Autor: Freeman Dyson \(1998\): Mundos del futuro, Editorial Crítica ...

En todo el mundo, inventores entusiastas vendían aeroplanos a pilotos intrépidos y a compañías recién constituidas. Muchos pilotos se estrellaron y muchas ...
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Autor: Freeman Dyson (1998): Mundos del futuro, Editorial Crítica, Barcelona Relatos Las tecnologías que tienen éxito suelen comenzar como aficiones. Jacques Cousteau inventó la inmersión con escafandra autónoma porque le gustaba explorar cuevas. Los hermanos Wright inventaron el vuelo como un solaz frente a la monotonía de su negocio normal de vender y reparar bicicletas. Un poco antes, la bicicleta y el automóvil empezaron como vehículos de recreo, como medios para que la gente que tenía tiempo libre explorara el campo, antes de que existieran carreteras asfaltadas que hicieran eficiente viajar y conducir vehículos. En todas estas tecnologías, los pioneros gastaban su propio dinero y arriesgaban su vida para nada más sustancial que la diversión. Hacer inmersión es divertido, volar es divertido, pedalear en una bicicleta y conducir un automóvil es divertido, especialmente en aquellos primeros días en los que nadie más lo hacía. Incluso hoy en día, cuando cada una de estas cuatro aficiones se ha convertido en una enorme industria, cuando se ponen en vigor normativas legales para reducir los riesgos tanto como sea posible, el deporte y el ocio suministran todavía gran parte de la motivación para hacer avanzar las tecnologías. La historia de la aviación es un buen ejemplo para observarla en detalle en busca de atisbos sobre la interacción de la tecnología con los asuntos humanos, porque dos tecnologías completamente distintas estaban compitiendo por su supervivencia; en los inicios se denominaron más pesada que el aire y más ligera que el aire. El aeroplano y la aeronave eran no sólo físicamente distintos en forma y tamaño, sino también sociológicamente diferentes. El aeroplano o avión se originó a partir de los sueños de la aventura personal. La aeronave o dirigible surgió de los sueños del imperio. La imagen en la mente de los constructores de aeroplanos era un pájaro. La imagen en la mente de los constructores de aeronaves era un transatlántico. Tenemos la suerte de poseer una imagen vívida de las fases creativas de estas tecnologías, escrita por un hombre que estuvo muy implicado en ambas y que asimismo era un escritor dotado, Nevil Shute Norway. Antes de convertirse en el famoso novelista Nevil Shute (autor de Pied Piper, A Town likeAlice, On the Beach y otros relatos maravillosos), Norway fue un ingeniero aeronáutico que trabajaba profesionalmente en el diseño de aeroplanos y aeronaves. Escribió una autobiografía con el título Slide Rule, en la que describió su vida como ingeniero. Norway no empezó con ningún prejuicio a favor de los aviones y contra los dirigibles. Trabajó en ambos con igual dedicación, y estaba particularmente orgulloso de su participación en el diseño de la aeronave R100. Trabajó en ella durante seis años, desde el momento de su concepción en 1924 hasta el de su entrega en 1930, y voló en su triunfante viaje inaugural en 1930, desde Londres a Montreal y vuelta. Desde un punto de vista técnico, las aeronaves tenían entonces muchas ventajas sobre los aeroplanos, y la R100 era un éxito técnico. Pero Norway vio claramente que el destino de aeroplanos y dirigibles no dependía únicamente de factores técnicos. Incluso antes de convertirse en un escritor profesional, estaba más interesado en las personas que en tornillos y tuercas. Vio y registró los factores humanos que hicieron que la construcción de aeroplanos fuera divertida y la construcción de aeronaves una pesadilla. Después de terminar la R100, Norway puso en marcha una compañía propia, Airspeed Limited. Era una de los cientos de pequeñas compañías que inventaban, construían y vendían aeroplanos en las décadas de 1920 y 1930. Norway estimó que durante estos años volaron unas 100.000 variedades distintas de aeroplanos. En todo el mundo, inventores entusiastas vendían aeroplanos a pilotos intrépidos y a compañías recién constituidas. Muchos pilotos se estrellaron y muchas compañías quebraron. De los 100.000 tipos de aeroplanos, sobrevivieron unos 100 para formar la base de la aviación moderna. La evolución del avión fue un proceso estrictamente darwiniano en el que casi todas las variedades de aeroplano fracasaron, del mismo modo que casi todas las especies de animales se extinguen. Debido a la rigurosa selección, los pocos aviones que sobrevivieron son sorprendentemente fiables, económicos y seguros. El proceso darwiniano es despiadado, porque depende del fracaso. Funcionó bien en la evolución de los aeroplanos, porque los aeroplanos eran pequeños, las compañías que los construían eran pequeñas