Cambio de régimen

doméstica el fenómeno de endogeneidad de la macrourbanización y la dificultad para revertir las políticas y los incentivos una vez lanzados, así como el ...
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OPINION

Viernes 8 de abril de 2011

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PARA LA NACION

AS políticas agropecuarias en la Argentina, luego de la organización nacional, tuvieron un eje en poblar y generar producción en el interior. La intervención pública actuó de manera similar al resto del mundo, procurando, durante la última parte del siglo XIX, la ocupación efectiva del territorio, la vigencia del Estado de Derecho y, sobre todo, proveer la infraestructura que permitiera movilizar su enorme potencial, al tiempo de contribuir a la defensa nacional. Se trataba de ocupar y explotar tierras de excepcional feracidad, incorporando capital, mano de obra, conocimientos y, esencialmente, medios de transporte. Los historiadores económicos calcularon, en referencia a esto último, que la incorporación del ferrocarril abarató los transportes en un 90%, es decir, 7.3 centavos de pesos oro por t-km transportada (la tracción a sangre costaba 8.3 centavos por t-km, y el ferrocarril, un centavo). Sólo se pudo producir masivamente, promover la integración y la inversión en el interior del país, por el efecto de esta transformación. A su vez, el costo del transporte transatlántico se abarató en más de un 50% en promedio, siendo ese efecto más formidable cuanto más pesada era la carga. El crecimiento del sector productivo fue extraordinario hacia los años 20 del siglo pasado, cuando se había logrado ocupar gran parte del territorio, con las limitaciones que las condiciones tecnológicas imponían. El shock que significó la Primera Guerra Mundial, y la crisis de los años treinta, afectó gravemente al sector agricolaganadero, integrado al sistema de comercio mundial. El proteccionismo y el cierre del mercado externo produjeron una enorme crisis en nuestro país. Allí, en la década del 30, comienza una intervención diferente de la del resto del mundo, en términos de un fuerte protagonismo del Estado. Ello tenía que ver, en parte, con la necesidad de ampliar las facilidades de almacenaje, con la construcción de silos y elevadores que evitaran la venta desesperada en épocas de cosecha, y facilitara una comercialización más ordenada, tanto interna como externa. Al mismo tiempo, tal como ocurrió en algunos países, debe recordarse que en la crisis se resolvió un drástico cambio en la política monetaria, al establecer el control de cambio a las transacciones de bienes y servicios y operaciones de la cuenta capital del Balance de Pagos, con la respectiva salida de la convertibilidad del peso. El argumento fue la necesidad de preservar las reservas y destinarlas para el pago de la deuda pública. Como se verá, nada nuevo bajo el sol ocurre en estos tiempos. El tipo de cambio resultante del control practicado era diferente para el agro y para la industria, siendo ellos inferiores al tipo de cambio del mercado libre. El criterio y la pauta aplicable eran diferentes para el servicio de la deuda pública y las importaciones oficiales. Este impuesto implícito a la producción exportable del agro fue un rasgo dominante de las políticas públicas argentinas, que resultaron contrarias a las que se ejercían en el resto del mundo. Ese desaliento a la producción afectaría seriamente nuestra ocupación territorial, la estructura productiva y, por supuesto, la competitividad del sector. Esto reflejaba, entre otras cuestiones, el clima cultural de la época, que llevaba a la subestimación del potencial agrícola como instrumento de crecimiento. Se señalaba, asociada a tal concepción, la crisis del comercio internacional y la idea de que la especialización excesiva había reducido las opciones disponibles, al depender todo el sistema productivo del estado de los mercados mundiales. Si bien ello era discutible, se convirtió en el marco conceptual sobre el que se basó el esfuerzo intervencionista. Esta política discriminatoria fue forzando una urbanización creciente, en particular en la megaurbe de Buenos Aires, y al revés de otros países donde se protegía la ocupación del territorio, aquí se indujo un despoblamiento del interior. Al comienzo de este proceso de discriminación de la producción agrícola se suponía que ello tenía una duración transitoria. Esta política desalentadora se iría desarmando cuando se consolidaran los sectores no agrícolas, o sea, cuando se superara el estadio de industria infantil y se normalizara la situación internacional en materia de comercio internacional y pagos externos, dejándose atrás a escala mundial tanto el proteccionismo y el comercio dirigido como el control de cambios. En alguna medida, ése fue el programa de la posguerra de la comunidad internacional que dio lugar a instituciones como el GATT, el FMI, el Banco Mundial y el BID, entre otros. Se subestimó en la reflexión colectiva doméstica el fenómeno de endogeneidad de la macrourbanización y la dificultad para revertir las políticas y los incentivos una vez lanzados, así como el desequilibrio político y de gobernabilidad de las polis que sobrevendría con estas políticas. Es evidente que este problema subsiste hasta el presente. Incluso se ha exacerbado y radicalizado como pocas veces en nuestra historia. © LA NACION El autor fue ministro de Economía y es precandidato a jefe de gobierno porteño

