Apuntes para la historia del trabajo en Guatemala

el derecho fundamental de formar sindicatos y, por medio de ellos, promover sus intereses colectivos. Se consideró de interés para los lectores presentar un ...
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ASOCIACIÓN DE INVESTIGACIÓN Y ESTUDIOS SOCIALES

Análisis, investigación e incidencia

Guatemala

APUNTES PARA LA HISTORIA DEL TRABAJO EN GUATEMALA

Luis F. Linares López

Revista ASIES n.° 3 - 2015

Linares López, Luis Felipe Apuntes para la historia del trabajo en Guatemala. - - - Guatemala: ASIES, 2015.

191 p.;

21 cm.

(Revista ASIES n.° 3, 2015)



ISBN: 978-9929-603-31-8

1. TRABAJO.- 2. TRABAJADORES AGRÍCOLAS.- 3. TRABAJO FORZADO.- 4. MANO DE OBRA.- 5. INDÍGENAS.- 6. ESCLAVITUD.- 7. ARTESANOS.- 8. SALARIOS.- 9. POLÍTICA LABORAL.- 10. POLÍTICA AGRARIA.- 11. LEGISLACIÓN DEL TRABAJO.- 12. HISTORIA.- 13. ÉPOCA PREHISPÁNICA.- 14. ÉPOCA COLONIAL.- 15. ÉPOCA CONTEMPORÁNEA.- 16. CAFÉ.- 17. MOVIMIENTO UNIONISTA.- 18. REVOLUCIÓN DE OCTUBRE.- 19. GUATEMALA.- I. Asociación de Investigación y Estudios Sociales (ASIES).

EDITOR Asociación de Investigación y Estudios Sociales Apdo. Postal 1005-A PBX: 2201-6300 Fax: 2360-2259 www.asies.org.gt [email protected] Ciudad de Guatemala Guatemala, C.A. DIRECCIÓN Irma Raquel Zelaya Arnoldo Kuestermann Carlos Escobar Armas © 2015 ASIES

Esta publicación es posible gracias al apoyo de la Fundación Konrad Adenauer de la República Federal de Alemania.

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ÍNDICE Introducción 5 1.

Señores y vasallos en la época prehispánica

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2.

La colonia y las prácticas de trabajo forzoso

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3.

Trabajo por contrato

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4.

Los gremios de artesanos

67

5.

Surgimiento del mozo colono

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6.

Los productos de exportación

77

7.

La política agraria colonial

88

8.

Alivio pasajero en el período conservador

92

9.

Surgimiento del cultivo del café

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10. La política agraria liberal

98

11. El trabajo en el período oligárquico-liberal

107

12. El trabajo en las plantaciones bananeras

148

13. El principio de la industria

151

14. El Movimiento Unionista y el breve

paréntesis democrático

154

15. La primavera laboral de la Revolución

de Octubre

Bibliografía

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APUNTES PARA LA HISTORIA DEL TRABAJO EN GUATEMALA Luis F. Linares López*

Introducción El proyecto Diálogo social para el trabajo decente, que ejecuta la Asociación de Investigación y Estudios Sociales (ASIES) con el apoyo de la Unión Europea, tiene contemplado la realización de un estudio sobre el estado de situación de la libertad sindical en Guatemala, con el propósito de formular propuestas de lineamientos de acción que contribuyan a que los trabajadores guatemaltecos puedan ejercer efectivamente el derecho fundamental de formar sindicatos y, por medio de ellos, promover sus intereses colectivos. Se consideró de interés para los lectores presentar un resumen de la evolución histórica del trabajo en Guatemala, que permita conocer las condiciones de explotación y abuso a que estuvieron sometidos los trabajadores guatemaltecos, incluyendo el período prehispánico, pero especialmente durante todo el período colonial y buena parte de la vida independiente, hasta la Revolución de Octubre de 1944, que inició una nueva era en las relaciones laborales del país. Guatemalteco. Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales por la Universidad de San Carlos de Guatemala. Vicepresidente del Instituto de Fomento Municipal (INFOM) de 1990 a 1994; y Ministro de Trabajo y Previsión Social de 1998 a 2000. Es actualmente Secretario Ejecutivo Adjunto de ASIES y Coordinador del proyecto “Diálogo estratégico sobre trabajo decente y economía informal”. *

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Antes de ese acontecimiento histórico, en Guatemala predominó, a lo largo de más de cuatro siglos, un régimen de trabajo forzoso con diferentes modalidades pero que, en todos los casos, colocó al trabajador, y particularmente a los indígenas, en una situación de absoluta desventaja y subordinación, que lo mantuvo en la pobreza y permitió la transmisión intergeneracional de la misma. Dentro de ese oprobioso régimen no se reconocía derecho alguno al trabajador, que era visto como un simple instrumento de producción. En esas circunstancias el trabajo forzoso es, indudablemente, una de las causas profundas de la desigualdad en la distribución del ingreso que existe en la actualidad y que es, a la vez, la fuente principal de la pobreza y el estancamiento económico que afecta a la sociedad guatemalteca. Sin embargo, al avanzar en la consulta de diversos y valiosos estudios, y acumular referencias y datos que son de escaso conocimiento del gran público, en parte porque muchos de ellos no han sido objeto de nuevas ediciones, se llegó a la conclusión de elaborar estos apuntes como un documento separado, que tiene como propósito hacer un aporte al conocimiento de un aspecto fundamental de la evolución social y económica del país, que explica en buena parte las inequidades prevalecientes, y estimular el interés de los expertos en la materia por escribir una historia del trabajo en Guatemala. Existen numerosos estudios que abordan el tema para determinados períodos. Varios de ellos sirvieron de referencia para la elaboración de estos apuntes. Entre estos puede citarse, sin ánimo de ser exhaustivos, La Patria del Criollo de Severo Martínez Peláez (1994); la Historia General de Guatemala, de la Asociación de Amigos del País, dirigida por Jorge Luján Muñoz; El trabajo forzoso en América Central Siglo XVI de William 6

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Sherman (1987); la Historia socio-económica de la América Central Española 1520-1720 de Murdo MacLeod (1980); Café y Campesinos en Guatemala, de J. Cambranes (1985); y la Historia social y económica de Guatemala 1594-1900 de Regina Wagner, publicada por ASIES en 1994, entre otras de enorme valor y gran calidad académica. Dichos trabajos y otros más que aparecen citados en la bibliografía, escritos en diferentes momentos de la historia y desde diversas perspectivas, confirman de manera casi unánime que el régimen de trabajo encarnó formas extremas de abuso y explotación, que alcanzó proporciones absolutamente inaceptables e incompatibles con la dignidad de la persona y el necesario respeto de sus derechos fundamentales. Por ello es indudable la necesidad de una obra comprensiva del desenvolvimiento histórico de las relaciones de trabajo en Guatemala, para lo cual están disponibles los riquísimos acervos del Archivo General de Centro América (AGCA) y del Archivo General de Indias (AGI) de Sevilla, entre otros. Sería similar al aporte que hizo ASIES con la historia del movimiento obrero urbano a partir de 1871, publicada en cuatro tomos que pueden descargarse en el portal de la asociación. Otro propósito de estos apuntes es hacer conciencia – a partir del acercamiento a la dura realidad sufrida por los trabajadores – sobre la deuda histórica de la sociedad guatemalteca, especialmente los sectores económicamente poderosos, herederos de más de cuatro siglos de régimen de trabajo forzoso que agobió a la población pobre y, en muchas ocasiones, de manera exclusiva a los indígenas, a lo que se agrega la concentración de la tierra, pues la disponibilidad de mano de obra masiva y barata es un elemento indispensable para hacerla producir. 7

El pago de esa deuda debe hacerse realidad mediante la creación de oportunidades – reales no solamente formales – para que todos los hombres y las mujeres de Guatemala tengan oportunidad de un trabajo decente y productivo, en condiciones de libertad, equidad, seguridad y dignidad humanas, como proclama el concepto promovido por la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y es el eje articulador del proyecto “Diálogo social para el trabajo decente”.

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1 SEÑORES Y VASALLOS EN LA ÉPOCA PREHISPÁNICA Es frecuente que la vida en las sociedades prehispánicas sea presentada como una especie de feliz Arcadia donde en un ambiente casi bucólico, reinaba la felicidad y la paz, en contraposición al, ciertamente, despiadado sistema de explotación que impusieron los españoles a los pueblos subyugados. Sin embargo, en la época que llegaron los españoles, las sociedades indígenas en Guatemala tenían una estructura social basada en relaciones de dominación. De acuerdo con el estudio de William Sherman (1987) – El trabajo forzoso en América Central Siglo XVI, publicado por el Seminario de Integración Social Guatemalteca – , dicha estructura estaba integrada, típicamente, por los nobles (pipiltlin), comerciantes (pochteca), artesanos (amanteca), plebeyos (macehualtin) y esclavos (tlatacotin). La esclavitud fue una práctica extendida “y la guerra era a menudo fomentada con el preciso objeto de tomar esclavos para el sacrificio o el trabajo” (Sherman, 1987:20), y por ende, todos los enemigos tomados en la guerra, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, eran esclavizados. Los criminales también eran reducidos a la esclavitud, pero sus hijos nacían libres. En varios pueblos que habitaban el territorio que hoy es Guatemala, muchos delitos eran sancionados con la pena de muerte y a la esposa e hijos del criminal, en ciertos grupos, se les sometía a la esclavitud. Otras formas de 9

adquirir esclavos eran mediante la compra o a cambio del pago de tributos, como sucedía en Santiago Atitlán. En Chiapas se distinguía entre un esclavo comprado (munat) y el capturado en la guerra (tzoc). También, como en el caso de la Verapaz, se tomaban esclavos para ser sacrificados. Si los capturados eran más de los necesarios para las ceremonias, el remanente se distribuía entre el gobernante y sus guerreros (Sherman, 1987: 19 a 21). Un esclavo era considerado como objeto de propiedad, pudiendo abusar de él e incluso matarlo, sin responsabilidad alguna para el hechor. Pero en el caso de matar a un esclavo de otro, se debía compensar al propietario (Sherman, 1987: 23). Los esclavos realizaban toda clase de tareas domésticas. Los hombres “acarreaban agua y leña, conducían canoas, cazaban, pescaban, cultivaban los campos de sus amos y cargaban las cosas de estos. Eventualmente eran sacrificados. Las mujeres trabajaban en las casas, hilaban y tejían, cocinaban, molían maíz, y algunas veces compartían la cama de sus amos” (Sherman (1987: 25). El autor agrega que la existencia de la esclavitud en las sociedades prehispánicas “sirvió para reforzar su permanencia bajo la dominación española”. Dos modalidades de trabajo forzoso de estas sociedades fueron utilizadas en forma similar por los conquistadores: los tamemes (cargadores) y las naborías (criados o sirvientes de casa) (Sherman, 1987: 143 y 156). La estratificación social y división del trabajo que presenta Sherman coincide, en términos generales, con la descrita por Robert Carmack (1979:63), reconocida autoridad sobre historia de los pueblos que él denomina quicheanos, haciendo 10

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referencia a los reinos de los quichés, cakchiqueles, tzutuhiles y rabinales, derivados del reino quiché que se estableció en los altos de Guatemala entre 1200 y 1300 de la era Cristiana, y fue dirigido por caudillos mexicanos provenientes de Tabasco y Veracruz. Asevera que “había una división fundamental entre los quicheanos que regían y recibían servicios, y los que se sujetaban a ellos y les pagaban tributo”, y que el análisis realizado confirma esa segmentación, que al ser observada por los españoles desde la etapa de la conquista, la asimilaron a la estructura del feudalismo europeo. Los primeros eran los nobles o aristócratas, mencionados en todas las fuentes como los ajawab, que se traduce como señor, dueño, jefe o cacique. Relacionada con estos había una línea secundaria de parientes secundarios de los señores, denominados ac’animak, que se traduce como nobles por familia o principales y autoridades. La gente común – los plebeyos o vasallos – eran denominados al c’ajol – hijos de padre y madre – (Carmack, 1987:65 y 66). En la actividad económica existió “una división aguda en cuanto a las labores de señores y vasallos. Los primeros trabajaban casi exclusivamente en la administración de los asuntos del reino, ya fuesen estos políticos, religiosos o militares. En cambio, los segundos proveían el trabajo físico requerido respecto de los asuntos del reino. Era obligación plebeya la de proveer los alimentos para todos; fabricar la mayor parte de la ropa, los implementos y las armas, edificar las estructuras y caminos de los centros fortificados; pelear en las guerras, servir a los señores en la vida doméstica y ritual”, y que solamente en tres casos – la artesanía, el comercio y la guerra – se borraba la división del trabajo entre señores y vasallos (Carmack, 1987:76). Esa división del trabajo permite señalar que los vasallos tenían 11

suficiente capacidad de generación de excedentes – es decir una producción que iba mucho más allá de la sobrevivencia – para que los señores pudieran dedicarse a las funciones señaladas y otros pudieran sustituirles en las labores domésticas. Fray Bartolomé de las Casas (Apologética historia de las Indias), citado por Carmack (1987:76) refiere que los puestos administrativos tenían diferentes niveles y que para entrar “en los puestos más altos del reino un señor debía servir en puestos menores, ‘ser más hábil y mejor’ y ser viejo”. Esta situación se mantiene actualmente en las estructuras de las autoridades de las comunidades indígenas, como describen Guisela Mayén en “Tzute y jerarquía en Sololá” (Mayén, 1987) y los estudios sobre las alcaldías indígenas realizados recientemente por ASIES (Ochoa, 2013). Existían al menos tres niveles. El primero, reservado para los patrilinajes principales, estaba conformado por los reyes, consejeros, sacerdotes y colectores de tributos, entre otros. El segundo lo integraban oficiales asignados a tareas como la administración de los barrios y el cuidado de las fortificaciones. Los del tercer nivel desempeñaban actividades como las de sacrificadores, músicos, jefes de cargadores y artesanos especiales, como jicarero, platero o pintor (Carmack; 1987: 76 a 78). El estrato intermedio entre los señores y vasallos podría incluir, según señala Carmack (1987:78) el sector de artesanos que no eran señores del tercer nivel, y que Las Casas menciona como “artesanos ingeniosos” (pintores, plumeros, entalladores, plateros y otros), agregando que es un tema que requiere de más estudio. Igualmente indica que es difícil determinar la posición social de otro sector, los mercaderes, que no eran 12

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señores ni vasallos, pues gozaban de ciertos privilegios, tal como hospedarse en las casas de los señores. La principal distinción económica entre los vasallos y los señores era la obligación de los segundos de pagar tributo a los primeros, lo que debían efectuar cada 80 días, además de hacer contribuciones especiales para fiestas religiosas, aportar para las ofrendas que debían pagarse a señores de otros reinos, ofrecer las primicias de cosechas y dejar regalos por cualquier servicio administrativo realizado por los señores, como casamientos y servicios judiciales (Carmack, 1987:81). Un lugar destacado entre los medios para el pago de tributos lo tenía el cacao. MacLeod (1980: 60) menciona que, de acuerdo con el Códice Mendoza, los aztecas recibían 980 cargas anuales de cacao en concepto de tributo y que, de ellas, unas 400 provenían de Soconusco, que continuó siendo, durante el siglo XVI, la principal zona cacaotera de Centroamérica. A propósito del transporte de dicho tributo desde una zona cercana a la actual frontera entre Guatemala y México hasta la ciudad de Tenoctitlan, Sherman (1987: 158) señala que hay poca información sobre el trabajo de los tamemes en la época prehispánica y que es preciso indagar sobre si había límites para el peso de las cargas, retribución, equipos de relevo, etc. Las fuentes españolas e indígenas, agrega Carmack (1987: 84-86), confirman el alto desarrollo de la esclavitud en las sociedades quicheanas. Eran detentados principalmente por los señores, pero también hubo vasallos que los tenían. Distingue dos tipos principales de esclavos: los destinados a las sementeras (cultivos) que denomina siervos, y los que trabajaban en las casas de los señores, a los que llama propiamente esclavos. “Los 13

siervos podían alcanzar una posición social bastante respetada y aún privilegiada”. Formaban sus propios barrios, servían como soldados, guardianes residenciales y cargadores, siendo probable que los tamemes fueran principalmente reclutados entre ellos. Ocupaban una posición parecida a la de los vasallos, excepto por ciertos aspectos, como la administración o propiedad de sus tierras, y es también probable que se hayan originado de conquistas anteriores, cuando pueblos enteros, incluyendo a sus señores, eran trasladados a tierras de los vencedores. El proceso anterior era distinto al de los esclavos de guerra. Al igual que ya fue señalado cuando se tomaron referencias de la obra de Sherman, todos los capturados, niños y adultos, eran hechos esclavos. Los señores cautivos eran sacrificados y después comidos para atemorizar al enemigo, en tanto los vasallos eran sometidos a servidumbre. No obstante, también los vasallos podían ser utilizados como ofrendas de sacrificios, existiendo un comercio específico de esclavos para cubrir las necesidades de los ciclos ceremoniales (Carmack, 1987: 86 y 87). “Estoy convencido – afirma Benjamin Keen, destacado hispanista estadounidense en una carta dirigida a William Sherman en 1974 – de que las exigencias de los españoles en relación con la mano de obra y los tributos, fueron inconmensurablemente mayores que antes de la conquista, y aparte de otras razones, simplemente porque las demandas de tributo en la época de la preconquista estaban limitadas por la capacidad de los gobernantes nativos para consumir los beneficios del tributo y del trabajo, mientras que las demandas de los españoles, orientadas a la acumulación de la riqueza en dinero, era casi ilimitadas” (Sherman (1987: 610).

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2 LA COLONIA Y LAS PRÁCTICAS DE TRABAJO FORZOSO Trabajo forzoso "Es todo trabajo o servicio exigido a un individuo bajo la amenaza de una pena cualquiera y para el cual dicho individuo no se ofrece voluntariamente”. Artículo 2 del Convenio 29 de la OIT sobre el trabajo forzoso (1930).

Conquista e imposición de la esclavitud Preocupados por la fundamentación jurídica de sus acciones, los españoles justificaron la conquista de los territorios americanos en la tesis según la cual “era lícito apropiarse de los países recién descubiertos que pertenecieran a príncipes no cristianos”. Sin embargo, y en una actitud que aún actualmente se da en la relación de los países desarrollados ante los países de menor desarrollo, la actitud ante dichos príncipes tenía variantes. Por ejemplo, Cristóbal Colón, en su primer viaje llevaba cartas de amistad de los reyes de Castilla y Aragón para el Gran Khan, como era conocido el emperador mongol de la China, y para otros soberanos de la India. Pero, en el caso de los caribes, el primer pueblo americano con el que hicieron contacto, consideraron que “vivían al margen de la civilización y parecían hallarse privados de un ordenamiento jurídico y estatal racional”, por lo que no tuvieron escrúpulos al 15

momento de conquistarlos y dominarlos, asumiendo que para poseerlos el rey de España ostentaba un título igual al que tenía para ejercer su autoridad en los dominios hereditarios de la Corona, lo que se vio reforzado con las bulas papales emitidas por Alejandro VI en 1493 (Konetzke, 1972: 21 a 24). A pesar de esa “legitimación”, la conquista y sometimiento de las sociedades indígenas fue objeto de crítica por parte de teólogos españoles, principalmente dominicos, que se sustentaban en las tesis del orden natural de Santo Tomás de Aquino, cuestionando incluso la validez de la donación papal. Pero los partidarios de la conquista encontraron una aceptable justificación en la misión de cristianizar a los infieles: “si un príncipe pagano impedía la conversión de sus súbditos o perseguía a los conversos cristianos, los españoles podían guerrear contra esa autoridad tiránica y deponerla”. Por otra parte, si los aborígenes se sometían y voluntariamente aceptaban la soberanía de los reyes españoles, la dominación quedaba justificada (Konetzke, 1972: 28 y 29). Para que la conquista y dominación se fundamentaran en el anterior razonamiento se acudió a un ardid jurídico: el “Requerimiento de Palacios Rubios”, elaborado por 1513 por el jurista de la corte Juan López de Palacios Rubios, en donde se resumían los argumentos teológicos y jurídicos que respaldaban la presencia de los españoles en tierras americanas (Luján, 1987:32). En una muestra de la obsesión por el formalismo, que continúa impregnando el quehacer jurídico hasta la actualidad, al tomar contacto con un pueblo de indígenas se les debía leer el documento y quienes se resistieran a reconocer la autoridad de la Corona y de la Iglesia, podían ser tomados como prisioneros 16

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en una “justa guerra” y convertidos en esclavos. Martínez (1994:65) refiere que hubo ocasiones en que el requerimiento fue leído desde lo alto de una colina o desde la cubierta de un navío. Fray Bartolomé de las Casas, citado por el célebre hispanista Lewis Hanke (1949), afirmó que “no sabía si reir o llorar al leer aquella ensarta de absurdideces teológicas destinadas a legalizar la esclavitud”. Pedro de Alvarado, a quien los aztecas pusieron el sobrenombre de Tonatiuh, y demás conquistadores de Centroamérica, utilizaron en varias ocasiones el requerimiento y, amparados en sus cláusulas, tomaron numerosos esclavos. Pero, destaca algo que fue común en la actuación de los españoles a lo largo del período colonial: se excedían en la aplicación de las normas, ya de por sí flexibles, y no tenían reparo alguno para esclavizar pueblos que los recibían de manera pacífica. Con cualquier pretexto se buscaba ampliar la capacidad para disponer de manera ilimitada de la fuerza de trabajo indígena. Así, por ejemplo, en 1537, un funcionario real en Honduras lamentaba que la Corona solamente permitía que se hicieran esclavos a los hombres mayores de 15 años, y “que sería bueno esclavizar también a las mujeres cuyo trabajo era necesario, en vez de dejarlas morir en la guerra” (Sherman, 1987:41). Fray Antonio de Remesal1, citado por Cabezas (1993a: 388) relata que Pedro de Alvarado impuso “al numeroso pueblo de Patinamit un irregular tributo que cada día cuatrocientos muchachos y otras tantas muchachas, so pena de quedar esclavos, le diesen un canutillo de oro lavado, del tamaño del dedo meñique”. 1



Historia general de las Indias Occidentales y Particular de la Gobernación de Chiapa y Guatemala (1620). Biblioteca “Goathemala” de la Academia de Geografía e Historia de Guatemala. Guatemala: Tipografía Nacional.

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Esto es confirmado en los Anales de los Xahil de los indios cakchiqueles – conocidos también como Memorial de Sololá o Anales de los cakchiqueles – donde el autor relata que “durante el año [1530] fueron dados terribles tributos. Se dio oro, plata, ante el rostro de Tunatiuh. Se pidieron como tributo quinientos varones, quinientas mujeres, para ir a los lavaderos de oro. Todos los hombres fueron ocupados en buscar oro. Quinientos varones, quinientas mujeres, fueron también pedidos por Tunatiuh para ayudar a construir Pangan como su residencia principal. De todo esto, si de todo esto, oh hijos míos, nosotros mismos fuimos testigos”2 (Asturias y González, 1937: 62). La Corona autorizó, que además de los cautivos de guerra, se tomaran esclavos de rescate. Se trataba de los que ya eran esclavos de los indígenas y su adquisición se justificaba afirmando que no había impedimento para que se mantuvieran en esa condición, “en tanto su situación no resultara peor que antes”, aparte de que corrían el riesgo de ser sacrificados, y liberarlos del paganismo significaba para ellos un beneficio (Sherman, 1987: 44 y 45). Estos esclavos también eran obtenidos por los españoles mediante compra, a cambio del pago de tributos u otros tratos (Zavala, 1968: 12). Los esclavos de rescate se distinguían de los esclavos de guerra, porque los primeros eran marcados con hierro candente en el muslo y a los de guerra se les marcaba en la cara. Se estima que solamente Pedro de Alvarado llegó a obtener alrededor de 3,000 esclavos por este medio (Cabezas, 1993: 374). En 1530 la Corona emitió la primera cédula que prohibía la esclavitud, lo que provocó la apelación del Ayuntamiento de 2



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En esta y otras transcripciones se respeta la ortografía original.

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Santiago. Los reyes aceptaron suspender su vigencia y, mediante cédula de 1532, autorizaron a Pedro de Alvarado y al obispo Francisco Marroquín (el primer obispo de Guatemala) para que los dos, directamente, determinaran quiénes eran esclavos en poder de los caciques y que los hiciesen herrar y que, una vez herrados, los vecinos los pudieran comprar y de esa manera rescatarlos, con la condición de no sacarlos de las provincias. En esa misma cédula facultaron a Pedro de Alvarado y al obispo para decidir, una vez hecho el ya citado requerimiento de Palacios Rubio, a qué indios alzados se les podía hacer la guerra, tomarlos como prisioneros y venderlos como esclavos (Cabezas, 1993a: 389). En 1534 se emitió una real cédula que prohibió nuevamente comprar esclavos a los caciques o principales indígenas. La reiteración de esa disposición, en sucesivas cédulas de 1536, 1538 y 1539 (Sherman, 1987: 50), evidencia que de manera reiterada las disposiciones reales eran ignoradas por los conquistadores. En los primeros años del dominio español se dio, entre los conquistadores y la autoridad real, una especie de “estira y encoge” en el tema de la esclavitud. El arzobispo de Guatemala Francisco de Paula García Pelaez3, citado por Cabezas (1993: 373) refiere que en 1513 la Corona española amonestó a los frailes dominicos de La Española por haber protestado contra la encomienda-repartimiento, haciéndoles ver que el reparto de indígenas fue discutido por letrados, teólogos y juristas,

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Memorias para la Historia del Antiguo Reino de Guatemala. Redactadas por el Ilustrísimo Señor Doctor Don Francisco de Paula García Peláez. Biblioteca “Goathemala” de la Sociedad de Geografía e Historia de Guatemala, 1968. Guatemala: Tipografía Nacional.

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quienes llegaron a la conclusión de que eso “era conforme a derecho divino y humano, y que si cargo de conciencia había en ello, era del rey, y de quien se lo había aconsejado, no de quien tenía los indios”. No obstante lo anterior, en 1530 la Corona prohibió la esclavitud de los indios pero, como fue también común a lo largo de la historia colonial, las disposiciones reales no eran acatadas o lo eran parcialmente, pues en 1532 se le prohibió expresamente a Pedro de Alvarado la adquisición de esclavos de rescate. Dos modalidades de trabajo forzoso fueron tomadas de las prácticas prehispánicas. La primera es la de los naborías, quienes según Fray Bartolomé de las Casas, era el término utilizado por los indígenas antillanos para referirse a los criados y sirvientes, lo que coincide con la función que tuvieron en la sociedad colonial: “indígenas que trabajaban para los españoles, principalmente como sirvientes domésticos, aunque sus obligaciones no se circunscribían necesariamente a los hogares” (Sherman, 1987: 142-143). Una ley de 1534 estipuló “que las mujeres y niños menores de 14 años, tomados en justa guerra, no podían ser sometidos a la esclavitud, pero podía retenérseles como sirvientes domésticos, o bien dedicarlos a otros trabajos con la categoría de naborías”. También estaba prohibido marcarlos (Sherman, 1987: 146). Para los españoles contar con un numeroso séquito de sirvientes era un símbolo de estatus. Jorge de Alvarado tuvo no menos de 40 indígenas al servicio de la casa durante su estancia en Atitlán. Alonso López de Cerrato anotó años más tarde que el más humilde de los españoles tenía sirvientes, y que no había visto vecino alguno de Santiago que no tuviese cuando menos 20

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cinco o seis indios sirviendo en su casa (Sherman, 1987: 148). Considera Sherman (1987: 149) que, excepto cuando caían bajo “la férula de un amo particularmente duro”, el trabajo de naboría o servicio doméstico “era menos terrible que otros trabajos, y cuando menos había comida y abrigo contra los elementos de la naturaleza”. La segunda modalidad, sometida a condiciones extraordinariamente crueles, fue la de los tamemes o cargadores, que en las sociedades prehispánicas, carentes de animales de tiro o carga, era la única opción para el transporte de productos e incluso de personas, como sucedió también a partir de la conquista e incluso ya avanzado el siglo XX, por la ausencia de caminos vecinales en buena parte del altiplano guatemalteco. La llegada de los españoles aumentó la demanda de tamemes. Especialmente a lo largo del siglo XVI, debido a la falta de carreteras y la escasez de carretas y animales de carga. Desde muy temprano las autoridades españolas trataron de prohibir o limitar el uso de tamemes. Una real cédula de 1528, para la Nueva España, vedaba el uso de indígenas para llevar cargas a las minas (Sherman, 1987: 157). En 1529, una real cédula para Centroamérica proscribió igualmente el uso de indígenas como cargadores, incluso para distancias cortas. Pero, como tantas veces sucedió, las disposiciones de la Corona eran insuficientemente aplicadas o ignoradas, lo que obligaba a flexibilizarlas. Así, otra real cédula ordenó en 1533 que ningún indígena podía llevar más de 50 libras; y las Nuevas Leyes, de 1542 prohibieron totalmente su utilización (Sherman, 1987: 161 y 163).

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El trabajo de los tamemes se caracterizó por “cargas excesivas, largas jornadas, reclutamiento forzoso y bajo intimidaciones, trabajo sin paga, malnutrición y malos tratos”. Los recorridos con distancias entre 300 y 600 kilómetros eran comunes. “En alguna ocasión se les hizo llevar cargas desde el puerto mexicano de Veracruz hasta Santiago (…) lo cual implica una distancia de cerca de 1,400 kilómetros, en un terreno fragoso” (Sherman, 1987: 158 – 159). En una expedición de conquista de Honduras a Nicaragua, Diego López de Salcedo llevó alrededor de 4,000 tamemes, de los cuales no sobrevivieron más de seis (Sherman, 1987: 160).

