BURUNDI cómic(2) - Sí Me Importa

No es posible entender la actual situación de Burundi sin hablar de guerra. Burundi es un país marcado por la violencia que ha asolado la región de los. Grandes Lagos durante ... Ambos países se cuentan entre los pocos del continente que.
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Un conflicto olvidado No es posible entender la actual situación de Burundi sin hablar de guerra. Burundi es un país marcado por la violencia que ha asolado la región de los Grandes Lagos durante buena parte del S. XX. Su historia está especialmente ligada a la de la vecina Ruanda y, de hecho, ambos territorios estuvieron unificados durante el periodo de protectorado belga, entre 1916 y su independencia en 1962. Ambos países se cuentan entre los pocos del continente que son continuación directa de un reino africano. Y, en ambos casos, la sociedad está dividida entre una élite minoritaria tutsi (15%) y una mayoría hutu (84%) que tradicionalmente ha tenido menor relevancia social en términos económicos y educativos.

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En el caso de Burundi, no siempre fue así. Antes de la llegada de los europeos, la élite estaba ocupada por los ganwa, una tercera etnia que ejercía el poder ejecutivo en el antiguo Reino de Burundi, mientras que hutus y tutsis compartían el poder legislativo. Ambas etnias ocupaban cargos relevantes en términos políticos, sociales y económicos; de hecho, los principales partidos políticos tras la independencia del país en 1962, el UPRONA y el PDC, eran mixtos. El asesinato en 1961 del príncipe Louis Rwagasore, que ganó las primeras elecciones del país con el UPRONA, supuso el principio del fin de la monarquía burundesa. Y de la convivencia pacífica entre hutus y tutsis. En 1966, el militar tutsi Michel Micombero dio un golpe de Estado, convirtiéndose

en el primer Presidente tutsi del país y dando inicio a una dictadura militar. En 1972, los hutus atacaron una localidad de mayoría tutsi al sur del país; la respuesta del ejército tutsi fue la matanza sistemática de la población hutu, especialmente de sus élites. Se cree que aproximadamente 200.000 hutus perdieron la vida en tres meses. No era la primera vez que estallaba la violencia, ni tampoco sería la última. En 1987, la llegada al poder de otro tutsi, Pierre Buyoya (que dio un golpe de Estado), terminó desembocando en una nueva Constitución que establecía un sistema democrático multipartidista (1992). En junio de 1993, el FRODEBU (partido hutu) ganó las elecciones que convirtieron a Melchior Ndadaye en el primer Presidente hutu de la historia de Burundi. Su asesinato a manos del Ejército tutsi, en octubre de ese mismo año, desencadenó el enfrentamiento más violento de la historia reciente de Burundi. Grupos hutus atacaron a población tutsi en represalia por la muerte de Ndadaye, y la respuesta del ejército tutsi no se hizo esperar. La muerte del sucesor de Ndadaye, el también hutu Cyprien Ntaryamira, cuando viajaba en avión con el Presidente hutu de Ruanda Juvénal Habyarimana, recrudeció la violencia en Burundi y desencadenó el genocidio ruandés, con la consiguiente llegada de tutsis ruandeses a Burundi. El Ejército tutsi y los grupos rebeldes hutus se enfrentaron durante más de diez años en un conflicto que afectó sobre todo a la población civil: hubo alrededor de 300.000 muertos y 1,2 millones de refugiados y desplazados. El principio del fin comenzó con la negociación del Acuerdo de Arusha (2000), liderada por Nelson Mandela, aunque no fue hasta 2005 cuando la mayoría de los grupos armados hutus depusieron las armas (excepto el FNL, que lo hizo en 2006).

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CUANDO LA COOPERACIÓN ES VITAL En algunos mapas, Burundi queda reducido a un pequeño punto en el corazón de África. La vecina Ruanda, a cuya historia está indisolublemente unida, tiene un triste recuerdo más vivo en nuestra memoria; es difícil olvidar aquellas imágenes de 1994, en las que cientos de miles de ruandeses huían del genocidio. Sin embargo, en la conciencia colectiva occidental, Burundi es otro de esos países africanos llenos de miseria, violencia y corrupción. Otro de tantos cuya realidad desconocemos. De entrada, los datos confirman nuestros prejuicios. Burundi es uno de los países menos desarrollados del mundo: ocho de cada 10 personas viven por debajo del umbral de la pobreza, su esperanza de vida que no llega a los 60 años, y tiene el triste honor de ser el país más corrupto de la región de los Grandes Lagos, por delante incluso de la República Democrática del Congo. Los números no sorprenden si tenemos en cuenta que la vida del país se ha visto lastrada por el conflicto de forma prácticamente ininterrumpida desde 1972. Incluso desde antes. La guerra civil iniciada en 1993 se prolongó durante más de una década, marcando la historia reciente del país y provocando alrededor de 300.000 muertos y más de un millón de refugiados y desplazados internos, que hace apenas nueve años empezaron a volver.

