la política a «espectáculo» que favorece la aparición de personajes carentes de contenidos y de propuestas, sin capacidad de gestión ni de soluciones para encarar situaciones complejas como la actual: personajes promovidos por poderosas campañas mediáticas realizadas sin escatimar recursos. Todo esto provoca, como escribía el cardenal Bergoglio, ahora Papa Francisco, en un interesante ensayo aparecido con ocasión del bicentenario de Argentina, un verdadero y auténtico «divorcio» entre gobernantes o élite y pueblo17. Los primeros parecen vivir a una distancia cósmica respecto a las exigencias de la gente común, porque muchas veces se forman en ambientes y visiones alejados de sus exigencias. Los problemas de los pobres no son suficientemente considerados, como tampoco las crecientes desigualdades socioeconómicas que erosionan la democracia. Esta padece una deformación en sentido oligárquico y populista, y está marcada, a decir de los teóricos de la democracia participativa, por la «baja intensidad», como acaece en la democracia liberal contemporánea, cada vez más basada sobre la privatización de los bienes públicos, sobre la distancia creciente entre representantes y representados, y sobre una ciudadanía fundada sobre una inclusión política abstracta que de hecho conlleva una creciente exclusión social de los más débiles. A la base de la crisis de la democracia contemporánea y del correcto funcionamiento del instituto de representación se hallan potentes factores culturales, éticos y económicos, entre ellos el dominio de una cultura de tipo individualista y utilitario. El primado de lo individual y de lo particular por encima de todo y de todos se traduce en la fragmentación cultural y social, en la exaltación de la propia parte y del propio punto de vista, en la absolutización de la lógica y del interés corporativo, en la dificultad de encontrarse y dialogar18. Esto lleva a un repliegue sobre sí mismos, a la incapacidad de pensar y de moverse junto con los otros, de hacerse pueblo y de ser ciudadanos, dándose un proyecto compartido de desarrollo inclusivo y de participación internacional. El individualismo egoísta y utilitario invade el ethos del pueblo, infecta todos los sectores de la vida civil, incluido el de la economía y de las finanzas, las cuales son subordinadas al absoluto del corto plazo.

17. Cf. Bergoglio, J. M. (2013): «Noi come cittadini, noi come popolo», presentación de M. Toso, Librería Editrice Vaticana —Jaca Book, Ciudad del Vaticano— Milán, p. 31. 18. Cf. ib., p. 53.

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A los males contemporáneos de la democracia se desea responder desde diversos frentes mediante lo que los sociólogos y politólogos llaman «democracia líquida». Pero ¿la democracia líquida, que se coloca entre democracia directa y democracia representativa, está realmente en condiciones de resolver los problemas de la vida democrática? Cuando se habla de democracia líquida, se entiende un modelo de democracia reciente que ha acercado a la política —sobre todo— a las jóvenes generaciones. «Los resultados son conocidos: en el 2011 millares de jóvenes dan vida al movimiento de los Indignados; en el 2011 nace el movimiento Occupy Wall Street (ocupad Wall Street) en Estados Unidos; en el 2012 el Movimiento Cinco Estrellas, en Italia, elige este modelo como alternativa al sistema de los partidos: los inscritos participan, ora en los temas de la campaña electoral, ora en la selección de los candidatos, ora en los temas a votar a través de los fórum de la plataforma gratuita MeetUP (reuníos, juntaos). Los principios que regulan dicho modelo son dos: el uso de la Red y el sistema de las delegaciones. Este último impone a los elegidos "el vínculo de mandato", y ellos actúan como un cuerpo único; la fuerza del grupo es el absoluto anonimato. La confrontación y la discusión acaecen online: los argumentos son divididos por áreas temáticas y seleccionados en base a precisos órdenes del día. Los debates son apremiantes, y existe también el riesgo que no se deje ni siquiera el tiempo necesario para tomar decisiones ponderadas […] Aquellos que son contrarios se pueden abstener de la votación y pueden formular una propuesta alternativa. El procedimiento de participación tiene una regla de base: los ciudadanos participantes, para evitar la obligación de tomar decisiones sobre todos los temas de la agenda, eligen sus delegados con un sistema de delegación certificada (proxy vote) […]. La fase del voto cierra la discusión, mientras la plataforma online calcula los votos de cada decisión y establece los puntos del programa más votados»19. A partir de la experiencia de la democracia líquida, sin embargo, están, emergiendo algunos límites, que no ayudan a resolver los problemas contemporáneos de la democracia, sino que por el contrario parecen agravarlos. Entre los límites más relevantes se encuentran: el peligro de un nuevo oligarquismo, de una «dictadura de los activos» que acumulan un progresivo poder sobre el movimiento, porque los que controlan los medios de discusión están en condición de orientarlos y controlar los votos, el consenso y las decisiones; el peligro del populismo, dado que los elegidos están obligados a la obligación del mandato bajo la voluntad del líder, a quien se debe prestar juramento y fidelidad, mientras los entes intermedios (sindicatos, asociaciones, partidos) están excluidos del debate; además del hecho de que la mayoría de los electores termina, prácticamente, por 19.  Occhetta, F. (6 de abril de 2013): «La crisi della democrazia?» en La Civiltà Cattolica II, pp. 63-64.

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ignorar los debates en la red. En último análisis, la democracia líquida, corre el riesgo de caer en aquellos mismos males que quiere combatir. ¿Entonces qué otra vía hay para regenerar la democracia? Es preciso ante todo, sugiere el cardenal Bergoglio, reapropiarse de una democracia entendida como horizonte y estilo de vida, al interno de la cual dirimir y encontrando el consenso20; de una democracia que no abandona el instituto de la representación y lo renueva, y a la vez se completa como democracia participativa, cada vez más social21. Esto presupone que el sujeto de la democracia, es decir, el pueblo, recupere la unión moral y solidaria que lo caracteriza y lo compacta. Lo cual implica reabrir la política —y con la política la democracia— a una más amplia y auténtica «participación», comprendida como el sentirse todos parte de los demás y, por consiguiente, entrar en el juego por el bien de todos, seres fraternos involucrados en una búsqueda común de la verdad, del bien, de la belleza y de Dios. La política y la democracia deben ser expresión de personas-ciudadanos que se sienten convocados a crear una unión que tiende al bien común22. Antes que de un aumento cuantitativo de la participación de los ciudadanos, se trata de conseguir una mejora cualitativa, ética, del propio comportamiento, así como de revitalizar el estado de ánimo generalizado, dirigido hacia el pro-essere, hacia la confianza recíproca, hacia el sentido de pertenencia, hacia la colaboración sinérgica en la edificación de un Estado social democrático moderno. Es necesario ser y sentirse coautores de un proyecto común, cocreadores de un welfare social. Y esto, uniendo instituciones y sociedad, construyendo dispositivos virtuosos que permitan la ampliación del campo de los derechos y de los deberes, la consecución de los objetivos de la justicia social, así como el mejoramiento de la eficiencia de la actividad pública mediante oportunas sinergias entre lo privado y lo social. Significa, en otros términos, moverse en dirección de la construcción de una democracia «de alta intensidad». El Estado social democrático nace y está gobernado por la sociedad civil de manera solidaria y subsidiaria. Exige la reforma de los partidos tradicionales, ahora envueltos en dirigencias personalistas y gestiones antidemocráticas y arcaicas. También gracias a los modernos medios de comunicación, los partidos deben convertirse en canales de una participación más eficaz de los ciudadanos y de sus organizaciones.

20. Cf. Bergoglio, J. M. (2013): «Noi come cittadini, noi come popolo», p. 29. 21. Cf. ib., p. 32. 22. Cf. ib., p. 43.

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La cuestión de la democracia contemporánea no se reduce a mera cuestión de sistema político. Se trata, ante todo, de la progresiva inserción de la sociedad civil en las instituciones, lo que no excluye, sino que requiere, la existencia de una clase dirigente apta para su papel y, por ello, profesionalmente competente y dotada de sentido ético, además de una clara visión de las cosas. Para disponer de nuevos estilos de gobierno centrados en el servicio del prójimo y orientados al bien común, es indispensable la ejemplaridad del comportamiento y la coherencia de vida de cada representante que quiera ser un «verdadero dirigente»: en efecto, para ser verdaderamente tal, todo gobernante debe ser sobre todo un testigo23. El discurso de la preparación de nuevas élites se advierte más urgente si se piensa que la realización de una democracia de alta intensidad hoy se coloca en un contexto de globalización. La marcada interdependencia que se verifica en todos los sectores de la vida —y en particular en el económico y en el de la información— llama a realizar la democracia en el interior de los procesos que superan los confines territoriales y que exigen un nuevo pensamiento, nuevos proyectos, así como también nuevas instituciones que no supriman lo local, sino que lo trasciendan, con el fin de generar un ambiente que permita el pleno florecimiento del mismo. Pero no se debe ignorar que la crisis de representación y de participación de la democracia de nuestros días está acompañada por la crisis del principio unitivo, que es la autoridad, y de su ejercicio. La autoridad no solo se encuentra corroída a nivel nacional, sino que cada vez es menos comprendida y practicada como facultad de mandar conforme a la razón. Es la mayoría de las veces concebida como ejercicio de poder, de dominio, desligados del orden moral, de la ley moral natural. La crisis relativa a la autoridad es tan profunda y radical que su noción misma ha desaparecido casi del todo y, con ella, su dimensión antropológica y ética. Las consecuencias que de ello se derivan no son pocas. Entre otras, se pueden mencionar: el progresivo vaciamiento de los contenidos morales del Estado de derecho o, al lado opuesto, su absolutización, por lo cual se convierte con frecuencia en ideológico, arbitrario, sometido a las presiones culturales que, rechazando el parámetro de una razón integral, son inevitablemente portadoras de instancias parciales, insindacabile. Si la democracia no quiere ser presa de agnosticismos o relativismos escépticos, que la entregan a totalitarismos explícitos o engañosos (cf. CA n. 46), es necesario que la autoridad política no sea autorreferencial y reencuentre su vinculación con la ley moral natural. De esta manera puede encontrar su medida 23. Cf. ib., p. 32.

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ética también el elemento metodológico de la democracia, representado por el principio o criterio de la mayoría. Únicamente así pueden ser evitados fenómenos de prevaricación tanto de las mayorías como de las minorías. La racionalidad y la conformidad con el orden moral son esenciales para la autoridad política, a la cual la racionabilidad obliga a constituirse y ejercitarse, en su verdadera soberanía y universalidad24, no como fuerza bruta ni como fuerza que nace y se constituye en virtud de un hecho histórico casual, sino como potestad o facultad de mandar según la razón. Y esto por una triple razón. Ante todo, porque lo reclama un orden absoluto y universal: el orden metafísico-moral-jurídico, en cuyo ámbito es vivida la vida humana. En segundo lugar, porque es ejercida para la consecución del bien común, al cual es inmanente el reconocimiento y el respeto del orden moral, so pena de la arbitrariedad y pérdida de su legitimidad y obligatoriedad. En tercer lugar, porque tiene como destinatarios a personas racionales, es decir, sujetos libres y responsables. La autoridad que se fundara solo o principalmente sobre la amenaza, sobre el temor de castigos, sobre la promesa u oferta de premios, no movería eficazmente los seres humanos a trabajar por el bien común. Y si por casualidad lo lograse, esto no sería conforme con su dignidad de personas25. Únicamente manteniéndose fiel a los rasgos de la racionalidad y de la conformidad con el orden moral, la autoridad puede ser realmente útil a la persona, a la sociedad, al bien común. No ha de olvidarse, sin embargo, que la plena moralidad del ejercicio de la autoridad no es dada por la fidelidad a un ordo rationis abstracto, y menos por la realización de un buen estado de cosas cualesquiera (ética teleológica), sino por el poner acciones o procurar condiciones que concurran efectivamente a la actuación del bien humano en Dios. Es decir, su bondad moral no deriva de la promulgación de leyes, incluso perfectas, pero que difícilmente pueden ser observadas por la mayoría de los ciudadanos. Ni siquiera deriva de leyes exclusivamente centradas sobre aspectos, en el fondo, marginales o secundarios de la existencia, como el simple bienestar material, descuidando aquellos relativos al espíritu y a la esencia racional de la sociedad. La plena moralidad del ejercicio de la autoridad se ha de procurar sobre la base de una conciencia histórica no abandonada a sí misma, sino vigilada constantemente por una racionalidad especulativa y práctica, que juzga la coherencia entre conciencia histórica y ser humano, entre reivindicación de los derechos y dignidad de la persona. Gracias a una conciencia histórica vigilante y crítica, los falsos derechos son desenmascarados como traducciones distorsionadas y engañosas de la dignidad humana, extrañas a sus exigencias más profundas.

24.  Sobre los conceptos de verdadera soberanía y universalidad de la autoridad, véase ib. pp. 96-98. 25. Cf. Juan xxiii, Carta Encíclica Pacem in terris, n.º 21, en AAS 55 (1963) 254-304 (=PT).

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Más precisamente, el Estado de derecho recibe la medida de su eticidad y laicidad desde el exterior, de la sociedad civil pluralista, pero, sí, armónicamente convergente. No la puede asumir mediante un mero conocimiento racional, procedente de una filosofía totalmente separada del contexto histórico. No existe, en efecto, una pura evidencia racional independiente de la historia. En particular, el Estado laico de derechos recibe su sustento no de una razón nuda, sino de tradiciones culturales y religiosas preexistentes vividas críticamente. Lo recibe en concreto de una razón que, actuándose según los diversos grados del saber, madura en el interior de prácticas e instituciones a ella favorables, en la forma histórica de los diversos credos religiosos que conservan vivo el sentido ético de la existencia y de su trascendencia.

4.  El carácter decisivo de la verdad sobre el ser humano y sobre la sociedad para el futuro de la democracia Se ha hablado ya de la crisis multidimensional de la democracia de nuestros días. Es una crisis más que estructural. Es primariamente crisis de sentido, crisis ética. Por lo tanto, su superación se ha de buscar no solo en el plano de las reformas institucionales y de los procedimientos, quizás creando otros nuevos, adaptados a un contexto de globalización, sino comprometiéndose también en otros niveles más decisivos para el futuro de la democracia y de la humanidad. En primer lugar, emerge el nivel de la verdad acerca del ser humano y la sociedad. Si no fuese posible acceder, aunque sea solo imperfectamente, a la verdad ontológica y ética, pasando del fenómeno al fundamento, cualquier discurso y debate en torno a la democracia y a su valor humano no sería más que una mera pérdida de tiempo. En segundo lugar, es necesario desplegar energías en el plano de la existencia y de la unidad moral de los sujetos de la democracia. Para quien tiene interés por los éxitos del propio pueblo, se crea seguramente un problema, el declive de los partidos como arquitrabe de un sistema político fundado sobre la representación, no puede ser menos preocupante la profunda fragmentación del ethos, que conduce inexorablemente a las sociedades occidentales hacia la experiencia paradójica de Babel. El agnosticismo de fondo, la marcada divergencia entre las familias espirituales y culturales parecen peligros mortales para la democracia más que el dominio de poderosas oligarquías, más que los partidos personales, más que el así llamado directismo que intenta puentear la intermediación

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ineficaz de los partidos tradicionales, para llegar a incidir directamente en la gestión de la cosa pública26. ¿Qué cosa puede ayudar a las democracias occidentales a superar la crisis que las apresa en una trampa mortal? Ha llegado el momento de considerar las precondiciones gnoseológicas y ético-culturales de la democracia, que constituyen su unión moral, el acceso a una plataforma compartida de bienes-valores.

5.  Precondiciones gnoseológicas y ético-culturales de la democracia La democracia, forma de gobierno íntimamente conexa con el ser antropológico y ético de los pueblos, es inevitablemente animada y habitada por un dinamismo interior y espiritual, pero no abstracto, que emerge históricamente en el espacio y en el tiempo mediante la conciencia social de los ciudadanos, con su progreso y, desgraciadamente, con sus retrocesos. La vida moral de los pueblos, su percepción de los valores, así como sus prácticas y estilos de vida, constituyen el elemento propulsor y orientador de las democracias. Siendo expresión de personas libres y responsables, intrínsecamente sociales y relacionales, abiertas a la Trascendencia, constituyen, respecto al elemento estructural, aquello que da forma e invita a configuraciones cada vez más humanísticas. Como ya han detectado algunos pensadores católicos del siglo xx, entre ellos J. Maritain y E. Mounier, a lo largo del tiempo el cristianismo ha hecho germinar en las culturas receptoras un substrato de valores que, a su vez, han producido en el imaginario colectivo y en la realidad histórica un standard (modelo) de democracia de no retorno. Los valores de libertad, responsabilidad, igualdad y fraternidad sembrados en los surcos de la historia han fecundado paso a paso la naciente dimensión estructural de la democracia, haciéndola a ellos homogénea, al grado de aparecer hostil en relación con las visiones de la persona y de la sociedad que los contradicen. En la presente situación histórica, el agnosticismo dominante, el secularismo avanzado, la fragmentariedad del ethos producida por el multiculturalismo extendido, la multietnicidad y el particularismo localista están sometiendo a dura prueba la unión moral de los pueblos occidentales. Su conciencia social no consigue ya, por ejemplo, percibir como valores fundamentales el derecho a la vida del ser 26.  Respecto al directismo contemporáneo, véase Calise, M. (2000): «Il partito personale», Laterza, Roma- Bari, pp. 22-28.

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humano por nacer; la familia como sujeto colectivo; la dimensión comunitaria de los diversos credos religiosos; el bien común; la justicia social; la autoridad como facultad de mandar según la razón: estos valores, codificados en las diversas cartas constitucionales surgidas después de la Segunda Guerra Mundial. Por otra parte, la doctrina política de los pensadores contemporáneos más cotizados, que no parece estar en condiciones de ofrecer una salida de emergencia. Sus propuestas, si bien refinadas, parecen débiles y no resolutivas para predisponer una plataforma compartida y sólida de valores, porque no saben ofrecer una justificación racional convincente. Baste solo pensar en John Rawls y en Amartya Sen. Sea en el primer Rawls de Theory oj Justice27 (teoría de la justicia) de los años setenta como en el segundo Rawls de Liberalismo político28 de los años ochenta, la justicia y la solidaridad poseen una obligatoriedad que no demanda exigencias y necesidades fundamentales propias de la persona humana. No encuentran un fundamento objetivo en la constitución ontológica y moral del ser humano. Su justificación se apoya o en una razón de tipo kantiano, universal ciertamente, pero vacía de contenidos morales claros, o en una razón de tipo sociológico y, por ello, intrínsecamente imposibilitada para suministrar un fundamento crítico. Si en el primer Rawls se evidencia mayormente un individualismo radical, que rechaza la idea de contexto social, porque la persona humana, en definitiva, es concebida como un «todo perfecto y solitario», que interactúa con los otros de manera mecánica como si estuviera absolutamente indiferente y despegado de ellos29, en el segundo Rawls los individuos asumen su concreción individual y social, pero esto va en menoscabo de la universalidad de los valores comunes, que aparecen ligados a lo contingente, a un contexto cultural histórico. Ironía de la suerte: en el momento en que John Rawls, impelido por las objeciones de los comunitaristas, recupera la referencia al contexto comunitario, a la individualidad histórica de los ciudadanos, es criticado por Amartya Sen. Este, en vista de la realización de una justicia global, desacredita el procedimiento rawlsiano de tipo contractualista y afirma que prefiere el enfoque del espectador imparcial de Adam Smith30.

27. Cf. Rawls, J. (1971): «A Theory of Justice», The Belknap Press of The Harvard University Press, Cambridge, tr. it: Maffetore, S. [ed] (1983), Feltrinelli, Milán. 28.  Cf. JD., «Political Liberalism», Columbia University Press, New York 1933, tr. it.: «Liberalismo PoliticoComunità», Milán, 1994. 29. Cf. Rosanvallon, P. (1981): «La crise de l'Etat» Providence, Sevil, París tr. it.: Lo Stato providenza tra Liberalismo e socialismo, Armando, Roma 1984, pp. 86-94. 30. Cf. Sen A. (2002): «Globalizzazione e liertà», Mandadori, Milán, en particular las pp. 22-49.

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Sin embargo, porque el espectador imparcial smithiano no parece que deba ser guiado por un télos normativo de la vida humana, es fácil respaldar cualquiera de las potencialidades humanas de los individuos y de los pueblos, incluso las negativas. En efecto, hoy es exactamente este el mayor peligro que se debe evitar. Se encuentra en todas aquellas posiciones que, al frente del pluralismo amplio de las concepciones del bien, reaccionan proponiendo un mero procesalismo. La ausencia o la debilidad de un ethos mínimo compartido por todos, transforma en precario o diluido el libre consenso social, que debe animar la democracia formal o estructural. Síguese de esto que la democracia de las normas es inconsistente. El principio de mayoría —importante norma para el correcto funcionamiento de la democracia y para la formación de decisiones colectivas— privado de la referencia a bienes-valores ciertos, queda expuesto en gran parte a formas autoritarias, al decisionismo, al poder del que logra apoderarse de él. Por lo que respecta a las precondiciones gnoseológicas, para la Doctrina Social de la Iglesia (=DSI), la posición del escepticismo metodológico y el relativismo ético afín, que son premisas del nihilismo cultural, que banalizan la capacidad de lo verdadero y del bien, así como la de Dios. Semejante capacidad hay que reafirmarla con fuerza en nuestras sociedades multiculturales, en las cuales está prevaleciendo la opinión de la inconmensurabilidad entre las diversas concepciones del bien, con una especie de politeísmo de los valores en competencia conflictiva entre ellos, para expresarlo con el lenguaje de Max Weber, constituye la razón profunda de la igualdad entre los seres humanos. Los une en una búsqueda común, evidenciando en todos la posibilidad de converger en una verdad universalmente reconocible, aunque en la diversidad y en la relatividad de los enfoques. Está en la base del respeto del amor recíproco, de la tolerancia, de la amistad cívica. Sin una verdad que de alguna manera los comunique, no hay razón para respetar o tolerar las diversas concepciones del bien. La comunicación y el diálogo se hacen imposibles. Así el diálogo público, base de la vida política —como bien ha recalcado Hannah Harendt— desempeña una función eurística respecto de la verdad, solo si transmite la discusión y la argumentación, si mira a una verdad reconocible por todos; es en la confrontación como se enriquece el propio punto de vista. El diálogo, cumpliendo una función terapéutica como señalan los psicólogos, se realiza en su esencia profunda cuando los ciudadanos convergen sobre las nociones de verdad y de bien, y se comprometen a potenciarlos corresponsablemente como patrimonio común. En pocas palabras, el bien humano es reconocido como presente en el otro, quien lo hace aparecer semejante a nosotros y proporciona las razones de Corintios XIII  n.º 148

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la benevolencia, de la amistad, de la colaboración y de la justicia. Si existe un bien humano común, el otro ya no es extranjero. Su bien no me es extraño. Sino al contrario, en él el bien común, que en parte me pertenece, hay que amarlo y cultivarlo. Se comienza a ver al otro también con los ojos del corazón. Se convierte en un bien-persona, que hay que guardar, respetar, favorecer, colaborar con él. En efecto, el bien que hay en cada uno no es todo el bien humano posible. Es acrecentado mediante la práctica de la solidaridad. Para la DSI, la democracia subsiste en términos más humanos no solo gracias a opciones gnoseológicas precisas, que valoran la razón especulativa y práctica, sino también gracias a instituciones y ordenamientos, a prácticas, actitudes y estilos de vida que, cuando son acordes con la vocación comunitaria y relacional de las personas y de la sociedad, la convierten en un espacio donde las personas pueden experimentar y desarrollar su dimensión de trascendencia hacia el otro y hacia Dios. Para permitir a las personas conseguir la propia perfección, la democracia debe estar habitada por esferas de vida organizadas lo más posible como «comunión de personas», como un «nosotros» que trasciende el nosotros étnico, racial, mercantil, jurídico-contractual, donde el otro, cualquiera que sea, es querido y amado en última instancia por sí mismo, es considerado como un tú, es decir, como un sujeto libre y responsable, relacional, abierto a la trascendencia.

6.  ¿Qué consenso democrático? El alma antropológica y ética de la democracia, según el personalismo comunitario y relacional propuesto por la DSI, solicita que se reflexione el consenso social, el ejercicio de la autoridad, el uso del método de la mayoría en términos no meramente formales o legales. La democracia no es el régimen del número, sino el del derecho y, por tanto, implica una conexión con la moral. Volviendo al consenso social, hay que decir que, por indispensable que sea para indicar los valores compartidos, no los funda ex nihilo. Los revela, enucleándolos como válidos y universales, valiéndose de juicios éticos anteriores que no se realizan con criterios matemáticos o estadísticos. Lo específico de la DSI, a propósito del diálogo público, está justamente en la afirmación de que, si en las comunidades políticas contemporáneas es imprescindible el consenso social para acordar nuevos pactos, exigidos por otra parte por el cambio de circunstancias, los contenidos éticos de tal consenso no pueden

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reducirse a un mero aporte cultural o al resultado de un overlapping (solapado) consensus prevalentemente sociológico o fortuito, como parece emerger en el «segundo» John Rawls. Si así fuese, el diálogo público se asentaría sobre arenas movedizas de valores solo puntualmente acreditados por las conciencias de los ciudadanos, que,  sin embargo, no los creen objetivos, y por tanto en último término obligatorios. El consenso social y los diversos pactos, para la DSC, son ciertamente actos históricos —expresión de conciencias sociológica y culturalmente contextualizadas— pero también son momentos reveladores de bienes-valores, fruto de una búsqueda común de la verdad, del bien y de Dios. Por consiguiente, los bienesvalores que afloran en la conciencia no se encuentran en esa como un mero fruto histórico, heredado de la tradición o de la educación, como si fueran realidades provenientes completamente del exterior, y ni siquiera como un fenómeno espiritual pasajero, que encuentra correspondencia, en una intersección contingente, en más mundos interiores y en más familias culturales. Allí se encuentran reflexiva y críticamente como bienes en sí, enraizados en las inclinaciones del ser humano, unión indisoluble de cuerpo y alma, y que la conciencia reconoce y ordena según una imagen integral del ser humano, mediante un conocimiento especulativo y práctico, sapiencial. Por ello, el consenso social es con seguridad necesario para la comunidad política democrática, en orden a su existencia cohesionada y a su reforma profunda. Debe ser lo más amplio posible. Sin embargo, no es en definitiva válido para los fines políticos, que no pueden resultar normativos solamente a merced  de un acuerdo o de una votación mayoritaria. Lo que hace posible la comunidad política y democrática es seguramente el consenso, pero, aquello que cuenta mayormente es la capacidad constitutiva de los ciudadanos de estar orientados a la verdad, al bien, a Dios. Esto les permite formar parte de una comunidad política no por motivos extrínsecos, sino en razón de una estructura ontológica y ética que los inclina al bien común y los habilita para escoger las modalidades de la realización histórica del mismo a la luz de un imprescindible discernimiento entre el bien y el mal, entre lo justo e injusto.

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7.  La accesibilidad a los valores, el compartirlos en contexto de multiculturalidad. El diálogo posible sobre la base de la razón Para poder ser subsidiaria con relación al crecimiento de los pueblos, la democracia debe actuarse tanto en el plano estructural como en el sustancial, en términos antropológicos y éticos adecuados. Debe convertirse en ambiente, o sea, conjunto de condiciones psicológicas, morales, económicas, religiosas y culturales31 que consientan a la dignidad humana de todo ser humano ser respetada y promovida. Exactamente con referencia al aspecto antropológico y ético, la cultura actual está llamada a afrontar seriamente, por lo menos, dos órdenes de problemas, que han emergido ya en las precedentes reflexiones y que en ningún modo son marginales al destino futuro de la democracia: la accesibilidad a los valores y su compartición en un contexto de multiculturalismo extendido; la relación entre conciencia histórica de los pueblos y derechos del ser humano. Dada su perentoriedad los consideraremos uno por uno. Afrontamos en este apartado ante todo el imprescindible problema de la accesibilidad a valores comunes por parte de todos los ciudadanos. En efecto, si, como se ha ya afirmado, la democracia, aun teniendo un aspecto fuertemente formal, no puede prescindir de un alma ética, es necesario que, a pesar del agnosticismo y el relativismo ético dominantes, sea detectable una plataforma de valores comunes, a los cuales se atribuya un significado ante todo unívoco. Pero ¿cuáles son las condiciones para encontrar valores universalmente compartidos, más allá de los diversos sistemas ético-cultuales a los que se pertenece? Es esta la preocupación de muchos pensadores contemporáneos. ¿Cómo salir del impasse (atolladero) del pluralismo absoluto, ni dialogante, ni razonable que vuelve al multiculturalismo humanamente y políticamente inmanejable? Si existe de hecho una unificación técnico-práctica entre las culturas, ¿es realmente imposible y no sugerible una correspondiente unificación en el plano ético-cultural? ¿Sobre qué bases buscarla? 31.  A este respecto véase P. Pavan, (2003): «La democrazia e le sue ragioni», Studium, Roma, pp. 171-179.

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Es este el problema de la existencia o no de un principio unificador de las multiplicidades culturales. Según Francesco Botturi, no es distinto del principio tradicional del pluralismo cultural intersocietario, del cual se ha ocupado con insistencia la filosofía contemporánea y que, en las democracias europeas, obliga ahora a la confrontación con figuras culturales externas a la tradición occidental32. La cuestión de un principio que unifique la multiplicidad cultural no se resuelve a la manera de los neoliberales y de los neocomunitarios. Es menester superar los extremismos tanto del universalismo apriorístico y abstracto como del contextualismo. Emblemáticos de tales soluciones insatisfactorias son los intentos de John Rawls y de Alasdair MacIntyre33. El problema del multiculturalismo, como problema de la convivencia de diversos componentes étnicos y culturales, puede ser afrontado y puede encontrar justificación razonable en una prospectiva de comunicación mínima como punto de partida, solo si se reconoce presente y operativa en toda tradición la búsqueda de la verdad y del bien. Solamente así reunidas y unificadas son posibles la comunicación y la valorización de las tradiciones y de las legítimas diferencias, entendiéndolas como riqueza expresiva del universal humano concreto que es único, aun diferenciándose por aspectos étnicos, religiosos. En resumen, existe un principio unificador de las multiplicidades culturales, porque existe en toda tradición una naturaleza común que las abre desde dentro a la comunicación recíproca y a compartir los valores. La posibilidad radical de la comunicación entre las personas y culturas no puede ser reconocida procediendo con un método filosófico de estampa idealista que busca, como desde el exterior, puntos de contacto entre realidades radicalmente inconmensurables. Una comunicación real y fructuosa no es posible sobre la base de un mínimo común denominador unificador, neutral y extrínseco a todas las tradiciones, quizá establecido desde el punto de vista de un espectador imparcial, sino gracias a un elemento común que habita las estructuras en su germinal apertura recíproca. Se da la posibilidad de la comunicación desde el principio o no se da en ningún caso. Esto puede ser reconocido y comprendido sólo gracias a un método realista y crítico, que diversos pensadores han puesto como alma de su filosofía, para el cual hay conmensurabilidad y, por tanto, posibilidad de comunicación entre diversas culturas y concepciones del bien, en cuanto son expresión de una búsqueda de la verdad que une a todos. Tiene sentido comprometerse en una comparación razonable entre diversas culturas si, mediante discusión y argumentación, se mira a una verdad conocible por todos, que es tal en ra32.  Cf. Botturi, F. (2001): «Pluralismo culturale e unità politica nella globalizzazione postmoderna», en AA.VV., Per un dialogo interculturale». V Cesareo [ed], Vita e Pensiero, Milán, pp. 13-26. 33.  A este respecto nos permitimos reenviar al texto de Toso, M. (2005): «Democrazia e Libertá. Lacitá altre il neoilluminismo postmoderno», LAS, Roma, pp. 71-74.

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zón de la natural capacidad de cada uno de acceder a la verdad y al bien, a Dios. De otra manera, queda solo la alternativa de la incomunicabilidad radical entre las tradiciones y las visiones de bien, con la consecuencia de que toda comunicación social y todo diálogo público, indispensable para la convivencia democrática de cada pueblo, permanezcan cerrados o fuertemente afectados.

8.  Conciencia de los pueblos y derechos del ser humano Como se ha ya enfatizado, aunque sea indirectamente, el elemento sustancial y específico de la democracia es dado por el reconocimiento de los derechos de la persona humana. Ellos constituyen una plataforma universal a la que apelan todos los pueblos y todas las familias culturales. También la DSI ha afirmado en repetidas ocasiones que ellos deben ser considerados como directrices de realización del bien común nacional y mundial. Sin embargo, en nuestros días debemos advertir que a su universalización y a su estabilidad en las conciencias de los pueblos se interponen numerosos obstáculos que terminan por poner en riesgo la sustancia ética y la solidez de los ordenamientos jurídicos, fundamento de la democracia (cf. CA 47)34. Las conciencias de los pueblos, lugar epifánico de los derechos y de los deberes, no parecen constantes en percibirlos como tales y, por ello, han sido irregulares en el garantizar su absolutez e incontrovertibilidad. Entonces, en vista de una democracia más plena, no se trata solo de tutelar y promover todos los derechos en cuanto son interdependientes e indivisibles, sino que es necesario asumirlos en las conciencias y especificarlos en el orden jurídico como manifestación de la vida moral de los ciudadanos, que aspiran a la realización humana en Dios. Por ello es menester hacer hincapié sobre la dimensión suprahistórica de la conciencia. Entre las dificultades que se encuentran se pueden enumerar: 1. La multiplicidad de las interpretaciones de los contenidos de los derechos: a la codificación universal de los derechos corresponde con frecuencia, en nuestras sociedades multiculturales, una babel de significados. A la vez algunos países orientales, aun reconociendo los derechos del ser humano, rechazan su interpretación occidental. 34. Cf. Juan Pablo ii (1991): «Centesimus annus (=CA)», Librería Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano.

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2. La frecuente confusión del derecho con el arbitrio: no son pocos los que entienden sus derechos como pretensiones individualistas, ilimitadas, hasta el punto de ignorar el derecho ajeno, como si no existieran también los deberes. En referencia a los derechos, es necesario que se repiense la libertad. De hecho, la libertad no consiste en la simple posibilidad de hacer o no hacer lo que se quiere. Al contrario, esa está intrínsecamente marcada por aquella racionalidad para la cual nuestro ser de personas no es concebible fuera de un tejido de relaciones con los otros, mediante los cuales recibimos y, a la vez, damos. Para realizarse de manera auténtica, no unilateral e ilusoria, nuestra libertad no solo debe respetar el derecho del otro, sino que debe hacerse cargo de él y promoverlo. Esto último es condición de nuestro mismo bien. 3. Las renacientes ideologías liberales, según las cuales los derechos sociales serían una variable independiente de los mercados. Ellos no serían parte integrante de los derechos propios del ciudadano. Pues bien, semejantes visiones cuestionan el nexo inseparable entre derechos civiles, políticos y derechos sociales, y entre estos últimos y la ciudadanía democrática. Sin los derechos sociales, los derechos civiles y políticos se banalizan, quedan impracticables. Sin los derechos sociales, no se da una democracia sustancial o «de alta intensidad». La promoción de una categoría de derechos es garantía del pleno respeto de todas las categorías de los derechos humanos. Una categoría de derechos no puede ser promovida sin la promoción simultánea de las otras categorías. Son estas algunas de las causas que impiden a las conciencias de los pueblos mantener una relación estable con los derechos de cada ser humano. Es menester educar la conciencia de los pueblos, no únicamente para discernir el verdadero bien del ser humano y las exigencias morales para realizarlo en orden a la felicidad personal y a la convivencia social ordenada y pacífica, sino también a convertirse en conciencia recta y estable porque, a causa de la maldad y de la debilidad humanas, ella es capaz de traicionar o de borrar incluso los derechos de los ordenamientos jurídicos. Es necesario educar las conciencias mediante prácticas de vida virtuosa, haciendo crecer a las personas en instituciones, organizaciones, asociaciones, empresas donde es permitido experimentar la propia dimensión de trascendencia, tanto horizontal como vertical. Mediante la educación de la conciencia hacia la rectitud, los seres humanos son anclados más sólidamente en una cuestión moral común. Buscan y encuentran con más facilidad, según la verdad y la justicia, las soluciones a los numerosos problemas, que convocan a la ciudadanía a emitir juicios puntuales acerca del bien humano, lo justo y lo  injusto, el derecho y el arbitrio.

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Si la educación en los diversos espacios por excelencia, la obra de la ley moral es blanda o carente, las conciencias no aprenden a reconocer ágilmente su dictamen y quedan en alto grado expuestas al arbitrio, con la consiguiente pérdida de la verdad y, por consiguiente, de la libertad. Dicho de otra manera, la rectitud de los ciudadanos es fruto, en particular, de la educación en las grandes virtudes cardinales. Estas perfeccionan las facultades intelectivas y prácticas, como también las conciencias de los ciudadanos, tendiendo con más firmeza y perseverancia a la verdad, al bien, a Dios, son puestas en condiciones de no caer en la dramática confusión entre el bien y el mal, sancionando como derecho lo que es delito. Pero aquí, queremos sostener en particular que la afirmación universal de los derechos del ser humano, en nuestros tiempos, es indispensable, además de la educación de la conciencia de los pueblos, la búsqueda de su fundamento metapositivo y racional, junto con la laicidad del Estado. Desgraciadamente, en una situación de pluralismo cultural con frecuencia extendido y, por ello, con la imposibilidad práctica de una convergencia mínima, se dice que uno debería contentarse con verificar los derechos así como son percibidos por el ethos popular vigente, con frecuencia desenfocado o manipulado por los medios de comunicación social. Esta posición no permite establecer un examen crítico acerca de la rectitud de la conciencia popular y expone a la exploración del simple dato histórico. En esta línea se colocan el americano Richard Rorty y los italianos Gianni Vattimo y Norberto Bobbio, muerto en 2004, quien pensaba que la búsqueda de un fundamento indiscutible para los derechos era una empresa desesperada. Sin embargo,  sin tal fundamento los derechos no serían incontestables, sino momentos pasajeros de la conciencia histórica. No se podría proceder a distinguir los derechos verdaderos de los falsos. De este modo se está ante una encrucijada. O se admite que los derechos son controvertibles y, por tanto, mudables, o se procede a la búsqueda de un fundamento incontrovertible para las normas morales y para los derechos. Como enseñan la DSI y el mismo Tomás de Aquino, el fundamento incontrovertible de la ley moral y de los derechos hay que buscarlo en el ser humano en cuanto capax —no se trata solo de capacidad intelectual, sino también moral, sobre la base de la libertad y de la responsabilidad…—, veri, boni et Dei. Se puede pensar que todas las culturas, a pesar de su diversidad, aceptan universalmente los derechos y los hacen remontar a un fundamento objetivo, cuando se reconocen partícipes de una búsqueda común del verdadero bien humano, búsqueda que puede alcanzar la ley moral, la cual está sembrada por Dios en las conciencias. Es en la capacidad humana de perseguir la búsqueda del bien, de reconocerlo, de adherir a él libremente orientándose hacia Dios, donde se 42

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encuentra el fundamento de la inviolabilidad de la dignidad de la persona y de sus derechos. Tal fundamento, entre otras cosas, ofrece la razón de la benevolencia y del respeto del otro, de la colaboración en empresas comunes, de la inviolabilidad de las normas de la justicia, que deben permitir a cada uno la búsqueda de los bienes necesarios, comprendido el Bien sumo, Dios. Con esta premisa, he aquí algunos puntos fundamentales para la educación de la conciencia de los pueblos: 1. Mostrar a todo ser humano que en él está ínsita una capacidad natural de conocer, de querer, de elegir la verdad, el bien y a Dios, aunque sea paso a paso dentro de las propias limitaciones. Si el verdadero bien humano no fuese accesible, no se podría reconocer un fundamento seguro para los derechos, necesario para discernir acerca de su autenticidad y para no confundirlos con la arbitrariedad. 2. Además de formar en los derechos, formar también en los deberes correlativos (al derecho del trabajo corresponde el deber de trabajar, al derecho al estudio corresponde estudiar, y así sucesivamente). 3. Cuidar, en paralelo a la dimensión histórica, la dimensión suprahistórica de la conciencia. En efecto, si la conciencia colectiva es falible y puede ser inconstante, hay que fortalecer el engarce suprahistórico del que está dotada por naturaleza, para que permanezca fiel en el mayor grado posible a los derechos fundamentales. 4. Pensar en los derechos del ser humano no prescindiendo de Dios, antes bien, teniendo como parámetro fundamental la realización humana en él. La historia del derecho, desde Hugo Grozio hasta nuestros días, muestra que el intento de pensar en los derechos separándolos del fundamento del orden moral, es decir, de Dios, lleva al vaciamiento de sus contenidos y conduce a una laicidad desemantizada del Estado. 5. Acostumbrar al uso crítico de los medios (de comunicación), que poseen una fuerte capacidad para formar las conciencias ya adormeciéndolas mediante la cultura del consumo y de la violencia despertándolas, como sucedió a propósito de la guerra en Iraq, presentando las despreciables acciones llevadas a cabo por los descendientes de Caín.

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9.  La función correctora de la religión, o bien la recuperación de una razón práctica integral, abierta a la Trascendencia Para Benedicto XVI, las normas necesarias a la vida recta de los gobiernos democráticos son de por sí formulables con las simples fuerzas de la razón, sin que deban ser involucrados los contenidos de la revelación. Y esto, porque la razón del ser humano ha sido creada por Dios con una capacidad semejante, que por eso es innata. Siempre según el pontífice, la religión, que no tiene el cometido de proporcionar a los gobiernos las mencionadas normas o de dar soluciones políticas concretas, pero tiene una propia función específica, de ayudar a la razón, purificándola e iluminándola en el descubrimiento y en la formulación correcta de los principios morales objetivos35. Se trata de un papel auxiliar, «corrector», que presupone la previa capacidad de conocer la verdad y el bien por parte de la razón. La religión, por tanto, sostiene la razón para que supere su fragilidad y ofuscamientos momentáneos o contingentes. La CIV, en particular, nos ha hecho y nos hace comprender cómo la religión o, mejor dicho, cómo una reflexión teológica adecuada sobre la experiencia religiosa puede concretamente ayudar tanto a la razón a ser ella misma, como a poner la democracia al servicio del desarrollo integral del ser humano. Permaneciendo en la Caridad y en la Verdad de Cristo, el télos humano se ha hecho accesible a todos36. En él, la capacidad innata de verdad, de bien y de 35. Cf. Benedicto xvi (2011): «Discurso en el Westminster Hall, en Una nueva cultura per un nuovo umanesimo. I grandi discorsi de Benedicto xvi,» L. Leuzzi [ed], Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano, pp. 127-133. 36.  La vida en comunión con Cristo, son Su modo de pensar y de amar, acrecienta en sus potencialidades humanas las capacidades cogniscitivas y volitivas de las personas, así como las correspectivas virtudes. La experiencia de una existencia de comunión con la Caridad y la Verdad, introduce en un horizonte sapiencial que permite acceder, gracias a al transdiciplinariedad en él implícita, a esas síntesis humanísticas que son indispensables para una visión no fragmentaria del desarrollo. La «caridad en la verdad» consiste en acceder a un contexto de sentido que, superándolos y concretizándolos, comprende muchos saberes, respetándolos en sus competencias específicas, armonizándolos en un todo interdisciplinar. En dicha síntesis, hecha de unidad y de distinción, las ciencias positivas se abren y se integran con las ciencias prescriptivas y metafísicas; la fe dialoga con la razón sin jamás precindir de las conclusiones de esta y sin contradecir los resultados, más aún incluyéndolos. Dentro de un semejante vientre sapiencial, en el cual convergen saberes racionales y suprarracionales —estos últimos revelados, no irracionales, más precisamente suprarracionales—, los conocimientos humanos, insuficientes para indicar por sí solos la vía hacia el desarrollo integral del ser humano, son llamados a ampliarse y a ir aún más allá de sí mismos. Ya que parte del punto de vista confesional de la Revelación, la prospectiva de la «caridad de la verdad» podría aparecer como una limitación de campo en el enfoque de los problemas sociales, pero en realidad no es así, sino que abre prospectivas teórico-prácticas.

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Dios, presente en toda persona —con independencia de la raza, de la cultura de la misma opción religiosa—, es reforzada, curada de su debilidad. Viviendo en Cristo una existencia de plena comunión con Dios, toda persona es en mayor medida estabilizada en su relación con la Suma Verdad y el Sumo Bien, sobre cuya base se estructura el propio télos normativo, como conjunto de bienes ordenados entre ellos por el amor a Dios. Gracias a un télos humano, hecho por Cristo Jesús más gozoso en el plano universal y más cierto, gracias a la recuperación de la moral natural que consiste justamente en el ordenar y regular el deseo humano en vista del telos personal y común, aumenta la motivación —motus ad actionem— a la benevolencia recíproca, a la fraternidad, a la colaboración en adquisición del bien común. Los propios deseos e intereses no prevalecen, pero son guiados y regulados según las exigencias del bien universal. El desarrollo social es perseguido como conjunto de condiciones que favorecen la plenitud del ser humano. La recuperación del télos humano en el orden moral, para Benedicto XVI, es especialmente decisivo en el repensar el desarrollo social, en toda la complejidad de sus articulaciones y especificaciones. Y ello, básicamente, porque favorece la superación de aquellas dicotomías éticas de la modernidad que estructuran y desemantizan el desarrollo tanto integral como social. Con el restablecimiento de un télos normativo, la conducta de los ciudadanos es pensada y actuada como un todo interdependiente, en el que no se dan separaciones o contraposiciones entre los bienes, entre ética y verdad, entre ética personal y ética pública, entre ética de la vida y ética social, entre ética y finanza, entre trabajo y riqueza, entre ética y mercado, entre ética y técnica, entre ética ambiental y ecología humana, entre fraternidad y justicia social. Para el desarrollo integral y social, la CIV postula una ética de primera persona, es decir, pensada sobre el fundamento de la intrínseca capacidad de todo sujeto humano de tender al bien perfecto, a Dios. Y esto, al contrario de cuanto sucede últimamente en las éticas seculares, éticas de tercera persona, escépticas acerca del conocimiento de la verdad, del bien y de Dios, que no conducen a la colaboración según la justicia entre individuos que no raramente se creen libres para perseguir cualquier fin. Ni tampoco conducen a un buen estado de cosas, porque optimizan el lucro medio de la sociedad, dejando de lado a los ciudadanos más débiles, incapaces de diálogo o de contratación. En conclusión, la religión o, mejor, una reflexión crítica sobre la experiencia religiosa, ayudan a recuperar una razón práctica integral, en cuanto la colocan en un amplio contexto de vida y de saberes que, mientras relativizan su pretensión de ser la única fuente de las normas, la refuerzan, indicando la dimensión metasociológica y metahistórica, que superando lo fenoménico —sin negarlo, por otra parte— les permite formular el télos humano, o sea, un conjunto de bienes ordenado sobre la base del metro de medida que es el Sumo Bien. Corintios XIII  n.º 148

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10. La función purificadora de la razón en relación de las distorsiones de la religión La religión no siempre está disponible para ejercer un ministerio de purificación de la razón. Esto sucede, recuerda Benedicto XVI, cuando la religión padece distorsiones a causa del sectarismo y del fundamentalismo. La religión, entonces, antes que ser «recurso» para la sociedad y para la democracia, se convierte en un problema que hay que resolver. ¿Cómo purificar la experiencia religiosa de racionalismos deletéreos para ella y para la sociedad? Como el pontífice ha enseñado en la CIV, esto es posible únicamente sobre la base de un juicio ético que se estructura gracias a una razón no aprisionada en lo empírico, sino abierta a la integralidad de la verdad y al Trascendente. Una racionalidad de este tipo subsiste y se ejerce solamente dentro de un discernimiento basado y centrado en la caridad y en la verdad (cf. CIV n. 55). La experiencia cognoscitiva, propia de la caridad en la verdad, hace emerger de su seno el criterio «todo el ser humano y todos los seres humanos», que permite juzgar y purificar todas las religiones, estructurándolas coherentemente en su esencia.

11. Conclusión: una laicidad positiva; las religiones, recurso y fuerza de la democracia La resemantización de la laicidad de un Estado democrático presupone una sustancial confianza en la persona humana, en su razón, capaz de conocer la verdad y el bien, pero que también es falible, en la conciencia moral. Frente al fenómeno moderno y posmoderno de la desemantización progresiva de la laicidad, a causa de la consolidación de una cultura cada vez más secularizada que penetra en el secularismo, resulta indispensable, como ha sido pedido repetidas veces por Benedicto XVI, un compromiso pluriarticulado dirigido al redescubrimiento de una razón integral y a la difusión de un ethos abierto a la Trascendencia, así como a la realización de una nueva evangelización. Esta parece esencial no solo en orden al anuncio primario de Cristo Salvador en una sociedad multiétnica y multirreligiosa, sino también para la liberación y la humanización de las culturas y de los ethos, que sirven de fundamento a los ordenamientos jurídicos y de la laicidad del Estado democrático. 46

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El Estado laico de derecho, frente al primado de la persona y de la sociedad civil, no puede considerarse fuente de la verdad y de la moral sobre la base de una doctrina propia o ideología. Él, como ya hemos afirmado, recibe del exterior, de la sociedad civil pluralista y armónicamente convergente, la indispensable medida de conocimiento y de verdad acerca del bien del ser humano y de los grupos. El intento actual de apartar la religión de la esfera pública mientras por un lado promete una y otra vez hacer más vivible y pacífica la vida democrática, por el otro provoca su debilitamiento, porque le roba la linfa vital. En efecto, una sana democracia tiene necesidad de reconocer las creencias personales y su pertenencia comunitaria. No le puede bastar ni una «religión civil», reconocida sólo sobre la base de un mero consenso social —una «religión» así se funda sobre bases morales frágiles y mudables como las modas—, ni una religión encerrada en lo privado, es decir, concebida como opción subjetiva, irracional, y por ello irrelevante o incluso dañina para la vida social. Ni tampoco le ayuda una religión que mortifique la dignidad de las personas y su realización humana según una trascendencia horizontal y vertical. La dimensión religiosa de la persona no se exilia de la universalidad de la razón, a lo sumo la trasciende, sin contradecirla. La fe de los ciudadanos, como las correspondientes comunidades religiosas que la educan, alimenta aquel «capital social», hecho de racionalidades estables, de estilos de vida, de valores compartidos, de amistad civil, de fraternidad, de los cuales ninguna democracia puede prescindir, si no quiere reducirse a pura administración conflictiva de intereses dispares. Si esto es verdad, las democracias deben cultivar hacia las religiones una actitud de apertura no pasiva sino activa, en el sentido de que deben reconocer y promover, por lo que concierne a su competencia, el espacio público —bien distinto de la institución estatal y presente en la misma sociedad civil— donde se forman aquellas familias espirituales y culturales, aquel ethos que las vivifica especialmente en la edificación plural y convergente del bien común. El Estado, como aparato, como conjunto de procedimientos, garantizará consiguientemente a las creencias personales y a las comunidades religiosas la posibilidad de ofrecer su propuesta de vida buena, regulándolas en la libre comparación democrática, pública y múltiple37. La verdadera tolerancia se funda sobre la libertad religiosa y no sobre el rechazo de las religiones. La laicidad del Estado no quiere decir neutralidad frente a las diversas religiones. Significa, por el contrario, acogida y, a la par, imparcialidad, o sea, reconocimiento sin injustos privilegios para ninguna. Madrid, septiembre 2013 37. Cf. Scola, A. (2007): «Una nuova laicità» Marsilio, Padua, pp. 44-45.