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LA INTERVENCION MILITAR EN LIBIA Y EL NUEVO MUNDO

Políticas que desalientan el agro RICARDO LOPEZ MURPHY

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Cambio de régimen VICENTE MASSOT PARA LA NACION

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N la arquitectura jurídico-política que se montó al finalizar la Segunda Guerra Mundial, transparentada, inmediatamente después, en la Carta de las Naciones Unidas, los asuntos internos de los miembros de esa organización planetaria debían ser resueltos puertas para adentro por los propios Estados. No había, pues, cláusulas que legitimasen la intervención de potencias extranjeras en los asuntos específicos de aquéllos. Eso sí, como ha sucedido siempre en ese estado de naturaleza hobbesiano que es el concierto internacional, las normas regían en tanto y en cuanto las dos superpotencias estuviesen dispuestas a cumplirlas. El uso de la violencia –en teoría vedado a los signatarios de la Carta mencionada– era, en rigor, patrimonio de los gobiernos de Washington y de Moscú, que se reservaban para sí la facultad de romper las reglas escritas en beneficio de su seguridad nacional. La caída del Muro de Berlín se llevó consigo toda una lógica del poder con arreglo a la cual habían coexistido, paridad nuclear mediante, soviéticos y norteamericanos durante medio siglo. Pero el derrumbe de uno de los contendientes no clausuró, ni mucho menos, el recurso a la fuerza asumido como privilegio (derecho privado) por Estados Unidos. Así, el principio de no intervención vino a quedar eclipsado merced a la vigencia de unos nacientes mandamientos mundialistas, a saber: la extraterritorialidad de determinados delitos; el derecho a la injerencia humanitaria y la teoría de la paz democrática con base en el criterio de que si las democracias resultan benéficas y las autocracias peligrosas, se impone la obligación de eliminar a las naciones que perturben la seguridad colectiva. En el crepúsculo de la Guerra Fría y enancado en el nuevo orden mundial se instalaba, de esta manera, un conjunto de valores que tenía más en cuenta la humanidad que la estatalidad y apreciaba menos la soberanía nacional que los derechos humanos. Huelga decir que como los criterios de valor y validez son siempre relativos su entronización como absolutos no fue producto de un consenso moral sino de la fuerza capaz de determinar cuáles eran los valores dignos de ser custodiados y cuáles los antivalores condenados al infierno. Aparecían unas divinidades y otras eran expulsadas del Olimpo sin derecho a retornar. En consonancia con –y en defensa de– esta legitimidad impuesta por la superpotencia vencedora del comunismo, se formaron sendas coaliciones para intervenir en la ex Yugoslavia, Irak y Afganistán, haciendo realidad cuanto escribió en su momento Carl Schmitt: que los valores “también valen siempre contra alguien”. En el fondo, lo que hizo entonces Estados Unidos no tenía nada de novedoso. Al respecto, ni los dos Bush, padre e hijo, ni Clinton descubrieron la pólvora; tan sólo enarbolaron una razón distinta, para utilizar la fuerza, de la que esgrimía su país cuando disputaba supremacías con la Unión Soviética. El argumento se ha repetido ahora contra Khadafy y vale la pena repasar los hechos con el propósito de entender

Khadafy en un hotel de Trípoli el 8 de marzo pasado, poco antes de que la ONU autorizara la intervención en Libia la racionalidad que se esconde detrás de la política del garrote. Por de pronto, ninguna de las naciones integrantes de la alianza militar que, de acuerdo con una resolución del Consejo de Seguridad, interviene en Libia hubiese siquiera soñado, un día antes de las revueltas en Túnez y Egipto, con mover hostilidades contra un gobernante al cual, con el paso de los años, nada tenían que reprocharle. La enemistad que alguna vez había existido entre ellos era cosa del pasado. Sus locuras antioccidentales habían cesado por completo. El petróleo fluía desde Trípoli hacia las grandes capitales europeas a borbotones y hasta se sospechaba