y los costes del fracaso en dinero y vidas eran tolerables. Los aviones se estrellaban, los pilotos morían y los inversores se arruinaban, pero la escala de las pérdidas no era lo suficientemente grande como para detener el proceso de evolución. Después de la caída, siempre aparecían nuevos pilotos y nuevos inversores, con nuevos sueños de gloria. Y así continuaba el proceso de selección, eliminando a los inadaptados, hasta que los aviones y las compañías se hicieron tan grandes que se desaprobaron oficialmente ulteriores eliminaciones. La compañía de Norway fue una de las pocas que sobrevivieron a la escarda y se hicieron lucrativas comercialmente. En consecuencia, fue comprada por De Havilland y se convirtió en una división de ésta, con lo que perdió la libertad de tomar sus propias decisiones y de correr sus propios riesgos. Ya antes de que De Havilland asumiera la dirección de la compañía, Norway decidió que el negocio ya no era divertido. Dejó de construir aviones y empezó su nueva carrera como novelista. La evolución de las aeronaves fue una historia distinta, dominada por los políticos y no por los inventores. Los políticos británicos de la década de 1920 eran muy conscientes de que el siglo de hegemonía mundial de Gran Bretaña basada en el poder marítimo había llegado a su fin. El imperio británico seguía siendo el mayor del mundo, pero ya no podía confiar en la Royal Navy para mantenerse unido. La mayoría de los principales políticos, tanto conservadores como laboristas, tenían todavía sueños imperiales. Sus asesores militares y políticos les decían que en el mundo moderno, el poder aéreo estaba sustituyendo al poder marítimo como emblema de grandeza. De modo que se volvieron al poder aéreo como la ola del futuro que iba a mantener a Gran Bretaña en la cima del mundo. Y en este contexto era natural que pensaran en las aeronaves y no en los aeroplanos como vehículos de la autoridad imperial. Los dirigibles eran superficialmente como los transatlánticos, grandes y visualmente impresionantes. Las aeronaves podían volar sin escalas desde un extremo del imperio al otro. Los políticos importantes podían volar en aeronaves desde dominios remotos hasta las reuniones en Londres sin verse obligados a desatender sus distritos domésticos durante un mes. En cambio, los aeroplanos eran pequeños, ruidosos y feos, todo ello indigno de tan elevado propósito. En aquella época, los aeroplanos no podían volar de forma rutinaria sobre los océanos. No podían permanecer mucho tiempo en vuelo y en todas partes dependían de bases locales. Los aeroplanos eran útiles para luchar en batallas locales, pero no para administrar un imperio mundial.

Uno de los políticos más obsesionados con los dirigibles fue el par laborista lord Thompson, secretario de Estado para el Aire en los gobiernos laboristas de 1924 y 1929. Lord Thompson fue la fuerza motriz que impulsó el proyecto para construir la aeronave R101 en los Talleres de Aeronaves Reales en Cardington, propiedad del gobierno. Siendo socialista a la vez que imperialista, insistió en que la fábrica gubernamental obtuviera el contrato. Pero como compromiso para tener contenta a la oposición conservadora, se las arregló para que una nave hermana, la R100, fuera construida al mismo tiempo por la firma privada Vickers Limited. La R101 y la R100 iban a ser los buques insignia del imperio británico en la nueva era. La R101, al ser mayor, volaría sin escalas desde Inglaterra a la India y quizá posteriormente hasta Australia. La R100, una empresa más modesta, proporcionaría un servicio regular sobre el Atlántico entre Inglaterra y Canadá. Norway, desde su posición en el equipo de ingenieros que diseñaba la R100, fue un espectador privilegiado del destino de ambas aeronaves. Desde un principio, el proyecto de la R101 fue impulsado por la ideología y no por el sentido común. A toda costa, la R101 tenía que ser el mayor dirigible del mundo, y a toda costa tenía que estar lista para volar a la India en una fecha fija de octubre de 1930, en la que el propio lord Thompson habría de embarcarse en su viaje inaugural a Karachi y retorno, volviendo justo a tiempo para asistir a una conferencia imperial en Londres. Su espectacular llegada a la conferencia en aeronave, portando flores frescas de la India, demostraría a un mundo admirado la grandeza de Gran Bretaña y del Imperio, e incidentalmente demostraría la superioridad de la industria socialista y del mismo lord Thompson. El tamaño descomunal y la fecha fija fueron una combinación fatal. Los problemas técnicos de sellar sacos de gas enormes de manera que no perdiesen no se resolvieron nunca. No hubo tiempo para hacer que la nave realizara los prescriptivos vuelos de prueba antes del viaje a la India. Finalmente, despegó en su vuelo inaugural, completamente empapada por el mal tiempo, con