El tráfico de esclavos indígenas La demanda de mano de obra indígena y la escasez de oro, plata y piedras preciosas que permitirían un enriquecimiento fácil y rápido, llevó al establecimiento de un intenso tráfico de esclavos, pues existía una fuerte demanda fuera de Centroamérica. Dicho tráfico se dio, nuevamente, a pesar de las expresas prohibiciones reales, debido principalmente a la dificultad de ejercer, por obvias razones de lejanía, un efectivo control administrativo y a la complicidad de funcionarios reales que participaban del tráfico o de sus beneficios. Algunos funcionarios, ante los frecuentes cambios de normas, permitían que continuara la actividad esclavista, con el pretexto de esperar aclaraciones de las últimas disposiciones reales (Sherman, 1987: 53). Los centros más activos de tráfico de esclavos en tierras centroamericanas fueron Honduras, favorecido por la proximidad de sus puertos con las islas de las Antillas; y Nicaragua, con destino a Panamá, que era el nexo entre la Nueva España y el Perú. En dichos lugares, debido a las enfermedades 22

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y a la esclavitud, la población indígena se extinguió o fue severamente diezmada. El primer obispo de Honduras, Cristóbal de Pedraza, conocido también como el “Protector de los Indios”, relata que en una expedición pacificadora a Honduras, Pedro de Alvarado llevaba de Guatemala cuadrillas de esclavos para trabajar posibles minas; y auxiliares achíes, a quienes describe como “la gente más cruel de las indias y los más grandes carniceros y caníbales”. Los achíes capturaron alrededor de 6,000 hombres, de los cuales unos 3,000 fueron hechos esclavos (Sherman, 1987: 68). El tráfico de esclavos alcanzó tal proporción que en 1539 el obispo Pedraza informó al rey que él no creía que hubiese más de 15,000 indios en toda la gobernación de Honduras. En Nicaragua, gobernada entre 1513 y 1531 por Pedrarias Dávila, quien rivalizó en crueldad con Pedro de Alvarado, las ciudades de León y Granada fueron los centros del intenso tráfico de esclavos que se estableció con Panamá (Sherman, 1987:69). En los primeros años de la conquista, debido a la abundancia de esclavos, tanto de guerra como de rescate, su precio era muy bajo. En 1524 un caballo costaba entre 500 y 800 pesos y un esclavo podía costar dos pesos. En Soconusco, ese mismo año un cerdo tenía un precio de 20 pesos oro y una carga de cacao 10 pesos. En 1526, durante la pacificación de Honduras, se afirmó que la única cosa que permitía vivir a los españoles era el comercio de esclavos, quienes eran dados a cambio de comida traída de las islas antillanas: una arroba de carne salada costaba cuatro pesos y una arroba de aceite seis pesos, en tanto un esclavo valía dos pesos. 23

El presidente de la audiencia de México afirmó, en 1532, que los esclavos se vendían en México a 40 pesos, y en 1533, en Guatemala su precio era de dos pesos. En 1533 o 1534 un vecino de Guatemala pidió permiso para llevar 200 indios a centros de trabajo de México, pero solamente le autorizaron 20 (Sherman, 1987: 95). En la medida que los esclavos conocían algún oficio, por ejemplo albañilería o herrería, su precio aumentaba en comparación con alguien que solamente podía servir como peón o cargador. En 1530, “un esclavo indio muy bueno” fue comprado por 50 pesos oro (Sherman, 1987:96). En 1541, un español despojado de sus esclavos, afirmaba que su cuadrilla minera de 30 hombres y los seis que servían en su casa y cultivos, estaban valorados en más de 4,000 pesos, lo que da un promedio de 112 pesos por cabeza (Sherman, 1987: 96). Cuando los funcionarios locales manejaban el comercio de esclavos, los precios se fijaban a su antojo. A Francisco de Castañeda, gobernador de Nicaragua en la década de 1530, lo señalaron de vender esclavas a 200 pesos, que en realidad valían entre 25 y 40 (Sherman, 1987: 97). El comercio de esclavos afectó a toda Centroamérica con excepción de Costa Rica, y los destinos principales fueron Panamá y Perú en el Pacífico, y las islas de las Antillas. Para el sur la principal fuente fue Nicaragua. Ante la dificultad para satisfacer la demanda, el tráfico se extendió a San Salvador y Guazacapán. No llegó a la magnitud de Nicaragua, pero fue suficiente para llamar la atención de Alonso López de Cerrato (MacLeod, 1980: 44). Sin embargo, para 1548 – año que llegó a Guatemala López de Cerrato – la demanda de esclavos centroamericanos había 24

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ido desapareciendo, debido a la finalización de la conquista y guerras civiles en Perú, donde ya podían disponer de la mano de obra local para los cultivos y las minas; en Panamá los cargadores fueron sustituidos por mulas y caballos, y la población negra aumentaba (MacLeod, 1980: 48). Respecto al número de esclavos existente en Guatemala, Sherman (1987:98) indica que las fuentes disponibles no permiten hacer una estimación razonable. Que en 1531 Pedro de Alvarado tenía 1,500 esclavos marcados, trabajando en sus minas y que, en esa época, había en Santiago de Guatemala unos 100 vecinos, de los cuales casi todos tenían al menos una cuadrilla de esclavos. Una cuadrilla estaba conformada por entre 100 y 120 indígenas por lo que, estimando unas 90 cuadrillas, el número de esclavos podía llegar a los 9,000. De acuerdo con las leyes españolas, una quinta parte de todos los esclavos debía ser subastada para obtener el quinto real. Los datos de 1530 para Guatemala reportan 345 pesos, lo que permite concluir que en ese período solamente 800 personas fueron tomadas como esclavos de guerra. Sherman (1987: 114) estima que el número de indígenas esclavizados en América Central, entre 1524 y 1549 es de alrededor de 150,000 personas, mayoritariamente hombres, de los cuales no más de un tercio fueron “exportados” fuera de la región. MacLeod (1980:44) afirma que “un total de 200,000 indígenas para todo el período esclavista en Nicaragua parece quedarse corto. Ya en 1535 se había reportado a la Corona que un tercio de la población aborigen de Nicaragua había sido esclavizada”.

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Tanto la despiadada explotación como el tráfico de esclavos a que fue sometida la población indígena, se agregaron a las enfermedades que azotaron la región mesoamericana y antecedieron la llegada propiamente dicha de los españoles, para provocar una verdadera debacle demográfica. Se calcula que un tercio de la población del altiplano guatemalteco pereció entre 1519 y 1520 debido a las epidemias de viruela y tifus (MacLeod, 1980: 86). Pone como ejemplo la drástica reducción de habitantes que sufrió Santiago Atitlán, uno de los más ricos de encomienda, donde en menos de 20 años (entre 1524 y 1545) el número de tributarios pasó de 12,000 a 1,400 (MacLeod, 1980: 113).

La encomienda-repartimiento En los primeros años del dominio español los términos encomienda y repartimiento fueron utilizados de manera indistinta. En ambos casos se realizaron de una forma que tenían todas las características del trabajo esclavo. Sin embargo la entrega o reparto de indígenas a conquistadores con el pretexto de encomendarlos a su cuidado y que velaran por su cristianización, tenía mucha semejanza con la institución medieval de la encomienda, que en el derecho feudal o señorial era la renta o merced vitalicia con la que estaba gravado un heredamiento o territorio (Cabanellas, 1997: 449). Para las colonias hispánicas la encomienda fue definida por el jurista Juan de Solórzano y Pereira (1575-1655), “como el derecho concedido por merced real a los beneméritos de las Indias para percibir y cobrar los tributos de los indios (…) con cargo de cuidar del bien de los indios en los espiritual y temporal, habitar y defender las Provincias donde fueron encomendados y hacer cumplir esto”, en su Política Indiana (Cabanellas, 1997: 449). 26

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En Guatemala, el primer repartimiento lo hizo Pedro de Alvarado, en julio de 1524, y el principal beneficiado fue el mismo Adelantado. Se adjudicó Iximché y otros centros cakchiqueles. Los más favorecido después de Alvarado fueron sus lugartenientes Sancho de Barahona, Bartolomé Becerra y Pedro de Portocarrero, con 1,000 indígenas cada uno (Cabezas, 1993: 373). En 1528 Jorge de Alvarado, hermano del conquistador, como Teniente de Gobernador del territorio actual de Guatemala y El Salvador, realizó, sin mayor certeza sobre su existencia, un repartimiento general de los pueblos entre los conquistadores, de tal suerte que fueron distribuidos 110 pueblos entre los españoles residentes en Santiago de Guatemala. Solamente uno de ellos, Pedro Núñez de Guzmán, recibió 14 pueblos. Cuando Pedro de Alvarado retornó de España, para dar una demostración de poder y al “ver la tierra tan ciegamente repartida”, dejó sin efecto las concesiones hechas por su hermano Jorge. Entre las encomiendas que invalidó estaban las de Atitlán, Chichicastenango y Sacatepéquez, pueblo de Quetzaltenango, adjudicándolas a parientes, amigos y criados que trajo de España. Alvarado se asignó la importante encomienda de Atitlán, que estaba en manos de dos de sus compañeros de conquista, cada uno de los cuales recibía 1,000 jiquipiles4 de cacao (Cabezas, 1993: 375 y 383). Alvarado continuó siendo, durante más de dos décadas, el principal beneficiario del trabajo forzoso. Cuando el presidente Alonzo López de Cerrato ordenó, entre 1548 y 1549, la tasación

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El jiquipil era una unidad de cuenta, que equivalía a 8,000 unidades. En este caso, 8,000 semillas de cacao.

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de los tributos que pagaban los indígenas, se determinó que siete de los mejores pueblos estaban encomendados a su nombre: Atitlán, Guazacapán, Escuintla, Petapa, Quetzaltenango, Rabinal y Totonicapán, que entre todos tenían unos 5,000 tributarios que le rendían alrededor de 10,000 pesos anuales, a las que se agregaban las encomiendas en Honduras, que le reportaban 9,000 pesos más al año. En Guazacapán, además de la exacción del tributo, abusó de los indígenas al utilizarlos para construir la flota que llevó su expedición a Perú. En una de las acusaciones contra Alvarado, cuando lo sometieron a un juicio de residencia, se indicó que mandaba darles palos y azotes y quemaba “muchos señores principales por los amedrentar para que sirviesen por hacer por parientes y amigos suyos que los tenían encomendados” (Cabezas, 1993:377). Por otra parte, los indígenas que con motivo de las expediciones españolas se entregaban pacíficamente y aceptaban convertirse en vasallos del rey de España, eran “encomendados” a los nuevos amos, quienes debían cuidar de su evangelización, y a cambio recibir toda clase de servicios, sin retribución alguna. Este sistema es el conocido como “encomienda-repartimiento”, en donde las dos instituciones, que en la etapa que siguió a la aplicación de las Leyes Nuevas se diferenciaron, “nacieron unidas, entrelazadas. El repartimiento tenía dos variantes: reparto de tierras y de indios para trabajarlas. Esto se justificaba por el supuesto de que los indígenas eran entregados para que fueran evangelizados – encomendados – por lo que en la primera etapa de la conquista repartimiento y encomienda eran lo mismo” (Martínez, 1994: 62).

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El funcionamiento de la encomienda en la sierra de los Cuchumatanes es un ejemplo de cómo fue implantada dicha institución. El primer pueblo otorgado en encomienda fue Santa Eulalia, el 27 de octubre de 1524, apenas unos meses después de la fundación de Santiago de Guatemala. El siguiente encomendero, Juan de Espinar, recibió la actual cabecera departamental de Huehuetenango el 3 de octubre de 1525 y la disfrutó hasta su muerte en 1562, ya modificada a partir de la vigencia de las Leyes Nuevas, cuyo proceso se describe en el siguiente numeral. Espinar explotó las minas de plata ubicadas al norte de Chiantla y al mismo tiempo era propietario de tierras. Por más de 20 años “explotó su encomienda despiadadamente, exigiendo trabajo a varios cientos de indios de servicio, quienes eran obligados a trabajar en las minas de plata. A las mujeres indígenas las hacía preparar comida, la cual él recibía como tributo o provenía de sus propiedades. Este encomendero ganaba casi 9,000 pesos anuales en la minería y 3,000 pesos más en la agricultura” (Lovell, 1990:107). Es importante anotar que lo descrito por Severo Martínez (1994) en La Patria del Criollo, con relación a las modalidades de trabajo forzoso implantadas por los conquistadores y que, como se verá más adelante, prevalecieron a lo largo del período colonial, coincide en lo fundamental con los capítulos dedicados al tema en la Historia General de Guatemala publicada por la Asociación de Amigos del País (1993).

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Fray Bartolomé de las Casas y las Leyes Nuevas Aún antes de la conquista de Guatemala, en 1511, los dominicos, encabezados por Fray Antonio de Montesinos y después por Fray Bartolomé de las Casas, iniciaron una incansable lucha contra la esclavitud y la encomienda, que culminó con la emisión de las conocidas como Leyes Nuevas u Ordenanzas de Barcelona de 15425 (Cabezas, 1993: 379). Las leyes estaban motivadas por razones morales, especialmente la tenaz campaña de Las Casas, y por motivos políticos. De ellos el principal era que la Corona tuviera capacidad para ejercer efectivamente el control de los territorios conquistados y de su población. Por ello, en una de las disposiciones de las leyes se indica que los indígenas eran personas libres, con la calidad de vasallos del rey. En dichas leyes se ordenaba que, en adelante, “por ninguna causa de guerra ni otra alguna, aunque sea so título de rebelión, ni por rescate ni otra manera, no se pueda hacer esclavo indio alguno, y queremos que sean tratados como vasallos nuestros”, por lo estaba vedado que alguien pudiera servirse “de los indios por vía de naboría, ni tapia, ni otro modo alguno, contra su voluntad”. En Centroamérica, pese a que el primer presidente de la Audiencia de los Confines, Alonso de Maldonado, por recomendación de Fray Bartolomé de las Casas, fue designado para dicho cargo en el mismo texto de las leyes, estas no fueron aplicadas, y continuó el otorgamiento de tamemes y naborías a los encomenderos. 5



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Leyes y ordenanzas nuevamente hechas por su Majestad para la gobernación de las Indias y buen tratamiento y conservación de los Indios, promulgadas en Barcelona el 20 de noviembre de 1542.

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Maldonado, siendo el encargado de erradicar el trabajo esclavo, se beneficiaba ampliamente de él. Obtenía cerca de 6,000 pesos anuales por alquilar indígenas (hombres y mujeres) de sus encomiendas en Honduras para que trasladaran el equipaje de españoles que desembarcaban en los puertos atlánticos y se dirigían a las ciudades del interior. El obispo Pedraza denunció que los tamemes de Maldonado recorrían hasta 60 leguas6, con bultos que pesaban entre 75 y 100 libras, y debían llevar su propia comida. Cada jornada de viaje, agregaba el obispo, morían por lo menos 10 tamemes (Cabezas, 1993: 379).

La gestión del presidente Alonso López de Cerrato Fray Bartolomé de Las Casas hizo uso de su influencia ante el Consejo de Indias y logró la destitución de Maldonado, quien dejó el cargo en mayo de 1548. En su lugar fue nombrado el licenciado Alonso López de Cerrato y una de sus primeras disposiciones fue trasladar la sede de Gracias a Dios, en Honduras, a la ciudad de Santiago de Guatemala, a donde llegó en 1549 (Rubio, 1973: 78 y 88). Con gran energía, López de Cerrato aplicó las disposiciones de las Ordenanzas de Barcelona, despojó a los encomenderos más crueles, incluso a quienes habían exportado indígenas a Perú, para lo que solicitó autorización especial, y prohibió los servicios personales. También ordenó la abolición del alquiler de indígenas, pero varios cabildos solicitaron y lograron que no se ejecutara la disposición. En una comunicación afirmó: “se quejan que les quité el servicio personal y esto es lo que más han sentido, porque debajo de este color tenían todos los indios por esclavos y como tales se servían de ellos” (Cabezas, 1993: 380).

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Una legua equivale a 6.6 kilómetros

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No obstante su buen desempeño en la liberación de los indígenas, la labor de López de Cerrato fue ensombrecida por los señalamientos de nepotismo, así como por favorecer a sus allegados. Su hermano Alonso Cruz Cerrato recibió dos importantes encomiendas en Nicaragua, una de las cuales pagaba 6,500 pesos anuales (Sherman, 1980: 238). Los cabildos o ayuntamientos, que fueron desde el principio del dominio español, los bastiones de poder de los conquistadores y posteriormente de sus descendientes – los criollos, que formaron lo que el historiador Ernesto Chinchilla Aguilar (1961) denominó la clase capitular – utilizaron todo tipo de argumentos para buscar la permanencia de las prácticas esclavistas. “Sus quejas partían de dos premisas dudosas: el carácter inicuo de Cerrato, y el daño que las reformas introducidas por este causaban a los indígenas” (Sherman, 1987: 225). En una súplica dirigida al presidente López de Cerrato por el cabildo de Santiago, sus miembros le hacen ver que posiblemente no estaba bien informado sobre la liberación de los esclavos y que si llegara a sopesar las consecuencias “usted abandonaría el proyecto, pues su Excelencia descubrirá que todo el bienestar de estas partes descansa en la satisfacción y el establecimiento permanente de los españoles, y en las pequeñas cantidades de plata y oro que están siendo explotadas y no en la alegría y satisfacción de los religiosos”, aludiendo con esta última frase a la intervención de los frailes dominicos. Más adelante, afirman con sorprendente cinismo que “el descargo de la conciencia de su Majestad y de la vuestra en su nombre, no consiste en liberar a estos indios llamados esclavos, porque su número es nada comparado con el resto. Al presente es mejor para ellos permanecer en nuestra compañía y no fuera 32

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de ella, porque nosotros consideramos a la mayoría de ellos como si fueran nuestros propios hijos. Y si en tiempos pasados hubo cierto descuido en el trato que se les daba, ello ya no es cierto – más bien ellos nos agradecen por haberlos criado”. A renglón seguido reconocían la verdadera causa de su demanda: “nuestro bienestar y felicidad descansa en gran parte en ese granito de oro” (Sherman, 1987: 225 y 226). La gestión de López de Cerrato fue tan efectiva, como señala Severo Martínez (1994: 79), que los Anales de los Xahil o Memorial de Sololá recogió el testimonio agradecido de lo que fue un antes y un después para los indígenas: “Durante el año el Presidente Cerrado llegó, en tanto que el Licenciado Pedro Ramírez estaba todavía aquí. Cuando llegó condenó a los hombres Castilan, libertó los esclavos, a los prisioneros de los hombres Castilan; disminuyó la mitad del tributo; puso fin al trabajo forzado; obligó a los hombres Castilan a pagar a los pequeños trabajadores, a los grandes trabajadores. En verdad, el jefe Cerrado disminuyó los sufrimientos de nuestros hombres, porque yo mismo vi, oh hijos míos, los numerosos sufrimientos que soportamos” (Asturias y González, 1937: 66). En defensa de López de Cerrato, Fray Bartolomé de las Casas, en su calidad de Obispo de Chiapas, envió una extensa carta al rey de España, cuyas afirmaciones constituyen otra contribución para explicar el presente de la sociedad guatemalteca. “Vuestra Alteza tenga por cierto – afirmaba el obispo dominico – que de todas las partes de las Indias, donde más excesos y desórden ha habido en hacer injusta e inicua y malvadamente los indios esclavos, ha sido en Guatemala y Chiapa; porque no se pueden imaginar las maneras y cautelas que para hacellos tuvieron, y es increíble el número tan grande que de esclavos hicieron (…) de los cuales han perecido en sus infernales trabajos y servicios, de diez partes, las nueve” (Sherman, 1980: 259-262). 33

Las reacciones más violentas contra las Leyes Nuevas, a pesar de la inconformidad que causaron entre los vecinos, no se dieron en Santiago de Guatemala sino que en Chiapas, de donde era obispo Fray Bartolomé de las Casas, y en Nicaragua, donde los abusos con el tráfico humano habían alcanzado, como ya se vio antes, proporciones extremas. En 1550, en la ciudad de León, el obispo dominico Antonio de Valdivieso, activo colaborador de Las Casas en la defensa de los indios, fue asesinado por los hijos del gobernador Rodrigo Contreras, a quien el obispo había denunciado expresamente ante el rey por los abusos que cometía (Cabezas, 1993: 381).

La encomienda después de las Leyes Nuevas Si bien las Leyes Nuevas representaron un alivio, no significaron el fin de la explotación y de los abusos sobre la población indígena. La encomienda primitiva fue sustituida por otra encomienda, que perduró hasta el segundo tercio del siglo XVIII. Dicha encomienda estaba contemplada en las Leyes Nuevas, al indicar que una forma de premiar a los conquistadores y primeros colonos era cederles parte de los tributos que los indígenas debían pagar al rey, lo que no sería hereditario, salvo para las viudas e hijos de los beneficiarios. Los conquistadores pelearon contra esto, aduciendo que si el servicio prestado a la Corona era perpetuo, igualmente debía ser su remuneración. La Corona accedió paulatinamente a la perpetuidad, al permitir que fuera mantenida para una “segunda vida” (los nietos) y así se llegó hasta una “quinta vida” (Martínez, 1994: 88 a 90). Posteriormente se permitió que los recién llegados recibieran las encomiendas, de forma que para mediados del siglo XVIII el número de estas era similar al existente a principios del siglo XVII (Martínez, 1994: 91). 34

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Entre las anomalías más frecuentes se cita que muchos encomenderos cobraban directamente los tributos y adquirían tierras vecinas a los pueblos encomendados, lo que facilitaba presionar a los indígenas para obtener fuerza de trabajo barata (Martínez, 1994: 92 y 93). Las encomiendas garantizaban una renta a los beneficiarios de carácter puramente parasitario. Los indígenas se veían obligados a producir o a comprar los bienes que debían entregar periódicamente a los encomenderos, lo que constituía una pesada carga que se agregaba al repartimiento, a los servicios personales y a los diezmos que percibía la Iglesia. Alrededor de 1550, los 11 encomenderos más ricos recibían entre un máximo de 4,000 pesos oro y un mínimo de 1,500 pesos oro al año. Los dos encomenderos más acaudalados, Juan de Guzmán y Francisco Xirón, estaban vinculados a la producción cacaotera de los Izalcos y fueron de los principales beneficiarios de la misma (MacLeod, 1980: 99). Siguiendo con el caso de Huehuetenango descrito por Lovell (1990:104), entre 1549 y 1550, los beneficios de las encomiendas se habían reducido, pero aún eran gravosas para los indígenas. Los 500 tributarios de Huehuetenango debían entregar cada año a Juan de Espinar: 15 fanegas de maíz, 4 de algodón, 5 de frijol, 300 mantas, 100 panes de sal, 12 docenas de gallinas, 100 cargas de ají y 6 indios de servicio. Otro español, Juan de Celada, titular de la encomienda de Aguacatán cambió los 10 indios de servicio que le correspondían por 200 tostones de plata7.

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Una fanega equivalía a 125 libras y según otras fuentes a 94 libras. Un tostón a medio peso o cuatro reales.

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No todas las encomiendas generaban cuantiosas rentas. Las hubo modestas, casi de sobrevivencia, como la de Francisco Sánchez Tamboronio, encomendero de Nebaj, pueblo que tenía 35 tributarios, que le entregaban anualmente 2 fanegas de maíz, 3 docenas de gallinas y cuatro indios de servicio, que fueron cambiados por 15 pesos oro; o Leonor de Castellanos, encomendera de Santiago Chimaltenango y San Juan Atitán, dos pueblos de 35 tributarios en conjunto, que le entregaban 4 fanegas de maíz, 5 de frijol y 150 mantas (Lovell, 1990: 104). El tributo que recibían en especie era vendido por los encomenderos en los mercados locales, por intermedio de pequeños comerciantes, en los momentos que los precios eran más favorables para monetizar el tributo. Este mecanismo fue fundamental para que los encomenderos pudieran enriquecerse con el producto del trabajo de los pueblos encomendados (Cabezas, 1993a: 392). A finales del siglo XVI el repartimiento fue ganando importancia como medio de enriquecimiento de los españoles residentes en Santiago de Guatemala, pues se asoció con el latifundio que comenzaba a formarse y con el incremento de la producción de añil, ganado, caña de azúcar, trigo y otros bienes, lo que trajo como consecuencia una etapa de bonanza económica que duró hasta las últimas décadas del siglo XVII. Prueba de ella es el aumento de los ingresos de la real hacienda, que pasaron de 65,000 pesos en el período 1656-1667 a 169,719 pesos en el período 1667-1678. En cambio, los beneficios de las encomiendas se habían reducido significativamente desde principios del siglo XVII y para el último tercio alcanzaron niveles mínimos. “En 1678, los ingresos del encomendero de Chiantla y Huehuetenango, 36

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junto con un pueblo de Honduras, ascendían a solo 40 pesos” (Lovell, 1990: 103). Hubo casos de encomenderos, en los que debido al tamaño de las concesiones, a la existencia de ciertas condiciones favorables, como estar en una zona que generaba algún producto de gran demanda, y a su “espíritu emprendedor”, se diversificaron hacia otras actividades más productivas. Aparte del ya citado Juan de Espinar en Huehuetenango, están los casos de Juan de Guzmán, encomendero en la zona cacaotera de Izalco, quien armó barcos para llevar su producto hasta la Nueva España; de Sancho de Barahona y sus hijos, encomenderos de Santiago Atitlán, un paso importante entre el altiplano y las tierras productoras de cacao que les permitía cobrar parte del tributo en cacao; o de Juan de León, encomendero en la zona de Totonicapán, quien se dedicó a la crianza de miles de ovejas y obligaba a los indígenas de los pueblos vecinos a comprarle la lana y, además, en la ciudad tenía un buen mercado para la carne (MacLeod, 1980: 111-112).

El tributo personal En 1549 el presidente López de Cerrato procedió a la tasación de los tributos, pues los indígenas pasaron a ser vasallos y tributarios de la Corona. Los montos fijados representaron una rebaja importante con respecto a las cantidades de productos y el efectivo que debían pagar con motivo de la tasación impuesta por Maldonado, el antecesor de Cerrato. La tasación de tributos para los pueblos de la provincia de Guatemala, fijada por Maldonado incluía 10,097 jiquipiles, 16,050 fanegas de maíz, 3,240 fardos de ají (chile), 10,769 mantas, 540 indios de servicio y 1,200 reales (Cabezas, 1993: 380). 37

A pesar de las rebajas impuestas por Cerrato, el monto de dichos tributos representaba una enorme carga para los indígenas, quienes debían generar más excedentes o buscar otros trabajos para cumplir con esa obligación adicional, que completaba el cuadro de la explotación a la que estaban sometidos. Los españoles afirmaban que dichas rebajas les causaban grandes perjuicios. Uno de los mayores críticos de las medidas de Cerrato fue el obispo Francisco Marroquín, quien argumentó en forma similar a las siempre lastimeras quejas de los colonizadores: “dice el presidente y los religiosos – refiriéndose a los dominicos – que aren y caven los españoles: ellos no pasaron a estas partes para esto, ni es servicio de Dios ni de V.M.; ni es bien para los españoles ni para los indios; lo que conviene es que los españoles sean estimados y temidos y que los indios sean instruidos y bien tratados, y ésta es la buena gobernación” (Cabezas, 1993a: 381). Cuando las encomiendas caducaban, el producto que generaban pasaba a beneficio de la Corona. El tributo se recaudaba el 24 de junio, durante el tercio de San Juan, y el 24 de diciembre, tercio de Navidad. El cobro estaba a cargo de los alcaldes indígenas, quienes debían hacer entrega exacta a los corregidores – en caso de encomienda al español beneficiario – y si era pagado en especie los productos debían venderse en subasta pública (Lovell: 1990: 110). Desde finales del siglo XVI, el tributo fue fijado en dos pesos anuales, suma que estuvo vigente hasta principios del siglo XIX. Estaban obligados al pago todos los indios varones casados, entre los 18 y los 50 años, eran eximidos los “legítimos caciques” y sus primogénitos, así como los alcaldes indígenas cuando desempeñaban sus cargos, también los negros esclavos, los 38

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mestizos y los mulatos. Las mujeres indígenas pagaban un tostón (Martínez, 1994: 232 y 233). Lovell (1990: 109) agrega que los viudos y los solteros de ambos sexos eran clasificados como medio tributarios, por lo que debían pagar un peso anual, y que entre los exonerados estaban también los enfermos e inválidos, y aquellos que de alguna u otra forma trabajaban para la Iglesia. A mediados del siglo XVI el tributo recaudado en Guatemala ascendía a 10,000 pesos anuales y, para finales del siglo XVIII, alcanzó los 120,000 pesos (Lovell, 1990: 110). Al tributo bianual se agregó el llamado servicio del tostón o real servicio, introducido en 1592 para sufragar los gastos de la Armada Invencible, pero su recaudación se mantenía en el siglo XVIII. En el corregimiento de Totonicapán y Huehuetenango el real servicio reportó 5,675 tostones, y en 1710 llegó a 7,500 tostones (Lovell, 1990: 110). En 1549, una real cédula prohibió que el tributo fuera conmutado por servicios personales, aunque estuvieran de acuerdo los caciques y los maceguales (indígenas comunes). De parte de los indígenas, el pago en especie se debía a la dificultad de erogar efectivo, por lo que en algunos pueblos el tributo era cubierto “casi exclusivamente por medio de contribuciones en trabajo. Los encomenderos valoraban particularmente el uso de los tamemes, puesto estos a menudo se alquilaban a comerciantes u otras personas”. Fue también frecuente que los encomenderos exigieran el pago de tributo en productos que eran exclusivos de ciertas zonas, como el cacao o el algodón, lo que obligaba a los indígenas a viajar grandes distancias para adquirirlos (Sherman, 1980: 213-214).

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Los datos de Cabezas (1993b: 483-485) difieren de los anotados por Severo Martínez (1994: 232 y 233), pero en todo caso, confirman otra exacción a la que estaban sometidos los indígenas. A mediados del siglo XVI, según el primer autor, el tributo era el equivalente a tres tostones para los hombres y dos para las mujeres. En las tasaciones de Cerrato, solamente 16 de 150 pueblos tributaban a la Corona y 134 correspondían a 86 encomenderos. A partir de 1575 se fijó un pago de cuatro tostones para los mulatos y negros, ya fueran casados o solteros, y de dos tostones para sus mujeres; en tanto que los zambos, casados o solteros, pagaban tres tostones y las mujeres uno (Cabezas, 1993b: 483-485) El tributo que los indígenas del Corregimiento del Valle de Guatemala8, que constituía la zona al servicio de la ciudad de Santiago, administrada por su ayuntamiento, pagaban anualmente a los encomenderos o a la Real Corona, ascendía a finales del siglo XVII a unos 35,000 pesos, pero el pago casi se duplicaba, por el tercer tostón, el valor del transporte de los pagos en especie, el costo de las tasaciones y el pago de los jueces encargados de hacerlas (Chinchilla, 1993:521). El rendimiento del tributo a lo largo del período colonial pone en evidencia otro fenómeno ancestral de Guatemala: la regresividad de su sistema tributario, que es otra de las causas de la desigualdad existente a la fecha. Entre 1694 y 1763 (poco 8



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Entre 1670 y 1680 la jurisdicción del Ayuntamiento de Santiago comprendía pueblos tan distantes entre sí como Tecpán (departamento de Chimaltenango) y Santa Catarina Pinula (departamento de Guatemala), o San José Poaquil (departamento de Chimaltenango) y San Cristóbal Amatitlán, actualmente Palín (departamento de Escuintla).