Antes de las revueltas en Túnez y Egipto, las naciones de la alianza militar ni soñaban con atacar a Khadafy –no sin algún fundamento– que parte de la campaña de Sarkozy fue pagada con dólares por el caudillo africano. Es más: en las prisiones del régimen libio purgaban sus pecados no pocos miembros de Al-Qaeda y nadie podía acusar a Khadafy de haber ensayado métodos criminales a expensas de las tribus refractarias a su autoridad o de perpetrar un genocidio en las décadas que llevaba al mando de su país. Armas nucleares no tenía y sus pujos revolucionarios de antaño –que tanto revuelo causaron– movían a risa. Si el mullah Omar era el protector de Bin Laden y Afganistán, un santuario del terrorismo, Khadafy, más allá de su ejercicio discrecional y aun despótico del poder –no muy distinto del

de Siria, dicho sea de paso–, representaba lo contrario. ¿Por qué, entonces, elegirlo como enemigo? Lo primero que salta a la vista es el dramático cambio en el contexto del mundo musulmán. Asistimos, luego de la ola nacionalista encabezada por Nasser y la fundamentalista inaugurada por Khomeini, a una tercera marea revolucionaria que ha barrido, en nombre del laicismo y la reivindicación de determinadas libertades públicas, a los gobiernos de Egipto y Túnez y puesto en tela de juicio a los de Libia, Yemen, Bahrein y Siria. Todo en menos de dos meses. Era obvio que Estados Unidos no podía ser un convidado de piedra en la región. Tras algún cabildeo, le soltó la mano a Mubarak –uno de sus principales aliados en Medio Oriente– y decidió avalar la modificación del tablero geoestratégico junto con el Reino Unido y Francia. En segundo lugar, sobresale el estallido de una guerra civil no entre dos facciones militares o tribus, sino entre la gente –que reclama la vigencia de derechos que le fueron secuestrados desde antiguo– y un déspota. Reduccionista como es, la explicación se instaló en el mundo mediático y pasó a ser una verdad incontrovertible. Siendo así –tercera razón–, la prensa y la opinión pública se inclinaron decisivamente en favor de quienes luchan por la democracia y en contra de quien viola los derechos humanos. La cuarta es algo menos idealista y se refiere a la incapacidad del gobierno Libio de suscitar apoyos internacionales de peso. Imaginemos que una revuelta por el estilo conmoviese al totalitarismo de Corea del Norte. Sencillamente no habría coalición alguna en favor de los rebeldes porque China no se cruzaría de brazos. Mandaría la geopolítica del Lejano Oriente y no la ética occidental.

REUTERS

La quinta causa es que, además de huérfano de cualquier respaldo externo, Khadafy no tiene el suficiente peso específico para disuadir a sus opugnadores de inmiscuirse en una contienda que les es ajena. Las principales potencias de Occidente no actuaron de la misma manera cuando parte de la población iraní decidió enfrentar a los ayatollahs o cuando Pekín reprimió sin miramientos la manifestación opositora en la Plaza de Tiananmen, porque el presunto remedio hubiese sido peor que la enfermedad. La última razón es, seguramente, la más chocante de todas. El norte de Africa, o, si se prefiere, las naciones que conforman

Las principales potencias de Occidente no actuaron así cuando la población iraní decidió enfrentar a los ayatollahs el Magreb, está demasiado cerca de las costas europeas. En Burundi, una etnia pudo eliminar de la faz de la tierra a su rival en una matanza descomunal sin que se conmovieran ni la opinión pública ni la moral de las biempensantes. Libia, en cambio, no es un país subsahariano. Este artículo no pretende levantar una causa contra el doble estándar de conducta de Estados Unidos y sus socios ni mucho menos quebrar una lanza en favor del régimen libio. Trata de resaltar un dato básico de la física política: que el poder siempre se escuda en valores para ser ejercido y esos valores –buenos o malos según cuál sea el parámetro de medida– arrastran un marcado subjetivismo. © LA NACION

El campo, impulsor de innovación ARTURO PRINS

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ACIA 1810, nuestro ingreso per cápita era similar al de Estados Unidos, algo menor que el de Australia e igual que el de Canadá, países que durante 130 años evolucionaron en forma muy pareja. Entre 1870 y el Centenario nuestra economía crecía al doble de la del mundo y atraía a los europeos. Pero desde 1940 retrocedimos al punto de estar muy por debajo de aquellos países, incluso de Brasil y México (Dos siglos de economía argentina, 1810-2004, Fundación Norte y Sur). Nuestro gran crecimiento era protagonizado por el campo, con las técnicas de la época. Hacia 1890 producía 845.000 toneladas por año de granos y oleaginosas; y en 1905, diez veces más. Entre 1930-45 llegó a los 20 millones de toneladas, pero en la década del 50 bajó a menos de 10 millones. ¿Qué ocurrió? Las reglas habían cambiado. La revolución científico-tecnológica transformaba la economía mundial. Las industrias adoptaban conocimientos y generaban innovaciones. Pero nosotros no supimos hacerlo. Lo decía nuestro premio Nobel Bernardo Houssay (1959): “La investigación científica no es entre nosotros una actividad como en los países adelantados; los métodos de producción agrícola no son modernos y por eso los rendimientos son mediocres; en un tiempo exportábamos carne y cereales; ahora exportamos científicos y esto nos empobrece”. Un reciente estudio del BID (M. Langyel-G. Bottino, 2009) lo ratifica: “La industria manufacturera argentina ha exhibido tradicionalmente una capacidad de innovación muy baja. Hay un retraso importante en inversiones de investigación y desarrollo (I+D) no sólo