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Quienes regresaron encontraron un país donde la pobreza ha aumentado un 80%, especialmente en las zonas rurales, donde vive la mayor parte de la población. Un país que depende de la agricultura y que, sin embargo, tiene

una de las mayores tasas de hambre del mundo. Ocho de cada diez burundeses vive en situación de inseguridad alimentaria. Una paradoja que no sólo se explica por las heridas de la guerra. Por un lado, el Gobierno no ha invertido suficiente en la pequeña agricultura. Por otro, la producción agrícola se ve lastrada por problemas como los efectos del cambio climático, la erosión y pérdida de fertilidad del suelo, la falta de acceso a insumos agrícolas y las técnicas de cultivo rudimentarias. Y la tierra. La tierra es un bien escaso en Burundi, uno de los países más densamente poblados del mundo y cuya población crece a un ritmo vertiginoso. Simplemente, no hay tierra para todos. Las parcelas son muy pequeñas y su productividad muy baja, así que quienes tienen la suerte de tener un pequeño terreno cultivan casi únicamente para sobrevivir. La llegada de refugiados que todavía están volviendo al país, especialmente a provincias como la de Makamba (en el suroeste, cerca de la frontera con Tanzania), está incrementando aún más la presión sobre este recurso fundamental para la vida de los burundeses. Los últimos refugiados burundeses llegaron a Makamba a finales de 2012, tras el cierre de los campos de refugiados en Tanzania. Tras más de 20 años, algunos tras más de 40, por fin volvieron a casa. A empezar de cero. A reconstruir sus vidas, casi de la nada. No podemos olvidar que todas esas cifras tienen rostro humano. Los muertos, los refugiados, los pobres, las viudas, los huérfanos, tienen nombre y apellidos. Cada una de esas personas lleva a sus espaldas una historia de violencia y pérdida. Y, a pesar de esa historia, y de los problemas que actualmente atraviesa el país, las mujeres y los hombres burundeses se levantan cada mañana para cultivar sus tierras, ganarse la vida y trabajar cada día por un futuro mejor. Próspero y en paz. La cooperación al desarrollo es fundamental para mantener viva esa esperanza. No sólo para que el Gobierno tenga la capacidad y los recursos necesarios para desarrollar políticas públicas básicas, sino para que la población pueda reconstruir su vida. Son las organizaciones internacionales quienes facilitaron y facilitan el retorno de los refugiados, proporcionándoles un “paquete de retorno” para cubrir sus necesidades básicas durante tres meses. Ayudándoles a volver a empezar, a sentar las bases de su desarrollo futuro.

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Eso es lo que hace, en Makamba, el Programa de seguridad alimentaria y género gestionado por Oxfam Intermón y financiado desde 2009 con fondos del Gobierno Vasco. El compromiso del Gobierno Vasco, la única administración española que no ha reducido su ayuda oficial al desarrollo desde 2008, permite dar continuidad a un apoyo que está cambiando la vida de miles de burundeses. No se trata sólo de la supervivencia, sino de la esperanza en el futuro en un contexto que no invita al optimismo. Y es que, a veces, la cooperación al desarrollo no es necesaria. Es vital.

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Poco a poco, el pájaro hace su nido “La vida es difícil. Hay que ir lento, pero seguro. Poco a poco, el pájaro hace su nido. Después de tantos años en el exilio, nunca pude imaginar que tendría una vida mejor, como la que tengo ahora”. Emmanuel sonríe al contemplar su casa, sus vacas, su parcela. Ya tiene 56 años y no puede trabajar tanto como antes, pero parece satisfecho, a pesar de no haber tenido una vida fácil. Emmanuel ha tenido que huir de Burundi dos veces, en 1972 y en 1993, para escapar de la violencia. “En 1972, hutus y tutsis empezaron a matarse entre ellos, y nos tuvimos que ir. Los que se quedaron, murieron. No nos llevamos nada, no podíamos. Las colinas estaban ardiendo. La guerra es así”. Emmanuel y su familia se refugiaron en Tanzania, donde una familia les acogió, y él busco trabajo como jornalero.

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Cuatro años después volvió a Burundi, primero él solo y después, tras asegurarse de que la situación se había apaciguado, se trajo a su familia. Ya no había guerra, pero las casas habían sido destruidas y la maleza invadía los campos. Las organizaciones de ayuda de emergencia les ayudaron a reconstruir su casa, y ellos hicieron el resto. Poco a poco, como el pájaro, rehicieron su vida; volvieron a cultivar, aunque la producción no era buena debido a la escasa fertilidad del suelo y a las enfermedades de las plantas, y la totalidad de su cosecha iba a alimentar a su familia. En 1993, volvió la pesadilla. “La violencia se desató en la capital, en Buyum-

bura, después del asesinato del Presidente. Poco a poco fue llegando hasta aquí, nos enteramos de que los soldados estaban matando a la gente y escapamos”. Otra vez tuvieron que dejar todo atrás. Otra vez la generosidad de una familia les permitió crear un nuevo hogar provisional. O no tanto. Esta vez, Emmanuel y su familia no pudieron volver hasta 2005. Doce años de exilio. Quizá por eso, y a pesar de lo que encontró a su vuelta, Emmanuel estaba contento de regresar. “Cuando uno vuelve a su país, se siente orgulloso, feliz. No fue fácil pero íbamos tirando, sobreviviendo, y estábamos en casa”.

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Vivir huyendo El conflicto iniciado en 1993 provocó varios tipos de desplazamientos de la población civil. Por un lado, las personas que tuvieron que desplazarse dentro del país: “desplazados”, mayoritariamente tutsis que huyeron a campos protegidos por los militares; “dispersados”, mayoritariamente hutus que huyeron de sus lugares de origen para buscar refugio en otras zonas del país alejadas de los campos controlados por el Ejército tutsi; y “reagrupados”, hutus que sufrieron una reagrupación forzada dentro del país. Y, por otro lado, los refugiados que salieron del país para instalarse, mayoritariamente, en Tanzania, donde ya vivían muchos burundeses refugiados desde 1972. Diversas organizaciones de defensa de los derechos humanos, como Amnistía Internacional, denunciaron las muchas vulneraciones de los derechos humanos de los refugiados en los campos tanzanos.