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más de medio siglo) el tributo representó el 74% de los ingresos recaudados por la Real Hacienda en el Reino o Capitanía General de Guatemala (Wagner, 1994: 108). El trabajo de los indígenas permitió conformar las cajas de comunidad o cajas de censo, de raíz prehispánica, que estaban destinadas al “sostenimiento de sus hospitales, de sus ‘bienes de pobres’, con cuyo nombre, cual es sabido, se entendía el auxilio a viudas, huérfanos, inválidos, etc.; para ayudar a sufragar los gastos de las misiones, casas de reclusión y demás elementos para la conversión, sostenimientos de seminarios y colegios para hijos de caciques, para permitirles realizar sin detrimento de sus bienes el pago del tributo y, en general, para que fuese ayuda, socorro y alivio en sus restantes necesidades” (Lamas, 1957: 300). Su vigilancia estaba a cargo de la Audiencia y se alimentaban con el producto del trabajo colectivo, la venta de los excedentes generados por la comunidad, los ingresos por arrendamiento de tierras a españoles, ladinos y otras comunidades (Belduzegui, 1992: 183). Una real cédula de 1582 estableció que en lugar del real y medio que se pagaba en efectivo, cada indígena debía cultivar con maíz 10 brazas de tierra al año (Lamas, 1957: 314). A lo anterior se agrega, a partir del último tercio del siglo XVIII, el producto de una contribución monetaria repartida entre las familias indígenas residentes, denominada el “acrecido”, consistente en cuatro reales anuales (Belduzegui, 1992: 183). Estos fondos se convirtieron en una de las mayores reservas de metálico del Reino. La Audiencia estaba facultada para autorizar que con ellos se concedieran préstamos al cinco por ciento de interés, que era una tasa inferior a la que cobraban 41

los prestamistas a los comerciantes locales, lo que permitía volver a colocarlos. El presidente de la Real Audiencia, Antonio González, afirmó en 1809 que dichos fondos eran “un pingüe Ramo administrado por la Real Audiencia, que lo distribuye entre particulares a réditos”. En 1818 la Real Hacienda de Guatemala debía a las comunidades más de 393,000 pesos. Al considerar que era imposible cancelar la deuda, el presidente José Bustamante pidió autorización al Consejo de Indias para confiscar los capitales de las comunidades y saldar la deuda. Acciones como esta impedían que las comunidades los utilizaran en su propio beneficio. José María Peinado, regidor del Ayuntamiento, señaló que dichos fondos no mejoraban la suerte de las comunidades: “Al indio le es indiferente que su arca tenga un peso o un millón, su suerte siempre será la misma” (Belduzegui, 1992: 183-188).

El nuevo repartimiento De mayor importancia que la encomienda fue el nuevo repartimiento, implantado por presión de los colonos, “que obligaba a los nativos a trabajar por temporadas en las haciendas, retornando con estricta regularidad a sus pueblos para trabajar en la producción de su propio sustento y en la producción de tributos” (Martínez, 1994:95). Un paso previo, fundamental para el repartimiento, fue el proceso de reducción o congregación en los llamados pueblos de indios – previsto en las Leyes Nuevas – que dio origen a la mayoría de municipios actuales de Guatemala.

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El propósito declarado era que los indígenas pudieran vivir como vasallos libres y facilitar su evangelización. Pero con el repartimiento, los pueblos se convirtieron en “una concentración de fuerza de trabajo, controlada por los grupos dominantes y disponibles en tres formas: gratuita forzosa, semigratuita forzosa y asalariada muy barata” (Martínez, 1994: 452). Este sistema existió en México hasta 1633, cuando se le consideró perjudicial para los indígenas, mientras en Guatemala se mantuvo durante todo el período colonial (Martínez, 1994: 463). En Guatemala fue legalizado mediante real cédula emitida en Madrid el 21 de abril de 1574, que define los elementos fundamentales de la institución: “la coerción – el documento ordena que se haga repartimiento atendiendo a la necesidad de los vecinos españoles y no a la voluntad de los indios, y también priva a estos de discutir la paga – , la rotación – establece que se reparten semanalmente– , y la remuneración forzada – manda pagarles cuatro reales por semana, estipendio que muy pronto se aumentó a un real por día–” (Martínez, 1994: 466).

La aplicación del repartimiento En los años siguientes (1628, 1639 y 1680) la Real Audiencia de Guatemala emitió diversas ordenanzas para regularlo. Estaban obligados todos los varones de 16 a 60 años. Las mujeres permanecían excluidas, pero en los pueblos del Corregimiento del Valle de Guatemala, fueron obligadas frecuentemente a servir en las casas de los españoles como molenderas, cocineras, chichiguas (nodrizas) y domésticas. Cada semana debía acudir la cuarta parte de los indios de cada pueblo, quedándoles tres semanas para atender sus siembras y otras ocupaciones. Eran despachados el lunes, por lo que 43

debían presentarse el domingo en la plaza del pueblo, a donde llegaban los mayordomos de las haciendas. Para cada pueblo se elaboró un padrón, en donde se especificaba el número de indígenas que correspondía a cada hacienda. La aplicación del reparto estaba a cargo de los alcaldes indios, quienes eran vigilados por los Jueces Repartidores, nombrados por el presidente de la Audiencia (Capitán General) y cuyo sueldo salía de la cuota de medio real que debía pagar el hacendado por cada indígena que le era adjudicado. El lunes empleado para la ida debía reconocerse como tiempo de trabajo, y estaba prohibido el pago en especie. Adicionalmente, los indígenas tuvieron la obligación de prestar servicios ordinarios a la ciudad – para la construcción de edificios y mantenimiento urbano – y extraordinarios – para construcción y reparación de casas particulares —(Martínez, 1994: 472 y 473, y Zavala: 1967: 95). El repartimiento pesó fundamentalmente sobre los maceguales, pues “los indios revestidos de autoridad, los Alcaldes, los ‘principales’ o nobles, sus parientes y compadres, los indios ricos, todos los que tenían alguna influencia, la ponían en juego para rehuir el repartimiento” (Martínez, 1994: 477).Si bien estaban exceptuados los enfermos pero, para evitar que esto se convirtiera en una válvula de escape, debían pagar un sustituto, que generalmente devengaba cuatro reales adicionales y los alimentos de la semana (Martínez; 1994: 482). Los datos del Corregimiento del Valle de Guatemala dan una idea de la magnitud del repartimiento: unos 50,000 indios de 67 pueblos prestaban cada año alrededor de 128,000 servicios de semana (Martínez, 1994: 485).

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En unas cartas escritas entre 1602 y 1605, por el cuarto obispo de Guatemala, el dominico Fray Juan Ramírez de Arellano9 menciona que los tequetines (indígenas enganchados en el trabajo por semana) eran forzados a trabajar “en temporadas en que ellos debían atender sus propias milpas; recibían salarios insuficientes, y a menudo debían caminar hacia el trabajo cubriendo distancias mayores que las seis leguas señaladas por la ley. Constantemente se violaba la disposición por la que se prohibía sacar, a los lugares de trabajo, a más del diez por ciento de los hombres adultos residentes en cualquier época en un pueblo determinado. Si los indígenas no se presentaban al trabajo eran azotados, sujetos a tratos infamantes o ignominiosos, y multados, sin tomar en cuenta las excusas que pudieran aducir” (Sherman, 1980: 481). Es posible que el beneficio del repartimiento se concentrara en los grandes hacendados, quienes eran favorecidos por los alcaldes mayores y corregidores al momento de efectuar el reparto de los indígenas. Es el caso de los productores de añil en San Salvador, donde a mediados del siglo XVIII el alcalde mayor asignaba 484 indígenas al propietario de cuatro haciendas; otros 78 cosecheros recibían un promedio de 42 por hacienda. Los pequeños productores de añil, denominados “poquiteros”, eran también objeto de abusos por parte de los comerciantes que les hacían préstamos para financiar la cosecha, llegando en ocasiones a ser obligados a recibir ropa de “Castilla” (importada de España) y de la “tierra” (producida localmente) para que la pagaran posteriormente con el equivalente en tinta, 9



Fray Juan Ramírez de Arellano fue otro destacado defensor de los indios, denunciando en México, donde fue prior del convento dominico, y en la corte de Felipe II los abusos que cometían los colonizadores. Para alejarlo de los centros de poder fue enviado a la lejana y pequeña diócesis de Guatemala, que dirigió entre de 1601 a 1609, falleciendo a los 80 años (http://www.valvanera.com/ rifrayjuan1.htm).

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pero rebajando entre uno y tres reales el precio de cada libra (Cabezas, 1993: 292).

El salario en el repartimiento La paga diaria de un real – octava parte de un peso – equivalía en el siglo XVII a los siguientes bienes: media gallina, un cuartillo de miel, siete onzas de pan de trigo, un octavo de litro de vino o de aceite, o un cuarto de fanega de maíz (100 mazorcas o 31.5 libras) en época de abundancia o un octavo de fanega (50 mazorcas o 15.6 libras) en tiempo de escasez. Comparativamente, un escribiente o un oficial subalterno de las cajas reales (la burocracia más modesta) ganaba no menos de un peso diario (ocho veces la paga del repartimiento). Entre los abusos que, adicionalmente al trabajo forzado, se cometían contra los indígenas, a pesar de lo prescrito en las ordenanzas, estaba el incumplimiento de proporcionarles herramientas, aduciendo que las destruían o robaban (Martínez, 2994: 482); y las exacciones a que eran sometidos por parte de los Jueces Repartidores. Un escrito de los religiosos franciscanos, elevado en 1663 al Consejo de Indias, indicaba que los jueces pedían a los indígenas aves y legumbres por la mitad de su precio y que estos las entregaban “sin réplica porque si no lo hicieran los encarcelaban y castigaban con rigor” (Martínez, 1994: 483 y 484). También denunciaron que el medio real que correspondía al Juez les era descontado de la paga semanal (Martínez, 1994: 493). Otro atropello consistía en el pago en especie. En las Ordenanzas de 1628 se insiste en el pago en efectivo, “para que cesaran los ‘agravios y vejámenes’, que a los indios ‘se les suele 46

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hacer’”, lo cual comprueba que realizar el pago en ropa, cacao, pan, queso y otros productos, era una práctica frecuente. Una de las justificaciones para ello era la escasez de moneda, que fue crónica durante toda la época colonial, aparte de pagarles con moneda desgastada y recortada, como denunciaron los indígenas de Aguachapán en 1661, al señalar que les entregaban moneda de tan mala calidad “que después no se la quieren recibir ni por su tributo ni por otra cosa” (Martínez, 1994: 492). Martinez (1994:496) señala que el “gran truco” del repartimiento era la paga por tarea o a destajo. El cronista Francisco Antonio de Fuentes y Guzmán, citado por Martínez (1994: 495), afirma que con esa modalidad los indígenas llegaban a ganar hasta tres y cuatro reales por día. Sin embargo, más adelante, el cronista criollo se contradice cuando anota que indígenas, que se ocultaban del repartimiento, acudían a labores que no contaban con suficientes trabajadores repartidos, en donde se “avenían a trabajar si se les asignaban tareas equivalentes a un tercio de la tarea normal del repartimiento y sobre esa base alcanzaban alrededor de dos reales diarios”. Los hacendados decidieron que el día de trabajo no era el día natural, entre la salida y la puesta del sol. “Se entendería por día, ‘la tarea del día’, tasada por ellos y aceptada por los indios a la fuerza”. Dichas tareas eran fijadas de tal manera que requerían dos días de trabajo o el esfuerzo de dos personas. La arbitrariedad que acompañaba el trabajo a destajo o por tarea es confirmada por otros documentos. En el ya citado memorial de los indígenas de Aguachapán, elevado al presidente de la Audiencia Martín Carlos de Mencos y al fiscal de la misma, Pedro Fraso, el 9 de marzo de 1661, estos afirman que “con todo aqueste trabajo, los que van a las labores no se les paga su trabajo, porque les dan tan grandes tareas que la que es de 47

un día apenas la pueden sacar en toda la semana, y al fin de ella les da un real o real y medio con nombres ( pretextos, SM) que no hicieron más que una tarea”. El Fiscal de la Audiencia, en su informe de investigación sobre las denuncias, indicó “que el cura doctrinero del pueblo se ha asegurado, bajo juramento, que es cierto lo que al respecto dicen los indios en su escrito” (Martínez, 1994: 497). El presidente y el fiscal solicitaron al rey la total supresión del repartimiento, pues se había llegado al extremo de vender las haciendas junto con los indígenas que les correspondían en servicio, lo que permitía elevar considerablemente el valor de las mismas. Consideraban que no era necesario forzar a los indígenas para trabajar, pues eran “un género de gente que pagándoles sus jornales trabajan con gran aplicación” (Belzunegui, 1992: 66 y 67). Mediante Real Cédula del 29 de septiembre de 1662 se ordenó la supresión del repartimiento en Guatemala, la que fue acatada (Belzunegui, 1992: 67). Sin embargo, Martínez (1994: 749) afirma que la orden real no fue aplicada, pues se acudió nuevamente a maniobras jurídicas. Los hacendados pidieron al presidente “no cumplir (solamente obedecer) la Cédula, hasta haber elevado al rey nueva información”, que fue enviada al Consejo de Indias (Martínez, 1994: 749). El Ayuntamiento de Santiago y la mayoría de órdenes religiosas se opusieron a la decisión real. Solamente los franciscanos, que eran los únicos que no se beneficiaban del trabajo forzoso al no poseer haciendas, apoyaron la medida atacando el principal argumento a favor del repartimiento, según el cual solamente mediante la coacción se les podía integrar al trabajo (Belzunegui, 1992: 66 – 70).

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En todo caso, en octubre de 1667 una real cédula dejó en manos del presidente de la Audiencia la solución del problema, con lo que se mantuvo el repartimiento hasta el final del período colonial (Martínez, 1994: 749). Para finales del siglo XVIII, Martínez (1994:504 a 506) indica que el repartimiento seguía practicándose en todo el territorio que actualmente ocupan Guatemala y El Salvador, según se desprende de un extraordinario informe elaborado por el arzobispo Pedro Cortés y Larraz con motivo de su recorrido pastoral por todo el territorio que ocupaba la Diócesis de Guatemala10, y que estaba sufriendo un importante cambio, que llegó a predominar en los años siguientes, pues los indígenas ya no eran enviados por cuartas partes, en tandas semanales sino que por temporadas, de acuerdo con la cantidad de mano de obra que necesitaban las haciendas. Casi dos siglos después de lo afirmado por el obispo Ramírez, su predecesor, el arzobispo Cortés y Larraz formula denuncias similares en contra de los repartimientos. Indica que estos “se hacen con toda violencia, que no se deja de respetar solamente los campos y tierras de los miserables indios, pero ni su salud y vida”. Agrega un llamado para que prevalezca el trabajo asalariado, especialmente de parte de los ladinos, a quienes reprocha repetidamente la desidia en que viven: “No quiero decir que 10

Descripción Geográfico-Moral de la Diócesis de Goathemala. Hecha por su Arzobispo, el Illmo. Sor. Don Pedro Cortés y Larraz del Consejo de S.M en el tiempo que la visitó y que fue desde el día 3 de noviembre de 1768 hasta el día 1º de julio de 1769, desde el día 22 de noviembre de 1769 hasta el día 9 de febrero de 1770 y desde el día 6 de junio de 1770 hasta el día 29 de agosto de 1770. Biblioteca “Goathemala” de la Sociedad de Geografía e Historia. Guatemala: Tipografía Nacional.

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se abandonen las haciendas, ni que dejen de ser sus frutos a beneficio del público; pero lo serían más no por el repartimiento de indios en los tiempos precisos, para el cultivo de sus campos, porque por este medio sólo se consigue que los frutos que habían de producir los campos de los indios los produzcan los de los hacendados, siendo muy indiferente al público que los produzcan éstos o aquéllos; cultívense en buena hora las haciendas, pero por medio de criados asalariados por todo el año; y en los tiempos que se necesitan más operarios, precise la justica a los ladinos que viven harto ociosos y no a los miserables indios ocupados en sus cultivos”. Concluye señalando que, con respecto a las haciendas se necesita de muchas soluciones (“arreglos”), pero que las más importantes son: “o quitar (que fuera el remedio seguro) los repartos de indios, o moderarlos (lo que no sucederá equitativamente por mucha providencias que se tomen” (Cortés y Larraz, 1958 II: 297), evidenciando con ello la imposibilidad de atenuar los efectos de un sistema esencialmente inhumano. Por otra parte, como apunta el documento de los franciscanos, los indígenas acudían voluntariamente a trabajar en haciendas y cultivos cuando el monto del pago era mayor al vigente para el repartimiento. Se contrataban por dos reales al día sin alimentos, y por real y medio cuando se les proporcionaba la comida. Hacen también referencia a los llamados “peseros”, que trabajaban la semana por la cantidad de ocho reales (un peso), más algunos alimentos (Martínez, 1994: 232).

Repartimiento de mercancías y de hilazas Otra forma de trabajo forzoso fue el repartimiento de mercancías – llamado derrama por MacLeod (1980: 265) – y 50

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el de hilazas y de algodón, por parte de los corregidores o alcaldes mayores – equivalentes de los jefes políticos hasta 1945 y de los gobernadores departamentales actuales–, que se convirtió en el negocio de mayor volumen y rentabilidad de dichos funcionarios. Los corregidores eran nombrados por el presidente de la Audiencia o por la Corona y tenían un sueldo, pero los aspirantes pagaban a la monarquía elevadas sumas de dinero para obtener el puesto. En 1732 el alcalde mayor de Ciudad Real de Chiapas pagó 8,000 pesos para ejercer el cargo por cinco años. El repartimiento de mercancías consistía en obligarlos a comprar productos, imponiendo la cantidad, la calidad y el precio. Hubo casos en que se les obligó a comprar medias de seda, o bien se les vendían telas e instrumentos de labranza de mala calidad y precio alto (Martínez, 1994: 525). En otros casos los despojaban de productos exportables, como vainilla, achiote o cacao, pagando con mercaderías; o eran propietarios de panaderías y vendían el pan a la fuerza, según indica Martínez (1994:526), citando el documento de los franciscanos. El repartimiento de hilazas, hilados o algodón, afectaba principalmente a las mujeres indígenas. A mediados del siglo XVII, se hacían cuatro repartos de algodón en todas las casas de los pueblos, debiendo devolverlo transformado en hilo, estando la distribución a cargo de los alcaldes indígenas. Aunque hubo casos de reparto sin paga, lo usual era un monto de entre un real y medio por libra y un real por cada cuatro libras. En el escrito de los franciscanos se denuncia que había azotes y cárcel por retrasarse en la entrega.

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El fardo de cuatro arrobas de algodón era comprado a tres pesos, transformado en hilo lo vendían a 37.5 pesos. Pagando 1.5 reales por libra, resulta 21 pesos y tres reales de mano de obra por fardo. Descontando el costo de transporte, la ganancia era de 15 pesos con seis reales por fardo; un corregidor podía repartir 1,000 fardos al año, con lo que en un año duplicaba lo “invertido” en la compra del cargo. Uno de los franciscanos que declaró para el escrito de 1663, Fray Antonio de Zavala, comentó que “siendo tan continuada la tarea, por ser los repartimientos cada tres meses, no pueden ajustarla si no es trabajando de día y de noche, y que en la Iglesia, estando en la doctrina, están desmontando y limpiando el algodón las mujeres, o hilando, por lo cual no pueden acudir a su menester ni cuidar a sus padres” (Martínez, 1994:529). Otro franciscano, Fray Cristóbal Serrano, declaró que al interceder en favor de mujeres viudas y enfermas, un corregidor le respondió que “si no se cobra con rigor no se hará hacienda” y que el argumento principal es “… Padre, yo vine a buscar mi vida, no se meta en mi oficio, que ya saben esos señores que es este el modo de buscarla…” (Martínez, 1994:530). Cortés y Larraz (1958 I: 124) al visitar San Pedro Zuluma (actual San Pedro Soloma, departamento de Huehuetenango) menciona que el alcalde mayor obligaba a los justicias (alcaldes indígenas) a repartir a las mujeres indígenas un fardo que generalmente no tenía las cuatro arrobas cabales, por lo que debían comprar hilo extra para entregar el peso completo; a lo que se agregaban las “extorsiones violentas con repartimientos de hachas, cardas, fraguas, jerguetas que por temor y humildad reciben los indios justicias y todo lo reparten a fuerza a los maceguales, siendo de peor condición y a precios muy subidos”.

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El papel de la aristocracia nativa Quienes más resintieron el impacto de la conquista española fueron los miembros de la aristocracia nativa, pues perdieron los privilegios de que disfrutaban, incluso la tenencia de esclavos. Los señores nativos fueron denominados genéricamente como caciques o principales. El trato inicial alcanzó extremos de brutalidad, desde torturas para que revelaran la ubicación de reales o supuestos tesoros, o ser quemados vivos, como afirmó don Juan de Cortés que le sucedió a su abuelo, el rey quiché Yey Mazatl, cuando se negó a entregar a Pedro de Alvarado el oro que le exigía. En 1528, el sanguinario Pedrarias Dávila asesinó 18 caciques, calificados de revoltosos, haciéndoles destrozar por perros de presa. En los años siguientes, la política de los españoles se encaminó a preservar parte del poder tradicional de los señores indígenas, para facilitar el control del común de la población. En 1529 el emperador Carlos V emitió una orden sobre el buen trato que debía darse a los caciques. De esa manera se les permitía mantener cierta autoridad sobre los maceguales, a quienes debían persuadir de aceptar las tareas impuestas por los españoles. Varios caciques fueron llevados a España e incluso se les dotó de escudos de armas (Sherman, 1987: 373-389) Como se ha visto cuando se describen el repartimiento y el pago de tributos, los caciques, principales y alcaldes o justicias estaban exonerados del trabajo forzoso y del pago de tributos. Al igual que los españoles ricos, pagaban una multa al ser sancionados por alguna falta, en lugar de los azotes que recibían los españoles pobres y los maceguales (Sherman, 1987: 390).

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Sin embargo en muchas ocasiones los encomenderos humillaban a los caciques, a sus esposas e hijos, al obligarlos a servir como tamemes, o a trabajar como mozos de caballeriza, a pesar que al otorgar las encomiendas se advertía que los caciques y sus familiares no debían desempeñar labores manuales (Sherman, 1987: 411). También, a lo largo del período colonial se registran numerosos casos de alcaldes y principales que sufrieron prisión y azotes por atrasos en la entrega de los tributos, porque supuestamente toleraban la ausencia o la fuga de indígenas de sus pueblos para evitar el repartimiento y hasta por fallas en la entrega de las hilazas (Martínez, 1994: 536 y 537). A mediados del siglo XVI (alrededor de 1549) se produjo la reorganización del dominio español, incorporando a los nobles indígenas para que se hicieran cargo de la autoridad en los pueblos recién congregados, donde se crearon los cabildos de indios. Fuentes y Guzmán describe la alegría con la que, el primer día de año nuevo, multitudes de indígenas del Valle de Guatemala acompañaron a sus nuevos alcaldes y justicias a la confirmación de su designación por parte de las autoridades españolas (Martínez, 1994: 543). En adelante los alcaldes y justicias, denominados así porque su función principal era impartir justicia, en tanto que a los regidores (actuales concejales) les correspondía regir – el regimiento – los servicios locales, serían elegidos por los respectivos pueblos entre los principales, caciques o calpules, y sus nombramiento eran ratificados por los corregidores o alcaldes mayores.

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Era una autoridad que no representaba ningún costo para la Corona, supeditada a los corregidores, que tenía como función principal la de controlar a los indígenas, por lo que se convirtieron en un engranaje clave para explotar a los indígenas comunes o maceguales, cobrar el tributo y, lo que es más relevante para efectos de estos apuntes, reclutar la mano de obra del repartimiento y hacer la distribución de las hilazas y mercancías. Fray Francisco de Ximénez11, otro ilustre cronista dominico, citado por Martínez (1994: 547) afirma que los alcaldes se corrompían por la presión de los corregidores “porque como ellos no atienden más que a sus intereses ponen a quienes se les antoja, contra las leyes Reales, a quienes les parece son más a propósito para sus granjerías”. Agrega Martínez, respaldado en lo que afirma Fuentes y Guzmán, quien fue también corregidor, que los alcaldes excluían del repartimiento a sus parientes y compadres, con el resultado de que los indígenas comunes sufrían un mayor recargo en sus tareas. También abusaban de ellos exigiendo el cultivo de mayores extensiones que las necesarias para cubrir el pago del tributo, quedándose con los excedentes. Fuentes y Guzmán objeta dicha práctica, aduciendo que restaba mano de obra a las labores y haciendas de los españoles y criollos (Martínez, 1994: 548). Cortés y Larraz (1958 II: 134) denuncia con vehemencia a los calpules, a quienes denomina “perdición y peste de los pueblos”, “que por sí y por medio de los alcaldes lo disponen todo, lo enredan todo y mandan despóticamente a los indios maceguales 11

Historia de la Provincia de San Vicente de Chiapa y Guatemala. Biblioteca Goathemala de la Sociedad de Geografía e Historia. Guatemala: Tipografía Nacional.

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u ordinarios; ellos tienen su influjo e interés en los repartimientos que hacen los Alcaldes Mayores y aún los piden”. Severo Martínez en su estudio titulado “Motines de Indios”, citado por Palma y Taracena (2004: 55) afirma que las causas de los numerosos motines, focalizados en pueblos concretos, que se produjeron en el curso de la colonia, así como la sublevación de los zendales (de 1712 en Chiapas) fueron, mayoritariamente, de carácter económico, calculando que hubo por lo menos un motín semanal durante todo el período colonial. Entre las causas señala el cobro de tributos, el trabajo forzoso, los litigios de límites de tierras y los daños a milpas causados por el ganado de haciendas vecinas de los pueblos. “Las grandes causas de muchos motines – citando a Martínez – se relacionan con tres mecanismos de explotación colonial: la tributación, el repartimiento de mercancías y el repartimiento de algodón para hilar. El alto grado de exasperación que llegaron a suscitar, derivaba de que en dichos sistemas actuaba sobre el pueblo de indios, extorsionándolo, una cadena de explotadores que venía desde el rey (…) hasta los esbirros indios locales, representantes mínimos del rey, una trama de tolerancias y concesiones alimentada por una formidable trama de intereses económicos. La más brutal opresión del indio se dio ahí donde coincidían los intereses del gran explotador metropolitano y el explotador local, donde todos eran cómplices” (Palma y Taracena, 2004, 59).

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La condición de los indígenas según los comerciantes de Guatemala En 1810, a petición del doctor Antonio Larrazábal, diputado a las Cortes de Cádiz, el Real Consulado de Comercio12 elaboró unos “Apuntamientos sobre la agricultura y comercio en el Reyno de Guatemala”, que fueron aprobados por el consulado el 29 de marzo de 1811 y firmados por los directivos Payés, Aycinena, Urruela y Palomo, que figuraban entre los comerciantes más acaudalados de la ciudad. Sobre la condición de los indígenas que, según indican, representan dos tercios de la población del Reino, anotan que “los trabajos a que se les obliga enviandolos los Alcaldes mayores en partidas con nombre de repartimientos á las haciendas de los que los piden para sus labores, y deben darseles con arreglo á las leyes: la conducción sobre sus espaldas de cargas pertenecientes á los mismos Alcaldes mayores, Curas y particulares de la clase de blancos, de unos parages á otros: la composición de caminos, la construcción de los edificios, templos y casas (…) y en fin todo lo que es servicio penoso y molesto, está reservado para esta gente”, concluyendo que ellos “son el descanso de las demás clases sin exclusión” (Real Consulado de Comercio, 1967: 26). Más adelante manifiestan, haciendo referencia a un prejuicio al que históricamente se ha recurrido para justificar la explotación y despojo de los indígenas, que “A pesar de esta verdad, resuena continuamente en nuestros oídos que los indios son 12

Los consulados de comercio “eran corporaciones de mercaderes que se unían para defender sus intereses en puertos lejanos a través de un tribunal marítimo y comercial propio”. El de Guatemala fue autorizado por real cédula del 11 de diciembre de 1793, pero la primera solicitud para su creación, bloqueada por los comerciantes de México, fue presentada en 1649 (Wagner, 1994).

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unos haraganes, floxos, indolentes, borrachos, y que sino se les apremia con vigor nada hacen por que son como bestias. ¿Y quienes son los les hacen tales acusaciones, y tan indignamente los vituperan? Aquellos mismos que si no fuera por los indios perecieran de necesidad” (Real Consulado de Comercio, 1967:35). Respecto a los hacendados, sostienen que “unos poseen tierras de considerable numero de leguas sin trabajarlas, á reserva de alguna muy corta parte, resultando por consiguiente inútiles a ellos, y al común, que carece absolutamente de terreno propio”, destacando que el ganado mayor es el principal producto de las grandes haciendas, y que los agricultores que “deben considerarse como tales, son los que poseen las haciendas productoras de añil”, que en esa época era el principal producto de exportación del Reino, cuyo comercio estaba bajo el control de los comerciantes guatemaltecos, en tanto que la principal zona productora de añil estaba situada en El Salvador. Añaden, con relación a los agricultores que, salvo pocas excepciones y “á pesar de los vastos terrenos que abrazan sus haciendas, son pobres en realidad, por que además de que dichas posesiones tienen sobre sí capellanías hipotecas y otros gravámenes” (Real Consulado de Comercio, 1967: 28 y 29). En cuanto al repartimiento – ya en esa época conocido también como mandamiento – coinciden con lo afirmado años antes por el arzobispo Cortés y Larraz, cuando afirman que por perjudicar “infaliblemente á la labranza de los mismos indios, teniendo estos Campos propios á que atender y ocuparse, siendo precisamente el tiempo en que se efectúan dichas extracciones del oportuno que ellos necesitan para cultivar”, no se debe obligar al indígena “que tenga sementera propia, 58

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ó que esté para sembrarla, cuidarla o cosecharla, á que vaya á beneficiar la del blanco; que solamente podrá “echarse mano para dichos repartimientos, de aquellos indios que por algun motivo se hallasen expeditos en la ocasión que se pidan”. Para compensar, los hacendados tendrían que buscar otra gente que trabajara por justos jornales, haciendo alusión a la que denominan “gente parda y mixta” – mestizos o ladinos – (Real Consulado de Comercio, 1967: 41).