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en relación con los países desarrollados, sino con otros de ingresos medios”. El estudio rescata dos excepciones: la industria de la maquinaria agrícola y la de agro-biotecnología. En esta página me referí a la primera (8/2/10), que transformó Las Parejas (Santa Fe) en la ciudad más industrializada del país en relación con el número de habitantes. Aquella antigua industria, criticada por su baja competitividad, supo responder a las exigencias del campo cuando adoptó la siembra directa y la agricultura de precisión. Tras un proceso de innovación tecnológica apuntaló, desde los años 90, el salto que llevó la producción de granos a 95 millones de toneladas y la superficie cultivada, a 30 millones de hectáreas. Con tecnología nacional, la Argentina pasó a ser líder mundial en siembra directa con el mayor rendimiento promedio de soja de primera y el menor costo para producirla. Nuestra maquinaria interesó al mundo: en 2002 sólo 20 empresas exportaban 10 millones de dólares; hoy más de 100 venden por 250 millones (+2400%) y estiman para 2015 exportar 400 millones de dólares. Somos los únicos fabricantes de maquinaria para siembra directa y producimos tolvas y embutidoras extractoras de altísima calidad. Otro hecho innovador del campo fue cuando adoptó la primera semilla transgénica resistente al glifosato, casi simultáneamente a su lanzamiento en Estados Unidos (1995). Ello nos transformó en tercer productor mundial de soja y primer exportador de aceites y harinas de esta oleaginosa. El campo comenzó a demandar semillas para distintas condiciones (clima, plagas, etcétera) y ello impactó en nuestra industria agro-biotecnoló-

gica, como destaca el estudio del BID. Efectivamente, empresas semilleras argentinas invirtieron en I+D hasta casi el 1% de sus ventas, más de 3 veces el valor promedio de toda la actividad industrial y el doble de la de maquinaria agrícola; su personal en I+D superaba el 14% del total empleado, frente al 2% del resto de la industria (2007). Las exportaciones de semillas para siembra casi se cuadruplicaron (2001-07). En Rosario, centro histórico de la producción agrícola, hay actores principales de la biotecnología en el agro. Visité el Instituto de Agro-biotecnología Rosario (Indear SA), de Bioceres SA, crea-

Si nuestra industria despertara al conocimiento, la Argentina volvería al liderazgo perdido do por 23 accionistas (2001) –en su mayoría hombres de campo– que compartían un sueño: que la Argentina participara en la revolución de las biociencias para dar competitividad al agro. Ellos veían el divorcio entre nuestra ciencia y las semilleras. Así decidieron investigar, producir y comercializar innovaciones. El Conicet firmó un convenio por el que sus científicos se desempeñan en la empresa Indear, que les mejora sueldos y les da los medios para estudiar. El número de investigadores en empresas marca el desarrollo de un país: en la Argentina, sólo el 8,3% de sus científicos trabaja en empresas; en Brasil, el 25,3%; en Canadá, el 60,4%, y en Estados Unidos,

el 70% (Ricyt 2010). El Indear tendrá pronto 60 investigadores en el moderno laboratorio que construyó en un predio del Conicet. Por sus proyectos e hitos, cada título accionario de Bioceres, que inicialmente valía 600 dólares, se cotiza a 60.000 dólares, cien veces más. Más de 220 accionistas ya invirtieron varios millones de dólares en I+D para mejorar el rendimiento de los cultivos, obtener semillas resistentes a sequías o salinidad y luchar contra enfermedades, como el mal de Río Cuarto en el maíz. Con la canadiense Sembiosys Genetics Inc., el Indear logró una enzima –la quimosina– que coagula la leche para producir queso. El 80% de la quimosina la importamos y el mercado mundial supera los 100 millones de dólares al año. Por las innovaciones se obtuvieron tres patentes en los Estados Unidos, una en la India, una en Australia y 21 en trámite. Los trabajos se hacen en red: el campo comunica sus necesidades a los científicos, que buscan solucionarlas con financiamiento del Indear. Si nuestra industria despertara al conocimiento –como quería Houssay– la Argentina volvería al liderazgo perdido, cuando la sola exportación de alimentos bastaba. Hoy la inversión en I+D es razón del desarrollo: la Argentina invierte muy poco (0,52% del PBI) y sólo el 26,5% del total lo aporta la industria; Brasil lidera la región (1,09% del PBI) pues su industria invierte el 43,9%; en los Estados Unidos, líder mundial (2,77% del PBI), las industrias aportan el 69 por ciento. © LA NACION El autor es director ejecutivo de la Fundación Sales