La última ola de retornados burundeses, aproximadamente 35.000 personas, tuvo lugar a finales de 2012 tras el cierre del campo de refugiados de Mtabila, en Tanzania. Su retorno a Burundi no sólo les deja en situación de extrema vulnerabilidad, si no que añade presión al ya inestable contexto de escasez de la tierra. La gran mayoría de estos retornados se ha instalado en la provincia de Makamba, y por eso es allí donde se desarrolla el programa de seguridad alimentaria de la cooperación vasca.

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Poco después de su regreso, Emmanuel oyó hablar del programa de seguridad alimentaria financiado por la cooperación vasca y enseguida quiso formar parte de él. Uno de los ejes del programa trata de mejorar la producción agrícola integrando agricultura y ganadería. En primer lugar, los agricul-

En Burundi, una vaca es un bien muy preciado. No es sólo un animal. Es abono para mejorar la producción. Es leche, para alimentar a los niños y vender en el mercado. Es dinero, que obtienen gracias a la venta de leche y de los excedentes de los cultivos, y que les permite pagar los gastos escolares de sus hijos, su ropa, sus zapatos. “Para nosotros, la vaca ha sido como un regalo de Dios. Gracias a este programa de la cooperación, la vida de mi familia ha cambiado mucho. Puedo pagar el material escolar de mis hijos y los gastos de su educación. Mi hijo mayor acaba de terminar los estudios para ser profesor, estoy muy orgulloso. Quiero que mis nueve hijos e hijas puedan terminar sus estudios, porque la educación de los hijos es otra herencia para la familia”. Emmanuel es un hombre que ama su trabajo. Emprendedor y lleno de proyectos. Quiere seguir mejorando su parcela de tierra, que ya sirve como modelo hasta para los técnicos del Ministerio de Agricultura. Ahora planea comprar algunas gallinas y les está construyendo un gallinero. Todo para hacer realidad su próximo proyecto: que la electricidad llegue a su hogar. Pero, gracias al apoyo de la cooperación, ya ha cumplido el más importante de sus sueños: que su familia pueda vivir dignamente de la agricultura.

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La fuerza de una lideresa Faïnes es otra de las personas que participan en el programa, estructurado como una cadena: cada familia que recibe una vaca, debe entregar la primera cría a otra familia, y así sucesivamente, de modo que no sólo más personas mejoran sus condiciones de vida, garantizando la continuidad de los efectos positivos del programa, sino que se refuerza la cohesión social en el seno de las comunidades. Así, la cooperación genera unos vínculos fundamentales para una sociedad históricamente dividida. Faïnes tiene 41 años, pero parece mayor. Su vida tampoco ha sido un camino de rosas, pero es una mujer excepcional, una luchadora. Como Emmanuel, ella también tuvo que huir con su familia cuando en 1993 estalló la guerra que se cobró la vida de todos sus hermanos y hermanas. Con su marido y sus dos hijos, cruzó la frontera tanzana tras dos días de viaje a pie, en los que corrían de noche y se escondían de día. Faïnes dice que tuvieron suerte de llegar todos juntos, porque muchos morían y muchas familias se dispersaban en el camino, cuando escapaban de los ataques.

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Al llegar a Tanzania, Faïnes y su familia fueron conducidos por las autoridades a un campo de refugiados. Allí no había guerra, pero la vida tampoco era fácil: dependían de la comida que les entregaban, escasa y poco variada. Después de toda una vida trabajando la tierra, lo único que podían hacer en el campo de refugiados era ir al bosque a buscar leña, aunque las mujeres no podían hacerlo solas por miedo al acoso y las agresiones sexuales de los

policías tanzanos “Era otro tipo de vida. Nos pasamos once años comiendo sólo alubias y maíz. Pero no teníamos opción, y allí al menos no había machetes ni tiros”. Faïnes dio a luz a dos de sus hijos en el campo, en Tanzania. En 2002, las autoridades burundesas y tanzanas informaron a los refugiados de que ya era seguro volver a Burundi,pero Faïnes no se decidió a volver hasta 2004. Aunque las organizaciones de ayuda humanitaria les dieron lo básico para empezar de nuevo, Faïnes y su familia ya no tenían casa y su pequeña parcela estaba invadida por los arbustos. Aún así, estaban contentos de regresar. “Sentí que estaba empezando una nueva vida”. El programa de seguridad alimentaria fue el principio de esa nueva vida. Implicada en él desde el principio, la familia de Faïnes fue una de las primeras en recibir la vaca, que ha tenido ya cuatro crías. Mientras una orgullosa Faïnes muestra su establo, Firmin, su marido, se queda en un segundo plano. Ella es la protagonista. Cuenta cómo el abono orgánico ha mejorado la fertilidad del suelo; cómo han aprendido nuevas técnicas de cultivo que les han permitido aumentar sus cosechas; cómo la leche que venden en el mercado les da dinero que pueden dedicar a sus hijos; y cómo los talleres y los viajes de intercambio de experiencias con agricultores de otras provincias, organizados por el programa, le han permitido aprender. Pero a Faïnes le brillan los ojos, sobre todo, cuando habla de su papel como lideresa de la comunidad. “Mis vecinos me eligieron primero como vicepresidenta del Comité de gestión de la cadena de solidaridad, que gestiona todo el programa en la comunidad. Ahora le he cedido mi puesto a otra vecina, aunque sigo formando parte del Comité. También trabajo en el Comité de gestión del programa de alimentación de la escuela primaria, y me han elegido como mediadora en el seno de la comunidad, para ayudar a solucionar conflictos por la propiedad de la tierra y problemas entre los matrimonios”. Reconoce que esta labor le da mucho trabajo, que se añade al que ya realiza en el campo y en casa, pero se siente orgullosa de que sus vecinos la hayan elegido para representarles. El ejemplo de Faïnes sirve para visibilizar el valor del trabajo que realizan las