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4. Códigos éticos en la administración pública D. Jesús Avezuela Letrado del Consejo de Estado

Resumen Desde la creación del Estado, la cuestión moral y ética ha sido uno de los principales temas a reflexionar y tener en cuenta. Por ello, y sobre todo en la actualidad, es importante el cumplimiento de los códigos éticos en la función pública. Al no tener naturaleza jurídica, sino moral, requieren de seguimiento y compromiso personal; así, los empleados públicos deben asumir como propios los principios éticos y aplicarlos a su actuación personal para así garantizar la satisfacción de la pluralidad de intereses de los ciudadanos. El autor centra su temática en la importancia de aplicar los códigos éticos en la administración, así como también lanza un recordatorio de aquellos principios o recomendaciones de ética en el servicio público.

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Me es muy grato sumarme a estas jornadas a las que he sido invitado por la Fundación Pablo VI, de lo que me siento muy honrado y agradecido por muchas razones, algunas de las cuales reitero siempre que me siento aquí. En esas habitaciones que desde estas butacas se vislumbran, las del Colegio León XIII, pasé tres años de mi vida preparando las oposiciones al Consejo de Estado. Desde luego, cualquiera de mis compañeros del Consejo de Estado habría tratado con mayor brillantez el tema que ahora se me propone acerca de una reflexión sobre los códigos éticos en el ámbito de la política o, más concretamente, de la Administración Pública. En todo caso, insisto, agradezco mucho esta invitación y, por supuesto, felicito a sus organizadores. Precisamente, me van a permitir que comience esta ponencia con una cita de mi admirado colega D. Leandro Martínez-Cardós, cuya magnífica obra, Técnica normativa, comenzaba del siguiente modo: «Dice la tradición, quizás leyenda, quizás historia, que el Dios-Luna, Sin, o tal vez el Dios Shamash, llamó a Sin-Mullaabit, rey de Babilonia y le exhortó a dictar una Ley del Rey (Decretos de Equidad) con las siguientes recomendaciones: ¡habla poco, habla claro, hablar cierto, habla bien y habla bello! Y sobre todo, ¡sé justo!»1.

Tales recomendaciones, que, como el autor decía, encierran el auténtico canon del servidor público (en este caso, legislador), compartirán conmigo, que, en ocasiones, dista mucho de la técnica administrativa empleada. Como ha señalado una de las más recientes tesis sobre la ética pública (Óscar Diego Bautista), la ética aplicada a la función pública es de vital importancia porque tiene como eje central la idea de servicio, es decir, las tareas y actividades que realizan los servidores públicos están orientadas a la satisfacción de la pluralidad de intereses de los miembros de la comunidad política. Es además un poderoso mecanismo de control de las arbitrariedades y antivalores practicados en el uso del poder público. Es un factor esencial para la creación y el mantenimiento de la confianza en la administración y sus instituciones. También es un instrumento clave para elevar la calidad de la política y la gestión pública gracias a la conducta honesta, eficiente e integra de los servidores públicos. La excelencia de los asuntos de la gestión pública se podrá alcanzar si se cuenta con servidores públicos con sólidos criterios de conducta ética. Entiendo que la reflexión que en estas jornadas se propone y a la que debo contribuir en la modesta medida de mis posibilidades pretende, entre otras 1.  Martínez-Cardós Ruiz, L.. (2002): Técnica normativa, Escuela de Práctica Jurídica, Universidad Complutense de Madrid, quien a su vez obtuvo la cita de Cruveilhier (1937): Introduction au Code d’Hammourabi, París, pp. 37 y siguientes.

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cosas, abogar por una mejora en el ámbito de los derechos y deberes de los servidores públicos, especialmente desde el campo de la ética pública, tarea que no puede calificarse de otro modo más que de harto ambiciosa.

1. Unos apuntes históricos La ética, en el ámbito de lo público, ha sido invocada desde tiempos antiguos, pudiéndose remontar, incluso, al Código Hammurabi o la Ética a Nicómaco, de Aristóteles o, siglos después, la ética de la responsabilidad de Max Weber. Uno de los referentes cronológicos que han fijado los estudiosos de la ética pública ha sido el escándalo ocurrido en los años setenta (el caso Watergate), que terminó con la renuncia del Presidente de los Estados Unidos Richard Nixon. Recordarán que, en junio de 1972, fueron arrestadas cinco personas por entrar (violando los controles de seguridad) en el edificio Watergate, en las orillas del río Potomac, Washington, D. C., edificio que albergaba las oficinas del Partido Demócrata. En el transcurso de la detención se descubrió que estas personas eran miembros de la CIA, pertenecientes a la denominada «Operación 40» (una operación secreta dentro de la CIA que estaba destinada a derrocar jefes de Estado de otros países) y que fueron contratados y pagados por Howard Hunt y Gordon Liddy, del equipo del comité de reelección del Presidente Nixon; todos ellos fueron imputados por conspiración, robo y violación de las leyes federales sobre intervención de las comunicaciones. Carl Bernstein y Bob Woodward, dos periodistas del Washington Post, fueron alertados por un anónimo (Garganta Profunda) de que el espionaje llevado a cabo en la sede del Partido Demócrata había sido diseñado directamente por asesores del Presidente Nixon y que de él era conocedor el propio Presidente. Nixon se refugió en la inmunidad presidencial para facilitar pruebas, comunicaciones, grabaciones… Finalmente, tras aprobarse un proceso de impeachment contra Nixon, éste presentó su dimisión en un mensaje televisivo muy recordado, en 1974. El Vicepresidente Gerald Ford le sucedió y lo primero que hizo fue indultar a Nixon (el cine ha reflejado esta fascinante historia en varias de sus películas, de las que pueden recomendarse, entre otras muchas, la de los años setenta, Todos los hombres del Presidente o, más recientemente, Frost/Nixon). Este suceso generó ríos de tinta acerca de las posibles conductas antiéticas de los funcionarios o gobiernos y, de hecho, en Estados Unidos se aprobó la Ley de Ética del Gobierno, creándose la Oficina de Ética.

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Pese a este tipo de escándalos, como ha señalado Óscar Diego Bautista, en su tesis doctoral sobre la ética en la gestión pública, la ética no se situaba en el foco de atención de los investigadores y de los estudiosos de los asuntos públicos. Señala el citado autor una serie de hitos que conviene tener en cuenta: •  E n 1976, la Asociación Internacional de Escuelas e Institutos de Administración Pública (su acrónimo en inglés, IASIA), que agrupa los distintos organismos de estudio de la Administración Pública (como el INAP, Instituto Nacional de Administración Pública en España), acordó instar a varios de estos centros a que incorporasen la ética como asignatura para la formación de sus empleados y gestores públicos. •  T  ambién, en 1981, la IASIA convocó una reunión para tratar los principios de conducta y principios éticos, así como la responsabilidad en el servicio público; allí se acordó desarrollar programas de ética para funcionarios y se insistió en la necesidad de reforzar códigos de ética y medidas anticorrupción. Son pocos los programas de oposiciones en nuestro país que incorporan un tema específico sobre ética pública (por ejemplo, en el de oposiciones de la Dirección General de Tráfico); normalmente el estudio se hace dentro de los temas generales del estatuto básico del empleado público. •  E n 1983, se celebró en Washington, D. C, el Primer Congreso Internacional de Ética Pública. Estuvo organizado por la Oficina de Ética Pública y por la Agencia de Información de los Estados Unidos2. •  E n 1987, también en los Estados Unidos, la Asociación Nacional de Escuelas de Administración Pública dispuso que los programas de formación de las escuelas e institutos de Administración Pública potenciasen los valores, conocimientos y capacidades de los servidores públicos para una atención administrativa ética y eficaz. •  E n la década de los noventa se realizaron de manera bianual diferentes conferencias internacionales sobre ética en el Gobierno: en 1997, en Lima; en 1999 se celebró en Durbán (Sudáfrica); en 2001, se realizó la décima conferencia en Praga, y en el año  2003 fue en Seúl. •  Igualmente, en la década de los noventa es cuando empiezan a surgir diversas manifestaciones en los gobiernos por instrumentar la ética en sus respectivas administraciones. Además del caso norteamericano an2.  García Mexía, P. «Reflexiones al hilo del I Congreso Internacional de Ética Pública», en: Revista de Administración Pública n.º. 136, enero-abril 1995, p. 497.

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tes citado, en otros países se crean órganos y mecanismos de control, como el caso de Noruega, que, en 1992, su Ministerio de Justicia y Administración designó un grupo operativo para la investigación del estado de la ética en el servicio público; y en términos análogos en otros países, como en Holanda o el conocido Comité Nolan en Reino Unido (1994), que a su vez elaboró el documento titulado Normas de conducta para la vida pública, entre otros.  ambién se crean paralelamente en distintos países del mundo orga•  T nismos responsables del fomento de la ética (a modo de ejemplo, en Australia se crea el Consejo Asesor de Gestión y la Comisión de Protección de Mérito en el Servicio Público).  or otro lado, a finales de los años noventa y siguientes, aparecieron •  P leyes de ética y los denominados códigos de conducta. En el caso español, como luego veremos, la Exposición de Motivos del Estatuto Básico del Empleado Público (Ley 7/2007, de 12 de abril) señala que es la primera vez que se recoge expresamente un código con principios éticos y principios de conducta. Un estudio de la OCDE3 en los países miembros sobre la «Conducta Ética en el Servicio Público» señala que los estándares de conducta esperados de los servidores públicos de cada país se encuentran en sus leyes generales o en sus códigos y, en general, este tipo de normas de conducta se utilizan para situaciones de conflictos de intereses, por lo que los rubros o títulos que contienen son similares en unos y otros países (por ejemplo: a) lo relacionado con la aceptación de obsequios o regalos;  b) el manejo y uso de información oficial; c) beneficios económicos obtenidos por el cargo; d) asuntos extra-laborales… En este sentido, el Comité de Ética Pública de la OCDE (el denominado por su sigla PUMA) enumeró en mayo de 1998 los siguientes principios o recomendaciones de ética en el servicio público: 1. Las normas de ética para el servicio público deberán ser muy claras. 2. Las normas de ética deberán plasmarse en el ordenamiento jurídico en una disposición concreta. 3. Una conducta ética debe ser exigida a los empleados públicos. 3.  El estudio fue solicitado por la Junta del Consejo de la OCDE en abril de 1998 y los resultados fueron publicados en el libro titulado Confianza en el gobierno. Medidas para fortalecer el marco ético en los países de la OCDE, París, 2000.

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4.  Los empleados públicos tienen derecho al conocimiento de sus derechos y obligaciones cuando se les exige explicaciones por sus actuaciones indebidas. 5.  D  ebe existir un compromiso y un liderazgo político que refuerce y apoye la conducta ética de los empleados públicos. 6.  E l proceso de toma de decisiones, debe ser transparente y permitir la investigación. 7. Las líneas generales o maestras de la relación entre sector público y sector privado deben ser claras. 8.  Los directivos públicos deben tener y fomentar una conducta ética. 9. Las políticas de gestión, los procedimientos y las prácticas administrativas deben incentivar una conducta ética. 10. La regulación y la gestión de los recursos humanos deben motivar una conducta ética. 11. Deben establecerse mecanismos adecuados de responsabilidad para el servicio público. 12. Deben fijarse procedimientos y sanciones disciplinarias adecuadas, a fin de castigar las conductas irregulares. En España, dos hitos fundamentales en esta materia son la aprobación del Código de Buen Gobierno de los miembros del Gobierno y de los altos cargos de la Administración General del Estado (Orden APU/516/2005, de 3 de marzo, por la que se dispone la publicación del Acuerdo del Consejo de Ministros de 18 de febrero de 2005) y la aprobación del Código de Conducta de los Empleados Públicos que se inserta dentro del Capítulo VI del Título III de la Ley 7/2007, de 12 de abril, del Estatuto Básico del Empleado Público (en lo sucesivo, EBEP).

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2. Naturaleza jurídica de los códigos éticos Desde un punto de vista estrictamente jurídico —por lo que no me extenderé demasiado— se plantea la cuestión de la naturaleza jurídica de este tipo de códigos éticos o de conducta. El profesor García Mexía los define como aquellos que contienen un conjunto de normas que cualquier organización —pública o privada— trata de darse a sí misma para regular su conducta; de modo que tratan de persuadir —convencer al destinatario tratando de que interiorice la conducta descrita en el código— más que de disuadir y tratan de incentivar más que de castigar. El Tribunal Constitucional,  en su Sentencia  218/1989  (y  en Auto  algo  más  reciente de 14 de julio de 2003), realiza una distinción entre los códigos deontológicos (facultan para imponer sanciones sobre la base de infracciones) y los códigos éticos (no permiten imponer sanciones); concluye que, por tanto, solo los primeros tienen naturaleza jurídica, mientras que los segundos son de índole moral. No obstante, hay que tener en cuenta que a la vista de las reformas legislativas (entre otras, la propia establecida en el EBEP) podemos llegar también a la conclusión de códigos de conducta de carácter normativo, sin perjuicio de su carácter orientador, pues en el concreto caso referido del EBEP, su código de buen gobierno (principios de conducta y principios éticos) sí conecta claramente incumplimientos del código con responsabilidades disciplinarias. El Código de Buen Gobierno de los miembros del Gobierno fue publicado por Orden APU/516/2005,  de 3 de marzo,  por la que se dispone la publicación del  Acuerdo del Consejo de Ministros de 18 de febrero de 2005;  supone un compromiso de los altos cargos de la Administración General del Estado con los ciudadanos de cumplir no solo las obligaciones previstas en las leyes, sino que, además, su actuación ha de inspirarse y guiarse por principios éticos y de conducta. Recoge tres tipos de principios: básicos, éticos y de conducta; además, como apuntábamos, hace una referencia ambigua al procedimiento en caso de incumplimiento del mismo. Por otro lado, respecto del Código de Conducta de los Empleados Públicos, contenido en el Capítulo VI del Título III del EBEP, en la Exposición de Motivos se señala lo siguiente: «Por primera vez se establece en nuestra legislación una regulación general de los deberes básicos de los empleados públicos, fundada en principios éticos y reglas de comportamiento, que constituye un auténtico código de conducta. Estas reglas se incluyen en el Estatuto con finalidad pedagógica y orientadora, pero también como límite de las actividades lícitas, cuya infracción puede tener consecuencias disciplinarias. Pues la condición de empleado público no solo comporta derechos, sino también una especial responsabilidad y obligaciones específicas para 54

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con los ciudadanos, la propia Administración y las necesidades del servicio. Este, el servicio público, se asienta sobre un conjunto de valores propios, sobre una específica cultura de lo público que, lejos de ser incompatible con las demandas de mayor eficiencia y productividad, es preciso mantener y tutelar, hoy como ayer». Vamos a desarrollar este segundo bloque, el relativo a los empleados públicos.

3. Código de conducta de los empleados públicos Como se ha referido más arriba, el Capítulo VI del Título III del EBEP lleva por rúbrica: «Deberes de los empleados públicos. Código de Conducta», que conecta con el artículo 103 de la Constitución. Este Capítulo del EBEP está integrado por tres preceptos. El  artículo  52,  que  lleva  la  misma  rúbrica  que  el  capítulo,  señala  que  los  empleados públicos deberán desempeñar con diligencia las tareas que tengan asignadas y velar por los intereses generales con sujeción y observancia de la Constitución y del resto del ordenamiento jurídico, y deberán actuar con arreglo a los siguientes principios: objetividad, integridad, neutralidad, responsabilidad, imparcialidad, confidencialidad, dedicación al servicio público, transparencia, ejemplaridad, austeridad, accesibilidad, eficacia, honradez, promoción del entorno cultural y medioambiental; y respeto a la igualdad entre mujeres y hombres, que inspiran el Código de Conducta de los empleados públicos configurado por los principios éticos y de conducta regulados en los artículos siguientes. Añade el citado artículo en su segundo párrafo que los principios y reglas establecidos en este Capítulo informarán la interpretación y aplicación del régimen disciplinario de los empleados públicos. Por otro lado,  los artículos 53 y 54 enumeran,  respectivamente,  los principios éticos y los principios de conducta. En cuanto a los principios éticos, se destacan los siguientes: 1. Los empleados públicos respetarán la Constitución y el resto de normas que integran el ordenamiento jurídico. 2. Su actuación perseguirá la satisfacción de los intereses generales de los ciudadanos y se fundamentará en consideraciones objetivas orientadas Corintios XIII n.º 148

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hacia la imparcialidad y el interés común, al margen de cualquier otro factor que exprese posiciones personales, familiares, corporativas, clientelares o cualesquiera otras que puedan colisionar con este principio. 3. Ajustarán su actuación a los principios de lealtad y buena fe con la administración en la que presten sus servicios, y con sus superiores, compañeros, subordinados y con los ciudadanos. 4. Su conducta se basará en el respeto de los derechos fundamentales y libertades públicas, evitando toda actuación que pueda producir discriminación alguna por razón de nacimiento, origen racial o étnico, género, sexo, orientación sexual, religión o convicciones, opinión, discapacidad, edad o cualquier otra condición o circunstancia personal o social. 5.  S e abstendrán en aquellos asuntos en los que tengan un interés personal, así como de toda actividad privada o interés que pueda suponer un riesgo de plantear conflictos de intereses con su puesto público.  o contraerán obligaciones económicas ni intervendrán en operacio6.  N nes financieras, obligaciones patrimoniales o negocios jurídicos con personas o entidades cuando pueda suponer un conflicto de intereses con las obligaciones de su puesto público. 7. No aceptarán ningún trato de favor o situación que implique privilegio o ventaja injustificada, por parte de personas físicas o entidades privadas.  ctuarán de acuerdo con los principios de eficacia, economía y eficien8.  A cia, y vigilarán la consecución del interés general y el cumplimiento de los objetivos de la organización. 9. No influirán en la agilización o resolución de trámite o procedimiento administrativo sin justa causa y, en ningún caso, cuando ello comporte un privilegio en beneficio de los titulares de los cargos públicos o su entorno familiar y social inmediato o cuando suponga un menoscabo de los intereses de terceros. Cumplirán con diligencia las tareas que les correspondan o se les en10.  comienden y, en su caso, resolverán dentro de plazo los procedimientos o expedientes de su competencia. 11. Ejercerán sus atribuciones según el principio de dedicación al servicio público absteniéndose no solo de conductas contrarias al mismo, sino 56

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también de cualesquiera otras que comprometan la neutralidad en el ejercicio de los servicios públicos. 12. Guardarán secreto de las materias clasificadas u otras cuya difusión esté prohibida legalmente, y mantendrán la debida discreción sobre aquellos asuntos que conozcan por razón de su cargo, sin que puedan hacer uso de la información obtenida para beneficio propio o de terceros, o en perjuicio del interés público. Por otra parte, en cuanto a los principios de conducta, el artículo 54 del EBEP enumera los siguientes: 1. Tratarán con atención y respeto a los ciudadanos, a sus superiores y a los restantes empleados públicos. 2. El desempeño de las tareas correspondientes a su puesto de trabajo se realizará de forma diligente y cumpliendo la jornada y el horario establecidos. 3. Obedecerán las instrucciones y órdenes profesionales de los superiores, salvo que constituyan una infracción manifiesta del ordenamiento jurídico, en cuyo caso las pondrán inmediatamente en conocimiento de los órganos de inspección procedentes. 4. Informarán a los ciudadanos sobre aquellas materias o asuntos que tengan derecho a conocer, y facilitarán el ejercicio de sus derechos y el cumplimiento de sus obligaciones. 5.  A  dministrarán los recursos y bienes públicos con austeridad, y no utilizarán los mismos en provecho propio o de personas allegadas. Tendrán, asimismo, el deber de velar por su conservación. 6.  S e rechazará cualquier regalo, favor o servicio en condiciones ventajosas que vaya más allá de los usos habituales, sociales y de cortesía, sin perjuicio de lo establecido en el Código Penal. 7. Garantizarán la constancia y permanencia de los documentos para su transmisión y entrega a sus posteriores responsables. 8.  Mantendrán actualizada su formación y cualificación. 9. Observarán las normas sobre seguridad y salud laboral. 10. Pondrán en conocimiento de sus superiores o de los órganos competentes las propuestas que consideren adecuadas para mejorar el desaCorintios XIII  n.º 148

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rrollo de las funciones de la unidad en la que estén destinados. A estos efectos se podrá prever la creación de la instancia adecuada competente para centralizar la recepción de las propuestas de los empleados públicos o administrados que sirvan para mejorar la eficacia en el servicio. Garantizarán la atención al ciudadano en la lengua que lo solicite 11.  siempre que sea oficial en el territorio. Sin perjuicio de todo lo expuesto, hay otros aspectos que no se pueden desconocer, como todo lo relativo a (i) los conflictos de intereses e incompatibilidades; (ii) régimen disciplinario y (iii) responsabilidad patrimonial.

3.I.  En lo atinente a los conflictos de intereses Básicamente hay que atender a la Ley 53/1984, de 26 de diciembre, de incompatibilidades del personal al servicio de las Administraciones Públicas y al Real Decreto 598/1985, de 30 de abril, sobre incompatibilidades del personal al servicio de la Administración del Estado, de la Seguridad Social y de los Entes, Organismos y Empresas dependientes; y específicamente para miembros del Gobierno y Altos Cargos de la Administración General del Estado a la Ley 5/2006, de 10 de abril, de regulación de los conflictos de intereses de los miembros del Gobierno y de los Altos Cargos de la Administración General del Estado. Hay que tener en cuenta que el incumplimiento de las normas sobre incompatibilidades se considera falta muy grave, de acuerdo con lo dispuesto en el artículo 95.2.n) del EBEP. Otra de las formas de combatir el conflicto de intereses es con el deber de abstención previsto en el artículo 28 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común o con la recusación del artículo 29 del mismo texto legal.

3.2.  Por lo que se refiere al régimen disciplinario Para los empleados públicos existe un régimen disciplinario en el que se tipifican como faltas sancionables las transgresiones éticas más importantes, lo que no es exactamente igual en el caso de los políticos, cuya norma prevé un régimen de sanciones por las infracciones de las normas que la propia ley establece sin la gravedad de las previstas para los funcionarios. Vid. Título VII del EBEP y Real Decreto 33/1986, de 10 de enero, por el que se aprueba el Reglamento de Régimen Disciplinario de los Funcionarios de la Administración del Estado, en tanto no se oponga al EBEP. 58

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3.3. Finalmente, en lo que atañe a la responsabilidad patrimonial Con carácter general, las Administraciones Públicas deben responder por los daños que causan a los ciudadanos y que estos no tienen el deber jurídico de soportar. En concreto, los artículos 139 y siguientes de la Ley 30/1992 antes citada regula el instituto de la denominada responsabilidad patrimonial de las Administraciones Públicas con algunas peculiaridades, por ejemplo, en el ámbito de la Administración de Justicia (vid. artículos 292 a 297 de la Ley Orgánica del Poder Judicial). El artículo 145 de la Ley 30/1992 prevé la «Exigencia de la responsabilidad  patrimonial de las autoridades y personal al servicio de las Administraciones Públicas» que se desarrolla en el Capítulo V del Real Decreto 429/1993,  de 26 de  marzo, por el que se aprueba el Reglamento de los Procedimientos de las Administraciones Públicas en materia de Responsabilidad Patrimonial.

4. Dimensión humana de la ética en el servidor público Dice Adela Cortina que «la moda de lo políticamente correcto pasó el Atlántico e hizo también en Europa una considerable fortuna. (…) Es la ortodoxia de lo éticamente correcto que decretan los nuevos profetas y los sacerdotes de los organismos internacionales. Compone esta nueva ortodoxia, más que los trazos de una vigorosa ética pública, los de una anémica «moralina burocrática». Más allá de las más o menos consecuencias jurídicas por la no advertencia de los principios éticos o principios de conducta, como señala Pi i Margall (tal y como recoge Óscar Diego Bautista), la ética es indispensable en los Estados: «El sentimiento de la propia dignidad y el respeto de la ajena son, a no dudarlo, la conditio sine qua non de las sociedades» (Cartas sobre la Moral). Dice Jesús González Pérez que hay una obra de mediados del siglo pasado que lleva este largo y expresivo título: Diccionario de los políticos o verdadero sentido de las voces y frases más usuales entre los mismos, escrito para divertimento de los que ya lo han sido y enseñanza de los que aún quieren serlo. Su autor es Rico y Amat,  y la segunda edición —que utilizó— de 1885.  En él aparece la palabra moralidad, cuyo «verdadero sentido» es, según su autor, el siguiente: «Señora extraviada en la corte cuyo paradero se ignora, por más que se ha ofrecido un hallazgo al que la presente.

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Los que más aparentan buscarla le cierran la puerta cuando se presenta en sus casas y, aburrida de tanto desprecio, dicen que va peregrinando ahora por los pueblos pequeños, acompañada de su hermana la justicia, tan despreciada como ella. Probablemente tendrán que emigrar pronto de España, si no quieren morir de una sofocación».

Siguiendo al catedrático de Administrativo González Pérez en este punto, la idea sobre la moralidad de los políticos no era en aquella época baladí. Amando de Miguel describe aquella época y, en lo atinente a los partidos políticos, señala que se veían como asociaciones de «gentes desacreditadas o anónimas, humanidad reclutada en la antesala, en el bufete, cuando no en la alcoba nupcial o en el gurruminismo complaciente, un plantel de mediocres, un conjunto de arribistas», y en la política un «campo de ambiciones y de envidias» del que eran consecuencia «los negocios de mala fe, el agio en todas sus manifestaciones, el soborno, el chanchullo, las quiebras, las ruinas inesperadas». A priori, como dice el propio de Miguel, «asombra pensar lo acertadas que serían algunas de esas manifestaciones aplicadas a la España actual. Por lo menos atisban la conclusión de que hay una continuidad entre la España de nuestros abuelos y la de hoy». Sin embargo, quien les habla coincide con la puntualización del profesor González Pérez en que la situación de hoy, en España y fuera de España, dista mucho de la de ayer: «Estamos viviendo unos momentos en que las sociedades occidentales se ven zarandeadas por una interna y externa crisis de valores morales»; en que «toda una civilización, falta de vigor moral, amenaza con derrumbarse» y en que «incluso los que reclaman la vuelta a las raíces éticas, una gran parte se halla atrapada en las movedizas arenas de una ética subjetivista y relativista». «Asistimos —prosigue el profesor— a una quiebra general de los valores morales. En la vida política y en la privada. En el político y en el ciudadano. En el administrador y en el administrado. No siempre ha sido así. Mientras en algunas épocas la inmoralidad de la clase política contrastaba con la rectitud del ciudadano medio, en otras era la conducta de los ciudadanos la que no estaba a la altura de la ejemplaridad de los gobernantes. Hoy, desgraciadamente, ni unos ni otros están en condiciones de elevar su voz pidiendo moralidad. Aunque unos y otros alardeen de unas virtudes, de las pocas que ha quedado reducida la ética necesaria para la convivencia más elemental. Y no es infrecuente que, a veces, en ciertos sectores —afortunadamente reducidos— o, si se quiere, de la masa, hasta se encuentre justificada la conducta corrupta de sus líderes: si antes se lucraban los otros, ¿por qué no van a poder enriquecerse “los nuestros” al llegar al Poder?». Por ello coincido con el profesor citado en la inminente necesidad de una nueva regeneración que, puede venir impulsada por catálogos de principios, pero que no con ellos bastan. 60

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En este entorno y esta jornada es obligatoria la cita de Juan Pablo II, que, en la encíclica Veritaris splendor, invoca esa regeneración a la que voy a referirme: «la necesidad de una radical renovación personal y social capaz de asegurar justicia, solidaridad, honestidad y transparencia». En su discurso a la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, cuenta el Prof. González Pérez que en las cámaras parlamentarias de los años treinta («Para no ceñirnos a la España actual») uno de los diputados intervinientes proclamó solemnemente la especial categoría de los políticos, con estas palabras: «Nosotros somos ciudadanos de una categoría distinta, con más deberes que el resto de los ciudadanos, pero también con más derechos que ellos, y no se ha de escandalizar la Nación por el hecho de que generosamente la Cámara exima de todas las responsabilidades de culpabilidad a un Diputado». «No hay ninguna diferencia entre ser el dueño del mundo o el último de los “miserables” de la tierra: ante las exigencias morales somos todos absolutamente iguales» (encíclica Veritatis splendor).

Concluye Jesús González Pérez que, si en todas las facetas de la vida pública se hace necesaria la regeneración, adquiere especial relieve en la administrativa. Y no digamos la judicial —desgraciadamente cada día más politizada y controlada en los tribunales con más relevancia en la lucha contra la corrupción política—. La Administración es la que, en su ininterrumpida y general actividad cerca del ciudadano, puede ejercer una mayor influencia. Puede contribuir a la urgente tarea de renovación humana con su ejemplo y asumiendo el ejercicio de funciones cuya finalidad es precisamente la moralidad, Ética en la Administración y Ética como fin de la Administración. Es lo que Javier Gomá describía como la ejemplaridad de los servidores públicos en el sentido de que a ellos debe exigírseles un «plus de ejemplaridad» por la influencia que ejercen. En este sentido, también Meilán Gil ha señalado que el derecho es insuficiente para cubrir toda la actuación del funcionario y para remediar los perjuicios de lo que no es conforme a los cánones del buen gobierno. Esto es, la ética pública parte de la existencia de unos valores y principios que va más allá de las concretas imposiciones jurídicas que se establecen en los respectivos ordenamientos. Dice Rodríguez Arana que más importante que las formulaciones normativas es la transformación de las ideas y comportamientos del personal al servicio de las Administraciones Públicas. «Para ello es fundamental el comportamienCorintios XIII  n.º 148

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to ético de los funcionarios», entendiendo «funcionarios» en un sentido amplio comprensivo del conjunto de los servidores públicos. Y ello porque la ética pública atañe al comportamiento de los empleados públicos en orden a la finalidad del servicio público que le es inherente. A este respecto, el Prof. Rodríguez Arana («La Ética en la Administración Pública») señala que «el nivel de ejemplaridad y de altura ética que se exige al funcionario hace necesario que permanentemente las Escuelas de Administración Pública presten atención en sus programas docentes a estos temas». Los propios empleados públicos —prosigue— «deben asumir como propios los principios éticos y aplicarlos a su actuación profesional». Volviendo de nuevo al Prof. González Pérez, si se quiere, de verdad, regenerar la vida pública, si se quiere afrontar con seriedad la tarea de hacer una Administración pública que no solo no suscite la desconfianza y recelo de los administrados, sino que pueda servir de ejemplo a las actividades privadas, es necesario no limitarnos a sancionar el nauseabundo mundo de la corrupción, y recordar otros elementalísimos deberes. Soy consciente de la imposibilidad de la tarea, sin una radical renovación de la sociedad. La experiencia ha demostrado el fracaso de cuantas reformas administrativas se han proyectado. Pero vale la pena intentarlo, al menos para el restablecimiento de ciertas medidas de las que la Administración se ha ido desprendiendo como molestas y la instauración de otras que ya están en otros ordenamientos jurídicos, que pueden contribuir a remediar, aunque sea mínimamente, los males que nos aquejan. Estas medidas no pueden limitarse a la prevención o reacción frente a la corrupción, que, como he indicado, es tan solo uno de los atentados —por supuesto, el más grave— a la ética, sino que han de extenderse a garantizar la vigencia y realización de todos los valores éticos en el ámbito de la Administración pública. Dice la encíclica Veritatis splendor que «en el ámbito político se debe constatar que la veracidad en las relaciones entre gobernantes y gobernados; la transparencia en la Administración pública; la imparcialidad en el servicio de la cosa pública; …el uso justo y honesto del dinero público; el rechazo de medios equívocos o ilícitos para conquistar, mantener o aumentar a cualquier costa el poder, son principios que tienen su base fundamental —así como su urgencia particular— en el valor trascendente de la persona y en las exigencias morales objetivas del funcionamiento de los Estados». Comparto, pues, el planteamiento referido de que la dignidad humana establece las pautas de conducta de la persona. Como buen administrativista, acudiendo a las categorías del Prof. González Pérez: «Dignidad en el administrador y en el administrado, en el que realiza las funciones administrativas y en su destinatario. Pues, como he dicho en otra ocasión, la dignidad humana solo se salvará si el hombre, 62

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consciente de su filiación divina y de la filiación divina de los demás hombres, ve en cada uno de ellos otro yo, cualquiera que fuese el tipo de relación y el ámbito en que se desenvuelva, y muy especialmente en las relaciones de Poder». Hay una obra de Crozier (traducida al español por Prats, en 1984) que dice que no se cambia la sociedad por decreto. Es verdad que, como señalaba la encíclica tantas veces citada (Veritatis splendor), lo que viene exigiendo la sociedad en las últimas décadas y, especialmente, en los últimos años es una «radical renovación personal y social capaz de asegurar justicia, solidaridad, honestidad y transparencia», reconociendo seguidamente que el camino es «largo y fatigoso». Pero si la Administración puede contribuir —aunque sea mínimamente— por lo menos hay que exigirle a sus servidores públicos en un sentido amplio (empleados y políticos) que no lo obstaculicen y que sean ejemplo (en palabras de Javier Gomá) de una Administración Pública en la que imperen los principios éticos y contribuya decisivamente a la moralización de la vida social. Como concluía Jesús Gonzalez Pérez su discurso sobre la ética pública: «En la medida en que se haya realizado una regeneración en la sociedad, se habrá logrado en la Administración y en la clase política pues de la sociedad proceden los hombres y mujeres que asumen la gestión de los intereses públicos». En fin, quiero terminar casi como empecé; en este caso con una cita de Don Quijote en su carta a Sancho Panza como gobernador de la ínsula Barataria: «No hagas muchas pragmáticas; y si las hicieras, procura que sean buenas y justas, sobre todo, que se guarden y cumplan; que las pragmáticas que no se guardan, lo mismo es que si no lo fuesen; antes dan a entender que el príncipe que tuvo discreción y autoridad para hacerlas, no tuvo valor para hacer que se guardasen; y las leyes que atemorizan y no se ejecutan, vienen a ser como la viga, rey de las ranas: que al principio las espantó y con el tiempo la menospreciaron y se subieron sobre ella».

Muchas gracias.

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5. Releyendo Pacem in terris Fernando García Cadiñanos Facultad de Teología. Burgos

1.  Pacem in terris: una encíclica singular Durante este año 2013 se está conmemorando el 50.º aniversario de Pacem in terris1. Es una ocasión propicia para su relectura. Y al realizarla se producen siempre dos actitudes complementarias. Por una parte, es ocasión para descubrir una época concreta a la que va dirigida este documento, con sus luces y sus sombras, con sus problemáticas específicas y propias. No extraña, porque la doctrina social nace del encuentro del evangelio con los acontecimientos de la historia, fundamentalmente de aquellos que conforman la denominada «cuestión social»2. En ese sentido, cada documento tiene una profunda dimensión histórica convirtiéndose en una mirada concreta a la realidad que le toca vivir y a la que se dirige, 1.  A lo largo de este año conmemorativo se han sucedido numerosos artículos en revistas especializadas que destacan algunos de los aspectos más importantes de Pacem in terris. Quisiera subrayar el número monográfico dedicado por la Rivista di Teologia Morale 179 (2013) en la que aparecen cinco estudios muy interesantes sobre la cuestión. 2. Cf. Cong. para la Educación Católica: Orientaciones para el estudio y enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en la formación de los sacerdotes, 4.

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en el esfuerzo de hacer un auténtico proceso de discernimiento, una lectura ética de la realidad. Pero junto a ello, cada documento tiene un carácter profético: leídos en la perspectiva que dan los años, no solo se descubre lo acertado de sus insinuaciones en la mayoría de las ocasiones, sino que se percibe su profunda actualidad con la insistencia de un mensaje, de una doctrina, que pervive al paso de los años y que es capaz de iluminar otros periodos muy diferentes. Porque, en el fondo, aunque todas las épocas son distintas, y el aceleramiento del tiempo de los momentos actuales las hace entre sí cada vez más diferentes, hay una serie de preguntas, interrogantes o cuestiones que continúan siempre aleteando las inquietudes trasversales de toda la humanidad. Corría aquel 11 de abril de 1963 cuando Juan XXIII publicaba su octava encíclica y la segunda que dedicaba a las cuestiones sociales. Aquel documento, que tan buena reacción tuvo en el ámbito civil y eclesiástico, se convirtió a la postre en el testamento espiritual del Papa Bueno3. Con su muerte dos meses después, sellaba una vida dedicada en gran parte a la construcción de la paz que, en este documento, encontraba sus fundamentos y bases teóricas. Así lo reconocía el Papa Benedicto XVI al resumir Pacem in terris como «un apremiante llamamiento de un gran Pastor, próximo al final de su vida, para que la causa de la paz y de la justicia fuera promovida con vigor en todos los sectores de la sociedad, tanto a nivel nacional como internacional»4. Aquella encíclica, en cierta manera, vino provocada. Las circunstancias dramáticas de la humanidad, de la que se sentía tan partícipe aquel párroco del mundo, la urgieron y entretejieron. Por eso, se convirtió en un grito dramático por la paz en una situación de tensión caracterizada por la Guerra Fría. En efecto, Juan Pablo II afirmaba que «el mundo al cual se dirigía Juan XXIII se encontraba en un profundo estado de desorden»5. La escalada de enfrentamiento mundial entre el Este y el Oeste se visibilizaba y expresaba en una trepidante carrera armamentista, en la construcción del Muro de Berlín (1961) y en la crisis de los misiles de Cuba (1962). En medio de aquella situación conflictiva, la voz del Papa reclamaba la tarea de ser artesanos de la paz. Y lo solicitaba no solo a los creyentes, sino, por primera vez en un mensaje pontificio, «a todos los hombres de buena voluntad». Aquella expresión adquirió 3. Así es calificado por la totalidad de los comentadores de este documento, que la consideran como un documento paradigmático que resume la vida de Juan XXIII y sus últimas voluntades para la humanidad: cf. Sanz de Diego, R. M.ª (2003): Actualidad de la encíclica Pacem in terris, en CEE, Los derechos humanos, una defensa permanente. Simposio de doctrina social de la Iglesia en el XL aniversario de Pacem in terris, Edice, Madrid, p. 36. 4. Benedicto XVI: Mensaje a los participantes en la XVIII sesión plenaria de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales (27-abril-2012). 5.  Juan Pablo II, Mensaje para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz 2003, 2.

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fortuna para incorporarse desde entonces al elenco de destinatarios de todas las encíclicas sociales. Pacem in terris puede ser también considerada como un auténtico prólogo al Concilio Vaticano II. Este había sido inaugurado por Juan XXIII unos meses antes, pero aquella primera sesión conciliar solo sirvió para reorientar toda la reflexión de los padres conciliares insatisfechos con los esquemas curiales. En este ambiente, la reflexión del Papa sobre la paz respira una Iglesia que se abre a los problemas concretos de la humanidad de hoy, que quiere salir hacia afuera, en diálogo incluso con los que no piensan igual, con un nuevo talante a la hora de presentar la verdad de las cosas, con un nuevo impulso misionero para llegar a las periferias de nuestro mundo: actitudes todas que el Concilio reafirmó y asentó. No en vano, Pacem in terris es una de las encíclicas más citadas en la constitución Gaudium et spes6. Un tercer valor tiene Pacem in terris en su momento: se considera como una nueva síntesis de la moral política eclesial y como una apertura de la cuestión social al ámbito estrictamente político. De esta manera, la cuestión social se amplía y se profundiza no solo en el marco geográfico, sino en el ámbito temático y de perspectiva. Es cierto que los anteriores pontífices habían hablado en numerosas ocasiones de temática política, especialmente León XIII y Pío XI, pero lo habían hecho en un contexto de fuerte conflicto ideológico y social. Pío XII había enriquecido mucho la doctrina política con sus continuas intervenciones, sobre todo en el periodo bélico, pero su mensaje estaba demasiado disperso. Juan XXIII tiene la posibilidad de aglutinar toda esta riqueza en un contexto ideológico más pacífico, en paralelo a lo que se había hecho en el ámbito socioeconómico. Por eso, en palabras del profesor I. Camacho, «quizá el gran valor de Pacem in terris consistió, ante todo, en sistematizar esa herencia, pero dotándola además de la impronta de la personalidad de Juan XXIII»7. Si lo dicho hasta aquí quiere contribuir a descubrir el valor innegable de este documento, me gustaría recordar ahora brevemente algunos de sus contenidos fundamentales. Con el lenguaje sencillo y claro que le caracterizaba, Juan XXIII comienza oponiendo el orden de la creación y del universo con el desorden que reina entre los individuos y los pueblos (PT 1-4). Estas relaciones se fundamentan muchas veces en la fuerza y están alejadas de la necesaria confianza que debe sostener unas relaciones prósperas y duraderas. Desde esta constatación, invita a la construcción de la auténtica paz empezando por lo más particular y ascendiendo a lo más universal. Para ello, estructurará su discurso en círculos concéntricos: las relaciones entre las personas, la relación entre los ciudadanos y la autoridad, la relación entre los diversos Estados y la relación de la comunidad mundial en 6.  Hasta en doce ocasiones se cita esta encíclica. Junto a ella aparece especialmente Lumen gentium y Mater et Magistra. 7.  Camacho, I. (1991): Doctrina Social de la Iglesia. Una aproximación histórica, Paulinas, Madrid, p. 256.

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su conjunto (PT 7). Su propuesta para que exista paz es la búsqueda del orden moral establecido por Dios y que se sustenta en el respeto a la dignidad de toda persona humana. Un orden que puede ser conocido y alcanzado por todas las personas, a través de la razón, que es capaz de descifrar la ley natural, sobre la que apoya parte de su argumentación (PT 5). A ello unirá la propuesta de que todas estas relaciones que conforman la convivencia humana se establezcan desde cuatro grandes valores éticos: la verdad, la libertad, la justicia y el amor (PT 35). Solo así alcanzaremos la verdadera paz. Estos cuatro valores, aparentemente abstractos, obvios e indiscutidos pero hondos para afianzar la convivencia, servirán desde entonces a las síntesis de moral social como «puntos de referencia para la estructuración oportuna y la conducción ordenada de la vida social» (CDSI 197). Ellos van a animar no solo el quehacer personal en la vida en sociedad, sino «las reformas sustanciales de las estructuras económicas, políticas, culturales, tecnológicas, y los cambios necesarios en las instituciones»8. Y eso porque dichos valores «expresan los aspectos esenciales de toda la reflexión ética, inciden en los más arduos problemas sociales y orientan la reforma de las estructuras económicas, políticas y culturales»9. A la hora de resumir los contenidos principales de este documento, algunos se han fijado en sus conceptos básicos, mientras que otros han afirmado sus líneas fundamentales. Conjugando ambos aspectos, nos encontramos con una fotografía interesante de la encíclica. Entre los primeros, R. Sanz de Diego se va a fijar en los términos que más aparecen y que son como referencias fundamentales de todo el discurso. Según este autor, las palabras clave que están en la base de Pacem in terris son estas cuatro: Dios (que aparece 43 veces), dignidad humana (que aparece 27 veces), derecho natural (con 52 veces) y bien común (con 42 veces10. De esta manera se descubre la voluntad de Juan XXIII de articular su pensamiento social desde el derecho natural. Sigue en esto la tradición de la doctrina social del momento que había querido ser relanzada con Mater et Magistra (MM 212-239), pero abriéndose a la renovación que comienza en esta época y que sitúa la Revelación como la aportación propia y específica de la fe en el mundo de hoy. Por otra parte, la insistencia en la dignidad de la persona se entiende como nuevo elemento aglutinador del quehacer ético de las personas y, derivado de ello, su interés en la primacía del bien común, que está muy conectado con el bien integral de la persona, se percibirá como genuina finalidad de la vida social. 8.  Cong. para la Educación Católica: Orientaciones para el estudio y enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en la formación de los sacerdotes, p. 43. 9.  Alburquerque, E. (2006): Moral social cristiana. Camino de liberación y de justicia, San Pablo, Madrid, p. 153. En efecto, además del Compendio de Doctrina Social, la mayoría de los manuales de moral social publicados últimamente recogen estos valores como ejes vertebradores de su fundamentación en la vida social. 10. Cf. Sanz de Diego, R. M.: o. c., p. 42.

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Entre los segundos, Marco Tossati señala cuatro líneas fundamentales sobre las que se vertebra todo el documento a modo de brújula orientadora: por una parte, el carácter cardinal de la persona humana, centro y alma de la vida social; por otra parte, el carácter universal del bien común, que supera las estrechas fronteras nacionales; en tercer lugar, el carácter moral de la política, cuyo sentido no es otro sino la construcción de ese bien común; por último, la fuerza de la razón en la búsqueda del orden moral de nuestra sociedad y el faro de la fe como purificador de sus concreciones11. Estas cuatro líneas nos ayudan a comprender mejor las claves fundamentales de todo el documento y su importancia posterior.

2.  Pacem in terris: una encíclica actual Pero la pregunta sobre la que queremos reflexionar es si el mensaje de Pacem in terris es actual 50 años después y en qué aspectos, en una situación geopolítica radicalmente diferente a la del momento que la vio nacer. En el fondo, nuestro objetivo es emular la tarea del predicador que busca siempre los nexos entre el patrono que vivió hace mucho tiempo y sus oyentes actuales. Los sucesivos papas han emprendido también esa tarea y siempre han respondido afirmativamente. Juan Pablo II dijo de esta encíclica que Juan XXIII, «mirando al presente y al futuro con los ojos de la fe y de la razón, vislumbró e interpretó los dinamismos profundos que estaban actuando ya en la historia»12. Benedicto XVI afirmaba que «la visión ofrecida por el Papa Juan tiene todavía mucho que enseñarnos mientras luchamos por afrontar los nuevos retos para la paz y la justicia en la era posterior a la guerra fría, en medio de la continua proliferación de armamentos»13.Y el propio Papa Francisco afirmaba en el quincuagésimo aniversario que esta encíclica es un «estímulo para comprometerse siempre en la promoción de la reconciliación y la paz en todos los niveles»14. Desde mi punto de vista, volviendo a releerla en su conjunto, y teniendo en cuenta la actual situación de conflictividad social que vive nuestro país provocada por la crisis moral, económica, social y política que estamos atravesando, me parece que son cuatro las intuiciones del Papa Juan que deberíamos escuchar atentamente15. 11.  TOSSATI, M.: La Pacem in terris era una carta abierta al mundo, en www.vaticaninsider.lastampa.it/ es/vaticano/dettagliospain/articolo/concilio-23953 (21-junio-2013). 12.  Juan Pablo II: Mensaje para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz 2003, p. 4. 13.  Benedicto XVI: Mensaje a los participantes en la XVIII sesión plenaria de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales (27-abril-2012). 14.  Francisco: Discurso a los miembros de la Papal Foundation (11-abril-2013). 15.  Ante este mismo reto, R. Sanz de Diego estableció diez las enseñanzas para nuestra época en

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2.1. La reivindicación de todos los derechos humanos y su sentido social (PT 11-34) Pacem in terris se ha calificado como la encíclica de los derechos humanos. En efecto, es el primer documento magisterial que recoge un elenco detallado, pormenorizado y completo de los derechos humanos que aspiran a ser reivindicados jurídicamente como expresión concreta de la dignidad de la persona humana. Hasta ese momento, los anteriores papas habían hecho pequeñas aproximaciones a derechos concretos o a ámbitos específicos (trabajo, economía…). Pío XII había permanecido en silencio mientras la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU por desavenencias de tipo doctrinal en cuanto al carácter fundante de estos derechos. El mérito de Juan XXIII es hacer esa síntesis histórica dejando «a un lado los términos de la oposición doctrinal y abrir una vía que permite ir más allá del conflicto creyentes-laicos que divide profundamente el mundo occidental. El papa Juan consiguió, con su talante propio, acercar a los cristianos a una ética civil»16. Y es que Juan XXIII encarna una de las posiciones que entran en conflicto en estos momentos y que se plasma en la redacción de Gaudium et spes: por una parte están aquellos que quieren dialogar con el mundo actual y lo hacen desde la colaboración concreta con todos de cara a solucionar los problemas que aquejan al hombre; y, por otra, están aquellos que quieren dialogar pero poniendo el énfasis en lo cultural, en la propia identidad, por lo que insisten en ofrecer una visión del hombre aceptable para todos. De estas dos propuestas surgen dos tendencias legítimas que marcan el quehacer eclesial: la acción en la historia o la acción doctrinal. El Papa Juan, adoptando la primera, hace aquí un esfuerzo por ofrecer una panorámica completa de todos los derechos, como consecuencia de poner al ser humano en el centro y fin de la vida social, económica y política. Es su unidad y su dimensión social lo que quisiera subrayar en el contexto actual. En efecto, vivimos unos tiempos de turbulencia y de retroceso social. Las políticas económicas dictadas por ideologías imperantes están llevando a un cuestionamiento del Estado de bienestar o del Estado social que había facilitado como nunca la integración de todas las personas, produciendo un estado de paz y desarrollo. Las políticas de control de gastos, que no se han realizado según el principio básico de la proporcionalidad que ha de regir la acción política, han llevado a una situación en la celebración del 40.º aniversario: la sobrenaturalidad, el ser humano como centro, la apuesta por la democracia, el establecimiento de cuatro pilares para la convivencia, la locura e inutilidad de la guerra, la necesidad de una autoridad internacional, los nacionalismos y las minoría étnicas, la libertad religiosa, el dilema revolución-evolución y la confianza en la acción temporal de los católicos y los no católicos. Cf. San de Diego, R. M.: o. c., pp. 46-67. 16.  San de Diego, R. M.: o. c., p. 51.

