Centro Diocesano de Formación Pastoral Seminario Catequístico

Las investigaciones del naturalista inglés Charles Darwin (†1882) .... no puede concebirse la creación del hombre como una mera “fundación del ser” de la ...
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Materia: Antropología Apuntes preparados por Claudio Bollini para uso exclusivo de los alumnos.

Parte II- Antropología Teológica La Antropología Teológica es la rama de la teología que estudia el misterio del ser humano desde la Revelación. Es por eso que constituye la respuesta divina al interrogante que constituye el hombre para sí mismo. 1. ¿En qué se basa la dignidad humana? El hombre, ser creado y llamado. a. La creación del hombre según el Génesis. En los primeros capítulos del Génesis se encuentran las bases de la antropología judeocristiana. Su mensaje sobre el hombre y su situación ante Dios es el “humus” que abona la totalidad de las Sagradas Escrituras. Los dos primeros capítulos del libro del Génesis recurren al género mítico para proclamar la creación del universo y del hombre por la acción de Dios (recién en el capítulo 12, con el ciclo de Abraham, se abandona el estilo mítico). Fiel a este género, la intención de estos relatos no es develar el cómo de la creación, sino el porqué. El mensaje esencial consiste en confesar que el universo en general y el hombre en particular existen pues salieron de las manos amorosas del Señor. Todo lo existente está abarcado por su Providencia. Él ha dotado, además, al hombre de una dignidad única, que lo hace ser su hijo. 1) En Génesis 2 La unidad narrativa de esta segunda descripción del Génesis comienza en realidad en la segunda mitad del versículo 4. Es parte de la tradición Yahvista (J), puesta por escrito hacia mediados del siglo X aC, durante el reinado de Salomón. Los biblistas reconocen cuatro tradiciones dentro del Pentateuco (es decir, los cinco primeros libros del AT: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio). Además de la “J”, existen las tradiciones “P” (Sacerdotal), “E” (Elohista) y “Dt” (Deuteronomista).

Nos encontramos en el presente capítulo con un escenario terrestre: un oasis surgido en medio de un desierto interminable. Su estilo, típico de la tradición “J”, muestra a Dios con rasgos marcadamente antropomórficos: camina por el Jardín del Edén, moldea como un artesano al hombre y a los animales de barro, crea a Eva a partir de una costilla de Adán, confecciona túnicas para ambos, etc. Esta tradición se caracteriza además por desarrollar el tema de la bendición gratuita que Dios otorga al hombre, sin merecimiento alguno de su parte. Así en su momento remarcará los dones que Abraham recibió, como una tierra fértil y una descendencia numerosa. El relato se sitúa en medio de la aridez del desierto (v. 5), que recuerda la reciente experiencia del éxodo de cuarenta años del pueblo desde Egipto hacia la media luna fértil. La creación divina se materializa como un oasis perfectamente irrigado por un manantial (v. 6) y rodeado por cuatro ríos (v. 10) y en cuyo centro Dios ha plantado el Árbol de la Vida, cargado de frutos apetitosos y el Árbol del conocimiento del bien y el mal (v. 9). Luego de moldear al hombre de barro (v. 7), puebla el oasis de animales para servirlo (v. 19). El mundo se manifiesta así como el don divino de la vida destinado al hombre.

2 A la hora de describir la creación del hombre, el segundo capítulo del Génesis revela la profundidad de la dignidad humana: a diferencia de los animales, a los que se limita a formarlos con barro (v. 19), Yahvé completa su gesto en el hombre al insuflarle también Su aliento (v. 7). En virtud de este don, la persona posee un cuerpo animado espiritualmente. El Señor le hace partícipe de su propia vida. Le otorga así la responsabilidad de ser su “interlocutor”, para luego entregarle el mundo entero para su pastoreo: “El Señor Dios tomó al hombre y lo puso en el jardín de Edén, para que lo cultivara y lo cuidara” (v. 15). El término aliento (ruah en hebreo) puede también traducirse por espíritu. Que Dios sople su aliento al hombre significa entonces que le entrega Su propio Espíritu. Este ademán de donación sería luego recreado por Jesús: al expirar en la cruz, le otorgó su espíritu a su Padre ; luego de resucitar, ofrendó también el Espíritu Santo soplando sobre los apóstoles.