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mujeres, normalmente poco reconocido en una sociedad machista como la burundesa. La marginación económica y social de la mujer también es palpable en el seno de los hogares, donde al trabajo productivo (en la agricultura y en la venta de productos agrícolas) se suman las labores domésticas. Además, las mujeres no tienen poder en la toma de decisiones en el hogar, por ejemplo respecto al gasto de los ingresos generados por su trabajo en los campos. El programa de seguridad alimentaria ha tratado de hacer frente a esta desigualdad, sensibilizando poco a poco las familias sobre la necesidad de que hombres y mujeres decidan conjuntamente el destino de sus ingresos. Por ejemplo, el ganado que entrega el proyecto a través de la cadena de solidaridad comunitaria exige a las familias que presenten su acta de matrimonio, de modo que la vaca pertenezca tanto al hombre como a la mujer. El programa también trata de empoderar a las mujeres, que en muchos casos no son conscientes de la discriminación, para que conozcan sus derechos y puedan ejercerlos. Y fomenta que mujeres como Faïnes puedan desarrollar su liderazgo en la comunidad, garantizando a las mujeres puestos en los Comités de Gestión de los distintos ejes del programa. El programa también incluye medidas para proteger y favorecer la inclusión de mujeres especialmente vulnerables, madres solteras o mujeres que son cabeza de familia.

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Éste es el primer paso de un trabajo a largo plazo que parece que va dando sus frutos. Emmanuel asegura que “la gestión de los bienes de mi familia se basa en los acuerdos a los que llegamos mi mujer y yo. Trabajamos juntos en el campo y cuidando a la vaca. Todas nuestras posesiones nos pertenecen a los dos”. Faïnes también asegura que negocia con su marido a qué dedican sus ingresos. Sin embargo, las labores domésticas siguen recayendo sobre ella, síntoma de que queda un largo camino por recorrer. La segunda fase del programa prevé la creación de una escuela de política para mujeres, con el objetivo de que puedan tomar conciencia de sus derechos y elaboren una agenda política basada en sus necesidades. Durante su primera fase, el programa también ha trabajado en el ámbito de la incidencia política a fin de re-

formar la Ley de Sucesión para reconocer la igualdad de género en térmi- nos de propiedad y herencia. Sin embargo este proyecto de reforma, que se presentó ante el Parlamento en 2006 y que ha movilizado a la sociedad civil en la lucha por su aprobación, ha sido bloqueado por el Gobierno. Faïnes, como sus vecinos, tiene claro que el apoyo de la cooperación tiene que continuar. Aún quedan en su colina muchas personas vulnerables para quienes la supervivencia es una lucha diaria. “Es necesario que el programa continúe, para que puedan participar más familias y haya un verdadero desarrollo en nuestra comunidad. Ahora nuestra necesidad más inmediata es que nuestra colina tenga una fuente que nos de acceso a agua potable”, afirma Faïnes. reformar la Ley de Sucesión para reconocer la igualdad de género en térmi- nos de propiedad y herencia. Sin embargo este proyecto de reforma, que se presentó ante el Parlamento en 2006 y que ha movilizado a la sociedad civil en la lucha por su aprobación, ha sido bloqueado por el Gobierno.

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La tierra es del hombre, pero pertenece a la familia Son palabras de una agricultora burundesa, que aunque trabaja la tierra junto a su marido, sabe que él es el dueño. Así lo estipula la ley consuetudinaria, que establece que las mujeres no pueden poseer ni tierras ni ganado, a pesar de desempeñar un papel clave en la agricultura. El 97% de las mujeres burundesas se dedican a la agricultura, constituyendo el 53% de la mano de obra de este sector, y cultivan entre el 50% y el 70% de la producción alimentaria. Sin embargo, son quienes más sufren la inseguridad alimentaria, porque su consumo alimenticio es de menor cantidad y peor calidad.

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La sociedad burundesa es machista y patriarcal. Las mujeres apenas tienen acceso a recursos como la tierra, el crédito o los insumos agrícolas, lo cual hace que los hogares encabezados por mujeres sean especialmente vulnerables. En Burundi, la pobreza tiene rostro de mujer. Las mujeres campesinas son, de media, más pobres que los hombres. A pesar de la introducción de la educación primaria gratuita en 2005, siguen existiendo muchas disparidades entre hombres y mujeres en términos educativos, especialmente en la educación superior. El 40% de las mujeres mayores de 15 años son analfabetas. Aunque en 2006 el Gobierno eliminó las tasas sanitarias para mujeres embarazadas y las cifras han mejorado espectacularmente desde 2006, la tasa de mortalidad materna sigue siendo elevada. Las mujeres también se ven especialmente afectadas por el SIDA y la violencia sexual, y la incidencia de los matrimonios y embarazos precoces es altísima.