lord Thompson y sus varios miles de kilos de equipaje señorial a bordo. La nave apenas tenía empuje para elevarse por encima de su torre de amarre. Ocho horas más tarde se estrelló y ardió en un campo del norte de Francia. De las cincuenta y cuatro personas a bordo, seis sobrevivieron. Lord Thompson no era una de ellas. Mientras tanto, la R100, con la ayuda de Norway, había sido construida de una manera más razonable. Sus sacos de gas no perdían, y tenía un margen adecuado de empuje para transportar la carga asignada. La R100 completó su viaje inaugural a Montreal y retorno sin ningún desastre, siete semanas antes de que la R101 saliera de Inglaterra. Pero Norway encontró que el viaje no era en absoluto tranquilizador. Señala que la R100 fue violentamente zarandeada en una tormenta local sobre Canadá y que tuvo suerte de evitar ser desgarrada. No la consideró lo suficientemente segura para el servicio regular de pasajeros. La cuestión de si era lo suficientemente segura pasó a ser secundaria después del desastre de la R101. Después de un tal desastre, no es probable que hubiera pasajeros dispuestos a presentarse voluntariamente para sufrir otro. La R100 se desmanteló discretamente y los fragmentos se vendieron como chatarra. La era de las aeronaves imperiales había llegado a su fin. La finalidad anunciada de la R100 era proporcionar un servicio de pasajeros seguro entre Inglaterra y Canadá, con salida y llegada una vez por semana. Después de que la aeronave fracasara, lord Cunard, el propietario de la compañía naviera Cunard, les preguntó a sus ingenieros qué haría falta para proporcionar un servicio semanal a través del Atlántico utilizando únicamente dos transatlánticos. Por aquella época un barco tardaba siete u ocho días en cruzar el Atlántico, de manera que un servicio semanal requería al menos tres buques. Para hacerlo con dos barcos se precisaría realizar la travesía en cinco días, con dos días de margen para el mal tiempo, la carga y la descarga. Los ingenieros de la Cunard diseñaron el Queen Mary y el Queen Elizabeth para que realizaran la travesía en cinco días. Para hacerlo de manera económica, y debido a la manera en que la resistencia al avance que opone el oleaje es proporcional a la velocidad y al tamaño, los dos buques tenían que ser sustancialmente mayores que otros transatlánticos. Lord Cunard confiaba que el negocio de transportar pasajeros por barco podría seguir siendo lucrativo durante unas cuantas décadas más, y ordenó construir los buques. A su debido tiempo, después de la interrupción causada por la segunda guerra mundial, llevaron pasajeros a través del océano de manera lucrativa e, incidentalmente, batieron algunos récords de velocidad. El público británico estaba orgulloso de estos buques, que regularmente ganaban la famosa Cinta Azul para la travesía más rápida del Atlántico. El público creía que los barcos fueron diseñados para obtener la Cinta Azul, pero lord Cunard decía que el público no entendía en absoluto la finalidad de los buques. Decía que su objetivo era siempre construir los buques más pequeños y Más lentos que pudieran realizar un servicio semanal regular. No era más que un accidente desafortunado que para realizar dicha tarea uno tuviera que romper récords. Los buques continuaron sus singladuras semanales de manera lucrativa durante muchos años, hasta que el Boeing 707 los sacó del negocio. Mientras los transatlánticos gozaban todavía de su apogeo, antes del triunfo del Boeing 707, tuvo lugar otra tragedia de la tecnología impulsada por la ideología. Se trata de la tragedia de los aviones a reacción Comet. Durante la segunda guerra mundial, la compañía De Havilland había construido bombarderos y cazas a reacción y se le había despertado el apetito de cosas mayores. Después de la guerra, la compañía siguió adelante con el diseño del Comet, un jet comercial que podría viajar a dos veces la velocidad de los aviones de transporte impulsados por hélices de aquella época. Al mismo tiempo, el gobierno británico estableció la British Overseas Airways Corporation, un monopolio propiedad del estado responsable de las rutas aéreas de larga distancia. El imperio se estaba desintegrando rápidamente, pero todavía quedaba lo suficiente para inspirar a los planificadores de la BOAC nuevos sueños de gloria. Su sueño era desplegar una flota de Comet en las rutas del imperio que la BOAC controlaba, desde Londres a Sudáfrica y, hacia el este, hasta la India y Australia. El sueño era seductor, porque significaba que Gran Bretaña podía entrar en la era de la propulsión a chorro cinco años antes que los norteamericanos, que se movían lentamente. Mientras la compañía Boeing dudaba, los Comet ya estarían volando. Los Comet mostrarían al mundo la superioridad de la tecnología británica, e incidentalmente demostrarían que el