OPINIÓN | 21
| Lunes 16 de junio de 2014
la abdicación del rey de españa. Juan Carlos, que tuvo un rol fundamental en la
consolidación democrática tras el franquismo, deja el trono en favor de su hijo para fortalecer una institución clave a la hora de mantener la unidad del país
Cambio de guardia en la monarquía Mario Vargas Llosa —PARA LA NACIoN—
V
MADRID
i el discurso de abdicación del rey Juan Carlos en un pequeño televisor de un hotelito de Florencia y me emocionó escucharlo. Por el visible esfuerzo que hacía para mantener la serenidad y presentar su apartamiento del trono como algo natural, sabiendo muy bien que daba un paso trascendental, lo que suele llamarse un “hecho histórico”. Y porque esta renuncia en favor de su hijo, el príncipe Felipe, cerraba un período durísimo para él, de quebrantos de salud, escándalos familiares y personales, unas excusas públicas y unos esfuerzos denodados en los últimos tiempos a fin de recuperar, para él y para la institución monárquica, la popularidad y el arraigo que había sentido resquebrajarse. El discurso fue impecable: breve, preciso, persuasivo y bien escrito. Desde entonces, el rey ha recibido múltiples manifestaciones de cariño en todas sus presentaciones públicas y muy pocos ataques y diatribas. Yo estoy seguro de que, a medida que discurra el tiempo, el balance de los historiadores irá haciendo crecer su figura de estadista y terminará por reconocerse que los 39 años de su reinado habrán sido, en gran parte gracias a él, los más libres, democráticos y prósperos de la larga historia de España. Y nada me parece tan justo como decir –lo ha afirmado Javier Cercas en un artículo– que sin el rey Juan Carlos no hubiera habido democracia en este país. Ciertamente que no, por lo menos de la manera pacífica, consensuada e inteligente en que fue la transición. Espero que, en el futuro, algún novelista español de aliento tolstoiano se atreva a contar esta fantástica historia. El régimen de Franco había urdido, con las mejores cabezas de que disponía, su supervivencia, mediante la restauración de una monarquía de corte autoritario, para la cual el caudillo y su entorno habían educado, desde niño, apartándolo de su familia y sometiéndolo a una celosa formación especial, al joven príncipe, al que las cortes franquistas, luego de la muerte de Franco, entronizaron rey de España. Pero en su fuero íntimo nadie sabe exactamente de qué modo y desde cuándo el joven Juan Carlos había llegado a la conclusión de que, asumido el trono, su obligación debía ser exactamente la opuesta a la que había sido prefabricada para él. Es decir, no prolongar –guardando ciertas formas– la dictadura, sino acabar con ella y conducir a España hacia una democracia moderna y constitucional, que abriera su
patria al mundo del que había estado poco menos que secuestrada los últimos 40 años, y reconciliara a todos los españoles dentro de un sistema abierto, tolerante, de legalidad y libertad, donde coexistieran pacíficamente todas las ideas y doctrinas y se respetaran los derechos humanos. Parecía una tarea imposible de alcanzar sin que los herederos de Franco, que controlaban el poder y contaban todavía –para qué mentir– con un fuerte apoyo de opinión pública, se rebelaran contra esta democratización de España que los condenaría a la extinción y se opusieran a ella con todos los medios a su alcance, incluida, por supuesto, la violencia militar. ¿Por qué no lo hicieron? Porque, con una habilidad extraordinaria, guardando siempre las formas más exquisitas, pero sin dar jamás un paso en falso, el joven monarca los fue embarcando de tal modo en el proceso de transformación que, cuando advertían que ya habían cedido demasiado, confundidos y desconcertados, en vez de reaccionar estaban ya haciendo una nueva concesión. La opinión pública, transformada en el curso de esta marcha hacia la libertad, se alistaba en ella y apoyaba de manera cada vez más dinámica los cambios que, semana a semana, día a día, fueron transformando de raíz la realidad política de España. Con motivo de su fallecimiento, se ha recordado hace poco y con mucha justicia la notable labor que cumplió Adolfo Suárez en la transición. Claro que sí. Pero hay que recordar que fue el rey Juan Carlos quien, con olfato infalible, eligió para que fuese su colaborador en esta extraordinaria operación a quien