Los esclavos negros En la época del descubrimiento de América ya existía el tráfico de esclavos africanos, que estaba bajo el control de los portugueses, bajo un sistema denominado de “asientos”, cuyo derecho era vendido con frecuencia a comerciantes de Venecia y Génova. Además había esclavos de diversos orígenes, como judíos, moros, egipcios, sardos y guanches (nativos de las Canarias). En 1493, solo un año después del primer viaje de Cristóbal Colón, España reconoció, mediante un acuerdo, el derecho exclusivo de los portugueses para extraer esclavos de África, que se extendió hasta 1640. Al no lograr un abastecimiento permanente, los holandeses se convirtieron en proveedores de las colonias españolas (Palomo, 1993: 275 a 277). La primera mención de la presencia de esclavos africanos en Guatemala data de 1534, cuando se asentó en el Libro Viejo13 que 200 negros habían servido como milicianos auxiliares de la expedición de Alvarado a Perú. En 1587 el Ayuntamiento de Santiago pidió que los ingresos obtenidos en el Golfo Dulce se utilizaran para comprar esclavos negros y que se les destinara 13

Libro Viejo de la Fundación de Guatemala y Papeles Relativos a D. Pedro de Alvarado (1934) Guatemala: Sociedad de Geografía Historia de Guatemala

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a trabajos en caminos, para no ocupar a los indígenas en esa tarea. Esto se planteaba para evitar que las encomiendas fueran afectadas por la escasez de mano de obra indígena. A principios del siglo XVI el Ayuntamiento de Santiago se opuso a la entrada de más esclavos, aduciendo que había muchos hombres de color; y en 1620 protestó porque algunos comerciantes y mineros pretendían introducir africanos por el puerto de Trujillo. En la primera mitad de dicho siglo Tomás Gage14, dominico inglés, reporta la presencia de numerosos esclavos negros en los obrajes de añil de Escuintla y las haciendas propiedad de la Orden de los Predicadores. En 1664 el obispo de Comayagua recomendó que se pidiera a un tratante de esclavos que llevara hasta 2,000 negros a Honduras, en siete años, para cubrir las necesidades de esa provincia (Palomo, 1993; 278). En esos años el precio de un esclavo negro era equivalente al de una casa pequeña, por lo que solamente personas muy adineradas podían obtenerlos. En las ciudades las esclavas, que eran generalmente ocupadas en el servicio doméstico, superaban en número a los hombres (un esclavo por cada 2.8 esclavas). Los hombres eran utilizados como cocheros, mayordomos y guardaespaldas. En el campo eran utilizados especialmente en los ingenios y, en menor grado, en los obrajes de añil (Palomo, 1993: 279). El elevado costo de los esclavos negros se convirtió en un símbolo de prestigio y obligaba a tratarlos de tal manera que no se perdiera o deteriorara la inversión.

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Nueva relación que contiene los viajes de Tomás Gage en la Nueva España (1936). Biblioteca Ghoatemala de la Sociedad de Geografía e Historia, Tomo XVIII. Guatemala: Tipografía Nacional

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Con la puesta en vigor de las Leyes Nuevas aumentó el ingreso de esclavos africanos. El mismo Fray Bartolomé de las Casas, aunque se arrepintió más tarde, recomendó que los esclavos indígenas fueran sustituidos por africanos. Debido a la escasa actividad minera, el número de esclavos negros fue muy reducido en comparación con otras colonias. En 1543 llegó el primer embarque de 150 esclavos. El destino principal fueron los ingenios de azúcar y las casas de las familias ricas (Martínez, 1994: 83). El cultivo de caña fue introducido por los dominicos en siglo XVI y estuvo ligado desde el principio al trabajo de esclavos. Participaban hombres y mujeres, incluso niños, quienes eran destinados a la limpia de los cañaverales. Un ingenio necesitaba de unos 60 a 100 esclavos, además de unos 20 o 30 artesanos (obreros), que por lo general eran trabajadores libres. A finales del siglo XVII, debido al capital requerido para operar un ingenio, seis de los siete ingenios pertenecían a órdenes religiosas (cuatro a la orden de los dominicos). El más importante de todos, propiedad de los dominicos, eran San Jerónimo (en el actual departamento de Baja Verapaz) que en 1696 tenía 12 caballerías de caña y 150 esclavos. En 1680, en 6 ingenios y 12 trapiches, laboraban 660 esclavos (357 hombres, 238 mujeres y 65 niños) y 290 negros, mulatos y mestizos libres (170 hombres y 120 mujeres). En las haciendas los esclavos cumplían labores de capataces de las cuadrillas de indígenas, “quienes les temían por la crueldad con que los trataban” (Palomo, 1993: 280 y 281). También fueron ocupados en el cultivo y procesamiento del añil. En 1590 un auto de la Audiencia prohibió el trabajo de indígenas en los obrajes de añil, por considerarlo malsano. Indicaba que “los dichos españoles, mestizos, negros ni mulatos, ni otras

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personas, por ninguna vía ni manera”, hagan “conciertos con los indios para que les corten y carguen la dicha yerba de xiquilite” (Palomo, 1993: 280). El número de esclavos africanos que llegó a Guatemala fue reducido, en comparación con la cantidad llevada a otras colonias españolas, inglesas y portuguesas. Se estima que entre 1520 y 1820 arribaron 21,000 (Palomo, 1993; 277). La vida del esclavo africano estaba plagada de sufrimientos. Desde la captura o compra a los jefes tribales, el desarraigo de su cultura, hasta la marcación con hierro candente en la cara o el pecho (se dejó de marcarlos en los brazos “pues muchos preferían mutilarse antes de ser identificados con la infame marca”). En Guatemala, para que un esclavo fuera considerado una “pieza” vendible debía medir unos siete u ocho palmos, así como evidenciar fortaleza y tener buena apariencia física (Palomo, 19003: 277). Los esclavos negros obtenían su libertad a través de diversos procedimientos, pues las leyes españolas les reconocían el derecho de manumisión. Entre los motivos para la liberación estaba el haber prestado servicios extraordinarios al amo o el fallecimiento de estos. Otros compraban su libertad, luego de haber ahorrado durante 30 o 40 años o pagaban por la libertad de sus hijos pequeños, especialmente en el caso de las niñas, pues hijo de esclava nacía esclavo y el hijo de mujer libre era libre (libertad de vientres). Una esclava podía lograr la libertad si el amo la trataba mal o la obligaba a prostituirse, o si lograba probar que había sido violada por el amo. Tenían también derecho a iniciar procesos contra sus amos, así como el de contraer matrimonio (Palomo, 1993: 282).

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Al quedar libres se integraban a los estratos bajos de la sociedad, adoptando el apellido del antiguo amo. Ejercían oficios como tenderos, barberos, artesanos, mandaderos, y las mujeres de vendedoras ambulantes. En las áreas rurales ocuparon parcelas sin título de propiedad o se empleaban como peones en las haciendas. En la segunda mitad del siglo XVII, ante el incremento de la criminalidad, muchos negros, mulatos y zambos fueron empleados como guardaespaldas (Palomo, 1993: 284). Gradualmente, conforme se fue consolidando el régimen de trabajo forzoso impuesto a los indígenas, los esclavos de origen africano pasaron a ser esclavos de confianza. “No ya trabajadores explotados en grado superlativo y sin ningún incentivo en su trabajo, sino trabajadores a quienes se confiaba la administración de las haciendas o ciertos aspectos del trabajo en ellas, del mismo modo que se les permitía vivir en el interior de ciertas casas ricas”. En las posiciones ya señaladas, establecieron una relación bastante cercana con sus amos, dándose “una relación insólita de autoridad y hasta de explotación de esclavos sobre siervos” (Martínez, 1994: 276). Hasta mediados del siglo XVII se registraron las últimas sublevaciones de esclavos negros, quienes se hicieron fuertes en lugares montañosos, donde instalaron pequeñas rancherías, y fueron conocidos como negros cimarrones. El final de esas rebeliones coincide con el cambio en su estatus laboral (Martínez, 1994: 278).

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3 TRABAJO POR CONTRATO En época tan temprana como 1540 ya se formalizaban contratos de trabajo a plazo fijo. Eran celebrados ante un notario, en cuyos libros de protocolos, quedaba registrado el plazo de la prestación del servicio, que podía ir desde algunas semanas a varios años, y con cláusulas detalladas que incluían el tipo de trabajo y la remuneración. Cuando quien contrataba era un indígena, comparecían los principales, conjuntamente con los testigos; los menores eran representados por uno de los padres o por un tutor, que en caso de ausencia de familiares, podía ser un funcionario. Los siguientes ejemplos, relativos a contratos de indígenas, mestizos, mulatos y españoles, dan una idea de las tareas que se concertaban y de la variación de las remuneraciones, las que en el plazo de 30 años que cubre la información, se mantuvieron prácticamente inalteradas (Sherman, 1987: 296 – 300): ™ En 1572 un indígena se comprometió a efectuar trabajos generales por tres tostones al mes y su comida. ™ En 1583 un indígena contratado por un alcalde mayor para “hacer lo que se le había dicho”, recibía 32 tostones al año. ™ Un indígena que se comprometía a pescar y a elaborar y reparar redes, por dos años, obtenía 84 tostones al año y comida. ™ En 1583 un arriero que conduciría un patacho de mulas de ida y vuelta a la ciudad de México, recibiría comida, bebida y 10 tostones al mes. 64

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™ En 1583 vaqueros indígenas ganaban de 50 a 75 tostones al año, incluyendo comida algunas veces. ™ En 1583 el hermano de un alguacil indígena, hablante de náhuatl, trabajaría un año en una panadería, a cambio de la comida y 42 tostones. ™ En 1588 un indígena se ocuparía en las difíciles tareas de un obraje de tinta (añil), durante un año, por 70 tostones. ™ En 1593 un sastre indígena firmó un contrato por seis meses, con una buena remuneración equivalente a 16 tostones al mes. ™ En 1583 un mestizo aceptó trabajar un año en una estancia y en una pesquera, por 40 tostones al año, pagaderos en tres tantos iguales. ™ En 1572 un mulato contrató por dos años, recibiendo comida y cinco potros cada año. ™ En 1592 un mulato libre de 16 años aceptó trabajar la estación del añil (del 20 de junio al último de septiembre) por 15 tostones al mes. ™ En 1583 un vecino español aceptó un contrato de dos años, a cambio de comidas y 50 tostones anuales. ™ En 1583 un vecino español trabajaría en un obraje de añil por comida, bebida y 10 tostones al mes. ™ Un español se empleó como vaquero por dos meses en una estancia para herrar y capar ganado, recibiendo comida y 13 tostones mensuales. ™ En 1583 una mujer indígena, abandonada por el marido, se empleó con su hija de 10 años para criar niños en un hogar español (incluyendo amamantar niños como chichigua) por tres tostones al mes para la madre y un tostón para la niña, más la comida. ™ En 1598 una mujer indígena serviría a un comerciante por dos años, con el sueldo de tres tostones al mes.

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™ En 1583 un hombre y su esposa contrataron con un hacendado español, por seis meses y un salario combinado de 35 tostones durante el período. ™ Una niña ladina de ocho años fue contratada por ocho años, recibiendo cuarto, comida, ropa y cuidados, y 40 tostones que recibiría a los 14 años, para su dote. ™ En 1583 un huérfano de siete años fue colocado por su tutor para un servicio de cinco años, a cambio de cuarto, comida, ropa, buen cuidado y doctrina, además de 40 tostones en efectivo al término del contrato. ™ En 1589 un huérfano de 11 o 12 años entró a servir por seis años, a cambio de lo indispensable y 100 tostones al final del período.

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4 LOS GREMIOS DE ARTESANOS Durante el período colonial el trabajo asalariado en las actividades de manufactura y comercio fue realizado en el marco de los gremios de artesanos o comerciantes. El funcionamiento de estos gremios en la ciudad de Guatemala fue estudiado por Héctor Humberto Samayoa Guevara (Samayoa, 1962). Acercamientos posteriores al tema toman como referencia principal la obra de este ilustre historiador. Los gremios de artesanos tienen sus orígenes en la Europa medieval. Desde la fundación de la ciudad de Guatemala en 1524 hasta su abolición en 1813 por decreto de las Cortes de Cádiz, la regulación de los gremios estuvo a cargo de los ayuntamientos, quienes emitían las ordenanzas generales y las particulares de cada miembro y, dependiendo del oficio, de otras autoridades, como el Protomedicato en el caso de los boticarios o la Dirección General de la Renta de la Pólvora y Naipes para los salitreros (Samayoa, 1962: 103 y 108). Las ordenanzas contenían normas relativas a quiénes integraban los gremios, las prerrogativas y obligaciones de sus miembros, la calidad y precio de las obras y productos, formas de contrato, y penas en las que incurrían los contraventores (Chinchilla, 1961:86). Existieron gremios de herreros, sastres, herradores, carpinteros, zapateros, calceteros, silleros, cuchilleros, espaderos, armeros, coheteros, mercaderes, escultores, pintores, músicos, taberneros, salitreros, carreteros, molineros, albañiles, canteros, boticarios, entre otros (Samayoa, 1962: 25 y 39). Cada gremio 67

era presidido por un cuerpo de alcaldes de oficios y veedores, de número variable, electos por los maestros del mismo. Dicho cuerpo tenía a su cargo velar por el cumplimiento de las respectivas ordenanzas y reglamentos. En algunos gremios las elecciones se realizaban cada año. Competía al cabildo otorgar el reconocimiento legal de la elección de los alcaldes y veedores (Chinchilla, 1961: 86). Hubo excepciones, por ejemplo en el gremio de los plateros, cuyo veedor era el ensayador de la Casa de la Moneda (Samayoa, 1962: 119). Los alcaldes presidían los gremios y los representaban en los actos oficiales. En algunos gremios eran llamados mayorales o prohombres. En los reglamentos generales de 1798 y 1811 el prohombre es señalado como el primero y principal individuo de cada gremio, por lo que todos los demás miembros debían respetarlo y obedecerlo (Samayoa: 1962: 115 y 116). Los veedores – que debían ser oficiales examinados del respectivo gremio – estaban obligados a visitar las tiendas y talleres, acompañados del Fiel Ejecutor del Ayuntamiento, cargo que era desempeñado por un regidor del Ayuntamiento, a la vez el encargado de practicar inspecciones periódicas de comercios y talleres, para constatar pesos, medidas y precios. Las visitas debían realizarse sin aviso previo y con la periodicidad que indicaban las ordenanzas de cada gremio (Chinchilla, 1961: 137 y 155; y Samayoa, 1962: 104). Los gremios tenían un sistema jerárquico, integrado por los aprendices, oficiales y maestros examinados. Las ordenanzas establecían los requisitos para el ingreso al gremio, que comenzaba con el primer peldaño que era el aprendizaje. Este se efectuaba en el taller de un maestro examinado y las condiciones del mismo, en algunos casos, eran prescritas en las ordenanzas del gremio, y su cumplimiento se garantizaba 68

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mediante un contrato asentado en escritura pública, suscrito generalmente en presencia del alcalde ordinario de la ciudad (Samayoa: 1962: 125-132). En los anexos de su estudio, Samayoa (1962: 245 – 254) incluye varios contratos de aprendizaje que ilustran la forma cómo se realizaba dicha actividad. Ningún maestro podía recibir un aprendiz si no era mediante una escritura. En la escritura intervenían el padre o, en su ausencia, la madre del aprendiz y, en caso de orfandad, el alcalde ordinario en su función de protector de menores. El aprendiz no recibía sueldo y pasaba a residir a la casa del maestro, quien se encargaba de su manutención, renunciando los padres a la patria potestad. El maestro estaba obligado a enseñarle el oficio en “todo su leal saber y entender”, sin “encubrirle cosa alguna”. También se obligaba a enseñarle la doctrina cristiana y, una vez concluido el período de aprendizaje, que variaba entre dos y seis años según el oficio, habilitarlo como oficial y darle un vestido completo de telas del país y, en algunos oficios, las herramientas para ejercerlo. Las ordenanzas no estipulaban edad para iniciar el aprendizaje, pero las registradas en los contratos van desde los 10 a los 20 años. Si al concluir el período pactado y por culpa o negligencia del maestro, el aprendiz no se hubiera formado en el oficio, aquel estaba obligado a continuar enseñándole, pagándole sueldo de oficial o, a su costa, colocarlo con otro maestro (Samayoa, 1962: 125-127). Terminado el período de aprendizaje se pasaba a la categoría de oficial. Desde ese momento tenía derecho a devengar un salario, siendo libre de continuar con el maestro o colocarse con otro, teniendo prohibido tener tienda o taller público, así como aprendices y otros oficiales (Samayoa, 1962: 129). 69

En los reglamentos de 1798 y 1811 se indica, con relación a los oficiales, que estos debían permanecer con el maestro que les hubiera enseñado el oficio, salvo que hubiera causa justa, calificada por el prohombre. También se indicaba que los oficiales que fueran despedidos justificadamente, lo que debía ser aprobado por cinco maestros, no podían ser admitidos por otro del mismo gremio, con lo cual se les condenaba a buscar otro oficio o trabajo (Samayoa, 1962: 339 y 351). Era frecuente que hubiera talleres ilegales o amparados por licencias provisionales. Se registran casos de oficiales que ejercieron en períodos de hasta 20 años. Los esclavos podían ser oficiales pero no adquirir la maestría. La aspiración de todo oficial era seguramente alcanzarla, pero muchos no lo lograban por el alto costo que esto representaba. Para obtenerla era necesario someterse a un examen, que se solicitaba al Ayuntamiento. Este nombraba a los examinadores, que eran acompañados por el Fiel Ejecutor. Los títulos o cartas de examen tenían validez para todas las ciudades, villas y lugares de la monarquía española, y eran firmados por todos los miembros del cabildo y el escribano mayor del mismo (Samayoa, 1962: 130 y 131). En noviembre de 1782 el capitán general Martín de Mayorga reglamentó las horas de trabajo de albañiles, peones y carpinteros – indígenas y ladinos – debido a los abusos y fraudes que se cometían. Las horas se controlaron mediante toques de campana del Ayuntamiento: 24 campanazos a las seis de la mañana, excepto el lunes, que se darían a las ocho al principiar la jornada, que se suspendía para el almuerzo y descanso, con 12 campanazos a la una de la tarde. La jornada de la tarde iniciaba a la dos y concluía a las seis, marcados ambos momentos con 12 campanazos. La jornada vespertina del sábado era de dos 70

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a cuatro y media. Resultando una jornada semanal de 69.5 horas (Samayoa, 1962: 146). En los inicios del período colonial el ejercicio de artes y artesanías estuvo exclusivamente a cargo de españoles. Es el caso de los gremios de plateros, que en las ordenanzas aprobadas por el rey en 1776 se indicaba que no podría “poner Obrador el que no fuere Español, y de las calidades que requieren oficios de tanta confianza”, o el de coheteros, en cuyas ordenanzas aprobadas por el Ayuntamiento en 1792, se afirmaba que dicho gremio “ha procurado mantener su lustre, Por lo que no se admitirán a su aprendizaje, los Negros y Zambos ‘españoles’ “ (Samayoa, 1962 283 y 300). Pero, en general, de principios del siglo XVIII en adelante, tanto indígenas, como mestizos, negros mulatos, zambos, pardos y demás castas que conformaron la estratificación étnica-cultural, social y económica, fueron admitidos legalmente en los gremios. Esto se debió en parte a que muchos de ellos ejercían los oficios al margen de la organización gremial, especialmente en las provincias y pueblos (Samayoa, 1962: 177 y 178). Con relación a la participación de mujeres, hubo por una parte gremios integrados exclusivamente por mujeres, como las hiladoras de seda, tejedoras de lana, lino, seda y algodón, confiteras; y otros en los que trabajaban hombres y mujeres, como la fabricación de cigarros, confitería, bordados, zapatería y cerámica. En algunos gremios, como el de coheteros, las viudas continuaban ejerciendo el oficio del esposo, con la categoría de maestras; en el de salitreros, un informe de 1784 reporta seis varones y 11 mujeres ejerciendo el oficio; en el de panaderías un padrón de 1814, indica que de 30 panaderías, 14 eran de propiedad femenina; y ante una queja por el precio de las suelas, 71

se estableció que de cinco tenerías solamente una era propiedad de un hombre; y en dos contratos de aprendizaje para el oficio de tejedor y alfarería aparecen mujeres en calidad de maestras (Samayoa, 1962: 189-191). Los talleres de artesanos de la ciudad de Santiago se concentraron en los barrios de la periferia, como Candelaria, poblado por “aventajados y diestros oficiales en las artes de albañilería, carpintería y fundición de primorosas piezas fundidas” (Fuentes y Guzmán, 2012: 256), o la famosa Calle Ancha de los Herreros debe su nombre a que allí fueron trasladados los talleres de herrería, debido a las molestias que causaban a los vecinos (Pardo, 1978: 151). De los pueblos que circundaban la ciudad algunos se especializaron en la producción agrícola, de lo que se derivan sus nombres (San Pedro Las Huertas, Santa Lucía y demás Milpas Altas), y otros en determinados oficios. Así, en Jocotenango, Santa Ana y San Gaspar Vivar predominaban los albañiles, en San Cristóbal El Bajo y El Alto los canteros, en Santa Isabel los carniceros, en Almolonga (actual Ciudad Vieja) y San Gaspar los pulqueros y vinateros (Wagner, 1994: 101 y 102). En el “Reglamento General de Policía de Artesanos de Guatemala” o Reglamento de Artesanos, emitido por el Ayuntamiento de Guatemala en octubre de 1811, se creó un “fondo de los artesanos”, con fines de previsión social – “fondo capaz de sostener el sistema gremial” y constituido por “los que habrán de disfrutarlo” – que, aparte de las cajas de comunidad ya mencionadas, constituye el primer antecedente en Guatemala de un fondo previsional. Entre los ingresos señalados para su conformación se fijaban tres pesos que pagaría todo aprendiz al pasar a oficial; nueve pesos que pagaría todo oficial que se 72

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examinara para maestro; seis pesos que pagaría todo maestro aprobado para abrir tienda u obrador público; y un real que pagarían los Veedores por cada peso que perciban “por los avalúos públicos y privados que practiquen” (Samayoa, 1962: 353 y 354). Los artesanos tuvieron en las ciudades coloniales un papel subalterno, de proveedores de bienes y servicios para la élite dominante – los conquistadores y sus descendientes – que las convirtieron en el lugar donde, además de asentarse los representantes del poder real, disfrutaban los beneficios de la conquista. Los ayuntamientos cumplieron una importante función en ese proceso. En el ámbito económico situaron a los españoles, criollos pobres y mestizos, en un plano superior al indígena, pero inferior a los grupos dominantes. Por ello, según afirma Martínez (1994: 307) los artesanos se convirtieron en una clase proveedora, y su organización gremial no respondía a sus intereses sino que a la necesidad de mantenerlo controlados en esa condición. Agrega que sus miembros estaban divididos por los diferentes papeles que desempeñaban. “El aprendizaje era una forma de explotación de adolescentes, movida por la necesidad de los maestros con contar con alguien que les ayudase y por la necesidad que tenían los jóvenes de aprender un oficio”. De esa cuenta, el aprendizaje y la oficialía de las que, como se ha visto, era muy difícil pasar a la maestría, eran “formas de explotación que se daban entre los artesanos y que naturalmente rompían su unidad de grupo”. El aprendiz era prácticamente un sirviente y toleraba esa condición durante unos años, para pasar a una explotación asalariada de muchos años más, trabajando con el objetivo, no siempre logrado, de convertirse en maestros (Martínez, 1994: 309 y 310). 73

5 SURGIMIENTO DEL MOZO COLONO El mozo colono, que fue un elemento típico de la explotación agrícola guatemalteca hasta finales del siglo XX, tiene su origen en las postrimerías del siglo XVI. Se concretó a través de varias modalidades, que favorecieron su consolidación y persistencia. Una de las causas del surgimiento del mozo colono radicaba en la dificultad que enfrentaron muchos hacendados para obtener suficiente mano de obras por medio del repartimiento. Fue “la forma de asegurarse trabajadores permanentes y semicalificados o habituados a ciertas tareas específicas, sobre todo en las haciendas azucareras. Por ser muy costosa la mano de obra esclava negra, se crearon mecanismos económicos y sociales indirectos para controlar la fuerza de trabajo del campesinado indígena, el cual empezó a abandonar su ambiente social tradicional y a establecerse como colono en tierras de hacendados” (Wagner, 1994: 99). Una de ellas era el peonaje por deuda, que se prolongó hasta la primera mitad del siglo XX. “A los trabajadores indígenas se les pagaba por adelantado contra trabajos futuros, por lo general hasta por los siguientes seis meses, con el objeto de inducirlos a emplearse permanentemente a un español. Al finalizar el acuerdo contractual el indígena encontraba, por lo general, que estaba todavía en deuda y se veía forzado a aceptar otro adelanto”. Los esfuerzos de las autoridades por evitarlo fueron insuficientes y para principios del siglo XVII ya habían desistido de frenar su desarrollo (MacLeod, 1980: 189). 74

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Otra forma de vincular trabajadores a las haciendas fue la aparcería15, que se originó por la pérdida de tierras que sufrieron comunidades indígenas, obligando a sus habitantes a obtenerla de los propietarios españoles de las vecindades. Se llegaba a un arreglo, que se mantiene como práctica en las fincas donde subsisten los mozos colonos, por medio del cual “se le asignaba a la familia indígena una fracción de tierra en la hacienda; ahí la familia podía construir su bohío16 y comenzar a cultivar su parcela. A cambio, el hombre y la mujer indígenas estaban obligados a trabajar para el terrateniente un número especificado de días a la semana” (MacLeod, 189). La vinculación a las haciendas incluyó a las denominadas castas (mestizos y mulatos). “El propietario les proporcionaba alimentos, vestido y casa y algunos veces también un pequeño jornal. Él pagaba además su tributo a las autoridades y los protegía de otras fuerzas intrusas. A cambio, los laborantes se enganchaban a la hacienda convirtiéndose en parte de sus propiedades tangibles”. Quedaban adscritos ad glebam17 y, en consecuencia, podían ser comprados y vendidos con la hacienda donde vivían (MacLeod, 1980: 189). A lo largo de los siglos la figura del mozo colono o colonato se fue consolidando y extendiendo a grandes contingentes de población. Alcanzó la plenitud con la expansión del cultivo del café, que se verá más adelante. Según estadísticas oficiales, Aparcería significa a partes o por partes. Es el trato de los que van a la parte en los frutos de la tierra, en las crías del ganado o en la explotación forestal (Cabanellas, 1997: 321). 16 Bohío: Cabaña de América hecha de madera y ramas, cañas o pajas y sin más respiradero que la puerta. (Diccionario de la Lengua Española, 2014). 17 Siervo de la gleba en el feudalismo “la persona sometida a un señor feudal y obligada a trabajar para él pero que conservaba ciertas libertades“ (Diccionario de la Lengua Española, 2014). 15

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en 1921 residían en los grandes latifundios alrededor de medio millón de personas, que representaban aproximadamente el 25% de la población del país. De dicha cantidad, la mitad vivía en fincas de café y el resto se distribuía en haciendas ganaderas y en fincas dedicadas al cultivo de azúcar, cereales y otros productos (Tischler, 2001: 26 y 27).