imperio, ahora rebautizado como Commonwealth, seguía vivo. Una vez los Comet hubieran mostrado el camino, otras líneas aéreas de todo el mundo efectuarían pedidos a De Havilland. Los sueños que inspiraron el Comet fueron los mismos sueños que inspiraron la R101 veinte años antes. Los herederos de lord Thompson habían aprendido poco de su suerte. La empresa del Comet cometió el mismo error que la de la R101, avanzando en una tecnología difícil y exigente con una agenda políticamente dictada. La decisión de poner precipitadamente el Comet en servicio en 1952 fue debida al imperativo político de mantenerse cinco años por delante de los norteamericanos. Un hombre previó el desastre que se avecinaba. Nevil Shute, que ya no era ingeniero aeronáutico, sino un observador bien informado, publicó en 1948 una

novela titulada No Highway, que describía cómo las presiones políticas podían poner en servicio un avión inseguro. La novela relata un desastre que es notablemente similar a los desastres de los Comet que tuvieron lugar cuatro años más tarde. El fallo fatal de los Comet era una concentración de tensiones en los ángulos de las ventanas. La tensión hacía que la piel metálica del avión se resquebrajara y se desgarrara. El resquebrajamiento tenía lugar únicamente a altitudes elevadas, con el avión completamente presurizado. El resultado era la desintegración del avión y la diseminación de sus restos sobre áreas extensas, lo que no dejaba evidencia clara de la causa. Dos aviones se destruyeron de esta manera, uno sobre la India y otro sobre África, y todas las personas a bordo murieron. Después de la segunda caída, los Comet dejaron de volar. Durante cinco años no voló ningún avión a reacción, hasta que los norteamericanos estuvieron preparados con sus Boeing 707, seguros y concienzudamente comprobados. Hicieron falta un centenar de muertos para que los Comet dejaran de volar, el doble de lo que costó detener las aeronaves. Si el secretario de Estado del Aire hubiera estado a bordo del primer Comet cuando estalló, quizá la segunda catástrofe no hubiera sido necesaria. Nevil Shute explica cómo se permitió que la R101 y los Comet transportaran pasajeros sin las pruebas de vuelo adecuadas. Sucedió debido a un choque entre dos culturas, la cultura de la política y la de la ingeniería. Los políticos tomaban decisiones cruciales sobre asuntos técnicos que no comprendían. La función de un político de alto rango es tomar decisiones. Las decisiones políticas se toman a veces con un conocimiento inadecuado, y por lo general sin que ello produzca demasiado daño. En la cultura de la política, un líder se gana el respeto al decir: «Esta es mi responsabilidad». Correr el riesgo de tomar una decisión equivocada es mejor que mostrarse indeciso. La cultura de la ingeniería es distinta. Un ingeniero se gana el respeto al decir: «Mejor seguro que arrepentido». A los ingenieros se les enseña a buscar los puntos débiles de un diseño, a advertir el desastre en potencia. Cuando los políticos están al mando de una empresa de ingeniería, las dos culturas entran en colisión. Cuando la empresa implica máquinas que vuelan en el aire, la colisión teórica tiende a convertirse en colisión real. La aviación es la rama de la ingeniería que menos perdona los errores. Pero desde un punto de vista más amplio, esta inexorabilidad puede ser una virtud. Si se considera en el largo plazo de la historia, las víctimas de la R101 y de los Comet no murieron en vano. Dejaron como legado de su tragedia los aviones extraordinariamente seguros y fiables que ahora vuelan cada día a través de continentes y océanos por todo el mundo. Sin las duras lecciones de desastre y muerte, el moderno avión comercial a reacción no hubiera evolucionado. Mi amigo Albert Hirschman ha encontrado otros lugares en los que la inexorabilidad es una virtud. Él es economista y ha pasado gran parte de su vida estudiando sociedades latinoamericanas y ofreciendo asesoramiento a sus gobiernos. También ha asesorado a países africanos que han obtenido recientemente la independencia. A menudo, los líderes de países pobres le preguntan: «¿Hemos de dedicar nuestros limitados recursos a carreteras o a líneas aéreas?». Cuando se plantea esta pregunta, el impulso natural de un economista es contestar «carreteras», porque el dinero que se invierte en carreteras proporciona trabajo a las gentes de las comunidades locales, y las carreteras son beneficiosas para todas las clases sociales. En cambio, establecer unas líneas aéreas nacionales requiere la importación de tecnología extranjera y las líneas aéreas benefician sólo a la minoría de ciudadanos que pueden permitirse usarlas. No obstante, su larga experiencia en África y Latinoamérica le ha enseñado a Hirschman que «carreteras» suele ser la respuesta equivocada. En el mundo real, las carreteras