La espiritualidad del hombre se pone de manifiesto en su capacidad de diálogo con Dios y con sus semejantes. Adán entabla relación con Yahvé sin sentir la necesidad de ocultarse (v. 16) y encuentra la comunión en la reciprocidad con Eva (v. 23). 2) En Génesis 1 Este capítulo es más moderno que los subsiguientes, y, según lo que acabamos de ver, se extiende hasta Gen 2,4a. Fue fruto de una reelaboración de antiguas tradiciones recopiladas por los sacerdotes durante el exilio de casi medio siglo en Babilonia en el siglo VI aC, y por esto pertenece a la llamada “tradición sacerdotal” (abreviada como “P”). El rasgo más notable de la tradición “P” es la preocupación por el aspecto cultual y litúrgico. Es importante tener en cuenta que la situación vital de los israelitas era de desánimo, angustia y perplejidad: al encontrarse exiliados, y por ende imposibilitados de celebrar su fe en el Templo de Jerusalén, se sentían abandonados por Yahvé y tentados en declinar su fe en favor del credo de los babilonios.

El relato presenta a Dios actuando en el escenario de un mar infinito y tenebroso (v. 2); nos encontramos aquí, a diferencia del relato de la creación de Gen 2, con marco acuático, que toma como punto de partida el mito local de creación del universo, un poema que narraba esta creación a partir de la lucha del dios-héroe contra dioses enemigos y sus ejércitos de monstruos marinos: el “Enuma Elish”. Luego de adoptar el contexto de este poema, el relato sacerdotal toma distancia para marcar una diferencia irreductible respecto de la cosmovisión babilónica. Este mar oscuro es todo confusión y caos: éste es el modo visual que emplea una mentalidad concreta como la semítica para referirse a la ausencia de ser y de orden. El Señor interviene entonces creando “cielos y tierra” (v. 1), es decir, todo lo existente, a lo largo de siete días (número que equivale a totalidad y perfección). Además crea a través de su palabra, gesto que, según el lenguaje del semita, significa que todo depende de Él. Se denota aquí su absoluto poder sobre lo que ha plasmado, pues nombrar equivale a dominar efectivamente lo nombrado. No hay nada que pueda oponérsele porque, salvo Él mismo, todo cuanto existe es creatura por Él formada. Es esta misma convicción la que lleva al redactor sagrado a denominar simplemente “luceros” del día y la noche (v. 16) al sol y la luna. Se procura mostrar que éstos, considerados divinos por culturas como la egipcia, carecen consistencia ni nombre propio ante la soberanía del Señor.

Así pues, el mensaje fundamental de este texto es confesar, ante una comunidad exiliada y tentada de abandonar su fe en Yahvé, su absoluto señorío respecto de todo lo creado y su carácter de Uno y Único. Precisamente por su fiel Omnipresencia, el Señor jamás abandona al israelita. Descubramos ahora cómo el relato sacerdotal revela la dignidad única del hombre respecto del resto de la creación: a la hora de crear al hombre, Dios exclamó “hagamos” (v. 26), en contraposición con el modo impersonal con que realizó sus anteriores creaciones ; cada vez que convocaba a las cosas a la existencia por su palabra, Dios veía que “era bueno”. Al crear al hombre, en cambio, el redactor nos dice que “vio Dios que era muy bueno” (v. 31). Otra pista la hallamos al leer que creó al hombre al sexto día (v. 31). Tratándose de una liturgia de la creación compuesta por sacerdotes, aquél que entra en escena en último lugar simboliza quien posee mayor dignidad. Es para el hombre que se han ido creando los diversos escenarios (aguas, cielo, tierra) y sus habitantes (peces, luceros y pájaros, vegetales y animales, respectivamente). La clave de todo el relato descansa en el pasaje donde se narra que Dios creó al hombre a su “imagen” y su “semejanza” (v. 26 y 27). Veamos el significado bíblico de esta expresión: entre los pueblos primitivos existía la costumbre del jefe del clan o tribu de dejar al ausentarse una imagen suya para que presidiera las asambleas