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la que, según todos los informes de Cáritas, el proceso de expulsión a la exclusión está elevándose exponencialmente, siendo esta más «intensa, extensa y crónica». Cada vez más se llega a considerar los derechos sociales como algo secundario de lo que se puede prescindir, pues se convierten en una rémora para salir del bache económico. La precarización del trabajo, que según la enseñanza social es el instrumento y bien fundamental para la vida buena de las personas, provoca grandes y fuertes sufrimientos. En esta situación urge la reivindicación de los derechos humanos como un todo, ya que «la ideología del liberalismo radical y de la tecnocracia insinúan la convicción de que el crecimiento económico se ha de conseguir incluso a costa de erosionar la función social del Estado y de las redes de solidaridad de la sociedad civil, así como de los derechos y deberes sociales»17. En efecto, la indivisibilidad de todos los derechos, aun en el reconocimiento de su explicitación histórica sucesiva e incluso de su posible jerarquización18, surge de la comprensión integral de la persona y es garantía de paz y desarrollo. Así lo afirmaba Juan Pablo II: «La defensa de la universalidad y de la indivisibilidad de los derechos humanos es esencial para la construcción de una sociedad pacífica y para el desarrollo integral de los individuos, los pueblos y las naciones»19. Esta indivisibilidad de los derechos solo se posibilita realmente si se aleja de una lectura individualista de los mismos. Para ello es interesante el esfuerzo que Juan XXIII hace por reconocer al ser humano con fuertes vínculos sociales, con deberes para con el otro, pues forma parte de una gran familia humana que tiene como objetivo la búsqueda de un bien común universal. De esta manera, el bien particular queda integrado en una óptica más grande que lo orienta éticamente. En ese sentido, la declaración de los derechos humanos de Pacem in terris está caracterizada por un profundo sentido social que hoy habría que rescatar20. Y ello por dos razones. En primer lugar, porque nos encontramos ante una declaración que subraya los derechos sociales, culturales y económicos, haciendo un elenco muy amplio e incluso priorizándolos con respecto a los políticos y civiles. Pero, sobre todo, porque se les vincula a los deberes en un doble movimiento: con respecto a uno mismo en el propio deber de alcanzar el derecho y con respecto a los demás, con los cuales conforma un todo social, una familia humana, en la obligación de reconocérselo. Este nexo con los deberes, que pertenece a la tradición 17.  Benedicto XVI: Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2013, p. 4. 18.  Cf. CALLEJA, J. I.: «La Doctrina Social de la Iglesia y los derechos del trabajo. Una moral con vocación liberadora», en Lumen 61 (2012) pp. 269-427 19.  Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1999, p. 3. 20. Cf. Soria, C. (1983): Relaciones de los seres humanos y de las comunidades políticas con la comunidad mundial, en Seminarium I, p. 92. En ese sentido social es leído posteriormente la tradición del magisterio con respecto a los derechos humanos. Así, por ejemplo, Octogesima adveniens 23 subraya la importancia de leer los derechos individuales en un marco más amplio que los comprenda auténticamente: «Sin una educación renovada de la solidaridad, la afirmación excesiva de la igualdad puede dar lugar a un individualismo donde cada cual reivindique sus derechos sin querer hacerse responsable del bien común».

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bíblica más genuina que habla de deberes-mandamientos más que de derechos21, permite que los derechos no puedan ser reivindicados unilateralmente y ofrece un punto de referencia en la búsqueda de otros pretendidos derechos. Así lo afirma Benedicto XVI: «Los deberes delimitan los derechos porque remiten a un marco antropológico y ético en cuya verdad se insertan también los derechos y así dejan de ser arbitrarios. Por este motivo, los deberes refuerzan los derechos y reclaman que se los defienda y promueva como un compromiso al servicio del bien» (CV 43)22.

2.2. La reivindicación de la política y del bien común como finalidad de la autoridad (PT 47-66) Pacem in terris reivindica la política como factor imprescindible en la vida social, siempre vinculada a un carácter ético. Esta llamada es especialmente importante en estos tiempos donde se producen dos factores: por una parte, el descrédito de la política en sí y de los políticos en particular. Por otra, el ejercicio de la política dominada por el factor económico o por lo que Caritas in veritate denunció de la ideología tecnocrática23: la política como mero ejercicio técnico. En efecto, existen tendencias ideológicas de carácter antipolítico que buscan una reducción de sus poderes en aras de una libertad ficticia o de pretensiones autoreguladoras. Frente a ello, es urgente reivindicar la importancia de la política como factor transformador de nuestra sociedad de acuerdo con unos principios éticos rectores. Compendiando lo que era doctrina tradicional católica, Pacem in terris afirma que la autoridad es necesaria y que «la razón de ser de cuantos gobiernan radica por completo en el bien común» (PT 54), que no es otra cosa sino afirmar la primacía de la persona sobre la autoridad a la que esta debe de servir. De esta manera, ordenándose a un fin moral, la autoridad se descubre como limitada, comprende que ha de saberse someter no a algo externo, sino a una gramática interior que le ayuda en el cumplimiento de su propio fin al servicio de la sociedad (lo que nos previene de pretensiones de autoritarismo). De esta manera adquiere su carácter vinculante incluso para la conciencia. La finalidad de la autoridad no consiste únicamente en una gestión del poder, de carácter meramente técnico, ni tiene como objetivo único el mantenimiento del poder o la consecución del mismo, como afirmó Machiavello, sino que tiene un componente profundamente 21. Cf. Ballesteros Molero, J. (2008): La justicia social en el Magisterio de la Iglesia. Una propuesta para el diálogo, Publicaciones San Dámaso, Madrid, pp. 359-360. Igualmente, esta conexión entre derechos y deberes es el hilo argumental de la declaración COMMISSION PONTIFICALE JUSTITIA ET PAX, L’eglise et les droits de l’homme, Cité du Vatican 2011.. 22.  Juan Pablo II lo decía con estas palabras: «Una mayor conciencia de los deberes humanos universales reportaría un gran beneficio para la causa de la paz, porque le daría la base moral del reconocimiento compartido de un orden de las cosas que no depende de la voluntad de un individuo o de un grupo» (Juan Pablo II: Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2003, p. 5). 23.  Cf. CV 69-72.

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ético que le revela su grandeza e importancia. Bien se podría decir que la autoridad nace del principio de la «responsabilidad de proteger» que es el fundamento de toda acción del gobernante sobre el gobernado24. A Juan XXIII se debe la definición que hoy manejamos de bien común, esa que le define como «conjunto de condiciones sociales que permiten a los ciudadanos el desarrollo expedito y pleno de su propia perfección» (MM 65). A él se debe también, como luego subrayaremos, su insistencia en la dimensión universal que, en las actuales circunstancias, adquiere. El campo de la política se sitúa, por tanto, en un orden moral que nos lleva al interrogante sobre los principios morales que lo orientan. Esta práctica política vinculada al ámbito de la ética es especialmente significativa en el momento actual de descrédito generalizado de la clase política. Si nos preguntamos por la misma, quizás descubramos que en parte se debe al abandono de su marco ético que le daba sentido y solidez. Prácticas generalizadas de corrupción, uso partidista de la autoridad, sumisión incomprensible ante intereses económicos, abandono del marco del bien común por el del interés general, primacía de intereses personales o particulares a intereses colectivos, olvido de sectores marginados son algunas de las contradicciones en las que se mueve hoy el mundo de la política. En las decisiones políticas se ha impuesto el pragmatismo y el cortoplacismo, renunciando a toda dimensión utópica e ideológica e instalándose en la nueva dictadura tecno-económica25. Todo ello contribuye a la desafección hacia la política que es una de las ocupaciones humanas más dignas y a la lejanía de la clase política con respecto a la sociedad. Una lejanía que llega hasta el extremo de llegar a considerarla como uno de los problemas actuales de nuestro contexto social26. Ante esta situación, la pregunta que nos hacemos es a qué se debe la incapacidad del momento actual en la búsqueda del bien común cuando sabemos que es el único camino para rehabilitar la política. Sin duda a que se han difuminado los vínculos que nos unen unos con otros en la conformación de una única familia humana. La queja de Caritas in veritate que afirmaba que la globalización nos ha acercado pero no nos ha hermanado es un hecho innegable27. Desvinculados de la necesidad de vivir con otros y para otros, el bien común ha perdido su sentido. El individualismo, las lecturas liberales de la vida social hacen imposible la existencia de un bien común capaz de aglutinar voluntades y reducen la sociedad a un mero conglome24.  Cf. Benedicto XVI: Discurso en la Asamblea General de las Naciones Unidas (18-abril-2008). 25.  Cf. CV 68-77. 26.  Cf. Encuesta del CIS mayo del 2013. 27.  Cf. CV 9. En el mismo sentido se expresa el Papa Francisco en Lumen fidei al denunciar el fracaso de la modernidad que ha apoyado la fraternidad en la igualdad, sin referencia a un Padre común y que es urgente recuperar: LF 54.

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rado de intereses particulares a los que hay que renunciar, en algunas ocasiones, como precio para un beneficio general a largo plazo. En cierta manera se ha hecho realidad la premonición de Tocqueville: «Si intento imaginarme el nuevo aspecto que el despotismo podrá tener en el mundo, veo una muchedumbre innumerable de hombres, atentos solo a procurarse placeres pequeños y vulgares, con los que satisfacer sus deseos. Cada uno de ellos, manteniéndose aparte, es casi extraño al destino de todos los demás: sus hijos y sus amigos constituyen para él toda la especie humana; en cuanto al resto de sus conciudadanos él está cerca de ellos pero no los ve; los toca pero en modo alguno los siente; vive en sí mismo y para sí mismo y, si le queda todavía una familia se puede decir que ya no tiene patria. Por encima de ellos se alza un poder inmenso y tutelar que solamente se encarga de asegurar sus bienes y de vigilar sobre su suerte»28. Por todo ello, el mensaje de Pacem in terris es especialmente importante y actual: el bien común existe edificado en la afirmación de la dimensión social de la persona y en la comprensión de la sociedad como una auténtica familia humana con capacidad de buscar el bien. En esta comprensión de la relacionabilidad, la autoridad alcanzará su grandeza e importancia al vincularse a un orden moral cuya categoría principal es el bien común. Quizás por eso, Benedicto XVI ha hablado en tantas ocasiones de recuperar el bien común como instancia fundamental en nuestra sociedad que la llena de sentido y es capaz de articular mejor todas sus fuerzas y energías29.

2.3. La necesidad de una autoridad mundial que vele por el bien común universal (PT 132-145) Juan XXIII apelaba a la constitución de una autoridad mundial. Este llamamiento fue destacado como uno de los elementos más importantes del documento por el cardenal Suenens, encargado de presentar la encíclica al secretario de la ONU. Igualmente, el cardenal Roy, presidente de Justicia y Paz, diez años después, lo advertía como uno de los cuatro puntos principales de la lectura de la Pacem in terris30. Su propuesta es consecuencia de la reivindicación del Papa Juan acerca de la existencia de un bien común de carácter universal, como ya había manifestado en Mater et Magistra31. Por tanto, la búsqueda y promoción de este bien común 28.  De Tocqueville, A. (199): La democrazia in America, Rizzoli, Milano, pp. 732-733. 29.  Cf. CV 6. 30. Cf. Soria, C. (1983): «Relaciones de los seres humanos y de las comunidades políticas con la comunidad mundial», en Seminarium I, p. 98. 31.  Cf. MM 78.

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universal se establecerá como finalidad de esta autoridad mundial. Le mueve a esta propuesta la experiencia positiva de los Estados nacionales, en cuyo seno la autoridad había sido capaz de armonizar intereses contrapuestos en la búsqueda de un bien común integrador. Y, sin duda, le mueve la misión de custodiar a los más pobres de nuestra sociedad, para quienes la ley y la autoridad, rectamente ejercidas, se convierte en algunas ocasiones en su única posible defensa. Esta autoridad tenía que tener dos características fundamentales: habría de ser fruto del consenso de la comunidad de naciones (PT 138), es decir, no podría venir impuesta por ninguna potencia, y tendría que respetar la subsidiariedad como principio capaz de dinamizar la soberanía y el dinamismo de la comunidad internacional (PT 140). Además, su campo específico habría de ser el de la promoción de los derechos humanos (PT 139) en las tres tareas que toda autoridad tiene en este ámbito específico: defender, armonizar y promover. Esta cuestión, que no es original del Papa Juan, sino que fue ya preanunciada por Pío XII, ha sido retomada constantemente por todos los papas y es vista hoy, si cabe, con una mayor urgencia y actualidad en un contexto de globalización donde los poderes económicos, fundamentalmente financieros, desbordan las cortas competencias de los Estados nacionales. En efecto, las finanzas se han convertido en una realidad supranacional que necesitan, para ser reglamentadas eficazmente, de instituciones igualmente globales32. Ello exige, no obstante, como considera el Papa Benedicto XVI, que la limitación actual de los Estados nacionales no derive en su abolición, sino en una redimensión de su existencia y función. En ese sentido, en palabras de este papa, el cometido de una necesaria autoridad mundial en el contexto actual no tendría que quedar limitado al ámbito de velar por la paz, sino que sería ampliado a otras tareas que él mismo describe: «gobernar la economía mundial para sanear las economías afectadas por la crisis; para prevenir su empeoramiento y los mayores desequilibrios consiguientes; para lograr un oportuno desarme integral, la seguridad alimentaria y la paz; para garantizar la salvaguarda del ambiente y regular los flujos migratorios» (CV 67). Y, además, en continuidad con Pacem in terris, profundiza en sus características: «Deberá estar organizada de modo subsidiario y con división de poderes, tanto para no herir la libertad como para resultar concretamente eficaz» (CV 57). La cuestión de la autoridad mundial ha sido recientemente reflexionada también en un significativo documento del Pontificio Consejo Justicia y Paz que levantó en su momento una agria polémica33. Este documento, enmarcado en la crisis financiera que vivimos, aborda los límites estructurales que nos encontramos 32. Cf. Toso M. (2013): «Las finanzas al servicio del bien común y de la paz», en Corintios XIII 146, pp. 131-133. 33.  Pontificio Consejo «Justicia y Paz»: Por una reforma del sistema financiero y monetario internacional en la prospectiva de una autoridad pública con competencia universal (25-octubre-2011).

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a la hora de afrontar posibles soluciones en el marco político, económico o técnico. Por ello, como reza el título del mismo, se aboga por la reforma del sistema financiero y monetario en la prospectiva de una autoridad pública con competencia universal. La premisa desde la que se parte es que la globalización como proceso «no ha sido gobernada adecuadamente» y podía haber sido orientada en otra dirección bien diferente a la que lo ha hecho la óptica liberal dominante. El empeño por orientar dicha globalización desde otra perspectiva más humana y social, en clave de solidaridad, pasa por reforzar y poner en valor el ámbito político. Para ello se aboga por una autoridad dotada de estructuras y mecanismos adecuados y eficaces, es decir, a la altura de la propia misión y de las expectativas que en ella se ponen. Y más tarde se describe su proceso y función: «Es este un proceso complejo y delicado. Tal Autoridad supranacional debe, en efecto, poseer una impostación realista y ha de ponerse en práctica gradualmente, para favorecer también la existencia de sistemas monetarios y financieros eficientes y eficaces, es decir, mercados libres y estables, disciplinados por un marco jurídico adecuado, funcionales en orden al desarrollo sostenible y al progreso social de todos, e inspirados por los valores de la caridad y de la verdad. Se trata de una Autoridad con un horizonte planetario, que no puede ser impuesta por la fuerza, sino que debería ser la expresión de un acuerdo libre y compartido, más allá de las exigencias permanentes e históricas del bien común mundial, y no fruto de coerciones o de violencias. Debería surgir de un proceso de maduración progresiva de las conciencias y de las libertades, así como del conocimiento de las crecientes responsabilidades. No pueden, en consecuencia, ser desatendidos considerandos superfluos, elementos como la confianza recíproca, la autonomía y la participación. El consenso debe involucrar, un número cada vez mayor de Países que se adhieren por convicción, mediante ese diálogo sincero que no margina, sino más aún que valora las opiniones minoritarias. La Autoridad mundial debería, pues, involucrar coherentemente a todos los pueblos en una colaboración a la que están llamados a contribuir con el patrimonio de sus propias virtudes y civilizaciones». Se trata, en palabras de M. Toso, «de un salto de calidad en el sistema de governance, pasando de la simple coordinación horizontal entre Estados sin una autoridad superior a un sistema que, además de la coordinación horizontal, disponga de una autoridad super partes, con potestad de decidir con método democrático y de sancionar en conformidad al derecho»34. ¿Cómo conseguir en las actuales circunstancias esta ansiada y necesaria autoridad? En palabras del actual secretario de Justicia y Paz, se trata de ir avanzando gradualmente, planteando su consecución como una meta o punto de referencia 34.  Toso, M. (2013): «Las finanzas al servicio del bien común y de la paz», en Corintios XIII 146, p. 136.

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que guíe el actuar político. Para ello, será muy importante la profundización en las actuales experiencias de multilateralismo que son expresión de la interdependencia y necesaria cooperación. No se trata de establecer una autoridad que se ejerza como un superpoder absoluto, como especie de Leviatán, sino que, respetando el principio de subsidiariedad, se practique sobre todo como fuerza moral capaz de vincular a todos los actores de la vida internacional35. Por tanto, no es una autoridad que imponga las políticas sociales, culturales o económicas, sino que «se refiere a una autoridad supranacional participada y democrática, una autoridad que no anule los diferentes niveles de organización y poder nacional y regional y que, por tanto, sea poliárquica»36. De esta manera, limitada por el derecho internacional y con jurisdicción especial a ciertos ámbitos de actuación, favorecerá el diálogo y la intercomunicación entre culturas y pensamientos diversos. El elenco de todas estas intervenciones nos hace ver la intuición de Pacem in terris y su carácter profético al descubrir ya, hace 50 años, la urgencia de caminar hacia esa autoridad mundial en pro del bien común universal.

2.4. La presencia de los cristianos en el compromiso político junto a los no cristianos (PT 146-163) El Beato Juan XXIII concluye su encíclica animando a una presencia activa de los cristianos en el vasto campo de la política, en su sentido más amplio y genuino. Eran tiempos donde el fervor participativo y democrático estaba en pleno auge. Los ideales por la transformación social implicaban un compromiso político asumido ampliamente por todos los sectores sociales. También los cristianos tenían que compartir este anhelo humanizador de sus contemporáneos a través del compromiso temporal. «Al llegar aquí exhortamos de nuevo a nuestros hijos a que participen activamente en la administración pública y cooperen al fomento de la prosperidad de todo el género humano y de su propia nación. Iluminados por la luz del cristianismo y guiados por la caridad es menester que con no menor esfuerzo procuren que las instituciones de carácter económico, social, cultural o político, lejos de crear a los hombres impedimentos, les presten ayuda para hacerse mejores, tanto en el orden natural como en el sobrenatural» (PT 146). Para hacer más eficaz su presencia la encíclica propone dos características: su estilo ha de ser de mediación (no de segregación o de presencia) (PT 147) y ha de ir uni35.  A ello invitaba Juan Pablo II en el discurso que dirigió a la ONU con motivo del aniversario de su fundación: a convertirse más que en una institución de carácter administrativo en una institución de carácter moral que sirva no solo como oficina de mediación, sino como instrumento de promoción de actitudes, valores y propuestas que ayuden a crecer en lo que significa formar parte de «una familia de naciones»: Cf. Juan Pablo II: Discurso a la Quincuagésima Asamblea General de Naciones Unidas (5-octubre-1995), pp. 14-15. 36.  Toso, M.: o. c., p. 143.

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do a una competencia profesional (PT 148). Y concluye el Papa esta exhortación animando a una mayor colaboración con los no creyentes haciendo para ello la distinción ya clásica entre el error y la persona que lo profesa (PT 158), así como entre las filosofías falsas y las corrientes históricas que han dado lugar (PT 159). Esta invitación explícita a la colaboración con los no católicos en la acción temporal supuso una novedad por lo que conllevaba de superación de antiguas trabas y muros infranqueables. Cierto que en eso no hace sino seguir la apertura de Pío XII y de Mater el Magistra37. No obstante, para que esta colaboración sea legítima y provechosa, el Papa hace su propio discernimiento indicando algunas normas para una correcta cooperación. En el fondo, toda esta reflexión es consecuencia de sentirnos una Iglesia que forma parte del mundo con el que es necesario establecer puentes de diálogo. Fue el concilio el que profundizó en esta intuición que aquí se apunta. Así lo recoge Benedicto XVI al hacer este balance de Pacem in terris: «La encíclica del papa Juan ha sido y es una fuerte invitación a comprometerse en ese diálogo creativo entre la Iglesia y el mundo, entre los creyentes y no creyentes, que el Concilio Vaticano II se propuso promover»38. Este llamamiento del Papa Juan, que parte de una enorme confianza en la acción temporal de los católicos, es especialmente urgente en el momento actual por dos motivos. En primer lugar, porque no se llega a descubrir ni a animar suficientemente las necesarias relaciones que tiene la fe con la política39: hoy prima una religiosidad de tipo individualista, que busca más la satisfacción personal que el cambio de la sociedad, que se fija más en la dimensión de sentido que encierra la fe cristiana que en su dimensión liberadora. En cierta medida se ha desactivado la dimensión política de la fe que tan acentuada estuvo en los momentos posconciliares. En segundo lugar porque se percibe por parte de la Iglesia tentaciones de tipo autorreferencial. De esta manera se buscan refugios más cómodos en la vivencia de la fe que sitúan a la fe, de hecho, en auténticos guetos que dificultan su carácter de sal y levadura. El Papa Francisco ha sido especialmente incisivo e insistente en este aspecto: «Cuando la Iglesia se cierra, se enferma, se enferma. Pensad en una habitación cerrada durante un año; cuando vas huele a humedad, muchas cosas no marchan. Una Iglesia cerrada es lo mismo: es una Iglesia enferma. La Iglesia debe salir de sí misma. ¿Adónde? Hacia las periferias existenciales, cualesquiera que sean. Pero salir. Jesús nos dice: "Id por todo el mundo. Id. Predicad. Dad testimonio del Evangelio". Pero ¿qué ocurre si uno sale de sí mismo? Puede suceder lo 37.  Cf. MM 240-257. 38. Benedicto XVI, Mensaje a los participantes en la XVIII sesión plenaria de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales (27-abril-2012). 39.  Cf. MARDONES, J. M.ª (2005): Recuperar la justicia. Religión y política en una sociedad laica, Sal Terrae, Santander.

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que le puede pasar a cualquiera que salga de casa y vaya por la calle: un accidente. Pero yo os digo: prefiero mil veces una Iglesia accidentada, que haya tenido un accidente, que una Iglesia enferma por encerrarse. Salid fuera, ¡salid!»40. Es cierto que el debate actual de colaboración entre creyentes y no creyentes adquiere un debate diferente al de los tiempos del Papa Juan en torno a la cuestión del laicismo excluyente, fundamentado en una lógica racional que elimina la lógica de la fe. Pero es innegable la urgencia de poner en valor el carácter humanizador y político de la fe, vehiculada a través de la caridad política41. Así se puede entender un poco mejor la dimensión misionera que tiene la Doctrina Social de la Iglesia y su profunda dimensión evangelizadora, ya que «la doctrina social de la Iglesia responde a esta dinámica de caridad recibida y ofrecida» (CV 5). El terreno de lo social es un ámbito propio de la dimensión pública de la fe, y un espacio singular para el encuentro con los no creyentes que coinciden con nosotros en la lucha por la dignificación de la persona humana. Uno se pregunta constantemente dónde estamos los cristianos en el surgimiento de todos los movimientos renovadores que buscan la promoción de los derechos humanos. Los últimos tiempos han sido especialmente significativos en el despertar de la movilización social, de la toma conciencia como sociedad civil (ahí están los movimientos de indignados, del 15-M, etc.). En todos estos espacios la fe cristiana tendría mucho que aportar si la alejamos de un puritanismo que impide la propia fe, o de tentaciones de integrismo o de un compromiso político que la diluye. En ese sentido, hemos de profundizar en la caridad política tal y como la define Benedicto: «Trabajar por el bien común es cuidar, por un lado, y utilizar, por otro, ese conjunto de instituciones que estructuran jurídica, civil, política y culturalmente la vida social, que se configura así como polis, como ciudad. Se ama al prójimo tanto más eficazmente, cuanto más se trabaja por un bien común que responda también a sus necesidades reales. Todo cristiano está llamado a esta caridad, según su vocación y sus posibilidades de incidir en la polis» (CV 7).

40. Francisco: Vigilia de Pentecostés con los Movimientos Eclesiales (18-mayo-2013). 41.  Así se desarrolla en el capítulo IV de la encíclica Lumen fidei del Papa Francisco. En este apartado (n.º 50-57) se explicita la dimensión humanizadora que tiene la fe en la construcción del bien común y de la sociedad.

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6. La política al servicio del bien común Dr. Rocco D'Ambrosio Universidad Gregoriana. Roma

Resumen En este texto, el autor pretende poner de manifiesto la necesidad de reorientar la política al servicio del bien común, pues solo de esa manera se conseguirá que el espacio político sea plural y se garantizará el cumplimiento pleno de derechos civiles. En la actualidad la escena política está dominada por el pensamiento liberal, es decir, por el individualismo y el principio de optimización de los beneficios. Esto ha generado una crisis ética y antropológica que aleja a la política de la que tendría que ser su verdadera finalidad, el bien común; es necesario un «sacrificio» por parte de la ciudadanía en su conjunto yendo más allá del interés individual para conseguir la finalidad última de la política. Les agradezco la invitación a participar en sus trabajos. El tema que me ha sido propuesto representa uno de los nudos problemáticos de la relación entre comunidad cristiana y mundo, fe personal y vida social y política. La historia del catolicismo de nuestros países muestra cómo nunca han faltado en la comunidad pastores y laicos atentos a la realidad sociopolítica con gran formación, sensibili-

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dad y prudencia; pastores y laicos que, en contextos y situaciones diferentes, han podido encarnar el evangelio, ayudando a la realidad social y política a crecer según la voluntad de Dios. Deseo que esta intervención mía y las consideraciones y reflexiones subsiguientes se inserten en esta historia. Para hablar de política y bien común, nunca como ahora, es necesario volver a reflexionar sobre la información conciliar, que representa la síntesis moderna más esclarecedora en la materia: me refiero a la de doctrina expresada en la Gaudium et spes. El texto conciliar es no solo un importante documento en la historia bimilenaria de la Iglesia, de atención a la realidad temporal, sino también un punto de referencia de la más viva actualidad, con sus contenidos de fondo y su metodología, válido también para un relanzamiento del magisterio social. En efecto, el Vaticano II, como opinan diferentes y autorizados teólogos e historiadores, ha sido un Concilio que ha querido marcar un nuevo principio (Karl Rahner) para todas las actividades de la Iglesia católica, incluida la actividad en el mundo. Escribe la Gaudium et spes: «La comunidad política existe verdaderamente en función de aquel bien común en el cual encuentra su justificación plena y su sentido y del cual deriva su legitimidad jurídica, primigenia y propia». La concisión de la expresión no quita nada a la profundidad conceptual expresada. A continuación indico algunos aspectos doctrinales tocantes a la relación política –bien común, que constituyen los fundamentos del pensamiento social católico.

1.  La política existe en función del bien común (en el texto latino de Gaudium et spes, 74: propter illud commune bonum existit). La visión católica del poder se funda en una doble base. El poder tiene su origen en Dios y su finalidad en el bien común. Emerge con extrema claridad como los fundamentos de este pensamiento son: Aristóteles, Santo Tomás y la escolástica. Analizo el enfoque de Aristóteles: la política es el arte que pretende realizar lo hermoso y lo justo de la polis, esto es, su bien que es el mismo que el del individuo (eudemonia), pero es más importante y más perfecto que este. Ligar esencialmente la comunidad política a la realización del bien común quiere decir que se tienen como insuficientes e inaceptables las posiciones que presentan algunos elementos del bien común y no su totalidad. Enumeremos y comentemos sintéticamente algunas famosas posiciones histórico-filosóficas:

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• El bien común no es solo la paz y la defensa, como afirmaba Hobbes en su Leviathán. • El bien común no es solo la tutela de los derechos humanos, como, por ejemplo, está esbozado en los textos de la tradición de la Revolución francesa y de la americana. • El bien común no es solo la defensa de la libertad, como en la elaboración de Spinoza y Kant. • El bien común no es solo la suma de los bienes materiales del individuo; nos referimos a Bentham y a la escuela. • El bien común no puede finalmente ser prerrogativa exclusiva de un estado ético, piénsese en el análisis de Hegel. • El bien común no puede ser reducido solo a aspectos materiales y la instauración de nuevas relaciones económicas, según la teoría de Marx. En el camino de la humanidad estas posiciones doctrinales, además de haber sido discutidas, han originado formas políticas diversas. Con frecuencia se han opuesto pacíficamente, muchas veces se han combatido violentamente. La Pira diría que ellas, en el caso de las democracias después de la Segunda Guerra Mundial, han sido capaces de incorporarlas y forjar la estructura política, jurídica, económica y cultural de los Estados.

2.  El bien común y el diálogo La diferencia de tradiciones filosóficas y culturales en el tema del bien común está presente todavía hoy. Y siempre que se encuentra una diferencia  de visión del bien común, es necesario y obligatorio reafirmar el valor del diálogo. Recordemos aquí la lección de Pablo VI sobre el diálogo: en la Ecclesiam suam, manifiesto programático de cuánto el nuevo pontífice esperaba del Concilio en curso, el Papa pone de manifiesto como comunidad y cada uno de los creyentes en el trabajo y en el compromiso social político, entrando en contacto con hombres y mujeres de otras culturas y religiones. El diálogo no es la reivindicación o la afirmación, a cualquier precio, de nuestras ideas; sino que es un estilo marcado por la escucha del mundo, por la estima, la simpatía y bondad, por el respeto de la dignidad y libertad ajena y orientado a la exclusión de toda condena apriorística, la

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polémica ofensiva y habitual, de toda futilidad de la conversación inútil. En esta línea, el Papa Francisco ha hablado de diálogo usando estas palabras: «Vuestra tarea no es construir muros sino puentes; es la de establecer un diálogo con todos los hombres, también con aquellos que no profesan la fe cristiana, pero “cultivan altos valores humanos”, e incluso “con aquellos que se oponen a la Iglesia y la persiguen de modos diversos" (Gaudium et spes, 92). Son tantas las cuestiones humanas a discutir y poner en común, y en el diálogo siempre es posible acercarse a la verdad que es don de Dios y enriquece mutuamente. Dialogar significa estar convencidos de que el otro tiene algo bueno que decirme, dejar espacio a su punto de vista, a su opinión, a sus propuestas, sin caer, obviamente, en el relativismo. Y para dialogar es preciso bajar las defensas y abrir las puertas. Continuad el diálogo con las instituciones culturales, sociales, políticas, también para ofrecer vuestra contribución a la formación de ciudadanos que tengan interés por el bien de todos y trabajen por el bien común». El diálogo no es solo una actitud antropológica y ética fundamental; es también el fruto de la conciencia de que la ciudad, esto es, la comunidad política, pertenece a todos los ciudadanos y ciudadanas que la habitan. Y cada una, cada uno es portador de una visión del bien común. Ninguno puede imponer a los otros su propio punto de vista, sino que todos deben dialogar y elaborar opciones comunes. Las sociedades pluralistas y multiétnicas como son las nuestras, para evitar formas de fundamentalismo y violencia intelectual y física, deben, dentro del respeto a las propias tradiciones culturales y religiosas, pensar y repensar qué significa hoy el bien común, cómo realizarlo, cómo promoverlo y cómo garantizarlo. Ejemplo de diálogo, de discusión, de búsqueda de lo que une las diversas posiciones teóricas y prácticas, ha sido en muchos países democráticos la elaboración de la Carta Constitucional (Constitución). Me refiero a aquel fenómeno por el cual las constituciones son el fruto de discusión y diálogo, entre las diversas tradiciones culturales y políticas, que han elaborado conjuntamente un proyecto de bien común de alto valor filosófico, jurídico y político. Conozco bien el caso de mi país —Italia— y de otros por cuanto me es dado conocer por medio de un seminario de estudio que modero en la Gregoriana sobre «Ética política y Cartas Constitucionales». Por lo que me ha sido dado saber, —si me equivoco, tengan la bondad de corregirme—, también en la elaboración de la Constitución española ha sucedido algo semejante: tres corrientes filosóficas y políticas han dejado su influencia en el texto constitucional, esto es, el liberalismo, el socialismo democrático y el humanismo cristiano. Esta tradición es continuamente fortalecida y actuada en los procesos políticos y educativos. No sé en vuestro país, pero en Italia debo admitir que mucho de la actual crisis cultural, institucional y política deriva de una falta de educación y actuación de los principios éticos constitutivos de la comunidad nacional.

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En el texto constitucional español he encontrado algunas referencias importantes. Se trata de artículos en los que el concepto de bien común no es citado explícitamente, pero se colige cómo él subtiende la inspiración constitucional: • En el preámbulo: La Nación española, deseando establecer la justicia, la libertad y la Seguridad y promover el bien de cuantos la integran… • Art. 9: 1. Los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico. 2. Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social. 3. La Constitución garantiza el principio de legalidad, la jerarquía normativa, la publicidad de las normas, la irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales, la seguridad jurídica, la responsabilidad y la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos. Art. 10: 1. La dignidad de la persona, los derechos inviolables que son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social. 2. Las normas relativas a los derechos fundamentales y las libertades que la Constitución reconoce se interpretan de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos Internacionales sobre las mismas materias ratificados por España. De los artículos fundamentales de la Constitución deriva la arquitectura del Estado democrático y en él toda institución y actividad tiene razón de existir en función de establecer la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran (preámbulo). Son diversas las cartas constitucionales que muestran mucha sintonía con cuanto la Iglesia católica profesa, o bien con una visión del derecho que tutela «un bien relacionado con el vivir social de las personas: el bien común. Es el bien de ese “todos nosotros”, formado por individuos, familias y grupos intermedios que se unen en comunidad social. No es un bien que se busca por sí mismo, sino para las personas que forman parte de la comunidad social y que solo en ella pueden realmente y de modo más eficaz conseguir su bien», como ha escrito Benedicto XVI.

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3.  En el bien común la comunidad política encuentra su plena justificación y su sentido (en el texto latino de Gaudium et spes, 74: suam plenam iustificationem et sensum obtinet). La comunidad política, como hecho específico humano, tiene necesidad de un sentido. Tanto en la tradición clásica como en la cristiana, su sentido es estar orientada al bien, es decir, hombres y mujeres deben vivir juntos y ejercer toda actividad, toda autoridad a ellos confiada para hacer el bien. Entendida así, comunidad y autoridad son instrumentos para realizar un algo según un proyecto. Por esta finalidad, comunidad y poder adquieren su sentido del bien que llevan a cabo. Comenzamos por la tradición aristotélica: toda persona en cuanto ser racional (zôon politikôn) vive en la ciudad (polis), que respecto a las familias y al pueblo ha logrado la propia autosuficiencia (autarkíias), y nace y existe para garantizar las condiciones de una buena vida (eû zên). En otras palabras, Aristóteles no logra concebir la realización de una persona, sino en la ciudad, y esta tiene razón de existir porque realiza el bien de los individuos y de la ciudad entera. De hecho, aquel que por primera vez condujo a los otros a formar una comunidad política fue el autor de un gran bien, porque fue capaz de reunir a las personas para vivir juntas y llevar a cabo una vida virtuosa y feliz. De esto se sigue que la política, y por tanto el poder pertinente, tiene como fin el bien humano (anthropinon agathon). Aristóteles, además, está muy lejos de pensar que, establecida esta conexión teórica, sea todo fácil, como si se dijera que, una vez instituido, comunidad y poder van a ser automáticamente para el bien de todos, políticos y ciudadanos. La comunidad política realiza su bien bajo la condición de que: 1. Los ciudadanos y políticos sean enseñados a vivir virtuosamente, a partir de la virtud de la justicia y de la amistad social.  2. Se busque y se proyecte la constitución mejor, es decir, el mejor orden administrativo, con el mejor sistema legislativo. Educación y empeño legislativo deben insertarse en un contexto de una continua reflexión filosófica, o sea, de un constante discernimiento y de una frecuente verificación del camino recorrido. En efecto, la esencia de la política puede ponerse en práctica solo aproximadamente. Diríamos en lenguaje moderno: la política no es una ciencia exacta, no está hecha de dogmas,

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sino que es un continuo indagar sobre las cosas bellas y justas, que poseen tanta variedad y mutabilidad. Diría Aristóteles: la política es un continuo intento de ponerlas en práctica en lo concreto de la vida de una comunidad. La relación entre comunidad política, autoridad y bien pertenece también, con diversos fundamentos y finalidades, a la tradición cristiana. Las referencias son muchísimas; me detengo solamente en la lección paulina en la que se afirma que la autoridad es para tú bien (soi eis tò agathôn). Toda persona, toda comunidad, todo poder proviene de Dios y se vive según su querer. Pero Dios es el bien sumo, por lo cual, todo lo que viene de Él es bien y es para el bien. De esto encontramos miles de testimonios, ya sea en el orden de la creación, ya en el de la Redención, llevada a cabo por Cristo Jesús. Tampoco aquí se quiere decir de ninguna manera que, una vez establecido, una comunidad política va a realizar automáticamente el bien. La historia bíblica conoce diversas infidelidades a este mandato divino, ya sea por el poder ejercido en la comunidad de fe, ya sea en el ejercitado en el ambiente laico. Como en el contexto griego, la comunidad, su poder respectivo será auténtico solamente en la medida en que todos —líder y seguidores— sean justos; es decir, fieles al querer divino y dispuestos al servicio fraterno. Las diferentes tradiciones de pensamiento político han añadido al término bien una especificación: común. Entiendo por ello que el poder debe realizar el bien de muchos individuos, o el bien que es común a la multitud que forma una sociedad. Diversas son las concepciones del bien común, como hemos dicho anteriormente. Aquí queremos hacer referencia, en cambio, al hecho de haber sustituido en el contexto actual, la finalidad del bien común por la de la optimización de la utilidad. La escena política contemporánea, local o global, está bastante dominada por la mentalidad liberal y por el principio de la optimización de los beneficios. En otros términos, muy frecuentemente no es el bien común el que justifica y da sentido a la vida política, sino lo es el provecho. Los antiguos llamarían a esta actitud avidez. Es publicitada de mil maneras por las agencias culturales, muchas veces enmascarada por la respetabilidad burguesa, justificada por falsas motivaciones éticas. Nos ha recordado el Papa Francisco: «La crisis actual no es solamente económica y financiera, sino que hunde sus raíces en una crisis ética y antropológica. Seguir los ídolos del poder, del provecho del dinero por encima del valor de la persona humana, se ha convertido en norma fundamental de funcionamiento y criterio decisivo de organización. Nos hemos olvidado y nos olvidamos todavía de que por encima de los negocios, de la lógica y de los parámetros de mercado, está el ser humano y hay algo que es debido al hombre en cuanto hombre, en virtud de su dignidad profunda: ofrecerle la posibilidad de vivir dignamente y de participar activamente en el bien común». 86

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En los que ejercen el poder, la tentación de varios ídolos —poder, provecho, dinero— se hace doblemente fuerte. La del dinero es ante todo un factor natural, es decir, tentación común de apegarse a los bienes materiales; en segundo lugar, es reforzada por un modo de concebir el poder y la política, desligados de toda referencia ética, como enseña Machiavello. En esta situación de ausencia ética, el poder es visto en función de enriquecimiento y conservación propia, o como medio para acrecentar los propios intereses, por lo general materiales, tanto personales como de grupo. Sabemos bien en qué medida la globalización actual está inspirada en su mayor parte por criterios utilitaristas, que determinan con frecuencia una política rehén de los poderes económicos fuertes. En esta situación no solo se cometen numerosas ignominias, especialmente con perjuicio de los pobres, sino que se consolida una visión de poder, que encuentra su razón de ser únicamente en acrecentar intereses económicos-financieros. No por casualidad Juan Pablo II afirma que el anhelo exclusivo del provecho y, por otra parte, la sed del poder se encuentran en el panorama de hoy indisolublemente unidos, ya predomine el uno y el otro. Cuando el magisterio católico reclama el paso necesario de la economía a la política, lo hace en función de un rescate de la política como lugar e instrumento, con el cual se armoniza y realiza el bien de los individuos y de los grupos. Solo la vuelta a la política que gobierna los procesos económicos puede garantizar las condiciones que permiten a todos crecer plenamente como personas y como sociedad. En la visión católica, el poder está siempre en función del bien común y nunca en vista del aumento de la ganancia. Por otra parte, también donde la ganancia es legítima, esto es, en la correcta actividad financiera, productiva y comercial, no puede jamás darse ganancia a cualquier precio, sino que debe respetar un orden preciso: 1) trabajador; 2) trabajo 3) ganancia. El enfoque moderno está, en cambio, con mucha frecuencia basado en un orden diverso: 1) ganancia; 2) trabajo;  3) trabajador. En él la actividad económica tiene un único motor, la optimización del lucro, por lo cual la estructura de las necesidades queda disimulada en una única necesidad, la de la ganancia. El sistema económico no está ya ideado para la satisfacción de las diversas necesidades humanas, sino fundamentalmente para enriquecerse; y esta mentalidad invade, corrompe y desnaturaliza diversos sectores de la comunidad política. Precisa Benedicto XVI: «El objetivo exclusivo del lucro, si mal producido y sin el bien común, como fin último, corre el riesgo de destruir riqueza y originar pobreza». Y más adelante añade: «La actividad económica no puede resolver todos los problemas sociales ampliando sin más la lógica mercantil. Aquella tiene como fin la búsqueda del bien común, que responsabilidad también y sobre todo de la comunidad política». Corintios XIII  n.º 148

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Hace casi dos siglos que Tocqueville había identificado en esta ansia de lucro la nueva forma, que el despotismo podía asumir en las democracias: «Si intento imaginarme el nuevo aspecto que el despotismo podrá tener en el mundo, veo una muchedumbre innumerable de hombres, atentos solo a procurarse placeres pequeños y vulgares, con los que satisfacer sus deseos. Cada uno de ellos, manteniéndose aparte, es casi extraño al destino de todos los demás: sus hijos y sus amigos constituyen para él toda la especie humana; en cuanto al resto de sus conciudadanos él está cerca de ellos pero no los ve; los toca pero en modo alguno los siente; vive en sí mismo y para sí mismo y, si le queda todavía una familia, se puede decir que ya no tiene patria. Por encima de ellos se alza un poder inmenso y tutelar que solamente se encarga de asegurar sus bienes y de vigilar sobre su suerte». No es solo la descripción de una clase social estadounidense de mediados del siglo xviii; es también la fotografía de tantísimos hombres y mujeres contemporáneos, que por una más grande y siempre más grande ganancia económica, están dispuestos a sacrificar todo; a sí mismos, el equilibrio psíquico-físico, la integridad moral, el propio honor, las relaciones con familiares y amigos. Don Milani diría que son aquellos muchachos a los que solo se les ha enseñado a triunfar. Padres, educadores, enseñantes, políticos, magistrados, directores de consorcios o administraciones públicas, responsables de comunidades de creyentes, de asociaciones o de organismos nacionales o internacionales, líderes de asociaciones y comunidades están llamados a no usar el propio poder para enriquecerse; sino para guardar y emplear honestamente los recursos económicos, según mandato recibido. De otro modo, se recae en una terrible e incontrolable espiral de poder y ansia de ganancias, que lleva a la autodestrucción. Lo ha descrito acertadamente William Shakespeare cuando, estableciendo un paralelo instinto del poder e instinto sexual, se expresó en Troilus and Cressida: «Todo se resuelve en el poder, en el poder en egoísmo, el egoísmo en apetito, el apetito, lobo universal, ayudado doblemente por la voluntad y el poder, querrá hacer del orbe entero su presa y al final se devorará a sí mismo».

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4.  De la concepción del bien común la comunidad política saca el ordenamiento jurídico primigenio y propio (en el texto de Gaudium et spes, 74: ex quo ius suum primigenium et proprium depromit). El bien común es el fundamento ético del contrato social, de la juridicidad. En efecto, afirma Juan Pablo II: «Una civilización jurídica, un Estado de derecho, una democracia digna de este nombre se califican, pues, no únicamente por una eficaz estructuración de los ordenamientos, sino sobre todo por su engarce en las razones del bien común y de los principios morales universales escritos por Dios en el corazón del hombre». Volvemos a recordar a Aristóteles: la política es la inteligencia práctica (phrónesis) que dispone los medios para el fin personal y comunitario, el bien del individuo y de la pólis. Su disponer los medios es la actividad legislativa (nomothetika). Se sigue de ello que la ley tiene un valor instrumental y está estrechamente unida al fin de la pólis, esto es, el bien. Se sigue también que el bien común es el principio ético de todas las leyes, no solo de las políticas, sino, dado que hace referencia a la persona y a su bien total, se puede afirmar con razón que atañe a todas las leyes. Imaginemos una situación de crisis de una realidad familiar, laboral, cultural, religiosa, burocrática o política en la que los miembros hayan tomado conciencia de las injusticias existentes y quieran evitarla. Normalmente sucede que su atención se concentra ante todo sobre la ley justa, que se ha de afianzar o elaborar de nuevo. La ley es así invocada y esperada como el resolutorio –el conocido deus ex machina– capaz de restablecer el orden y eliminar las diversas injusticias, resolviendo prácticamente todos los problemas. Por ejemplo, esto sucede con frecuencia en la organización estatal, donde la emanación de una nueva ley o el endurecimiento de una vigente son consideradas resolutorios de un problema social o político. Ejemplos de estas prácticas inútiles y deletéreas se dan en ámbitos legislativos como corrupción, criminalidad organizada, bioética, fisco. Detengámonos sobre la legislación en materia fiscal, y de la evasión conectada con ella, en los países democráticos. Una nueva normativa fiscal, tendente a luchar contra la evasión, debe tener en cuenta el valor dado por los ciudadanos a la contribución fiscal. Si

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este es casi inexistente, es preciso actuar sobre los fundamentos éticos de la vida ciudadana. En primer lugar, el bien común del cual deriva la obligación del pago de las tasas, más que sobre los medios técnicos para vencer la evasión. En el caso, en cambio, en el que se puede presuponer razonablemente un grado de madurez cívica, se fijará la atención en resaltar los elementos, en su mayoría técnicos, que favorecen la evasión. No se excluye que la ley pueda tener un carácter disuasivo y que ello contribuya un poco a cambiar hábitos malsanos e ilegales. Sin embargo, no es una ley nueva o un endurecimiento de las penas lo que sana las enfermedades de la sociedad e instaura automáticamente el bien común. Es siempre y solamente la educación (la aristotélica paidèia) la artífice de un nuevo comportamiento (èthos). No se promulga una nueva ley para educar a los ciudadanos en un nuevo comportamiento (èthos), sino que se educa a los ciudadanos en las virtudes, en primer lugar a los gobernantes, y estas (virtudes) conducirán a una nueva ley o al respeto de las vigentes. Si una realidad institucional está afectada por la injusticia, para sanar su enfermedad es indispensable que sus miembros se pregunten sobre el estado general del cuerpo institucional, sobre su estar vivo; esto es, sobre su orden, sobre su finalidad. Es decir, el bien común, y decidan los remedios para su salud, a saber, la justicia, partiendo y sin prescindir jamás de los datos que resultan de una reflexión más amplia. Es evidente que el procedimiento puede ser, según los casos, implícito o dado por supuesto, en el sentido de que no se tienen razones fundadas para dudar de que los miembros del grupo hayan cambiado el enfoque de los principios generales de orden y justicia. En este caso nos concentramos inmediatamente en la eficacia de la ley existente o en la necesidad de elaborar leyes nuevas. La calidad de la nueva elaboración, siempre y sea como sea, dependerá de la calidad de la discusión sobre los presupuestos antropológicos y éticos de la institución. En síntesis, según la visión clásica, el comportamiento (èthos) origina la ley (nòmos) y no a la inversa. La ley es siempre el fruto de un camino, sea implícito o explícito. En esta luz comprendemos por qué el Concilio Vaticano II afirma que de la concepción del bien común es necesario sacar el ordenamiento jurídico, primigenio y propio. No es la emergencia la que dicta la ley. Es la concepción del bien común la que se hace ley. La ley no debe contener más que los medios necesarios para realizar el bien común más plenamente y más fácilmente. En esta materia la claridad aristotélica no teme comparaciones: las «leyes se pronuncian sobre todo y tienden a la utilidad común». El término leyes —en el texto aristotélico nòmoi— es entendido, según afirman los comentaristas, como tradición ético-jurídica en la que la ley (nòmos) es el instrumento para la búsqueda de la virtud, y por tanto del bienfelicidad en el contexto de la ciudad. En términos aristotélicos, podemos decir que toda ley de una institución es el trazado sobre el cual ella se empeña en caminar para realizar el bien de sus miembros, considerados ya sea en su singularidad, ya sea en su vida común institucional. 90

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5.  El concepto del bien común y sus condiciones Nuestro análisis sería incompleto si no respondiese, aunque sea brevemente, a la pregunta: pero ¿qué es en el fondo el bien común? «El bien común —afirma el Vaticano II— es el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección». La visión que se desprende de los dictámenes conciliares es de tipo dinámico. Hablar de condiciones o de logros de una perfección significa insertar la comunidad política en un proceso de crecimiento continuo, atentos tanto a la inspiración filosófica fundante como a la situación contingente. Expresado así, este carácter dinámico nos remite a cuando la tradición aristotélica ponía de manifiesto para la virtud y su adquisición. El bien común es una virtud y, como tal, es la manera con la cual una sociedad se cultiva, decide existir y continúa decidiendo existir, en una constante evolución, sin descuidar la necesaria verificación del camino recorrido. El bien común aquí presentado, además, coloca a la persona y a la sociedad (grupos). En una relación antitética, quedando firme que el bien de la pólis es más grande que el de cada uno de sus miembros, el bien de la persona está en línea sustancial con el de la comunidad y viceversa. Las raras oposiciones entre los dos bienes no deben nunca llevar a negar un bien con menoscabo de otro, sino que deben ser armonizados y jerarquizados en orden a un bien final y superior. Nos encontramos muy lejos de una visión utilitarista del bien común como suma de los bienes individuales, según la cual la mejor política es la que procura la mayor felicidad para el mayor número de personas; la peor es aquella que, de modo semejante, genera la miseria. El bien común no es la simple suma de los intereses particulares, sino que implica su valoración y composición hecha sobre la base de una equilibrada jerarquía de valores. El bien común exige también una exacta comprensión de la dignidad y de los derechos de la persona por un lado, y de su vínculo ontológico con la comunidad —por otro—, en razón de su vocación política. Un planteamiento semejante se plantea en términos críticos también respecto a la teoría contractual, en el caso en que, como Rawls, teoriza una concepción del bien común que excluiría a priori el recurso a doctrinas teológicas o metafísicas. Se designaría así una teoría y una praxis política que excluye lo trascendente con todos los riesgos que ya hemos destacado. La esencia del contrato, el núcleo central del Estado de derecho, es para el magisterio de la Iglesia católica

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un ordenamiento que reconoce una verdad trascendente; de otra manera corre el riesgo de convertirse en totalitario: «Si no se reconoce la verdad trascendente, entonces triunfa la fuerza del poder, y cada uno tiende a utilizar hasta el fondo los medios de que dispone para imponer el interés propio o la propia opinión sin respeto a los derechos del otro». En este caso el hombre es respetado solamente en la medida en que es posible instrumentalizarlo para la afirmación egoísta. La raíz del totalitarismo moderno, por tanto, hay que focalizarla en la negación de la dignidad transcendente de la persona humana, imagen visible del Dios invisible y, justamente por esto, por su misma naturaleza, sujeto de derechos que nadie puede violar: ni el individuo, ni la clase, ni la Nación o el Estado.