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El desafío de los más vulnerables Otro eje del programa, el acondicionamiento de los humedales, ha servido para solucionar parcialmente el problema de la falta de tierra. Las zonas de humedales pertenecen al Gobierno y, hasta la llegada del programa, apenas era posible cultivar en ellas. El Gobierno las ha cedido para su explotación, los agricultores las han acondicionado para la siembra de arroz, y el programa ha construido diques y canales que permiten controlar el agua y el riego. Además, un equipo de agrónomos del programa ha enseñado a los agricultores a hacer curvas de nivel y sembrar plantas forrajeras que contribuyen a evitar la erosión. Muchas de estas nuevas parcelas han ido a parar a familias y mujeres sin tierra, ofreciéndoles un recurso para sobrevivir. Para quienes ya cultivaban estas tierras, el cambio ha sido abismal. “Antes el suelo estaba muy erosionado y cuando llovía, el agua inundaba enseguida nuestras parcelas y era imposible trabajar. A veces ni se podía llegar a las parcelas. Ahora controlamos nosotras el agua y regamos cuando hace falta” dice Daffrosse, que cultiva un pequeño terreno en los humedales.

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Jacqueline muestra su parcela, de un verde reluciente. Con su hijo a la espalda, cuenta cómo “los agrónomos nos han enseñado a sembrar bien el arroz, porque antes lo echábamos a puñados en la tierra y la cosecha era muy pobre. Ahora tenemos más producción con muchas menos semillas”. El arroz es un cultivo estratégico porque diversifica la dieta de las familias, ya que es un producto caro que antes no podían permitirse. Además, los casi 500 hogares que cultivan las 50 hectáreas de humedales acondicionados pueden

vender los excedentes a buen precio. Desde que empezara el programa, los agricultores no tienen que vender la cosecha nada más recogerla. Antes se veían obligados a hacerlo por la necesidad de afrontar pagos inmediatos, y también porque, al guardarla en sus casas, corrían el riesgo de que se estropease o se la robasen. Ahora cuentan con los seis almacenes de grano que se han construido en Nyanza Lac y Kayogoro en el marco del programa. Los almacenes están administrados por los propios agricultores a través de Comités de Gestión cuyos miembros son elegidos por la comunidad. Los agricultores que lo desean traen aquí sus cosechas, a cambio de ceder el 10% de ellas a modo de pago; así, pueden vender sus productos más adelante a mejor precio y contar con reservas de alimentos para momentos de escasez. Los almacenes están empezando a autofinanciarse gracias a los kilos de grano con los que pagan los agricultores. Parte de ellos sirven para pagar a un vigilante que evite robos en el almacén, y el resto se vende conjuntamente; los ingresos se reinvierten en el mantenimiento del almacén. Uno de los almacenes en Nyanza Lac ha tenido tanto éxito que la demanda para llevar el grano supera la capacidad de almacenamiento; Gaspar, el Presidente del Comité de Gestión, cuenta que planean ahorrar para construir otro “aunque de momento es difícil porque aquí es complicado tener acceso al crédito”. El reto para la segunda parte del programa, que acaba de ponerse en marcha también con fondos de la cooperación vasca, es reforzar estos Comités de Gestión para que lleguen a convertirse en cooperativas que vendan el grano de forma conjunta. “Uno de los objetivos de la segunda fase del proyecto es fortalecer el asociacionismo para mejorar los ingresos de los agricultores. La formación de verdaderas cooperativas y la venta conjunta de sus cosechas les daría un mayor poder de negociación en el mercado”, afirma Mikael Baun, el técnico de Oxfam Intermón que trabaja con las organizaciones locales en el programa. El programa financiado por la cooperación vasca se dirige sobre todo a refugiados que han vuelto tras años de exilio, como Emmanuel y Faïnes. Pero no

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sólo. También trata de fortalecer a personas que, aunque no hayan tenido que huir del país, se encuentran en situación de especial vulnerabilidad, como viudas, madres solteras o familias sin tierra. Es el caso de Ferdàs, Presidenta del Comité de Gestión de uno de los molinos que han comenzado a funcionar en Makamba en el marco del programa. A sus 24 años, Ferdàs es madre soltera de dos hijos. Y no tiene tierras, algo habitual sobre todo en el caso de las mujeres. Antes solía sobrevivir sólo con su trabajo como jornalera en los campos pero, al igual que sus compañeras, desde 2011 lo combina con su labor en el molino. Ferdás dice que el molino no sólo le ha proporcionado ingresos extra para comprar comida, ropa y jabón para sus hijos, sino que además “ha creado un vínculo entre las mujeres que lo gestionamos. Nos cuidamos, nos ayudamos, e incluso hemos alquilado una parcela de tierra entre todas, para poder cultivar nuestra propia mandioca y tener más recursos para salir adelante”. El programa ha financiado otros dos molinos en la provincia, y para su segunda fase planea financiar también otras máquinas como descascarilladoras de arroz, que permitirán añadir valor a la producción y ofrecer recursos a otras mujeres como Ferdàs.

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Los niños sin espejos Los niños no son sólo uno de los colectivos más vulnerables de Burundi, también son uno de los más numerosos. Constituyen el 45,7% de la población de un país cuya media de edad se sitúa en los 17 años. A pesar de que el Gobierno ha puesto en marcha una campaña para tratar de limitar la natalidad a tres hijos por familia y así aliviar la presión demográfica que tantas tensiones genera en el país, la tasa de crecimiento demográfico de Burundi sigue siendo la más elevada del África subsahariana y es el sexto país del mundo en índice de natalidad.

Recorrer Burundi significa ver niños por todas partes; niños que corren, sonríen, juegan. Y trabajan. A pesar de que el Gobierno ha establecido la gratuidad de la educación primaria, lo cual ha mejorado notablemente las cifras de alfabetización, muchas familias no pueden permitirse los gastos que acarrea la educación secundaria de sus hijos y un gran porcentaje de esos niños abandonan la educación a los 14 años. Muchas niñas lo hacen también a causa de embarazos precoces, muy habituales en Burundi entre menores de edad. Tras dejar la escuela, muchos de esos niños trabajan con sus padres en el campo. Pero, cada vez más, emigran a los escasos centros urbanos del país (principalmente a Buyumbura) para buscarse la vida. Aproximadamente el 60% de ellos trabajan como empleados domésticos, pero alrededor de un 30% termina viviendo en la calle, exacerbando aún más su vulnerabilidad e incrementando las posibilidades de que cometan algún delito. En ese caso, cumplen su condena en cárceles de adultos, donde la vulneración de sus derechos es total y donde no tienen ya ninguna esperanza de futuro.