tienen varias desventajas. El dinero asignado a su construcción tiende a quedarse en las manos de funcionarios locales corruptos. Es más fácil construir carreteras que mantenerlas. Y cuando, como suele ocurrir, las nuevas carreteras se deterioran al cabo de pocos años, como el deterioro es gradual no produce un gran escándalo. El resultado final de la construcción de carreteras es que la vida continúa como antes. El economista que dice «carreteras» ha conseguido poco, excepto un pequeño aumento de la riqueza y el poder de los funcionarios locales. Compárese esto con el efecto en el mundo real de establecer unas líneas aéreas nacionales. Una vez gastado el dinero, al país le quedan algunos aviones caros, algunos aeropuertos caros y algo de equipo moderno y caro. Los técnicos extranjeros se han ido y debe adiestrarse a personas del país para que operen el sistema. A diferencia de las carreteras, los aviones no se deterioran de forma elegante. La caída de un avión de pasajeros es un acontecimiento muy visible y conlleva una pérdida de prestigio inaceptable para los dirigentes del país. Las víctimas tienden a ser personas ricas e influyentes, y su muerte no pasa desapercibida. Los gobernantes no tienen elección. Una vez poseen unas líneas aéreas, se ven obligados a procurar que sean dirigidas de manera competente. Se ven forzados a crear un conjunto de personas muy motivadas que mantienen las máquinas, van a trabajar puntualmente y se sienten orgullosas de sus conocimientos técnicos. Como resultado, las líneas aéreas proporcionan al país beneficios indirectos que son mayores que su valor económico directo. Crean un cuerpo sustancial de ciudadanos acostumbrados a una disciplina industrial estricta e imbuidos de una ética laboral moderna. Y, a su debido tiempo, estos ciudadanos encontrarán otras cosas útiles que hacer con sus conocimientos además de cuidar de aviones. De esta manera paradójica, la inexorabilidad de la aviación la convierte en la mejor escuela para enseñar a una sociedad tradicional cómo modernizarse. Esta no es la primera vez que una tecnología inexorable ha transformado el mundo y ha forzado a sociedades tradicionales a cambiar. El papel de la aviación en la actualidad es similar al papel de los buques de vela en el mundo preindustrial. El rey Enrique VIII de Inglaterra, el más brutal y más inteligente de los monarcas ingleses, destructor de monasterios y fundador de universidades, asesino de esposas y compositor de madrigales, por cuya alma todavía se elevan regularmente oraciones en el Trinity College de Cambridge en gratitud por su magnanimidad, comprendió que la herramienta más eficaz para la modernización de Inglaterra era la creación de una Armada Real, la Royal Navy. No fue por accidente que la revolución industrial del siglo XVIII empezara en Inglaterra, en la isla en la que la vida diaria y la economía habían estado dominadas durante 300 años por la cultura de los buques de vela. Cuando el joven zar Pedro el Grande de Rusia, un espíritu afín a Enrique, decidió que había llegado el momento de modernizar el imperio ruso, se preparó para la tarea yendo a trabajar como aprendiz a un astillero. Las tragedias de la R101 y de los Comet son ejemplos de los efectos funestos de la ideología, siendo en estos casos la ideología el imperialismo británico a la antigua usanza. En la actualidad, el imperio británico es historia antigua, y su ideología está muerta. Pero es probable que las tecnologías impulsadas por la ideología se metan en líos, aun cuando dicha ideología no esté tan pasada de moda. Otra ideología poderosa que se metió en líos es la energía nuclear. Terminada la segunda guerra mundial, floreció en todo el mundo la ideología de la energía nuclear, impulsada por un

intenso deseo de crear algo pacífico y útil a partir de las ruinas de Hiroshima y Nagasaki. Científicos, políticos y líderes industriales estaban igualmente hechizados por esta visión: la gran fuerza nueva de la naturaleza que mató y mutiló en la guerra haría ahora que los desiertos florecieran en la paz. La energía nuclear era tan extraña y poderosa que parecía magia. Era fácil creer que esta magia podría traer riqueza y prosperidad a las gentes pobres de toda la Tierra. De manera que sucedió que en todos los países grandes y en muchos de los pequeños, en democracias y dictaduras, tanto en sociedades comunistas como en las capitalistas, se crearon comisiones de la energía atómica para que supervisaran los milagros que se esperaba que la energía nuclear realizara. Se destinaron enormes sumas de dinero a los laboratorios nucleares en la creencia segura de que se trataba de sólidas inversiones para el futuro. Visité Harwell, la principal instalación de investigación nuclear británica, durante los primeros días de entusiasmo nuclear. El primer director de HarweIl fue