6.  El bien común y el Estado del bienestar Otro elemento es puesto en relieve: el magisterio ha intentado traducir a la práctica la indicación ética del bien común, ofreciendo listas sintéticas de condiciones esenciales y primarias. El Concilio habla de cosas necesarias como «el alimento, el vestido, la vivienda, el derecho a la libre elección de estado, y a fundar una familia, a la educación, al trabajo, a la buena fama, al respeto, a la adecuada información, a obrar de acuerdo con la norma recta de su conciencia, a la protección de la vida privada, y a la justa libertad también en materia religiosa». Para garantizar tales condiciones, recuerda Pablo VI, es necesario hacer un camino que lleva de condiciones infrahumanas a situaciones dignas y justas para el individuo y la comunidad. Menos humanas: las carencias humanas de los que están privados del mínimo vital y las carencias morales de los que están mutilados por el egoísmo. Menos humanas: las estructuras opresoras que provienen ya de los abusos del tener, ya de los abusos del poder, sea de la explotación de los trabajadores o sea de la injusticia de las transacciones. Más humanas: el remontarse de la miseria a la posesión de lo necesario, la victoria sobre las calamidades sociales, la ampliación de los conocimientos, la adquisición de la cultura. Más humanas también: el aumento en la consideración de la dignidad de los demás, la orientación hacia el espíritu de pobreza, la cooperación en el bien común, la voluntad de paz. Más humanas todavía: el reconocimiento, por parte del hombre, de los valores supremos, y de Dios, que de ellos es la fuente y el fin. Más humanos por fin y especialmente: la fe, don de Dios acogido por la buena voluntad de los hombres, y la unidad en la caridad de Cristo, que nos llama a todos a participar, como hijos, en la vida del Dios vivo, Padre de todos los hombres. 92

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El convertir en proyecto político y legislación relativa el compromiso del bien común desemboca la mayoría de las veces en lo que es definido como Estado del bienestar, o Welfare State, para usar la expresión acuñada por el Arzobispo de York, William Temple, en un escrito de 1941. Aun estando inspirado directamente en los principios éticos de justicia social, destino universal de los bienes, solidaridad y subsidiariedad, es en la visión del bien común donde el Welfare State encuentra su plena justificación. El debate actual sobre la crisis encuentra a la Iglesia alineada con parecer de los que reconocen los daños provocados por la degeneración del Estado social en Estado asistencial; no obstante reafirman importancia del mismo para responder de manera siempre más adecuada a muchas necesidades y penurias, proporcionando remedio a formas de pobreza y de privación, indignas de la persona humana. Juan Pablo II en un discurso a la Academia Pontificia de Ciencias Sociales tuvo que precisar: «Es necesario que la acción política asegure un equilibrio de mercado en su forma clásica, mediante la aplicación de los principios de subsidiariedad y solidaridad, según el modelo del Estado social». Tal intervención evitará también un sistema de asistencia excesivo, que dará más problemas que resuelve. Si obra así será una manifestación de cultura auténtica, un instrumento indispensable para la defensa de las clases sociales más desfavorecidas, muy a menudo aplastadas por el poder exorbitante del mercado global.

7.  Cuando se traiciona la finalidad del bien común Es bueno finalmente recordar que todo poder que no realiza el bien común de manera auténtica, armónica y constante, falla en su misión principal y fundante. El «fallar», obviamente, puede tomar diversas formas e intensidad: se va de la ligereza y descuido en el ejercicio del gobierno de la comunidad hasta las formas extremas de la perversión del poder. Piénsese en los campos de exterminio, en los genocidios, en las deportaciones, en las depuraciones étnicas, en las ejecuciones sumarias, en las negaciones de los derechos fundamentales, en la criminalidad organizada. Estas cosas son obscuridad completa y maldad sin más. A la cual se accede, según Ritcher, por medio de una monstruosa obsesión de la voluntad que llega hasta el encarnizamiento destructivo. Sigo todavía la argumentación de Aristóteles: la ciudad nace para garantizar la buena vida, la vida feliz; quien en ella detenta el poder es constituido para crear las condiciones de la buena vida, esto es, del bien común (tò koinôn symphéron), en la justicia absoluta. De otra manera la comunidad degenera. Las constituciones degeneCorintios XIII  n.º 148

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radas (parekbasis) son una forma de perversión que niega la política que existe única y exclusivamente para el bien. El concepto de degeneración en Aristóteles se desarrolla simultáneamente con la identificación de la ciudad mejor, a saber, aquella ciudad donde la naturaleza humana puede realizarse lo mejor posible. Las características de esta son: la estabilidad legislativa para evitar insatisfacciones y rebeliones consiguientes; algunas configuraciones prácticas favorables (dimensión de la población y del territorio, colocación geográfica, carácter natural de la población); la calidad de las leyes adoptadas y de la educación allí impartida. En términos modernos diríamos que para Aristóteles la democracia es sana, solamente si se basa en la educación de los ciudadanos, constitución legislativa y administración práctica, aspectos todos que se deben distinguir por su excelencia, en caso contrario la democracia degenera. De este cuadro sintético se colige cómo el poder se pervierte, porque no responde a la finalidad para la cual ha sido instituido. En algunas concepciones modernas reductivas se piensa que la perversión del poder es asignable a factores externos o coyunturas fatales. La historia nos enseña, por el contrario, que el poder, cuando ha perdido de vista la finalidad del bien, ha experimentado innumerables formas de desorden y perversión. En el magisterio católico toda forma degenerada de poder es definida como estructura de pecado. La referencia a todas aquellas instituciones señaladas, en el pensamiento y en la práctica, por un estado de desorden que ha adquirido tanta fuerza y firmeza que limita y niega fuertemente la libertad y la dignidad de toda persona. Así (escribe) Juan Pablo II: «Si la situación de hoy hay que atribuirla a dificultades de índole diversa, no está fuera de lugar hablar de «estructuras de pecado», que hunden sus raíces en el pecado personal y, por tanto, están siempre relacionadas con actos concretos de las personas que las introducen, las consolidan y hacen difícil el removerlas. Y de este modo ellas se refuerzan, se difunden y se convierten en origen de otros pecados, condicionando la conducta de los hombres». «Pecado» y «estructuras de pecado» son categorías que con frecuencia no son aplicadas al mundo contemporáneo. No se llega, sin embargo, con facilidad a la comprensión profunda de la realidad, como se presenta a nuestros ojos, sin dar un nombre a la raíz de los males que nos afligen. Con relación a estructuras que viven un desorden consolidado y difícil de remover, que son fuente de otros pecados, los ejemplos podrían ser muchos: de las familias de la criminalidad organizada a las organizaciones internacionales, que bloquean el desarrollo de países pobres; de las asociaciones para delinquir, que tienen como rehenes a poblaciones y territorios, a las opciones de algunos políticos, que defienden con todos los medios las situaciones de injusticia y de guerra presentes en el mundo. Obviamente, víctimas de esta doble actitud de pecado son no solo los individuos; pueden serlo también instituciones más grandes como las de tipo imperialista. En ellas ciertas decisiones, inspiradas aparentemente solamente por la economía o la política, esconden verdaderas formas de idolatría: del dinero, de la ideología, de la clase, de la tecnología. 94

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La referencia a varias idolatrías, que algunos poderes perpetran en el mundo, se presentan como invitación a no hacer análisis superficiales de las perversiones del poder, de traicionar la finalidad del bien común, sino a saber relacionar toda clase de desorden, perversión y corrupción con motivaciones profundas, enraizadas en el campo racional, emotivo y utilitarista de la persona humana. Una larga y con frecuencia misteriosa cadena une el mal público con el personal, sus formas macroscópicas con las microscópicas. Porque, como diría Shakespeare por boca de su Macbeth: «Lo que en el mal nace, en el mal crece».

 Conclusiones Para concluir me parece hermoso reafirmar nuestros compromisos por el bien común y proponer educar y promover una política al servicio del bien común, en el que todos seamos ciudadanos responsables y activos. Es cuando nos recuerda Giuseppe Lazzati: «Digo que si somos católicos y como tales capaces de comprender que la política tiene como fin último el bien común, el cual justamente porque común no es solo de una parte, deberíamos pensar que es necesario estar todos dispuestos sin prejuicios a hacer algún sacrificio en orden a aquel bien.  Sí, sabemos que el bien común es tal que en una determinada circunstancia puede exigirnos grandes sacrificios. Lo saben los que por el bien común han entregado la vida; lo saben los que por el bien común han soportado incomodidades muy graves en la cárcel, el destierro, en los campos de cautiverio o de eliminación, con tal de lograr la libertad como bien supremo para el propio país. A veces no querríamos aceptar el principio si se aplica a los otros y no toca a la propia persona. Con esto no digo que nosotros no debamos manifestar nuestro parecer, como si uno tuviera que fiarse ciegamente del partido a quien hemos dado el voto; que no debamos hacer oír nuestra voz para denunciar rumbos políticos que nos parezcan equivocados; es deber de conciencia hacerlo. Pero esforcémonos por difundir en nuestro ambiente aquel sentido que solamente permite consumar realmente una unidad entre los católicos, como unidad de los que saben sacrificar algo propio, con tal que se obtenga, todos juntos, una fuerza mayor y por tanto una validez de acción que permita nuevos desarrollos del bien común de todo el país».

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7. Preguntas y algunas respuestas sobre la regeneración democrática D.ª Edurne Uriarte Universidad Rey Juan Carlos. Madrid

Gracias por la presentación y gracias a la CEE por la invitación a estar hoy aquí. Les cuento algunas de mis reflexiones sobre el título que hemos decidido para esta conferencia, un título un poco largo que les presento brevemente y que paso a intentar desgranar. Un poco largo porque en el título hemos incluido preguntas y algunas respuestas sobre la regeneración democrática. Dos aspectos que pretenden separar dos partes muy diferentes de la conferencia. Una primera parte, en la que yo quiero precisamente hacer preguntas sobre la crisis de la política y de los políticos; y una segunda parte, en la que quiero reflexionar sobre las respuestas que se han dado para la regeneración democrática, sobre algunas respuestas. Hay menos respuestas que preguntas y eso es así —en efecto— porque nadie tiene la clave para acertar con lo que hay que hacer para la regeneración democrática, pero lo que sí tenemos son muchos debates y plantearé alguno de ellos. Les decía que hay una primera parte en la que quiero hacer preguntas. Preguntas en las cuales plantearé, a su vez, algunas críticas; porque intento hacer

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un análisis de las causas de la crisis, de la imagen de la política y de los políticos, a partir, eso sí, de la convicción de que esa crisis existe. Creo que en esa primera parte todos estaremos de acuerdo: hay una crisis de la política de los políticos, de la imagen de los políticos, de la imagen de los partidos políticos. Llevamos años asistiendo a esa crisis y esto se resume en datos muy contundentes, como, por ejemplo, cuando repasamos encuestas del CIS y otras muchas encuestas. Por ejemplo, una de las preguntas de la encuesta es la referida al grado de confianza en las instituciones. El CIS pregunta de vez en cuando sobre esta cuestión, sobre el grado de confianza en las instituciones, que suele medirse con una puntuación del 1 al 10. Como ya sabrán, los políticos y los partidos políticos suspenden siempre, pero además con unos suspensos calamitosos, lamentables; por ejemplo, en el barómetro de abril, uno de los últimos que yo he revisado, la institución que obtenía la puntuación más alta era la Guardia Civil, que es normalmente la que obtiene la puntuación más alta, o la Policía Nacional. Los españoles somos muy rácanos a la hora de valorar las instituciones, y muy críticos, pero aunque la Guardia Civil, que era la que ganaba, llegara al 5,71, resulta que los partidos políticos solo obtuvieron el 1,83. Eso sería un muy deficiente. Y, además, a esto se añade que la clase política está en los últimos tiempos no entre la peor valorada de la Unión Europea, sino la peor valorada de la Unión Europea. Según un estudio de la Fundación BBVA (que se llama Values and Wordviews), que es muy reciente (el año anterior) y está publicado este año, la confianza de los españoles en los políticos medida del 1 al 10 obtenía en España (en ese estudio) una puntuación de 1,5 únicamente, y resulta que la media europea era de 3. Dicho esto, y antes de pasar a las preguntas, hay que matizar un poco, pues esto no quiere decir que el problema sea únicamente español. Como ven, es un problema general, puesto que en Europa también suspenden y con mucho, con un 3 de puntuación; y este problema de la imagen de la política, de los políticos, de las elevadísimas críticas a las instituciones políticas viene de bastante lejos. De hecho, se está estudiando desde los años setenta por lo menos en ciencia política. La crisis de la política, de los políticos es una realidad, no hay dudas. Ahora bien, ¿cuáles son los componentes de esa crisis? ¿Por qué? Yo he hecho una diferenciación entre los componentes más conocidos, o aquellos de los que se habla mucho, y los menos conocidos. Entre los más conocidos, destacan los «errores de los políticos». Evidentemente dentro de los «errores de los políticos», el primer componente es la corrupción. Y aquí también estamos todos ampliamente de acuerdo. Hay un problema, en todas las democracias, de corrupción, de medios o elevados niveles de corrupción; esta es una de las causas esenciales de la crisis de la política y de los políticos. Es verdad que luego hay que añadir que la corrupción Corintios XIII  n.º 148

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o comportamientos no éticos se producen también en otros lugares de la sociedad. Lo que ocurre es que se analizan mucho más en profundidad los casos de corrupción que ocurren en la política, y esta es una de las primeras causas de la mala imagen de los políticos y de la política.

1.  Falta de democracia interna de los partidos políticos La segunda causa conocida es la de los problemas de los partidos políticos, y dentro de estos problemas se apuntan la falta de democracia interna de los partidos políticos o, un segundo problema del que se habla, la profesionalización de la política. Falta de democracia interna en el sentido de que desde hace muchos años hay voces que apuntan a que no habría mecanismos de democracia dentro de los partidos, a que todo sería decidido por una élite, y a que es necesario renovar los partidos políticos. Yo tengo muchas críticas a su vez a esta crítica, pero lo abordaré cuando hablemos de soluciones. De momento quiero dejarlo aquí, lo mismo que quiero dejar aquí la profesionalización de la política. Otra crítica que se hace habitualmente sobre la política es que los políticos son políticos profesionales, y eso, dicen los críticos, sería malo para la democracia. Estos críticos parten del ideal de la democracia, que manifiesta que la democracia dice que cualquiera puede dedicarse a la política en cualquier momento, y que lo ideal sería que todos los ciudadanos participaran activamente, hicieran de políticos, digamos, cada cierto tiempo; volvieran a sus profesiones habituales y que no hubiera políticos profesionales. Hoy mismo, un periódico publicaba una especie de listado de varios políticos conocidos, entre ellos incluía al propio Presidente del Gobierno, y después, decía de cada político su edad y el tiempo que llevaba dedicado exclusivamente a la política. Ese periódico presentaba esto desde un punto de vista negativo, crítico, dando a entender que cuantos más años llevara ese político dedicado exclusivamente a la política, peor. En mi opinión, hay una serie de causas que han generado la «crisis de la política». A continuación se desarrollan.

1.1.  Los fracasos de las instituciones políticas Como una de las causas estaría los fracasos de las instituciones políticas, esta es una realidad. Éstas deberían dar respuesta a los problemas de los ciuda98

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danos, pero no lo llevan a cabo. La crisis económica que estamos viviendo en los últimos años es un ejemplo de instituciones políticas que no son capaces de dar respuesta, en este caso, a los problemas económicos. ¿Qué es lo que ha ocurrido en este apartado desde mi punto de vista? Que el Estado se ha hecho demasiado grande, por una parte, y, al mismo tiempo, que se ha llegado a pensar que la política debía dar solución a todo tipo de problemas sociales y humanos. En ese sentido, yo diría que no se trata únicamente de que las instituciones políticas fracasen en algunas de las soluciones que dan a los problemas; o que no sean capaces de encontrar soluciones a los problemas, sino que las democracias han evolucionado en un sentido en el cual hemos llegado a considerar que las instituciones políticas deben dar respuesta a todo, cuando me parece que eso no es así, sino que la sociedad nos dice que no es así. Que las sociedades están compuestas por política, por cultura, religión, economía, y que la política no puede ser la respuesta a todo. Pero lo cierto es que vivimos una época en que se piensa que la política da respuesta a todo, y como no lo hace, ¿a quién se responsabiliza a continuación de aquello que no funciona? A la política, al Estado, a los políticos.

1.2.  Escaso interés ciudadano por la política Sobre las causas menos conocidas, de las que se habla menos, pero que me parecen igualmente importantes como las primeras causas, es la falta o el escaso interés ciudadano por la política. No sé si se han fijado alguna vez en lo que dicen las encuestas, por ejemplo del CIS, y vuelvo a las encuestas, sobre el interés en torno a la política. La respuesta a esa pregunta es tan impresionante como repasar la pregunta esa que les citaba antes de la confianza en los políticos y en las instituciones, que cada vez que las repasamos vemos unos suspensos impresionantes. Pero es que si nos fijamos en otra pregunta que el CIS o cualquier centro de estudios sociológicos y politológicos hace sobre el interés por la política, impresiona también ver las respuestas; y esto, si se fijan, ocurre en todas las respuestas; por ejemplo, he extraído un dato sobre esa pregunta, «grado de interés por la política», referida a un estudio del CIS sobre los jóvenes, en noviembre de 2011. Si nos fijamos en la población en general, ¿saben qué porcentaje de jóvenes españoles está muy interesado en la política? Únicamente un 7,1%. Y ¿cuántos jóvenes españoles están bastante interesados por la política? Un 24,3%; es decir, los jóvenes españoles bastante y muy interesados por la política suman solamente el 31,4%, poco menos de un tercio de los jóvenes españoles dice estar bastante o muy interesado en política.

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Peor es si nos fijamos en cuántos son los que contestan poco o nada, porque podían haber contestado «no sabe» «no contesta»; pero no, los jóvenes españoles tienen muy claro que su interés es más bien poco o nada. Poco interesados en política un 39%, nada interesados en política 29,3%, es decir, casi un 70% de los jóvenes españoles decían en 2011 (ahora dicen lo mismo, esto varía muy poco a lo largo de los años), casi un 70% de los jóvenes dice estar poco o nada interesado por la política. Con lo cual, la pregunta consiguiente o por lo menos la que a mí me parece importante es: ¿pero con tan poca gente interesada por la política, cómo va a funcionar bien la política? Dicho de alguna manera, si no hay más entusiasmo social por participar y por hacer cosas, ¿cómo va a estar bien la salud de la política si hay tanta gente que «pasa de la política»?

1.3. Valores sociales en torno a la no responsabilidad individual Segundo componente de la crisis, de la imagen de la política y de los políticos, que yo considero que está entre los menos conocidos, es lo que llamo valores sociales en torno a la no responsabilidad individual. Esto me parece especialmente importante. No se habla de ello porque no es popular. No es popular, ya que no solo vivimos, en una especie de idea del «híper-Estado», del gran Estado. Vivimos en una degeneración de la idea del Estado; en la idea de que es el Estado el que se tiene que ocupar de todo, absolutamente de todo. Eso va unido a lo que considero valores de la irresponsabilidad individual. Vivimos en una sociedad en la que la culpa de todo la tienen los demás, y muy pocas veces se asumen las responsabilidades de cada individuo. Cada uno con sus responsabilidades. Los ejemplos de esta época de la irresponsabilidad individual o de los cantos a la no responsabilidad a mí me parecen tantos… Por citarles uno, en el que vuelvo a pensar hoy. Es posible que estemos en desacuerdo con ese ejemplo, habrá muchos matices, pero a mí me parece un ejemplo de esto y tiene que ver con la política. Hemos sabido, por ejemplo, que el juez que lleva el caso del accidente ferroviario de Galicia ha imputado a toda la dirección de ADIF, a no sé cuántas personas por el accidente. En una fundamentación jurídica que más o menos decía, como ya lo dijo en un auto anterior, que los responsables políticos en este caso tenían que haber previsto la posibilidad de ese accidente y, por lo tanto, haber previsto una serie de medidas para que no se produjera el accidente. A mí me asombran ideas como esta. Estamos ante un accidente en el que está comprobado y ratificado que hubo un error humano, un gravísimo error humano, porque una persona conducía a una velocidad mucho mayor de la per-

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mitida; no solo eso, sino que no estaba atento a la conducción. Sabemos todo eso, sabemos que había una responsabilidad individual, y, sin embargo, un juez, y la presión de muchos medios de comunicación, ha querido diluir esa responsabilidad individual en una supuesta responsabilidad general de los políticos, del Estado, de las medidas que se tenían que haber tomado. Yo he puesto este ejemplo, pero la inmensa mayoría de los ejemplos, de los debates de los últimos tiempos en las sociedades desarrolladas son de este tipo. Son debates en torno a la manera de diluir responsabilidades individuales, y encontrar responsabilidades, en general, del Estado; y si no es del Estado, de alguna institución importante, una gran institución, a poder ser poderosa, rica e importante, porque entonces se da la culpa con más facilidad. Y las responsabilidades individuales pareciera que siempre están fuera; pareciera que el individuo al final nunca es responsable de lo que hace porque alguien ha tenido que prever aquello en lo que puede fallar; alguien ha tenido que procurar que le salgan bien las cosas; en definitiva, alguien ha tenido que hacer su trabajo y además sustituir su propia responsabilidad. En este punto yo me apasiono porque me parece un asunto especialmente importante y podría añadir otros muchos ejemplos: ¿qué decir de la polémica educativa que hay en España desde los últimos tiempos? ¿De la cultura del esfuerzo? ¿Qué decir de las polémicas que hay sobre las becas? Estamos asistiendo a un concepto de igualdad de oportunidades en el cual, y yo lo resumo así, y no creo exagerar, la igualdad de oportunidades parece que consiste en la igualdad de oportunidades para suspender. Consecuencia de todo esto, y de cientos y miles de ejemplos que pondría, es que estamos desarrollando una sociedad donde a los individuos les cuesta asumir responsabilidades, e intentamos que todas las responsabilidades sean asumidas sobre todo por el Estado y por la élite política.

1.4.  El populismo Y después como tercera causa, la menos conocida o de la que se habla menos y que a mí me parece importante, es el populismo de algunos medios de comunicación. Y aquí también me incluyo porque yo misma participo en muchos medios de comunicación y creo que los medios de comunicación en demasiadas ocasiones caemos en el populismo. ¿Y a qué llamo populismo? Llamo populismo a decir a través de los medios aquello que los ciudadanos quieren oír pero no aquello que se corresponde más a la verdad o a la responsabilidad también en este caso. ¿Qué ocurre con los medios de comunicación? A los medios de comunicación les pasa lo mismo que a los políticos, que tienen que vender su producto a los ciudadanos. Los políticos tienen que vender el voto; digámoslo, tienen que conseguir el voto o venderlo en un sentido figurado. Los políticos tienen que con-

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seguir que los ciudadanos les voten, es decir, compren su producto político, tienen que convencer, y los medios de comunicación lo mismo. Los medios de comunicación tenemos que conseguir que a los ciudadanos les guste lo que contamos. Estemos en la televisión, en la radio, en un medio escrito, y eso significa que a veces llevar la contraria a lo que quiere la mayoría de los ciudadanos es complicado y tendemos a decir lo más fácil, lo políticamente correcto, lo que la gente quiere oír y esto lleva, me parece, a esto que llamo populismo. En algunas ocasiones caemos en el populismo y no ayudamos a que todos asumamos las responsabilidades de lo que ocurre en política. Y acabo de decir que todos debemos asumir las responsabilidades de lo que ocurre en política, lo que puede ser una buena introducción para la segunda parte, porque mi segunda pregunta es: ¿y cuáles son las vías para la regeneración democrática? ¿Cuáles son las vías?

2.  Vías para la regeneración democrática Para plantear esas vías es muy importante recordar esto último. Entender que la política, el Estado, es cosa de todos los ciudadanos, no solamente de la élite política; y es cosa de todos los ciudadanos claramente en un sistema democrático. Otro debate muy distinto es lo que ocurre en un sistema no democrático, pero si volvemos a sistemas políticos como el sistema en el que vivimos nosotros, los españoles, la política y el Estado es cosa de todos, de todos los ciudadanos, de los políticos y de los ciudadanos. Y los ciudadanos contribuyen a la política, a la forma del Estado, a lo que el Estado haga, entre otras cosas, cuando votan, porque en el voto decidimos lo que queremos, decidimos cómo queremos que se hagan las cosas y contribuimos de otras muchas maneras. Por eso me parece que responder a las vías para la regeneración democrática debe consistir, en primer término, en no pensar solo en lo que deben hacer los políticos, los partidos políticos, sino en lo que debe hacer toda la sociedad, en lo que debemos hacer todos. Y a partir de esa idea, yo he señalado cuatro vías, seguro que podríamos hablar de más, pero repasemos brevemente cuatro vías de regeneración democrática con algunas cuestiones que se pueden plantear.

2.1. El control de la corrupción La primera, en principio, es muy clara. La primera es la que corresponde a la primera causa de la mala imagen de la política: el control de la corrupción. Es

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necesario controlar la corrupción, otra cosa es cómo. Si, por ejemplo, un sistema político como el español, maduro democráticamente, tan avanzado, no ha conseguido hasta ahora controlar la corrupción, y seguimos teniendo tantos casos de corrupción, ¿cómo es posible? Evidentemente, la primera respuesta es la naturaleza humana. ¿Cómo luchar contra los desvíos y desvaríos de la naturaleza humana? Pues es difícil. Hay que hacerlo poco a poco cada día. La historia de la humanidad muestra que es un combate que no se acaba nunca. Este desvarío de la naturaleza humana es lo que explica en buena medida la corrupción. Pero ¿qué se puede hacer en concreto contra la corrupción? Desde mi punto de vista tampoco es tan sencillo lo que se puede hacer, porque en los últimos tiempos se habla mucho de un cambio en la ley de financiación de los partidos, y me parece bien, hay que mejorar la ley de financiación de los partidos. Estamos comprobando cómo una de las vías de la corrupción es la financiación de los partidos. Las cosas no se han hecho bien y no se hacen bien en la ley de financiación de los partidos. Las soluciones que se proponen por parte de los propios partidos no me parecen nada convincentes. Muchas voces, por ejemplo, hablan de eliminar las donaciones privadas, delimitar más las donaciones privadas, y yo me pregunto ¿por qué? ¿No decimos al mismo tiempo que es bueno que sea la sociedad la que financie los partidos más que el Estado? Que el dinero de los partidos surja de los donantes voluntarios de la sociedad a mí me parece bien. Es ese el concepto que tengo de la sociedad, que debe ser activa en política. ¿Por qué eliminar, casi eliminar, las donaciones privadas? ¿Qué hay de malo en las donaciones privadas? ¿Por qué esa especie de demonización de lo privado como fuente de males en la política o en los partidos? Y les hago estas preguntas para poner encima de la mesa lo complejo que me parece el asunto. Personalmente, y estoy muy en minoría, por no decir que soy de las pocas personas que dice eso, yo soy partidaria de las donaciones privadas sin límite en los partidos y en cualquier otra institución; y añado, con una transparencia absoluta. A mí no me importa que un banco importante, o cualquier otra empresa importante, dé millones a un partido o a otro o a todos. Eso me parece, en todo caso, un acto voluntario respetable de esa empresa, de ese banco. Lo único que me parece exigible es que todos sepamos quién ha dado a quién; que las donaciones sean transparentes, de tal forma que si hubiera un trato de favor por parte de una institución política a esa empresa, pudiéramos valorar si ha podido deberse a esa donación o no. O no tiene nada que ver porque ha podido ocurrir que esa empresa haya dado el mismo dinero al partido de la oposición, o a los partidos de la oposición, cosa que, por otra parte, es lo que pasa habitualmente, porque los empresarios tienden a ser gente prudente y entonces tienden a repartir sus donaciones. Les pongo este ejemplo, como uno más de entre otros, de lo complejo que es el asunto. Por supuesto, en el terreno de la corrupción todo lo que sea mejorar los mecanismos judiciales, bienvenido sea, aunque, como también saben, aquí estamos ante la limitación, nuevamente en este caso, limitación del Estado. Corintios XIII  n.º 148

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¿Qué ocurre con la mejora de los mecanismos judiciales? Que el Estado en este caso tiene unos límites en cuanto al tamaño y a los costes económicos. ¿Cuánto más podemos aumentar, y más en una época de crisis, el número de jueces, de fiscales, etc., en España? Parece evidente que por la cantidad de casos de corrupción, y otros muchos delitos que hay, necesitaríamos más jueces, pero ¿cuánto da de sí nuestro sistema público? ¿Los presupuestos para ello? Es otro problema añadido.

2.2. La participación en los partidos políticos y otras formas de activismo político Segunda vía para la regeneración democrática en la que también me parece que hay muchos debates. Es lo que llamo fomento de la participación en los partidos políticos y otras formas de activismo político. Cuando digo otras formas de activismo político lo añado porque quiero decir que hay otras muchas formas también de participación política. Me parecen todas bien siempre que sean responsables, responsables ¿en qué sentido? En el sentido de que su labor no se limite a destruir lo que se hace sin proponer alternativas, y, además, sin hacerse corresponsables de las alternativas. Porque a veces hay ciertos tipos de activismo político que tienen un signo destructivo. Desde mi punto de vista no son constructivos y no son corresponsables. En la medida en que sean constructivos y corresponsables me parecen bien todos los tipos de activismo político y, por supuesto, no violentos. Pero si nos vamos al fomento de la participación en los partidos, al fin y al cabo los partidos políticos siguen siendo las organizaciones esenciales de la democracia, y creo que lo seguirán siendo por muchos años, aquí nos encontramos ante una aparente paradoja. Resulta que hay una imagen muy negativa de los partidos en España y en otros países de nuestro alrededor. Esto pasa en Francia y Gran Bretaña, en todas partes. Sin embargo, a la hora de la verdad, ¿qué hacemos en las elecciones? Votamos a los partidos políticos y votamos además en una proporción muy alta. Les diré que el panorama de la democracia no es tan negro como a veces parece, porque, a la hora de votar, la inmensa mayoría de los ciudadanos vamos a votar y los porcentajes de voto en todos los países democráticos, con excepciones especiales muy específicas en Estados Unidos y Suiza, están entre el 80% y el 90%; o sea, que a la hora de la verdad, la inmensa mayoría de los ciudadanos no solo vota, sino que además votamos a los partidos políticos, y con los nuevos experimentos o se convierten en partidos políticos serios o desaparecen cuando hay nuevas organizaciones que surgen. Y sobre la necesidad de participar más, cuando yo digo la necesidad de participación en los partidos políticos pienso sobre todo en algo que no es polí-

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ticamente correcto ni muy popular y es que me parece que hay que fomentar la participación en la militancia de los partidos políticos, bien en los mayoritarios, en los minoritarios o fundando nuevos partidos políticos, en cualquier partido político o fundando uno nuevo. Lo que quiero decir con esto es que es importante fomentar el activismo responsable de los ciudadanos en la política. Bien en los partidos existentes, para mejorarlos, o bien creando otros; y es aquí, en este punto, donde sitúo una de las críticas más fuertes que se hace a los partidos políticos: la falta de democracia interna. En nuestro país llevamos ya muchos meses, años, debatiendo sobre nuevos mecanismos de democracia interna, sobre las primarias; se vuelve a hablar en España sobre las primarias, se vuelve a hablar sobre cambios en la ley electoral. Sobre las primarias, yo les diré que también formo parte de la minoría muy escéptica, bueno no tan minoría. Soy muy escéptica, entre otras cosas, porque parto del cuestionamiento de la idea de que no existe democracia interna de los partidos. ¿Es que la democracia indirecta, que es la que existe en los partidos, no es democracia? Y la inmensa mayoría de la gente resuelve esto diciendo rápidamente que no. Y mi respuesta es que sí. Son mecanismos de democracia indirecta; no son mecanismos de democracia directa, pero, claro, es que el sistema democrático tampoco se basa en un mecanismo de democracia directa. Nosotros votamos a representantes, pero luego no tomamos las decisiones. Las decisiones las toman el Presidente del Gobierno, los ministros, directores generales nombrados por los ministros, etc. ¿Las primarias pueden mejorar esos componentes de democracia indirecta? Yo no digo que no. No es que me oponga a ellas, lo que ocurre es que soy escéptica. Escéptica en el sentido de las primarias consiguiendo pequeños milagros en los partidos políticos. Sí que pueden servir, eso es cierto, para dar más popularidad y mejor imagen a los partidos políticos. Yo creo que no suponen un cambio esencial dentro de los partidos, que tienen mecanismos de democracia indirecta y que además van a usar el mecanismo de las primarias solo para determinados nombramientos, o ¿qué ocurre? ¿Que van a empezar a hacer primarias por ejemplo para nombrar a todos los miembros de las ejecutivas, etc.? ¿Se imaginan? Los partidos estarían todo el día haciendo primarias. Su labor ya no sería gestionar, gobernar, hacer discurso político; no, sería hacer primarias, si tuvieran que hacer primarias para cada puesto. Pero reconozco que unas primarias simbólicas, que es lo que hacen hasta ahora, solamente simbólicas los que las hacen, son útiles para popularizar su imagen. A mí me parece, sin embargo, mucho más útil algo que no hacen los partidos, y que sin embargo creo que deberían hacer; y es fomentar campañas de Corintios XIII  n.º 148

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captación de afiliados. Acercarse a los ciudadanos pidiendo la filiación. No el voto solamente, sino la participación activa. Eso sí me parece que debieran hacerlo y no lo hacen ni los grandes partidos ni los pequeños. Cuando empezó UPD, por ejemplo, lo hacía, pero ya tampoco lo hace. Eso sí que me parece mucho mejor. Y otras ideas, como el cambio de ley electoral que algunos cuentan como si fuera solución a todos los problemas. Pues yo les diré que a mí el sistema mayoritario como el británico me gusta mucho, frente al sistema proporcional que tenemos nosotros. Ahora bien, ¿de verdad creemos que en España funcionaría el sistema mayoritario, que saben que consiste en distritos uninominales? El país se divide en muchos distritos, tantos como diputados del congreso, y por cada distrito se elige un solo diputado. Eso significa, como en el sistema mayoritario británico, que en un distrito puede ganar alguien que ha tenido, imagínense, el 30% de los votos, el segundo ha tenido un 27%, el tercero un 25%, el cuarto un 23%. Todos esos no sacan nada, se quedan a cero. Se lleva al escaño el que tiene más. En eso consiste el sistema mayoritario con los llamados distritos uninominales. Es verdad que eso fomenta el acercamiento del político que se presenta por cada distrito a los ciudadanos de su distrito, y en ese sentido a mí, por ejemplo, me gusta; ahora bien, ¿nuestra cultura política aceptaría que se lo llevara todo el primero y los demás se quedaran sin nada? Porque en el sistema proporcional, como sabemos, hay un reparto no del todo matemático, pero entre los partidos en proporción a los votos. Les pongo ese ejemplo de que la solución es cuestionable aunque a algunos nos guste; no sé, yo tengo muchas dudas de que funcionara en nuestro país.

2.3. El ciudadano responsable Y, en tercer lugar, y voy acabando, yo he introducido la idea del ciudadano responsable, y les he hablado ya antes de esta cuestión. No se pueden mejorar la democracia, la política, el Estado si no desarrollamos un valor o los valores de la responsabilidad. Si los valores de la responsabilidad se exigen exclusivamente a los políticos pero no al conjunto de ciudadanos, es imposible una regeneración democrática. Porque la democracia es precisamente el sistema político basado en la participación de todos los ciudadanos, y si no hay una corresponsabilidad. Les pongo un último ejemplo: fíjense en lo que pasa con todos los debates fiscales. Cuando un político es pillado, o un miembro de la élite no ha pagado impuestos, hay un gran escándalo nacional y, en cambio, parecen no importar los miles, cientos y miles de trucos utilizados por millones de ciudadanos que defraudan. ¿Quién no ha dejado de pagar el IVA en una factura? Por ejemplo, o ha dicho ¿con IVA o sin IVA? Y hemos dicho sin IVA. Esa pequeña ten-

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tación, ese tipo de cosas, y estoy hablando de un asunto menor, porque evidentemente no tiene nada que ver el que hayamos hecho eso una vez a que sea una práctica que estemos haciendo generalizadamente. Pero les pongo un ejemplo sobre el fisco, la actitud, la corresponsabilidad fiscal, como tantos y tantos ejemplos sobre la corresponsabilidad individual.

2.4. La responsabilidad de los medios de comunicación Y, por último, y vuelvo a poner ahí otro asunto que a mí me preocupa mucho, el fomento del autocontrol y la responsabilidad de los medios de comunicación. Los medios de comunicación tienen, tenemos, en la medida en que yo participo en ellos, una responsabilidad especial, porque puestos a valorar la responsabilidad de todos los ciudadanos y de los medios, habría que decir que la de los medios es mayor, por una cuestión muy simple, porque los medios tienen la capacidad de llegar a millones de ciudadanos. Aquello que está en los medios de comunicación está en los hogares de los ciudadanos; aquello que destacan los medios de comunicación es lo que es considerado también más importante por los ciudadanos, los titulares que hacen los medios de comunicación, los valores transmitidos. No siempre somos suficientemente responsables, porque en demasiadas ocasiones nos dejamos llevar por el mensaje más fácil, y a veces el mensaje responsable, realmente la mayoría de las veces, el mensaje más responsable no es el más fácil, es el difícil y complicado, aquel que exige algún riesgo y a veces incluso un deterioro de la propia imagen, pero si se quiere ser responsable hay que asumirlo.

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8. La gobernanza de la democracia representativa Francisco Vázquez Exembajador de España en la Santa Sede

Se me ha pedido disertar sobre un tema de tanta actualidad y consiguientemente tan polémico como es el de la «gobernanza de la democracia representativa» y, agradeciendo la confianza que en mí deposita la Comisión Episcopal de Pastoral Social al invitarme, sí quiero con carácter previo dejarles claro que no soy ni un teórico ni un especialista en materia de derecho constitucional; y por tanto mi intervención será fundamentalmente un análisis político nacido de las experiencias por mí vividas en mis muchos años de responsable público, etapa de mi vida en la que me cupo el honor de desempeñar funciones tan representativas como la de Alcalde o Diputado, y por cierto todas ellas —a excepción de mi última época como embajador de España cerca de la Santa Sede— ejercidas siempre como consecuencia de la voluntad popular expresada a través del voto en unas elecciones. Fui un político de urnas y no del Boletín Oficial del Estado, algo de lo que me siento especialmente orgulloso. Siempre he considerado que el conocimiento de la historia es pilar fundamental para el ejercicio de la actividad política. Todos conocemos el axioma tan manido que nos dice que «los pueblos que ignoran su propia historia están con-

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denados a repetir los mismos errores de su pasado». Por ello, para analizar los problemas del presente, permítanme comenzar mi intervención por un análisis somero de nuestro pasado más reciente para así poder determinar el origen y la causa de las situaciones –por un lado- de desencanto y, por otro, de desprestigio que afecta a la vida política y a las instituciones públicas, y que por tanto erosionan gravemente a la propia naturaleza de la democracia. La quiebra de los valores democráticos en gran medida y de las actitudes políticas que imperaron en la transición son el mejor ejemplo a mi juicio para determinar las causas del estado actual de desánimo colectivo, pero que también nos sirve para establecer cuáles pueden ser los caminos para la recuperación de lo que hoy en ese ciclo se llama «Rehabilitar la democracia». Cuando muere el General Franco, el futuro de España se debatía entre dos rumbos antagónicos continuadores de aquella triste imagen machadiana de las dos Españas. De un lado, quienes desde el poder absoluto mantenido durante 40 años de dictadura propugnaban el continuismo del sistema, sometiéndolo a los ajustes derivados de la desaparición de Franco y, frente a ellos, los grupos de la oposición hasta entonces clandestina que defenderían la ruptura total de las instituciones y del propio Estado asentado en las llamadas «Leyes fundamentales», que era una forma constitucional atípica y sui generis. Tanto en el campo de los continuistas como en el de los rupturistas existían dos tendencias muy radicales y extremistas, como eran los llamados inmovilistas, que simplemente querían que las cosas siguieran como estaban; y años más tarde serían los impulsores del fallido intento golpe de Estado de 1981. En el otro campo de los rupturistas, existían grupúsculos que defendían una salida revolucionaria que implicaba un cambio total de la sociedad, e incluso en aplicación de un supuesto derecho de los pueblos, defendiendo la independencia de alguna de las regiones españolas. Estos grupos minoritarios no aceptaban la democracia naciente y optaron por una salida violenta, como fue la ETA y el FRAP, el GRAPO, y las plataformas políticas, como Herri Batasuna, que los han apoyado y lo siguen haciendo. Desde dentro y desde fuera del régimen, realmente agonizante, existían fuerzas políticas partidarias de la desaparición total del Estado franquista, pero desde la apertura de un proceso de reconciliación nacional que restañara las heridas de la Guerra Civil y de la homologación de España con el resto de las naciones democráticas de nuestro entorno. Esa salida reformista, por vía pacífica, en la que se encontraban implicadas personalidades y partidos que provenían del régimen al igual que políticos y grupos de la llamada oposición moderada. Esta es la opción que se impone, y se impone desde las propias Cortes franquistas, desde la legalidad imperante en aquel momento; lleva a cabo un proCorintios XIII  n.º 148

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ceso de reforma a través de un referéndum que implica el fin del sistema, permitiendo la legalización de los partidos políticos y la convocatoria de unas elecciones libres. Esta reforma se convierte en la práctica en una ruptura pacífica y democrática, desde el punto y hora en que las Cortes Generales surgidas de aquellas primeras elecciones libres del 15 de junio de 1977 se convierten en Cortes Constituyentes y dan paso al proceso de transición a la democracia que culmina con la promulgación de la vigente Constitución, aprobada abrumadoramente en todas las regiones de España, excepto en el País Vasco, donde fue aprobada pero con una fuerte abstención en el referéndum nacional del 6 de diciembre de 1878. Yo siempre entiendo que en esa fecha termina la transición democrática y en esa fecha se inicia la democracia. Es decir, España pasa a ser un país como cualquier otro de su entorno, regulado por una constitución, una ley de leyes que establece las bases de la convivencia. Primera lección que extraemos para el presente convulsivo que hoy vivimos, sobre todo para algunos de ustedes, que por su edad no vivieron aquellos acontecimientos que —por cierto— hicieron que España fuera admirada en el exterior, y su proceso de liquidación de una dictadura y su tránsito por vía pacifista a la democracia se considerase como ejemplar.Y tanto política como académicamente se tomase como modelo a seguir. Nunca fue tan alto, en los tiempos modernos, el prestigio internacional de España como en aquellos del final de la década de los setenta. Decía antes que la primera lección que hoy podemos extraer viene de aquel proceso. Los políticos de aquella época lo que hacen es recoger las aspiraciones mayoritarias del pueblo español. La política se estructura con el sentir de los ciudadanos. El recuerdo de la Guerra Civil pesaba como una losa, pero también hay una parte importante de la población que consideraba que la Guerra Civil era un pasado que no había conocido. Nadie quería convulsiones, ni bruscas ni mucho menos violentas. Además, en la España de 1975 había una gran clase media que no existía en la sociedad de los años treinta y la realidad combinada de la emigración y del turismo permite a los españoles de aquellos años tener como referencia a las sociedades democráticas europeas de nuestro entorno. Consiguientemente, los españoles demandaban una vía pacífica nacida del diálogo que se transformó en un proceso que hoy denominamos del consenso. Se imponen como virtudes del debate político la generosidad y la renuncia, que éticamente son para mí la más excelsa manifestación del patriotismo correctamente entendido. Los unos renuncian a la fuerza del poder que las asistía; los otros renuncian al menor atisbo de revanchismo, y el proceso se inicia intentando evitar los errores de un pasado convulso y violento, marcado por la intransigencia y el sectarismo. 110

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Reitero, generosidad y renuncia de todos, de todos, subrayo, que permiten el acuerdo que se plasma en la elaboración de una constitución que por primera vez, desde las Constitución de Cádiz de 1812, no es fruto de la imposición de los vencedores frente a los vencidos. Una constitución que en su desarrollo ha permitido gobernar, en diferentes situaciones de mayoría o de minoría, a la derecha, al centro o a la izquierda y que hasta épocas muy recientes su aplicación y su desarrollo se sustentan y se basan en acuerdos mayoritarios. Esta breve introducción me sirve para poner en evidencia el tremendo contraste del espíritu político imperante en aquellos años, con el que actualmente sufrimos y que lleva incluso a que abiertamente se plantee, como en el curso del título de este ciclo, «Rehabilitar la democracia», la continuidad o incluso vigencia del actual sistema democrático, se pone en peligro cuando la causa de los problemas, en mi opinión, no está en la naturaleza del fondo, sino en las desgraciadas formas que lo administran. Y permítanme en este punto, antes de continuar, hacer un breve inciso. La causa determinante no es la crisis económica imperante y sus consecuencias sociales. La forma de abordarla es una manifestación más de la crisis política y, por tanto, institucional que arrastramos como consecuencia del progresivo alejamiento entre la sociedad y sus representantes empeñados en reabrir todos los conflictos que asolaron nuestra convivencia en el pasado, como mantengo en el análisis de la presente conferencia. Y hay que decir que nos es la crisis la causa, porque el escenario en el que se desarrollaron los acontecimientos de la transición democrática era mucho peor que el actual. Había una crisis económica tan o más grave que la presente. El nivel del paro era similar, en torno al 25% o 26% de la población activa. España estaba aislada y no tenía el marco protector de la Unión Europea. Sufríamos la más devastadora socialmente de las plagas económicas, que no es otra que la de la inflación, en niveles que llegaron a superar el 20% y que se intentaba resolver con la devaluación de la moneda, lo que implicaba una pérdida radical de los salarios, de los ahorros y de las rentas familiares. Hoy este factor no existe. Políticamente, la sociedad sufría el terrorismo de ETA, que asesinaba, secuestraba y extorsionaba con una impunidad que le daban los santuarios franceses; y a la ETA se añadían las acciones del GRAPO y la acción combinada de ambos terrorismos, servían de justificación a la amenaza golpista de sectores involucionistas, vinculados a grupos del ejército descontentos con la evolución de los acontecimientos y que eran dos principales inspiradores de lo que se denominó el «desencanto» que ponía en solfa la democracia y había un riesgo de involución. Una situación, por tanto, para mí, no igual sino peor que la actual. ¿Y qué se hizo en aquellos difíciles momentos para contrarrestar la crisis económica, cuando Corintios XIII  n.º 148

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además nuestra democracia naciente era inestable? Justo lo contrario que hoy. Como expresión de las virtudes de diálogo, generosidad y patriotismo que vengo reiterando como propias de políticos y partidos de aquella época se formalizaron los llamados «pactos de la Moncloa», en los que partidos políticos, organizaciones sindicales y entidades patronales, económicas y financieras acordaron las políticas económicas y sociales a seguir, legitimando así los esfuerzos y sacrificios que había que exigir a la sociedad; incorporando a la acción de gobierno a personalidades que estaban al margen de la política, pero reconocidas y respetadas por todos, como fue el caso del entonces Vicepresidente D. Enrique Fuentes Quintana. Nada que ver con el triste espectáculo que hoy sufrimos de permanente conflicto e incapacidad para acordar soluciones desde el diálogo. Hasta aquí —por tanto— la primera de mis conclusiones al hablar de los problemas actuales de la democracia, y no es otra que resaltar la incapacidad para el acuerdo y la falta de diálogo en los políticos y los partidos de la actualidad. La lucha política se antepone a los intereses generales y eso es algo a lo que el ciudadano es muy sensible. Permítanme completar este análisis comparativo con una breve referencia a un problema de carácter político, como es el territorial, pero yo lo voy a hacer desde otra perspectiva y es la de considerar que es una causa también el problema territorial del desprestigio de las instituciones. La Constitución de 1978, que intenta solucionar muchos problemas y quiere y tiene la voluntad de modernizar las estructuras políticas y sociales de España, intentó solucionar el problema del encaje de las llamadas nacionalidades históricas y entonces a la vez intenta modernizar la estructura de un Estado prácticamente decimonónico y crea el llamado Estado de las Autonomías. Hubo un problema que hoy lo vemos con claridad, y es que esta reforma se hizo sin derogar el estado hasta entonces existente, lo cual determina que siga funcionando la anterior estructura del Estado: una estructura municipal fuera de lugar, la estructura de diputaciones provinciales y a la vez las autonomías, y las nuevas instituciones que se crean a su sombra. Lo cual hace que tengamos un mega-Estado difícil de mantener, imposible de mantener económicamente, lo que obliga a recurrir al endeudamiento al que se someten todos los niveles de la administración, el estado, la central, las autonómicas, las provinciales y las locales; lo cual hace que se produzca un agujero que obliga a buscar recursos a las hasta entonces intocables políticas sociales propias del Estado de bienestar. Y aquí es donde yo quiero llegar. No tanto del problema de nacionalidades, sino del problema de ese mega-Estado. No se trata de ver la deriva de las políticas nacionalistas o amenazas reales de recesión que hay en partes de España que 112

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pesan como una losa sobre nuestra convivencia. Quiero resaltar la elefantiasis de nuestra administración a la deriva política y administrativa posiblemente partidaria de las autonomías como detonante de la actual crisis económica. Todos los ciudadanos son conscientes del gran número de órganos y organismos existentes con funciones superpuestas, del gran número de empresas públicas, de instituciones políticas, de contratados, de cargos de confianza, de libre designación o simplemente el gran número de políticos institucionales que entre otras consecuencias hace que, por ejemplo, España, con la mitad de la población que Alemania, tenga el doble de cargos políticos. Este dislate es en mi opinión una de las causas del desprestigio de la clase política, porque no aborda la reforma del Estado, no retoma la voluntad modernizadora y descentralizadora de la Constitución y, consiguientemente, no produce un ahorro importante en las cuentas públicas; y ¿esto qué ocasiona?, pues que el Estado se deslegitima y pierde la ejemplaridad requerida a los poderes públicos. Porque la sociedad no ve que se ahorre en esta cuestión y en cambio el ahorro se hace en derechos hasta entonces, como decía ahora, intocables, como son la educación o la sanidad, pero que no se aplica el mismo rasero en las estructuras de poder controladas por los partidos políticos. Los ejemplos serían inacabables, para que ustedes se den cuenta uno que nace de mi experiencia más directa: fui presidente de la Federación de Municipios dos veces. España tiene más de 8.000 ayuntamientos, de los cuales más de 5.200 tienen menos de 1.000 habitantes. Son inviables de mantener, no tienen la estructura mínima de población que se requiere para el mantenimiento de los servicios que deben dar y todos ustedes, como yo, somos conscientes de la existencia de defensores de pueblo, tribunales de cuentas, consejos económicos sociales, televisiones autonómicas y un larguísimo etcétera. Y esta reforma que se demanda no se lleva a cabo y, sin embargo, sí diligentemente se ejecutan políticas que afectan a los derechos de los sectores más débiles, a la vez que se quebranta de manera grave el poder adquisitivo de las clases medias, las más afectadas posiblemente por esta crisis. En esta segunda conclusión no entro en el problema político tan de actualidad, y en mi opinión tan grave, como es la demanda soberanista de una parte de España como la que hoy estamos viviendo en Cataluña. Se trata más bien de poner en evidencia el que si no se racionaliza el Estado se deslegitiman gravemente las medidas que se intentan tomar para abordar la crisis. Desde el estudio de la historia, en estas cuestiones vemos que una de las causas que han incidido, y sobre todo que se han puesto en evidencia en los últimos años, haciendo una reflexión sobre el estado de crispación y a la vez de desencanto que vivimos, es que si examinamos nuestro pasado más reciente, siCorintios XIII  n.º 148

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glos xviii, xix y xx (sobre todo estos dos últimos), vemos como la no solución de tres cuestiones políticas, o su incorrecto tratamiento, fue la causa determinante de todos nuestros problemas, que desgraciadamente no pocas veces desembocaron en enfrentamiento violentos. Estas tres cuestiones fueron: 1.º La cuestión territorial. 2.º  La cuestión religiosa. 3.º  La cuestión militar. La primera –la territorial– relativamente moderna, ya que surge a finales del xix como consecuencia de las demandas económicas del incipiente capitalismo vasco y catalán; la segunda, la religiosa, con una incidencia muy importante en el proceso educativo y, ha pasado por situaciones totalmente dispares, desde un poder o una convivencia fuerte de la Iglesia con el poder, hasta la desamortización o la persecución religiosa en el final de la República y de la Guerra Civil, por poner un ejemplo. Y la tercera, la militar, que es la que dio lugar a toda una cadena de pronunciamientos, asonadas y golpes de Estado, que alteran en una u otra dirección, liberal o conservadora, los procesos constituyentes. Pues bien, las tres grandes cuestiones, territorial, religiosa y militar, pensábamos que con el proceso de transición habían quedado superadas gracias al consenso mayoritario que representaba la Constitución vigente, en un corto espacio de tiempo, y con una responsabilidad muy grande, por desgracia, del gobierno de mi partido. Las tres han resucitado de una manera dramática. Ha sido sustituida la tercera, la cuestión militar, por lo que yo denomino la cuestión judicial, expresada en la politización de la justicia y a su vez en la judicialización de la política. Hoy se hace más política en los tribunales que en los parlamentos y foros institucionales, y, además, el control partidario de los órganos de dirección de control de los cuerpos judiciales, unido al protagonismo de algunos jueces. Afortunadamente, el estamento militar ha sido uno de los que mejor se han sabido adaptar al proceso democrático y, además, ha tenido una presencia internacional que lo avala en su compromiso con los valores que tradicionalmente han defendido las Fuerzas Armadas. Bien, todas estas cuestiones han sido agravadas por una ruptura consciente del espíritu de reconciliación, como fue la mala aplicación de la llamada «ley de Memoria histórica», que de una forma fulminante resucitó todos los fantasmas de nuestro pasado.