era entonces nada menos que ministro secretario general del Movimiento, es decir, del conjunto de organizaciones e instituciones políticas del régimen franquista. Nadie debe menoscabar, desde luego, la importancia que alcanzaron en la transición pacífica de España de la dictadura a la democracia, de un régimen vertical a un sistema plural y abierto, prácticamente todas las fuerzas políticas del país, de la derecha a la izquierda, y que todas ellas estuvieran dispuestas, en aras de la paz, a hacer concesiones que hicieran posibles los consensos de los que resultó el gran acuerdo constitucional. Pero nadie debería tampoco olvidar que quien, desde un principio, concibió, impulsó y llevó a buen puerto este proceso fue el monarca que, prestando un nuevo gran servicio a su país, acaba de abdicar a fin de que herede el trono el príncipe Felipe y con él se abra para España “una nueva etapa de esperanza en la que se combinen la
experiencia adquirida y el impulso de una nueva generación”. Si de este modo el rey Juan Carlos contribuyó de manera decisiva a que la democratización de España se llevara a cabo de manera pacífica, con su conducta clara y firme que conjuró el intento golpista del 23 de febrero de 1981 consiguió para la monarquía una legitimidad que había perdido vigor y calor popular. Porque lo cierto es que el pueblo español no era monárquico cuando murió Franco. Empezó a serlo, o a volver a serlo, gracias al protagonismo
que tuvo el rey apoyando y liderando la democratización de España. Pero fue luego del aplastamiento del intento golpista del 23-F cuando el rey Juan Carlos devolvió a la monarquía el respaldo resuelto y entusiasta de la gran mayoría de la población, lo que ha sido factor decisivo de la estabilidad política e institucional de la España de estas últimas décadas. Esta historia, que he resumido en pocas líneas, está todavía por contarse. Es una historia fuera de lo común, de una complejidad y sutileza sólo comparables con
las de las más grandes novelas, en la que, en la soledad más absoluta, un joven prisionero de una maquinaria casi invencible se libera de ella y decide, ejerciendo unos poderes que entonces sí tenía el rey, rebelarse contra el sistema que estaba encargado de salvar, deshaciéndolo y rehaciéndolo de pies a cabeza, cambiando sutilmente todo el libreto que debía aprenderse y ejecutar, y reemplazándolo por su contrario. Mucha gente lo ayudó, desde luego, pero él fue, él solo, desde el principio hasta el final, el director del espectáculo. Por eso la España sobre la que va a reinar don Felipe VI es, hoy, esencialmente distinta de aquella que era cuando murió Franco: una democracia moderna y respetada, un país libre, solvente y culto, que figura entre los más avanzados del mundo. Conviene no olvidar cuánto de todo ello se debe al monarca que ahora se retira para que lo sustituya su heredero. Es verdad que el príncipe Felipe ha sido muy bien preparado para la difícil responsabilidad que va a asumir. También lo es que España vive hoy problemas enormes –el primero y el más grave de ellos, las amenazas de secesión que podrían hundirla en una crisis de incalculables consecuencias– y que, por más que el monarca en una monarquía constitucional reine pero no gobierne, los desafíos que va a enfrentar van a poner a prueba todos los conocimientos y experiencias que ha adquirido en el curso de su exigente formación. Lo más importante es que el nuevo rey, mediante sus gestos, iniciativas, tacto y comportamiento, mantenga viva la adhesión que es hoy aún muy profunda en la sociedad española hacia la monarquía constitucional. No es cierto que, mientras haya democracia, importe poco si un régimen es republicano o monárquico. No cuando el problema de la unidad de un país es tan grave como hoy día en España. La monarquía es una de las pocas instituciones que garantiza esa unidad en la diversidad sin la cual podría sobrevenir la desintegración de una de las más antiguas e influyentes civilizaciones del mundo. En todas las otras la división, el encono, el fanatismo y la miopía política han sembrado ya las semillas de la fragmentación. Ayudemos todos a Su Majestad don Felipe VI a tener éxito poniendo nuestro granito de arena en la tarea de mantener a España unida, diversa y libre como lo ha sido estos 39 últimos años. © LA NACION
lÍnea direcTa
El rol de liderazgo educativo