La ONG suiza Terre des Hommes trabaja para romper este círculo vicioso. Desde un enfoque de prevención, el objetivo de esta organización es proteger a los niños garantizando el ejercicio de sus derechos humanos y su acceso a servicios sociales básicos como la sanidad y la educación. Su labor, en colaboración con el Gobierno y alineada con la política nacional de protección de la infancia, comienza en las colinas, a través de los Comités de Protección de la Infancia. Tratan de proteger a los menores a través de la educación, la sanidad, la sensibilización en materia de derechos de la infancia y educación sexual, e intentan evitar que los niños de zonas rurales emigren a las ciudades. Terre des Hommes también trabaja en núcleos urbanos, tratando de garantizar los derechos de los menores que trabajan en el servicio doméstico y de los niños de la calle; facilitan su acceso a los servicios sociales e intentan evitar que se vean obligados a cometer algún delito. Por último, han desarrollado una labor de incidencia política para modificar la Ley de Justicia para Menores y conseguir que los niños que hayan cometido algún delito sean encarcelados en centros especiales para menores. “Con el cambio legal, en los últimos cuatro años hemos conseguido que el número de menores en cárceles de adultos pase de más de 400 a 200. Es un gran avance, pero queda mucho por hacer”, afirma Jérôme Combes, representante de la organización en Burundi. Entre 2010 y 2012, Terre des Hommes recibió financiación del Gobierno Vasco para uno de sus proyectos; a partir de ese año, el proyecto siguió adelante, pero con fondos de otros donantes. “No lo entiendo. Es abandonar dos años de trabajo, de inversión. Es difícil ver el impacto de un proyecto en sólo dos o tres años, especialmente en el ámbito de la infancia. La financiación debería tener más continuidad a largo plazo para mejorar los resultados” concluye Jérôme. Oyendo a Jérôme, nuestra cabeza vuelve al Burundi rural. A los niños que conocimos allí y que se emocionaron con nuestra visita. Niños que nunca se habían visto la cara hasta que les enseñamos las fotos que les hicimos, y entonces se reconocían entre ellos, pero no a sí mismos. Niños sin espejos. Esos niños son el futuro de un país que ya tiene demasiadas heridas. Por eso, la continuidad del trabajo de organizaciones como Terre des Hommes es vital.

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Las heridas de la guerra Fainès, Emmanuel, Ferdàs, Gaspar, Jacqueline. Las organizaciones locales socias de Oxfam Intermón. Otras ONG. Todos coinciden en que aún queda mucho por hacer en Burundi. Sin embargo, parece que en ocasiones las heridas abiertas de la guerra y la fragilidad del contexto político ensombrecen la importancia del trabajo de desarrollo.

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A pesar de los avances hacia la consolidación de la paz, Burundi vive una situación política convulsa. La tensión se respira en el aire. Ya desde las elecciones de 2010, en las que Pierre Nkurunziza salió reelegido y que la oposición calificó de fraude, el Gobierno de Burundi ha dado un giro represivo: control de la oposición, falta de espacio político, límites a la libertad de expresión y manifestación. La sociedad civil denuncia la mordaza que supone la nueva Ley de Prensa promulgada por el Gobierno, que restringe la publicación de contenidos relacionados con el Estado y la seguridad pública, así como cualquier información que “amenace la economía o insulte al Presidente”. También obliga a los periodistas a revelar sus fuentes a petición del Gobierno. Los medios y personas que incumplan esta nueva Ley deberán pagar multas exorbitadas. En cualquier caso, hace tiempo que los periodistas burundeses independientes sufren acoso y detenciones arbitrarias. El pasado 8 de marzo, una manifestación liderada por el partido opositor Movimiento por la Solidaridad y la Democracia acabó con un violento enfrentamiento con la policía, y 21 activistas detenidos y encarcelados “de por vida”. En abril, el Gobierno expulsó del país a un alto funcionario de Naciones Unidas después de que se filtrara un informe en el que se alertaba de que la sección joven del partido en el Gobierno, conocida como Imbone rakure, estaba reci-

biendo armas. En algunas zonas rurales, este grupo ha adquirido más importancia que la policía, y por eso esta noticia ha causado especial alarma. Un ejemplo paradigmático de la situación que vive Burundi es el caso del conocido defensor de los derechos humanos Pierre Claver, que fue detenido el pasado 16 de mayo por haber “extendido falsos rumores, incitar a la rebelión contra las autoridades y haber amenazado la seguridad del país”. ¿Su delito? Haberse referido, el 6 de mayo en la radio, a la entrega de armas y el entrenamiento militar de la joven milicia gubernamental en la República Democrática del Congo. Finalmente, gracias al trabajo de la sociedad civil burundesa y a la presión de la comunidad internacional, Pierre Claver fue liberado finalmente el 29 de septiembre, aunque se trata de una libertad condicional y sus movimientos están restringidos.