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Y no quisiera yo en este punto no dejar de alertar de lo que será en los próximos tiempos un previsible ataque que incomprensiblemente se hará desde sectores de la izquierda contra el principio de libertad religiosa, en un afán de imponer un modelo de sociedad presidido por los principios del relativismo más absoluto imperante en los últimos tiempos, y que tan categóricamente denunció el anterior Pontífice Benedicto XVI. De un tiempo a esta parte, hay una ofensiva que intenta asentar como verdades lo que son simplemente falacias, siempre en el afán de desprestigiar a la Iglesia católica, presentándola como una institución que goza de todo tipo de privilegios y exenciones, preocupada tan solo de imponer y obligar a todos a seguir sus principios doctrinales. Y tenemos ejemplos muy claros: se ha dicho que la Iglesia no paga por sus edificios y propiedades el IBI (impuesto de bienes inmuebles), cuando lo cierto es, y nunca mejor dicho, que paga religiosamente por todos aquellos que cumplen fines de carácter lucrativo y goza ni más ni menos de las mismas exenciones que los que están dedicados al culto o a fines benéficossociales, los que tienen las demás confesiones religiosas, los demás organismos y entidades de asistencia, como ONG, obras culturales o sociales, partidos políticos, federaciones, edificios del Estado, sedes sindicales, etc. Como también es mentira cuando se le acusa de gozar de una financiación especial y exclusiva que grava a todos los españoles. Yo participé activamente en el acuerdo de financiación, en mi condición de Embajador de España cerca de la Santa Sede. Hay que decir, categóricamente, que hoy la Iglesia española tan solo recibe del Estado las cantidades que voluntariamente consignan en sus declaraciones de renta los ciudadanos, creyentes o no, que quieren entregar a la Iglesia católica la parte correspondiente de sus tributos, cantidad, por cierto, y esto es importante, siempre compatible con la que pueden dedicar a otras instituciones sociales, como son las ONG, subrayando el hecho de que la casilla de la Iglesia católica puede ser sustituida por la de cualquier otra confesión religiosa que igualmente lo acuerde con el Gobierno, como son las iglesias evangélicas, el islam, el judaísmo, etc. Es una financiación similar a las existentes en los demás países de nuestro entorno. Por tanto, sin privilegio, ni ayuda del Estado. En un artículo reciente que publicaba en una revista confesional, Vida Nueva, alertaba de cómo posiblemente en un momento en que el partido socialista, sometido a una fuerte crisis ideológica que ha derivado en su propia credibilidad y el desprestigio de muchos de sus dirigentes, bajo la apariencia de una renovación de ideas, reabrirá el enfrentamiento y la ruptura con la Iglesia, resucitando un anticlericalismo y una antirreligiosidad más propios de épocas del siglo pasado y que muchos pensábamos que ya estaban no solo superados, sino también olvidados. Y se van a fundamentar, sobre todo, en un principio erróneo, con la disculpa de negar la constitucionalidad de los Acuerdos con la Santa Sede. Aprovechando Corintios XIII  n.º 148

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el inevitable debate que sobrevendrá con el nuevo proyecto de la ley del aborto, se propugnará una revisión total de las relaciones con la Iglesia, incidiendo sobre todo en el campo educativo y poniendo en entredicho el sistema actual de colegios concertados; sacando la enseñanza de la religión del programa educativo y negando la libertad de conciencia a instituciones sanitarias y educativas de ideario católico, así como a nivel individual a médicos y personal facultativo. Este anuncio que hoy hago público se basa en otra falacia más, como es la de ignorar que los vigentes acuerdos con la Santa Sede fueron debatidos y aprobados, por cierto por unanimidad, en enero de 1979, por unas Cortes Generales que dos meses antes habían refrendado la Constitución vigente, que había entrado en vigor el 6 de diciembre de 1978. Son, por tanto, plenamente constitucionales y solo se pueden derogar por acuerdo de parte o por la misma mayoría cualificada que los aprobó, al tener rango de ley orgánica. Los vigentes acuerdos que han derogado en el anterior Concordato son uno más de los tratados internacionales que la Santa Sede tiene suscrito con 89 países, entre ellos todos los 27 de la Unión Europea, de los más de 120 países con los que mantiene unas relaciones diplomáticas estables. Es más, dicho de otra manera, solo hay 17 países en el mundo con los que la Santa Sede no tiene relaciones a nivel de reconocimientos de embajadores: Corea del Norte, China y las teocracias islámicas, sobre todo los Emiratos, de Arabia Saudí, de la Península Arábiga. Por lo tanto, ni hay privilegios ni hay excepciones, sino que es la misma aplicación que se da a nivel internacional. He hecho este breve inciso porque creo que es bueno siempre contribuir a dar argumentos para debates que van a ser inevitables, próximos e inmediatos. Este renacer de un cierto sentimiento antirreligioso y una hostilidad manifiesta contra la Iglesia católica son también exponentes claros, de una parte, de la ruptura del espíritu de consenso con el que se inició la transición; y, por otra parte, refleja la profunda crisis ideológica que atraviesa la izquierda, incapaz de construir una alternativa frente al modelo ultraliberal impuesto por los mercados, y hace que se vuelva a la anacrónica dialéctica anticlerical, propia del siglo xix. Retomando el hilo de mi argumentación, considero que además, de las carencias y errores políticos que se dan en España, se hace imprescindible tomar en consideración la importante incidencia de la globalización actual, a la que está sometida nuestra sociedad sobre todo en materia económica, que incide en las causas de la crisis e influye en el desprestigio de las instituciones. Veamos, aunque sea someramente, algunas reflexiones en esta materia, condensándolas, ya que cada una de ellas sería por sí misma motivo para una conferencia.

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La crisis económica ha puesto en evidencia la falta de control que hoy tienen los poderes políticos sobre los grandes poderes económicos y financieros, hasta el punto de que para muchos ciudadanos la democracia ha pasado a estar controlada por los llamados mercados que por encima de los gobiernos son los que fijan las políticas a seguir. En poco más de quince años se produce el derrumbamiento de los dos modelos políticos y económicos sobre los que se había sustentado nuestra sociedad después de la Segunda Guerra Mundial. Al comienzo de la década de los noventa del pasado siglo, se produce la caída del Muro de Berlín, que simbólicamente marca el fin del modelo comunista. El sistema capitalista, denominado la sociedad del bienestar, fruto del pacto entre liberales y socialdemócratas, no fue capaz ni de prever ni de controlar ni de afrontar la crisis económica, fundamentalmente especulativa en su origen, que es la que todavía estamos sufriendo. Por lo tanto, en estos quince años se derrumba la fe en estos dos modelos antagónicos e imperantes en el mundo desde 1945. Y lo que es más grave, por primera vez en la historia, la caída de uno y otro modelo se sucede sin que surja ningún modelo alternativo y hay una absoluta carencia no ya de respuestas ideológicas, sino de propuestas políticas. Si ustedes se fijan a nivel internacional, el discurso de los gobernantes está constituido principalmente por cifras de estadísticas; son debates económicos y la mayoría de las veces son incluso los propios economistas los que sustituyen a los políticos a la hora de analizar las posibles soluciones a los problemas que tiene nuestra sociedad. Y hay una segunda cuestión, también muy grave; aparentemente las decisiones las toman organismos internacionales, como el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial, que son los que fiscalizan y controlan a los gobiernos democráticos, fijando, como en el caso de Grecia y Portugal, las medidas financieras, económicas y políticas que deben seguir sus gobiernos e incluso, como en el caso más grave o el más escandaloso que hemos tenido en los últimos años, como fue el de Italia, imponiendo un gobierno tecnocrático sobre el gobierno democrático surgido de la voluntad del parlamento votado por los ciudadanos italianos. Hoy, por tanto, tenemos ya la certeza de que nos dirigen poderes, pero estos poderes, piensen bien, es la primera vez en la historia que son poderes anónimos. No le ponemos cara a los fondos que rigen los mercados, que determinan subidas y caídas en las bolsas, subidas y caídas que les permiten alcanzar pingües beneficios que la mayoría de las veces arruinan a los pequeños ahorradores. Son poderes anónimos, sin rostro, sin ideología aparente más allá que la de obtener el mayor beneficio en el menor tiempo posible. Poderes anónimos que nos privan de saber quién es nuestro interlocutor. Poderes que se reúnen en foros incluso o en ciudades, como la reunión de Davos, y a su llamada acuden los gobernantes para informarles y escucharles, y establecen líneas de actuación para las políticas económicas y sociales a seguir. Foros y clubes que determinan la política no Corintios XIII  n.º 148

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solo de los países, sino de todo el mundo, que establecen primaveras árabes que marcan la sustitución simplemente de dictaduras laicas por regímenes teocráticos, igualmente tiránicos, pero que aseguran fuentes de energía y aseguran inversiones por parte de los propietarios de esas fuentes de energía. Bajo el eufemismo de la globalización perdemos soberanía en favor de nuevos centros de poder político. Hoy de una manera muy minoritaria, pero ya comienzan a surgir teóricos que hablan del «liberal leninismo»; se establecen formas de actuación propias del leninismo en las que el Comité Central, estos poderes económicos anónimos, pasan a administrar los ingentes recursos de planes de inversión o de jubilación de millones de personas o dirigen los grandes monopolios y consorcios industriales. Esta realidad se traslada a los sectores más concienciados política y socialmente de nuestra sociedad, y hace que se tenga la certeza de que perdemos soberanía con la aparición de nuevos centros de poder político. Y esta situación tiene su origen en gran medida en la falta de principios y valores que afecta a una sociedad dominada por el principio del «todo vale» y que como en el caso de España, los partidos políticos no han sido capaces de incorporar o representar las aspiraciones y preocupaciones de las gentes, convirtiéndose ellos mismos en núcleos cerrados y endogámicos, aislados de la realidad, dando lugar a la profesionalización de la actividad pública, cuyo desempeño se limita a los propios cuadros dirigentes de los mismos partidos. Entramos así en la tercera gran causa en mi opinión, de la actual crisis de la política y de los políticos, que no es otra que la partidocracia y una de sus consecuencias más execrables, que es la corrupción, que deriva en gran medida de la financiación irregular de los partidos políticos. La profesionalización de la política se ha hecho al margen de las preferencias de la sociedad expresada en el voto. Los cuadros llamados dirigentes, y que yo hoy denomino cuadros profesionales, se mantienen con las mismas personas físicamente en sus esferas de poder, como si formaran parte de un escalafón funcionarial. Digo físicamente porque ideológicamente tenemos la gran paradoja de que las mismas personas son capaces de practicar el difícil ejercicio de decir hoy lo contrario de lo que se decía ayer, o de impulsar una supuesta renovación ideológica que fuera distinta de lo hasta ahora defendido o contraria al modelo que hasta ahora ha constituido la trayectoria de la acción política. Las ideas y los programas son los que cambian, pero nunca lo hacen las personas, que además se exoneran en todo momento de cualquier responsabilidad del pasado o niegan su implicación en las consecuencias negativas, cuando las hay, y de sus errores.

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Hemos llegado incluso a la paradoja de que en el debate político de regeneración se impongan límites a la reelección de quienes son políticos de representación pública y lo son simplemente porque lo quieren sus conciudadanos; y en cambio no haya limitaciones para quien es derrotado en las urnas, que puede presentarse una y otra vez. El tiempo me impide explayarme en esta cuestión como yo desearía, pero creo que la regeneración democrática interna del sistema actual de partidos es una de las necesidades más acuciantes que hoy tenemos en España. Y me refiero a todos los partidos sin excepción, aunque, como ustedes comprenderán, sea uno el que más me duele. Esta incapacidad para la renovación de acuerdo con la aceptación o el rechazo que los ciudadanos con su voto expresen en las urnas es el reflejo del meollo del problema, que no es otro que la profesionalización de la política, que no es otro que la funcionalización de los partidos que permiten hacer de la representación pública una actividad lucrativa, un medio de vida que consiguientemente hace desaparecer la dimensión ala política de algo de una manifestación y de un espíritu de servicio, y vemos que la derrota —aunque la derrota más que elocuente sea clamorosa— eso no anula la capacidad de seguir teniendo la representación, y vemos que, posiblemente, eso conlleve una desaparición de la voluntad de victoria, y me voy a explicar: quien accede a un sillón de concejal o de representante en una institución u organismo público, lo que al final le termina interesando es simplemente seguir y, por tanto, es incapaz de abordar cualquier renovación que pueda poner en peligro su estabilidad profesional. Puede asumir e incorporar a su actual política la idea de la derrota, una derrota institucional pero que a él le permite conseguir mantener su representación institucional y, por tanto, voluntad de ganar. Incluso lo que es todavía peor, para continuar se puede dar otro paso más grave, que es pactar con quien haga falta por muy contradictorio que sea el modelo de sociedad que cada uno de los integrantes del pacto representan. La deslegitimación de la que hablaba, en la segunda de las causas, al referirme al modelo de Estado, se da más acusadamente en este tercer aspecto referido a los partidos políticos, problema que afecta a la propia esencia de la democracia. La propia esencia de la democracia, que no es otra que la de la representatividad. Se ha impuesto —además— un modelo de político profesional sin experiencia previa política o sindical, o simplemente social, personas provenientes de las asociaciones de padres de alumnos (APA) o las asociaciones de vecinos (AA.VV.). Hoy no hay otra actividad que la desarrollada en la gestión en el propio partido, en la organización y el control del mismo, y este es el único bagaje de experiencia y formación que tienen muchos de nuestros representantes políticos. Quiebra, por tanto, el hilo conductor de confianza y de comunicación que debe existir entre representante y representado. No se trata de que el ciudadaCorintios XIII  n.º 148

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no pueda elegir a quien quiera, es algo más profundo, porque además en España desde el inicio de la democracia el ciudadano puede elegir a quien quiera. Para la elección del Senado funciona un sistema de listas abiertas en esa sábana de color ocre. El ciudadano puede poner tres X a quien quiera, aunque normalmente lo que pone es la X sobre las siglas de los partidos y muchas, la mayoría de las veces, sobre el primero únicamente, porque entiende que de esa manera salen los tres. La democracia, en este sentido, representativa, es la que nace de un sistema electoral mayoritario. Y yo creo que ahí, aunque yo no soy especialista en la materia, el sistema de distritos uninominales, donde un número reducido de ciudadanos eligen a quien les debe representar, sea un candidato de partido, o un candidato disidente o un candidato independiente, es el que mejor funciona. Desde luego es el sistema más antiguo, el inglés, que lleva funcionando desde hace más de 300 años en las Islas Británicas y a pesar de sus imperfecciones permite que cada 72.000 ingleses elijan a su representante en la Cámara de los Comunes, que está obligado a estar en la Cámara de los Comunes los miércoles para atender a las personas que se trasladen para plantearle problemas y cada fin de semana alterno ir a su circunscripción, donde lo esperan sus votantes, y atender todos los problemas y hacer las visitas necesarias para cubrir las necesidades de sus electores. La partidocracia es posiblemente la manifestación más rotunda y elocuente de las crisis de principios y valores que sufrimos, y se manifiesta en la quiebra ideológica de los partidos y su carencia absoluta de un modelo definido de sociedad que se sustituye por un evidente oportunismo, como es el de encabezar todas las reclamaciones que tengan un mínimo de repercusión pública sin analizar su bondad o su maldad. Hasta aquí he tratado de establecer las causas determinantes de la actual situación: 1.ª Señalar que la crisis es política y viene determinada por la falta de generosidad y renuncia de los políticos a la hora de lograr un diálogo que permita alcanzar acuerdos que den respuesta a los intereses generales de la sociedad. 2.ª La deslegitimación sufrida por los políticos al no abordar la reforma de un Estado que es insostenible económicamente y que no se reforma mientras que sí se abordan políticas que afectan a principios y derechos, como educación, sanidad, etc. 3.º La incapacidad y falta de experiencia de los responsables públicos que han reabierto las cuestiones que históricamente afectan a nuestra convivencia. La partidocracia existente. 120

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Este resumen de lo expuesto lo he contemplado en un escenario mundial en el que prevalece la aparición de nuevos poderes de naturaleza anónima que son los que suplantan a los poderes políticos, imponiendo las medidas a establecer no solo en el campo económico, sino en los valores sociales y de convivencia. Y en cada uno de estos supuestos introduzco argumentos en los que basar mis propuestas de solución para abordar no solo la reforma de la democracia, sino la gobernanza de la misma, la reforma de un Estado que es insostenible económicamente y que sí se abordan políticas que afectan a principios y derechos como educación sanidad, etc. Mi propuesta se ha planteado en torno a un axioma central: la defensa sin paliativos de la Constitución española vigente, de sus instituciones y de sus principios y valores que determinaron su elaboración, su desarrollo y aplicaciones huyendo de las distorsiones y desvíos sectarios que en los últimos años se han impuesto, desnaturalizando su contenido. Por ello, digo que es preciso recuperar el espíritu de la Transición y buscar el punto de acuerdo que permita superar la situación difícil que vivimos, sin mermas en los derechos sobre los que se sustenta la sociedad de bienestar. Es preciso recuperar un Estado sostenible económicamente, sin la existencia de duplicidades en las funciones y gestión de sus competencias, las cuales deben permitir la igualdad de todos los españoles sea cual sea el lugar donde vivan. Es preciso para ello una regeneración de los partidos para conseguir superar el distanciamiento existente en la actualidad entre parte de la sociedad y la denominada clase política. Y es desde la propia Constitución desde donde se puede rehabilitar la democracia, ya que el texto constitucional prevé las formas para su constante mejoramiento. Quienes muchas veces atacan la Constitución lo que buscan es la implantación de otro modelo social y político. Yo creo firmemente que muchas veces plataformas y reivindicaciones asamblearias lo que descubren son verdaderos proyectos políticos; aspiran a imponer ideologías contrarias a los valores que encarna la Constitución. De ahí la gran responsabilidad que tienen los actuales representantes políticos. Yo no quisiera terminar sin hacer una referencia al motivo de este curso, que además es algo que efectivamente para mí tiene un gran valor como es la celebración del cincuentenario de la encíclica Pacem in terris, un texto que en la España de aquella época casi se consideró subversivo. Permítanme a quien como yo, un joven estudiante de preuniversitario, militante en las Juventudes de Acción Católica y comprometido en las tareas sociales, culturales y pedagógicas que los jóvenes católicos realizábamos en nuestros entornos, permítanme hacerles una reflexión final que sirva como solución a algunos de los problemas que hoy nos atenazan.

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Muchas de las respuestas los católicos evidentemente las tenemos en nuestra fe y en la doctrina de la Iglesia. Ni debemos tener complejo a la hora de exponer y defender nuestros principios, ni tampoco debemos renunciar a trasladar a la sociedad nuestras propuestas y nuestras respuestas ante los conflictos que se plantean en la sociedad. Y no solo porque debemos al menos intentar ser consecuentes con lo que creemos y defenderlo de acuerdo con nuestra conciencia, sino porque la mayoría de las veces tenemos la respuesta. ¿Por qué os digo esto? Porque desde que leí Pacem in terris, tuve muy claro cuál debía ser mi compromiso ante la vida; en su texto encontré las respuestas a mis preguntas e incertidumbres. Y nunca tuve claro cuál debía ser mi compromiso ante la vida, y en su texto encontré las respuestas a mis preguntas y a mis incertidumbres. Y nunca tuve complejo en reconocer públicamente lo determinante que en mi vida fue la figura de Juan XXIII. Los católicos no solamente muchas veces tenemos las respuestas dentro de esa transversalidad política que impulsó la Conferencia Episcopal en el momento de la Transición, no apoyando partidos políticos de corte cristiano, sino impulsando la presencia de los católicos en todos los partidos políticos. Siguiendo la idea de esta transversalidad vemos como si buscamos cómo fortalecer la representatividad y acercar a los ciudadanos, el control y la capacidad de decidir, la respuesta más rotunda y más clara la encontramos en el Catecismo de la Iglesia católica cuando al hablarnos de las personas y la sociedad establece la vigencia y la importancia del llamado principio de subsidiaridad, por el cual una estructura social de orden superior no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándolo de sus competencias, sino que más bien debe sostenerlo en caso de necesidad, ayudarle a coordinar su acción con los de los demás componentes sociales con miras al bien común. De acuerdo con ello, el Estado debe buscar que no se suplante la iniciativa y la responsabilidad de las personas y de las corporaciones intermedias. Debe aplicar el principio de la subsidiaridad. Contrario al monopolio como decía antes. Toda la lucha que a lo largo de más de 20 años llevé a cabo como Alcalde y como Presidente de la Federación de Municipios y Provincias (FEMT) a favor de la descentralización y en contra del monopolio autonómico, todo lo hice en defensa de la aplicación de este principio. El ahorro popular sin más lucro que el social que fueron las cajas de ahorros, y el sistema de cooperativas o las fórmulas socializantes de autogestión, todas creaciones de la Iglesia y fruto de su doctrina social. Por ello, en nuestros compromisos políticos o sociales los católicos no debemos callarnos y debemos defender con orgullo nuestros principios y aportar nuestras propuestas, legitimadas además por el testimonio de solidaridad y el compromiso con los más necesitados que diariamente la Iglesia y sus instituciones en estos momentos tan claros dan a millones de personas.

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Termino señalando que solo desde los grandes consensos se consigue estabilizar la democracia, sabiendo que la mayoría de los ciudadanos, como se ha demostrado en los resultados electorales desde 1977 hasta hoy, apoyan y buscan la moderación del centro político. Lo que han buscado es un centro político que unas veces basculaba hacia la izquierda, otras hacia la derecha, pero que establecía formas de moderación que estabilizaban la convivencia. Cuando se rompe el consenso es cuando se abren las puertas a la crispación y se rompe cuando en las grandes cuestiones se buscan mayorías coyunturales y no mayorías cualificadas, que son las que dan estabilidad y posibilidad de futuro. Como cuando el Gobierno anterior rompió el consenso, logrado con las sentencias del Tribunal Constitucional e impulsó una reforma en la ley del aborto ideologizada y partidaria. Sirva esta referencia final como expresión de la necesidad de que desde el respeto y la tolerancia sepamos defender nuestros principios y ser en nuestras posiciones políticas consecuentes con nuestra conciencia y nuestras creencias.

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9. El compromiso de los católicos en la vida pública y en la regeneración ética Mons. D. Fernando Sebastián Aguilar Obispo Emérito Pamplona y Tudela

1.  Introducción En pocos lugares de España se puede hablar del compromiso de los católicos en la vida pública como en esta casa. El fundador, D. Ángel Herrera Oria, dedicó su vida a difundir este convencimiento en la Iglesia de España y trató de vivirlo activamente en las diferentes etapas de su vida. Esta fue sin duda una de sus preocupaciones dominantes, tanto en su vida secular como en sus años de Ministerio Episcopal. Resulta tentador entrar ahora en un recorrido histórico para recuperar la memoria de lo que fueron las páginas de El Debate durante los años de la Segunda República o los trabajos y actividades de la CEDA durante aquellos años. Todo ello representa un ejemplo, no exclusivo pero sí significativo, de lo que pueden aportar los católicos a la vida pública.

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Pero no es hora de recrearse en los recuerdos, sino más bien hora de clarificar nuestras ideas y crear proyectos a la vez realistas e innovadores.

2.  Clarificaciones doctrinales No se puede hablar claramente del compromiso político de los católicos sin aclarar antes unas cuantas cuestiones doctrinales. En España se ha impuesto un laicismo radical que excluye la influencia de las convicciones religiosas en la vida pública. La abstención de cualquier referencia religiosa se considera indispensable para guardar la pureza democrática de cualquier actuación política. Si esto fuera así, no tendría sentido hablar del compromiso específico de los católicos en la vida pública, ni se podría precisar ninguna aportación de los políticos católicos a la regeneración ética de la vida política. Para poder decir sobre este asunto una palabra de provecho, tenemos que romper el cerco que nos tiene puesto el poder del laicismo dominante y contaminante. Porque cuando hablamos del compromiso de los católicos en la vida pública, nos referimos a un compromiso específico, un compromiso que proviene de la condición de católico, propio de los católicos, y que supone además una influencia de la fe católica en la actuación y en las aportaciones de los cristianos a la vida pública. Podríamos apoyar nuestro punto de vista aduciendo testimonios del magisterio de la Iglesia y de los últimos papas; los hay muy abundantes. Las enseñanzas del C. Vaticano II, sobre la vocación cristiana, el apostolado seglar, los excelentes capítulos de la constitución Gaudium et spes, sobre la cultura y la vida política. Podríamos aducir las enseñanzas constantes de los papas, Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo II, Benedicto XVI, Papa Francisco en Lumen Dei. En algunos escritos importantes de los obispos españoles, como Católicos en la vida pública. No lo vamos a hacer así. Este procedimiento, en el mejor de los casos, podría valer al interior de la Iglesia; pero si nos proponemos hablar con los no católicos y aun con muchos que se consideran católicos, no vale de nada esgrimir las enseñanzas de los papas, pues su autoridad no es reconocida en estas materias y sí radicalmente impugnada. Tenemos, pues, que aducir razones aceptables por todos y fácilmente comprensibles. En esta perspectiva podemos decir que el compromiso de los católicos en la vida pública es posible, legítimo, obligatorio y necesario.

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Posible. Porque la fe en Dios y en Jesucristo ilumina nuestra mente con conocimientos decisivos sobre el ser del hombre que condicionan y enriquecen la visión de la sociedad y de la convivencia humana. El valor absoluto de la persona humana, la igualdad de todos los hombres, la condición espiritual de las personas,son datos que la revelación de Dios en Jesucristo nos descubre o nos confirma, y que tienen repercusiones importantes en la comprensión y el ordenamiento de la vida social y política. Legítimo. Primero porque la luz de la fe no deforma la realidad ni nos saca de la esfera humana, sino que nos la ilumina, nos la acerca, nos la descubre en su ser completo y verdadero. Y, en segundo lugar, porque la atención a las luces de la fe y los mandatos de la conciencia cristiana por parte de los políticos cristianos no supone la injerencia de ninguna autoridad ni de ninguna institución ajena al puro ordenamiento político. La influencia de la fe en la actuación pública de los cristianos se hace presente a partir de la conciencia y de las determinaciones de los mismos cristianos que intervienen en la vida pública, sin interferencias de las autoridades ni de las instituciones eclesiásticas de ningún género. Obligatorio. Por la unidad radical de la persona; el político cristiano no puede prescindir de su conciencia ni de sus convicciones religiosas en el momento de valorar una situación o de formar unas decisiones, sin traicionarse a sí mismo y traicionar su propia fe, que es lo mismo que traicionar a aquel en quien creemos. Para el creyente no es posible la abstención religiosa, la suspensión de su fe en sus compromisos sociales y políticos. Ser cristiano es creer en el amor como forma universal de vida, la fidelidad a esta convicción nos obliga a todos a colaborar con el bien universal del prójimo en general. Necesario. La conciencia del hombre es irremediablemente limitada y débil a la hora de descubrir y cumplir las exigencias de la justicia. Los hombres necesitamos una sanación interior para aceptar de forma clara y eficaz los derechos de los demás cuando suponen limitación o corrección de nuestras propias apetencias. En este sentido, la presencia y la influencia de la vida teologal en quienes intervienen en la vida pública de una sociedad es necesaria para el bien de todos como garantía de la verdad, la justicia y la diligencia de las mil relaciones e interdependencias que constituyen la vida social. Sin el reconocimiento y la ayuda de Dios, el hombre se pervierte sin remedio, y las perversiones interiores del hombre repercuten también en sus actuaciones públicas. La sociedad necesita la acción purificadora y sanante, el estímulo y el impulso de la vida teologal de los hombres justos. La presencia de los cristianos en la vida pública tendría que ser iluminación y justicia, defensa contra los errores 126

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posibles y garantía contra las inevitables corrupciones, a favor de todos. Una riqueza y un bien para la sociedad entera. Es evidente que cuando afirmamos la necesidad y el provecho de la presencia de los católicos en la vida pública, no pretendo atribuir a los cristianos unos valores exclusivos que los demás no puedan tener; ni tampoco unos valores infalibles que los cristianos no puedan traicionar. Los no cristianos pueden y deben buscar sinceramente la justicia, pero la vida cristiana aporta al creyente un plus de clarividencia y de fortaleza que no tendría sin la riqueza de su vida teologal. Como es también evidente que el cristianismo puede descuidar o traicionar su conciencia y actuar en la práctica peor que un colega no creyente o no practicante. Pero no hablamos de conductas concretas, sino de lo que las cosas son en sí mismas; no de lo que son, sino de lo que tendrían que ser nuestros comportamientos. Como complemento y aclaración necesaria de esta primera parte quiero decir que: 1.º No hay una política católica, homogénea, obligatoria. Porque en la elaboración del juicio práctico que rige la vida política, no entran solo los principios morales comunes y obligatorios, sino la valoración de muchas realidades diferentes, mudables, opinables, cuya mediación puede dar lugar a decisiones diferentes aunque reconozcan la influencia de unos mismos principios. Con los mismos principios morales puede haber formas diferentes de interpretar una situación determinada o de conseguir unos mismos objetivos. 2.º La inspiración cristiana de la política no se opone a ningún valor democrático, sino que fortalece el respeto y la tutela de todos los derechos humanos. La norma suprema del obrar humano es el amor, amor gratuito, universal, efectivo; este amor, ejercitado en el ámbito de la vida política, se concreta en la justicia, en el servicio efectivo a la libertad y promoción de todas las personas en un contexto de compatibilidad, integridad y gratuidad. El ejercicio de la autoridad, entendida como servicio a la comunidad, no puede definirse por las ideas o las preferencias del gobernante, sino por las necesidades de los gobernados, por el bien de las personas y de las familias, en cada lugar, en cada momento, en cada circunstancia concreta.

2.1.  En la sociedad española No es fácil explicar estos principios en el ambiente de la sociedad española. Somos poco amigos de abstracciones y tendemos a entender las cosas a partir

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de la experiencia. Tenemos que reconocer que nuestra experiencia en estas materias no ha sido muy feliz; pesan sobre nosotros no 40 años, sino muchos siglos de «nacionalcatolicismo», en los que la conciencia cristiana de los gobernantes ha sido legitimación del autoritarismo y privación de la libertad de conciencia y de actuación de los ciudadanos no cristianos. Y por el lado cristiano, el liberalismo y la modernidad se han confundido con un laicismo radical impositivo, y en algunos casos excluyente y hasta persecutorio. Los españoles, sin olvidar nuestra historia, para corregirla y superarla tenemos que hacer el esfuerzo de pensar y programar nuestro futuro en verdadera libertad, con un gran esfuerzo de objetividad, sin dejarnos dominar por los escarmientos del pasado. Hoy no nos vale ni la uniformidad del viejo régimen, ni el sectarismo de la Segunda República, ni el odio destructivo de los movimientos revolucionarios, ni el neoconfesionalismo franquista, ni el laicismo condescendiente de la derecha liberal, ni el laicismo excluyente y represivo de nuestra izquierda socialista y radical. Todas ellas son posturas condicionadas por las experiencias pasadas, todas son actitudes parciales, desmesuradas, incapaces de fundar una convivencia verdadera y, por tanto, incapaces de fundamentar una sociedad sólida, justa y dinámica.

2.2.  Aportaciones actuales, posibles y necesarias Sin embargo, sí es posible imaginar una política orientada o fecundada por la fe cristiana; sí es posible pensar en unas cuantas aportaciones importantes de la mentalidad cristiana a nuestra vida política actual, sin caer en nostalgias, ni en clericalismos, ni en adulteraciones de ninguna clase. Veamos: • Una visión cristiana de la vida política tiene que comenzar por ser una visión realista de nuestra sociedad, de nuestra historia, de nuestra convivencia. Una visión cristiana de la realidad quiere decir una visión objetiva, respetuosa, comprensiva y comprehensiva, sin falsificaciones, sin omisiones ni exaltaciones, sin particularismos, sin menosprecios. Todos los miembros, todas las regiones, todos los ciudadanos que formamos la sociedad española somos básicamente iguales; todos dependemos de todos, tenemos una historia y un patrimonio cultural común. Las coincidencias son más que las diferencias, no hay razones objetivas para las divisiones ni las exclusiones ni las exaltaciones de ninguna clase. • Hoy en España es importante que recuperemos el respeto a la primacía del orden moral objetivo y de la recta conciencia también en la vida social y política. La política, cualquier actuación en la vida pública, es un acto

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humano, consciente y libre, que repercute, a veces gravemente, en el bien o en el mal del prójimo. ¿Cómo esta clase de actuaciones no va a estar sometida al imperativo moral de «hacer el bien y evitar el mal»? Los políticos no pueden actuar en función de sus propias conveniencias, ni de las conveniencias de su partido, ni de consideraciones electoralistas. El ejercicio de la autoridad es siempre una actividad moral, regida por la primacía de la verdad y de la justicia, que en el caso de la política se concreta en el bien común, en la atención a los legítimos derechos de los ciudadanos, sin preferencias ni exclusiones de ninguna clase. El respeto a las exigencias objetivas de una actuación moral no es solo una cuestión de responsabilidad social, sino que es también una cuestión de responsabilidad moral y religiosa, de la cual cada hombre tendrá que dar cuenta ante el juicio de Dios. También en política, también en lo público. • El ejercicio moral y justo de la autoridad supondría la eliminación de la corrupción, de la mentira, del robo, de las presiones sobre la justicia, de la discriminación ni a favor ni en contra de nadie, a favor del respeto absoluto a la verdad, la justicia, la generosidad y la seguridad de todos y para todos. • Un planteamiento cristiano de la política supondría también el respeto y la protección de los valores morales inherentes al bien integral de la persona; además, supondría la recuperación y el respeto al bien del ser humano en su integridad material y espiritual, el respeto a lo que se llamaba ley natural o exigencias morales del bien integral de la persona, el respeto y la protección de la vida humana desde su concepción hasta su muerte natural, el respeto y protección a la familia fundada en un matrimonio estable entre varón y mujer, el derecho a la sanidad, a la educación y a la cultura, a la libertad. No solo el fraude económico es malo para el hombre y para la sociedad, sino también las carencias o las deformaciones morales de la convivencia. • Y no vale esconderse en la nube del escepticismo o del relativismo, refugiándose en la pretendida imposibilidad de conocer o de distinguir el bien del mal. Es bueno lo que ayuda a ser, a vivir, a crecer en el orden de lo real; y es malo lo que niega, destruye o reprime el ser de la persona, lo que la persona es y lo que puede llegar a ser, en comunión de amor con todos los demás. • Visión y valoración de la persona, de todas las personas, en su integridad radical, sin reducirlas a su condición de ciudadano, de consumidor, o Corintios XIII  n.º 148

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de votante. Habría que reconocer efectivamente el bien integral de las personas como fin verdadero de todo el sistema político; como justificación moral de las decisiones y actuaciones políticas. Sin partidismos, sin oportunismos, sin imposiciones ideológicas de ninguna clase. La atención preferencial a los más débiles y necesitados, el acceso de todos a los bienes materiales y culturales, el apoyo al crecimiento y desarrollo de las personas en sus aspiraciones legítimas, se ve fundamentado y urgido por la fe cristiana. No podemos confundir una política cristiana con una política conservadora o de derechas. Conservar lo que no es justo no es cristiano. • La fe cristiana tendría que dar lugar a una serie de actitudes personales directamente derivadas de la justicia interior, tales como la sinceridad, la diligencia, la abnegación, la generosidad. El hombre en su vida pública tiene que mantener también un comportamiento virtuoso, justo, coherente con el amor al prójimo asumido como norma fundamental de la vida en su integridad, en lo privado y en público, en lo personal y en lo comunitario. • La presencia coherente de los católicos en las diversas instituciones de la vida pública tendría que favorecer el acercamiento y el diálogo leal entre ellas; la colaboración de unas con otras a favor de objetivos comunes, el saneamiento de la opinión pública, el respeto y la aceptación de todos dentro del marco de los intereses comunes, la revisión y el perfeccionamiento constante de las instituciones y de los procedimientos a favor del bien común. La fe desemboca en el amor, y el amor, la caridad política, es fuente de dinamismo, de mejoras constantes, de convergencias y sinergias que no se pueden producir cuando las motivaciones de la política son el egoísmo personal o partidista.

3.  Un corolario arriesgado Llegados aquí, podríamos preguntarnos si hoy en España sería conveniente la existencia de un partido confesional. Un partido cristiano. Para responder es preciso precisar antes el sentido de lo que preguntamos. Si entendemos por «partido cristiano» un partido que pretenda presentarse como el intérprete único y obligatorio de la posible política cristiana, o de la

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posible influencia cristiana en la vida política, tenemos que decir clara y firmemente que no, no es conveniente, ni sería tampoco legítimo. Pero si decimos un partido o una asociación desde la cual puedan actuar los cristianos en la vida política, de acuerdo con las exigencias de una conciencia cristiana de manera organizada y efectiva, es evidente que sí es posible. Tal institución sería doctrinalmente correcta, políticamente legítima. Otra cosa es si fuera políticamente oportuna y viable; quede como una cuestión abierta. Puede ser que en estos momentos no lo fuese, pero tal situación no es un adelanto, sino seguramente una deficiencia democrática.

4.  Conclusión Quiero terminar con unas hermosas palabras de la reciente encíclica sobre la fe del Papa Francisco. En el cap. IV, dedicado a la construcción de la ciudad terrestre, el Papa dice: «Precisamente por su conexión con el amor (cf. Ga 5,6), la luz de la fe se pone al servicio concreto de la justicia, del derecho y de la paz.» (51).

La fe nace del encuentro con el amor originario de Dios, en el que se manifiesta el sentido y la bondad de nuestra vida, que es iluminada en la medida en que entra en el dinamismo desplegado por este amor, en cuanto que se hace camino y ejercicio hacia la plenitud del amor. La luz de la fe permite valorar la riqueza de las relaciones humanas, su capacidad de mantenerse, de ser fiables, de enriquecer la vida común. La fe no aparta del mundo ni es ajena a los afanes concretos de los hombres de nuestro tiempo. Sin un amor fiable, nada podría mantener verdaderamente unidos a los hombres. La unidad entre ellos se podría concebir solo como fundada en la utilidad, en la suma de intereses, en el miedo, pero no en la bondad de vivir juntos, ni en la alegría que la sola presencia del otro puede suscitar. La fe permite comprender la arquitectura de las relaciones humanas, ya que capta su fundamento último y su destino definitivo en Dios, en su amor, y así ilumina el arte de la edificación, contribuyendo al bien común. Sí, la fe es un bien para todos, es un bien común; su luz no luce solo dentro de la Iglesia ni sirve

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únicamente para construir una ciudad eterna en el más allá; nos ayuda a edificar nuestras sociedades, para que avancen hacia el futuro con esperanza. La Carta a los Hebreos pone un ejemplo de esto cuando nombra, junto a otros hombres de fe, a Samuel y David, a los cuales su fe les permitió «administrar justicia» (Hb 11,33). Esta expresión se refiere aquí a su justicia para gobernar, a esa sabiduría que lleva paz al pueblo (cf. 1S 12,3-5; 2 S 8,15). Las manos de la fe se alzan al cielo, pero a la vez edifican en la caridad una ciudad construida sobre relaciones, que tienen como fundamento el amor de Dios. La gran aportación de los católicos a la vida pública consiste en edificar poco a poco una sociedad, desarrollar una convivencia que esté inspirada en un amor universal y verdadero, ese amor que viene de Dios y hace al hombre justo, el amor que nos libera del egoísmo y nos pone al servicio de la vida, del crecimiento y de la alegría de nuestro prójimo.

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Mesa redonda La lucha contra la corrupción, una tarea jurídica, ética y educativa. Propuestas y perspectivas de la sociedad en la lucha contra la corrupción

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D. Antonio del Moral García, Magistrado de la Sala II del Tribunal Supremo

«Queridos jóvenes, ustedes tienen una especial sensibilidad ante la injusticia, pero a menudo se sienten defraudados por los casos de corrupción, por las personas que, en lugar de buscar el bien común, persiguen su propio interés. A ustedes y a todos les repito: nunca se desanimen, no pierdan la confianza, no dejen que la esperanza se apague. La realidad puede cambiar, el hombre puede cambiar. Sean los primeros en tratar de hacer el bien, de no habituarse al mal, sino a vencerlo, vencerlo con el bien».

Papa Francisco

1. Introducción No representa ningún alarde de sagacidad dar por supuesto que la intervención de un magistrado en una mesa redonda compartida con un político y diputado, así como con un profesor proveniente del mundo académico, y destinada a abordar la cuestión de la corrupción ha de centrarse en la perspectiva jurídica. Si ese magistrado, además, está destinado en la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo y ha dedicado casi 30 años, como yo, al desempeño de las funciones del Ministerio Fiscal, atreverse a dar un paso más en la acotación temática no es una osadía: se espera que hable de la respuesta de la justicia penal ante el fenómeno de la corrupción, de sus déficits y carencias; de sus aciertos y logros; de sus posibilidades y debilidades. 136

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A esas imaginadas expectativas quieren plegarse estas reflexiones1. Pero anuncio ya lo que se me antoja la idea nervio que las anima: la corrupción no se ataja, ni solo, ni principalmente, con derecho penal; son necesarias otras herramientas jurídicas menos groseras, menos toscas, menos espectaculares, pero tantas veces más eficaces. Y como complemento de lo anterior: la corrupción no se ataja, ni solo, ni principalmente, con normas jurídicas. Es necesaria una batalla social no previa, pero sí simultánea. Si no se recuperan o se alcanzan determinados valores y se logra que impregnen la sociedad en sus diferentes capas o estratos, las normas jurídicas, la reacción esporádica o intermitente de la justicia penal, por contundente que sea, se convertirán en meras coartadas de conciencias adormecidas a las que importa más el «parecer» que el «ser». Estoy convencido de que esa «corrupción», real aunque no global, que se conviene en achacar con injusta generalización a toda la clase política no es más que última expresión y fiel espejo de una mentalidad o sentir extendidos socialmente, pero que solo «escandaliza» cuando alcanza ciertas cotas o se detecta en gobernantes o dirigentes. El combate contra la corrupción está condenado al fracaso si se renuncia a implantar una conciencia social colectiva más escrupulosa, menos permisiva con la «corruptela» (mecanismos para evitar el pago de multas, relajación en el cumplimiento de los horarios laborales, empleo para fines particulares de medios del Estado o de la empresa, elusión del pago de pequeños porcentajes de impuestos, favores a familiares o amistades con injusta postergación de terceros…), menos tolerante con la picaresca, el moderno caciquismo, la influencia o la permeabilidad ante la recomendación. Esa tarea no es fácil y es de todos.

2.  De peras, olmos, justicia y corrupción Cualquier ciudadano es consciente de que ni en nuestro país, ni en otros países de nuestro entorno más próximo, la corrupción es algo ya superado o residual. Estamos lejos de ello. Pero en general ese mismo ciudadano medio puede albergar la falsa idea de que la lucha contra la corrupción es fundamentalmente 1.  En buena medida, aunque con inevitables adaptaciones, actualizaciones y nuevas reflexiones para acomodarlas a la disparidad de foros y formatos, estas líneas son tributarias de la ponencia que con el título «La Justicia penal ante la corrupción» expuse en el seminario sobre lucha contra la corrupción que se celebró en la Facultad de Derecho de la Universidad de Girona en noviembre de 2010, organizado por la Cátedra de Cultura Jurídica, cuyo director, Jordi Ferrer Beltrán, tuvo la gentileza de contar conmigo.