sir John Cockcroft, un científico de primera clase y un funcionario público honesto. Visité las instalaciones con Cockcroft, y observábamos las imponentes líneas del tendido eléctrico que salían de la planta, sobre nuestras cabezas, y se perdían en la distancia. Cockcroft observó: «La gente se imagina que la electricidad fluye desde este lugar a la red nacional. Cuando les digo que toda fluye en sentido contrario, no me creen». No había nada malo en utilizar la energía nuclear para producir electricidad, y sigue sin existir nada malo en ello. Pero las reglas del juego deben ser limpias, de modo que la energía nuclear compita con otras fuentes de energía y se le permita fracasar si lo hace mal. Mientras se le permita fracasar, la energía nuclear no puede producir mucho daño. Pero el rasgo característico de una tecnología impulsada por la ideología es que no se le permite fracasar. Y esta es la razón por la que la energía nuclear se metió en líos. La ideología decía que la energía nuclear tenía que ganar. Los promotores de la energía nuclear creían a pies juntillas que sería segura, limpia y barata y una bendición para la humanidad. Cuando surgió evidencia de lo contrario, los promotores encontraron maneras de ignorar la evidencia. Escribieron las reglas del juego de modo que la energía nuclear no pudiera perder. Las reglas para la contabilidad de costes se escribieron de manera que el coste de la electricidad nuclear no incluyera las enormes inversiones públicas que se habían hecho para desarrollar la tecnología y para fabricar el combustible. Las reglas para la seguridad de los reactores se escribieron de manera que el tipo de reactor de agua ligera originalmente desarrollado por la Marina de los Estados Unidos para impulsar submarinos era, por definición, seguro. Las reglas para la limpieza ambiental se escribieron de modo que la eliminación final del combustible agotado y de la maquinaria gastada se dejaran fuera de consideración. Con las reglas así escritas, la energía nuclear confirmó las opiniones de sus promotores. Según dichas reglas, la energía nuclear era, efectivamente, barata, limpia y segura. Las personas que escribieron las reglas no pretendían engañar al público. Se engañaron a sí mismas, y luego cayeron en la costumbre de suprimir la evidencia que contradecía sus opiniones firmemente mantenidas. Finalmente, la ideología de la energía nuclear se derrumbó porque la tecnología a la que no se permitía fracasar estaba fracasando de manera evidente. A pesar de las subvenciones gubernamentales, la electricidad nuclear no resultaba mucho más barata que la electricidad producida quemando carbón o petróleo. A pesar de la seguridad declarada de los reactores de agua ligera, ocasionalmente se producían accidentes. A pesar de las ventajas ambientales de las centrales de energía nuclear, la eliminación del combustible agotado seguía siendo un problema no resuelto. Finalmente, el público reaccionó con severidad contra la energía nuclear porque hechos evidentes contradecían las afirmaciones de los promotores. Cuando se permite que una tecnología fracase en competencia con otras tecnologías, el fracaso es parte del proceso darwiniano natural de la evolución, que conduce a mejoras y al posible éxito posterior. Cuando no se permite que una tecnología fracase, y aún así lo hace, el fracaso es mucho más perjudicial. Si se hubiera permitido que la energía nuclear fracasara al principio, bien pudiera haber evolucionado a estas alturas hacia una tecnología mejor, en la que el público confiaría y a la que apoyaría. No hay nada en las leyes de la naturaleza que nos impida construir mejores centrales de energía nuclear. Nos lo impide una desconfianza pública profunda y justificada. El público desconfía de los expertos porque aseguraron que eran infalibles. El público sabe que los seres humanos son falibles. Sólo las personas cegadas por la ideología caen en la trampa de creer en su propia infalibilidad. La tragedia de la energía nuclear de fisión ya ha terminado prácticamente, por lo menos en lo que a Estados Unidos se refiere. Nadie desea construir ninguna nueva central energética de fisión. Pero todavía está desarrollándose otra tragedia, la tragedia de la fusión nuclear. Los promotores de la fusión están cometiendo los mismos errores que hicieron los promotores de la fisión hace treinta años. Los promotores ya no están experimentando con varios dispositivos de fusión con el fin de desarrollar una máquina que pueda ganar en el mercado. Hace tiempo que decidieron concentrar su esfuerzo principal en un único dispositivo, el Tokamak, que por decreto ideológico ha sido declarado el productor de energía del siglo XXI. El Tokamak fue inventado en Rusia, y sus inventores le dieron un nombre que se translitera eufónicamente a otros idiomas. Todos los países con