Vamos (,) Argentina (,) vamos a ganar
Agustina Blanco
S
ería redundante volver sobre nuestros deficientes resultados PISA, que tan difundidos, en buena hora, han estado desde 2013. Sin embargo, podríamos demostrar nuestra inteligencia colectiva si lográsemos virar el foco del diagnóstico que PISA provee para dirigir los esfuerzos a generar un plan de acción basado en las lecciones aprendidas por muchos países como consecuencia de los informes originados por esas evaluaciones. La buena noticia es que hay consenso generalizado entre expertos nacionales e internacionales sobre cuál es la variable fundamental del sistema educativo en el camino de su recuperación: docentes altamente capacitados. Esta es la clave y, a la vez, el gran desafío: ¿cómo logra un sistema elevar el nivel de formación de una masa crítica de docentes para que esa preparación se transfiera de manera directa a la experiencia del aula? La respuesta a esta pregunta es indiscutiblemente multidimensional. Una política educativa cuyo objetivo sea el desarrollo de una masa crítica de docentes estratégicamente formados para lograr en sus alumnos pensamiento crítico, comunicación efectiva, resolución de problemas, aplicación de conocimientos previos a situaciones nuevas, organización, perseverancia, creatividad e innovación, requiere: a) elevados estándares para el ingreso y egreso de la carrera docente; b) mejorar la calidad de la formación docente revisando los niveles académicos de institutos y profesorados; c) asegurar la profesionalización continua; d) lograr que los profesores de secundaria puedan concentrar su trabajo en una escuela; e) mayor autonomía de gestión en las escuelas; f) formación específica para los directores de escuela; g) sistema de evaluación permanente de escuelas, docentes y directores que acom-
—PARA LA NACIoN—
pañe los procesos de mejora escolar. Concentrémonos en la formación específica de los directores de escuelas. Los directores, líderes educativos, son cruciales para lograr el desarrollo y la profesionalización de sus docentes hasta transformar sus equipos en “comunidades profesionales de aprendizaje”. El campo del liderazgo educativo internacional viene cobrando relevancia como canal transformador desde hace 20 años. En un estudio realizado en el distrito escolar de Chicago, Estados Unidos, en 2002, los investigadores Bryk y Schneider encontraron que “los directores son cruciales en lograr confianza en las escuelas, lo cual tiene influencias excepcionales en la efectividad de una escuela”. Se refieren a esto como “la centralidad del liderazgo de los directores en el desarrollo y la sustentabilidad de la confianza racional, lo cual establece las condiciones de éxito”. Ellos concluyen que “sólo cuando los participantes demuestran su compromiso para ser parte de ese trabajo enfocado en la mejora, puede emerger una comunidad genuina de aprendizaje basada en la confianza racional”. Los docentes se ven profundamente comprometidos al trabajar en escuelas donde hay condiciones propicias para su desarrollo continuo y el trabajo según objetivos. Esas condiciones fundamentales son la formulación de una visión y misión institucional conjunta, un buen clima escolar, colaboración y altas expectativas, idea de liderazgo distribuido, garantía de espacios de planificación e intercambio de los equipos docentes y formación de docentes que aseguren un clima propicio de aprendizaje en sus aulas. Esta última es la variable comprobada de mayor influencia a la hora de lograr aprendizajes significativos, interés en los alumnos y desarrollo de competencias. Es el clima del aula, logrado por docentes efectivos, lo que garantiza dichos
aprendizajes, pero es el director el que debe garantizar que los docentes se formen para trabajar bajo esas premisas. El rol de liderazgo educativo abarca funciones administrativas y pedagógicas. Los ministerios de Educación provinciales no deberían intimidarse al pensar cambios estructurales que garanticen la formación específica de líderes educativos. La experiencia demuestra que los directores que reciben formación específica en temas de gestión educativa y liderazgo se sienten fortalecidos al momento de encarar la difícil tarea de gestionar sus organizaciones de alta complejidad. Un buen ejemplo lo provee la provincia de Córdoba, a la vanguardia en