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una tarea de la justicia, significadamente la justicia penal. Eso es un craso error. Combatir la corrupción solo con justicia penal no acaba con la corrupción. Ni siquiera la reduciría; y posiblemente acabe corrompiendo el derecho penal. El derecho penal es una herramienta necesaria en la lucha contra los fenómenos de corrupción. Item más, es un instrumento imprescindible. Pero no solo no es suficiente. Es insuficiente; muy insuficiente. Incluso desde perspectivas de análisis económico del derecho (Rodríguez López, 25-26). Depositar todas las esperanzas en la justicia penal generará insatisfacción y honda frustración. Sería «una venta de ilusiones a través de las leyes penales» (Rodríguez García, 248). La corrupción hay que abordarla en sus causas. Como en otras muchas materias los frutos de la prevención son mucho mayores que los de la represión. En una estimación que a lo mejor está poco documentada y es más bien intuitiva, sospecho que el fracaso, o al menos la pobreza de los éxitos, en la lucha contra fenómenos corruptos en nuestro país radica en dotar de un excesivo protagonismo a las reformas de derecho penal sustantivo y olvidar otros mecanismos jurídicos de prevención que resultan notoriamente más eficaces (Jiménez Villarejo, 535). «La corrupción es un crimen de cálculo, no un crimen pasional. En verdad hay santos que resisten todas las tentaciones y funcionarios honrados que resisten la mayoría de ellas. Pero cuando el tamaño del soborno es considerable y el castigo en caso de ser atrapado es pequeño, muchos funcionarios sucumbirán», explica Klitgaard (Jiménez Sánchez, 2 y 3). A este autor se debe una conocida y atinada «ecuación de la corrupción»: C=M+D-A; es decir, corrupción (C) será el resultado del nivel de monopolio de las decisiones (M), sumado al de la discrecionalidad que se atribuye a los decisores (D), con la disminución derivada de las rendiciones de cuentas legalmente impuestas (A). Un sistema en que las decisiones estén en pocas manos que actúan con grandes márgenes de discrecionalidad y sin excesivos controles o daciones de cuenta generará un marco muy proclive a prácticas corruptas. Ir a esas causas proporcionará más réditos que la huida al derecho penal. De todas formas, no hay duda de que todavía se puede mejorar el derecho penal sustantivo en esta materia. Pero las causas de la ineficiencia de la justicia penal para neutralizar de forma exitosa estos fenómenos no hay que buscarlas primariamente en las deficiencias de leyes sustantivas. No se desvirtúe la idea: desde luego que sin el derecho penal y un derecho penal que dé respuestas contundentes a conductas graves, no se puede combatir la corrupción. Pero si junto al derecho penal no se emprenden políticas de prevención, en el plano de la educación y la cultura, excitando la sensibilidad de la 138

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sociedad civil y arrinconando la tendencia a una comprensión de fondo, se perfeccionan los mecanismos de control administrativo; se reduce la discrecionalidad; si no se afronta con seriedad y rigor el tema de la financiación de los partidos políticos y de las corporaciones locales; si no se articulan en materia de contratación pública resortes que sirvan de filtros para prácticas que son el caldo de cultivo de la corrupción, con el derecho penal no se hará nada. Surgirán algunos escándalos de vez en cuando que morirán en los juzgados al cabo de los años, quizás con algunas sentencias condenatorias pero que llegan mucho tiempo después y que lejos de generar ejemplaridad actúan a su vez como acicate (las condenas llegan tarde, si llegan); los electores seguirán votando a imputados, sin importarles que estén pendientes de uno o varios procesos judiciales; y los políticos seguirán buscando «absoluciones» en las urnas; e invocando en vano la presunción de inocencia como parapeto; una presunción de inocencia que es prostituida llevándola al terreno de la responsabilidad política, cuando se diseñó para encauzar la responsabilidad penal. Hay mucho todavía por hacer al margen del derecho penal. Una ley de transparencia rigurosa es un buen instrumento. Pero no el único posible: más controles, despolitizar la intervención, abordar de forma decidida el enquistado y mal resuelto «problema» de la financiación de los partidos (que a lo mejor no es tal problema), profesionalizar la gerencia pública evitando la colonización de la Administración por los partidos políticos, implementar códigos éticos de conducta. Esta idea preliminar —«la solución no es más cárcel»— es básica para no defraudar expectativas. Ni se puede abusar del derecho penal, ni se puede abusar de la justicia penal. «Pedir peras al olmo» es un dicho popular que se usa para explicar que en vano se espera lo que naturalmente no se puede ofrecer2. Pedir al derecho penal que acabe con la corrupción es «pedir peras al olmo».

3.  Más madera Los olmos no proporcionan peras pero sí madera. El derecho penal es incapaz por sí solo de acabar con la corrupción, pero sí que puede y debe contribuir a ello. Puede aportar mucho. Algo aporta. Y todavía podría aportar mucho más. Analizaré sintéticamente algunas de las vertientes en que podrían desplegarse esas aportaciones. Pueden distinguirse dos planos: el de las normas de derecho sustantivo y el del derecho procesal. Ambas esferas sugieren algunas consideraciones. Y los dos 2.  José Luis González (1998): Dichos y proverbios populares, Edimat, p. 301.

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territorios son susceptibles de mejoras que redundarían en una mayor eficacia de la justicia penal, eficacia que, hoy por hoy, es «manifiestamente mejorable» evocando una rancia expresión que tomo prestada de la legislación agraria del siglo pasado. En derecho penal material pueden ser convenientes algunos ajustes. Aunque si el derecho penal no ha funcionado con la eficacia esperable en esta materia no ha sido tanto por cuestiones de legislación penal sustantiva, cuanto de agilidad y dificultades probatorias y procesales. En el derecho orgánico y procesal sí se puede avanzar mucho más. Desde luego que una primera tarea sería superar las avejentadas estructuras de nuestros juzgados, que siguen estando infradotados para investigaciones complejas, y alumbrar normas procesales que permitan agilizar estos grandes procesos facilitando el enjuiciamiento fragmentado. Caben otras mejoras. Sin afán de exhaustividad, me detendré en algunos aspectos. Esos avances han de consistir en suprimir o reducir algunos privilegios, pero sin mermar las garantías bien definidas y no interesadamente engrandecidas hasta deformarlas; y en reforzar la autonomía de las instituciones encargadas de la persecución, sin arrinconar la iniciativa ciudadana.

4.  Derecho penal sustantivo y corrupción: reformas y más reformas La criminología de la corrupción revela que sus protagonistas son delincuentes por cálculo. No son delitos pasionales, sino premeditados y planificados. La connivencia y complicidad entre todos los que lo presencian genera una opacidad que dificulta su descubrimiento. El derecho penal solo ejerce su papel disuasorio si en la estimación del corrupto, la probabilidad de ser descubierto unida a la carga punitiva de la sanción es alta. Si son muchas las posibilidades de eludir la acción de la justicia; o, en caso de ser descubierto, los beneficios obtenidos «compensan» por la sanción que ha de sufrirse, la capacidad desincentivadora del derecho penal quedará handicapda (Rodríguez García, 270). Esa elemental idea servirá para abundar en lo que se trataba de exponer como idea madre de estas líneas. Los delitos relacionados con la corrupción no son fácilmente detectables. La cifra negra es alta. Para mitigar la erosión de la fuer-

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za preventiva del ordenamiento punitivo que lleva aparejada esa realidad, la respuesta ha de ser mejorar los mecanismos de control, de fiscalización, de transparencia; lo que supone costes y a lo que no siempre es proclive el político. Por eso se corre el riesgo de reaccionar acudiendo a la fórmula menos costosa pero menos eficaz: incrementar las penas. De esa forma se acaba llegando a resultados penológicos nada ponderados, con afectación del principio de proporcionalidad y con desequilibrios en todo el sistema de penas. Si se endurecen las penas por determinadas infracciones a golpe de sucesos particulares, sin pararse a reflexionar sobre las causas de una determinada actividad delictiva y la forma eficaz de hacerle frente en poco tiempo, se tendrá una parte especial del Código Penal descompensada en que la comparación de las penas del homicidio o las lesiones, por ejemplo, con las de otros delitos encierren el mensaje de que la vida o la integridad física están menos tuteladas que otros bienes jurídicos. Eso sucedió con los delitos contra la salud pública, en situación que ha sido corregida en la reforma del Código Penal de 2010. No toda la corrupción ha de merecer una respuesta penal. Tan solo las manifestaciones más graves. El derecho penal ha de seguir manteniendo su carácter de ultima ratio. Sin que ello signifique que se renuncie a erradicar, aunque con instrumentos proporcionados, otras prácticas que también se pueden encuadrar en el concepto global de «corrupción». El derecho penal ha de quedar reservado para los comportamientos más graves3. Por otra parte, la respuesta ha de atender a parámetros de ponderación, ha de ser adecuada a la gravedad social del comportamiento. Buscar la sanción ajustada sin dejarse llevar por la engañosa idea, a la que sucumben nuestros gobernantes con demasiada frecuencia, de creer que una reforma penal tiene aptitud para resolver cualquier problema social. Hay una clase de líderes políticos, muy extendida en el panorama actual, para los que gobernar es casi sinónimo de legislar. Y en el campo de la legislación, la penal es prioritaria. El derecho penal está perdiendo su condición de ultima ratio. En la reforma del Código Penal de 2010 los delitos relacionados con la corrupción han visto incrementadas las penas. Y se ha creado un delito de corrupción entre privados. Puede ser acertado, aunque la nueva infracción seguramente 3. Heidenheimer distingue entre la corrupción «negra» —cohecho, sobornos…—; la corrupción «blanca» —corruptelas como el uso de un teléfono oficial para hacer llamadas privadas—; y la corrupción «gris», donde las fronteras entre lo tolerable y lo inadmisible son más turbias (ahí se encuadrarían casos de conflictos de intereses, como el fichaje de un ex alto cargo político por una empresa del sector en el que ostentó funciones públicas) (García Mexía, 38). Pues bien, ni sería adecuado llevados de un puritanismo reactivo incardinar en el derecho penal la corrupción «gris» o la «blanca» —eso deslegitimaría al derecho penal—, ni podrían quedarse conformes los poderes públicos prescindiendo de alguna reacción adecuada y equilibrada frente a esas corruptelas o prácticas no limpias.

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se ha diseñado con unos perfiles excesivamente difusos. Algunos organismos internacionales (GRECO4) habían recomendado la revisión al alza de esas penas con toda razón. Pero, desde luego, la penal no puede ser la única respuesta ante la corrupción, ni la reforma del Código Penal en ese punto puede dejar tranquilos a los gobernantes: es absurdo pensar que el simple hecho de que la sanción en lugar de dos años de prisión va a poder alcanzar tres disuadirá al corrupto de su conducta. En cualquier caso, ha de ser bienvenida la elevación de algunas penas en ciertos delitos relacionados con la corrupción, como el cohecho, cuya penalidad hasta ahora no corría pareja con su gravedad. Aunque tampoco se puede ir mucho más allá, ni se puede incurrir en la ingenuidad de imaginar que esa reforma diluirá los problemas de corrupción. Como tampoco con los nuevos tipos creados en 2012 (sanción de la mala gestión en el manejo de fondos públicos) o las nuevamente anunciadas por el Gobierno mediante un anteproyecto de ley de reforma (¡otra!) del Código Penal (pendiente de remisión al Parlamento). El acento hay que ponerlo más que en incrementos punitivos —que no sobran sin excesos— en fomentar la transparencia de la actividad administrativa, instrumentar mecanismos eficaces de control de la discrecionalidad y disminuir ésta razonablemente. Así se aumentan las posibilidades de descubrimiento de las infracciones, lo que desincentiva más que la elevación de unas penas que se intuyen como una posibilidad lejana. Existe un error de política criminal muy habitual en nuestros legisladores consistente en creer que las penas más largas son las más efectivas, las más disuasorias. Ante la proliferación de algunos delitos o el clamor social por otros, la respuesta fácil, barata pero nada inteligente, suele ser la de incrementar las penas. Esa senda suelen seguir los primeros anuncios de los políticos tras algún escándalo de corrupción, buscando más apaciguar a una justamente indignada opinión pública que atajar realmente el problema. Las penas más eficaces no son las más altas, sino las más inevitables. Las penas muy altas, cuando el delincuente cuenta con no ser aprehendido, solo sirven para castigar de manera desproporcionada a los escalones más bajos y menos responsables de la organización criminal: un ejemplo claro viene representado por los delitos contra la salud pública. Las penas que se han fijado pensando en los grandes narcotraficantes que convierten esa actividad en un negocio que les permite un lujoso nivel de vida, al final vienen a ser impuestas no a aquellos, sino a personas casi indigentes que, acuciadas por la necesidad, han tenido la debilidad de dejarse atraer por la obtención rápida del dinero, poniendo en juego su salud y su futuro. Muy pocas veces se alcanza a los integrantes de los niveles más altos, que son los que convierten esa actividad en un lucrativo modus vivendi. A estos, 4.  Informe de evaluación relativo a España aprobado en la 42 Reunión Plenaria, Estrasburgo, 15 de mayo de 2009.

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que confían en eludir la acción de la justicia, para nada retraen esas penas de enorme duración. Son conscientes de que con adecuadas cautelas es baja la probabilidad de que les afecten. No han perdido actualidad las palabras que Lardizábal dirigiese a Carlos III: no vale para nada amenazar con penas gravísimas que no se sabe si podrán ser aplicadas y que lo único que en verdad hace temible a la justicia penal no es la dureza del castigo, sino la constancia, rapidez y la seguridad de su actuación. Es una idea clásica que ya se encuentra en Beccaría (el mayor freno de los delitos no es la crueldad de las penas sino su infalibilidad) y que, con unas u otras palabras, ha sido reproducida mil veces (como Silvela, que consideraba preferibles las penas cortas impuestas con prontitud y constancia que las penas de larga duración). Y parece que habrá que seguir repitiéndolas ante la aparente sordera de los responsables políticos. Las estadísticas no mienten: el incremento de las penas no hace disminuir el número de delitos. La ecuación más penas equivale a menos delitos se ha revelado como rigurosamente inexacta. Una modificación de la amplia reforma penal de 2010 que puede tener una incidencia muy positiva en el logro de mayor eficacia en la persecución penal de estos delitos es la elevación del plazo de prescripción. Muchas de estas infracciones prescribían a los tres años. Si se combina ese corto periodo con las dificultades objetivas para que muchos de estos delitos, caracterizados por la opacidad, salgan a la luz se comprenderán las razones de las frustraciones sociales que han seguido a algunos procesos iniciados con gran aparato y luego finalizados con escasos resultados en bastantes ocasiones porque una buena parte de las infracciones estaban ya prescritas. El plazo de tres años era muy poco realista, especialmente si se piensa en determinado tipo de delincuencia (Valeije, 41). Ha de merecer aplausos su supresión. Ahora ese plazo se sitúa en cinco años.

5.  Delincuencia «rentable»: la historia de Lucio Veracio Queda bien expresada la idea que preside este epígrafe con una viejísima anécdota. Procede de la Roma imperial. Es Aulo Gellio quien la relata. El protagonista se llama Lucio Veracio. Aulo lo describe como un homo improbus. Se trataba de un personaje peculiar, agresivo y de muy buena posición económica: un noble romano. Siempre se hacía acompañar en sus paseos por la ciudad por uno de sus esclavos, que en un pequeño saquito llevaba monedas para cumplir el encargo encomendado de entregar 25 ases, sanción establecida en la época para tales hechos, a todo aquel a quien, por diversión, Lucio abofeteaba por la calle, sin motivo Corintios XIII  n.º 148

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alguno. Al llegar esto a oídos del pretor, según nos cuenta Gellio, se vio obligado a sustituir la pena fija, convertida en ineficaz por la disminución del valor de la moneda, por la proporcional. Pues bien, ciertamente en la delincuencia económica el desacierto en la respuesta penal podría provocar la proliferación en pleno siglo xxi de Lucios Veracios dispuestos a asumir el riesgo de unas módicas sanciones a cambio de grandes beneficios económicos. En ese orden de cosas un objetivo de primer orden de la respuesta penal a la corrupción ha de ser la confiscación de las ganancias derivadas de la actividad ilícita. Eso sí que tiene un claro efecto disuasorio: la legislación penal, y sobre todo su práctica, ha de lanzar el mensaje nítido de que es capaz de detectar y arrebatar los beneficios económicos y patrimoniales. En eso se ha avanzado en sucesivas reformas legislativas, aunque todavía queda mucho por hacer sobre todo a nivel de operatividad. Las herramientas de derecho penal se han mejorado, pero hace falta mayor eficacia en su aplicación. En esa línea se inscriben las reformas de la institución del comiso. El delito no puede ser provechoso (Otero, 17). Comiso, penas pecuniarias y delito de blanqueo de capitales son tres instrumentos penales puestos al servicio de ese objetivo en los que la legislación supranacional europea ha fijado su atención5 buscando la armonización de disposiciones nacionales. El decomiso por equivalencia, propugnado por algunas disposiciones internacionales, se introdujo en nuestro ordenamiento en la reforma de 2003. Cuando no sea posible localizar los bienes producto del delito el comiso puede dirigirse a otros bienes de valor equiparable, aunque esté constatado su origen lícito. De esa forma se eluden dificultades probatorias. La reforma llevada a cabo por la Ley Orgánica 5/2010, de 22 de junio, ha traspuesto al derecho español la Decisión Marco 2005/212/JAI del Consejo, de 24 de febrero de 2005, relativa al decomiso de los productos, instrumentos y bienes relacionados con el delito. Ahora junto al comiso de equivalente y para determinados delitos (terrorismo o cometidos por grupos organizados) se establece una presunción de procedencia de actividades delictivas cuando el valor del patrimonio sea desproporcionado con respecto a los ingresos legales de todas y cada una de las personas condenadas por delitos cometidos en el seno de la organización 5.  La Decisión Marco 2001/500/JAI, para armonizar disposiciones nacionales relativas al decomiso y a las sanciones penales aplicables al blanqueo de capitales; Decisión Marco 2003/577/JAI, que aplica el principio de reconocimiento mutuo a las resoluciones de embargo preventivo de bienes y de aseguramiento de pruebas; Decisión Marco 2005/212/JAI, cuya finalidad es garantizar que los Estados miembros dispongan de normas efectivas que regulen el decomiso de los productos del delito, en particular en lo que respecta a la carga de la prueba del origen de los bienes afectados; y, por fin, la Decisión Marco 2006/783/JAI ,que impulsa el principio de reconocimiento mutuo a las resoluciones de decomiso.

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o grupo criminal. La presunción no alcanza a los delitos relativos a la corrupción, lo que se ha justificado aludiendo a las cautelas con que hay que incorporar estas novedades que rozan los límites de las presunciones permisibles; y a la constatación de que difícilmente encontraremos una actividad de corrupción generadora de grandes beneficios económicos que no haya operado a través de un grupo u organización criminal, lo que atraerá tal presunción. Pero también parece que ese paso se dará en la anunciada nueva reforma penal de 2013. El comiso se extiende a esos bienes cuya procedencia ilícita no hay que probar: se presume. Estamos ante una inversión de la carga de la prueba sobre el origen del enriquecimiento de estas personas, aunque siempre que quede probada su actividad delictiva dentro de una organización o grupo criminal. Si se quiere salvar la constitucionalidad del precepto ha de entenderse que estamos ante una presunción iuris tantum, es decir, que permitirá para evitar la confiscación acreditar que ese enriquecimiento tiene unas fuentes lícitas. En esa dirección el delito de blanqueo de capitales ha sido objeto también de alguna ampliación que en todo caso se me antoja desmesurada. El Legislador penal de 2010, mediante la modificación de los artículos 301 y 302 del Código Penal, amplía la conducta típica para acoger tanto la posesión de los bienes procedentes de una actividad delictiva como el autoblanqueo. Se incurre ahí en una concesión al populismo punitivo que deberá ser objeto de limitaciones exegéticas. No tiene sentido que el blanqueo pueda llegar a estar más castigado que el mismo delito original. Como tampoco lo tiene que la comisión imprudente se admita sin matices o que se haya arrebatado todo espacio al clásico delito de receptación que en rigor nunca podría cometerse ya si se guarda fidelidad a la literalidad de los delitos de blanqueo de capitales. He ahí un ejemplo —se señalarán algunos más— del peligro de, llevados del afán de combatir la corrupción (o en general la delincuencia organizada), deslizarse hacia territorios donde sufren una erosión grave los principios tradicionales del derecho penal y procesal (proporcionalidad, ultima ratio, presunción de inocencia). Otro territorio donde el derecho penal ha llegado a desbordar la racionalidad es el de las penas de multa, muy utilizadas en estos delitos. La pena de multa se prevé como una de las fórmulas destinadas a cancelar el peligro de que el delito resulte económicamente provechoso. Se asignan a las infracciones a las que normalmente va anudada la obtención de beneficios altos (tráfico de influencias, información privilegiada, blanqueo de capitales), unas penas de multa proporcionales, es decir, calculadas con arreglo a los beneficios obtenidos o perseguidos. Eso pudo ser una técnica adecuada cuando el comiso tenía unos condicionantes muy estrictos, pero en la actualidad se revela como disfuncional. Ese método de fijación de las multas (atender a las ganancias obtenidas o que se podían obtener) es un tanto tosco. Procede de etapas de la legislación penal en que el comiso Corintios XIII  n.º 148

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era un instrumento poco pulimentado que no bastaba para alcanzar la certeza de que al delincuente no le había salido «rentable» su conducta. Con las multas proporcionales se consigue una confiscación indirecta sin sometimiento a las estrictas reglas que disciplinaban el comiso especialmente las derivadas de la necesidad de acreditar que se trataba del producto del delito6. Desde el momento en que la institución del comiso ha ido evolucionando y moldeándose para dar respuesta adecuada a los rendimientos económicos de la actividad criminal, y acoge en su seno el decomiso de equivalente, el decomiso sustitutivo, o la presunción en determinadas condiciones de procedencia ilícita y consiguiente decomiso del patrimonio de los condenados por ciertas infracciones (art. 127 del Código Penal), los fines que se persiguen con las multas proporcionales se logran por otros caminos. Muchas de las multas proporcionales han perdido su razón de ser y conducen a resultados chocantes, cuando no esperpénticos. Pueden suponer la absoluta «muerte económica» del condenado; la imposibilidad material de rehabilitación: la elevadísima cuantía de la multa jamás podrá ser totalmente cubierta por muchos años de vida laboral que queden al condenado, convertido en un esclavo económico del Estado que absorbe todas sus posibles ganancias para disminuir el monto de una multa que jamás será totalmente satisfecha. Si además la multa va acompañada por una pena privativa de libertad que no consiente la extinción de la pena pecuniaria (art. 53.3) como seguramente desearía paradójicamente el condenado, tendremos que no existe solución legal razonable a esa situación por más que en la práctica se resuelva por la fórmula, más que dudosa, de dejar dormitar la ejecutoria y olvidarse de la pena de multa. No se puede decir lo mismo de la demolición en materia de delincuencia urbanística: pese a la previsión del art. 319.3 la práctica judicial se ha mostrado muy renuente en la dispensación de esa medida dando así marchamo al principio que con ironía se ha formulado evocando la vieja leyenda de Beaumarchais: «Construye, que algo queda» (Prieto del Pino, 114). Mientras la regla general no sea la demolición de lo ilegalmente construido, lo que solo excepcionalmente puede ceder, los delitos contra la ordenación del territorio, que fueron un indudable avance del Código de 1995 y que han sido también remodelados en 2010, ofrecerán una respuesta insatisfactoria y no desalentarán al infractor. Hay que vencer la cicatería y los remilgos con que los órganos judiciales contemplan esa medida que consiste en un puro y sencillo restablecimiento de la legalidad vulnerada (Rodríguez Fernández, 95-117). No se olvide que el urbanismo ha constituido hasta el inicio de la crisis económica una de las áreas más permeables a episodios de corrupción. 6.  Choclán Montalvo, J.A., (2000): «El Comiso y la confiscación, medidas contra las ganancias patrimoniales ilícitas» en la obra colectiva Prevención y represión del blanqueo de capitales, Estudios de Derecho Judicial, 28/2000, Consejo General del Poder Judicial, Madrid, p. 360. Véase también Trillo Navarro, J.P., (2008): Delitos económicos. La respuesta penal a los rendimientos de la delincuencia económica, Dykinson, Madrid, p. 148 y ss.

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Se plantea en el marco jurídico europeo la creación de un delito de posesión de bienes injustificados, de enriquecimiento ilícito. La figura roza alguno de los principios irrenunciables de un Estado de derecho. No deja de ser un delito de sospecha. Personalmente la miro con cierto recelo precisamente por eso, pero no me atrevería a renegar de ella con contundencia. Debidamente modelada puede ser compatible con la presunción de inocencia (Asencio, 19; Ródenas, 18-19). Esta figura está recogida en el derecho penal francés.

6.  Suprimir privilegios La necesidad del suplicatorio para proceder contra determinados cargos políticos es algo atávico desde el punto de vista teórico. Carece de razón de ser en Estados de derecho como el nuestro, en que no es imaginable pensar que un poder disperso como es el judicial pretenda condicionar la actuación del Poder Legislativo a través de procesos penales. Es ridículo a la vista del funcionamiento real del sistema parlamentario articular mecanismos inspirados en la filosofía de que el poder judicial no pueda variar arbitrariamente las mayorías políticas mediante el encausamiento y condena de algún diputado o senador. Es verdad que la inmunidad es una pieza constitucional que no consiente fácilmente su derogación. También es verdad que, a impulsos de algunas llamadas de atención del Tribunal Constitucional7, la práctica parlamentaria se ha decantado finalmente, no sin recelos y reticencias esporádicas, por la concesión casi automática de las autorizaciones que se reclaman desde los órganos judiciales para proceder contra un miembro del Legislativo. Pero no puede olvidarse tampoco que no son muy lejanos en el tiempo (ahí están las actas del Senado para avalarlo: hablo del año 2000) casos de denegación de suplicatorios mediante voto secreto por hechos que revestían apariencia de delito (malversación de caudales públicos) en la última sesión de una legislatura con el perverso efecto de producir con arreglo a la norma procesal el sobreseimiento libre con fuerza de cosa juzgada: de forma que se deniega la autorización para proceder contra un senador que a su vez era alcalde para que el Poder Judicial no alterase la voluntad de una Cámara que estaba a punto de disolverse (¡!). Hay que limitar al máximo legalmente esa institución poco armonizable con una cultura de control, fomentar esa costumbre de concesión sin discusión que sin embargo tiene excepciones. Las tentaciones del poder político para blindarse frente al judicial y crear una casta inmune a acciones penales están sobradamente demostradas y experimentadas. Basta volver la vista a alguno de nuestros países vecinos para descubrir plasmaciones reiteradas, multiformes y bien concretas de esos inten7.  SS TC 243/1988, de 19 de diciembre, y 9/1990, de 18 de enero, 90/1985, de 22 de julio, 206/1992, de 27 de noviembre,.

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tos por situarse por encima de la justicia penal respaldados muchas veces por mayorías parlamentarias y sociales. La institución del suplicatorio no se cohonesta con facilidad con el principio constitucional de igualdad. Por eso vienen de antiguo las críticas a esta institución y los intentos de suprimirla o, al menos, reducir su eficacia a términos más tolerables. Pese a lo polémico de esta materia dada la dificultad de ensamblar armónicamente esta institución con los principios de igualdad y tutela judicial efectiva, creo que deben ser recibidos con aplauso todos los esfuerzos encaminados a la interpretación restrictiva del suplicatorio y a su cohonestabilidad con esos valores superiores del ordenamiento jurídico. Por eso discrepo de la lectura del art. 754 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que considera que se impone la decisión de sobreseimiento libre cuando se deniega la autorización reclamada de la Cámara respectiva. Es verdad que los arts. 7 de la Ley de 1912 y 677 de la Ley Procesal Penal catalogan expresamente a tal sobreseimiento de libre. Tal tipo de archivo, según la doctrina más extendida, aunque no pacífica, desplegará la eficacia de cosa juzgada e impedirá cualquier nuevo intento de enjuiciamiento: no será posible ni esperar a que el diputado o senador pierdan tal estatus, ni intentar nuevas solicitudes de suplicatorio. Esta solución no es congruente con la vinculación de la inmunidad a la duración del mandato. Y se traduciría en que en ocasiones la punición o no dependerá de una circunstancia tan distante de la justicia como la paciencia o mayor o menor velocidad de los querellantes o de la tramitación judicial. Creo que era posible una lectura en clave constitucional de esos preceptos para que la suspensión del procedimiento penal fuese solo provisional, en tanto se mantiene la condición de integrante del legislativo. La otra exégesis, que es la que sigue implantada, ha llevado a alguna práctica parlamentaria ya aludida que puede ser tildada de «abusiva» o «corporativa»: la denegación inmotivada de suplicatorios en la última sesión antes de la ya acordada disolución de las Cámaras, provocando un sobreseimiento libre de actuaciones penales seguidas contra senadores que en unos días iban a perder esa condición. El episodio puede no tener más relevancia que la de una anécdota. Pero revela una mentalidad de los políticos muy distante de la transparencia y sometimiento al control judicial que debieran caracterizar a la clase política.

7.  Arrepentidos La criminalidad de la corrupción se caracteriza habitualmente por una especial opacidad que es buscada de propósito. Se hace difícil adentrarse en sus entresijos. Incluso que salga a la luz.

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Esa realidad hace que no sean infrecuentes los supuestos en que en el origen de una investigación o un proceso por delitos relacionados con la corrupción se encuentre una denuncia de un cómplice despechado o con deseos de venganza por no haberse atendido alguno de sus requerimientos; o un distanciamiento de estrategias políticas. Las declaraciones de «arrepentidos» o «coimputados» desempeñan un relevante papel. Desde Filesa a Gurtel hay toda una secuencia de famosos procesos que han sido activados a raíz de una revelación de quienes inicialmente se movían con absoluta normalidad en la tramoya de las conductas ilícitas y que a raíz de un choque de intereses han acudido a desvelar una trama con la que hasta ese momento convivían sin escrúpulo alguno. Las declaraciones de los que podrían encuadrarse bajo la etiqueta general de «arrepentidos» son valiosas. A veces muy valiosas. Especialmente como detonante que sirve para activar una investigación. No relajar las exigencias garantistas impulsados por el rechazo a la corrupción (o a la delincuencia organizada, o al terrorismo o al narcotráfico: en todas esas materias pueden aportar mucho las declaraciones de «arrepentidos») es una tensión a mantener. No puede despreciarse ese elemento probatorio, pero hay que extremar las cautelas en su valoración sin perder un filtro crítico y sin otorgar sin más todas las bendiciones a esas declaraciones detrás de las cuales se mueven intereses muy distintos y normalmente no coincidentes con el esclarecimiento de los hechos para la sanción de los responsables. No se puede prescindir de esas declaraciones pero siempre afilando el juicio crítico. No comparto las tesis que tienden a imponer unos requisitos casi tasados para que determinadas pruebas que en principio son «sospechosas» (así sucede con los coimputados o con los arrepentidos) puedan ser utilizadas. Hay que motivar especialmente la fiabilidad que se les otorga, pero no puede llegarse a un sistema que enlazaría con los superados estándares de prueba tasada en que solo con determinados requisitos esas declaraciones podrían ser utilizadas. La doctrina tanto del Tribunal Constitucional como del Tribunal Supremo en ocasiones se ha deslizado por esa pendiente negando valor probatorio a determinadas declaraciones cuando no van acompañadas de algunos requisitos. Entiendo que es un tema de valoración caso a caso. Hay que apurar la motivación, hay que extremar la desconfianza, pero no puede descartarse que en ocasiones —incluso en muchas ocasiones— esas declaraciones aparezcan como prueba convincente que basta para superar el canon clásico que abre las puertas de una condena: «más allá de toda duda razonable». La reforzada necesidad de razonar la credibilidad de quien puede ser coimputado ha de acentuarse por exigencias del derecho a un proceso con todas las garantías cuando se trata de declaraciones de quien puede obtener beneficios personales con la misma. Hay que razonar convincentemente la fiabilidad del coimputado, pero no creo que sean exigibles necesariamente requisitos adicionales so pena de hacer inutilizable esa declaración. Corintios XIII  n.º 148

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Se entra así en un pantanoso terreno sobre el que en Italia se ha debatido hasta la saciedad: las declaraciones de los arrepentidos (Pentiti), que en el país vecino ha sido muy utilizada no solo en los procesos antimafia, sino también en las famosas investigaciones judiciales contra actividades de corrupción de políticos y empresarios emprendidas por la Fiscalía de Milán y agrupadas bajo la genérica etiqueta de Mani pulite de comienzos de los años noventa que llevaron a la forzada jubilación a toda una generación de políticos. Desde siempre ha despertado polémica el otorgamiento de beneficios por la delación y desde Beccaria a Ferrajoli se descubre toda una tradición de rechazo a esos métodos que encierran algo de inmoral por más que sean muy eficaces. No guardo excesiva simpatía por ellos, pero reconozco que hoy por hoy es una herramienta de la que no puede prescindirse. Se trata de un problema que en primer lugar afecta al legislador y no al intérprete. Admitida por la ley esa mecánica el intérprete no puede sustraerse a ella por la vía indirecta del ámbito procesal. Varios artículos del Código Penal, de los que el 376 es un paradigma, así como la interpretación jurisprudencial de la atenuante analógica en relación con la confesión, acreditan que en nuestro derecho está admitida y favorecida esa forma de acreditamiento. El hecho de que se deriven beneficios penológicos de la delación ha de ser tomado en consideración pero no necesariamente puede llevar a negar valor probatorio a la declaración del coimputado. Ese dato puede empañar su fiabilidad. Pero si no basta para explicarlas y, pese a ello, se revelan como convincentes y capaces de generar certeza pueden servir para dictar una sentencia condenatoria. La posibilidad de beneficios penológicos no es suficiente por sí sola para negar virtualidad probatoria a las declaraciones del coimputado. Solo será así cuando de ahí quepa racionalmente inferir una falta de credibilidad8. En el campo de los delitos relacionados contra la corrupción también existe en el Código Penal un ejemplo de esa fórmula: el art. 426 del Código Penal exime de la pena que pudiera corresponderle por el delito de cohecho al «particular que, habiendo accedido ocasionalmente a la solicitud de dádiva u otra retribución realizada por autoridad o funcionario público, denunciare el hecho a la autoridad que tenga el deber de proceder a su averiguación antes de la apertura 8.  El Tribunal Constitucional ha afirmando que el testimonio obtenido mediante promesa de reducción de pena no comporta una desnaturalización del testimonio que suponga en sí misma la lesión de derecho fundamental alguno (Autos 1/1989, de 13 de enero, o 899/1985, de 13 de diciembre). Igualmente la Sala Segunda del Tribunal Supremo ha expresado que la búsqueda de un trato de favor no excluye el valor de la declaración del coimputado, aunque en esos casos exista una mayor obligación de graduar la credibilidad (sentencias de 14 de febrero de 1995, 29 de octubre de 1990, 28 de mayo de 1991, 11 de septiembre de 1992, 25 de marzo de 1994, 23 de junio de 1998 o 279/2000, de 3 de marzo).

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del procedimiento, siempre que no hayan transcurrido más de dos meses desde la fecha de los hechos». El precepto es casi inédito. El borrador de anteproyecto de reforma procesal penal de 2013 incluye también un supuesto de principio de oportunidad cuando existe contribución relevante a la persecución del delito (sobreseimiento en relación con el delator9).

8.  No traicionar las garantías Si el uso de las técnicas premiales con arrepentidos es legítimo desde el punto de vista de los principios que nunca se pueden abandonar, aunque lo óptimo sería que se pudiese prescindir de ese tipo de fórmulas (que hoy por hoy se me antojan irrenunciables en materia de corrupción o de delincuencia organizada), el empleo espurio de la prisión preventiva para doblegar voluntades no puede admitirse de ninguna forma. La tentación, siempre disimulada, de caer en esa estrategia —se mantiene la prisión que se levanta cuando se confiesa o se implica a otras personas— no es de recibo. Traspasa los linderos de lo admisible en un Estado de derecho. Si la prisión provisional se utiliza para arrancar confesiones y declaraciones se están resucitando formas de tortura que ya parecían superadas. Pero ahí está la realidad que a veces hace sospechar del uso de esa medida cautelar con finalidades distintas de las legalmente establecidas y constitucionalmente permisibles. La legítima y laudable tensión por acabar con la impunidad unida a la obsolescencia de las herramientas judiciales para perseguir fenómenos delictivos vinculados a la corrupción es campo bien abonado para que el instructor busque atajos que igualen las armas a blandir en un combate en el que una de las partes (imputados con abundantes recursos financieros y muchas veces con importantes apoyos políticos) aparece en un primer momento en situación de franca superioridad. El uso y abuso de las garantías procesales legítimas (inundar de recursos unos órganos judiciales no preparados para absorber esa premeditada y estratégica incontinencia forense) y la pulsión de otros resortes menos legítimos (utilización espuria de los poderes legislativos; blindaje más allá de las fronteras nacionales en paraísos fiscales de los rendimientos económicos del delito; manejo de los medios de comunicación; presiones más o menos sibilinas a testigos; activación de toda la capacidad de influencia mediática o política…) pueden provocar y provocan una comprensible ten9.  «Cuando el autor o partícipe en el hecho punible pertenezca a una organización o grupo criminal y sea el primero de los responsables en confesar el delito, si ha prestado plena colaboración con la Administración de Justicia y la misma ha sido de suficiente relevancia a criterio del Fiscal General del Estado» o «cuando un particular denuncie un delito de cohecho o tráfico de influencias del que sea autor o partícipe y el sobreseimiento del delito cometido por el particular facilite la persecución del delito cometido por un funcionario público».

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tación: solo si se dispone de medidas capaces de contrarrestar esa artillería pesada, el proceso penal podrá llegar a buen término obteniendo en un plazo razonable la reacción justa que determina el ordenamiento. Ejemplos de que no siempre se logran sobrepasar esos bien construidos «cortafuegos» que el poder financiero, económico o político de personas implicadas en corrupción levantan delante de ellos vienen enseguida a la cabeza. En nuestro país y en otros países cercanos. Dejarse arrastrar por ese empeño en dar una respuesta eficaz y ejemplar en el ámbito judicial a la corrupción puede arramblar con algunas garantías y límites del Estado de derecho que se ha tardado tiempo en conquistar. El uso desviado de la prisión preventiva con finalidades no admisibles es un ejemplo de lo que no debiera nunca suceder. En Italia precisamente en los procesos de Tangentópoli (Zanchetta, 85 y ss) se rozaron, si no se traspasaron abiertamente en algunos casos, los fines legítimos de la privación de libertad provisional incurriendo en algunos excesos que en todo caso no desmerecen en conjunto del «mérito histórico» en palabras de Ferrajoli (Zanchetta, 89) de haber restituido la vigencia del principio de sometimientos del poder público a la ley. Pero de cualquier forma la utilización instrumental que se hizo de la prisión preventiva para constreñir al investigado a colaborar10 no es un ejemplo a seguir por más que estuviese impulsado por razones de eficiencia y exista capacidad para revestir argumentalmente en clave correcta, aunque de simple apariencia, esas decisiones. Pero nótese cómo en ese terreno cabe detectar un signo bien elocuente de la capacidad de reacción del poder político que cuando se ve amenazado por procesos penales acaba volviendo la vista a las garantías procesales que tenía olvidadas y surgen leyes y jurisprudencia que afilan y refuerzan los derechos del sujeto pasivo del proceso penal. No es casual que la reforma de la prisión preventiva en nuestro ordenamiento introduciendo en ella el principio acusatorio llegase en unos momentos en que proliferaban las causas contra personajes económica y políticamente importantes. Las matizaciones hasta el detalle de la prescripción y sus plazos e interrupción se ha generado al hilo de procesos concretos seguidos contra personas en nada vulgares. La jurisprudencia sobre la necesidad de cubrir un mínimo de garantías en las intervenciones telefónicas arranca del conocido Auto Naseiro. Hasta Filesa no existía demasiada preocupación por la falta de garantías inherente a la inculpación implícita en el procedimiento abreviado (Andrés, 108).

10.  Era práctica común que el Fiscal reclamase del juez de la investigación preliminar la medida de prisión provisional y con posterioridad el arresto domiciliario o la puesta en libertad tras modificar la negativa por una actitud de colaboración, de forma que el periodo de prisión que se sufría era más breve cuanto más rápida fuera la admisión de las propias responsabilidades y el descubrimiento de la identidad de otros eslabones (Zanchetta, 92), aunque externamente se argumentase, de forma muy poco convincente., que no era prisión para “hacer hablar”, sino decaimiento de la necesidad de preservar los medios de prueba mediante la prisión, cuando se había confesado.

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9.  Ministerio Fiscal y corrupción El Ministerio Fiscal con su principio de unidad de actuación puede ser útil para paliar algunos de los déficits que se atribuyen a los jueces de instrucción al investigar estos delitos y en general todos los ámbitos de la delincuencia organizada y económica. El poder judicial por definición es disperso. Una lucha eficaz frente a algunos fenómenos de corrupción requiere coordinación y una visión integral y no fragmentaria que un aislado juzgado de instrucción no está en condiciones de ofrecer. La intervención activa del Ministerio Fiscal con una red de miembros coordinados y no encorsetados por la rigidez del partido judicial, en los que pueden impulsarse ámbitos de especialización, se revela como un instrumento más eficiente. Con sus muchas luces y algunas sombras, la creación de la Fiscalía para la represión de los delitos económicos relacionados con la corrupción (1996), luego convertida por mor de la reforma del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal de 2007 en Fiscalía Especial contra la corrupción y la criminalidad organizada, y del fiscal coordinador de Medio Ambiente y Urbanismo (Ley 10/2006, de 28 de abril) han representado un hito en la investigación y persecución de estas infracciones. Cada una de ellas tiene fiscales delegados en los distintos territorios. El problema del Ministerio Fiscal en materia de lucha contra la corrupción estriba en las dudas que genera una figura todavía demasiado asociada al Poder Ejecutivo. Un excesivo protagonismo especialmente en materias que con facilidad tienen derivaciones políticas genera suspicacias, fundadas o no, pero reales. Sin una modificación a fondo de la estructura orgánica del Ministerio Fiscal que refuerce no solo su autonomía frente al Ejecutivo, sino también la percepción de esa autonomía por parte de la sociedad, no se está en condiciones de avanzar más por ese terreno. Otra vez puede buscarse el ejemplo de Italia: precisamente allí desde el poder político se tiende a limitar la autonomía de los fiscales. A esos intentos no es ajena cierta inconfesada esperanza de que de esa manera se podrá controlar más eficazmente el poder judicial y manejar e influir en los procesos penales que se dirigen contra personas de la vida pública frente a las que surgen sospechas de responsabilidad criminal. La asignación de las funciones de investigación al Ministerio Fiscal sería algo seguramente deseable desde la perspectiva de la eficiencia en la lucha contra fenómenos de corrupción: en esa dirección apunta inequívocamente el borrador de Código Procesal Penal elaborado por una comisión de expertos por encargo del Gobierno. Pero esa decisión en mi opinión exigiría como paso previo ineludible una reforma estatutaria que tiene mucho que ver con el fortalecimiento de su autonomía en dos dimensiones: a)  Ad extra, lo que significa que la institución como tal esté blindada frente a injerencias de otros poderes del Estado, singularmente el Ejecuti-

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vo. Es necesario impermeabilizar al Fiscal General del Estado frente al Poder Ejecutivo, creando mecanismos institucionales reales y efectivos que alejen la permanente sospecha de que sus actuaciones obedecen a criterios partidistas. Relaciones institucionales leales y receptividad frente a las indicaciones generales de política criminal que puedan exigir instrumentos procesales (la política criminal no se agota ni muchísimo menos en las actuaciones ante los tribunales) son compatibles con un reforzamiento de la autonomía del fiscal para que no sea percibido socialmente como una longa manus del Poder Ejecutivo. No hace falta retroceder mucho en la historia para constatar que esa sensación en la opinión pública es real. b)  Ad intra, lo que debe traducirse en la introducción de fórmulas que, sin quebrar el principio de unidad de actuación y el de dependencia jerárquica, instrumental respecto de aquel, contrapesen las atribuciones del Fiscal General del Estado. El poder interno del Fiscal General del Estado no puede ser algo omnímodo, concebido al modo militar. El principio de jerarquía interna de rango constitucional es compatible con el establecimiento de pesos y contrapesos, y equilibrios en las fórmulas para zanjar las discrepancias en una carrera formada por profesionales del derecho a los que se exige una alta preparación técnica y que han de acoplarse a unas obligaciones de neutralidad e imparcialidad. Cara a esas eventuales reformas procesales es necesario afianzar cierta autonomía de los integrantes del Ministerio Fiscal sin merma del principio de unidad de actuación. No se trata tanto de reducir los poderes del Fiscal General del Estado, como de establecer equilibrios (potenciación de los órganos de asesoramiento, atemperación de sus facultades, cautelas para garantizar objetividad en la carrera profesional, sistema objetivo en la atribución de asuntos…).

10. Acción popular y corrupción Un contrapeso al excesivo poder de un Ministerio Fiscal con ciertas ligazones sutiles con el Poder Ejecutivo viene constituido por la institución de la acción popular de honda raigambre española y elevada hoy a rango constitucional. También ha jugado un papel importante en asuntos de corrupción actuando como estímulo del celo del Ministerio Fiscal, o a veces con clara función de suplencia de la desidia investigadora de aquel. Es mucho mayor el número de ocasiones en que la acción popular es utilizada de manera abusiva, tratando de judicializar la vida política o nutriendo a auténticos profesionales de la acción penal que presentan

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querellas o denuncias por cualquier noticia que, aunque sea remotamente, pueda guardar alguna relación con el Código Penal. Precisamente esos abusos han provocado el clima actual en que la acción popular está en «horas bajas» y desprestigiada entre autores y, sobre todo, entre políticos. Considero un acierto de nuestro sistema ese «exotismo» de la acción popular. Su constitucionalización impone ciertos límites a la generalizada tendencia que se palpa en la actualidad para limitarla o reducirla a algo puramente simbólico a rastras siempre del fiscal. Los beneficios de esa institución son mayores que los puntos que habría que anotar en el debe, que no son pocos. Mi idea sobre la acción popular queda bien reflejada en unas palabras debidas al Juez Holmes aunque escritas en otro contexto: «Cierto grado de abuso es inseparable del uso adecuado de todo y en nada es esto más patente que en el uso de la libertad de prensa. Por ello la práctica de los Estados ha decidido que es mejor dejar unas pocas ramas perjudiciales desarrollarse a placer que, podándolas, lesionar el vigor de las que dan frutos adecuados. Los funcionarios públicos, cuyo carácter y conducta están abiertos a debate y libre comentario de la prensa, encuentran sus remedios ante acusaciones en falso en procedimientos acogidos a las leyes de libelo y calumnia que prevén satisfacciones y castigo y no en procedimientos para limitar la publicación de la prensa». La cita está entresacada de una conocida sentencia del Tribunal Supremo Americano de comienzos de los años treinta que declaraba contraria a la 1.ª Enmienda toda limitación previa a la libertad de expresión. Aunque se está refiriendo a la libertad de prensa el pensamiento sirve para defender la acción popular. Esa idea del legendario Magistrado americano expresa bien que la constatación de los abusos no es argumento suficiente para abolir una institución que ha demostrado ser un eficaz contrapeso en algunos casos puntuales pero muy significativos. La acción popular es una herramienta eficacísima que contrapesa la eventual «permeabilidad» del Fiscal General del Estado y por derivación del Ministerio Fiscal a los intereses del Poder Ejecutivo. La acción popular supone una muy relevante fórmula de control y también de complemento al poder de acusar del Ministerio Fiscal. Su presencia ha servido y puede seguir sirviendo para alentar y estimular la investigación en esos procesos en que el fiscal puede verse inclinado a una postura de pasividad. Es verdad que no son muchas las ocasiones en que se ha llegado a una sentencia condenatoria a instancia exclusiva de la acusación popular y en contradicción con la petición absolutoria del fiscal. Aunque algunas existen. Pero no son necesarios muchos esfuerzos para recordar asuntos con un relieve nada despreciable en que estaban implicados los aparatos del poder político —a veces de otros países— en los que ha sido la presencia de la acción popular la que ha permitido al instructor mantener el temple en la investigación Corintios XIII  n.º 148

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y culminar con éxito la instrucción pese a la pasividad, más o menos vergonzante, del Ministerio Fiscal. No es aventurado pronosticar que en otras condiciones algunos de esos procesos no hubiesen llegado a buen puerto, y se hubiesen visto abocados al sobreseimiento. La personación de ciudadanos instando diligencia y haciendo de «voz de la conciencia» de la acusación pública ha dado buenos frutos democráticos, pues ha fortificado la independencia del Poder Judicial y, también indirectamente, ha servido para dotar de mayor autonomía al fiscal frente al Poder Ejecutivo. La acción popular blinda también en cierta medida al Fiscal de presiones políticas. De nuevo hay que decirlo: claro que existen abusos. Pero qué pena si por salir al paso de esos abusos se acaba también con esos ricos beneficios. Tratemos de reducir los abusos. Adviértase, por una parte, que nunca por la exclusiva voluntad de un acusador popular alguien puede sentarse en el banquillo. Siempre será necesario que un juez independiente decida que esa acusación es razonable y que una sala de justicia formada por tres magistrados haya avalado esa decisión si fue recurrida (el juicio de acusación ha de permanecer en todo caso). Los acusadores no públicos pueden moverse en virtud de intereses políticos, de venganza o económicos (como sucede cuando es la víctima quien quiere reclamar una indemnización). Muchos de esos intereses son legítimos. No son los que deben inspirar a la Administración de Justicia, pero nada se opone a que muevan a particulares a personarse en un proceso penal. Serán los jueces quienes resolverán sobre si las pretensiones alentadas por esos intereses merecen acogida desde el punto de vista estricto de la justicia y de la legalidad. Si coinciden con las exigencias de la justicia penal, ¡bienvenida sea esa colaboración, cualesquiera que sean sus motivaciones! Y si una acusación popular —o particular— se adentra en el terreno de la mala fe, o del derecho penal (chantaje), reprímase esa conducta. Pero, queriendo acabar con el abuso, no ahoguemos el uso. Es verdad que está abierta la posibilidad de que el perjudicado por el delito ejerza la acusación sin limitación alguna (lo que se conoce como acusación particular). Pero también lo es que en muchos delitos —singularmente aquellos en que la acusación popular despliega un papel más relevante— no puede hablarse de perjudicado directamente por el delito (el delito urbanístico o los delitos relacionados con prácticas corruptas constituyen buenos ejemplos). Todos somos perjudicados: lo es la sociedad y no debía privarse a esta de esa posibilidad de suplir una eventual inactividad de su representante natural —el Ministerio Fiscal— ante los tribunales, que puede encontrarse en una situación de excesiva cercanía con los intereses del Gobierno a quien debe su nombramiento. El Borrador de Código Procesal Penal felizmente respeta la esencialidad de la institución. Ciertamente la constriñe a un grupo de delitos, pero entre ellos se cuentan aquellos, como los relacionados con la corrupción de funcionarios públicos, en los que resulta más relevante su papel. 156

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Si en los primeros años del régimen constitucional se tendió a alentar el ejercicio de esa acción (reconociendo legitimación a las personas jurídicas o resaltando que la fianza exigible para su ejercicio no puede ser desproporcionada), ahora parece que se quiere empezar la trayectoria inversa. El poder político constituido —al margen de cuál sea su ideología— tiende a ver con muy buenos ojos toda medida que recorte iniciativas que escapan a su control, directo o indirecto. Ojalá que el buen trigo no quede sepultado por la incontrolada –y a veces interesada- obsesión por no consentir el abuso. Estimular en lugar de dificultar las formas de participación directa de los ciudadanos en el ejercicio de los poderes es lo propio de una sociedad que quiere profundizar en la democracia. Será eso señal de que siguen presentes esas mínimas dosis de idealismo para creer en ciudadanos que por encima de sus propios intereses quieren contribuir a la realización de la justicia. Esa fe que hacía decir a Solón que la ciudad mejor regida es «aquella en que persiguen a los insolentes, no menos que los ofendidos, los que no han recibido ofensa». Apostillando al sabio de Grecia, añade Plutarco «Concedió indistintamente a todos el poder presentar querella en nombre del que hubiese sido agraviado; porque herido que fuese cualquiera, o perjudicado o ultrajado, tenía derecho el que podía o quería de citar o perseguir en juicio al ofensor; acostumbrando así el legislador a los c a todos el poder presentar querella en nombre del que hubiese sido agraviado; porque herido que fuese cualquiera, o perjudicado o ultrajado, tenía derecho el que podía o quería de citar o perseguir en juicio al ofensor; acostumbrando así el legislador a los ciudadanos a sentirse y dolerse unos por otros como miembros de un mismo cuerpo».