programas serios de investigación de la fusión han construido Tokamaks. Uno de los más grandes y más caros está en Princeton. A mí me parece algo así como la pesadilla de un fontanero, un denso conglomerado de tuberías y serpentines sin espacio para que alguien se introduzca entre ellos y los arregle cuando necesite reparación. Pero la gente que lo construyó cree sinceramente que es una respuesta a las necesidades humanas. Se supone que los distintos programas nacionales de fusión habrán de converger en un enorme Tokarnak internacional, que costará muchos miles de millones de dólares, y que será el prototipo para los productores de energía de fusión del futuro. Se hacen las declaraciones usuales: que la energía de fusión será segura y limpia, aunque ni siquiera los promotores dicen ya que será barata. Los programas de fusión actuales han detenido la evolución de una nueva tecnología que pudiera colmar realmente las esperanzas de los promotores. Lo que el mundo necesita es una tecnología de fusión pequeña, compacta y flexible que pueda producir electricidad donde y cuando se necesite. El actual programa de fusión está llevando a una enorme fuente de energía centralizada, a un precio que nadie, excepto un gobierno, puede permitirse. Es probable que, más pronto o más tarde, el programa de fusión actual se vendrá abajo al igual que se derrumbó el programa de fisión, y sólo podemos esperar que de sus ruinas surja alguna forma de tecnología de fusión más útil. Mi último relato sobre una tecnología impulsada por la ideología se refiere a las charcas de hielo. Ted Taylor fue el principal impulsor de las charcas de hielo. De todos mis amigos, él es el que mejor combina la inventiva técnica con los principios morales elevados. En su juventud fue proyectista de armas nucleares en Los Álamos. Posteriormente trabajó en el Departamento de Defensa en Washington, con responsabilidad para salvaguardar los arsenales de armas nucleares. Después de esta exposición a las realidades de la política de la industria nuclear, se convirtió en un activista

antinuclear, dimitió del servicio gubernamental e hizo públicamente campaña en pro de mejores salvaguardas contra el robo de plutonio y de otros materiales nucleares. Decidió dedicar el resto de su vida a desarrollar energías alternativas que sustituyeran la energía nuclear. La búsqueda de una fuente de energía sostenible y benigna con el medio ambiente le llevó a las charcas de hielo. Las charcas de hielo pueden ser una fuente limpia de energía para refrigeración, en cualquier región en la que las temperaturas nocturnas invernales caen por debajo del punto de congelación durante al menos diez noches al año. La idea de la charca de hielo es almacenar un gran volumen de nieve durante medio año, de modo que se puede producir nieve en invierno y utilizarla para la refrigeración en verano. En invierno la nieve se produce haciendo salir agua a través de un boquerel pulverizador del tipo usado por los bomberos para producir un fino rocío. Si la temperatura del aire se halla por debajo del punto de congelación del agua, el rocío cae al suelo en forma de nieve o aguanieve, que se acumula en la charca. El montón de nieve se cubre con una manta aislante. La charca está conectada mediante tuberías de agua con el edificio que se quiere refrigerar. En verano, se extrae agua fría del fondo de la charca y se retorna agua caliente a la parte superior de la misma. Si la charca es lo suficientemente grande y profunda, la nieve durará todo el verano y el edificio permanecerá fresco. La energía necesaria para producir la nieve y bombear el agua circulante es bastante menos que la energía que se requiere para la refrigeración eléctrica convencional. Taylor soñaba con aprovechar el ciclo natural de las estaciones para sustituir la electricidad generada en centrales energéticas contaminantes. Inspirado por este sueño, construyó una charca de hielo de demostración en la Universidad de Princeton y la utilizó con éxito para refrigerar un pequeño edificio. Persuadió a la compañía de seguros Prudential para que instalara una charca de hielo mayor que proporcionaba aire acondicionado para un edificio mayor. Convenció a la compañía quesera Kutter, en el estado de Nueva York, para que construyera charcas de hielo para refrigerar una fábrica de quesos. Persuadió al pueblo de Greenport, en Long Island, para que construyera una charca de hielo con el objetivo de purificar el agua de mar. La charca de hielo de Greenport utilizaba agua salada del océano Atlántico para hacer nieve. A las pocas semanas, la sal era drenada del fondo del montón de nieve, y el resto de la nieve era lo suficientemente pura para cumplir las normas de calidad del estado de Nueva York para el agua potable. Estos proyectos eran todos parecidos, destinados a explorar la tecnología de las