este aspecto, que creó en 2010 el Instituto Superior de Formación para la Gestión y Conducción Educativa. Acompañando la mirada internacional y la comprensión del impacto que esta iniciativa produce, algunas instituciones académicas y oNG han venido desarrollando programas de formación de directores. Tal es el caso del programa “Directores: líderes en acción”, de la Universidad de San Andrés, por el que hacia fines de año habrán pasado más de 500 directores. Asimismo, la Fundación Bunge y Born y la oNG Cimientos llevan adelante iniciativas específicas de formación de directores de escuelas en contexto de alta vulnerabilidad. Pensar en una mejora educativa sistémica puede parecer un esfuerzo desmedido, un objetivo inalcanzable. Ése es el paradigma que hay que desterrar. Dependemos de nuestra convicción de que el cambio es posible si nos basamos en experiencias empíricas, usamos inteligencia colectiva y una buena dosis de sentido común y coraje. © la nacion La autora es consultora en Educación
Graciela Melgarejo —LA NACIoN—
E
ncuentros como el Mundial de fútbol se prestan generosamente a todo tipo de actividades. En el colegio, para reforzar las clases de geografía y de historia; en el hogar, para estrechar lazos de afecto (o renovar rencillas) frente al televisor, y en los bares, para compartir una bebida y la alegría del triunfo con los compañeros de afición. Conocedora de esta cualidad “ecuménica”, Fundéu ha juzgado oportuno hacer algunas precisiones, dirigidas en particular a los medios de comunicación, que también, como el Mundial, hacen docencia. El artículo es, naturalmente, extenso, por lo que aquí hemos seleccionado solo algunas recomendaciones. Por ejemplo, “brasileño es el gentilicio mayoritario y más extendido para los habitantes de Brasil, aunque se considera también válida la forma brasilero, adaptación del portugués brasileiro, frecuente en algunos países de América. Pese a que carioca se usa a menudo de manera indebida como gentilicio general para todos los nacidos en Brasil, alude específicamente a los naturales de Río de Janeiro”. La observación que sigue probablemente sea de difícil cumplimiento (que lo digan los amigos correctores): “La virgulilla (~) es un signo diacrítico que contienen algunos de los nombres de los estadios y se recomienda mantenerla siempre que sea factible: Castelão, Mineirão…” Y siempre se aprende algo más de esta recomendación: “El balón oficial se llama Brazuca, con mayúscula y sin cursiva ni comillas por tratarse de un nombre propio”. A pesar de que ya es una palabra de uso más que frecuente y perfectamente adaptada al español, Fundéu también recuerda que “la palabra córner (plural córneres) se escribe con tilde por ser llana, acabada
en consonante distinta de -n o -s. Alterna con las expresiones saque de esquina o tiro de esquina”. Por fin, esta recomendación, muy atendible: “El empleo del adjetivo posesivo con las partes del cuerpo en lugar del determinante es un uso del francés y del inglés que conviene evitar. Por tanto, lo adecuado sería decir «Se lesionó en la pierna derecha» y no «… *en su pierna derecha»”. No lo dice Fundéu, pero podemos recordar aquí que para separar el vocativo (‘palabra o grupo de palabras que hacen referencia al interlocutor y se emplean para llamarlo o dirigirse directamente a él’) del resto del enunciado siempre se emplea la coma, y si se inserta en el interior, entre comas. De manera que, si vamos a alentar a nuestra selección, por favor, no olvidemos las comas: “¡Vamos, vamos, Argentina, vamos a ganar!”. No nos cuesta nada y cumplimos con el espíritu de la lengua. Deportes tan populares como el boxeo y el fútbol han encontrado siempre ecos en la literatura. Para el primero, ahí está “Torito”, el cuento de Julio Cortázar sobre el “Torito” de Mataderos, Justo Suárez (en YouTube, leído por su autor: http://bit. ly/1ndbVnM). Para el fútbol, hoy podemos rescatar un texto que recomendó el doctor José Miguel onaindia en un tuit, el sábado pasado: “Fútbol y literatura, excelente nota de @dquiring: Las letras que ruedan - la diaria: http://bit.ly/1kUILvL”. De ese texto, este hermoso final perteneciente al cuento “Puntero izquierdo”, de Mario Benedetti: “Lo que yo digo es que así no podemos seguir. o somos amater o somos profesional”. © LA NACION
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