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6 LOS PRODUCTOS DE EXPORTACIÓN El cacao A lo largo de la historia de Guatemala siempre hubo un producto o cultivo dominante destinado al mercado externo. MacLeod (1980:40) afirma que el monocultivo es una consecuencia “de la propensión unilateral, temprana y perfectamente lógica” de la urgencia por la rápida acumulación de riquezas, pues cuando los españoles encontraron una fuente segura abandonaban o descuidaban cualquier otra actividad. Los primeros productos de exportación fueron los metales preciosos, especialmente la plata de Honduras y, hasta mediados del siglo XVI, los esclavos. El primer gran monocultivo fue el cacao, que era uno de los productos más valiosos de la economía indígena, utilizado incluso como moneda. Ya desde la época prehispánica la principal zona productora se localizaba en la costa del Pacífico, desde Tehuantepec hasta el Golfo de Nicoya. Soconusco (en el estado mexicano de Chiapas), Zapotitlán (Suchitepéquez), los Izalcos (El Salvador) y Guazacapán (Santa Rosa) eran los sitios de mayor producción (MacLeod, 1980: 59 y 60). En las sociedades prehispánicas el cacao era una bebida de lujo, cuyo consumo estaba reservado a la nobleza y a los guerreros, e incluso en algunas áreas, prohibido para la gente común. Aparte que para dicha gente era seguramente oneroso beberse su moneda. Al percibir las posibilidades que ofrecía la explotación del cacao, los españoles generalizaron en poco tiempo su uso como bebida, lo que fue favorecido por el rápido declive de la 77

población. Este se dio también en las zonas productoras – en Soconusco el número de tributarios cayó de 30,000 antes de la conquista a 1,600 entre 1560 y 1570 – lo que obligó a llevar trabajadores de otras zonas, “quienes morían tan rápidamente o más que los habitantes nativos” (MacLeod, 1980: 62). Las labores en las plantaciones no eran tan duras como en los obrajes de añil e ingenios de azúcar, pero se requería gran número de trabajadores durante todo el año, debido a los cuidados constantes que exigían las delicadas plantas de cacao mesoamericano, en materia de limpieza, drenaje y replantación debido a la alta tasa de mortalidad de los árboles (Wagner, 1994: 94), tanto para la recolección, como para el secado y el transporte, que corría a cargo de tamemes. Sin embargo, el mayor impacto sobre los trabajadores indígenas no provino de la naturaleza de las labores, sino que de la escasez de mano de obra, lo que se compensó con la fijación de tareas más prolongadas para los que estaban disponibles (MacLeod, 1980: 63 y 64). Al inicio los españoles no se apoderaron de las plantaciones de Soconusco y Zapotitlán, pero sí lo hacían con el producto, exigiéndolo en pago del tributo que se les debía entregar en su calidad de encomenderos “y el ‘comercio’ unilateral con la raza subyugada”. El citado comercio era ejercido, entre otros, por gobernadores y demás funcionarios reales, quienes vendían a los indígenas vino y alcohol a cambio de cacao, dentro de una relación unilateral en la que productos sin valor o de baja calidad eran canjeados, a precios inflados, por cacao cuyo precio se tasaba muy por debajo del real. A principios del siglo XVII, cuando hubo una baja en la producción, se recurrió al aumento de los tributos (MacLeod, 1980: 64 y 65). Luego de las devastadoras epidemias de 1545 la producción declinó nuevamente y los españoles hicieron uso de los jueces 78

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de milpas para obligar a los indígenas a continuar atendiendo las plantaciones. Esto tuvo como resultado que descuidaran sus cultivos de maíz y frijol, por lo que fue necesario llevarlos de otras zonas, imponiendo precios elevados a los indígenas. Se reportaron casos de “indígenas alimentándose de hierbas y muriendo de hambre por no poder pagar por esos alimentos y la hambruna se había generalizado en 1570” (MacLeod, 1980: 66). En las dos cosechas anuales el principal problema era la falta de mano de obra, lo que se intentó resolver llevando trabajadores coaccionados directa o indirectamente, desde lugares tan distantes como la Verapaz. Muchos morían a causa del largo viaje, el cambio de clima y las enfermedades de la costa. El arribo de trabajadores de otras zonas produjo un cambio en la composición étnica de Soconusco y Zapotitlán e impidió se extinguiera la población indígena. En los últimos años de la década de los 70 del siglo XVI, Soconusco exportaba 4,000 cargas y Zapotitlán alrededor de 1,000. En 1580 se registraron unos 2,000 tributarios, pero a fin del siglo Soconusco “era un área devastada y deprimente; su situación no era sino un anticipo temprano y siniestro de lo que sucedería por doquier en América Central” (MacLeod, 1980: 68). El ocaso de Soconusco y Zapotitlán se dio en forma casi simultánea con el auge en la zona de los Izalcos y, en menor medida, Guazacapán. Desde los años 40 y 50 del siglo XVI comenzó la expansión cacaotera en esas regiones, que abastecían el mercado guatemalteco e incluso el mexicano, gracias a la industria de construcción de barcos que, durante el período esclavista, se desarrolló en El Realejo, Nicaragua. El transporte por mar permitió superar el escollo casi insalvable que significaban las rutas terrestres, ya sea por la costa del Pacífico o por el altiplano, vía Santiago y Chapas. Desde Acajutla el producto era desembarcado en Huatulco y llevado por tierra a Puebla y otros centros de alta población indígena. 79

El cacao era cultivado por pequeños productores indígenas y vendido a comerciantes españoles y mestizos. Para evitar que estos residieran en los pueblos indígenas, se fundó la villa de la Santísima Trinidad de Sonsonate. Las plantaciones cayeron en manos de encomenderos que, coludidos con funcionarios reales, establecieron un monopolio y amasaron grandes fortunas a costa de los indígenas, a quienes obligaron a extender los cultivos (MacLeod, 1980: 69 – 73). En 1556 se reprodujo el problema de la pérdida de población que se dio en Soconusco, por lo que llevaron trabajadores desde lugares tan lejanos como Comayagua y la Verapaz. A principios de 1570 los indígenas verapacenses ganaban dos reales diarios mientras que en su tierra no llegaban a ganar 10 maravedíes (menos de un tercio de real). El rápido enriquecimiento de los encomenderos se debió a que impusieron doble tributación a los indígenas. El tributo personal ya mencionado y un tributo sobre las plantaciones, de acuerdo con su extensión y productividad. Si un indígena no pagaba el tributo, era sometido a castigos corporales o su propiedad le era confiscada y entregada a otro que se comprometiera a cancelarlo. Debido a la elevada mortandad, muchas plantaciones eran propiedad de viudas, quienes debían pagar completo el tributo que correspondía al esposo. Aparentemente ricas, no lograban contraer segundas nupcias, porque un nuevo cónyuge debía asumir la carga tributaria que pesaba sobre ellas. Los hijos heredaban las deudas tributarias de sus progenitores, lo que se constituyó en “una variable temprana de la institución posterior del peonaje por deudas”. Los tributos llegaron a ser tan elevados, que hubo propietarios que pagaban hasta 100 ducados18 anuales. La aldea Xicalapa, con 25 tributarios, pagó 80

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40 cargas en 1584, lo que equivalía a un valor de 50 tostones por tributario (MacLeod, 1980: 74-77). El momento culminante del cacao salvadoreño se dio alrededor de 1570. Desde 1562 hasta fines de los 70, el área de Izalcos exportó unas 50,000 cargas anuales a la Nueva España, aparte de lo que se destinaba a Guatemala o era exportado por tierra, para evitar el pago de la alcabala. Pero, al igual que en Soconusco, la virtual extinción de la población indígena provocó el declive de la producción. La ausencia de mano de obra local no pudo ser subsanada por fuentes externas, pues los encomenderos del altiplano, al ver que se reducía su población de tributarios, invocaron leyes que prohibían el trabajo en la costa para impedir la salida de indígenas. En 1584, el pueblo de Izalcos apenas llegaba a 100 tributarios, y cuando fue adjudicado a Juan de Guzmán, el más poderoso encomendero de la zona, tenía entre 800 y 900 tributarios. Al igual que en Soconusco, por la desmedida codicia y despiadada explotación, el ciclo fue corto. Para 1600, “los mejores días de la costa cacaotera habían pasado” (MacLeod, 1980: 78-82).

Bálsamo, zarzaparrilla, grana y otros productos En la segunda mitad del siglo XVI floreció la extracción y comercialización del bálsamo. “El palo de bálsamo se encontraba en la costa del Pacífico, entre las ciudades de Santa Ana y San Salvador, desde donde se embarcaba al Perú y a España vía México y Honduras”. A causa de la forma como era explotado, mediante la quema de zacate alrededor del árbol, para que este ‘sudara’ mayor cantidad de resina, los árboles 18

Un ducado igual a 11 reales http://www.tesorillo.com/otras/medievales.htm

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se agotaron rápidamente. No obstante, El Salvador siguió exportando pequeñas cantidades hasta el siglo XIX (Wagner, 1994: 96). Otro producto medicinal, de gran demanda en Europa, utilizado para el tratamiento de la sífilis, escrófula y otras infecciones, fue la zarzaparrilla. Se encontraba en estado silvestre en la costa del Atlántico, desde la Verapaz hasta Costa Rica. Su gran época fue alrededor de 1580, alcanzando una producción de 3,000 a 5,000 arrobas en la región de Trujillo, Honduras, pero la extracción intensiva impidió la reproducción de la planta, y para 1608 solo se exportaban 800 arrobas (Wagner, 1994: 96). En Guatemala la principal zona de recolección fue la Verapaz, donde los frailes dominicos utilizaron a los indígenas para recogerla en las montañas y luego transportarla a espalda hasta el Golfo Dulce. Un documento de 1582 reporta que “habían dado a los frailes cerca de 1,500 arrobas de zarzaparrilla, sin recibir por ello compensación alguna” (Sherman, 1987: 365). En Honduras (1569) resurgió la explotación de plata, en Guascarán y al sur y al este de Comayagua, en la zona parcialmente conquistada denominada Tegucigalpa. Para 1580 funcionaban 30 pequeñas minas de plata, la escasez de esclavos negros y de mercurio, así como la naturaleza del material fueron los mayores obstáculos para el crecimiento de la actividad (MacLeod, 1980: 127-130). Vino después un severo período de depresión económica, que se extendió entre 1610 y 1660, que obligó a muchos españoles a convertirse en hacendados. Algunos al estilo de los señores feudales, pero “la mayor parte en campesinos miserables, cultivando campos de maíz y acorralando ganado mal alimentado”. Los indígenas estuvieron libres de las exigencias de las plantaciones cacaoteras, y sus servicios fueron racionados 82

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cuidadosamente a través del repartimiento y de nuevas formas de naboría o peonaje por deudas (MacLeod, 1980: 132). Los mayores obstáculos que enfrentó el comercio con España fue la ausencia de buenos puertos en la costa atlántica, el clima malsano y el difícil acceso a la ciudad de Santiago. El intento de habilitar el puerto de Santo Tomás de Castilla (alrededor de 1604) incluyó la construcción de un camino entre Santiago y la Bahía de Amatique, que nuevamente consumió muchas vidas de indígenas, quienes también fueron obligados a trabajar y a proporcionar abastecimiento a las estaciones de viaje (MacLeod, 1980: 135 y 136). A partir de 1617, luego de la llegada de Antonio Peraza y Ayala (Conde de la Gomera) a la presidencia de la Audiencia, se inició el primer esfuerzo público, en la historia de Guatemala, de promoción de un cultivo de exportación. En Suchitepéquez, Guazacapán, sur de Atitlán y norte de Nicaragua, fueron plantadas grandes nopaleras para la producción de grana, tinte producido en México y América Central antes de la conquista. El intento fue nuevamente “oneroso para los indígenas. Ellos, por supuesto, llevaron cabo la labor de plantar y cuidar del cactus, una tarea más que los apartaba de sus cultivos de subsistencia” (MacLeod, 1980: 146 y 147). Sin embargo, este primer empeño de consolidar la producción de grana murió rápidamente. “Tal vez la principal razón del fracaso fue la langosta. En 1616 y 1618 se dieron las peores invasiones de langosta que jamás habían ocurrido en los dos siglos que siguieron a la conquista”, pero también fue un grave problema la escasez de mano de obra. Los indígenas debían cultivar maíz, atender las plantaciones de cacao, trabajar en el creciente cultivo del añil y aprender el manejo de las nopaleras. Esto último incluía actividades que requerían mano de obra calificada. Finalmente, México, el gran productor colonial fue 83

un “formidable y cercano competidor” que inhibió la expansión del cultivo en Centroamérica (MacLeod, 1980: 148).

Añil El añil se convirtió, a partir de finales del siglo XVI y hasta la segunda década del siglo XIX, en el principal producto de exportación de Guatemala. Aunque poco utilizado, este tinte era conocido por las culturas precolombinas. En Europa tenía un mercado establecido y desde el oriente se importaban diferentes clases. Nicaragua fue la región más mencionada en los primeros informes sobre la planta, que crecía en estado salvaje o semisalvaje. En 1576 se tenía conocimiento que había producido unos 100 quintales, procesados por los indígenas (MacLeod, 1980: 150 y 151). El éxito de las primeras exportaciones motivó el interés de los españoles por su producción en escala comercial. Para 1600 era el producto principal del comercio exterior de América Central y se instalaron numerosos obrajes. Las técnicas de producción utilizadas a principios del siglo XVII fueron mantenidas prácticamente sin variantes hasta el desplome en el siglo XIX. La innovación más importante fue el uso de ruedas hidráulicas o movidas por caballos o mulas, que evitaban el esfuerzo mayor de golpear la masa vegetal dispuesta en canoas. El arbusto, llamado xiquilite, alcanza entre tres y seis pies de alto y crece rápidamente en suelos bien drenados. Se necesitaba mantener limpia la plantación antes de que la planta alcanzara un pie de alto, pero después la fortaleza de los arbustos exigía poca atención (MacLeod, 1980: 153). Por las características mencionadas el cultivo del añil solamente demandaba mano de obra intensiva en el período de beneficio, que duraba entre uno y dos meses. En 1620 más de 200 obrajes funcionaban en el área de San Salvador, 40 en Esquintepeque 84

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(Escuintla), 60 en Guazacapán y también en número importante en Tecpanatitlán, Choluteca y Nicaragua, alcanzando su período de mayor prosperidad durante el siglo XVIII (MacLeod, 1980: 55). Para fines del siglo XVIII la mayoría de la producción se originaba en San Miguel, San Salvador, San Vicente, Santa Ana, Zacatecoluca, Chalatenango y Sonsonate (Wagner, 1994: 120). En el último cuarto de ese siglo el añil centroamericano ocupó el segundo lugar entre las importaciones de Cádiz, solamente superado por la plata. En 1793 se exportó el mayor volumen, con 1.3 millones de libras y en 1790 alcanzó un valor de 2 millones de pesos. En 1818 la exportación ascendió a solo 332,000 libras (Wagner, 1994: 120, 121 y 125). La demanda de mano de obra del añil se daba entre los meses de julio y septiembre, lo que dificultaba la utilización de esclavos negros que, como ya se vio anteriormente, eran caros y escasos. Por tal motivo, los añileros tuvieron que depender de la mano de obra indígena, que se había reducido considerablemente a inicios del siglo XVI, a lo que se agregaron los informes que recibía la Corona sobre las condiciones insalubres de los obrajes, especialmente en la época que no se utilizaba fuerza hidráulica. A esto se agregaron los residuos de vegetación podrida que generaba el proceso de extracción del tinte, los cuales producían malos olores y plagas de moscas (MacLeod, 1980: 156 y 157). El poeta Rafael Landívar, citado por Cabezas (1993c: 433) describe en Rusticatio Mexicana las condiciones de trabajo en los obrajes y sus efectos en la salud de los trabajadores “Por esto verás a menudo las manos destilar sangre, y las piernas agobiadas de terribles pústulas”. En 1582 la Corona prohibió la utilización de indígenas en los obrajes de añil, extendiéndola en 1601 aun para el caso de que se tratara de trabajadores voluntarios. Los propietarios, con el propósito de evadir responsabilidades legales utilizaron 85

intermediarios mestizos para enganchar a los indígenas (MacLeod, 1980:158). Otro subterfugio utilizado por los propietarios de obrajes fue simular la relación de trabajo, mediante la compra supuesta de las hojas cosechadas. “Se conciertan con ellos [los indígenas] y les compran cada quintal de la dicha tinta por un tanto y en pago de ello les dan ropa a tan subidos precios que lo que vale uno les cargan por diez” (Cabezas, 1993c: 434). Para evitar tal situación, la Corona estableció un sistema de inspectores de obrajes, quienes enjuiciaban e imponían sanciones a los infractores, las cuales alcanzaron montos importantes. En 1592 se realizaron visitas en toda la costa guatemalteca y para 1607 se practicaban inspecciones en San Miguel, San Salvador y Choluteca. Para evitar conflictos de interés se prohibió que los propietarios de obrajes ocuparan cargos en la Santa Hermandad (especie de cuerpo de policía, posiblemente el primero de Europa), de alcalde ordinario y de teniente de oficial real. Sin embargo, al poco tiempo las visitas y “las multas consecuentes se organizaron en un sistema no escrito, por medio del cual los funcionarios locales extraían su parte del beneficio que dejaba la industria del añil, a cambio de su silencio y paciencia”, llegando a pactar una escala de multas, que eran pagadas de una manera casi voluntaria (MacLeod, 1980: 158 y 159). Un sacerdote, en un testimonio de principios del siglo XVII, afirma que vio “grandes poblaciones de indígenas casi destruidas después de que se instalaron cerca de ellas molinos de añil, porque la mayoría de los indios que entran a trabajar en los molinos enferman pronto, como resultado de los trabajos forzados y del efecto de las pilas de añil en descomposición que ellos amontonan”. La desaparición de numerosos pueblos de indígenas permitió que los propietarios de haciendas vecinas se apropiaran de las tierras que se convirtieron en baldías, “sin 86

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medirlas ni entrar en composición con la Corona” (Cabezas, 1993c: 434). Con el añil se repitió un fenómeno que se había dado en el cultivo y comercialización de productos agropecuarios, especialmente los dedicados a la exportación. Los productores, en particular los pequeños que, como ya se indicó anteriormente, eran conocidos como ‘poquiteros’, estaban sometidos al poder de los comerciantes residentes en la capital guatemalteca, quienes recibían el añil en pago de las deudas que contraían los cosecheros para financiar la cosecha. Un medio para mejorar la capacidad de negociación de estos fue la realización de ferias, que tenían lugar el primero de noviembre de cada año en las zonas productoras, a donde acudían representantes de los compradores de España, de los comerciantes de Guatemala y de los Ayuntamientos de San Salvador, San Vicente y San Miguel, que promovían los intereses de los cosecheros. Otro medio fue la creación en 1782, por disposición del presidente de la Audiencia Matías de Gálvez, de un montepío del añil, con un capital inicial de 100,000 pesos, alimentado con una cuota de cuatro pesos por zurrón19, que serviría para financiar a los cosecheros. El montepío fue objetado por los comerciantes, quienes se dirigieron a la Corona afirmando que “trataban generosamente a los productores y que estos, en su mayoría, gozaban de buenas condiciones económicas. Muy diferente fue la apreciación del Presidente Matías de Gálvez, quien dijo que todos los cultivadores de añil eran hombres perdidos, pues siempre tenían hipotecadas sus próximas cosechas”. Los beneficios del montepío se concentraron en 70 u 80 cosecheros, en tanto que los ‘poquiteros’ continuaron sujetos a la habilitación de los comerciantes (Cabezas, 1993d: 307). 19

Equivalente a 150 libras.

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7 LA POLÍTICA AGRARIA COLONIAL Severo Martínez (1994: 143 – 165) dedica la sección II del Capítulo IV de la Patria del Criollo a describir la política agraria colonial, la cual es de gran importancia para comprender las causas del régimen de trabajo impuesto a lo largo de la colonia y por qué este sobrevivió hasta el final del período liberal, pues los beneficios de la concentración de la tierra en pocas manos estaba vinculada a la posibilidad de tener garantizada una fuente de mano de obra que se adaptara a los requerimientos estacionales de la actividad agrícola. Dicha política se asentaba sobre cinco principios: el señorío de la Corona sobre todas las tierras conquistadas; la tierra como aliciente que hizo posible las expediciones de descubrimiento y conquista y sentó las bases del latifundismo, especialmente durante el siglo XVI, cuando la tierra era obtenida por merced real; la tierra como fuente de ingresos para las cajas reales, que ya consolidado el dominio español prevaleció aunque no sustituyó totalmente al segundo, expresándose mediante el procedimiento de composición, que permitía legalizar la propiedad de tierras realengas usurpadas mediante el pago de una determinada cantidad de dinero; la dotación de ejidos20 a los pueblos de indios y la posibilidad de que pudieran adquirir tierras adicionales mediante composición; y el bloqueo agrario de los mestizos, que el autor encuentra que no se desprende 20

El ejido según la Real Academia Española es un “Campo común de un pueblo, lindante con él, que no se labra, y donde suelen reunirse los ganados o establecerse las eras“.

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de las leyes, pues ellas “no hacen discriminación de la gente mestiza – ‘las castas’, los ladinos – sino más bien ofrecen puntos de apoyo legal para que ellos también las puedan obtener” (Martínez, 1994: 159), pero es confirmado por los hechos, en especial la necesidad de los españoles y criollos de evitar que la proliferación de haciendas y labores les disputaran el acceso al trabajo forzado de los indígenas. Cambranes (1985: 67 y 68) opina que durante los siglos XVI y XVII los mestizos no se beneficiaron del reparto de tierras, debido a que los españoles acapararon todas las tierras cultivables cercanas a los pueblos indígenas, pero que a partir de la emisión de una Real Cédula de 1754 se permitió a los mestizos la composición de tierras, de manera que en 1804 se registraban más de 4,000 familias de propietarios mestizos. Sin embargo debido a que la mayoría de mestizos eran personas de escasos recursos, les era muy difícil realizar los complicados y engorrosos trámites de adquisición de tierras, lo que provocó que la mayoría de ellos se viera obligada a trabajar en los latifundios de los españoles y criollos, en calidad de arrendatarios o de colonos. Datos sobre la venta de tierras realengas21, indican que de 13,540 caballerías sometidas a composición entre 1743 y 1811, el 59% fue entregado a españoles y criollos, el 15% a ladinos, el 22% a cofradías y bienes comunales de indígenas, el 2% a particulares indígenas y el restante 2% a órdenes religiosas, bienes comunales de ladinos y bienes municipales de criollos (Belzunegui, 1992: 113). A finales del siglo XVIII, ante la crisis del cultivo del añil, en el seno de la Sociedad Económica de Amigos del País, fundada 21

Dicho de un terreno: Perteneciente al Estado (Diccionario de la Lengua Española, 2014)

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en 1794 bajo el influjo de la Ilustración e inspirada en las sociedades homónimas creadas en España (Meléndez, 1974: 87 y 88), se produjo un intenso debate sobre la transformación del régimen de tenencia de la tierra, especialmente de la que se encontraba en poder de las comunidades indígenas, convirtiéndose en el primer foro público de discusión de los temas agrarios en Guatemala. La propuesta más importante fue elaborada en 1799 por el sacerdote español Antonio García Redondo, quien se doctoró y fue rector de la Universidad de San Carlos y llegó a ser deán del Cabildo Eclesiástico. Es de gran importancia histórica, pues en ella aparece “el germen de todas las soluciones a las que acudió el pensamiento liberal guatemalteco durante el siglo XIX para resolver el problema agrario, incluido el de disponer de fuerza de trabajo en las haciendas”. Constituye, al mismo tiempo, la crítica más radical a la legislación colonial sobre la tierra y a su carácter tutelar hacia la propiedad comunal indígena. García Redondo objeta el régimen de posesión colectiva de las tierras de los indígenas, argumentando que los desalentaba a realizar cualquier tipo de inversión y originaba la inercia en la que caían para mejorar su situación. Por ello, las tierras comunales debían ser repartidas estableciendo un régimen de igualdad ante los españoles y castas (los ladinos), pues solo de esa forma el indígena “empezará a salir del estado de pupilo y se aproximará al del hombre”. Propugnaba por la privatización de las tierras comunales, que serían vendidas sin mayor formalidad, pero dejaba a los indígenas tributarios la obligación de trabajar una parcela de 10 cuerdas. La libertad para el mercado de tierras no se extendía a las relaciones laborales en la agricultura. No cuestionaba el 90

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régimen de trabajo forzoso, pero estaría exceptuado del mismo todo indígena que acreditara cultivar 25 cuerdas o 17, cuando siete de ellas fueran de cultivo nuevo. También estarían exentos los indígenas “sirvientes en haciendas”, durante el ciclo agrícola propio de cada actividad. Para fomentar nuevos cultivos, incluso exportables, debían utilizarse los fondos de las comunidades que les serían reintegrados, al tiempo que se daría libertad para habilitar a los indígenas en dinero, instrumentos de labranza o cualquier otra mercancía (Belzunegui, 1992: 242 – 248).

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8 ALIVIO PASAJERO EN EL PERÍODO CONSERVADOR Con la independencia se rompió el monopolio comercial con España que tuvo, entre sus consecuencias, una baja sensible de la producción artesanal de tejidos, que gozaba de un régimen de relativa protección bajo el dominio español. De 637 telares rústicos que operaban en Guatemala en 1820, quedaban solamente 37 una década más tarde, lo que afectó principalmente a la región de los Altos, donde en lugares como Momostenango se había desarrollado una importante manufactura de artículos de lana (Wagner, 1994: 142 y 196). El Decreto del 17 de abril de 1824 de la Asamblea Constituyente declaró abolida la esclavitud. Dicho decreto tuvo un carácter más bien simbólico, pues el número de esclavos en Centroamérica no pasaba de 300 en esa época (Mariñas, 1958:63). J. Cambranes (1975: 6)22 afirma que “el período de la llamada ‘Dictadura de los Treinta años’ es la época en que el indígena guatemalteco por primera vez en más de tres siglos está en posibilidad de dedicar todos sus esfuerzos a la agricultura, cría de ganado y artesanía, libre de todas aquellas exacciones tributarias y obligaciones laborales que lo oprimió tanto. Ahora, la actividad agrícola independiente, hizo posible el florecimiento de comunidades, antiguamente decadentes”. 22

Para este estudio el autor consultó documentos de archivos alemanes, provenientes de informes diplomáticos y testimonios de viajeros, residentes en Guatemala, así como los trabajos de Otto Stoll, reconocido como el padre de la etnografía en Guatemala

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Indica que había diferenciación económica entre las diferentes comunidades (303 en 1880, según datos estadísticos de ese año). Esta iba desde las comunidades dedicadas casi exclusivamente al autoconsumo, que no tenían mayor relación con comunidades vecinas, hasta otras en donde, citando a Otto Stoll, se producía en función del mercado, agregando que el motivo fundamental de esa diferenciación era la tierra, que estaba desigualmente distribuida entre las comunidades Cambranes (1975: 7 y 10). Cabe recordar la política de poblamiento de los españoles, que asignaba a cada pueblo un ejido de una legua cuadrada (alrededor de 38 caballerías), a lo que se agregó la posibilidad de adquirir tierras mediante los procedimientos de merced (obsequio del soberano) o composición (compra), descritos ampliamente por Severo Martínez en el capítulo 4º de la Patria del Criollo. Esto permitió que pequeñas comunidades pudieran contar con relativamente grandes extensiones de tierra y otras, muy pobladas, la tuvieran en cantidad insuficiente, a lo que se agrega la distinta calidad y vocación de las tierras, que daba lugar al arrendamiento y a la práctica de préstamos entre comunidades, pues algunas de estas también disponían de grandes cantidades de dinero, que colocadas a elevadas tasas, según comprobó el mismo Stoll, podían alcanzar el 100% (Cambranes, 1975: 10). A partir de la segunda década del siglo XIX, y coincidiendo con la reducción de la demanda de añil, la grana o cochinilla, cuyo cultivo se había reiniciado apenas en la primera década del siglo, se convirtió en el principal rubro de exportación de Guatemala, situación que se mantuvo hasta la década de 1860, cuando el primer lugar fue ocupado por el café. En 1825 alcanzó un valor de 2.5 millones de pesos, representando el 30% del total y el 93

añil alcanzó el 24%. El café ya aparece ese año, con 3,000 pesos, equivalentes al 0.04% del total (Wagner, 1994: 143). Las exportaciones de grana crecieron de un mínimo de 385 zurrones en 1830 a un máximo 8,139 en 1847, estimándose que en la década de 1830 representaban el 93% de las exportaciones del país. En valores monetarios, las exportaciones pasaron de un mínimo de 312,850 pesos en 1852 a un máximo de 1.4 millones de pesos en 1858. Como es usual en el comercio de materias primas, los precios estaban sometidos a fuertes oscilaciones, que este caso dependía de la demanda británica. A principios de la década de 1830 el zurrón tenía un precio 100 pesos y en la década de 1840 alcanzó 150 (Wagner, 1994: 178, 180 y 182). El destino principal era el mercado londinense y Guatemala era el principal proveedor. En 1849, el 66% de la grana disponible en Londres llegó de Guatemala, el 31% de México y el 4% de las Canarias (Wagner, 1849). La extensión de las nopaleras era también influida por los riesgos a los que estaba expuesto el cultivo. Los insectos estaban expuestos a numerosos parásitos tanto vegetales como animales, por lo que requerían un control permanente, y un aguacero podía destruir toda la cosecha (Cambranes, 1975: 28). Por tal motivo la mayoría de nopaleras estaba en manos de pequeños terratenientes, que no dependían del trabajo forzoso de los indígenas. Los “ingresos que proporcionaba la grana, aún en las plantaciones más pequeñas, mantuvieron a sus dueños libres de deudas y como consecuencia evitaron la consolidación de la tierra en grandes fincas”. Este sistema dio lugar a que los grupos étnicos se mantuviera separados: los indígenas “no eran 94

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generalmente molestados (…). Los criollos solían permanecer en las ciudades y se interesaban en los asuntos políticos y en los de la Iglesia. Se dejó a los ladinos y a los mestizos trabajar en las nopaleras, algunas veces como aparceros o arrendatarios de tierras de los criollos y otras como pequeños terratenientes” (Herrick, 1974: 35 y 36). No obstante, un observador directo, el naturalista alemán Gustav Bernoulli, quien llegó a Guatemala en 1858 y se convirtió en productor de café en el departamento de Suchitepéquez, aseguró lo contrario: “La mayoría de los propietarios de plantaciones no posee capital propio o por lo menos suficiente. Debido a esto debe prestarlo al 12% y 24% de interés, viéndose por lo general necesitado de vender su producto a bajos precios antes de efectuarse la cosecha. De esta forma no le queda al empresario nada o casi nada de dinero al final de la cosecha, viéndose después, y aún a veces antes, obligado a solicitar capital sobre e l producto de la cosecha del año siguiente” (Cambranes, 1975: 28 y 29). A mediados del siglo XIX la exportación de la grana estaba controlada por Carl Friedrich Rudolf Klee, cónsul general de las Ciudades Hanséaticas en Guatemala, y era el propietario de la plantación más grande que existía en el país (Cambranes, 1975: 28 y 29). En 1847 Klee absorbió dos tercios del total exportado por Guatemala (Wagner, 1994: 182). La competencia de las Canarias y de Bengala, así como la invención de colorantes artificiales condujo al declive de la demanda de la grana guatemalteca. Entre 1857 y 1871 el peso de la grana en las exportaciones guatemaltecas pasó de un 80% en 1859, a un 33% en 1871. Por su parte, el café pasó de 1% en 1860 al 50% en 1871 (Wagner, 1994: 186). 95

9 SURGIMIENTO DEL CULTIVO DEL CAFÉ El café fue cultivado inicialmente por grandes y pequeños propietarios, incluso por las comunidades indígenas, pues el impulso para que se extendiera también provino del gobierno. Por ejemplo, en 1853, luego de un gran temporal que afectó las nopaleras, ofreció un premio de 25 pesos a cada agricultor que lograra cultivar 1,000 cafetos, y dos pesos por cada quintal exportado, e introdujo máquinas para despulpar y limpiar el café. Los problemas que se presentaron por el desconocimiento de las técnicas de cultivo y procesamiento fueron resueltos con la llegada de caficultores costarricenses y con los ensayos hechos por empresarios extranjeros (Cambranes, 1980: 82 y 83). Durante el gobierno liberal de Mariano Gálvez y el conservador de Rafael Carrera se buscó la democratización del cultivo mediante la entrega de baldíos a hombres sin tierra (mestizos) y el estímulo a las comunidades indígenas, los cuales dieron buenos resultados, contradiciendo la idea predominante sobre la negligencia de los indígenas. En 1853 el corregidor de Escuintla informó que los ejidos de la ciudad estaban cubiertos de frutales y que se procuraba el cultivo del café; el corregidor de Suchitepéquez expresó, en términos similares, que “todos los vecinos de estos pueblos emprendimos algunos trabajos para hacer plantíos de café y otros frutos adecuados a la exportación”; y en 1859 el corregidor de la Verapaz aludió al entusiasmo de las comunidades de Cobán, San Pedro Carchá y San Cristóbal. En San Pedro Carchá 96

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“tuve la satisfacción de ver el brillante estado de su comunal de café, que cuenta ya sobre 25,000 matas puestas en su lugar, perfectamente conservadas y asistidas” (Cambranes, 1980: 84-85). Lo que condujo al despojo de la propiedad comunal e impidió que la caficultura guatemalteca se desarrollara a partir de la pequeña y mediana propiedad, como sucedió en la meseta central de Costa Rica, fue que el gobierno, al tiempo que promovía el cultivo entre las comunidades indígenas, permitía que personas ajenas a ellas establecieran fincas privadas en sus tierras, llegando a obligarles a conceder su uso mediante el arrendamiento o enfiteusis. Lo ejemplifica la actitud de los comuneros de Petapa, quienes en 1856 se opusieron a que el corregidor entregara parte de sus tierras al empresario español José Mariano Arrechea (Cambranes, 1980: 88). Como se verá en el numeral siguiente, la política agraria liberal se orientó exclusivamente a favorecer la creación de grandes latifundios cafetaleros, propiedad de mestizos, criollos y extranjeros. Ya se indicó en el numeral anterior que en 1871 el café representó la mitad de las exportaciones de Guatemala. En adelante, hasta la segunda mitad del siglo XX fue el principal producto de exportación. En 1913 las exportaciones de café tuvieron un valor de 12.02 millones de pesos oro, presentando el 85% del total, seguidas por el banano que representó el 6% y los cueros de res representaron el 3%. En 1929 las exportaciones de café ascendían al 77%, las de banano al 13% y de madera el 4%. Como puede verse las exportaciones de banano si bien fueron importantes no llegaron a alcanzar el volumen de Honduras e incluso Costa Rica, por lo que al menos desde el punto de vista de la importancia de la producción, nunca fue una república bananera (Bulmer-Thomas, 2011: 44, 102 y 103). 97

10 LA POLÍTICA AGRARIA LIBERAL La política agraria y, en general las políticas económicas de los gobiernos liberales, que corresponden a lo que en la historia de América Latina se conoce como la etapa oligárquica-liberal (Bulmer-Thomas: 2011: 120) se implementó en dos fases. La primera, relativamente breve y alternada con gobiernos conservadores, que comenzó en 1824, con José Francisco Barrundia como jefe de Estado de Guatemala dentro de la Federación Centroamericana, y que culmina con el derrocamiento del Dr. Mariano Gálvez en 1838. La segunda, que dio inicio en 1871 con el gobierno de Miguel García Granados, concluyó el 20 de octubre de 1944 con el derrocamiento del efímero sucesor de Jorge Ubico. Este último es también considerado como representativo de otra etapa o modelo de gobiernos latinoamericanos, que es denominada por el autor citado como del caudillismo autoritario. La política agraria liberal, se caracterizó por lo que Palma y Taracena (2004:65) denominan “el asalto republicano a la tierra estatal, comunal y eclesiástica”. Las más codiciadas eran las tierras ejidales y comunales de los pueblos indígenas, especialmente en la boca costa del Pacífico y de Alta Verapaz, por ser las más apropiadas para el cultivo del café. “Las propiedades de los indios, muy protegidas por la legislación, sobre todo las comunales, representarán la más atractiva atención por parte de los vencedores de la Emancipación. Estando la mayor parte de las tierras indianas repartidas (…) significaron un objetivo demasiado tentador para los menos favorecidos – mestizos 98

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y castas– (…) que cebaron en ellas su apetito acaparador de tierras, desposeyendo al indio de todo su sostén económico (…) y forzándole al nivel social de aparcero o peón” (De Solano, 1977; 155-156). Esa política agraria estuvo compuesta de tres grandes líneas: la entrega de baldíos a terratenientes mestizos y extranjeros; la expropiación de los bienes de la Iglesia Católica; y el despojo de las tierras municipales y comunales. Ya en la primera fase, mediante la emisión de una serie de disposiciones legales, se dieron los primeros pasos para despojar a las comunidades de sus tierras cultivables. El Decreto de la Asamblea Constituyente del 27 de enero de 1825, al considerar la importancia de la agricultura como fuente de riqueza y que el corto número de propietarios de tierras era una de las causas del retraso, señalaba que “la enajenación de las baldías a precios cómodos y con los plazos equitativos debe aumentar los propietarios y animar la labranza”. Con respecto a los ejidos, indicaba que mantenían “su fuerza y vigor las leyes y disposiciones que arreglan la distribución de terrenos de ejidos a censo enfiteútico23, con reconocimiento de ciertos casos que no podrán pasar del 2% del capital que se graduare cuando se adjudiquen a vecinos no propietarios, ni el 3% cuando se adjudiquen a propietarios”. En esa ley y en otra emitida en 1829 persistieron disposiciones relativas a la protección de la propiedad ejidal e incluso a su ampliación, privilegiando en las denuncias de los baldíos a los “comunes de los pueblos” que carecieran de ejidos o los tuvieran insuficientes (Palma y Taracena, 2004: 65, 66 y 72). 23

Censo enfiteútico o enfiteusis es la cesión que hace una persona a otra del dominio útil de una finca, reservándose el dominio directo y el derecho a percibir una pensión anual (Cabanellas, 1979).