3 del pueblo. Así también, Dios al finalizar su obra creadora al sexto día, dejó antes de “retirarse” a su imagen que es el hombre, para que presidiera y continuase Su obra creadora. Es esta misma dirección se expresa el mandamiento divino a la pareja humana: “Y los bendijo, diciéndoles: ‘Sean fecundos, multiplíquense, llenen la tierra y sométanla; dominen a los peces del mar, a las aves del cielo y a todos los vivientes que se mueven sobre la tierra’” (v. 28). Renglón seguido Dios les entrega la creación (v. 30). Nótese que el Señor también había bendecido al resto de las creaturas, instándoles a ser fecundas (v. 22), pero es sólo a la persona humana a quien le otorga la misión de regir como administradora sobre el resto del cosmos. En conclusión, desde la perspectiva del relato sacerdotal, el hombre es responsable de la creación ante Dios. Por la realidad espiritual que le ha sido participada, es capaz de hacerse cargo del cosmos, “pastoreándolo” para bien del mismo hombre y continuando así la actividad creadora divina. b. La falsa dicotomía “creación – evolución”: la teoría de la evolución no es incompatible con la fe en la creación divina del hombre. 1) Darwin y la teoría de la evolución Las investigaciones del naturalista inglés Charles Darwin (†1882) establecieron que las especies (entendidas éstas como los distintos conjuntos de individuos “inter-fecundos”) tanto del Reino vegetal como del animal, sufrieron múltiples transformaciones a lo largo de la historia. Las actuales descienden de otras ya desaparecidas, verificándose así una evolución desde las más simples y peor adaptadas a las más complejas y mejor adaptadas. El principio de esta evolución es la lucha por la supervivencia, que implica una selección natural, a través de la cual sólo sobreviven los que son más aptos para sobrevivir y para reproducirse, y desaparece el resto. En su obra El origen del hombre (1871), Darwin incluyó al hombre en esta teoría evolutiva. Analizando las pruebas por él reunidas, y aun cuando admitía que hasta ese momento no habían sido descubiertos los eslabones que conducían al ser humano, declaraba que éste había descendido de una forma de vida inferior, concretamente del orden de los primates. Debe puntualizarse que Darwin se limitó a estudiar el constituyente físico del hombre, y que en modo alguno aventuró una explicación sobre su dimensión espiritual. Aunque su credo era el deísmo (una doctrina que afirma que Dios creó el universo con sus leyes al principio de los tiempos, para después desinteresarse de su creación), el sabio inglés mostró no obstante cautela a la hora de sacar conclusiones; distinguiéndolas con claridad de sus teorías científicas, realizó unas breves conclusiones filosóficas en las que expresó su confianza y a la vez su perplejidad ante la idea de un Dios Creador. 2) La deformación cientificista de Haeckel y la controversia fijista Fue en realidad Ernst Haeckel (†1919), biólogo y filósofo alemán discípulo de Darwin, quien propuso una visión materialista de la teoría de la evolución. Tomando las ideas de Darwin, intentó una generalización que unificara cosmología, biología y religión, explicando la entera evolución del universo mediante el mecanismo de la supervivencia del más fuerte. De este modo, Haeckel “ateízó” las tesis de su maestro: partiendo de la aceptación de la teoría de la descendencia del hombre de especies inferiores, daba por demostrado que éste no es un ser creado, sino un animal más. Haeckel calificó a la idea de Dios como una “hipótesis superflua” para explicar el origen del hombre, y proclamó por el contrario su aparición azarosa, como culminación “inevitable” del proceso científico de la evolución. Se produce así un choque frontal con los creyentes que sostienen una noción “fijista” de la creación del hombre, la cual, en nombre de una interpretación ingenua y fundamentalista de las Sagradas Escrituras, supone que Dios creó un universo estático, completo y acabado, y que ha permanecido idéntico a sí mismo a lo largo de los siglos. En este caso particular, se postula la creación directa del hombre, creyendo así defender su condición de ser creado por Dios. Según el fundamentalismo bíblico, no hay trabajo alguno de interpretación para quien lee la Biblia. El fiel debe sólo atenerse a lo que está escrito: Dios creó literalmente al hombre con barro, caminó por el jardín del Edén o detuvo el sol por medio de Josué. Si nunca se presenta ninguna contradicción lógica no se debe a que el mundo tenga una consistencia propia a ser respetada, sino a que Dios puede suspender las leyes físicas a su antojo. Se desdeñan elementos como la época de composición, el género literario, las tradiciones, los

4 destinatarios, ya que resultan totalmente superfluos al no existir la tarea interpretativa. Simplemente, se cree que la Biblia es exacta en todos y cada uno de sus detalles pues es Palabra de Dios.