Bibliografía Andrés Ibáñez, P. (1996): «Tangentopoli tiene traducción al castellano», en Corrupción y Estado de Derecho. El papel de la jurisdicción. Trotta, Madrid. Asencio Mellado, (2010): «El delito de enriquecimiento ilícito», en Notario, julioagosto, pp. 16-21. Del Rosal Blasco, (2008): «Corrupción y delincuencia Urbanística», en Reforma del Código Penal. Respuestas para una sociedad del siglo XXI, Dykinson-Universidad Internacional de Andalucía, Madrid, pp. 162-177. Erice Martínez, E., (2008): «Prevaricaciones urbanísticas: accesoriedad y subsidiariedad del Derecho Penal», en Corrupción y Urbanismo (Cuadernos penales José María Lidón) num. 5, Deusto, Bilbao, pp. 68-89. García Mexía, P., (2006): «La corrupción en España», en Nueva Revista, num. 106, julio-septiembre, pp. 37-51. Heidenheimer, A. J., «Perspectivas on the Perception of Corruption», en W. AA.: Political Corruption, A. Handbook, New Brunswick (citado por García Mexía).

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del Pino, (2008): «Aspectos criminológicos y político-criminales de la corrupción urbanística. Un estudio de la Costa del Sol», en Corrupción y Urbanismo (Cuadernos penales José María Lidón), n.º 5, Deusto, Bilbao, pp. 92-121.

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Algunas reflexiones sobre el caso español 1. ¿Por qué la corrupción se ha convertido en uno de los principales problemas de nuestra democracia? ¿Qué nos ha pasado? ¿Qué consecuencias está teniendo y puede tener en nuestro sistema político y, por lo tanto, en nuestra convivencia? ¿Cómo podemos combatir eficazmente este gran mal que está afectando a las bases mismas de nuestra democracia? 2.  El poder corrompe; el poder absoluto corrompe absolutamente (Lord Acton). La corrupción es una tentación inherente al poder político. Ningún sistema político es inmune a esta degeneración de los comportamientos públicos. Por ello, es imprescindible que cualquier comunidad organizada se dote de instrumentos eficaces para prevenir el fenómeno, dificultar su existencia, así como para sancionar las conductas reprobables. 3. Estas reflexiones se van a centrar en dos aspectos del problema: a) analizar qué factores han propiciado la intensidad del fenómeno de la corrupción en nuestra sociedad; b) formular algunas orientaciones y propuestas para erradicar esos factores que han facilitado la extensión del fenómeno. No entraré en los aspectos punitivos, aunque tengan una extraordinaria importancia para combatir la corrupción. Porque lo peor que le puede

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pasar a una sociedad es la percepción de que tales conductas gocen de impunidad. 4. Hay algunos factores (políticos y sociales) que han propiciado fenómenos de corrupción en España. Enumeraré algunos que me parecen relevantes: a)  Los años del delirio (Antonio Muñoz Molina). La creación de un clima de euforia en la sociedad española, en el que parece que la prosperidad no tenía límites y en el que se era complaciente con un poder político que «otorgaba derechos» y satisfacía expectativas de creciente bienestar (en cada ciudad, en los territorios, en los ámbitos sociales, etc.). b) El progresivo aumento del gasto público en todos los órdenes, que favorece «las tentaciones». El gasto público ha alcanzado ya el 46% del PIB. Cerca de la mitad de la riqueza que se produce en España depende de decisiones públicas. Así se va incrementando el poder de los gestores públicos que administran estas cuantiosas cantidades de dinero. c) El debilitamiento de los mecanismos tradicionales de control de la gestión de los recursos públicos, en aras de una presunta eficacia. Los controles tradicionales se consideran engorrosos y perturbadores para una gestión pronta y eficaz, que es la que «reclaman los ciudadanos». Se produce así lo que se ha llamado la «huida del derecho administrativo» (proliferación de fundaciones, sociedades, consorcios, entidades mixtas, etc., para evitar someterse a las rígidas normas del derecho administrativo). Este debilitamiento va acompañado de una disminución de las atribuciones de los cuerpos de funcionarios encargados del control de la legalidad y del gasto conforme a los principios presupuestarios. d) La rápida transformación del Estado en un Estado compuesto con nuevas entidades político-administrativas (las comunidades autónomas), que van asumiendo, en un proceso vertiginoso, crecientes niveles de gasto. Las nuevas entidades quieren muy pronto afirmar su personalidad. Improvisan las estructuras administrativas. Quieren congraciarse con los ciudadanos para aumentar su «legitimación». Son proclives a políticas de ostentación, en las que se exhiba su poder. e) La aparición de una «nueva clase política», que responde al modelo del Estado que se está configurando, con una gran importancia de los ámbitos locales y territoriales. Esta «clase política» pretende reafirmar su poder. Se expande través de los organismos que se van creando (parlamentos regionales, instituciones diversas autonómicas, etc.), con superposición de competencias. Corintios XIII  n.º 148

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f) La evolución de los partidos políticos que surgen en la Transición hacia un modelo, que va degenerando en «partitocracia». Al comienzo de la Transición hay un consenso sobre la necesidad de articular partidos políticos fuertes, que sean la expresión de las diferentes corrientes de una sociedad pluralista. Los principales partidos se convierten en fuertes estructuras, que pretenden tener una presencia capilar en la sociedad, lo que precisa fuertes aparatos organizativos con los correspondientes costes de funcionamiento. Las campañas electorales se hacen fuertemente competitivas y se imporg)  tan modelos de otras democracias avanzadas, en los que la comunicación política se hace más sofisticada y se pone en manos de expertos profesionales. Los costes de la política tienden, así, a ir aumentando. h) A lo largo de todo este proceso complejo, en el que los factores apuntados se van acumulando, no se observa la regla de la transparencia. Sin que podamos hablar de opacidad generalizada, el funcionamiento de las instituciones y de los actores políticos queda en zonas de penumbra, porque no se ha establecido un sistema exigente que garantice la transparencia. i) Es indudable que se han producido fallos en los sistemas de control preventivos de las actuaciones públicas en los distintos ámbitos político-administrativos. Las insuficiencias en materia de transparencia y de controles hacen a nuestra democracia muy vulnerable a los fenómenos de corrupción. 5. Por estas razones, sucintamente enunciadas, la lucha contra la corrupción en España es indisociable de la necesidad de emprender una tarea de regeneración democrática. No basta con combatir los casos de corrupción que han aparecido y sancionarlos con observancia de los principios del Estado de derecho (tarea de la justicia), sino que hay que poner en marcha con valentía y con determinación un programa de reformas de carácter político e institucional para devolver la confianza a los ciudadanos y hacer más difíciles los fenómenos de corrupción. 6. Con esta orientación formulo algunas observaciones y propuestas, que me parecen imprescindibles para llevar adelante un necesario e inaplazable proyecto de regeneración democrática: a) La regeneración democrática debe tener como protagonista principal a la sociedad española. No puede quedar solo en el ámbito estricto de la política. Requiere el impulso de la sociedad. Es la reacción social, ciertamente, la que ha puesto de manifiesto la necesidad de esta tarea. 162

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b) El programa de regeneración democrática debe huir de tentaciones populistas y de propuestas que impliquen en sí mismas la destrucción del modelo democrático. Debe, pues, ser objeto de una reflexión meditada, que tenga en cuenta las consecuencias de cada propuesta. El norte debe ser el perfeccionamiento de un sistema democrático, que garantice el imperio de la ley, la protección de las libertades y de los derechos fundamentales, el correcto funcionamiento de las instituciones, la observancia del principio de la división de poderes y la posibilidad de la alternancia en el poder a través de elecciones limpias y competitivas. c) La «antipolítica» es también política. La condena o el rechazo de la política como mal en sí mismo conduce a la destrucción de la democracia. Y alimenta soluciones autoritarias. La misma consecuencia tiene la condena de los partidos políticos. Por muchos defectos que tengan, no hay democracia sin partidos. d) Los medios de comunicación tienen una especial responsabilidad, que resulta imprescindible subrayar. Hace un grave daño a la misma regeneración democrática el deslizamiento hacia los populismos, las condenas indiscriminadas, las informaciones sin rigor, los ataques que no respetan los derechos de las personas. e) La regeneración democrática debería centrarse en establecer con claridad y aplicar con determinación reglas del «buen gobierno» insuficientemente observadas. Entre ellas: • La transparencia. El proyecto de ley en proceso de tramitación en las Cortes Generales da un paso adelante muy positivo en la buena dirección. • La limitación del gasto. Debemos volver a una concepción de administraciones austeras, con eliminación de todo lo que suponga despilfarro y de gastos en actividades que no sean de estricto interés general. • El equilibrio presupuestario. De forma que se observe el principio de que cada administración solo puede gastar lo que ingresa. •  La rendición de cuentas. Cada institución (por pequeña que sea) debe rendir cuentas periódicamente de los recursos públicos que ha gestionado. • El fortalecimiento de los controles de legalidad de la Administración, reforzando las atribuciones a los cuerpos de funcionarios que tienen

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encomendada esta tarea, reduciendo al máximo los ámbitos de discrecionalidad. • La limitación de mandatos de las personas que ostentan los máximos cargos del poder ejecutivo en los diferentes niveles políticos-administrativos (ayuntamientos, comunidades autónomas, Gobierno de la nación). f) Es preciso también un cambio en el funcionamiento de los partidos políticos, como sujetos principales de la articulación del pluralismo político. La sociedad reclama una mayor democracia interna y unas estructuras más reducidas, con una importante limitación de los recursos públicos que reciben. g) Finalmente, es preciso establecer unas reglas más claras que impidan la invasión de los partidos en ámbitos de la esfera pública, en los que debe estar garantizada la independencia de sus miembros y cuyo reclutamiento debe basarse en criterios de profesionalidad. 7. La última observación quiere plantear la necesidad de restablecer y fortalecer un clima en el que la dimensión moral de la vida democrática tenga una consideración prioritaria. España no puede prescindir de este debate de índole moral. La democracia se corrompe si no se apoya en sólidos principios morales. En «los años del delirio» algunos de estos principios se debilitaron en la sociedad española, tanto en comportamientos propios de la sociedad civil (mundo económico y financiero, particularmente) como en lo que se «pedía a la política». La crisis está siendo un revulsivo en la sociedad española. Por ello el debate moral es ineludible. Porque todos estamos implicados.

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La «forma de vida» y la rehabilitación de la democracia, clave de la Doctrina Social de la Iglesia I. Claves de comprensión de la DSI Quisiera comenzar mencionando dos claves fundamentales de la Doctrina Social de la Iglesia, para, a continuación, enumerar tres acentos que, creo, son esenciales en la comprensión de la misma. Esas dos claves aparecen a lo largo de esta enseñanza de la Iglesia desde León XIII. La primera clave es el Evangelio y la fuerza de la fe que del mismo brota —incluida la enseñanza de los Padres de la Iglesia. Y la segunda, la dignidad del ser humano, llamado a desarrollar todo el potencial de justicia, amor y paz anunciado en el Evangelio, y cuyos valores son el referente básico para una comunidad en la que Dios nos quiere a todos fundamentalmente iguales, sociales y llamados a la cooperación, la solidaridad y la amistad. Por ello, y en las posibilidades y circunstancias de cada uno, es una llamada a crear,

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conservar, distribuir y disfrutar de los bienes comunes necesarios y convenientes a la naturaleza humana, tanto materiales como espirituales y culturales. De ahí que siempre se haya insistido en que la ética propuesta en la Doctrina Social de la Iglesia quiere satisfacer una doble demanda: a) Ser una respuesta ineludible a los problemas que nos urgen (la pobreza; el racismo y la xenofobia; la precariedad del trabajo; el desempleo estructural y masivo; la desigualdad insoportable entre países, áreas regionales y entre distintas comunidades al interior de los mismos; la familia; la emigración; la educación; la explotación infantil y el maltrato; los crímenes políticos y las desapariciones; etc.). b) Ofrecer un referente de sentido axiológico que permita orientar la marcha de nuestras sociedades. Por ello, ante la actitud creciente del cultivo de una ética sin obligaciones universales, proclama algo que quiere proponer con un carácter inalterable: lo humano en su sentido más profundo, asumido como un proyecto preciso y esencial. El modelo de este proyecto es el Evangelio, donde lo humano no es una afirmación imprecisa, sino que tiene rasgos muy concretos. Es un universalismo de afirmación del núcleo compartido de lo humano y que admite una concepción pluralista de la vida. Este sentido de humanidad es lo que acorta la distancia entre un hombre y otro, y el juez último en la conciencia de cada uno. Es así como la búsqueda de la justicia aparece integrada en el discurso ético-teológico. Lo dijeron ya los obispos latinoamericanos en Puebla: el objeto primario de la doctrina social es la dignidad personal del hombre, imagen de Dios, y la tutela de sus derechos inalienables. La Iglesia fue explicitando sus enseñanzas en los diversos campos de la existencia: lo social, lo económico, lo político, según las necesidades. Por tanto, la finalidad de esta doctrina de la Iglesia… es siempre la promoción y liberación integral de la persona humana en su dimensión terrena y trascendente, contribuyendo así a la construcción del reino último y definitivo, sin confundir, con todo, progreso terrestre y crecimiento del Reino de Dios (DP 475; CA 54-55) Por ello, la moral de la Doctrina Social de la Iglesia no constituye un tratado aparte o un capítulo autónomo de la moral cristiana, sino que pertenece al núcleo central del Evangelio y de la evangelización. Este es el espíritu fundamental que anima todo el trabajo ético-social. De todas formas quisiera presentarlo en el despliegue de tres afirmaciones que, pretendo, recojan las ideas de moral social fundamentales, y lo hagan en el contexto del espíritu que anima a la DSI. Corintios XIII  n.º 148

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2. Tres acentos de la moral social, en la DSI 2.1. La moral social cristiana es siempre la misma: la promoción y el respeto a la dignidad del ser humano (frente a la mediatización de las personas, hoy) Es evidente que esta proposición no trata de defender una actitud inmovilista, lo que sí se quiere destacar es que la moral social expresada en la DSI sigue teniendo como objetivo fundamental el mismo de siempre: traducir las categorías de Jesús para impulsarlas en el mundo de hoy. Y, en este sentido, la credibilidad moral está en actuar con respecto a las personas, y en nuestro mundo, de la forma en que Jesús lo hizo en el suyo. Los sistemas morales proporcionan normas que sancionan comportamientos sociales concretos. Estas sanciones determinan los límites de lo moralmente aceptado. Como ocurre siempre, la capacidad para hacer valer los intereses de las partes mejor posicionadas disminuye los márgenes de la tolerancia social y, con frecuencia, favorece los niveles de marginación. Hoy decimos que nuestra realidad es mundial y globalizada. Más que nunca nos admiramos de todo aquello que consideramos un logro de progreso para el momento cultural y técnico que vivimos. Este proceso «uniformizador» es un hecho que no podemos revertir y, por lo tanto, la moral nos tiene que ayudar a descubrir el sentido de las cosas en medio de este modelo tan desigual y desmoralizado. Si nos interrogamos acerca de los valores que vivimos en nuestro medio social, la experiencia más inmediata con respecto a los mismos es la de la crisis (SRS 13-25). La vida humana es un quehacer que cada cual debe ir construyendo y donde la orientación a seguir, en el proceso de esa construcción, no es una tarea fácil de adivinar. La DSI quiere ayudar al hombre y a la mujer de hoy a cubrir la más antigua aspiración de la humanidad: vivir la plenitud de lo humano. La moral social cristiana quiere ser el medio para proporcionar el sentido de lo moral en un proceso de continua liberación. 2.2. Primacía de la persona sobre las cosas (frente a la reificación de la indiferencia actual) Este es un principio fundamental que además de haberse mantenido así de firme a lo largo de toda la tradición cristiana (Mc 2, 27-28; GS 25, 27) y en los diversos documentos de la Doctrina Social de la Iglesia, en los últimos tiempos ha adquirido una profundización y un nivel de exigencia mayor (LE 6, 23). En la introducción a la encíclica Laborem exercens y hablando del tratamiento dado al trabajo en el conjunto de la vida humana y de la «cuestión social» —en la que la

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carta quiere encuadrar este problema—, se dice: «Si en el presente documento volvemos de nuevo sobre este problema —sin querer por lo demás tocar todos los argumentos que a él se refieren— no es para recoger y repetir lo que ya se encuentra en las enseñanzas de la Iglesia, sino más bien para poner de relieve — quizá más de lo que se ha hecho hasta ahora— que el trabajo humano es una clave, quizá la clave esencial de toda la cuestión social, si tratamos de verla verdaderamente desde el punto de vista del hombre» (LE 3). Lo que a partir de este momento se pone como el núcleo de toda la cuestión social modifica lo que en otros momentos había sido esta clave: el derecho natural a la propiedad privada. En cuanto clave de interpretación, el trabajo sustituye a la propiedad privada, que la encíclica sigue considerando como una responsabilidad importante, pero poniendo por encima de ella el trabajo. La propiedad es una hipoteca social que grava sobre la misma, y por lo tanto, el término hipoteca expresa una relación de derechos que se pueden reclamar. La propiedad se había tratado siempre como un derecho natural y, como tal, anterior al Estado. A partir de ahora, aparece el trabajo en aquellos lugares donde antes aparecía la propiedad. El hombre no se hace persona a través de la propiedad (RN 6;7;8;33; QA 45), sino en cuanto asume su trabajo, y, en este sentido, no se habla ya del hombre-propietario anterior al Estado, sino de la primacía de la persona sobre las cosas, del trabajo del hombre sobre el capital como conjunto de los medios de producción (LE 13; CA 43). Y este principio debe ser aplicado a todos los ámbitos de la vida humana. El hombre como sujeto de trabajo se antepone a todo sistema económico. Lo nuevo es que para la DSI el hombre ya no se personaliza a través de la propiedad privada —que no deja de ser un medio necesario para el sostenimiento de la familia y de las demás actividades e iniciativas de la persona, aunque secundario en el orden de la dignidad— sino a través de su trabajo. Cuando trabaja, el hombre, realiza acciones, que han de servir todas ellas a la realización de su humanidad… el primer fundamento del valor del trabajo es el hombre mismo, su sujeto (LE 6). En un mundo con capacidad de generar recursos y que, en cambio, genera pobreza, la degradación de los trabajadores, en cuanto sujetos del trabajo (LE 6), no ha hecho más que multiplicarse, haciendo perdurar injusticias flagrantes o creando otras nuevas (LE 8); en un mundo cuyo mal fundamental es la división entre países ricos y países pobres, donde la Iglesia considera con preocupación el ámbito mundial de la desigualdad y de la injusticia (LE 2; SRS 16, 22, 24, 28, 29, 33), la moral de la Doctrina Social, debe preocuparse por …la dimensión mundial de las tareas que llevan a la realización de la justicia en el mundo contemporáneo» (LE 2). A esta preocupación se le asigna un lugar teológico relevante: es el lugar del pobre. «La Iglesia está vivamente comprometida en esta causa, porque la consideCorintios XIII  n.º 148

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ra como su misión, su servicio, como verificación de su fidelidad a Cristo, para poder ser verdaderamente la «Iglesia de los pobres». Y los «pobres» se encuentran bajo diversas formas… aparecen en muchos casos como resultado de la violación de la dignidad del trabajo humano: bien sea porque se limitan las posibilidades de trabajo —es decir, por la plaga del desempleo— bien porque se desprecian el trabajo y los derechos que fluyen del mismo, especialmente el derecho al justo salario, a la seguridad de la persona del trabajador y de su familia» LE 8); (449). 2.3. La solidaridad: experiencia antropológica y teológica del rechazo de la desigualdad Los «pecados» de nuestro tiempo quieren ser pecados sin pecador. La pluralidad de puntos de vista y el desinterés mutuo son indicios de patente insolidaridad y de falta de responsabilidad. La solidaridad expuesta en la DSI es una invitación constante a lograr que las personas, a través de las instituciones y las estructuras sociales, lleguen a crear las formas de colaboración que permitan reconocer los intereses de todos los miembros de la comunidad humana. Responder a estas desigualdades implica hacer cambios en la política socioeconómica, y también, en las actitudes sociales, en la cooperación del ciudadano y en el modo de llevar a cabo sus obligaciones. El objetivo de una sociedad con exigencias éticas es la ordenación justa y la plena conciencia, por parte de los individuos, de sus obligaciones y actitudes como seres humanos y como ciudadanos.

3. La separación entre vida y la forma-de-vida: la crisis nihilista Cuando la crisis estalló en otoño de 2008, la acción de rescate de los grandes bancos por parte de los gobiernos y la retórica de algunos altos dirigentes políticos pudieron hacer pensar que la crisis abría una opción de cambios profundos en la relación entre poder político y poder económico. El poder político parecía que se situaba en posición de fuerza con los rescates financieros: si habían salvado a los bancos, entones era de esperar que pudiesen imponerles nuevas reglas de juego. Después del tiempo transcurrido podemos ver que todo aquello había sido un espejismo. Que los mismos que habían sido rescatados con el dinero de todos volvían a marcar el compás de los acontecimientos y a determinar las políticas económicas con el mismo criterio: menos Estado, más privatizaciones y más desregulaciones. Europa, ante la disyuntiva, escogió la línea impuesta por los mercados: austeridad pública y promesa de desregulaciones masivas. No sin razón algunos en-

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tendieron la crisis como el anuncio de una nueva oleada de privatizaciones que, hoy, se materializa también en la privatización de servicios públicos. El neoliberalismo no solo no había muerto, sino que aparecía mutado y más resistente. La clave de esta crisis está en la ruptura de la noción de límites. Hay un principio de moral mínima cuya ruptura abre las puertas automáticamente al nihilismo y a su cara oculta, el totalitarismo. El principio es: «No todo es posible». En la fase especulativa previa al estallido de la crisis se había destrozado cualquier noción de límites, hasta alcanzar el punto catastrófico que volcó la basura financiera acumulada sobre las cabezas de los ciudadanos. El nihilismo es una categoría bifronte: por un lado, significa el fin de los valores, de los sistemas de valores, es decir, el fin de los límites; por el otro, la asunción de la pulsión destructiva como única lógica de salvación, la violencia purificadora. Esta crisis es la confirmación de la hipótesis nihilista. La pregunta es: ¿vamos a seguir por el camino del nihilismo, que conduce inexorablemente al totalitarismo de la indiferencia, a la sociedad sin alma, al reino del dinero y la muerte (del que el despotismo asiático nos está dando en China un ejemplo insólito), o aprovecharemos la oportunidad de remontar, de combatir el nihilismo y de volver a emprender el camino de los límites, del reconocimiento del individuo y del respeto al otro? La primera década del siglo xxi refleja la traslación sin paliativos del principio nihilista al campo de la economía: la destrucción creativa deja de ser una metáfora para convertirse en pura realidad en la gestión que los inversores de riesgo hacen de las compañías: comprar, ganar y tirar. Negar la importancia de los valores morales por encima del rendimiento y la competitividad es un argumento moral, pero de moral nihilista. La negación de los valores es la conversión del instrumento en fin. Es el dinero como fin en si mismo, como voluntad de poder. No es la suerte de un país y de sus ciudadanos lo que le importa al inversor que se lanza a especular contra él, aun a sabiendas de que puede provocar destrucción económica y paro. Es el dinero en sí mismo, como voluntad de poder. Es el convencimiento de que todo está permitido, de que competir con los dioses no acarrea castigo. Lo importante es la acción, los efectos que esta tenga son totalmente irrelevantes. Este es el comportamiento que se contagia en una sociedad que tiene en el consumo su forma de nihilismo. Es decir, la acción de consumir es un fin en sí mismo. El consumo opera como cultura de resignación. El desplazamiento del capitalismo, de hegemonía industrial a hegemonía financiera ha contribuido sustancialmente a hacer de esta crisis una de las más proCorintios XIII  n.º 148

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fundas. No es tan solo una crisis económica; es también una crisis política, moral y social. Hay un gran interés en presentar esta crisis como una crisis estrictamente económica. Al definirla como tal, se está dando a entender que responde a la lógica de las leyes de la economía y que, por tanto, está en manos de los expertos encontrar la salida correspondiente. Se niega así el debate político y se transfiere toda la capacidad de decisión al poder económico. Este desajuste entre poder económico y político pone en cuestión a la propia democracia, y al concepto de soberanía popular. Y con ello, y como estamos experimentando, se crea un caldo de cultivo perfecto para la corrupción. Este desequilibrio ha puesto la capacidad normativa en manos del poder económico. La crisis es un golpe de Estado que distribuye la riqueza hacia arriba. Con esto lo único que se quiere destacar es la necesidad de una reflexión moral ante esta crisis y las medidas anticrisis. Por mucho que se quiera, la crisis europea no es solo económica, es profundamente moral, cultural y política. Indignarse no es suficiente. Hay que transformar la indignación ciudadana en proyecto político. Frente a una indignación que no se concreta y frente al silencio ensordecedor de la indiferencia, la política institucional cada vez está más desconectada de la sociedad y mas conectada a unas élites cerradas que solo se escuchan a sí mismas. Y esta crisis ha terminado de operar un cambio importante en lo referente a la concepción de las formas de vida humana. Cuando hablamos de una forma de vida, entendemos una vida que no puede separarse de su forma, una vida en la que no es nunca posible aislar algo como la vida biológica del resto de la realidad. Una vida que no puede separarse de su forma de vida es una vida que en su forma de vivir se juega el vivir mismo. Los comportamientos y las formas del vivir humano no son prescritos por una vocación biológica específica, ni impuestos por alguna forma de necesidad. A pesar de ser repetitivos socialmente, habituales y socialmente obligatorios, conservan en todo momento el carácter de una posibilidad. Ponen siempre en juego el vivir mismo. Y es esta posibilidad de potencia (hacer o no hacer, triunfar o fracasar, perderse o superarse) la que hace del ser humano el único ser en cuya vida siempre está en juego la felicidad. Su vida está inevitablemente asignada a la felicidad. Pero el poder político que conocemos opera al contrario: se funda en la separación de la esfera de la vida con respecto al contexto de las formas-de-vida, de modo que cada vez se van bajando los límites del respeto y el reconocimiento de lo humano que, poco a poco, se van acercando a la existencia de la mera categoría biológica, al margen de cualquier otra posibilidad. Es la vida desprovista de toda cualificación y alejada de toda posibilidad. Los inmigrantes, los parados estructurales y los excluidos en cualquiera de sus formas han pasado a ser parte de un estado de excepción cuya duración se vislumbra ilimitada. 172

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Rehabilitar la democracia no es protegerla de sus enemigos exteriores, sino de aquellos movimientos e ideologías que dicen defender sus valores y, de golpe, ponen en peligro el bienestar de toda la sociedad. La promoción de una política valedora de la dignidad de la persona humana, de su reconocimiento y su carácter de fin por encima de cualquier otra mediación, y la desactivación creciente de las formas de desigualdad acríticamente aceptadas, son tres condiciones sin las cuales no es posible devolverle a la democracia su dimensión política y, por lo tanto, humana. Hoy, los valores de la productividad, la competitividad y el consumo han absorbido a la política y con ella, la concepción misma de la ciudadanía.

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D. Francisco Romo, Director pedagógico del Colegio San Ignacio de Loyola

I.  El hacerse explícito de la conciencia social de la Iglesia Permítanme un breve recorrido sobre cómo se ha ido haciendo explícita la educación de la conciencia social en la Doctrina Social de la Iglesia. Quisiera partir de la importancia de la educación y del trabajo en los últimos siglos. En efecto, sobre estas cuestiones hay dos grandes documentos de la Iglesia: Gravisimum educationis (Concilio Vaticano II) y Laborens exercens, de Juan Pablo II. En ambos temas la Iglesia ha sido un referente histórico en sus 2.000 años de existencia. Nuestro Señor Jesucristo era un trabajador incansable y tenía como preocupación sacar a la luz aquellas profundidades del hombre, haciendo emerger lo que cada uno somos. Por otro lado, la Iglesia en su tarea histórica, y específicamente en el desarrollo de la Doctrina Social de la Iglesia, ha pretendido siempre acompañar a esta educación y a este trabajo. En efecto, la gran aportación del cristianismo desde su origen es la de una concepción nueva del hombre y de la historia, definida por la presencia de un hombre que se identifica con Dios: Cristo. 176

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Con la irrupción del racionalismo y de la Ilustración en la modernidad, y la aparición del Estado moderno como garante de derechos, a partir de los siglos xvii y xviii, la Iglesia deja de ser un referente en la educación y en acompañar al hombre en su situación social, laboral… Entra entonces en crisis aquella concepción de la Iglesia como educadora de un pueblo, como habían puesto de manifiesto en toda Europa los benedictinos desde su origen. En el siglo xix se produce una reacción de la Iglesia frente a la modernidad, frente al estatismo, el liberalismo y frente al cientificismo. En efecto, algunos autores lo denominan el momento negativo de la Doctrina Social de la Iglesia con Pío IX (Quanta cura, Syllabus, 1864). El momento positivo de la Doctrina Social de la Iglesia sería con León XIII (Inmortale Dei,1885; Libertas,1888; y Rerum novarum, 1891) en ella se pone de manifiesto la centralidad de la DSI: «La Iglesia tiene una palabra y una vida que proponer al mundo ante las nuevas situaciones que se están presentando, se llega a definir explícitamente, a partir de la concepción cristiana del hombre se puede construir un nuevo tipo de sociedad».

Y así lo recordará Pío XI en la encíclica Quadragessimo anno (n 120), escrita en 1931 para celebrar la Rerum novarum, de León XIII, en este texto más allá del lenguaje de la época se insinúa que es posible una experiencia cultural y social más adecuada a lo humano. Con la Rerum novarum León XIII proponía un acercamiento original al problema de la sociedad industrial, un acercamiento no ideológico, sino personal, no es el sistema (que encierra a los hombres en categorías, en clases, en situaciones de las que no pueden liberarse), sino la personalidad del individuo o del grupo la que está llamada en cada situación a leer y a afrontar los problemas. Se produce así una revalorización de la persona en cuanto dotada de libertad y responsabilidad. Así la Doctrina Social de la Iglesia, desde que comienza a desarrollarse explícitamente, señala que la Iglesia está llamada a realizar una presencia ex-novo, creando una subjetividad humana nueva, capaz de afrontar la existencia según una lógica de pertenencia al misterio, y no según la lógica de la autoinmanencia en la que el hombre se concibe como criterio último y definitivo de la realidad. La vida de la Iglesia desde finales del siglo xix y durante todo el siglo xx va a proponer este sujeto nuevo como el que verdaderamente hace posible una conciencia social, una conciencia crítica y sistemática sobre todos los aspectos de la realidad, conciencia que emerge de la comunidad cristiana siguiendo la guía de la Iglesia. Corintios XIII  n.º 148

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Es así como surgen los diferentes carismas, asociaciones y movimientos dentro de la Iglesia en los últimos siglos. Su finalidad principal, y esta es mi experiencia, es contribuir a la formación de un sujeto nuevo personal o en grupo, capaz de situarse ante la realidad personal y social.

2.  Mi experiencia en la Iglesia como el emerger de este sujeto y de esta conciencia nueva: la experiencia de Comunión y Liberación Trabajo de profesor desde hace 30 años. He dado clase desde educación infantil hasta impartir máster en la universidad. En estos momentos de crisis como el que estamos viviendo, y en concreto la situación histórica que nos toca vivir, me vienen a la cabeza, como he dicho antes, las dos palabras más importantes que me obligaron a hacer cuentas con la vida: la educación y el trabajo. La educación es un descubrir el potencial que cada uno de nosotros tiene a partir del impacto con la realidad, cómo el hombre se descubre, lo que no es posible sin una hipótesis que le permita comprenderse. Y esta hipótesis es la tradición que nos es ofrecida por el lugar donde estamos siendo educados: la familia, la escuela, el ambiente que nos rodea. Hipótesis que se nos da para afrontar la vida, para afrontar la realidad en todos sus aspectos. Y la definición de esta totalidad es el significado. No existe educación si no existe confrontación con el significado de la existencia. Recuerdo la película Los dioses deben estar locos. En ella una tribu de África se enfrentaba a la comprensión de lo que era una botella de Coca-cola que había caído de un avión tirada por un piloto una vez que había bebido su contenido. Los bushman son una simpática y apacible tribu africana que vive armoniosamente lejos de la civilización. Un día, Xi, uno de sus miembros, recoge en la llanura una botella vacía de un refresco de Coca-Cola. Pensando que se trata de un regalo de los dioses, la lleva a la tribu. El extraño objeto, codiciado por todos, acabará por romper la paz que reinaba entre los bushman.

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Aquella tribu no entiende el significado de esa realidad por mucho que se esfuerce en entender cada uno de sus aspectos. Y, en efecto, cuando la realidad no se comprende en su significado se vuelve enemiga. Pasa lo mismo en este mundo con el hombre, si no logra situarse de cara al significado de la realidad difícilmente se comprende a sí mismo, la realidad y su hacer en el mundo. La Iglesia siempre ha tenido claro este hecho, este dato, porque la entrada de Cristo en la historia, como dice Eliot, ha supuesto el reconocimiento del significado en la historia, aquello por lo que los hombres se preguntaban desde el primer momento en que aparecieron sobre la Tierra. Este es el hecho que marca la diferencia. Quien encuentra a Jesús, encuentra el significado de la vida. Y esta es mi experiencia en el encuentro con Comunión y Liberación que contaré más adelante. El emerger de mi personalidad, de mi conciencia en la pertenencia a la realidad eclesial de la que Dios se ha servido para que yo le encontrara. En segundo lugar quisiera decir una palabra sobre el trabajo. Vivimos en un mundo donde, desde hace dos siglos y medio, se habla del trabajo como un derecho fundamental de toda persona y la mayoría de la gente sufre en el trabajo, pocos ven en el trabajo un amigo, un aliado. Domina una mentalidad que entiende el trabajo como una condena, como un peaje a pagar. En los años setenta yo que era un chaval de Castilla que buscaba su lugar en la vida y que no sabía bien qué estudiar, ni a qué dedicarse. Aquellos años llegábamos a la universidad, yo allí en Salamanca, después aquí en Madrid, afrontábamos como podíamos el mundo que se nos ponía delante, intentando hacer buenas cosas por los demás, vivíamos una tensión idealista, pero carente de un trabajo, de una conciencia que incidiera realmente en la vida social, en efecto, asumíamos acríticamente una conciencia anarquista, marxista o liberal radical burguesa. Me faltaba aquella unidad que me diera la certeza de que la vida mereciera la pena realizarse en algo concreto. Tengo que dar gracias a Dios por haber descubierto que el trabajo es un aliado de mi vida. Se lo decía a mis alumnos esta mañana al comentar las palabras de Nadal después de ganar el US Open, esa conciencia que él tiene de trabajo, de realización de su persona, de su humanidad, es decir, del emerger de nuestras capacidades. Hay algo hoy que no es fácil de entender: ¿cómo es posible que el hombre hoy considere el trabajo como un derecho fundamental de la persona en las constituciones, en los tratados internacionales, en las políticas? Y, sin embargo, el hombre concreto odia trabajar, no quiere trabajar. Corintios XIII  n.º 148

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Frecuentemente en la educación se oye preguntar a los profesores al comenzar el curso: ¿cuántos días son festivos? ¿Cuánto falta para las vacaciones? En cierta medida se entiende, y se entiende porque significa ponerse en juego, significa tener una creatividad frente al dato que se te pone delante, creatividad que no surge de inmediato. Pero yo he descubierto, y esto lo propongo a mis alumnos y a la gente que está a mi alrededor, que el trabajo es un aliado mío, permite conocerme, permite el yo en acción. A mis alumnos les digo: «Si tú no te pones a realizar un ejercicio de matemáticas nunca descubrirás sí eres un genio matemático». El otro día una profesora de lengua en quinto de primaria hacía pasar a sus alumnos un texto en prosa a un poema, era bonito ver como muchos de aquellos niños descubrían su genialidad poética. El hombre está hecho para expresar lo que él es y aplicar su energía en la acción. Así descubrimos que el trabajo, como digo, es un aliado nuestro. Y esto lo podemos ver a nuestro alrededor, lo veo en mí y en mis alumnos y en las personas que están en mi entorno, a todos en ocasiones nos invade la pereza, no apetece ponerse en juego hasta que no descubrimos un beneficio, un bien, un motivo, un significado que te invita a disfrutar de aquello que vives, y veo en nuestros chavales, en nuestros alumnos que cuando descubren esto son imparables y observo que los adultos, los profesores, los padres en la familia, cuando se implican en esta concepción educativa y en esta concepción del trabajo tienen un éxito que les sobrepasa a sí mismos, porque el yo se pone inmediatamente en acción, y ve un beneficio claro. La Iglesia siempre ha sido un aliado del hombre porque ha sido la educadora de esta humanidad de este yo en acción y ha sido así desde su origen, como decíamos al principio de mi intervención. Como profesor de Doctrina Social de la Iglesia en la universidad he tratado de comunicar en mis clases esa unidad que permite la experiencia cristiana y que se percibe en la Doctrina Social de la Iglesia. Me costó al principio entender su sentido, cuando estudiaba en esta casa con los profesores Soria, Pereña, Ruiz Jiménez, Carlos Valverde, Capello, Jiménez y otros que nos transmitieron que la fe tenía que ver con todos los aspectos de la realidad y de la vida social y, sin embargo, experimentaba una dificultad porque la mentalidad que dominaba en los años setenta y ochenta, no facilitaba esa conciencia unida en los jóvenes que habitaban las aulas. Veíamos unas personalidades que nos parecían de otro siglo, de otra época, pero nuestra vida iba por otro lado, nuestros esquemas provenían de otros lugares. Como jóvenes no éramos acompañados por aquella conciencia que señala, como dice la última encíclica del Papa Francisco y de Benedicto XVI, que la fe es luz. Éramos partícipes de la cultura moderna que ve la fe como un sentimiento subjetivo, personal, de cada uno, que le puede acompañar subjetivamente en su 180

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vida, pero poco tiene que decir a los retos que plantea la vida social, o bien la fe era vista como algo interesante desde el punto de vista cultural, como un elemento de nuestra tradición, que tenemos que recordárnoslo, repetirlo, pero no existía la identificación clara con los lugares, con los momentos en los que se puede verificar y entonces veíamos en aquellos años que la fe no podía acompañar nuestra vida, entonces la fe dejaba de ser interesante. Y muchos abandonábamos la Iglesia. Yo era hijo de este mundo, tenía una fe transmitida en una familia de un pueblecito de Castilla, una tradición que se me había dado, pero me faltaban herramientas y una conciencia clara de lo que la fe tenía que ver con mi estudio, con mi trabajo, con mi vida, con mis relaciones afectivas, en definitiva, no sabía qué tenía que ver con todo lo que yo podía hacer. Cuando he ido trabajando y dando clase de Doctrina Social de la Iglesia, he ido viendo este reto que impone siempre la cultura de la Iglesia en esa concepción que ella tiene de afrontar un mundo en el que ella ha sido desplazada, como dije antes, desde los siglos xvii y xviii, eso no significa que no hubiera vida. Daniel Rops, en su Historia de la civilización cristiana, muestra ya en estos siglos cómo existían también testigos, hombres y mujeres que acompañaban a sus contemporáneos en sus dificultades y sufrimientos. Esta distancia me impresionaba cuando enseñaba Doctrina Social de la Iglesia, después llegué a entenderlo y luego diré por qué. Descubrí en la Doctrina Social de la Iglesia una propuesta sorprendente en relación con el mundo moderno, como ya he señalado, a partir de León XIII. Va a poner el punto central al señalar que la Iglesia no es enemiga del hombre, ni del mundo moderno. Únicamente es posible afrontar las cuestiones nuevas que se nos plantean si somos fieles a nuestra identidad como sujeto cristiano, que hace emerger una personalidad consciente de su papel y su tarea en la historia. Un sujeto comunional que permite afrontar desde la luz de la fe todos los problemas que afectan a nuestra existencia. En efecto es el gran cambio que se va a producir con el desarrollo de la Doctrina Social de la Iglesia, aunque, ¡ojo!, ya existía anteriormente, pues en muchas ocasiones lo que la Iglesia hace es indicar puntos de vista que ponen de manifiesto lo que ella ha afirmado, el mismo Daniel Rops señala cómo en el siglo xvii, existía la Compañía del Santísimo Sacramento (hombres que seguían a San Vicente de Paúl…) a la que pertenecían condes y marqueses que abandonaban sus posesiones y privilegios, abandonaban todo y se hacían albañiles, nunca había oído una cosa así del siglo, una compañía de hombres que se entregaban para estar cercanos a los hombres, para transmitirles y comunicarles esa conciencia y esa vida que nace de la experiencia cristiana. Sujeto comunional que expresa una conciencia social, como han indicado los Papas de los últimos siglos.

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Pues bien, y por no alargarme, señalar que mi vida ha sido el toparme con esta realidad, que es el sujeto comunional, que es la Iglesia. Os decía que vivíamos aquellos años de finales de los setenta de universidad de intensas relaciones que favorecían el emerger de nuestra conciencia de jóvenes para enfrentarnos al mundo que nos rodeaba y me aconteció un suceso curioso que cambió mi vida, que fue el encuentro con don Giussani, iniciador del movimiento de Comunión y Liberación. Fue un encuentro en una de aquellas reuniones que Jesús Carrascosa y José Miguel Oriol hacían aquí en España para hacer conocer a sus amigos de la HOAC a don Giussani y aquella realidad de CL que ellos habían conocido en Milán. Me encontré en aquella reunión donde no había jóvenes, eran personas ya adultas y bregadas en la trayectoria del antifranquismo. Y estos hombres tenían un deseo grande, muy vivo de cambio social y a la vez una perplejidad, pues, enamorados de Jesucristo, no sabían el camino a seguir, las ideologías les habían fulminado, y para ellos la vida cristiana era una fascinación por Cristo con un rechazo de la Iglesia: «Cristo sí, pero la Iglesia no», Cristo sí, pero la estructura de la Iglesia impide la realización de nuestros proyectos. Algunos de ellos habían encontrado Comunión y Liberación, habían conocido a Giussani. Viviendo en Milán algún tiempo habían quedado impactados de la unidad que vivían y habían entendido que es imposible conocer a Cristo hoy si no es en la vida de la Iglesia: presencia real sacramental, presencia viva en la pertenencia objetiva a la realidad de la Iglesia. Giussani en los años cincuenta como consiliario de la Acción Católica había vivido allí en Italia esta batalla para hacer explícita la relación de Cristo con todos los aspectos de la vida del hombre. Le quemaba el corazón cuando veía la inconsciencia de los jóvenes en un momento en que las parroquias estaban llenas, a las cofradías acudían multitudes, pero lo que se vivía era una fe reducida a ese ámbito, eran estructuras en las que no se veía conexión con la vida, lo que le había llevado a decir a Gramsci, intelectual marxista italiano: «No debemos preocuparnos, el cristianismo no es nuestro enemigo, Cristo no tiene ningún atractivo para la vida del hombre». Y le quemaba el corazón porque había experimentado cómo el acontecimiento cristiano respondía. Había encontrado en la belleza de su experiencia cómo Cristo respondía a todos los aspectos de la vida. Yo encontré esta realidad de Comunión y Liberación en la universidad, y después cuando empecé a trabajar pude ver claramente como el cristianismo se convertía en una propuesta clara para la libertad del hombre, una propuesta sin complejos, una propuesta que estaba cercana al hombre concreto, al hombre que sufre. He podido comprobar la creatividad de una fe adulta que se implica en la construcción de obras concretas para responder a las necesidades de los hom182

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bres: colegios, pequeñas empresas y profesionales que se acompañan en la Compañía de las Obras, cuya expresión más pública hoy en España es el «Encuentro Madrid» que se realiza desde hace años en la Casa de Campo. He tenido alumnos que ahora están en los 30 y 40 años, y otros jóvenes que viven la experiencia de CL, de los que han nacido obras concretas, como los PCPI, nacidos en torno a la ONG CESAL, que muchos de ustedes conocerán, otras iniciativas, como «Bocatas que acompañan», y dan comida a los drogadictos antes en las Barranquillas, ahora en Cañada Real o a los vagabundos en el centro de Madrid. Iniciativas como la de un grupo de educadores implicados con jóvenes emigrantes hispanoamericanos o africanos, chavales musulmanes a los que les enseñan a trabajar y les acompañan en su camino en la vida a la madurez. Me comentaban hace poco cómo uno de ellos cuando había vuelto este año a su casa a Marruecos se había atrevido a decirle a su padre: «Voy a misa en la Iglesia con los cristianos, sigo siendo musulmán, pero voy a la Iglesia con ellos porque me aporta una posibilidad de vivir». Son muchos puntos, muchos lugares que se despiertan, que surgen cuando el hombre dice yo, acompañado de esta conciencia de fe para afrontar la vida. Hace unos meses Julián Carrón, presidente de la Fraternidad de Comunión y Liberación, en su intervención en la reunión de responsables de CL, publicada en nuestra revista Huellas, nos decía: ¿cuál es la pregunta fundamental que la sociedad española realmente se plantea hoy frente a la crisis que vivimos? Y afirmaba que la cuestión fundamental es recuperar esta humanidad, recuperar la identidad de lo humano y, ¿cómo recuperar esta identidad de lo humano?, pregunta que estamos llamados a responder, porque hoy la cuestión no es como sucede en todas las tertulias radiofónicas o de televisión, el descubrir quién tiene más razón, sino ¿cómo se puede vivir? ¿Cómo nosotros podemos afrontar mejor nuestra vida y acompañar a aquellos que tenemos a nuestro alrededor?

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D. Rafael Ortega, Congreso Católicos en la Vida Pública (ACdP)

Buenas tardes: En primer lugar, dar las gracias a los organizadores de estas jornadas tan necesarias en la situación en que vivimos hoy, y en segundo lugar, por contar con este periodista en esta mesa redonda dedicada a «La educación en la conciencia de la comunidad cristiana», en la que voy a hablar como periodista, pues es mi profesión y a la que debo todo lo que soy. Los periodistas deberíamos cumplir tres normas básicas de nuestra profesión: informar, deleitar y formar. En la actualidad difícilmente cumplimos o se cumplen estas tres normas. ¿Informamos?… Observen los resultados diarios. Antes los dueños de la información éramos los periodistas. Ahora los dueños son las empresas, que solo buscan, en la mayoría de los casos, los beneficios económicos. Hay ya en España, como en otros países del entorno, gran concentración de medios, en los que algunos «juegan» al mismo tiempo en las diversas opciones políticas, para tener copado todo el mercado de opinión. Hace doce años y medio tuve la oportunidad, junto a otros 7.000 informadores, de asistir al Jubileo de los Periodistas en el Vaticano. Tuve la satisfacción, como periodista católico, de escuchar las palabras del Beato Juan Pablo II. Evangelio, del griego evangelion, significa buenas noticias y en esa feliz conexión bíblica se apoyó el entonces Pontífice para pedirnos a los periodistas que estábamos allí:

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«No se puede escribir o transmitir solo en función de los índices de audiencia. No se puede siquiera apelar de modo indiscriminado al derecho de información sin tener en cuenta otros derechos de la persona»1.

Estas palabras del Beato deberían estar grabadas a fuego en el despacho de algunos directivos de medios de comunicación de nuestro país y que todos los días se reflejaran en sus ojos, que solo ven el beneficio económico. dijo:

El Beato Juan Pablo II también nos habló de la globalización, que, según nos «Ha aumentado la capacidad de los medios de comunicación social, pero ha acrecentado su exposición a las presiones ideológicas y comerciales»2.

El llorado Pontífice nos recordaba así el documento «Ética de las Comunicaciones», en el que, como saben ustedes, se reclama un código ético a los informadores. El Papa Wojtyla hizo hincapié en el término sacro de la condición periodística, aureándola de: «Una responsabilidad moral de trabajo por el bien de todos y en particular por el bien de las franjas más débiles de la sociedad: de los niños a los pobres y de los enfermos a las personas marginadas y discriminadas»3.

 Deleitamos o entretenemos. Creo, como decía antes, que los empresarios buscan casi siempre el beneficio económico. Programas y más programas llenan diariamente de basura nuestras mentes. Revistas que ya no llamamos del corazón sino del «hígado» son la única fuente de información que tienen millones de personas. Si no informamos ni entretenemos, ¿cómo podemos decir que formamos? Recojo aquí unas palabras de nuestro querido don Fernando Sebastián: «Tenemos que decir que esta cultura dominante que se nos vierte por todos los medios de comunicación, con el gran poder del dinero, de las conveniencias políticas, de la manipulación comercial de los ciudadanos, resulta casi todo poderosa sobre las generaciones jóvenes, privadas del apoyo de los adultos que, en proporciones alarmantes, han desertado de su responsabilidad educadora tanto en la familia como en los centros de educación. Los jóvenes, abandonados a sí mismos, se ven abocados a ejercer una libertad prematura en la sociedad donde la propaganda ejerce una presión asfixiante. Ellos son las primeras vícti1.  Discurso de S. S. Juan Pablo II, jubileo de los Periodistas, junio de 2000. 2. Ibídem. 3. Ibídem.