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Mediante Decreto de La Asamblea Legislativa del 14 de agosto de 1835 se estableció que los ejidos de los pueblos no podían exceder de una legua cuadrada (38 caballerías y 2/3) y si tenían exceso sobre dicha cantidad deberían pagar la contribución territorial24 aunque no dispusieran de fondos en sus respectivas municipalidades (Palma y Taracena, 2004: 67 y 68), lo que afectó a muchas municipios indígenas que, como ya se vio al abordar la política agraria colonial, aumentaron sus ejidos mediante la compra de tierras baldías a la Corona. El Decreto de la Asamblea Legislativa del 28 de abril de 1836 autorizó a los gobiernos de los pueblos a vender sus ejidos y las tierras de cofradías. Los usufructuarios de esas tierras mediante censo enfitéutico tendrían preferencia para adquirirlas en propiedad. Otro Decreto de la Asamblea Legislativa del 13 de agosto de 1836, indica que las disposiciones de los decretos anteriores no tuvieron éxito y que prácticamente nadie había cumplido con los plazos establecidos para las compras de las tierras. Por lo anterior prescribió que se podrían vender a cualquier persona, aun cuando el anterior poseedor ya hubiera construido casa y sembrado la tierra; reiteró la privatización de los ejidos y que en los sucesivo el gobierno no podría ceder terrenos ejidos tanto a los pueblos ya fundados como a los que en adelante se establecieran; y que mientras se enajenaban las tierras ejidales podrían seguir distribuyéndose mediante el censo enfitéutico, pagando los interesados no más de un 2% del valor que se asignare a la tierra (Palma y Taracena: 2004: 67 y 68).

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Establecida mediante Decreto del Gobierno del 20 de septiembre de 1833, a razón de cuatro reales por caballería.

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El Decreto del Gobierno del 2 de noviembre de 1837, emitido por Mariano Gálvez, en un intento tardío de reducir la adhesión al movimiento insurgente de Rafael Carrera, dejó sin efecto las normas anteriores, reconociendo el derecho a la propiedad ejidal concedida por las leyes de Indias (Palma y Taracena, 2004: 70). Sin embargo aún en el período conservador, y en la medida que se extendía el cultivo del café, se imponía la visión liberal y aumentaba la presión sobre las tierras ejidales, especialmente en la bocacosta del Pacífico y en las Verapaces. En un informe enviado en 1858 al Ministro de Gobernación, el corregidor de Retalhuleu afirmaba que los ejidos de los pueblos indígenas eran muy extensos y que solamente cultivaban maíz y frijol, por lo que eran capaces de ocupar una parte muy pequeña de ellos. Señalaba, como ejemplo, que San Felipe tenía 38 caballerías y cultivaba 1,001 manzanas (15 caballerías) de café, San Francisco Zapotitlán poseía 22 caballerías, Samayac 69 caballerías y San Pablo (Jocopilas) 15 caballerías. Agregaba que en esos inmensos y bien regados valles podría cultivarse el café, “dando pingües resultados” (Cambranes, 1985: 93 y 94). En los citados municipios se continúa cultivando café, pero sus cabeceras municipales, antes dotadas de amplios ejidos, están virtualmente estranguladas por las fincas. En forma parecida al corregidor opinaba un particular, que en un escrito enviado al Ministro de Gobernación en 1875, argumentaba que los campesinos se conforman con trabajar sus milpas “por lo cual no prosperan ni dejan que los agricultores contribuyan a la riqueza pública” (Cambranes, 1985: 347).

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Las comunidades fueron compelidas para que concedieran terrenos a los cultivadores de café. Se les insistía que les beneficiaría el aumento del valor de las tierras y habría fuentes de trabajo. En 1861 el corregidor de Suchitepéquez exponía al Ministro de Gobernación que el “gravamen sobre los repastos de ganado es para beneficio del común, lo mismo que el establecimiento de plantíos de café, que enriquecerán sus terrenos y proporcionarán trabajo lucrativo al propio pueblo” (Cambranes: 1985: 95). Los indígenas se resistían ante esos argumentos. Ya en 1858, otro corregidor del mismo departamento se había dirigido al ministro, anotando que “los indígenas no quieren dar sus tierras, lo han manifestado de palabras y hechos”, y que si bien lo veía conveniente, señalaba con buen criterio que eso debía hacerse “paulatinamente y con un allanamiento verdadero y pleno de parte de los indios”, pues de otra manera se abriría una “senda de reclamaciones y desaveniencias” (Cambranes, 1980: 97). En 1858 el Ministro de Gobernación ordenó aplicar la ya citada ley de agosto de 1835, fijando las tarifas que podían cobrar las comunidades por el uso de sus tierras. Por ejemplo, tres reales anuales por cada 100 varas de terreno regable, y medio real anual por repasto de cada animal mayor de un año. Como consecuencia de la imposición de esas medidas, los corregidores informaron de constantes desórdenes, destrucción de plantíos de café y amenazas a cafeteros. “Más de mil indios del lugar denominado El Palmar (…) han formado causa común con los de San Felipe y ha tomado parte en estos atentados”, expresó en 1863 el corregidor de Quetzaltenango (Cambranes, 1980: 98 y 99). Los campesinos indígenas solicitaron en muchas ocasiones que las autoridades protegieran sus derechos. En un memorial de los 102

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comuneros de San Felipe al presidente Rafael Carrera, en febrero de 1864, respaldándose en sólidos argumentos denunciaban: “Hace cerca de nueve años que comenzó a desarrollarse en nuestra región la empresa de café y desde entonces comenzó nuestra lucha con los señores empresarios de este ramo, por razón del curso y tendencias hostiles a nuestros intereses (…). Bien sabidos son los manejos de los señores cafeteros para llegar a apoderarse de casi la totalidad de nuestros terrenos”. Siendo ellos como los empresarios miembros de una misma Nación, con un mismo gobierno y leyes, se preguntaban si era justo “¿que no teniendo el recurso de grandes capitales para empresas lucrativas, ni el recurso de las artes y la industria, se nos quiera arrebatar nuestro único elemento de vitalidad, lanzándonos de nuestros hogares y tierras, convirtiéndonos a nosotros y a nuestras venideras generaciones, en jentes nómadas, errantes y sin domicilio fijo y sin los vínculos y deberes que enjendra el hogar y la propiedad?” (Cambranes, 1980: 101 y 102). Con la toma del poder por los liberales la ocupación y el despojo de las tierras ejidales se incrementó, así como también aumentaron las protestas de los campesinos. Cambranes recoge numerosos testimonios de la infructuosa defensa que realizaron las comunidades, como la queja que los comuneros de Santa Lucía Cotzumalguapa presentaron el 18 de junio de 1872 ante el presidente Miguel García Granados, aduciendo que el jefe político de Escuintla los obligaba al arrendamiento de terrenos cultivados (Cambranes, 1980: 331 y 332). En 1873, el jefe político de Escuintla, en una comunicación dirigida al Ministro de Gobernación afirmó que los títulos que respaldaban la propiedad comunal, emitidos en su oportunidad por las autoridades españolas eran “papeluchos 103

viejos e informales” (Cambranes, 346 y 347), con lo que se buscaba desconocer la existencia de derechos previos de las comunidades sobre las tierras que habían ocupado en virtud de la legislación colonial. En julio de 1873 el jefe político de Quetzaltenango sugirió dar a censo los terrenos ejidales de la Costa Cuca25 (Cambranes, 1980: 339 y 340). El gobierno resolvió que fueran entregados en propiedad, porque “los que tienen fincas formadas en la Costa Cuca deben ser favorecidos, por ser ellos los que han dado a conocer el valor de esos terrenos”. A través del acuerdo del presidente Barrios del 22 de julio 1873, se autorizó la enajenación de terrenos, calificados como baldíos, de la Costa Cuca y del Palmar (Díaz, 1973: 380). En agosto de 1873 los indígenas de Santa Lucia Cotzumalguapa pidieron que ya no se concedieran tierras a censo, pues no les quedaba suficiente para sus cultivos; en noviembre de 1873 los comuneros de San Raymundo, departamento de Guatemala se quejaban que la municipalidad había arrendado cuatro caballerías de tierra y ellos se habían “quedado sin una manzana de tierra que cultivar” (Cambranes, 1980: 331 a 354). En los años siguientes, mediante leyes e incluso circulares dirigidas a los jefes políticos, se forzó a las municipalidades a dar sus tierras en arrendamiento. Por ejemplo, el Decreto Gubernativo del 29 de enero de 1874 obligó a la municipalidad de San Lucas Tolimán, Sololá, a dar 100 caballerías de sus tierras en enfiteusis a la municipalidad de Sololá (cabecera), para que 25

Costa Cuca: nombre con el que, desde mediados del siglo XIX se conoce parte de la costa occidental, incluyendo el pie de monte o bocacosta, que comprende los municipios de Coatepeque, Colomba, El Palmar, Génova y Flores Costa Cuca, del departamento de Quetzaltenango. Se supone que Cuca proviene de “cusca” (coqueta).

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esta los repartiera a entre los vecinos deseosos de sembrar plantaciones de café o caña de azúcar (Díaz, 1973: 380). Finalmente, el Decreto Gubernativo No. 170, del 8 de enero de 1877, “Ley de Redención de Censos”, consumó lo que un prominente ideólogo del liberalismo, Ignacio Solís, llamó una “reforma radical en la propiedad territorial” (Cambranes, 1980: 326), y fue liquidado el patrimonio ejidal, al permitir la redención de “los capitales representativos del valor del dominio directo de los terrenos concedidos en enfiteusis urbanos o rústicos, correspondientes a todos los municipios de la república” (Díaz, 1973: 382). El argumento principal, expresado en la parte considerativa del decreto, y que es frecuentemente repetido cuando se trata de promover el desmantelamiento de normas sociales de carácter protector, era que “el contrato de censo enfiteútico, tanto por su origen anticuado, como por las condiciones especiales en que se funda, es una institución que no está en armonía con los principios económicos de la época, por cuyo motivo es conveniente proceder a la redención del dominio directo de los terrenos que en la actualidad están poseídos bajo las estipulaciones del expresado contrato” (Cambranes, 1980: 355). Aparte de las acciones legales, el expolio de las tierras ejidales provocó acciones violentas de la población indígena. Informes de las autoridades departamentales dan cuenta de incendios de cafetales y de beneficios, de la “dificultad no pequeña de luchar contra la tenaz resistencia de los indios”; de su “carácter díscolo”; y “de grandes alborotos”. La respuesta del gobierno fue movilizar milicianos, para reforzar las guarniciones y, principalmente, entregar a unas comunidades tierras pertenecientes a otras. En otros casos, de pueblos grandes 105

como Santa Catarina Ixtahuacán y Nahualá, se promovía que vecinos de los mismos pueblos pidieran que les vendieran tierras (Cambranes, 1980: 368 y 370). Para mantener el patrimonio ejidal las comunidades recurrieron a la compra de tierras. La municipalidad de Santo Tomás Chichicastenango adquirió 30 caballerías; la de Santiago Atitlán 35 caballerías; un municipio de Huehuetenango compró 35 caballerías, a 60 pesos cada una. Los vecinos de Totonicapán reunieron 30,000 pesos para comprar la hacienda Molino de Argueta, en jurisdicción de Sololá (Cambranes, 1980: 395 y 396). En otro orden de ideas, pero estrechamente vinculado con la política agraria y laboral de los gobiernos liberales, en el gobierno de otro de los prohombres del liberalismo guatemalteco, el Doctor Pedro Molina, la Asamblea Legislativa emitió el decreto del 17 de abril de 1830, que obligaba a todos los varones, de entre 15 y 50 años de edad, a trabajar tres días al año en obras públicas o bien pagar dos reales por día (SAT, 2009: 64). El propósito fundamental y evidente de las normas relacionadas con este tipo de tributo, que se mantuvo con variantes hasta 1945, era que la población pobre, especialmente la indígena, no pagara la contribución o impuesto, a efecto de que, ante la imposibilidad o extrema dificultad para hacerlo efectivo, se viera obligada a compensarlo con el trabajo gratuito en las obras públicas, especialmente los caminos.

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11 EL TRABAJO EN EL PERÍODO OLIGÁRQUICO LIBERAL La legislación laboral de las dictaduras liberales La mano de obra que requería la producción de café no fue facilitada a través del funcionamiento de un mercado de trabajo donde la libertad de contratación fuera uno de sus rasgos característicos, en congruencia con el credo liberal que inspiró la Constitución de la República Federal de Centroamérica (1824) – “en lo ideológico se ajusta al más puro liberalismo” (Mariñas, 1958: 70) – y la Constitución Política del Estado de Guatemala (1825), así como la Ley Constitutiva de la República de Guatemala (1879), emitida en pleno apogeo de la dictadura liberal. Por ejemplo, en el artículo 16 de la Constitución de 1879 se proclama que las autoridades están instituidas para mantener a los habitantes en el goce de la libertad, la igualdad y la seguridad. Sin embargo, el artículo 29 dejó abierta la puerta al trabajo obligatorio, cuando señalaba que “todo servicio que no deba prestarse de un modo gratuito en virtud de ley, o de sentencia fundada en ley, debe ser justamente remunerado”. Chester Lloyd Jones (1881-1941)26 considera que la “política de los liberales hacia los indígenas no fue, ni en los años siguientes al establecimiento de su control ni en lo sucesivo, ni sombra 26

Profesor de la Universidad de Wisconsin, autor de “Guatemala, Past and Present”

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de lo que podía esperarse por el nombre del partido y por sus declaraciones en favor de la libertad. Los primeros líderes liberales, incluido Barrios, veían en los indígenas a una raza inferior que podía ser legítimamente obligada a hacer todo trabajo duro que fuese necesario. (…) Los liberales cruelmente desalojaron a veces a los indígenas de sus heredades, haciéndoles depender más y más de empleos como los que podían ofrecerles finqueros (…). Todo indica que la política liberal hacia los indígenas ha estado lejos de ser liberal” (Jones, 1980: 37). El Lic. Alfonso Bauer Paiz elaboró una “Catalogación de leyes y disposiciones de trabajo en Guatemala del período 1872 a 1930”, publicada por el Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales de la Facultad de Economía de la Universidad de San Carlos de Guatemala, que contiene una detallada descripción de las normas relacionadas con el trabajo, emitidas a lo largo de casi 60 años por los gobiernos liberales. La primera disposición a que hace referencia es una circular de Justo Rufino Barrios, del 3 de noviembre de 1876, dirigida a los jefes políticos departamentales, en donde se les reitera que deben prestar “su más eficiente cooperación para que los mozos cumplan estrictamente su obligación de trabajar en las fincas de los patronos”, que es señalada por el jurista como una “circular que resucita los mandamientos” coloniales (Bauer, 1965: 1). El 12 de agosto de 1892 el Secretario de Fomento dirigió una nueva circular a los jefes políticos, en la que comunicaba el restablecimiento de las “órdenes para mandamientos de mozos”, a partir del 1º de septiembre de ese año, debiendo observar, entre otras, las siguientes reglas: evitar el abuso en las concesiones, haciéndolas en términos de equidad según las 108

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necesidades de los agricultores; que a los jornaleros se les dé el buen trato que deben recibir los mozos colonos o rancheros; que los días de ida y vuelta se les abone el dinero de costumbre en el pueblo de donde fueran originarios; que las habilitaciones fueran de un valor equivalente al de 30 jornales por lo menos, sin perjuicio de que los mozos aceptaran cantidades mayores; que las obligaciones mutuas de propietarios y mozos se asentarían en un libro especial, especificando el nombre, apellidos y denominación del cantón o paraje de donde fueran originarios. Se otorgaban amplias facultades a los jefes políticos para la aplicación discrecional del contenido de la circular, en el caso de que “las circunstancias locales del Departamento al mando de Ud. fuere conveniente hacer ligeras variaciones”, recomendando “la mayor prudencia, para que sea lo menos enojoso posible el procedimiento” (Bauer, 1965: 107). El 19 de noviembre de 1893 se envía otra circular a los citados funcionarios, sobre la concesión de mandamientos de mozos, que debían distribuirse equitativamente entre los dueños de fincas del respectivo departamento (Bauer, 1965: 2) En la circular del 12 de agosto de 1903 se reconoce lo miserable de los salarios y se fija, a partir del 1 de septiembre de 1903 un jornal en el campo de 12 reales diarios, sin descuento alguno. Una circular del 19 de septiembre exceptúa a los colonos y a los mozos habilitados con anterioridad, o que voluntariamente lo fueren después, aceptando la libertad de precios en los contratos de trabajo (Bauer, 1965:2). En su mensaje a la asamblea legislativa del 1 de marzo de 1909, Manuel Estrada Cabrera informó que ante la abundante cosecha de café se hizo sentir la escasez de brazos, y para 109

evitar el perjuicio que podrían sufrir los propietarios y el país, “el Gobierno creyó de su deber acudir a remediar el mal, y al efecto dio las correspondientes instrucciones a las autoridades departamentales, para que suministrasen a los finqueros, los operarios de que hubiere necesidad” (Bauer, 1965:3). - Primer Reglamento de Jornaleros de 1877 El 3 de abril de 1877 el presidente Barrios emitió el Decreto Número 177 – Reglamento de Jornaleros – que constituye la primera ley laboral del período oligárquico-exportador, la cual no confiere algún derecho que pueda considerarse relevante a los jornaleros, pues su propósito es favorecer los intereses de los finqueros y garantizarles el acceso a una mano de obra forzada y virtualmente gratuita. El artículo 1º define como patrono al dueño o arrendatario de una finca rural y entre las obligaciones de este o de sus agentes (Artículo 4º), la de llevar un registro o cuenta corriente para asentar el debe y haber de cada jornalero, lo que también se anotaría en el libro que cada jornalero debía conservar; la de permitir a sus colonos buscar trabajo en otra finca, cuando no hubiera en la propia; y la prohibición de dar anticipos a un colono de otra finca, aunque trabajara con el permiso escrito de su patrón. El artículo 8º prohibía castigar a los colonos o jornaleros por faltas cometidas en la finca. Los jornaleros eran clasificados en tres “especies”: ™ Colono: era el que se comprometía a residir o a trabajar en una finca, pudiendo contratarse por un plazo que no podía exceder de cuatro años, pero no podía retirarse de la finca hasta no estar solvente con el patrón (Artículos 16 110

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y 17). En el caso de que el patrón no estuviera obligado a suministrarle alimentos y no pudiera obtenerlos, ya fuera por escasez o precio muy elevado, podía retirarse de la finca antes de la finalización de su contrato, salvo que el patrón “se los proporcionara a precios cómodos” (Artículo 20). ™ Jornaleros habilitados: el que recibía dinero anticipado, obligándose a pagarlo con su trabajo, pudiendo retirarse de la finca cuando no estuviere concertado (contratado) por tiempo determinado, siempre que pagara el anticipo. ™ Jornaleros no habilitados: los que se comprometen a trabajar sin recibir anticipo. Las autoridades competentes eran los jefes políticos, gobernadores de los pueblos27, alcaldes municipales o jueces de paz y preventivos y los alcaldes auxiliares. En su artículo 31 la ley oficializa el mandamiento, al indicar que “cuando algún particular desee para sus trabajos un mandamiento de jornaleros, deberá solicitarlo del Jefe Político”. Dicho funcionario designaría al pueblo que debía proporcionarlo, y que en ningún caso excederá de 60 el número de jornaleros de cada mandamiento. La municipalidad respectiva recibiría medio real por jornalero, cuando el mandamiento fuera de 8 o 15 días; y un real cuando tuviera una duración de más de 15 días. Cuando las labores se realizaban dentro del departamento, los 27

Durante la colonia el gobernador de pueblo de indios era el representante del alcalde mayor o corregidor, que tenía el carácter de autoridad superior respecto al cabildo indígena. Generalmente era un descendiente de los caciques prehispánicos. La Asamblea Nacional Constituyente los restableció en 1839 (Palma, 1993: 39 y 88) y se mantuvieron hasta finales del siglo XIX.

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mandamientos podían pedirse por 8 y 15 días, y por un mes si las tareas se realizaban en otro departamento. En este caso el patrón abonaría dos reales por cada 10 leguas de ida y ninguna cantidad por el viaje de regreso. Esta práctica es también similar a la utilizada en el repartimiento colonial. Entre las obligaciones de las autoridades competentes el artículo 38 incluía la de administrar pronta y cumplida justicia, en caso de contención o desacuerdo entre el patrón y el colono o jornalero, y perseguir a los deudores fraudulentos por habilitaciones recibidas de diversos patrones, remitiéndolos a la finca del patrón que hubiera acudido a la autoridad, remitiéndolos a los diversos patrones por el orden que hubieran presentado su reclamo. Debían también autorizar a los dueños de fincas que ofrecieran “las garantías convenientes”, para habilitar una pieza o encierro para asegurar a cualquier que cometiera delito o falta, mientras se le ponía a disposición de la autoridad. Los gastos que se originaran de las acciones para obligar al jornalero a cumplir con sus obligaciones serían pagados por el patrón, a cargo del jornalero, anotándolos en su libreto y en su cuenta (Artículo 39). Las obligaciones de los patrones con respecto a los trabajadores se limitaban a darles “una alimentación sana y abundante, cuando en virtud del contrato estuviera obligado a suministrarla” (Artículo 9º), a establecer una escuela de primeras letras dominical o nocturna, en la finca donde hubiere más de 10 familias, y diaria cuando no hubiese población inmediata o esta careciera de escuela. Se establecían sanciones para los funcionarios que no cumplieran con las obligaciones prescritas en el reglamento. 112

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Por ejemplo, el secretario municipal que no llevara el registro de los mandamientos de su municipio, sería destituido del cargo y pagaría una multa de 20 pesos. También se impondría una multa no menor de 10 pesos ni mayor de 25 al comandante local que, con el pretexto que eran militares, se opusiera al enganche voluntario de jornaleros. Los jefes políticos o jueces de paz podrían imponer multas desde cinco hasta 25 pesos a los gobernadores, alcaldes, jueces de paz y alcaldes auxiliares que no cumplieran con sus obligaciones. Todas las multas que se impusieran integrarían el fondo de caminos, y las autoridades municipales debían remitir mensualmente, a la jefatura política, los montos percibidos por dicho concepto (Bauer, 1965: 86 – 90). - La abolición de los mandamientos Jones (1980: 41) menciona un decreto u orden de Justo Rufino Barrios, emitida el de junio de 1878, en donde se indicaba que, en tanto no se declarara lo contrario, no se debería utilizar el mandamiento para asegurar la disponibilidad de mano de obra. Agrega que ese decreto no aparece en la recopilación de leyes – la catalogación de leyes de Bauer Paiz tampoco lo menciona – y que “la adopción del espíritu de tal ley no fue ni inmediata ni general”. Mediante Decreto número 471, emitido el 23 de octubre de 1893, el presidente José María Reina Barrios abolió los mandamientos de jornaleros a partir del 15 de marzo 1894. En la parte considerativa del decreto se indica que las autoridades estaban instituidas para mantener en los habitantes en el goce de sus derechos, que son la libertad, la igualdad y la seguridad de las personas; y se reconoce implícitamente que el trabajo obligatorio era impuesto solamente a los indígenas. 113

Afirma que el ensanche y desarrollo de las empresas agrícolas así como “el amor al trabajo y el deseo de proporcionarse un bienestar, que se ha venido despertando en todas las clases sociales, ha hecho desaparecer las razones que se tuvieron” para dictar la ley de 1877. Agrega que uno de los propósitos del gobierno “es el de emancipar al indio del estado de postración en el que se encuentra”; que se propone “dictar medidas eficaces para seguir protegiendo a la agricultura” y que es un deber de todo ciudadano “contribuir con sus servicios personales convenientemente remunerados a la satisfacción de las necesidades de la Nación”. Por consiguiente, de acuerdo al artículo 2º se declara que el “el trabajo en favor de los particulares será libre”. Quedaban liberados del trabajo obligatorio en beneficio de los finqueros, pero se les forzaba a trabajar gratuitamente en las obras públicas, al incorporarlos a las compañías de zapadores. - La Ley de Trabajadores de 1894 El 14 de febrero de 1894 el presidente José María Reina Barrios emitió el Decreto número 486, que contiene la Ley de Trabajadores, sustituyendo el Reglamento de Jornaleros. En el primer considerando se indica que suprimida la ley de mandamientos – el citado reglamento – es “un tributo ineludible a los fueros de la humanidad y a los principios de la civilización moderna, es necesario estimular el trabajo, evitar la vagancia y alejar los peligros que pudiera correr la agricultura (…) si no se impusieran deberes al proletariado y no se procurase establecer regularidad en las relaciones del trabajador con los hacendados”. 114

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En los siguientes considerandos se indica que la ley derogada dio lugar a abusos y “creó graves vicios que es preciso extirpar, y desórdenes lo mismo en las clases proletarias, que en los encargados de dirigirlas”; y que las autoridades sabían “que el trabajo en una sociedad libre no debe reglamentarse, sino dejar a la espontaneidad individual las condiciones de oferta y demanda”, pero que se hacía necesario “dictar trámites que allanen el período de transición que sufre el trabajo y el paso del estado coactivo al de acción independiente”. La preocupación por los fueros de la humanidad y el trabajo en una sociedad libre queda relegada en el cuerpo normativo, que es similar al Reglamento de 1877, con excepción de las disposiciones relacionadas con los mandamientos de trabajadores. Sin embargo, en el artículo 32 hace referencia a que “por llamamiento o a solicitud de patrón – no indica dirigida a quien – llegarán jornaleros a trabajar en una finca desde larga distancia”, y si no estuviera convenido algún pago por los días de viaje, tendrían derecho a cobrar el salario diario por cada día utilizado. Respecto a las obligaciones de los patronos, señalaba la de proporcionar a los colonos “una habitación sana” o los materiales para que la construyesen, en tanto que el reglamento solo mencionaba la de facilitar vivienda de teja o pajiza; instalar una escuela cuando residieran en la finca 20 niños hábiles para recibir educación y no hubiere pueblo a una legua de distancia. Reduce a dos las categorías de trabajadores: colonos con residencia permanente en la finca y jornaleros. Exceptúa del servicio militar a los jornaleros mayores de 16 años, habilitados con más de 30 pesos, que comprueben con sus boletas y certificaciones que trabajan en fincas de café, caña de azúcar y cacao, o en plantaciones de banano de gran escala. 115