Sorprende ver cómo aún hoy persisten estas posturas extremas, que hacen que creacionismo y evolucionismo persistan como dos opciones mutuamente excluyentes, suponiendo que toda teoría de la evolución contradice las enseñanzas cristianas sobre la creación divina del hombre. Se establece falsamente una oposición irreconciliable, entre el evolucionismo (equivalente a ateísmo para numerosos cristianos) y el creacionismo (sinónimo de fijismo para ciertos científicos). 3) La teoría de la evolución y la fe de la Iglesia. Hoy está claro para los biblistas serios que los redactores sagrados de las Escrituras no quisieron nunca narrar una cronología aséptica de hechos históricos o describir científicamente alguna ley cósmica. Vimos que los relatos de los primeros capítulos del libro de Génesis recurren al género mítico, rico en símbolos e imágenes poéticas, para mostrar la creación del universo y el hombre. Pero esto no implica un interés especial en develar el cómo de tal creación. La intención fundamental es proclamar a los israelitas que Dios, ese Dios que los liberó de la esclavitud de Egipto haciéndolos su Pueblo Elegido, es el Señor de todo, pues todo ha salido de sus manos; al hombre le otorga un don único, diferenciándolo del resto de las creaturas, y lo invita a prolongar su obra creadora. En resumen, el hombre, aunque es una creatura más, tiene una chispa divina que lo ubica en la cúspide del mundo, como su pastor. Por su inteligencia y su posibilidad de autodeterminación, es, además, el único ser capaz de entablar un diálogo con su Creador.

Hace ya más de medio siglo que la Iglesia ha admitido oficialmente que no existe, de suyo, ninguna contradicción entre evolución y creación. El documento Humani Generis, dado a conocer por el Papa Pío XII (†1958) el 12 de agosto de 1950, representa un punto de inflexión en la historia de las relaciones ciencia-fe. Pío XII admite que la hipótesis del evolucionismo no es “per se” incompatible con la fe cristiana, siempre que se confiese que el alma humana es creada directamente por Dios: “...el magisterio de la Iglesia no se opone a que el tema del evolucionismo, en el presente desarrollo de las ciencias humanas y de la teología, sea objeto de las investigaciones y discusiones de peritos en uno y otro campo. Siempre, desde luego, que se investigue sobre el origen del cuerpo humano a partir de una materia ya existente y viva, porque la fe católica nos obliga a mantener la inmediata creación de las almas por Dios...” (Pío XII, Humani Generis, n. 36). Sería correcto aquí hablar de “admitir”, que no implica de suyo aceptar. No es tarea del Magisterio canonizar ninguna premisa científica, por más verosímil que ésta fuese; establecer su grado de validez es una tarea irrenunciable de los propios científicos. Por otro lado, notemos que este documento en modo alguno clausura todas las complejas cuestiones derivadas de la problemática de la evolución ; su excepcional importancia reside, tal como apuntamos, en haber admitido la no incompatibilidad esencial de la teoría de la evolución con la fe cristiana.

No debe considerarse, sin embargo, esta intervención especial divina relacionada sólo con la esfera espiritual del hombre: Gracias a que Dios actúa directamente en el momento mismo que comienza a existir cada nuevo ser humano, éste emerge a la existencia como una unidad personal corpóreo-espiritual. La nueva persona es engendrada como un alma encarnada, fruto simultáneo de la acción inmediata de Dios y de los padres. Tampoco la evolución corporal es indiferente a la realidad espiritual del hombre. Para que el hombre pudiera ejercer sus capacidades como persona e hijo de Dios, debía adquirir una estructura psico-física acorde a su dignidad. La evolución material permitió que surgieran en los antecesores del hombre características como el pulgar opuesto a los cuatro dedos para construir instrumentos o desarrollar el arte, que estos homínidos se irguieran sobre sus pies para proyectar su mirada hacia el horizonte, que desarrollaran unas cuerdas vocales complejas para articular su lenguaje y un cerebro con suficiente desarrollo neuronal para pensamientos abstractos, etc.

