UN DOCUMENTO ÍNTIMO
un momento y luego le hice una pregunta inocua: ¿Y qué enseña en nuestra deprimente universidad? El desastre. Es un tema bastante amplio, ¿no le parece? Más en concreto, las calamidades del colonialismo francés. Doy un curso sobre la pérdida de Argelia y otro acerca de la retirada de Indochina. La encantadora guerra que ustedes nos han legado. No hay que subestimar la importancia de la guerra. Es la expresión más pura y vívida del espíritu humano. Empieza usted a parecerse a nuestro poeta descabezado. ¿Ah? Veo que no lo ha leído. Ni una palabra. Sólo lo conozco por el pasaje de Dante. De Born es un buen poeta, incluso puede que excelente; pero profundamente perturbador. Escribió unos poemas de amor encantadores y un conmovedor lamento a raíz de la muerte del príncipe Enrique, pero su verdadero tema, lo único que parecía interesarle con genuina pasión, era la guerra. Le producía auténtico deleite. Entiendo, repuso Born, dirigiéndome una irónica sonrisa. Un hombre con el que me identifico. Me refiero al placer de observar cómo los hombres se parten el cráneo unos a otros, de ver castillos envueltos en llamas, derrumbándose, de contemplar a los muertos con lanzas atravesadas en los costados. Todo muy sanguinario, créame, y Bertran de Born ni se estremece. La sola idea de un campo de batalla lo llena de felicidad. Me parece que no tiene usted deseos de convertirse en soldado. Ninguno. Prefiero ir a la cárcel antes que combatir en Vietnam. Y suponiendo que se libre de la cárcel y el ejército, ¿qué planes tiene? Ninguno. Sólo seguir con lo que estoy haciendo y esperar que me salga bien. ¿Y qué es? Escribir. El arte de emborronar papel. Eso pensaba. Cuando Margot lo vio al otro extremo de la habitación, me dijo: Fíjate en aquel chico de ojos tristes y aire pensativo: qué te apuestas a que es poeta. ¿Es usted poeta? Escribo poemas, sí. Y también algunas críticas de libros en el Spectator. El periodicucho universitario. Todo el mundo tiene que empezar en alguna parte. Interesante... No tanto. Casi todos los tipos que conozco quieren ser escritores.
Cartas de posguerra, de Victoria Ocampo El deseo de compartir y la generosidad son las claves de esta correspondencia POR EUGENIO GUASTA
E
l relator de A la recherche du temps perdu nos cuenta que Mme. de Guermantes, sin ninguna afectación y sin conciencia de saberlo, usaba un vocabulario a menudo casi campesino, similar al de Françoise, la cocinera de la tante Léonie. Victoria, en el hablar cotidiano, abundaba en vocablos y giros del viejo Buenos Aires; ese coloquial porteño donde solían aparecer ecos de un lenguaje paisano y arcaico. Se podía oírle decir: la máistra, en lugar de la maestra. El sustantivo se hacía esdrújulo y la e se transformaba en i. Usaba con frecuencia el pretérito perfecto, característico del habla porteña y criolla de fines del fines del XIX y empleado en muchas décadas del siglo XX. De pronto podía preguntar, cambiando la acentuación: “¿No has léido... tal cosa?” Hablaba como había oído hablar a sus gentes, que nunca se debieron sentir aristócratas, pues no lo eran, pero sí pertenecientes a familias patricias, arraigadas en la tierra y en la historia; es decir descendientes de los primeros hombres y mujeres ibéricos afincados en estas tierras del Plata. Ese talante lingüístico coloquial, criollo, está presente, como en filigrana, en el conjunto de cartas del libro que se presenta. Desde luego hay páginas enteras escritas en francés y en inglés también, pero el modo, el estilo de corresponder de Victoria, tiene una constante: es un habla con raíces en un Buenos Aires pretérito. Don Ramón Menéndez Pidal, cuando analiza el lenguaje de santa Teresa de Ávila, señala que el habla de aquella, que escribió en el siglo XVI, es el castellano abulés de fines del siglo