Para el cumplimiento de la ley establece los Jueces de Agricultura, quedando a cargo de quienes los solicitaran el pago de su instalación y funcionamiento (Bauer, 1965: 111 - 116). - Nueva Ley de Trabajadores de 1894 El 27 de abril de 1894 la Asamblea Legislativa emitió el Decreto Número 243, que modifica el Decreto Número 486 del presidente de la República, emitido dos meses antes. En el artículo 3º establece las obligaciones de sus patrones o agentes, que en su mayor parte se refieren a los procedimientos para el control de los pagos y periodos de trabajo de los colonos y jornaleros; a facilitar un libreto a cada colono donde se asentarían semanalmente las cantidades que recibiera y abonara; la prohibición de hacer anticipos a colonos de otras fincas; la obligación de proporcionar a los colonos y jornaleros una alimentación sana y suficiente cuando el contrato así lo determinare; a facilitar medicamentos y asistencia a sus colonos y familiares en caso de enfermedad, y a los jornaleros “que no pudieran marchar al punto donde residan”; a establecer una escuela de primeras letras dominical y nocturna para niños mayores de 11 años, en las fincas donde hubieran más de 10 familias; y diaria, ya fuera nocturna o diurna, para los niños de 6 a 12, si no hubiera población inmediata o finca que estuviera establecida. El artículo 8 indicaba que si el patrón se negara a extender la solvencia al colono o jornalero, estos podrían recurrir a la autoridad respectiva para que se les extendiera basada en lo anotado en la libreta. El artículo 15 facultaba a sus patronos, encargados o agentes a perseguir a sus trabajadores fraudulentos que no hubieran 116

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cumplidos sus compromisos. Las autoridades debían expedir las órdenes de captura y facilitarla, a efecto de que una vez aprehendido fuera devuelto a la finca o remitido a la compañía de zapadores para que desquitara la deuda. Todos los gastos ocasionados por la captura, según indicaba el artículo 16, serían a cuenta del prófugo, cargándolos a sus respectivas libretas. Mantenía las dos clases de trabajadores del Decreto Número 486 (Artículo 18): Colonos con residencia en una finca y jornaleros “por más o menos tiempo”. La categoría de colono incluía a los arrendatarios de terreno de una finca (Artículo 19), si alquilaban con la condición de trabajar en ella o, si no estuviera estipulado en el contrato, esa fuera la costumbre del lugar. Respecto a los jornaleros, debían cumplir con las obligaciones estipuladas al momento de recibir anticipos, y se les prohibía abandonar la finca antes de cumplir con el plazo de trabajo contratado (Artículo 26 y 27). Cuando no se hiciera convenio específico de los días de viaje, los jornaleros tendrían derecho a cobrar el equivalente del salario de un día por cada 10 leguas de viaje desde su lugar de origen a la finca. Con respecto a la prestación de servicio militar y de zapadores, quedaban exentos los jornaleros mayores de 18 años, que comprobaran estar habilitados por más de 30 pesos, haber presentado su libreta y certificación extendida por su patrono, siempre que trabajaran en fincas de café, caña, cacao, banano en gran escala; los colonos habilitados con más de 15 pesos; los indígenas que paguen en la administración de rentas la suma de 15 pesos anuales; los que poseyeran bienes afectos a la contribución de bienes e inmuebles; los que supieran leer y escribir; y los que presentaran un libreto donde constara que tenían compromiso de servir por lo menos tres meses en fincas de la clase antes citada (Artículo 32). 117

Para velar por el cumplimiento de la ley se establecían jueces de agricultura en los lugares que el Ejecutivo considerase conveniente. Los reclamos entre patrones y jornaleros se ventilarían ante dichos jueces y, en su ausencia ante los alcaldes, jueces municipales, jueces de paz, comisionados políticos y jefes políticos. Las resoluciones de las autoridades diferentes a los jefes políticos podrían ser impugnadas ante estos funcionarios (Artículos 38 y 39). A diferencia del Decreto Número 486, donde el propietario podría solicitar la designación de un alcalde auxiliar, se ordenaba que en las fincas donde existieran por lo menos 10 familias se nombrara un alcalde auxiliar, escogido entre las cinco personas propuestas por el propietario (Artículo 40). En las fincas donde no hubiera alcalde auxiliar, los patrones estaban autorizados para detener “a sus trabajadores delincuentes” y entregarlos a la autoridad del lugar inmediato (Artículo 41). En cada municipalidad el alcalde, el juez de agricultura o juez de paz estaban obligados a llevar un libro o registro donde constara el nombre de todos los trabajadores de la jurisdicción, haciendo constar si eran originarios o no de dicha jurisdicción (Artículo 43). En caso se comprobara fuga de algún trabajador habilitado y este hubiera sufrido 15 o más días de prisión sin que fuera posible el pago o arreglo convencional para solventar la deuda, la autoridad lo remitiría a la Compañía de Zapadores, salvo que el patrón estuviera dispuesto a tomarlo de nuevo. En caso contrario, de lo que devengara en la compañía se destinaría el 50% para alimentación y otros gastos del trabajador, y el otro 50% para cubrir la deuda que tenía con el patrono (Bauer, 1965: 123 -128). 118

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El Acuerdo Gubernativo del 16 de julio de 1900 indica que “para promover, ensanchar y proteger la industria agrícola se establecen Juntas de Agricultura en cada cabecera departamental, con cinco integrantes designados por acuerdo gubernativo a propuesta del Jefe Político”. Entre sus atribuciones (Artículo 5º) les correspondía dictaminar en todas las cuestiones contenciosas de jornaleros que pendan ante las autoridades; y cuidar porque se cumplan las leyes de jornaleros y de inmigración, denunciando las irregularidades que se noten (Bauer, 1965: 9). El 28 de febrero de 1909 fue emitido el Reglamento de Jueces de Agricultura, relativo a las funciones de dichos jueces, cuya creación estaba contemplada en el artículo 40 de la Ley de Trabajadores. Para ensayar el funcionamiento de esos juzgados se nombraron dos para el departamento de Alta Verapaz, según indicó el presidente Manuel Estrada Cabrera en su informe de gobierno presentado el 1 de marzo de 1909 (Bauer, 1965: 6). Por Acuerdo Gubernativo del 29 de marzo de 1921 se modificó el acuerdo del 16 de julio de 1900, precisando que el objeto general de las juntas era representar los intereses de los agricultores y “procurar la buena armonía entre patronos y trabajadores, arbitrando en sus diferencias cuando los inspectores de distrito no hubieren podido ponerlos de acuerdo cuidar por el cumplimiento de la Ley de Trabajadores”. El número de integrantes se reduce a cuatro titulares y cuatro suplentes, siempre nombrados a propuesta del jefe político (Bauer, 1965: 9).

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- Prohibición de venta o canje de mozos El Decreto Gubernativo Número 657 del 21 de febrero de 1906, al considerar que habían resultado ineficaces las varias disposiciones dictadas en diferentes épocas, y por ser una práctica atentatoria contra la dignidad humana, “toda vez que los jornaleros no pueden ser materia de contrato ni deben ser estimados como cosas puestas al comercio de los hombres, sin perjuicio de la locación de servicios personales”, se declararon “nulos y sin ningún valor los convenios que se celebren entre propietarios o administradores de fincas para el canje o venta de mozos” (Bauer, 1965: 5). - Prohibición de las habilitaciones El Decreto Legislativo Número 1995, del 7 de mayo de 1936, prohibió que se proporcionaran anticipos a los mozos colonos y a los jornaleros de las fincas. Aparentemente se erradicaba el peonaje por deudas, pero al día siguiente fue emitida la Ley contra la Vagancia, que mantuvo y fortaleció el régimen de trabajo forzoso. - Ley contra la Vagancia de 1878 El propósito fundamental y evidente de las normas orientadas a impedir y castigar la vagancia era obligar a la población pobre, especialmente la indígena, a vender su fuerza de trabajo en las fincas de café, aun cuando fueran propietarios de mínimas extensiones de tierra y, en caso contrario, trabajar de manera gratuita o casi gratuita, en las obras públicas, particularmente en la construcción de caminos. Argumentando que la vagancia era un hecho punible, que como tal ha sido comprendida por los pueblos civilizados, y que no 120

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era aceptable que bajo pretextos de invalidez “se guarezca la impunidad de los vagos”, el presidente Justo Rufino Barrios emitió el 14 de septiembre de 1878 el Decreto Número 222, en cuyo artículo 1º se indicaba que serían considerados vagos, entre otros, “los que no tienen profesión, oficio, renta, sueldo, ocupación o medios lícitos de que vivir”; y los que teniéndolo no trabajen habitualmente en ellos “y no se les conozca otros medios lícitos de adquirir la subsistencia”. Los jefes políticos deberían abrir un libro para registrar a las personas de ambos sexos que se hallaren en la absoluta necesidad de recurrir a la beneficencia pública para su subsistencia, quienes se someterían a un examen médico recibiendo, en su caso, una patente de invalidez (Artículo 3º). Los jueces de paz o los alcaldes municipales en su defecto, al tener información de que una persona hubiera caído en la vagancia, la llamarían para amonestarla y darle un plazo no menor de ocho ni mayor de 15 días para que comprobara estar dedicada a una actividad lícita, dejando constancia de la amonestación (Artículo 7º). Aquellos que no tuvieran alguna de las circunstancias agravantes contempladas en la ley (como ebriedad consuetudinaria), serían declarados simplemente vagos y condenados por primera vez a una pena de 40 días de trabajo en los talleres del gobierno, casas de corrección, en servicio de hospitales, en la limpieza de plazas, paseos públicos, cuarteles u otros establecimientos, o bien al trabajo de caminos, según las circunstancias de la persona y de cada lugar (Artículo 10). La pena sería conmutable – salvo casos de segunda reincidencia – a razón de dos reales diarios, siempre que otra persona tomara 121

a su cargo al reo y le asegurara la subsistencia en tanto le proporcionaba trabajo o el reo lo buscara. Por cada reincidencia se aumentaría la pena con la mitad de la sufrida en la condena anterior; y la cesantía sería excusa legítima por un término de 15 días, contados a partir de que la persona fuera retirada del trabajo que desempeñaba. Si la vagancia fuera de carácter agravado, la pena a imponer sería de 60 días (Artículos 11 y 12). Los artículos 20 y 21 prescribían que los vagos podían ser denunciados por cualquier persona y la causa debía seguirse de oficio. A los alcaldes o jueces de paz se les impondría una multa de 5 a 25 pesos por “omisión culpable” (Bauer, 1965: 91 y 93). Esta ley sirvió para obligar a toda persona que careciera de tierra o de algún otro medio de subsistencia o que por algún motivo quedara cesante, a contratarse en las condiciones fijadas por el empleador. Fue también un instrumento para que el gobierno obtuviera mano de obra gratuita para la construcción y mantenimiento de servicios e instalaciones públicas. - Ley contra la vagancia de 1934 El Decreto de la Asamblea Legislativa Número 1996, emitido el 8 de mayo de 1934, sustituyó la ley anteriormente descrita. El artículo 2º agregaba a las cinco categorías de vagos contempladas en la ley de 1878, a los dueños, propietarios, usufructuarios, arrendatarios o coposeedores de terrenos rústicos que no comprobaran obtener de ellos el ingreso suficiente para la subsistencia de su familia o que, encontrándose en esas condiciones, no comprobaran estar ocupados en otro trabajo propio o ajeno que les proporcionara esos ingresos; los que habiendo contraído compromiso de trabajo de prestación de servicios no cumplieran, sin causa justificada, las obligaciones 122

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asumidas; los que no tuvieran domicilio conocido; los jornaleros que no tuvieran comprometidos su servicios en fincas ni cultivaran personalmente por lo menos tres manzanas de café, caña o tabaco de cualquier zona, tres manzanas de maíz con dos cosechas anuales en zonas cálidas, cuatro manzanas de maíz en zonas frías o cuatro manzanas de trigo, patatas u otros productos en cualquier zona; y los estudiantes matriculados en instituto privados o públicos que sin motivo justificado dejaran de asistir a clases. El artículo 6º ordenaba a los alcaldes auxiliares y propietarios o administradores de fincas o haciendas donde no hubiera alcaldes a denunciar cuando los jornaleros no tuvieran cultivada la extensión de terrenos señalada. Según el artículo 7º los jueces menores que no cumplieran con juzgar los delitos de vagancia, quedarían sujetos a sanciones penales y los obligados a perseguir y denunciar, si no lo hicieran, a pagar una multa entre Q10.00 y Q50.00. Por el delito de vagancia se aplicaba, cuando no concurría alguna circunstancia agravante, la pena de 30 días de prisión simple; y de dos meses cuando concurría una o más de las circunstancias agravantes; y cada reincidencia era castigada con un mes adicional a las penas antes mencionadas. La pena de 30 días de prisión simple era conmutable, siempre que lo solicitara una persona de responsabilidad, que se comprometiera a proporcionar trabajo al reo. Las penas no conmutables o que no pudieran ser conmutadas mediante el compromiso de proporcionar el trabajo, serían cumplidas en los talleres de gobierno, casas de corrección, servicio de hospitales, limpieza de plazas, paseos públicos, cuarteles y otros establecimientos, obras nacionales, municipales o de caminos (Artículos 8, 9 y 123

11). El artículo 12 indicaba que la cesantía de empleo no era excusa en favor de un reo de vagancia, salvo que acreditara haber hecho sin éxito, reiteradas gestiones para conseguir ocupación o empleo. Finalmente, las disposiciones de la ley, relacionadas con la obligación de trabajar, no comprendían a los menores de 14 años a los mayores de 60 y a los inválidos (Artículo 30). - El Reglamento del Batallón de Zapadores El 22 de enero de 1894 el gobierno emitió el Reglamento del Batallón de Zapadores, que dependería de la Secretaría de Guerra, que tenía por objeto “hacer los trabajos de zapa en caminos, calzadas, fortificaciones, etc. que la capital u otros puntos de la República sea necesario construir”. El servicio en el batallón tendría una duración de dos meses, y las municipalidades donde habitaran pueblos indígenas formarían un censo anual, en el mes de diciembre, comprendiendo a todos los hombres de 16 a 50 años. Cada dos meses se realizaría un sorteo para definir quiénes entrarían a servicio, indicando con 15 días de anticipación qué localidad entraría al sorteo. En los lugares donde no pudiera practicarse se pediría a la municipalidad respectiva el número necesario de individuos, debiendo esta proporcionarlos en el tiempo que se le fijara. Quedaban exceptuados del sorteo quienes pagaran en la Administración de Rentas Departamental la cantidad de 10 pesos anuales; y quienes presentaran una libreta en la que constara que estaban comprometidos a servir durante por lo menos tres meses en una finca de café, caña de azúcar, cacao o banana. Quien prestara el servicio quedabas eximido de los siguientes sorteos del año. 124

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- Contribución de caminos La primera disposición orientada a obtener trabajo gratuito para la construcción de caminos fue el Decreto del 17 de abril de 1830, que obligaba a todos los varones, de entre 15 y 50 años de edad, a trabajar tres días al año en obras públicas o bien pagar dos reales por día (SAT, 2009: 64). La disposición anterior fue modificada por Decreto Número 126 del 26 de octubre de 1874, mediante el cual se amplió la obligación de trabajar tres días al año en el mantenimiento de caminos o pagar el jornal correspondiente, a razón de tres reales diarios, lo que debía hacerse entre el 1 y el 5 de octubre de cada año (Bauer, 1965: 3). Ese decreto fue a su vez derogado por el Decreto Número 187, del 30 de mayo de 1877, aduciendo que el trabajo personal de tres días era insuficiente para mantener y ampliar la red de caminos, la cual era indispensable para la existencia de la agricultura; y que la contribución que se pagaba para eximirse del trabajo personal debía estar en relación con los días de servicio que determine la ley. Por lo anterior, se fijó en dos pesos la contribución anual que debía pagar todo vecino, pudiendo optar entre pagar dicha suma o trabajar seis días al año en los caminos públicos. El pago debía hacerse en la municipalidad de su domicilio durante el mes de junio. Pasado el mes de junio se pagaría adicionalmente un peso de multa y los que trataran de eludir la obligación de compensar con trabajo, prestarían tres días adicionales de servicio. El 30 de junio de cada año la municipalidad formaría dos listas, tanto de los que pagaran como de los que prestarían 125

servicio; y la autoridad política (se entiende el jefe político) o comisiones especiales harían el llamamiento de los trabajadores que optaran por prestar el servicio. Por incumplimiento de las obligaciones derivadas de la ley, los jefes políticos serían multados la primera vez con la mitad de su salario mensual, la segunda con el salario completo y la tercera depuestos de su empleo. Los jefes políticos estaban facultados para imponer multas de hasta 50 pesos a los alcaldes y otros funcionarios municipales que no observaran las prescripciones de la ley. Mediante Decreto Legislativo Número 1153, del 30 de mayo de 1921, se estableció que la contribución de caminos sería de $ 40 anuales para obreros y jornaleros y $ 100 para los demás habitantes (Bauer, 1965: 5).

Salarios y pagos por tarea Desde el inicio del cultivo del café las condiciones de trabajo fueron precarias y sustentadas en la explotación de los trabajadores. La permanente disponibilidad de mano de obra barata que garantizaron los procedimientos compulsivos utilizados desde la época colonial y el hecho de que la producción de café fuera destinada casi exclusivamente a la exportación trajo como consecuencia lo que es una constante en la historia económica de Guatemala y su sesgo exportador: una escasa o nula preocupación por el crecimiento del mercado interno y del poder adquisitivo de los trabajadores. En 1862, un grupo de campesinos de Acatenango y Santa Lucía Cotzumalguapa presentaron un memorial ante el Juzgado de Primera Instancia de Escuintla. Afirmaban que “hemos sido víctimas de la falsedad más escandalosa. Contratado nuestro trabajo a un real diario y la comida, en la hacienda Apopayá, 126

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se nos dan diez mazorcas de maíz por día, se nos liquida al año, se nos paga por mes a menos precio del estipulado (…) Somos meseros y trabajamos por tarea, a medida tan duplicada, que las más veces no bastan dos o tres días para rendirla” (Cambranes, 72 y 73). Respecto al exceso de las tareas fijadas, el corregidor de Chimaltenango anotaba algo similar, en un informe rendido en 1871 al Ministro de Gobernación: “En vez de exigirles lo que alcance del trabajo en el día, les señalan grandes tareas que rinden en dos o tres días, i en ese caso solo se les abona uno” (Cambranes, 1980: 195 y 196). El pago de un real por día no se daba únicamente en el departamento de Escuintla. En 1861 el Teniente de Corregidor de la Verapaz informaba al respectivo corregidor que los finqueros “siempre obtienen el número de jornaleros que desean al módico salario de un Real, dóciles, obediente y dignos de toda confianza, porque entre tantos jamás se pierden instrumentos de agricultura” (Cambranes 1980, 1419). En ese mismo año el corregidor de La Verapaz indicó que los extranjeros formaban plantaciones “por un jornal tan bajo como un Real” que apenas alcanzaba al trabajador para comer, por lo que ordenó al Teniente de Corregidor que no se obligara “a trabajar a los indígenas por menos de uno y medio Rs. diarios, aumentándose los jornales como sucede en todas partes donde hay escasez de brazos, en la Alta Verapaz, que hay en abundancia, sobrarán trabajadores para los empresarios, con el estímulo de mayor jornal” (Cambranes, 1980: 142). A pesar del notable incremento de la producción de café, en 1871 se continuaba pagando el mismo salario que una década 127

antes. El jefe político de Chimaltenango refirió en 1871 que “generalmente se observa pagar por día a los jornaleros a real i la comida, i si es por tarea, que regularmente se compone de cuarenta varas, se paga a dos reales” (Cambranes, 1980: 194). En 1902, según informe de la Dirección General de Agricultura, en algunas partes del país se pagaban 25 centavos de peso. En 1901 un peso guatemalteco equivalía a US$ 0.1572 y en 1902 a US$ 0.1155, pero en los distritos menos favorecidos el salario promedio oscilaba entre dos y cuatro centavos de dólar (Jones, 1980: 44). En 1870 el peso guatemalteco estaba equiparado en valor al dólar de Estados Unidos28 por lo que el salario de un real diario era equivalente a 12 centavos de dólar. Es de hacer notar que más de 200 años después, con relación al pago por tarea, los campesinos escuintlecos presentaban denuncias similares a las planteadas por los indígenas de Ahuachapán, en El Salvador, mencionadas cuando se describió la forma de pago del repartimiento; y que el salario de un real por día, establecido en el último tercio del siglo XVII, permanecía inalterado 300 años después. Este prolongado período de inmovilidad de los salarios del trabajador agrícola conduce a recordar la llamada “pausa de Engels”, mencionada por Tomas Piketty (2014: 21), pero mucho más corta, que se dio entre 1800 y 1860 en el Reino Unido y Francia, donde “los salarios de los obreros se estancaron en niveles muy bajos, cercanos a los siglo XVIII y los siglos anteriores, e incluso inferiores en algunos casos”, que el autor considera “particularmente impresionante debido a que el crecimiento económico se aceleró durante ese período”.

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http://www.banguat.gob.gt/publica/doctos/historia.pdf

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Los campesinos de Acatenango y Santa Lucía Cotzumalguapa, en el memorial antes citado señalaban que el motivo de su pobreza no era la renuencia al trabajo o su escasa laboriosidad: “De ahí viene que consumiendo nuestra existencia bajo el enorme peso de triplicado trabajo y en los abrazadores soles de la Costa, agotando nuestros arbitrios para sostener a nuestras familias, ni estas ni nosotros logramos vestirnos (…) Trabajamos ochenta y noventa días. Estos se nos reducen a treinta. Por ellos se nos pagan veinte reales y solo se nos dan treinta raciones de maíz por toda cuenta. Natural es que para subvenir a nuestras precisas e indispensables necesidades, en los cincuenta o sesenta días que trabajamos sin que se nos pague ni se nos dé la miserable ración de maíz, pidamos la habilitación que se nos suministra, dándosenos lo que vale uno por dos, quedando, por tanto, doblemente aumentada la deuda” (Cambranes, 1985: 72 y 73). Cambranes (1975:100) citando a Otto Stoll, señala que en 1883 el sueldo diario en las fincas de café era $0.25 a $0.50 centavos de peso (alrededor de 3 reales), de los cuales el trabajador que había recibido anticipos debía abonar un real. Agrega que, a menudo, los trabajadores recibían vales en lugar de dinero, con los cuales compraban alimentos y otros bienes en la tienda de la finca, ‘a precios logreros’. El pago en vales así como la emisión de monedas por parte de los propietarios de fincas, que solamente tenían valor de intercambio en la misma finca o en los pueblos cercanos, se justificaba por la escasez de moneda, pero es obvio que daba lugar a un mercado cautivo, donde la falta de acceso a otros proveedores permitía fijar precios elevados y, de esa manera, obtener ganancias adicionales a costa de los jornaleros. Con respecto a las cuentas que se anotaban en el registro de la finca y en el libreto del jornalero, cita que, según Stoll, ‘el arte’ 129

de la dirección económica de una finca “consistía no solo en engañar al trabajador a la hora de hacer las cuentas”, tanto en el registro como en el libreto del jornalero a que hace referencia el reglamento correspondiente. Esto confirma lo que hace muchos años se narraba a manera de anécdota, respecto a las anotaciones en los libretos de los jornaleros: “uno que te doy y otro que te anoto, son dos que me debés”. En el estudio de Jean Piel (1995) sobre el funcionamiento del Estado guatemalteco en el ámbito regional y local, durante el período liberal, para el cual consultó los archivos de la Jefatura Política y de las municipalidades, depositados en el Archivo General de Centro América, él presenta dos ejemplos de los libretos de jornaleros, que confirman la forma cómo eran manipulados para mantener a los peones atados a las fincas. El primero es de un trabajador de Santa Cruz del Quiché, quien en junio de 1905 recibió una habilitación de 50 pesos para trabajar en la Finca Santa Isabel. A finales del año siguiente, y después de haber trabajado en dos años cafeteros, su deuda llegó a 86 pesos, con un incremento del 72% (Piel, 1995: 81 y 82). Otro caso que ejemplifica la forma cómo los trabajadores eran virtualmente atados a las fincas, es el del mozo Matías Sambrano, de San Juan Cotzal, quien el 23 de abril de 1909 recibió un anticipo de 567.4 pesos de manos del habilitador Gregorio Díaz. En 1914, después de haber trabajado 13 meses en el curso de cinco años, su deuda había aumentado a 728 pesos (28%). El habilitador lo denunció como fugitivo y lo señaló de “mal obrero, incumplido y que adeuda a 3 o 4 patrones… y no ha respetado varias escrituras firmadas por él”. En su defensa Sambrano promete saldar la deuda con trabajo, y acusa al habilitador y al finquero de sobrecargar su libreto de “deudas suplementarias, arbitrarias o imaginarias” (Piel, 1995: 90 y 103). 130

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El etnógrafo Stoll señala que el finquero debía no ser “muy loco”, dando “adelantos demasiado espléndidos. Un finquero podía ser suficientemente ‘liberal’ pero habría de encargarse, además, de mantener en deuda a los peones más trabajadores”. Con esos procedimientos, claramente fraudulentos, los trabajadores eran vinculados de forma permanente a las fincas y, si a su muerte no había terminado de saldar las deudas contraídas, estas se transmitían a los hijos, quienes debían continuar trabajando para el finquero, con lo que se iniciaba otro ciclo de virtual servidumbre. Un diplomático alemán de finales del siglo XIX, anotó que las relaciones de trabajo en las fincas mostraban “la signatura de la explotación en gran escala” (Cambranes, 1975: 101). Piel (1995: 101) presenta un ejemplo de contrato, localizado entre la documentación de la Jefatura Política de Santa Cruz del Quiché, correspondiente a 1901, que comprueba la transmisión de las deudas de padres a hijos. El contratado acepta que “mi mujer y mis hijos todos juntos y cada uno por sí, quedamos sujetos a las condiciones arriba expresadas y cumpliremos con las obligaciones que determinan los artículos 23, 37, 28 y 26 del decreto no 486 y artículos 1788 y1761 del Código Civil”.

Jornadas de trabajo Las jornadas de trabajo tenían hasta 11 horas y media de duración. Iniciaban a las seis de la mañana y se prolongaban hasta las cinco o cinco y media de la tarde. Al terminar la jornada el caporal indicaba a cada peón el rendimiento de cada uno y anotaba en libros, para pagar el sábado, cada semana o cada quincena, el salario devengado (Cambranes, 1975: 104). Estos datos evidencian que el pago por tarea era una forma usual.

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Sin embargo, según otro testimonio recogido por Cambranes, que es similar a los argumentos esgrimidos por los empleadores locales a lo largo de los siglos (1975: 102) “el trabajo de esta gente resultaba muy caro, debido a los alto sueldos, a la alimentación, a los gastos que ocasionaban los inevitables enganchadores, a los costos de viaje de la gente”, entre otros. La denominada costosa alimentación, estaba integrada principalmente por maíz y frijoles, y las bebidas se limitaban a café, aguardiente, chicha y chocolate. El desayuno típico eran tortillas y “pozol” – cocimiento de harina de maíz tostado – y ‘macho’ – bebida de chocolate sin azúcar y con pimienta – (Cambranes, 1975: 104).

Castigos corporales A pesar de las prohibiciones señaladas en el Reglamento de Jornaleros, el mal trato físico era frecuente. Cambranes (1975: 105) cita la descripción que hace Stoll de las prácticas disciplinarias observadas con ocasión de visitas realizadas a fincas. Puede inferirse que el sometimiento a crueles castigos era muy frecuente, cuando afirma que la “menor falta era castigada por lo general, utilizándose el látigo, y ejecutada directamente en la plantación, a la vista del Jefe Político o de otra autoridad superior de la región. Para latiguear se aplicaba un gato de cuero. Se ataba al indígena a una picota y con las manos en alto recibía 25 o más golpes. Otro instrumento de humillación era el cepo, que podía encontrarse en cualquier plantación mediana o grande. Este constaba de dos vigas, de 5 a 6 varas de largo, en la que a intervalos se habían hecho 5 pares de escapes en forma de medio círculo. Ambas vigas estaban unidas en un 132

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extremo con una bisagra. Al indígena a castigar se le colocaban las piernas entre estas vigas, que descansaban sobre dos zoquetes de madera, las cuales debían permanecer fuertemente unidas. El indígena debía permanecer horas enteras, y a veces días, con las piernas a casi 80 centímetros del suelo, de tal manera que se provocaba una fuerte afluencia de sangre en la cabeza, que podía ser muy peligroso en caso de permanecer prolongadamente en esa posición” (Cambranes, 1975: 105). Cabe señalar que los alcaldes auxiliares de las fincas eran la autoridad inmediata al alcance de los finqueros y estaban vinculados a ellos por una relación de dependencia. De acuerdo con el artículo 45 del Reglamento de Jornaleros, cuando un patrón necesitara la permanencia de un alcalde auxiliar, podía solicitar a la municipalidad correspondiente el nombramiento de dicho funcionario, quien sería seleccionado dentro de los que el propietario propusiera “como los más honrados y capaces”. Piel (1995: 92) refiere el caso de la denuncia presentada por cuatro hermanos de apellido Chicaj en contra del habilitador de la Finca Milán, a quien acusan de no inscribir sus ganancias en la libreta de cuentas y de azotarlos, con la complicidad del administrador de la finca, por faltas reales o supuestas. Otro caso que pone de manifiesto la arbitrariedad y el abuso permanente a que estaban sometidos los jornaleros es el conflicto acaecido en 1901 entre 76 mozos de Nebaj y Ciriaco Yrapaza, propietario de dos fincas en el departamento de Sololá, quien los contrató “bajo muy aceptables condiciones para trabajar durante 4 años”. Afirmaban los mozos que “desquitamos en el tiempo estipulado las habilitaciones recibidas y aun trabajamos dos años más” y que el finquero les había cargado a la cuenta una cantidad de dinero perdida por su habilitador. 133

Otro finquero, Carlos Berellas, los contrató con un salario diario de un peso (cuatro veces el promedio acostumbrado en la zona) o de seis pesos a la semana. Yrapaza los hizo arrestar, pero al pasar por Quetzaltenango el jefe político ordenó que los liberaran, para que volvieran a trabajar con el señor Berellas. Yrapaza los hizo “perseguir y balear con una escolta de tropa mandada por un oficial regular” y capturó a 32, a quienes llevó de nuevo a su hacienda. Al cabo de cinco meses el jefe político de Quiché resolvió “que los mencionados mozos son deudores del Sr. Yrapaza y en consecuencia, este tiene derecho para hacer que cumplan su compromiso pudiendo pedir auxilio al efecto a las autoridades respectivas” (Piel, 1995: 94 y 104). La sujeción por deudas y los abusos a que eran sometidos los trabajadores provocaban lo que Stoll y otro viajero alemán (Adrian Roesch) señalan que sucedía en Alta Verapaz. “Muchas familias indígenas se veían obligadas a menudo no solo a huir a las montañas o al territorio de Belice para escapar de ser reclutadas a la fuerza sino que también estaban dispuestas a huir de la finca y territorios cercanos a ella con tal de liberarse de la servidumbre y malos tratos a que estaban sometidos. El finquero tenía el derecho a regresar por la fuerza al peón escapado. A esta tarea debían ayudarlo los alcaldes de las comunidades. Pequeños finqueros se encargaban ellos mismos de la búsqueda. Grandes finqueros, que contaban en sus dominios con cientos de personas y en cuyas habilitaciones habían invertido grandes sumas de dinero, tenían personas que se ocupaban especialmente de localizar a los trabajadores escapados, a quienes se buscaba día tras día en todos los lugares posibles” (Cambranes, 1975: 105).