La Iglesia quiere resguardar la magnitud espiritual del ser humano como un don divino, y no como un subproducto de la evolución inmanente de la materia. Es Él mismo quien llama desde Sí y hacia Sí a la persona; la voluntad de trascendencia que ésta manifiesta no es un simple eco espurio de alguna ley biológica, psicológica o sociológica. Justamente porque esta persona es hijo de Dios, posee una dignidad inalienable, más allá de cualquier circunstancia histórica o cultural. c. La persona humana, imagen de Dios, fundamento de la dignidad humana. Los textos bíblicos analizados revelan con una claridad meridiana la preeminencia que Dios ha querido otorgar a la persona humana de entre el resto de las creaturas. Este valor incondicional fue asumido por el Magisterio de la Iglesia: El ser humano es la única creatura temporal “capaz de conocer y amar a su Creador” (Documento Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II –en adelante, GS–, nro. 12.), y recíprocamente es también el único

5 que Dios ha amado por sí mismo (GS 24). Mientras que el resto del mundo ha sido creado para el mismo hombre, sólo él está llamado a participar de la vida íntima de Dios. Va construyendo esta vocación en su vida y de cara al mundo (GS 39). Así pues, en palabras de Juan Pablo II, el hombre recibe su existencia a la vez “como don y tarea” (Juan Pablo II, Evangelium Vitae (1995), n. 96.). Es decir, por un lado, gracias a ser el ápice de la creación no parte él de una realidad de “tabula rasa”, sino que es un espíritu encarnado, capaz de Dios, poseedor de talentos personalísimos y de la aptitud de conocer y amar. Mas, a la vez, su ser no está completo, sino que está llamado a desarrollar la plenitud de su condición mediante un esfuerzo abierto a la gracia divina. Las plantas y los animales, aun cuando también crecen y se desarrollan, existen ya en la integridad de sus posibilidades siendo lo que son; no hay en ellos un deber ser a realizar. En cambio, que Dios no haya creado al hombre acabadamente, implica que lo ha pensado personalmente con una compleción humana y sobrenatural que debe alcanzar mediante su quehacer cotidiano.

Esta misión no se agota en el ámbito de lo terrenal sino que adquiere una validez escatológica; precisamente entregándose la persona “al servicio temporal de los hombres”, preparara “la materia del reino de los cielos”. En esta recreación cósmica final, el ser humano se realizará enteramente en su encuentro con el Señor, pues es Él el fin último para el que todos han sido creados (GS 41). Esta dignidad irreductible que lo diferencia del resto de las creaturas es lo que expresa su condición de imagen de Dios. Frente a todo intento de degradar la grandeza del hombre, la fe nos muestra que éste ocupa el centro de la realidad del mundo y se distingue de su medio cualitativamente. Esta condición espiritual es lo que hay en el hombre de más íntimo y valioso, lo que en él “late de más irrenunciablemente humano”, en definitiva, aquello por lo que “es particularmente imagen de Dios”. Para nombrar esta realidad la Iglesia ha recurrido desde siempre al término “alma” (Catecismo de la Iglesia Católica –en adelante, CIC–, nro. 363). Es menester partir de la enseñanza del Magisterio tanto de la existencia del alma como un verdadero coprincipio humano junto con la dimensión corpórea, cuanto de su inmortalidad. No obstante, su significado más profundo no se esclarece en el plano filosófico sino teológico. El alma, en efecto, representa en el hombre la magnitud dialogal de su apertura constitutiva a Dios. Gracias a ella, la persona “es capaz de conocerse, de poseerse y de darse libremente y entrar en comunión con otras personas; y es llamada, por la gracia, a una Alianza con su Creador...” (CIC 357). En vista de esto, no puede concebirse la creación del hombre como una mera “fundación del ser” de la persona, como si el Creador fuese un principio metafísico abstracto. Quién está actuando es el mismo Dios de la historia del pueblo de Israel, Liberador y Redentor. Como afirma el Padre Víctor Fernández: “Dios está presente en cada ser humano desde el momento de la concepción, no sólo como Creador sino también como Salvador” (V. Fernández, La gracia y la vida entera, p. 305). Es precisamente en Jesucristo donde el hombre alcanza la máxima profundidad de su condición de imagen. Así como éste es creado a imagen de Dios, Cristo es la imagen misma del Padre (Col 1,15), su Palabra encarnada y su auto-manifestación definitiva. En su humanidad vemos cabalmente realizado el proyecto de Dios para el hombre. Es por eso que en Él encontramos acabada respuesta al interrogante, dejado abierto por tantas filosofías, acerca del sentido último del hombre.