¿Cómo enfrentar los prejuicios? - ObreroFiel

construyendo. Por eso, llegado el primer siglo aquellos señores, cultos y aristocráticos, ciegos como estaban por los prejuicios, no reconocieron al Mesías que ...
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¿Cómo enfrentar los prejuicios? Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros: como os he amado, que también os améis los unos a los otros. Juan 13:34. Artículo escrito por: Rolando López Concepción Los perjuicios y la discriminación no son, sin embargo, males que puedan achacarse a la modernidad; nos acompañan desde los albores de la raza humana; llegaron con los demás pecados cuando el hombre se alejó de Dios. El propio señor Jesucristo, en su tiempo, fue víctima del odio y de los perjuicios. Recuérdese que Galilea, y los galileos –la mayoría gente sencilla: pescadores, agricultores y ganaderos– eran despreciados por los líderes religiosos de la nación judía, que residían en Jerusalén. “¿Eres tú también Galileo? Escudriña y ve que de Galilea nunca se levantó profeta.”[Jn.7:45-52] –le dicen a Nicodemo cuando este ensalza el discurso de nuestro Señor. La popularidad de Jesús, ganada por la fuerza de su doctrina, fue, en todo momento, motivo de envidia para fariseos, saduceos y escribas, puestos de acuerdo, por única vez, en contra de su persona y que los llevó a fraguar numerosos planes de asesinato.

¿Cuál fue la verdadera causa de tanto encono contra el Señor? No fueron ciertamente sus pecados, puesto que él fue, como hijo de Dios, un ser humano perfecto que no pecó jamás. ¿Cómo entonces pudo resultar que “a lo suyo vino, y los suyos no le recibieron”? [Jn. 1:11]. Lo cierto es que los líderes religiosos judíos, a lo largo de muchos años, creyendo cumplir la voluntad de Dios dada a través de Moisés, acabaron por extraviar la esencia de su doctrina dentro del berenjenal religioso, de mandamientos y tradiciones, que ellos mismos se fueron construyendo. Por eso, llegado el primer siglo aquellos señores, cultos y aristocráticos, ciegos como estaban por los prejuicios, no reconocieron al Mesías que por tanto tiempo habían esperado.

Que natural hubiera sido, a la luz del actuar de la humanidad pecadora, que nuestro Señor hubiera devuelto mal por mal, utilizando su poder divino según el ojo por ojo de la Ley Mosaica [Ex 21.24]. Pero, no; “no pagó a nadie mal por mal” [Ro.12.17] sino que trató siempre a todos con paciencia y justicia, llamándonos a no resistir al que es malo; “antes, –nos dice–

a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra”. [Mt 5.39; Lc 6.29]

Hasta a sus enemigos trató siempre con amabilidad, cuando llegaban a él con sincero interés por su doctrina. Un ejemplo claro lo encontramos en el evangelio según San Lucas (7:36-50), donde se narra como, a Simón, un fariseo que lo invitó a comer en su casa, dio Jesús una bella lección de amor y perdón. Resultó que una mujer, pecadora en la ciudad, probablemente prostituta, conociendo que Jesús estaba en casa de Simón, vino a él, besándole los pies y lavándoselos con sus lágrimas -lágrimas de constricción, de arrepentimiento o tal vez de alegría-, que luego le secó con sus propios cabellos, ungiéndole finalmente los pies con un perfume caro. ¿Cómo habría actuado aquel fariseo, siervo de Dios y cumplidor de la Ley, a su manera, ante esta situación? No hubiera consentido, por supuesto, que aquella mujer lo tocara, temiendo quedar ceremonialmente inmundo. Sin embargo, Jesús, quien no vino a la tierra a llamar justos, sino a pecadores [Luc 5.32], le mostró a Simón y a todos nosotros, como él, en su amor infinito, llena y sobreabunda toda medida humana para el amor y el perdón, por encima de cualquier prejuicio y de toda discriminación.

A veces sucede, también, que los que somos víctimas de los perjuicios de pronto no entendemos como alguien puede pasar por encima de ellos y tratarnos como a verdaderas personas, haciéndonos cómplices, así, de la maldad de otros. Ese fue el caso de la mujer que, según se nos muestra en Juan 4.9, le preguntó a Jesús: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides a mí de beber, que soy mujer samaritana? Ofreciéndole él su promesa de vida eterna, en la forma de un agua viva que calma para siempre la sed del que la toma. ¿Qué puede alegar, pues, un cristiano de nuestros días a favor de cualquier práctica discriminatoria contra la mujer, cuando el propio Señor Jesucristo nos legó ejemplos tan hermosos?

Ese es el legado del fundador de nuestra fe. Con el nacimiento del cristianismo, hace ya más de dos mil años, del seno de Israel, el pueblo elegido de Dios–, surgió por primera vez a la historia, un grupo de hombres y mujeres unidos en su carácter de seres humanos, por encima de diferencias sociales y raciales. No era esta una agrupación de carácter político, ni nacional, en un país nacionalista por excelencia; era una comunidad religiosa de nuevo tipo que empezó a darse a conocer por su doctrina. Qué raro debió lucir aquel grupo internacional de personas devotas, pretendiendo vivir en paz y armonía como una verdadera familia por mandato divino, en medio del sanguinario y egoísta imperio romano.

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