Cómo pasar, patear, caer y correr

24 ago. 2012 - que salía acompañaba a los nadadores, aunque ellos no la escucharan. Un día en que las ventanas estaban abiertas, Christian Wolff ...
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LOIS GREENFIELD / NYT

Su relación con el coreógrafo Merce Cunningham fue decisiva para la música de Cage

En estos fragmentos tomados de A Year from Monday (Wesleyan University Press), libro inédito en español, se advierte la originalidad de Cage como escritor

Cómo pasar, patear, caer y correr POR JOHN CAGE Una tarde, cuando aún vivía en Grand Street y Monroe, vino a visitarme Isamu Noguchi. En la habitación no había nada (ni muebles ni cuadros). El piso estaba cubierto de pared a pared con alfombras de yute. Las ventanas no tenían cortinas. Isamu Noguchi dijo: “Un zapato viejo quedaría precioso en esta habitación”.

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8 Viernes 24 de agosto de 2012

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El de los dos monjes probablemente lo conozcan, pero lo cuento de nuevo. Un día iban caminando, hasta que llegaron a un arroyo junto al que una joven esperaba a alguien que la ayudara a cruzar. Sin dudarlo, uno de los monjes la levantó en vilo y la cruzó, depositándola a salvo en la otra orilla. Los dos monjes siguieron caminando y después de un rato, el segundo monje, incapaz de refrenarse, le dice al primero: “Como sabrás, no se nos permite tocar a las mujeres. ¿Por qué cargaste a esa mujer a través del arroyo?”. El primer monje respondió: “Ya puedes soltarla. Eso fue hace dos horas”.

* * * Una vez, varios de nosotros íbamos en auto a Boston y nos detuvimos en un parador para almorzar. Había una mesa libre junto a una ventana en ángulo, desde donde todos podíamos contemplar la laguna. La gente nadaba, se zambullía, hacía preparativos antes de meterse al agua. En el interior del parador había una rocola. Alguien le echó una moneda. Noté que la música que salía acompañaba a los nadadores, aunque ellos no la escucharan.

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Un día en que las ventanas estaban abiertas, Christian Wolff interpretó al piano una de sus piezas. El ruido del tránsito, la sirena de los botes se escuchaban no sólo durante los silencios de la música, sino que al ser más fuertes, se los escuchaba mejor que al piano mismo. Después, alguien le pidió a Christian Wolff que volviera a interpretar la pieza con las ventanas cerradas. Christian Wolff dijo que encantado lo haría, pero que en realidad no era necesario, ya que el sonido ambiente de ninguna manera interrumpía el sonido de la música.

* * * Fue después de llegar a Boston que me metí en la cámara anecoica de la Universidad de Harvard. Todos los que me conocen han escuchado esta historia. No paro de contarla. Como sea, en ese cuarto silente escuché dos sonidos, uno agudo y otro grave. Después le pregunté al ingeniero a cargo por qué, si el cuarto era tan silencioso, había escuchado dos sonidos. Me pidió que se los describiera. Lo hice y me contestó: “El agudo era tu sistema nervioso en funcionamiento. El grave era tu sangre en circulación”.

* * * Cuando terminó de traducir al alemán mi primera conferencia en Darmstadt, en noviembre pasado, Christian Wolff dijo: “Las historias del final son muy buenas, pero es probable que te tachen de ingenuo. Espero que sepas sacar provecho de esa idea”.

* * * Allá en Greensboro, Carolina del Norte, David Tudor y yo ofrecimos un interesante programa. Tocamos

cinco piezas tres veces cada una: el Klavierstück XI de Karl Stockhausen, el Dúo para pianistas de Christian Wolff, Intermission #6 de Morton Feldman, Cuatro sistemas de Earle Brown, y mis Variaciones, todas piezas compuestas de diversas maneras y que tienen en común que su interpretación es indeterminada. Cada función es única y tan interesante para los compositores e intérpretes como para el público. Todos, de hecho, se convierten en oyentes. Le expliqué todo esto a la audiencia antes de empezar con el programa musical. Señalé que uno está acostumbrado a pensar en las piezas musicales como objetos que podían ser comprendidos y en consecuencia evaluados, pero que en ese caso la situación era muy otra. Estas piezas, dije, no son objetos sino procesos, esencialmente, sin propósito. Por supuesto que a continuación tuve que explicar el propósito de hacer algo sin propósito. Dije que los sonidos eran sólo sonidos. Y haciendo uso del plural editorial, dije que si no eran sólo sonidos, ya haríamos algo para solucionarlo en la próxima composición. Dije que como los sonidos eran sonidos, al escucharlos las personas tenían la posibilidad de ser personas, centradas en el interior de sí mismas, donde realmente están, y no artificialmente distantes como acostumbran estar, tratando de descifrar qué quiso decir un artista por medio de los sonidos. Finalmente, dije que el propósito de una música sin propósito se consumaría si la gente aprendiera a escuchar. Que cuando escuchen tal vez descubran que prefieren los sonidos de la vida diaria a los que estaban por escuchar en el programa musical. Y que si era así, por mí estaba bien.

Sin embargo, vuelvo a mi historia. Después una chica de la universidad vino a verme al backstage y me dijo que había pasado algo maravilloso. “¿Qué?”, le pregunté. Me dijo: “Una de los profesoras titulares de música está pensando por primera vez en su vida”. Más tarde, durante la cena (había sido un concierto vespertino), el director del Departamento de Música me comentó que al salir de la sala de conciertos se le acercaron tres de sus alumnos. “Venga, acérquese”, dijeron. “¿Qué pasa?”, pregunté. Y una de las chicas dijo: “Escuche”. Durante ese concierto en Greensboro, David Tudor y yo nos confundimos bastante. Él empezó con una pieza y yo empecé con otra. Paré, porque el pianista es él, y me quedé ahí sentado.

* * * Dos monjes llegan a un arroyo. Uno era hindú; el otro, zen. El indio empezó cruzar el arroyo caminado sobre las aguas. Exaltado, el japonés le gritó que volviera. “¿Qué pasa?”, preguntó el indio. El monje zen dijo: “Ésa no es la manera de cruzar el arroyo. Sígueme”. Lo llevó hasta un lugar más playo y cruzaron a pie.

* * * Otro monje que estaba caminando se encontró con una mujer sentada junto al camino, llorando. “¿Qué pasa?”, preguntó el monje. Entre sollozos, ella dijo: “Perdí a mi único hijo”. El monje le pegó en la cabeza y dijo: “Toma esto, para que tengas algo por qué llorar”.

Traducción: Jaime Arrambide