XV, el idioma oído en su infancia y añade que la autora de Las moradas, si tenía que elegir entre una palabra culta poco usada y otra de raíz popular, elegía esta última, para quitar toda afectación a lo que escribía. Mutatis mutandi, podemos decir otro tanto de las cartas de posguerra escritas por Victoria. Victoria, en una de las cartas que integran el volumen, afirma que no puede escribir si no piensa en un interlocutor al que sea posible dirigirse. Esa frase la define. Victoria Ocampo necesitaba comunicar y compartir lo que le interesaba, lo que le gustaba, lo que la indignaba, lo que descubría. Podía tratarse de un escritor, una partitura, una vista de cine, un paisaje, una ciudad, un actor, unas crêpes. Y ese deseo de compartir se vuelca en las cartas que escribió a sus hermanas Angélica y Pancha. Podríamos atrevernos a decir que el género epistolar abarca toda la obra de Victoria Ocampo. El lector que se asoma a cualquier texto de la fundadora de Sur tiene la inmediata experiencia de que se establece entre él y la escritora un diálogo, una compartida visión del tema que ella le hace llegar a través de sus testimonios, ensayos y cartas de lectores. Hay en esas páginas
un propósito generoso que ayuda a descifrar la ascesis de Lawrence de Arabia, o nos hablan de los acantilados del camino de Miramar, del aire de la Avenida de las Palmeras en el Palermo de 1899 o de las campanas de las Catalinas. La generosidad de Victoria la encontrará el lector de las Cartas de posguerra cuando sólo con el propósito de informar a sus hermanas ella les cuenta que se ha embarcado en el Queen Mary, rumbo a la Inglaterra sometida a un estricto racionamiento, con maletas cargadas de chocolates, café y jabones, que piensa distribuir entre amigos y extraños al llegar a destino. La generosidad es una virtud que ella intentaba esconder pero que constituye una de las facetas de ese mundo que ella fue. Javier Fernández, diplomático y escritor, que inició su carrera diplomática junto a Alfredo Palacios, cuando fue embajador en el Uruguay, socialista, frecuentador de los jóvenes ambientes literarios de las décadas del cuarenta y del cincuenta, sarmientino, amigo entrañable, me contó una vez lo siguiente. Hace muchísimos años Ezequiel Martínez Estrada, colaborador de Sur, notable autor de La radiografía de la pampa, La cabeza de Goliat y un admirable ensayo sobre José Hernández, padeció una enfermedad cutánea, que le cubrió la cara con pústulas purulentas. Lo internaron el hospital Muñiz, donde entonces se atendía a todos los pacientes de enfermedades contagiosas. Javier Fernández, junto con otros amigos, lectores y admiradores del escritor, fueron a visitarlo al hospital. Cuando llegaron lo encontraron sumido en una emoción que casi le impedía hablar. Murmuraba: “Me besó, me besó...” Luego pudo decirles que Victoria Ocampo minutos antes había ido a verlo y lo había besado. Victoria lo retiró del Muñiz, lo traslado a la redacción de Sur, en Viamonte y San Martín, lo instaló en un pied à terre que ella tenía, convocó dermatólogos y lo hizo curar. El recuerdo de la parábola lucana del samaritano que baja de Jerusalén a Jericó se hace presente al oír este relato. Cuando el doctor de la ley recibe la pregunta “¿Quién te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?”, respondió: “El que hizo misericordia con él”. Victoria ha sido capaz de hacer misericordia, de vivir el ágape. Eso tiene un nombre: caritas. Palabras pronunciadas en la embajada de Francia durante la presentación de Cartas de posguerra, de Victoria Ocampo. La editorial Sur, que dirige Ubaldo Aguirre, con el apoyo de la Fundación Sur, cuyo presidente es Javier Negri, ha organizado un acto sobre el libro que se llevará a cabo el 2 de diciembre en Villa Ocampo.
Sábado 21 de noviembre de 2009 | adn | 11