charcas de hielo. Tuvieron un éxito dispar. La charca de hielo de Princeton funcionaba bien, pero a los dos años se desmanteló porque no servía para nada útil excepto para demostrar su viabilidad. La charca de hielo de Prudential nunca funcionó satisfactoriamente, porque su operatividad no se confió a Taylor sino a empleados de Prudential que no comprendían el sistema. La charca de hielo de Greenport funcionó bien desde el punto de vista técnico, pero se vio envuelta en disputas políticas locales. Nunca se conectó al sistema de suministro de agua de Greenport y finalmente se desmanteló por el voto mayoritario del gobierno del municipio. Las charcas de hielo de Kutter son las únicas que sobrevivieron y continúan realizando un servicio útil para sus propietarios. Taylor había esperado, una vez que estos proyectos de demostración habían mostrado al mundo lo que las charcas de hielo podían hacer: que las charcas de hielo se convirtieran en un producto comercial. Esperaba iniciar un negocio lucrativo, fabricando charcas de hielo y vendiéndolas al público. Los compradores a los que esperaba atraer eran propietarios de plantas de procesamiento de alimentos, propietarios de locales comerciales y promotores de bienes inmuebles que construían grupos de casas particulares en la ciudad. Los compradores ahorrarían dinero al usar menos electricidad, y al mismo tiempo adquirirían un símbolo visible de virtud ambiental. La charca de hielo junto a un edificio, al igual que el panel de energía solar en el tejado, manifestaría en silencio la preocupación del propietario por el equilibrio de la naturaleza. Por desgracia, Taylor nunca encontró compradores, y las charcas de hielo no se convirtieron nunca en un producto normalizado que se pudiera vender al cliente por un precio fijo. ¿Por qué fracasó la empresa de la charca de hielo? Hubo muchas razones para el fracaso. Taylor subestimó las dificultades prácticas de operar equipo pesado en invierno y a campo raso. La tarea de cubrir un gran montón de nieve con una manta aislante resultó ser inesperadamente difícil. Si la manta no se colocaba de forma adecuada, la nieve no duraba todo el verano. El fracaso de la charca de hielo de Prudential se debió principalmente al fallo de la manta. Mantener una charca de hielo requería una atención constante. Las charcas de hielo de Kutter tuvieron éxito porque los hermanos Kutter, propietarios de la fábrica de quesos, eran unos chapuceros entusiastas, a los que gustaba pasar largas horas cuidando de la maquinaria cuando algo iba mal. Para propietarios menos audaces, que no gustan de trabajar a campo raso cuando hace mal tiempo,, los problemas de mantenimiento habrían sido un constante quebradero de cabeza. Estas deficiencias prácticas de "la -charca de hielo convirtieron en improbable cualquier éxito comercial. Pero hubo una razón más importante para el fracaso del sueño de Taylor. Nunca hubo un tirón del mercado para charcas de hielo; sólo había un impulso ideológico. Las necesidades de los compradores tiran de las tecnologías que tienen éxito, mientras que la ideología de los vendedores no impulsa dichas tecnologías. Taylor violó la primera regla para hacer funcionar un negocio con éxito: «Conoce tu mercado». La charca de hielo, como la aeronave y la central de energía nuclear, es un ejemplo de tecnología impulsada por la ideología que fracasó. Pero el fracaso de las charcas de hielo no fue una tragedia como los fracasos de los dirigibles y de la energía nuclear. Las charcas de hielo fracasaron rápidamente y provocaron pérdidas mínimas a la sociedad. Se perdió poco dinero y ninguna vida humana. Incluso el propio Taylor salió del desastre con su espíritu intacto, dispuesto a empezar nuevas empresas. Su amorío con las charcas de hielo ha dejado atrás un legado de útiles conocimientos. La tecnología de las charcas de hielo sigue siendo una posibilidad para el futuro. Quizá un día una reencarnación más astuta de Taylor encontrará una manera de convertir las charcas de hielo en un equipo fácil de utilizar que colme las esperanzas de Taylor. La moraleja del relato de la charca de hielo es que la tecnología impulsada por la ideología no tiene por qué conducir al desastre. Llevará al desastre sólo si se la protege de la competencia. Mientras una tecnología se halle expuesta al proceso darwiniano de selección, no importa si fue motivada originalmente por la búsqueda de beneficios o por la ideología. El impulso ideológico puede ser una fuerza positiva para lo bueno, si lleva a tecnologías ambientalmente benignas que puedan comprobarse en el mercado. No lamento los días felices que pasé con Téd Taylor y sus estudiantes, ayudando a construir la charca de hielo de Princeton. Tuvimos más suerte que los constructores de aeronaves y de centrales de energía nuclear, porque se nos permitió fracasar.