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mas de esta mentalización interesada, regida por el interés económico y político, más que por el respeto a la verdad y al verdadero servicio a su crecimiento personal»4. Creo que los periodistas tenemos que «educar», porque, como decía Benedicto XVI, «este proceso —el de educar— se nutre del encuentro de dos libertades, la del adulto y la del joven. Requiere la responsabilidad del discípulo, que ha de estar abierto a dejarse guiar al conocimiento de la realidad, y la del educador, que debe de estar dispuesto a darse a sí mismo. Por eso, los testigos auténticos, y no simples dispensadores de reglas o informaciones, son más necesarios que nunca; testigos que sepan ver más lejos que los demás, porque su vida abarca espacios más amplios. El testigo es el primero en vivir el camino que propone»5. Hoy en muchas ocasiones la verdad no interesa. La conciencia general, menos. Los medios de comunicación son veletas que se mueven con las modas y a lo llamado «políticamente correcto». La pregunta sería: ¿quién o quiénes son los que deciden qué es lo políticamente correcto y por tanto tienen en su mano las conciencias? «La vida, la verdad y la libertad, como valores, no cuentan. Esto da origen a una mentalidad, a una cultura, ya tan generalizada, en la que se privilegia la duda,, considerada signo de una mente libre más que estímulo para la búsqueda incansable de la verdad, en la que se privilegia la discusión, a veces transformada en fin de sí misma»6.

Todos sabemos que la información se encuentra entre los principales instrumentos de participación democrática. Es impensable la participación sin el conocimiento de los problemas de la comunidad política, de los datos de hecho y de las varias propuestas de solución. Es necesario asegurar un pluralismo real en este delicado ámbito de la vida social, garantizando una multiplicidad de formas e instrumentos en el campo de la información y de la comunicación y facilitando condiciones de igualdad en la posesión y uso de estos instrumentos mediante leyes apropiadas. Entre los obstáculos que se interponen a la plena realización del derecho a la objetividad en la información, merece particular atención el fenómeno de las concentraciones editoriales y televisivas, con peligrosos efectos sobre todo el sistema democrático cuando a este fenómeno corresponden vínculos 4.  Sebastián., F. «Secularización y Fe», Cursos de verano de la Universidad Juan Carlos I, Aranjuez, 5 de julio de 2005. 5.  Mensaje de S.S. Benedicto XVI, Jornada Mundial de las Comunicaciones. 6.  Monseñor Lorca Planes, Obispo de Cartagena, Lección inaugural del curso académico 2012/2013, Universidad Católica San Antonio de Murcia.

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cada vez más estrechos entre la actividad gubernativa, los poderes financieros y la información. Los medios de comunicación social se deben utilizar para edificar y sostener la comunidad humana, en los diversos sectores, económico, político, cultural, educativo y religioso. También todos sabemos que la información de estos medios es un servicio del bien común. La sociedad tiene derecho a una información fundada en la verdad, la libertad, la justicia y la solidaridad. La cuestión esencial en este ámbito es si el actual sistema informativo contribuye a hacer a la persona humana realmente mejor, es decir, más madura espiritualmente, más consciente de su dignidad humana, más responsable, más abierta a los demás. Los periodistas, en general, somos personas difíciles. Nos creemos el ombligo de todas las cosas y opinamos de lo divino y de lo humano. Ahí tienen a muchos de los tertulianos, cuyas observaciones sobre cualquier tema hay veces que me asustan. Son capaces de hablar de todo sin saber nada. La noticia, creo, se desarrolla en dos dimensiones, como los brazos de una cruz. La noticia no permanece en los informadores. La proyectamos hacia los demás. La pregunta es ¿cómo la proyectamos?: para decir la verdad o para mentir descaradamente, para difamar, para ridiculizar, como desgraciadamente ocurre últimamente. Los periodistas no vivimos solos. Parece que escribimos para nosotros mismos y para los políticos y los elementos de la sociedad que consideramos importantes. De la gente normal pasamos descaradamente. Somos tan soberbios que pensamos que vivimos solos ante un ordenador, estudio de radio o de televisión… que no necesitamos de nadie para salvarnos… y que nosotros somos los salvadores de la sociedad. Como decía nuestro maestro y amigo, ya fallecido, José Luis Martín Descalzo, en su magnífico libro Buenas Noticias: «No nos hagan ustedes mucho caso. Que se atengan a los hechos y no a las opiniones. Que aprendan a distinguir una información objetiva de otra tendenciosa. Que lean con las gafas de la inteligencia y puestas. Que aprendan a distinguir lo que surge de los hechos y lo que brota de los prejuicios del que escribe. Que duden por principio de las informaciones escandalosas. Y que estén seguros de que, de cada diez cismas en la Iglesia que pronostiquen los diarios, nueve y media son ganas de llamar la atención. Ya se sabe que la obediencia nunca tuvo buena prensa. Pero, gracias a Dios, es mucho más frecuente en la Iglesia que la rebeldía».  Y volvemos al Beato Juan Pablo II, que nos recordaba que «la Iglesia reconoce la necesidad de la libertad de palabra y de prensa. Pero no se detiene

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allí todo conlleva deberes respectivos. Para ejercer cabalmente el derecho a la información es necesario que el contenido de lo que se comunica sea verídico y —dentro de los límites establecidos por la justicia y la caridad— íntegro»7. Los periodistas nos enfrentamos a una tarea plena de responsabilidad, con un alto compromiso social, que no tiene parangón en otras profesiones. Sigo insistiendo en la necesidad de que nos demos a nosotros mismos un código de conducta en el que también participen las empresas, los lectores o espectadores, los sindicatos y expertos en materias jurídicas y éticas. De ahí que afirmemos que responsabilidad sea la palabra clave. Los periodistas debemos ser responsables de todo lo que hacemos y que se debe desarrollar en la aceptación de las siguientes proposiciones éticas, en la clave de derechos y deberes: • El derecho a la información y a la comunicación, considerado como un derecho fundamental de toda persona y de cada comunidad y de cada pueblo. • Obligación de respetar y promover el derecho de toda persona y de todo pueblo a una información objetiva y veraz. • Consideración de la información como un bien irrenunciable y no solo como una simple mercancía. • Obligación de integridad, sinceridad y libertad en el ejercicio de su profesión, en coherencia con su público a la información y su participación en los medios. • Obligación de respetar el derecho de las personas a la intimidad, a la vida privada y a la dignidad, que conlleva la interdicción de la difamación, la calumnia, la injuria, la ofensa y la insinuación malintencionada. • La obligación de respetar el justo Estado de derecho y las instituciones democráticas. • La obligación de respetar todas las culturas; y prohibición de toda complicidad con cualquier forma de violencia, odio o discriminación, favoreciendo toda comunicación a favor de la solidaridad y de la paz. Los periodistas no tenemos, pues, que bajar la guardia, y vuelvo a citar al Beato Juan Pablo II, cuando nos dice a los periodistas en dos ocasiones, en 1980 y 7.  Mensaje de S.S. Juan Pablo II, Jornada Mundial de las Comunicaciones.

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en 1984: «Es necesario subrayarlo: los medios de comunicación social son precisamente los medios “sociales” de comunicación. Y deben respetar y servir a las necesidades y los derechos de las sociedades, de las familias, de los individuos, especialmente en lo que se refiere a la cultura y a la educación, en lugar de someterse a las leyes del interés, del sensacionalismo o del resultado inmediato»8. Cultura y educación que hoy no se cumplen. Se crean «princesas del pueblo» porque conviene. Hay programas que son «vomitivos» porque interesan. Ejemplos los tenemos todos en la mente. Les voy a contar solo uno: en Canal Sur, todas las tardes, en la sobremesa, hay un espacio donde se presenta a ancianos que buscan pareja. Ancianos que desnudan sus mentes y son interrogados por un conocido presentador, que un día ante mi pregunta: — ¿Por qué haces eso? Su respuesta fue: — Y tú crees que si no lo hiciera podría tener esta casa y estos coches… Educación… Cultura… Crear una conciencia social. Hay un presidente de un conocido canal de televisión que reconoce «tener un canal con publicidad y entre publicidad y publicidad… programas…». Tenemos la obligación de denunciar también a aquellos medios que producen espacios que son una vergüenza, por dedicarles el calificativo menos hiriente. A mí, personalmente, no me vale el que los medios ofrecen los programas que la gente demanda. No. Se crean y se producen porque la «caja» es lo que importa. Como nos dijo Benedicto XVI en su mensaje con motivo de la 43º Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales: «Quienes se ocupan del sector de la producción y difusión de contenidos de los nuevos medios, han de comprometerse a respetar la dignidad y el valor de la persona humana… el corazón humano anhela un mundo en el que reine el amor, donde los bienes sean compartidos, donde se unifique la unidad, donde la libertad encuentre su propio sentido en la verdad y donde la identidad de cada uno se logre en una comunión respetuosa. La fe puede dar respuesta a esas aspiraciones: ¡sed sus mensajeros!»9. Hoy tenemos un gran Papa, FRANCISCO, que nos ha abierto a todos las puertas de la esperanza e intenta abrir conciencias que no estaban muy dispuestas. El «abrelatas» de FRANCISCO parece que funciona y todos tenemos 8.  Mensajes de 1980 y 1984, Jornadas Mundiales de la Comunicación. 9.  Mensaje de S.S. Benedicto XVI, Jornada Mundial de las Comunicaciones.

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que mirar el futuro con esperanza. Una palabra clave para todos. Hoy se me ha presentado como Director del Congreso Católicos y Vida Pública que organiza la Asociación Católica de Propagandistas y al Fundación Universitaria San Pablo CEU. Pues bien, el congreso de este año, que se celebrará dentro de dos meses, se titula «España: razones para la esperanza», porque, frente a la inquietante panorámica que hoy parece presentar nuestro país en todos los órdenes, económico, social, político, educacional, y frente a las mismas razones con que la opinión pública expresa su grave preocupación por el deterioro de esos ámbitos, nos proponemos reflexionar a la luz de la FE para alumbrar e impulsar proyectos eficaces de superación de las adversas circunstancias presentes en todos los campos de la vida. Y una de ellas es precisamente «la Educación de la conciencia social en la comunidad cristiana». Muchas gracias.

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D. Juan Francisco Garrido Jiménez, militante de la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC)

1.  Un punto de partida: la importancia de la vida social y de la política para las personas Hoy día nos encontramos con un gran desprestigio de la política. Esta es percibida como algo ajeno, alejado de la vida y de las preocupaciones cotidianas. Pero desde nuestra fe, la política es propia de la naturaleza humana, porque: 1. Dios, al crearnos a su imagen y semejanza, como proyecto abierto a la felicidad y con vocación al amor y a la comunión en libertad, no nos ha hecho individuos aislados, sino personas, seres sociales. Por tanto, la vida social no es un añadido a nuestra naturaleza humana, es una característica propia y constitutiva del ser de las personas. Solo en sociedad nos humanizamos. 2. Entonces la vida social es una necesidad-posibilidad del ser humano. Necesitamos la vida social para construir nuestro proyecto de humanización, nuestro proyecto de felicidad. Un proyecto que es inseparablemente personal y social. Nunca puede ser vivido de forma individualista.

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3. Esta necesidad de la vida social, como todas las de los seres humanos, requiere para su realización una actividad humana. Y esta actividad es la política. 4. La política está vinculada al impulso vital del ser humano que nos hace siempre querer superarnos, trascendernos. En función de ese impulso vital y de la orientación que tenga, la necesidad de vida social y la política pueden ser un camino de humanización o de deshumanización. Dicho de otra forma, desde nuestra libertad podemos concretar de una u otra forma nuestra necesidad de vida social y nuestra acción para construirla. 5. Las personas tenemos necesidades materiales, culturales y espirituales. La necesidad de vida social tiene esas tres dimensiones y, por tanto, la acción para construirla, la política, tiene también que responder a la dimensión espiritual, cultural y material. a)  Dimensión espiritual: responde a un espíritu, a un sentido… que está en relación con la concepción de persona que se posea, con la visión de su vocación más profunda. Esta dimensión es la que va a orientar la respuesta política que demos y la vida social que construyamos. En el sistema de organización económica y social en el que vivimos, la concepción de persona que predomina es la del individuo competitivo, dotado de racionalidad «maximizadora», es decir, buscando ganancias a toda costa. Desde esta visión, buscar el interés particular, especialmente en lo material, es la vocación del ser humano. Esta concepción genera una persona competitiva e individualista que ve al otro como competidor y rival. La vida social es concebida, en la práctica, no como algo intrínseco a la naturaleza humana, sino como un contrato social donde nos unimos a otros para buscar el propio beneficio individual o de nuestro grupo. La acción política se orienta, desde esta concepción del ser humano, por el amor propio y se concreta en la lucha por la existencia, donde se impone la ley del más fuerte. La política se orienta desde un profundo individualismo. Desde la fe cristiana es el Espíritu de Jesucristo el que ha de orientar y sustentar toda nuestra existencia. También la vida social y la acción política del ser humano. Desde la concepción de persona que nos aporta la fe como proyecto abierto de felicidad cuya vocación es la comunión y el amor en libertad, el verdadero sentido Corintios XIII  n.º 148

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de la política es la comunión. No es, por tanto, la lucha, sino la cooperación por la existencia. No es la búsqueda del bien particular, sino del bien común. Desde esta perspectiva, toda acción política dirigida a construir la vida social se tiene que vertebrar, como nos recuerda la Doctrina Social de la Iglesia, sobre la vivencia de a) la práctica de la justicia, especialmente con los más empobrecidos a los que se han de colocar como medida de toda la vida social; b) el ejercicio de la libertad, entendida como nos muestra San Pablo en la Carta a los Gálatas, «para que seamos libres nos liberó el Mesías» (Gál 5, 1), una libertad donde la capacidad de elegir está al servicio de lo verdaderamente humano: buscar el bien de los más débiles. «Vosotros habéis sido liberados para cuidar unos de otros por amor» (Gál 5, 13); c) la verdad, que busca la verdadera vocación sobre el ser humano, y d) el amor, que es inviable vivirlo si no hay justicia, libertad y verdad. «El amor por el hombre y, en primer lugar, por el pobre, en el que la Iglesia ve a Cristo, se concreta en la promoción de la justicia». (Centesimus annus, 58). b)  Dimensión cultural: la vida social a la que aspiramos, la conciencia social que tengamos y la acción política que desarrollemos necesita estar en sintonía con la manera normal de comprenderse y de vivirse en nuestros ambientes. Esa es una función central de la cultura, generar una manera habitual y generalizada de sentir, de pensar y de actuar en las personas. La cultura nos socializa, nos ayuda a convivir y a formar parte de la sociedad. En este sentido, el espíritu que orienta la necesidad de vida social y la acción política para construirla requiere que sea asumido por el mayor número de personas. Ese sentido y orientación ha de ser comprendido y experimentado como la manera normal y natural de vivir, como la más coherente con la concepción de persona que tengamos. En este sentido, la lógica mercantilista y el marco de valores que ha ido configurando el capitalismo se han ido convirtiendo en cultura. En la manera normal y natural de sentir, de pensar y de actuar. La antropología que lo sustenta ha ido anidando en el corazón humano y se ha convertido en algo que no cuestionamos y que consideramos normal. Esto ha llevado a que la orientación individualista de la acción política sea la que se esté propagando, la que vaya calando en cada uno de nosotros. Y las consecuencias son claras:

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• Se va extendiendo una visión reduccionista de la política. Esta se reduce en la práctica al ámbito de las instituciones legislativas, de gobierno y a los partidos políticos, dejando al margen todo lo que hace la sociedad civil. La política se deja en manos de especialistas. Las personas dejamos de ser sujetos activos para ser solo espectadores de la política. • Se desarrolla una concepción mercantilista y consumista de la política. La política se comprende como una actividad mercantil en la que los ciudadanos, en función de las ofertas que les ofrecen, votan cada cuatro años. La responsabilidad ante los problemas sociales siempre se deriva hacia los profesionales de la política. Se favorece la irresponsabilidad ante la realidad social. • La política se reduce a la técnica de la conquista, del ejercicio y la conservación del poder. Se deteriora la manera de ejercer la autoridad, debilitándose los mecanismos de control y los cauces de participación en la vida política. Esta lógica favorece los casos de corrupción. Se genera un desprestigio y la percepción de la política como algo ajeno a la naturaleza humana. No solo se produce una deformación de la política, sino una deformación del ser humano. • Esta concepción de la política hecha cultura genera una ciudadanía pasiva que ha perdido su capacidad de defensa de sus derechos y de asunción de sus deberes como miembros de una comunidad. Las personas dejan de sentirse responsables hacia los demás y hacia la vida social. Desde una orientación de la política desde y para la comunión, donde los empobrecidos sean el centro de la vida social como camino de humanización para todas las personas, es fundamental transformar la concepción predominante y desprestigiada de la misma. Y es clave vivir y extender otra orientación y práctica política como la manera normal y natural de responder a la necesidad de vida social de las personas. c) Dimensión material. Esa orientación y concepción de la vida social y de la política se ha de materializar en un conjunto de elementos básicos de la vida política: las relaciones económicas, el sistema de producción y consumo, la familia, la comunidad política y el sistema de gobierno, los medios de comunicación, la educaCorintios XIII  n.º 148

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ción… Toda esa acción política es la que posibilita organizar y configurar la vida social para responder o no a las necesidades de las personas. En nuestro sistema social, la orientación individualista de la política que predomina ha ido configurando una realidad social subordinada a las exigencias economicistas de un capitalismo sin corazón, donde las personas no son el centro. El reto para los cristianos es vivir la dimensión social y política de nuestra naturaleza como camino de comunión que teja relaciones de fraternidad. Vivir la acción política como cuidado de la vida, haciendo posible en lo concreto que todas las personas y cada una de ellas puedan vivir con dignidad. Es contribuir a hacer posible otra economía, otra manera de gobernar, otras instituciones públicas, otra concepción del trabajo, otra educación… desde la centralidad de la persona. Otro mundo es posible desde Jesucristo, desde los crucificados de la historia. Eso es construir la vida social desde la centralidad del Evangelio.

2. El papel de la comunidad cristiana en configurar desde Jesucristo la dimensión social y política de la naturaleza humana Por lo expuesto, podemos afirmar que de la política, de cómo se construya la vida social, depende en buena medida la vida verdaderamente humana, la vida buena y justa en sociedad y la realización del ser humano. Por este motivo, a quien le importe la suerte del ser humano le tiene que importar la política. Y, por eso también, a una fe que le preocupa el ser humano y que busca la justicia le interesa la política. La fe cristiana propone una manera de vivir esa dimensión social y política de la existencia humana. Esa es la caridad política. Una caridad que une amor y justicia como expresión de lo que el ser humano es y está llamado a ser. Una caridad que no solo actúa sobre las consecuencias de las injusticias, sino también sobre las causas. Una caridad política que se concreta y se expresa en «un compromiso activo y operante, fruto del amor cristiano a los demás hombres, considerados como

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hermanos, a favor de un mundo más justo y más fraterno, con especial atención a las necesidades de los más pobres» (Los católicos en la vida pública, n 61). Vivir la dimensión política de nuestra existencia desde la caridad política solo lo podemos hacer encarnando nuestra existencia en las circunstancias concretas de los hombres y las mujeres de nuestro tiempo y, de manera especial, desde los empobrecidos. Y, al mismo tiempo, hemos de vivir y comprender la caridad política y el compromiso sociopolítico en el que se concreta no como un añadido a nuestro ser cristiano, sino formando parte esencial de la misión evangelizadora. Eso supone que en estos momentos la respuesta evangelizadora de la Iglesia y de los cristianos debe seguir abordándose en clave de justicia. En coherencia con nuestra fe y con las enseñanzas de la Iglesia, no podemos hacer otra cosa porque «el amor cristiano al prójimo y la justicia no se pueden separar» (Sínodo de los Obispos: «La justicia en el mundo»).

3. Algunos retos para la comunidad eclesial en su tarea de acompañar la formación sociopolítica de la conciencia cristiana El cultivo de la dimensión sociopolítica de la existencia humana es una necesidad para todas las personas. Máxime, como hemos dicho, porque cuando no lo hacemos conscientemente nos la van conformando desde los valores que se han hecho hegemónicos. Como es lógico, la necesidad que tienen todas las personas de cultivar la dimensión política de su vida, de educar la conciencia social, también la tenemos los cristianos. Esta necesidad comporta una responsabilidad para la Iglesia: la de promover y acompañar la formación de la dimensión política de la existencia de los cristianos desde la fe. Porque esa dimensión, como todas las demás, los cristianos hemos de orientarla y construirla desde Jesucristo. Los cristianos somos hombres y mujeres que queremos vivir la fe y el seguimiento de Jesús en la Iglesia. Por eso toda nuestra vida, también su dimensión política, tiene que ser reflejo y expresión de comunión eclesial, de nuestra voluntad de sentir con la Iglesia. Ahora bien, la Iglesia no puede ofrecernos respuestas concretas a los problemas políticos específicos. No podemos esperar de la Iglesia que nos ofrezca un

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programa político concreto de actuación en la vida social. Puede y debe existir una legítima pluralidad en este sentido entre los cristianos. Pero lo que sí necesitamos y podemos esperar de la Iglesia es que nos ayude a orientar la dimensión política de nuestra existencia en coherencia con la fe y el seguimiento de Jesús; a vivir la dimensión política según el proyecto de humanización que Dios nos ofrece en Jesucristo; y a comprender y experimentar la formación de la conciencia sociopolítica como un aspecto fundamental de lo que debe suponer la formación cristiana: un proceso personal y comunitario de maduración permanente en la fe y de configuración de nuestra vida desde Jesucristo y con Jesucristo. Para cultivar y formar esa dimensión política de nuestra existencia, los cristianos hemos de hacerlo siempre acompañados por la Iglesia y con los medios que ella puede poner a nuestro servicio. Fundamentalmente a través de: 1. La realidad de la misma comunidad eclesial, que, animada por los distintos servicios y ministerios, nos ayuda a concretar y vivir la fe en todas sus dimensiones. En este sentido es clave el testimonio de la propia comunidad. Un testimonio que haga visible y posible relaciones personales y comunitarias cuya experiencia anime y cultive desde la fe la dimensión política de sus miembros. 2. Los sacramentos, como signos de la presencia del Señor y de la Acción del Espíritu. 3. La Palabra de Dios, como fundamento sobre el que edificar nuestra existencia y como luz para iluminar y orientar también la dimensión política de nuestra vida. 4. La Doctrina Social de la Iglesia, que, a través de su Magisterio, nos ofrece a los cristianos y a todas las personas una serie de principios de reflexión, de criterios de juicio y de directrices de acción, inspirados en el Evangelio, para orientar nuestra vida social. Pero, con demasiada frecuencia, los cristianos no vivimos así la formación de nuestra conciencia sociopolítica. Algunas razones: a) como la mayoría de las personas de nuestra sociedad, no sentimos esta necesidad como propia; b) muchas veces nuestras comunidades cristianas no están organizadas ni funcionan de forma que sea posible realizar esta tarea tan importante para la vida y misión de la Iglesia; c) la vivencia de la fe también se resiente cuando se nos atrofia la dimensión política de nuestra existencia… En definitiva, esta carencia que tenemos en la Iglesia es una expresión de la ruptura que muchas veces se produce entre la fe y la vida, con lo que se resienten seriamente tanto la fe como la vida. Lo que con frecuencia plantea el Magisterio de la Iglesia sobre la formación cristiana, en concreto sobre la formación sociopolítica, se queda en demasiadas ocasiones en un deseo porque no se ponen los medios necesarios en el terreno pastoral para hacerlo realidad. Esta carencia se nos presenta como un reto y una llamada a sentirnos corresponsables. En este sentido, es fundamental que todos los procesos de vida, de acción evangelizadora, de celebración y de formación de la comunidad cristiana ayuden a configurar la existencia humana desde Jesucristo, también la dimensión política. 198

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Y es importante, al mismo tiempo, generar instrumentos específicos de formación que posibiliten discernir desde el Evangelio y la Doctrina Social de la Iglesia nuestra vida y cultivar nuestra dimensión social concretada en la caridad política. Estos instrumentos formativos tienen que ir dirigidos a configurar, desde Jesucristo, un diálogo fe-vida. Mirar nuestra vida, la vida de los empobrecidos desde la fe, desde el Evangelio y la Doctrina Social de la Iglesia, para desarrollar en nosotros una forma de sentir, de pensar y de actuar, ajustándola a la forma de sentir, de pensar y de actuar de Jesucristo, que irremediablemente nos lleva a sembrar relaciones de fraternidad en la vida social, a vivir la caridad política. Por tanto, no pueden ser solo transmisión de ideas, sino generar procesos formativos que transformen nuestra manera normal y natural de ser, de vivir y de actuar. Procesos que nos ayuden a discernir y orientar desde la fe, la dimensión espiritual, cultural y material de nuestra acción política. Y este mirar la vida desde la fe hemos de hacerlo en grupo, en comunidad para hacer nuestro discernimiento en comunión con los demás. Y, sobre todo, realizado ante Dios, con conciencia de su presencia en nuestra vida y en la realidad social. En la formación de la conciencia social de los cristianos, como decía Rovirosa, tan importante es dedicarle todo nuestro empeño y voluntad como pedírselo a Dios.

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La lucha contra la corrupción 1. Los días 2 y 3 de junio de 2006 se llevó a cabo en el Vaticano la Conferencia Internacional organizada por el Pontificio Consejo «Justicia y Paz» sobre el tema: «La lucha contra la corrupción». En ella participaron altos funcionarios de organismos internacionales, estudiosos e intelectuales, embajadores ante la Santa Sede, profesores y expertos. El objetivo de la Conferencia, como afirmó el Cardenal Renato Raffaele Martino1, era tener un mejor conocimiento del fenómeno de la corrupción, precisar los métodos mejores para contrarrestarlo y clarificar la contribución que la Iglesia puede dar para llevar a cabo esta empresa. Diversos e ilustres relatores, estudiosos y expertos del fenómeno en cuestión ayudaron a los participantes a tener un cuadro más amplio de lo que es la corrupción y de lo que a nivel mundial se hace para contrarrestarla (Antonio María Costa)2,tanto en el sector privado (François Vincke)3 como en el público (David Hall)4, en la sociedad civil (Jong-Sung You)5, en los países ricos y en los países pobres (Eva Joly)6, poniendo en evidencia el fuerte impacto de este fenómeno en los países pobres del mundo (Cobus de Swardt)7 y las características de una cultura de la corrupción (Paul Wolfowitz)8. S. E. Monseñor Giampaolo Crepaldi9 presentó las líneas de lo que la Doctrina Social de la Iglesia enseña sobre tal cuestión. 2. El fenómeno de la corrupción siempre ha existido; sin embargo, solo desde hace unos años se ha tomado conciencia de él a nivel internacional. En efecto, el mayor número de las convenciones contra la corrupción y de los planes de acción, redactados por los Estados de manera particular, por grupos de Estados y por organismos internacionales en los ámbitos del comercio internacional, en la disciplina de las transacciones internacionales y especialmente en el ámbito de las finanzas, pertenecen a los últimos tres lustros.

1.  Presidente del Pontificio Consejo «Justicia y Paz» y del Pontificio Consejo para la Pastoral de Emigrantes e Itinerantes. 2.  Director Ejecutivo, Oficina de las Naciones Unidas para la Fiscalización de Drogas y Prevención del Delito (UNODC). 3.  Presidente, Comisión Anticorrupción de la Cámara Internacional de Comercio (ICC). 4.  Director, Public Services International Research Unit (PSIRU), Escuela de Negocios, Universidad de Greenwich. 5.  Kennedy School of Government, Universidad de Harvard. 6.  Consejera Especial para combatir la corrupción y el reciclaje de dinero, Noruega. 7.  Director de Programas Mundiales, Transparencia Internacional. 8.  Presidente del Banco Mundial. 9.  Secretario del Pontificio Consejo «Justicia y Paz».

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Esto significa que la corrupción se ha convertido ya en un fenómeno relevante, pero también que se está difundiendo a nivel mundial su valoración negativa y consolidándose una conciencia nueva de la necesidad de combatirlo. Para este fin, se han elaborado instrumentos de análisis empírica y evaluación cuantitativa de la corrupción que nos permiten conocer mejor las dinámicas propias de las prácticas ilegales a ella vinculadas, con el objetivo de predisponer instrumentos más adecuados, no solo de tipo jurídico y represivo, para combatir estos fenómenos. Este cambio reciente se produjo, en particular, por dos grandes acontecimientos históricos. El primero ha sido el fin de los bloques ideológicos después de 1989 y, el segundo, la globalización de las informaciones. Ambos procesos han contribuido a poner más en evidencia la corrupción y a tomar una conciencia adecuada del fenómeno. La apertura de las fronteras a consecuencia del proceso de la globalización permite que la corrupción sea exportada con mayor facilidad que en el pasado, pero también ofrece la oportunidad de combatirla mejor, a través de una colaboración internacional más estrecha y coordinada. 3. La corrupción es un fenómeno que no conoce límites políticos ni geográficos. Está presente en los países ricos y en los países pobres. La entidad de la economía de la corrupción es difícil de establecer de manera precisa y, en efecto, sobre este punto los datos con frecuencia no coinciden. De cualquier forma, se trata de enormes recursos que se sustraen a la economía, a la producción y a las políticas sociales. Los costos recaen sobre los ciudadanos, ya que la corrupción se paga desviando los fondos de su legítima utilización. La corrupción atraviesa todos los sectores sociales: no se puede atribuir solo a los operadores económicos ni solo a los funcionarios públicos. La sociedad civil tampoco está exenta. Es un fenómeno que atañe tanto a cada uno de los Estados como a los organismos internacionales. La corrupción se favorece por la escasa transparencia en las finanzas internacionales, la existencia de paraísos fiscales y la disparidad de nivel en las formas de combatirla, con frecuencia restringidas al ámbito de cada Estado, mientras que el ámbito de acción de los actores de la corrupción es con frecuencia supranacional e internacional. Es también favorecida por la escasa colaboración entre los Estados en el sector de la lucha contra la corrupción, la excesiva diversidad en las normas de los varios sistemas jurídicos, la escasa sensibilidad de los medios de comunicación con respecto a la corrupción en ciertos países del mundo y la falta de democracia en varios países. Sin la presencia de un periodismo libre, de sistemas democráticos de control y de transparencia, la corrupción es indudablemente más fácil.

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Hoy la corrupción despierta mucha preocupación, ya que también está vinculada con el tráfico de estupefacientes, el reciclaje de dinero sucio, el comercio ilegal de armas y con otras formas de criminalidad. 4. Si la corrupción es un grave daño desde el punto de vista material y un enorme costo para el crecimiento económico, sus efectos son todavía más negativos sobre los bienes inmateriales, vinculados más estrechamente con la dimensión cualitativa y humana de la vida social. La corrupción política, como enseña el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, «compromete el correcto funcionamiento del Estado, influyendo negativamente en la relación entre gobernantes y gobernados; introduce una creciente desconfianza respecto a las instituciones públicas, causando un progresivo menosprecio de los ciudadanos por la política y sus representantes, con el consiguiente debilitamiento de las instituciones» (n. 411). Existen nexos muy claros y empíricamente demostrados entre corrupción y carencia de cultura, entre corrupción y límites de funcionalidad del sistema institucional, entre corrupción e índice de desarrollo humano, entre corrupción e injusticias sociales. No se trata solo de un proceso que debilita el sistema económico: la corrupción impide la promoción de la persona y hace que las sociedades sean menos justas y menos abiertas. 5. La Iglesia considera la corrupción como un hecho muy grave de deformación del sistema político. El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia la estigmatiza así: «La corrupción distorsiona de raíz el papel de las instituciones representativas, porque las usa como terreno de intercambio político entre peticiones clientelistas y prestaciones de los gobernantes. De este modo, las opciones políticas favorecen los objetivos limitados de quienes poseen los medios para influenciarlas e impiden la realización del bien común de todos los ciudadanos» (n. 411). La corrupción se enumera «entre las causas que en mayor medida concurren a determinar el subdesarrollo y la pobreza» (n. 447) y, en ocasiones, está presente también al interno de los procesos mismos de ayuda a los países pobres. La corrupción priva a los pueblos de un bien común fundamental, el de la legalidad: respeto de las reglas, funcionamiento correcto de las instituciones económicas y políticas, transparencia. La legalidad es un verdadero bien común con destino universal. En efecto, la legalidad es una de las claves para el desarrollo, en cuanto que permite establecer relaciones correctas entre sociedad, economía y política, y predispone el marco de confianza en el que se inscribe la actividad económica. Siendo un «bien común», se le debe promover adecuadamente por parCorintios XIII  n.º 148

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te de todos: todos los pueblos tienen derecho a la legalidad. Entre las cosas que se deben al hombre en cuanto hombre, está precisamente también la legalidad. La práctica y la cultura de la corrupción deben ser sustituidas por la práctica y la cultura de la legalidad. 6. Para superar la corrupción, es positivo el paso de sociedades autoritarias a sociedades democráticas, de sociedades cerradas a sociedades abiertas, de sociedades verticales a sociedades horizontales, de sociedades centralistas a sociedades participativas. Sin embargo, no está garantizado que estos procesos sean positivos automáticamente. Es necesario estar muy atentos a que la apertura no socave la solidez de las convicciones morales y la pluralidad no impida vínculos sociales sólidos. En la anomia de muchas sociedades avanzadas se esconde un serio peligro de corrupción, no menor que en la rigidez de tantas sociedades arcaicas. Por un lado se puede verificar cómo la corrupción se ve favorecida en las sociedades muy estructuradas, rígidas y cerradas, incluso autoritarias tanto en su interior como hacia el exterior, porque en ellas es menos fácil darse cuenta de sus manifestaciones: corruptos y corruptores, a falta de transparencia y de un verdadero y propio Estado de derecho, pueden permanecer escondidos y hasta protegidos. La corrupción puede perpetuarse porque puede contar con una situación de inmovilidad. Pero, por el otro lado, fácilmente se puede notar también cómo en las sociedades muy flexibles y móviles, con estructuras ligeras e instituciones democráticas abiertas y libres, se esconden peligros. El excesivo pluralismo puede minar el consenso ético de los ciudadanos. La babel de los estilos de vida puede debilitar el juicio moral sobre la corrupción. La pérdida de los confines internos y externos en estas sociedades puede facilitar la exportación de la corrupción. 7. Para evitar estos peligros, la Doctrina Social de la Iglesia propone el concepto de «ecología humana» (Centesimus annus, 38), apto también para orientar la lucha contra la corrupción. Los comportamientos corruptos pueden ser comprendidos adecuadamente solo si son vistos como el fruto de laceraciones en la ecología humana. Si la familia no es capaz de cumplir con su tarea educativa, si leyes contrarias al auténtico bien del hombre — como aquellas contra la vida— deseducan a los ciudadanos sobre el bien, si la justicia procede con lentitud excesiva, si la moralidad de base se debilita por la trasgresión tolerada, si se degradan las condiciones de vida, si la escuela no acoge y emancipa, no es posible garantizar la «ecología humana», cuya ausencia abona el terreno para que el fenómeno de la corrupción eche sus raíces. En efecto, no se debe olvidar que la corrupción implica un conjunto de relaciones de complicidad, oscurecimiento de las conciencias, extorsiones y amenazas, pactos no escritos y connivencias que llaman en causa, antes que a las estructuras, a las personas y su conciencia moral. Se colocan aquí, con su enorme importancia, la educación, la for204

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mación moral de los ciudadanos y la tarea de la Iglesia que, presente con sus comunidades, instituciones, movimientos, asociaciones y cada uno de sus fieles en todos los ángulos de la sociedad de hoy, puede desarrollar una función cada vez más relevante en la prevención de la corrupción. La Iglesia puede cultivar y promover los recursos morales que ayudan a construir una «ecología humana» en la que la corrupción no encuentre un hábitat favorable. 8. La Doctrina Social de la Iglesia empeña todos sus principios orientadores fundamentales en el frente de la lucha contra la corrupción, los cuales propone como guías para el comportamiento personal y colectivo. Estos principios son la dignidad de la persona humana, el bien común, la solidaridad, la subsidiaridad, la opción preferencial por los pobres, el destino universal de los bienes. La corrupción contrasta radicalmente con todos estos principios, ya que instrumentaliza a la persona humana utilizándola con desprecio para conseguir intereses egoístas. Impide la consecución del bien común porque se le opone con criterios individualistas, de cinismo egoísta y de ilícitos intereses de parte. Contradice la solidaridad, porque produce injusticia y pobreza, y la subsidiaridad porque no respeta los diversos roles sociales e institucionales, sino que más bien los corrompe. Va también contra la opción preferencial por los pobres porque impide que los recursos destinados a ellos lleguen correctamente. En fin, la corrupción es contraria al destino universal de los bienes porque se opone también a la legalidad, que, como hemos ya visto, es un bien del hombre y para el hombre, destinado a todos. Toda la Doctrina Social de la Iglesia propone una visión de las relaciones sociales totalmente contrastante con la práctica de la corrupción. De aquí deriva la gravedad de este fenómeno y el juicio fuertemente negativo que la Iglesia expresa de él. De aquí deriva también el gran recurso que la Iglesia pone a disposición para combatir la corrupción: toda su doctrina social y el trabajo comprometido de cuantos se inspiran en ella. 9. La lucha contra la corrupción requiere que aumenten tanto la convicción —a través del consenso dado a las evidencias morales— como la conciencia de que con esta lucha se obtienen importantes ventajas sociales. Es esta la enseñanza social que encontramos en la Centesimus annus: «El hombre tiende hacia el bien, pero es también capaz del mal; puede trascender su interés inmediato y, sin embargo, permanece vinculado a él. El orden social será tanto más sólido cuanto más tenga en cuenta este hecho y no oponga el interés individual al de la sociedad en su conjunto, sino que busque más bien los modos de su fructuosa coordinación» (n. 25). Se trata de un criterio realista bastante eficaz. Este nos señala que debemos apostar por los rasgos virtuosos del hombre, pero también incentivarlos; pensar que la lucha contra la corrupción es un valor, pero también una necesidad; la corrupción es un mal, pero también un costo; el Corintios XIII  n.º 148

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rechazo de la corrupción es un bien, pero también una ventaja; el abandono de prácticas corruptas puede generar desarrollo y bienestar; los comportamientos honestos se deben incentivar y castigar los deshonestos. En la lucha contra la corrupción es muy importante que las responsabilidades de los hechos ilícitos salgan a la luz, que los culpables sean castigados con formas reparadoras de comportamiento socialmente responsable. Es importante también que los países o grupos económicos que trabajan con un código ético intolerante con los comportamientos corruptos sean premiados. 10. La lucha contra la corrupción en el ámbito internacional requiere que se actúe para aumentar la transparencia de las transacciones económicas y financieras y para armonizar o uniformar la legislación de los diversos países en este campo. En la actualidad resulta fácil ocultar los fondos que provienen de la corrupción y de gobiernos corruptos, que fácilmente logran trasladar capitales ingentes con la ayuda de múltiples complicidades. Dado que el crimen organizado no tiene fronteras, es necesario también aumentar la colaboración internacional entre los gobiernos, al menos en el campo jurídico y en materia de extradición. La ratificación de convenciones contra la corrupción es muy importante y es deseable que los países ratificatorios de la Convención de la ONU aumenten. Además queda por afrontar el problema de la verdadera y propia aplicación de las convenciones, dado que por motivos políticos estas no se siguen al interno de muchos países, incluso firmantes. Además, es necesario que en el ámbito internacional se encuentre un acuerdo sobre procedimientos para confiscar y recuperar todo lo recibido ilegalmente, puesto que hoy las normas que regulan estos procedimientos existen solo al interno de cada nación. Muchos se auguran la constitución de una autoridad internacional contra la corrupción, con capacidad de acción autónoma, pero en colaboración con los Estados, y en grado de verificar los reatos de corrupción internacional y sancionarlos. En este ámbito puede ser útil la aplicación del principio de subsidiaridad en los diversos niveles de autoridad en el campo del combate a la corrupción. 11. Se debe tener una atención particular con respecto a los países pobres. Estos deben ser ayudados, como se decía antes, allí donde manifiesten carencias a nivel legislativo y no posean aún las instituciones jurídicas para luchar contra la corrupción. Una colaboración bilateral o multilateral en el sector de la justicia —para mejorar el sistema carcelario, adquirir competencia para la investigación, lograr la independencia estructural de la magistratura de los gobiernos— es muy útil y se debe incluir plenamente entre las ayudas para el desarrollo. La corrupción en los países en vías de desarrollo muchas veces es causada por compañías occidentales o incluso por organismos estatales o internaciona206

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les, otras veces es iniciativa de oligarquías corruptas locales. Solo con una postura coherente y disciplinada de los países ricos será posible ayudar a los gobiernos de los países más pobres para que adquieran credibilidad. Una vía maestra, seguramente deseable, es la promoción de la democracia en estos países, de medios de comunicación libres y vigilantes y de la vitalidad de la sociedad civil. Programas específicos, país por país, por parte de los organismos internacionales pueden obtener buenos resultados en este campo. Las Iglesias locales están comprometidas fuertemente en la formación de una conciencia civil y la educación de los ciudadanos para una verdadera democracia; las conferencias episcopales de muchos países en repetidas ocasiones han intervenido contra la corrupción y a favor de la convivencia civil bajo el gobierno de la ley. Las Iglesias locales también deben colaborar válidamente con los organismos internacionales en la lucha contra la corrupción.

Ciudad del Vaticano, 21 de septiembre de 2006 Fiesta de San Mateo, Apóstol y Evangelista

Renato Raffaele Card. Martino Presidente + Giampaolo Crepaldi Secretario

Corintios XIII  n.º 148

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Últimos títulos publicados PVP (€)  La economía mundial. Desafíos y contribuciones éticas (OctubreDiciembre 2000) N.º 96 ............................................................................................................................ 9,91

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P or una pastoral de justicia y libertad. VI Congreso Nacional de Pastoral Penitenciaria (Enero-Junio 2001) N.os 97-98 .................................................................................................................... 13,22

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La Acción Caritativa y Social de la Iglesia. Del dicho al hecho (Julio-Septiembre 2001) N.º 99 ............................................................................................................................ 10,16

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T  eología de la caridad: cien números de CORINTIOS XIII (OctubreDiciembre 2001) N.º 100 ......................................................................................................................... 10,22

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Retos y caminos de actuación ante la problemática social de la España actual. XI Curso de Formación de Doctrina Social de la Iglesia (Enero-Marzo 2002) N.º 101 ......................................................................................................................... 10,46

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Inmigrantes: Vivencias, reflexión y experiencias. XIII Jornadas sobre Teología de la Caridad (Abril-Junio 2002) N.º 102 ......................................................................................................................... 10,46

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Migraciones, pluralismo social e interculturalidad. Retos para la Doctrina Social de la Iglesia (Julio-Diciembre 2002) N.os 103-104 .............................................................................................................. 10,46

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 Coordinación de la acción caritativa y social de la Iglesia. Encuentro Nacional de delegados episcopales y responsables de la acción caritativa en la diócesis (Enero-Marzo 2003) N.º 105 ......................................................................................................................... 10,82

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U  na nueva imaginación de la caridad (Abril-Junio 2003) N.º 106 ......................................................................................................................... 10,82

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 Desarrollo de los pueblos y caridad (Julio-Diciembre 2003) N.º 107-108 ............................................................................................................... 10,82

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PVP (€) Modelo de vida: consumo, consumismo y caridad (Enero-Marzo 2004) N.º 109........................................................................................................................... 10,82

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 Cultura de la solidaridad y caridad política (Abril-Junio 2004) N.º 110 ......................................................................................................................... 10,82

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 La Iglesia en Europa desde la Exhortación Apostólica de Juan Pablo II (Julio-Septiembre 2004) N.º 111 ......................................................................................................................... 10,82

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¿Hacia dónde va el Estado de Bienestar? Debate sobre el bien común y sus mediaciones. XIII Curso de Formación de Doctrina Social de la Iglesia (Octubre 2004-Marzo 2005) N.os 112-113 .............................................................................................................. 10,82

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Mediación-reconciliación «por una pastoral de justicia penitenciaria» (Abril-Septiembre 2005) N.os 114-115 .............................................................................................................. 10,82

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 «La presencia de la Iglesia en una sociedad plural». XIV Curso de formación de Doctrina Social de la Iglesia (OctubreDiciembre 2005) N.º 116 ......................................................................................................................... 10,82

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 De Camino hacia «Deus caritas est» (Enero-Junio 2006) N.os 117-118 .............................................................................................................. 10,82

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 El compartir fraterno (Julio-Septiembre 2006) N.º 119 ......................................................................................................................... 10,82

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« El amor como propuesta cristiana a la sociedad de hoy». Reflexiones a partir de la Encíclica Deus caritas est. XV Curso de formación de Doctrina Social de la Iglesia (OctubreDiciembre 2006) N.º 120 ......................................................................................................................... 10,82

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Testigos de la dignidad del pobre en un nuevo mundo (EneroMarzo 2007) N.º 121 ......................................................................................................................... 11,50

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La actual situación democrática en España. Su base moral (AbrilJunio 2007) N.º 122 ......................................................................................................................... 11,50

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PVP (€)  La caridad crece por el amor (Julio-Septiembre 2007) N.º 123 ......................................................................................................................... 11,50

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 Ecumenismo unidad en la caridad (Octubre 2007) N.º 124 ......................................................................................................................... 11,50

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Esperanza y Salvación. Lectura de la encíclica Spe Salvi (EneroMarzo 2008) N.º 125 ......................................................................................................................... 12,00

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 El desarrollo de los pueblos (Abril-Junio 2008) N.º 126 ......................................................................................................................... 12,00

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V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe (Julio-Diciembre 2008) N.os 127-128 .............................................................................................................. 12,00

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 San Pablo, testigo de la caridad (Enero-Marzo 2009) N.º 129 ......................................................................................................................... 12,50

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Conciencia individual y conciencia pública ante la situación social y política (Abril-Junio 2009) N.º 130 ......................................................................................................................... 12,50

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Acogida y solidaridad con el emigrante (Julio-Septiembre 2009) N.º 131 ......................................................................................................................... 12,50

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 Cáritas in veritate: una propuesta humanista (Octubre-Diciembre 2009) N.º 132 ......................................................................................................................... 12,50

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Construir un nuevo modelo social: provocación y respuesta cristiana (Enero-Marzo 2010) N.º 133 ......................................................................................................................... 12,60

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La crisis, un desafío cultural y ético (Abril-Junio 2010) N.º 134 ......................................................................................................................... 12,60

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C  elebrar desde la caridad el año europeo contra la pobreza y la exclusión social (Julio-Septiembre 2010) N.º 135 ......................................................................................................................... 12,60

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La crisis ecológica, un reto ético, cultural y social. XIX Curso de Formación de Doctrina Social de la Iglesia (OctubreDiciembre 2010) N.º 136 ......................................................................................................................... 12,60

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PVP (€) Iglesia, colectivos vulnerables y justicia restaurativa. «Por una pastoral de justicia y libertad» (Enero-Junio 2011) N.os 137-38 ................................................................................................................. 18,00

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 Voluntariado y ciudadanía activa: la institucionalización de una utopía (Julio-Septiembre 2011) N.º 139 ......................................................................................................................... 12,85

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 VII Congreso Hispano-Latinoamericano y del Caribe de Teología sobre la Caridad (Octubre-Diciembre 2011) N.º 140 ......................................................................................................................... 12,85

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¿Qué propuestas de evangelización para la vida pública en España? (Enero-Marzo 2012) N.º 141 ......................................................................................................................... 12,85

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La familia: fuente y espacio de caridad (Abril-Junio 2012) N.º 142 ......................................................................................................................... 12,85

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«La Iglesia y los pobres» (1994) (Julio-Septiembre 2012) N.º 143 ......................................................................................................................... 12,85

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Los nuevos escenarios de la Iglesia en la evangelización de lo social (Octubre-Diciembre 2012) N.º 144 ......................................................................................................................... 12,85

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Jóvenes hoy. Cambio social, caridad y evangelización (EneroMarzo 2013) N.º 145 ......................................................................................................................... 13,30

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Fe y Caridad (Abril-Junio 2013) N.º 146 ......................................................................................................................... 13,30

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Jornadas de Salamanca (Julio-Septiembre 2013) N.º 147 ......................................................................................................................... 13,30

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Rehabilitar la democracia (Octubre-Diciembre 2013) N.º 148 ......................................................................................................................... 13,30

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Corintios XIII n.º 148

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Revista de teología y pastoral de la caridad Octubre-Diciembre, 2013

Director: Ángel Galindo García Consejero Delegado: Vicente Altaba Gargallo Coordinador: Francisco Prat Puigdengolas Edición:  Cáritas Española. Editores

Embajadores, 162 28045 Madrid Tel.: 914 441 000 [email protected] [email protected] www.caritas.es Tels.: Suscripción: 914 455 300 Dirección-Redacción: 914 441 019 Fax: 915 934 882 Suscripciones 2013:  España: 33,35 euros. Europa: 45,50 euros. América: 74,00 dólares. Precio de este número: 12,85 euros.

La democracia, en tanto institución política marco en que se desarrolla formalmente la vida de los individuos y de la sociedad, debe ser considerada, analizada, corregida y estimulada constantemente para que sea cada vez más acorde con su identidad institucional. Esto es: para que respete y siga los principios fundamentales capaces de respetar, tutelar y promocionar la vida de todos sin distinción, y contribuir al desarrollo integral de las personas y de la sociedad. A ello debe contribuir la Iglesia expresando libremente la aplicación de los principios evangélicos referidos a las realidades temporales.

Cáritas Española

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Embajadores, 162 - 28045 MADRID Teléfono 914 441 000 - Fax 915 934 882 [email protected] www.caritas.es

ISBN 978-84-8440-575-7

El presente número ofrece reflexiones interesantes en las ponencias del curso y en las mesas de comunicación, en las que se abordan diversos asuntos sociopolíticos y se manifiesta la opinión de la Iglesia en numerosas cuestiones de interés público.

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Revista de teología y pastoral de la caridad

REHABILITAR LA DEMOCRACIA XXI Curso de Doctrina Social de la Iglesia

La situación de desorden social actual y la necesidad de restablecerlo viene recogida en el principio expresado por el Papa Juan XXIII en su encíclica Pacem in terris, que estuvo presente en el curso en su 50º aniversario: «La paz en la tierra, suprema aspiración de toda la humanidad a través de la historia, es indudable que no puede establecerse ni consolidarse si no se respeta el orden establecido por Dios». Según el Concilio Vaticano II, «el orden social, pues, y su progresivo desarrollo deben subordinarse en todo momento al bien de la persona, y no al contrario» (GS 26).

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REHABILITAR LA DEMOCRACIA XXI Cu rs o de Doctrin a Socia l de la Ig les ia

Corintios XIII

El presente número ofrece las actas del XXI Curso de Doctrina Social de la Iglesia de la Fundación Pablo VI, que lleva por título «Rehabilitar la democracia», celebrado en el Instituto Social León XIII, en Madrid, del 9 al 11 de septiembre de 2013.

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