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Isanganiro: el diálogo es mejor que la fuerza En este mar de silencio, control y miedo, radio Isanganiro es un faro de independencia y espíritu de diálogo. Creada en 2002, cuando la guerra aún no había terminado, su nombre lo dice todo: Isanganiro, punto de encuentro. Isanganiro nació con la vocación de convertirse en una herramienta de diálogo entre las distintas partes de un país dividido por años de guerra civil. Un país donde, a pesar del recientemente aprobado proyecto sobre la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, no ha habido una verdadera reconciliación casi diez años después del fin del conflicto. Todavía impera el miedo, el silencio. Radio Isanganiro pretende romper ese silencio ofreciendo un inusual foro para el debate político, a fin de que la población se exprese y se escuche. El objetivo no sólo es propiciar una verdadera reconciliación y fomentar la rendición de cuentas, sino promover entre los ciudadanos burundeses una cultura democrática y de derechos humanos.

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Radio Isanganiro cuenta con cuatro estudios de grabación, un estudio descentralizado y corresponsales en algunas provincias del país. En un país donde el 90% de la población oye la radio, Isanganiro es la segunda emisora más escuchada. Sus emisiones abarcan diferentes contenidos, desde la música y la cultura hasta el debate político, testimonios sobre la guerra y programas sociales. Desde 2009, parte de las actividades de Radio Isanganiro

establezcan procesos de rendición de cuentas; también queremos inculcar una cultura democrática, hacer que la gente comprenda sus derechos y dar voz a los ciudadanos. Aún queda mucho por hacer, pero la gente empieza a hablar, especialmente las mujeres” destaca Vicent Nkeshimana, director de la radio. La futura paz del país depende de que haya una verdadera reconciliación, sin la cual no puede haber justicia. De que los bandos enfrentados durante la guerra establezcan un verdadero diálogo. De que los ciudadanos hagan oír su voz. De que se instaure una verdadera cultura democrática. Y, en este sentido, la financiación de iniciativas como Radio Isanganiro puede marcar la diferencia. Porque, como reza su eslogan, “el diálogo es mejor que la fuerza”.

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Sentar las bases del desarrollo A pesar del convulso contexto político, no debemos olvidarnos del día a día de personas como Emmanuel, Faïnes, Ferdàs, y tantas otras que no han tenido la oportunidad recibir el apoyo de la cooperación. Sobre todo ahora, cuando el país empieza a recuperarse de una situación de emergencia, es necesario sentar las bases del futuro económico y social de los burundeses. Por eso el trabajo en desarrollo debe ser prioritario, tanto para el Gobierno de Burundi como para las organizaciones internacionales, las ONG y los donantes. En los últimos años el Gobierno de Burundi, con la colaboración de organizaciones como el Banco Mundial, ha elaborado diversos planes y estrategias para favorecer el desarrollo del país, y especialmente el desarrollo agrícola, un sector prioritario por constituir la principal fuente de ingresos y empleo en Burundi. La Declaración de Maputo (2003) comprometía a Burundi a destinar el 10% de su presupuesto a la agricultura en 2008. Aunque no cumplió con el compromiso en la fecha prevista, a partir de 2009 la inversión gubernamental en agricultura se ha ido incrementando hasta alcanzar, en 2011, el objetivo marcado por la Declaración. No obstante, los porcentajes de inversión en agricultura varían enormemente de un año a otro, en gran medida debido a que la economía burundesa es extremadamente vulnerable a factores externos y a que el presupuesto gubernamental depende fundamentalmente de la ayuda exterior.

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Una de las claves para el desarrollo del país, también en el caso del sector agrícola, es el proceso de descentralización iniciado por el Gobierno con el objetivo de transferir competencias y recursos a las provincias y las comu-

nas, para que cada una de ellas se convirtiese en el motor de su propio desarrollo. Sin embargo, según la sociedad civil local, la descentralización sólo existe sobre el papel. Según fuentes de la administración provincial, “en realidad, los planes de descentralización y las estrategias agrícolas a nivel provincial no están dotados de recursos, por eso la población no ha podido constatar el aumento de la inversión en agricultura. Elaboramos planes de desarrollo agrícola a nivel provincial en función de las necesidades que se detectan sobre el terreno, pero luego todo el presupuesto se gestiona a nivel central. Tenemos que ir a la capital para todo, hasta para buscar el material de oficina”. La Dirección Provincial de Agricultura y Ganadería (DPAE), encargada de dar seguimiento a las estrategias de desarrollo agrícola, no tiene medios para hacer su trabajo en terreno. No cuentan con ningún coche, ni siquiera con bicicletas para desplazarse por la provincia y hacer visitas de seguimiento. En muchas ocasiones, aprovechan los viajes a terreno de las ONG para hacerlo. Al igual que hace con otros proyectos y donantes, la DPAE ha trabajado codo con codo con Oxfam Intermón y sus organizaciones socias a nivel local en la ejecución de este programa de seguridad alimentaria. Desde la DPAE destacan esta colaboración “hemos trabajado juntos en terreno, en la organización de actividades, se han establecido acuerdos, se ha mejorado la gestión y nos hemos apoyado mutuamente. Hemos aprendido mucho de nuestra colaboración con Oxfam y sus socios”; también subrayan los efectos positivos del programa de la cooperación vasca “se han puesto nuevas tierras a disposición de los agricultores, se ha contribuido a paliar los efectos del cambio climático, que aquí son enormes, y se han reforzado las capacidades de la población, a nivel individual y colectivo”. Tanto la DPAE como las organizaciones de la sociedad civil coinciden en la importancia de que el programa de seguridad alimentaria haya recibido financiación para una segunda fase. Hasta ahora, el programa ha prestado apoyo a 2.500 personas, y pretende llegar a 2.500 personas más en esta segunda fase que acaba de ponerse en marcha y se desarrollará hasta finales de 2016. “Es fundamental” señalan, “porque la mayoría de la población de

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la provincia sigue siendo muy vulnerable. Es necesario ampliar las zonas de intervención. Y también dar seguimiento a las actividades realizadas hasta ahora, porque sin ese acompañamiento muchas personas tendrán problemas para seguir adelante con lo que ha iniciado el programa”. Son conscientes de que, sin ese acompañamiento y una cierta continuidad de la financiación, la vulnerabilidad del contexto económico y social puede hacer que los logros alcanzados hasta el momento se volatilicen. Muestra de esa vulnerabilidad es que, en 2012, los fenómenos climáticos extremos en la comuna de Kayogoro dañaron las cosechas provocando una crisis humanitaria que obligó a prestar ayuda alimentaria de emergencia a la población. Además, también se puso de manifiesto que los agricultores involucrados en el programa de seguridad alimentaria tienen mayor fortaleza para hacer frente a las crisis. Una prueba más de la necesidad de seguir trabajando.

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Construyendo futuro El futuro de Burundi y, sobre todo, de sus ciudadanos, se enfrenta a múltiples interrogantes y problemas. La cooperación internacional al desarrollo puede contribuir a solventar muchos de ellos, a través de programas como el de seguridad alimentaria en la provincia de Makamba, financiado por la cooperación vasca. O de proyectos similares gestionados por la Cruz Roja española en el país. O financiando la labor de ONG como Terre des Hommes. La sociedad civil burundesa afirma que ahora, una vez pasado el periodo de emergencia, el apoyo de la cooperación internacional (no sólo en lo económico, sino en términos de intercambio de conocimientos y visibilidad internacional) sigue siendo igual de necesario para reconstruir el país y sentar las bases de un futuro próspero y pacífico.

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Y es que la guerra frenó mucho el desarrollo de un país que, a pesar de depender de la ayuda exterior, no ha recibido tanta atención internacional como por ejemplo la vecina Ruanda. A pesar de los esfuerzos del Gobierno por elaborar estrategias para el desarrollo y la lucha contra la pobreza lo cierto es que, hasta el momento, dichos planes no han recibido ni el 10% de sus necesidades presupuestarias. Esto se debe, por un lado, a la corrupción y la falta de transparencia, razón por la cual la sociedad civil burundesa reclama a los grandes donantes como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional que fortalezcan su control sobre los fondos que conceden directamente al Gobierno.

elaboración de este informen coinciden en que la continuidad de la financiación y el acompañamiento a largo plazo de los programas de desarrollo es fundamental, tanto por la fragilidad del contexto político y económico de Burundi como por el hecho de que el país se encuentra en ese momento clave en que la emergencia empieza a transformarse en desarrollo. Sin estos dos elementos, continuidad y sostenibilidad, no sólo no será posible seguir avanzando, sino que se corre el riesgo de perder los logros alcanzados. Porque la cooperación marca la diferencia. Según Theódore, técnico de ACORD, la organización local que gestiona parte del programa de seguridad alimentaria en Makamba, la diferencia en el caso de personas como Faïnes o Emmanuel consiste en “poder comer o no poder. Tener comida para alimentar a sus hijos o no tenerla”. Tras su experiencia en el programa, para ellos el reto está en pasar de la supervivencia a un cierto grado de bienestar. Acceso a agua potable. Electricidad en casa. Que sus hijos puedan seguir estudiando. Ese futuro está, en parte, en nuestras manos. El Gobierno Vasco ha demostrado que, con voluntad y compromiso político, es posible mantener una política de cooperación fuerte y coherente. Es la única administración española que no ha reducido su ayuda oficial al desarrollo desde 2008, es decir, desde el inicio de la crisis. En 2012, fue la Comunidad Autónoma que realizó un mayor desembolso de ayuda oficial al desarrollo y también la que realizó una mayor tasa de esfuerzo en relación al total de su presupuesto con un 0,52%, un porcentaje muy por encima del resto de Comunidades. Mientras, el conjunto de la cooperación española se derrumba: la AOD se ha reducido en un 70% cuatro años, y en 2012 suponía sólo un 0,16% de la renta nacional bruta española. Además, todos los grupos parlamentarios del País Vasco han mantenido una interlocución política constante con los actores de desarrollo a través de la Coordinadora de ONG de Euskadi, mientras que las políticas de austeridad del gobierno español han penalizado desproporcionadamente a la política de cooperación, sin atender a las recomendaciones de la sociedad civil. El ejemplo del País Vasco demuestra que la cooperación al desarrollo es una

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política pública indispensable que depende en gran medida de la voluntad política. A pesar del difícil contexto económico que desde hace años atraviesan las Comunidades Autónomas y el conjunto de nuestro país, el País Vasco ha mantenido su compromiso con la política de cooperación. Su ejemplo demuestra que es posible hacerlo. Es posible mantener ese lazo que nos une, quizá sin saberlo, a Emmanuel, Faïnes y a otros miles de burundeses y burundesas que se levantan cada día con la esperanza de vivir en un país en paz, alimentar a sus familias y educar a sus hijos. Con la esperanza de construir un futuro mejor para sus familias. Para ello cuentan con nuestro apoyo, a través de la política de cooperación, con la que la ciudadanía española contribuye a mejorar las vidas de las personas y a evitar que Burundi caiga de nuevo en un conflicto. Que Emmanuel, Faïnes y tantas otras familias no tengan que volver a huir está, en parte, en nuestras manos. Defendamos nuestra política de cooperación para evitar que cientos de miles de personas como ellos tengan que volver a empezar de cero.

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