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El retorno del mandamiento colonial Desde los inicios del auge del cultivo del café, los finqueros solicitaban a los corregidores departamentales y autoridades municipales que les proporcionaran los trabajadores necesarios para el manejo del cultivo, reviviendo las prácticas coloniales de reclutamiento de trabajadores conocidas como mandamientos. En 1861 el finquero Charles Meany afirmaba que el desarrollo de la caficultura en La Verapaz enfrentaba el obstáculo de la falta de cooperación de las autoridades, quienes no atendían las demandas que presentaban para obtener trabajadores. En mayo de 1861 el Teniente de Corregidor informó al corregidor de La Verapaz, que las actas de las visitas realizadas en el corregimiento de 1856 a 1861 detallaban minuciosamente lo que correspondía a la facilitación de mozos a los particulares, y que era “la principal preocupación de este Departamento dar órdenes a los vecinos pueblos pidiendo mandamientos de indios para las fincas, sin cobrar nada a los dueños de ellas por ésto, aun teniendo que llevarles dichos indios hasta el lugar de los trabajos, lo que más frecuentemente sucede con los señores Meany” (Cambranes 1980: 140 y 141). El corregidor, comentando las exigencias de los empresarios señaló al ministro de Gobernación los perjuicios que, como sucedió con el repartimiento colonial, provocaba a los indígenas el reclutamiento forzoso, “porque siendo agricultores todos los indios y ocupándose estos en sus siembras de granos, las autoridades no pueden forzarlos para que concurran al trabajo ajeno con abandono de sus siembras propias” (Cambranes 1980: 142). En 1864 el corregidor de Suchitepéquez designó un “juez de campo” que se ocuparía de “proveer de mozos a todas las 135

haciendas” y matricular a todos los habitantes de las rancherías, procurando que se ocuparan en alguna actividad productiva (Cambranes 1980: 147). En 1864 la municipalidad y los principales de Sumpango se dirigieron al presidente de la República, declarando que por disposiciones del corregidor de Sacatepéquez se sacaban periódicamente “cuadrillas de 20 o más hombres para ir a trabajar a la costa del Sur, a tres jornadas de Zumpango, en siembras del Sr. Corregidor”, agregando que las órdenes eran cumplidas “con violencia y con grave daño de nuestro pueblo. No solo se quita a sus hombres de sus sementeras en la clase aborigen, sin distinguir padres de familia, sino que se les lleva a climas mortíferos escoltados por tropas intimidándoles con azotes al que no cediere a las órdenes. Se les detiene en la Costa hasta que llega otra cuadrilla del mismo pueblo” (Cambranes 1980: 148). El corregidor de Chimaltenango en un informe al ministro de Gobernación, de mayo de 1883, señalaba que los vecinos de Tecpán “con motivo de manejarse por sí mismos dedicándose a la labranza y demás trabajos según sus circunstancias personales tiene un vida independiente, esto es no molestar a nadie, ni contraer compromisos de ningún género y sin acomodarse o empeñarse con ningún patrón (…) sin embargo ha producido un mal gravísimo porque ha dado por resultado que los ladinos no tengan indios que les trabajen sus sementeras, y para ocurrir a esta necesidad y escacez de trabajadores, dichos ladinos forjaron e inventaron el año pasado pedir al Gobernador mandamientos de indios para que trabajasen sus cultivos de milpas y trigo fundándose en un artículo o Ley que había dado el Gobierno a su favor” (Cambranes 1980: 149 y 150).

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El reclutamiento forzoso de los trabajadores se trataba de justificar no solamente con la necesidad que, según alegaban los finqueros, tenían de disponer del número suficiente de trabajadores para continuar contribuyendo al desarrollo del país, sino que también con el secular argumento de que el indígena era reacio al trabajo y solo mediante la compulsión podía lograrse que contribuyera al desarrollo económico. Este argumento utilizado a lo largo del periodo colonial se mantuvo presente en la época liberal, como lo evidencia una comunicación del jefe político de Chimaltenango al ministro de Gobernación en septiembre de 1871 cuando afirmaba que “Los indígenas son naturalmente haraganes i lo son por sus vicios, porque no se forman la esperanza de mejorar su condición: parece que viven conformes en la abjección, i sin pudor vergüenza ni estimulo, dejan correr la vida sin cuidarse del porvenir, encomendado a la trampa: ni de la suerte de sus hijos que saben, ha de ser la misma” (Cambranes 1980: 196). El 22 de agosto de 1871 Gustav Bernoulli dirigió un memorial al jefe político de Suchitepéquez en el cual esbozaba el contenido de lo que unos años después se convirtió en el primer Reglamento de Jornaleros del período liberal. A propósito del incumplimiento de las habilitaciones por parte de los trabajadores, sugería que las municipalidades formaran un registro de todos los individuos de su pueblo y que cada uno de estos recibiera “un cuadernito en blanco con su nombre, su procedencia, y una nota indicando si debe a un amo o no. Este cuaderno servirá como pasaporte a su portador, y sin presentarlo no se podrá acomodar a ningún individuo en ninguna parte”. Proponía que los mozos deudores y que no trabajaran en los días hábiles, fueran castigados con trabajos públicos, y que 137

los escribientes que se necesitaran para formar los registros y extender las libretas, podrían ser pagados mediante un impuesto a cargo de los finqueros, por cada “sirviente” que recibieran; que cuando un trabajador estuviera en deuda con varios amos, se estableciera que el empleador actual pagara la deuda de los otros. Respecto a los mandamientos afirmaba que funcionaban bien en La Verapaz, pero que en otros departamentos como Suchitepéquez, los corregidores de la pasada administración recibieron órdenes estrictas de no concederlos, con el contrasentido que un gobierno emitiera leyes y luego prohibiera su ejecución, por lo que señalaba la necesidad de que dichas órdenes fueran efectivas en todo el país. Con esas normas consideraba que se impediría “a los mozos gran parte de sus mañas que usan para engañar a sus patrones como la de pedir habilitación a diferentes amos, fugarse de una hacienda donde deben para trabajar en otra, usando muchas veces distintos nombres en distintos lugares” (Cambranes 1980: 173 a 181). En esta segunda fase, ya convertido el café en la base del modelo económico orientado a las exportaciones (Bulmer Thomas, 2011: 35), el papel del Estado se concentra en poner a disposición de los productores de café, además de la tierra, los elementos necesarios para desarrollar el cultivo, como infraestructura de caminos, ferroviaria y portuaria, certeza jurídica a través del Registro de la Propiedad y acceso al crédito.

La sustitución de las habilitaciones por la libreta de jornaleros En un informe de la Secretaría de Agricultura se indicaba que el objeto de la Ley de la Vagancia de 1934 era poner fin a las dificultades que surgían frecuentemente entre patronos y 138

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mozos por los anticipos recibidos, por lo que estos quedaron prohibidos y se estableció un plazo razonable para el pago de los ya percibidos. De esa forma se abandonó lo que se llamó “la esclavitud de la deuda”, que había generado críticas al país en el ámbito internacional. Los partidarios de Jorge Ubico elogian esa ley, aduciendo que liberó a los trabajadores, especialmente a los indígenas, de la servidumbre por deudas. Incluso se levantó un monumento, llamado “Monumento a la Raza Indígena”, aunque en realidad fue dedicado al dictador, que aún se encuentra en el Boulevard Liberación, para perpetuar el reconocimiento a ese gesto. “Su objeto principal era cambiar la base de la reglamentación del trabajo indígena, pasando de la obligación de trabajar para pagar sus deudas, a la obligación de trabajar con o sin deuda. El indígena iba a tener una nueva libertad, pero no la de ser ocioso o la de producir solo lo que creyese necesitar para sí mismo. Iba a ser libre de escoger a qué clase de trabajo se dedicaría, cuya magnitud debía ser tal que ante la ley no resultase ser un vago” (Jones, 1980: 57). Para la aplicación de la ley se tomaron varias medidas de carácter administrativo, como la emisión de las libretas de trabajo o libretas de jornaleros, que permitiría a estos comprobar los días laborados. El secretario de Agricultura ordenó que las libretas fueran entregadas a los mozos colonos por cuenta del patrón y que los jornaleros las debían adquirir en las municipalidades, al precio de dos centavos. El 17 de junio de 1937 se ordenó que las libretas fueran impresas por la Tipografía Nacional, y los trabajadores debían portarlas en todo momento. Los funcionarios municipales registraban en las libretas las labores realizadas en la respectiva propiedad y los patronos anotaban el trabajo realizado bajo su dependencia. Como inicialmente solo 139

estaban obligados los agricultores, muchos indígenas afirmaron ser comerciantes, hasta que nuevas normas lo prohibieron (Jones, 1980: 62). En un inicio hubo competencia entre los hacendados para obtener la mano de obra necesaria. Algunos finqueros extranjeros llegaron a pagar Q 0.30 por día y una ración diaria de 15 libras de maíz, en tanto que otros ofrecían Q 10 o Q 15 por concepto de gastos de viaje pero, con frecuencia, los trabajadores desertaban al recibirlos. Los empresarios de Quetzaltenango, en una reunión con el jefe político, en octubre de 1936, acordaron mantener un salario de Q 0.15 diarios, que la tarea de corte se basaría en la medida de una caja y que se impondrían sanciones para quienes violaran el acuerdo. Se solicitó al presidente que la ley fuera aplicada estrictamente en los departamentos con baja demanda de mano de obra, para asegurar a departamentos como Quetzaltenango la disponibilidad de trabajadores. En junio de 1937 una circular de la Secretaría de Agricultura permitió anticipar Q 1 para que los trabajadores viajaran a las fincas, que podía cargarse a la cuenta del jornalero, pero cualquier cantidad que lo excediera no era recuperable. El jornalero debía ser considerado en labores tan pronto como dejara su hogar y se le acreditaba un día de trabajo por cada 32 kilómetros que viajara (Jones, 1980: 62). Otra circular de la Secretaría de Agricultura, de junio de 1937, señaló que los agricultores que cultivaban menos de las tres o cuatro manzanas establecidas según la zona y productos, pero laboraran no menos de 1 5/16 de manzana, trabajarían para un patrono un mínimo de 100 días al año; y aquellos cuyas propiedades fueran de menor extensión, tenían la obligación 140

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de trabajar los 150 días y no podrían acreditar labores en sus cultivos (Jones, 1980: 63). En un informe rendido por el ministro de Gobernación y Justicia en 1934, este indicó que el primer año de vigencia de la ley se dio la protección debida a trabajadores y patronos, que las disputas fueron relativamente pocas – la policía solo tuvo que capturar 133 trabajadores fraudulentos – y que “las diferencias entre el capital y el trabajo no adoptan entre nosotros el carácter tajante que tienen en otras partes” (Jones, 1980: 61).

Las fincas de mozos En la segunda mitad del siglo XIX apareció otro tipo de finca denominada “finca de mozos”. Se originan por una parte en la escasez de tierra de cultivo para las familias campesinas y por otra en la necesidad que tenían los finqueros de asegurarse mano de obra para las cosechas. En esas fincas “eran colocados peones deudores que muchas veces eran alquilados, e inclusive vendidos a finqueros necesitados de fuerza de trabajo”. En 1896 el jefe político de Chimaltenango expresaba al ministro de Fomento que “Tonajuyú es un terreno de mi propiedad, comprado con el solo objeto de colonizar mozos deudores donde sin lucro de ninguna especie les proporciono habitaciones, lugar para sementeras y explotación al arbitrio; para asegurarlos así, a los trabajos de una finca que estoy formando en jurisdicción de Pochuta. Dicen mozos quejosos que yo les pago el miserable jornal tres reales diarios, y lo llaman miserable, cuando la generalidad de los agricultores del Departamento pagan uno o dos reales solamente”.

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Más adelante, refuta el señalamiento de que los había transferido a otro patrón, afirmando que hizo sociedad con una persona que “se encargó de la administración de la finca por no poder yo atenderla; y aunque la hubiera vendido, cuando tal cosa ocurre, se hace con mozos y todo, con lo cual no se infrinje la ley” (Cambranes, 1980: 434-435). En el Directorio General de 1929 (Quiñonez, s.f: 165-217) aparecen algunas fincas que todavía en la década de 1970 eran conocidas como fincas de mozos, tal el caso de Choacorral, en Joyabaj, departamento de Quiché, con 95 caballerías de extensión, y Canajul de Medina en San Martín Jilotepeque, departamento de Chimaltenango, con 65 caballerías de extensión.

Los resultados sociales del predominio del café A partir del triunfo de la Revolución Liberal el Estado de Guatemala estuvo al servicio del desarrollo de la caficultura. La mayor parte de sus políticas y acciones – agraria, de infraestructura, de formación de ingenieros, de créditos, registral y, por supuesto, laboral – fueron diseñadas en función de los intereses de los productores de café. La rentabilidad del cultivo del café y, en general de la agricultura destinada a la exportación, “dependía en gran parte del control de los costos laborales”, lo que “descartaba una estructura salarial que pudiese amenazar la disponibilidad de mano de obra para la AEX – agricultura de exportación – a un salario real bajo y condujo a una distribución del ingreso extremadamente desigual” (Bulmer-Thomas, 2011: 202:). Esto trajo como consecuencia un mercado interno exiguo, que no era problema para los finqueros dedicados a productos de exportación, pues 142

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sus ganancias y la acumulación de capital no dependían de la mayor o menor magnitud del consumo local. El modelo favorable a la exportación tampoco provocó interés por el aumento de la productividad, pues las ganancias dependían del bajo costo de la mano de obra, asegurada mediante los procedimientos compulsivos imperantes desde la época colonial. Un estudio realizado en 1950 por un experto estadounidense señalaba “la relativa simplicidad de la economía guatemalteca con su bien definido sector de exportación, sus procedimientos primitivos de producción agrícola y su dependencia de fuentes extranjeras para satisfacer sus necesidades de productos manufacturados” (Guerra-Borges, 2006: 20). El informe de una misión del Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento (BIRF), actualmente Banco Mundial, conocido como “Informe Britnell” (1951), indicó que “muchos grandes propietarios mantienen todavía la actitud tradicional del terrateniente absentista que, por ruinosos que resulten los métodos empleados, se contenta con una visita de inspección anual a su finca y solo se interesa en obtener una renta inmediata”; y que sus elevados excedentes se debían “al bajo nivel de salarios y la prestación gratuita de trabajo, ambos formas anticuadas que abatían los costos” (Guerra-Borges, 2006: 21 y 22). Las anteriores apreciaciones se confirman con los datos que aporta Guerra-Borges (2006:114-116). En el quinquenio 19501954 el rendimiento de la manzana de café era de 560 libras en Guatemala, de 668 en Costa Rica y de 947 en El Salvador, países estos dos últimos donde no existió el trabajo forzoso en la caficultura. 143

Es también importante anotar que, en el caso de los finqueros alemanes, sus rendimientos eran mayores que los caficultores locales, pues en 1913 con el 27% de la tierra cultivada generaban el 34% de la producción (Wagner, 1991: 169-170). Sin embargo, a pesar de esa ventaja en materia de productividad y de provenir de una sociedad mucho más avanzada que la guatemalteca, no dudaron en beneficiarse de las prácticas de trabajo forzoso, adaptándose a las condiciones que les ofrecía la economía local en términos de optimización de las inversiones. Aún en los años 50, apunta Bulmer-Thomas (2011: 254) la expansión del cultivo y el incremento de los rendimientos “no hubiera sido posible sin el respaldo combinado del sistema bancario y los ministerios pertinentes”. Y al preguntarse ¿Quién se benefició de esta expansión?, responde que en Honduras y Costa Rica, donde la producción se concentraba en fincas medianas, “el pequeño campesinado salió ganando y en ambos países el sistema bancario no lo discriminó en cuanto a la calidad de crédito según el tamaño”, pero en los demás países, la concentración en las grandes fincas “fue reforzada por la política de préstamos de los bancos, que condujo0 a mayores desigualdades dentro del sector”.

Trabajo forzoso en caminos Anteriormente se mencionó que, desde la primera fase de los gobiernos liberales, se buscó que los impuestos a favor de la infraestructura vial fueran compensados con trabajo, a efecto de disponer de suficiente mano de obra y reducir el costo de la construcción y mantenimiento de caminos. Cambranes (1985: 549 - 554) afirma que hay pruebas del interés de las comunidades durante el periodo conservador 144

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por colaborar en apertura de caminos, pero siempre que esto tuviera un carácter realmente voluntario, en tanto se resistían cuando se les imponía la formación de cuadrillas. En 1858 los principales de Cuyotenango, Suchitepéquez se quejaron ante Rafael Carrera que habían sido obligados por un finquero a formar una cuadrilla de 20 hombres destinada a trabajar en “ El camino del mar”, exigiéndoles incluso que llevaran sus propias herramientas. Igualmente a finales de la década de 1850 “muchas comunidades de Occidente fueron obligadas a trabajar en la construcción de una carretera de Quetzaltenango a la costa sur”. En marzo de 1861 el corregidor de Quetzaltenango informó que los trabajos no habían concluido y que “varios pueblos han comenzado a dar ejemplo de desobediencia”, por lo que recomendaba aumentar a un real diario el precio del jornal. Prueba del enorme perjuicio que causaba en sus actividades propias, es la solicitud de los comuneros de San Juan Ostuncalco, al pedir “tres años de descanso para reponernos de todo lo perdido”. En 1895 el jefe político de Sacatepéquez consultó al ministro de Fomento si las personas que no se presentaban a los trabajos en caminos públicos podían ser sacadas de sus casas. El ministro contestó que solo en caso de delito podía ser sustraída una persona de su domicilio, pero que la policía estaba autorizada para pedir el boleto en las calles, caminos o plazas, y si no lo tuvieran se les debía citar indicándoles el día que les correspondía trabajar. En caso de incumplimiento ya se les podría “buscar como desobedientes” (Cambranes, 1985: 576 y 577). Otto Stoll refirió con respecto al trabajo en caminos que los “abusos contra los indígenas son cosa corriente en estas 145

oportunidades, ya que muy frecuente prefieren estos pagar el impuesto para librarse de la obligación de trabajar. Sin embargo, con tal de obligarlos a laborar no se les da recibo del pago de la contribución o se les quita y rompe” (Cambranes, 1975: 166). En 1932 el gobierno de Ubico “estableció semanas de caminos dos veces al año para el mantenimiento de las rutas viejas y para la construcción de nuevas, amplió el uso del impuesto de caminos gracias al cual, casi dos terceras partes del trabajo se hacía gratis es decir, trabajando el impuesto” (compensando el impuesto con trabajo). En 1934 se creó la Dirección General de Caminos dentro del Ministerio de Agricultura, “que por medio de una mejor administración de la ley, aumentó el número de días de trabajo de 794,049 en 1932 a 1,314,908 en 1934” (Jones 1980a: 195). En 1936 y 1937 la población masculina era de alrededor de un millón y, de esta cifra, la mitad se encontraba entre los 18 y 60 años de edad. La recaudación del boleto de vialidad fue de unos Q 400,000 anuales, lo que significa que lo pagaron 200,000 adultos hombres. Por consiguiente, aproximadamente 300,000 hombres trabajaron en las obras viales para pagar el impuesto en especie (Bulmer-Thomas, 2011:135). La ampliación de la red vial que logró Ubico es calificada como impresionante por algunos historiadores. Al inicio del régimen, en 1932, el país contaba con 2,500 kilómetros de carreteras, que llegaron a 5,366 en 1936; a 7,640 en 1940 y a 10,200 en 1943. Estas carreteras incluyeron la construcción de más de 500 puentes y cubrieron todo los departamentos, con excepción de Petén (Grieb, 1996: 49). 146

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El autor citado reconoce que la construcción de esas obras se realizó bajo un sistema de trabajo forzoso, al conmutar el pago de “vialidad” por dos semanas de trabajo, que no se proporcionaba alimentación a los trabajadores durante el periodo de trabajo; y que solamente la quinta parte del total de trabajadores que intervinieron en esas obras tenía condición de asalariados (Grieb, 1996: 47 y 48). Otro autor justifica que no se les entregaran alimentos “pues ellos no eran considerados como asalariados si no como ciudadanos que pagaban, con sus servicios, el impuesto requerido. No se trataba de servidumbre ni de trabajo forzoso, como algunos lo han tratado de calificar, sino de un pago de impuestos en especie, que además duraba apenas dos semanas al año y no desarticulaba por eso la vida del campesino” (Sabino, 2013: 175). Un historiador suizo no niega la importancia de la obra vial realizada por Ubico, pero señala que “los costos de apertura de las carreteras recayeron mayormente sobre la población indígena, mientras que su uso benefició a la oligarquía cafetalera; no pueden olvidarse tampoco los flagrantes abusos que se cometieron en el reclutamiento de la mano de obra indígena por medio de los Jefes Políticos y Comandantes de Armas” (Karlen, 1996: 66).

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12 EL TRABAJO EN LAS PLANTACIONES BANANERAS El cultivo del banano orientado para la exportación inició en Guatemala en el último tercio del siglo XIX. El primer dato de exportación corresponde a 1881, con 10,044 racimos de banano y un valor de 400 pesos. La primera concesión de tierras a una empresa extranjera se dio en 1882, a la Compañía de Productos Tropicales, otorgándole 5,000 hectáreas en el área de Livingston, a un precio de $ 0.60 la hectárea. Esto fue una rebaja considerable con relación al precio establecido en 1879 para los terrenos baldíos, que era de cuatro pesos por manzana. En 1899 surge la United Fruit Company (UFCO), que se convirtió en poco tiempo en el mayor y más importante productor de banano en el mundo (Piedra-Santa, 1981: 139 y 140). La UFCO consolidó su presencia en Guatemala cuando firmó en 1901 y 1902 los contratos que le otorgaban la construcción del ferrocarril entre la capital y Puerto Barrios. Un nuevo contrato en 1904 le garantizó a su propietario, Minor C. Keith, el derecho de disponer de las aguas de cualquier origen para regar las plantaciones de la compañía. Para 1927 la UFCO ocupaba alrededor de 2,000 caballerías en las riberas del Motagua, en los municipios de Morales y Amates (Piedra-Santa, 1981: 140). Las zonas dedicadas al cultivo del banano, tanto en el Atlántico como en el litoral del Pacífico, al igual que en el resto de Centroamérica, estaban escasamente pobladas. Inicialmente, debido al clima insalubre, los habitantes de las tierras altas se resistían a trabajar en el cultivo del banano, por lo que las 148

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empresas importaron mano de obra desde Jamaica y otras islas caribeñas. Posteriormente, cuando gracias a las medidas sanitarias implementadas por la UFCO y otras empresas bananeras, se redujo la amenaza de las fiebres tropicales, fue posible contratar un número mayor de trabajadores locales. Debido a esas circunstancias los salarios y las condiciones de trabajo fueron superiores a las que se pagaban en otras áreas del país, pues esto era necesario para atraer y mantener a los trabajadores. Sin embargo debido al control monopólico que la UFCO logró en toda Centroamérica, y al extenderlo a los ferrocarriles, puertos y transporte marítimo, se convirtió en prácticamente la única demandante de trabajo en las zonas bananeras, lo que le permitió imponer condiciones laborales favorables a sus intereses. El aumento de la productividad y la contención de salarios eran impulsadas por las exigencias de la empresa al personal directivo para reducir los costos de operación. Esto se logró principalmente mediante el establecimiento de pagos por tarea o destajo. En 1926 la división de Costa Rica redujo el costo de corte por racimo de US$.0218 a US$0.021 y el de la carga de cada racimo en los barcos de US$0.0243 a US$0.0231. Un factor importante para conservar a los trabajadores y al mismo tiempo reducir los costos de operación fue el establecimiento de bodegas –comisariatos–, donde estos se abastecían de productos de consumo, permitiéndoles adquirir bienes importados que no se encontraba en el mercado nacional. Al mismo tiempo los comerciantes locales no tenían posibilidades de competir con las bodegas de la empresa, por el control que esta tenía sobre los medios de transporte. Los gastos de operación de las bodegas eran soportados por los trabajadores, pues estas abastecían a la empresa a precio de costo y debían ser rentables. 149

Otro aspecto importante de la política laboral de la UFCO fue mantener el enfrentamiento entre los trabajadores antillanos (afrodescendientes) con los centroamericanos, para impedir que ejercieran acciones comunes de carácter reivindicativo. La organización de trabajadores en el sector agrícola comenzó en la producción bananera, por lo que a partir de la I Guerra Mundial se produjeron las primeras huelgas en las plantaciones (Kepner y Soothill, 1949: 305 a 315).

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13 EL PRINCIPIO DE LA INDUSTRIA En la época colonial y durante la vida independiente, hasta la Reforma Liberal de 1871, la producción manufacturera estuvo limitada a la artesanía, principalmente textil y de alfarería. En 1848 el gobierno de Rafael Carrera otorgó a Jose María Samayoa, posteriormente ministro de Fomento de Justo Rufino Barrios, un permiso para instalar en exclusiva una fábrica de hilados y tejidos con máquinas importadas. En los años siguientes se hicieron intentos similares que no llegaron a prosperar (Wagner, 1994: 198).La primera industria que se instaló en Guatemala fue la de fósforos de Rafael Sinibaldi y Compañía, que funcionó de 1879 a 1883. La siguiente fue la Fábrica de Hilados y Tejidos Cantel, fundada en 1880 por Delfino Sánchez, quien con su padre Francisco Sánchez ejerció gran influencia política y económica durante el periodo de Justo Rufino Barrios. Incluso Francisco Sánchez aportó 60,000 pesos para el levantamiento liberal de 1871. En 1880 adquirieron tierras en Cantel, Quetzaltenango, para aprovechar el potencial hidroeléctrico del Samalá y de mano de obra calificada que se originaba de la tradición textil de la zona. En 1884 los pobladores de Cantel, temiendo que la familia Sánchez absorbiera todas las tierras municipales amenazaron con quemar la fábrica y fueron reprimidos por el gobierno. En 1900 la fábrica operaba con 82 máquinas y entre 800 y 1,000 trabajadores (Dosal, 2005: 59 a 63). “En la tradición oral de Cantel se relata el hecho que la municipalidad local se opuso a ceder tierras ejidales para instalar la fábrica, lo que provoco una sangrienta represalia del dictador Barrios. Una placa colocada en el Barrio de Cementerio 151

Antiguo, con la siguiente leyenda recuerda ese hecho: “El odio a los tiranos los hizo mártire”’. Aquí descansan los restos de una municipalidad y patriotas fusilados el 4 de septiembre de 1884. Municipalidad de 1958” (FUNCEDE 1994: 8) En los años siguientes se sumaron a la fosforera y a la fábrica de Cantel, la Cervecería Alemana de Quetzaltenango en 1879, la Cervecería Centroamericana en 1882 y la Fábrica de Cementos C.F. Novella y Compañía en 1899. En 1917 esta contaba con 200 trabajadores (Wagner, 1994: 319 y 320). En 1929 operaban la fábrica Casimires de Amatitlán en ese municipio; las industrias textiles de Francisco Capuano y de Enrique Weissenberg (Mont Blanc) en Quetzaltenango, así como las dos cervecerías mencionadas y dos fábricas de bebidas gaseosas (Quiñonez s.f: 255, 309 y 340). Como consecuencia de la depresión de 1930 en América Latina se impulsó el modelo denominado industrialización basado en la sustitución de importaciones (ISI). Dosal (2005: 118119) considera que Jorge Ubico promovió dicho modelo, al contrario de lo que argumentan algunos académicos. Citando a Bulmer-Thomas afirma que la reducción de los ingresos por importaciones redujo consecuentemente la capacidad para importar y que esto colocó a las élites dominantes en la posición de “escoger entre renunciar a bienes anteriormente importados o de producirlos ellos mismos”, y que Ubico optó por estimular la producción interna, mediante el apoyo a la industrialización y la intensificación de la agricultura de uso interno. Bulmer-Thomas (2011:146 y 147) refiere que entre 1932 y 1938 el valor agregado de la agricultura para uso interno (maíz, frijol y otros productos de consumo local) tuvo entre 1932 y 1938 una tasa promedio anual de crecimiento del 16.82%, muy superior a la que se dio en El Salvador con 3.6% y Costa Rica con el 5.7%. Esto podría ser un efecto de la obligación establecida, a partir de la vigencia de la libreta de jornaleros, de cultivar un mínimo 152

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de manzanas de tierra para que los agricultores evitaran ser imputados como vagos. Por otra parte, en ese periodo el valor agregado de la manufactura tuvo un crecimiento promedio anual de 4.3%, mientras que en el periodo comprendido entre 1928 y 1932 experimentó un decrecimiento de 0.05%. Esto se explica fundamentalmente por el impacto de la crisis de 1930 y la consecuente necesidad de sustituir la importación de artículos manufacturados por otros de producción nacional (Bulmer-Thomas, 2011: 147). Con la reestructuración bancaria y el mantenimiento de las prácticas de trabajo forzoso, Ubico favoreció los intereses de la oligarquía cafetalera pero, en una muestra de independencia, suspendió en 1931 la Asociación General de Agricultores (AGA), fundada en 1920, en tanto permitió las actividades de la Cámara de Comercio y de la Asociación de Industriales de Guatemala (AIG) fundadas en 1894 y 1929, respectivamente. En 1932 Ubico designó un Comité para el Fomento de la Industria integrado por Rafael Felipe Solares, fundador de Lancasco (la primera industria farmacéutica), Carlos Novella, Federico Köng (jabón) y Otto Dorión (azucarero). A la AIG pertenecían la Empresa Eléctrica de Guatemala, la IRCA y la Tabacalera Nacional, subsidiaria de la British Tobacco Company (Dosal, 2005: 93, 96, 104 y 120). En 1932 el comité mencionado realizó una encuesta entre las 162 empresas reconocidas como industriales. Otras empresas importantes en el ramo textil eran Nortropic, de Fraterno Vila, fundada en 1927; New York, de Salvador Abularach, fundada en 1928, que en 1934 tenía 150 empleados y exportaba calcetas y calcetines a El Salvador y Honduras; y Mishanco, de Samuel Mishaan, establecida en 1937. En 1940 comenzó a operar la Compañía Guatemalteca Incatecu, que fue la primera fábrica de calzado (Dosal: 2005: 125-128). 153

14 EL MOVIMIENTO UNIONISTA Y EL BREVE PARÉNTESIS DEMOCRÁTICO Los cambios que provocó la revolución del 20 de octubre de 1944 en el mundo del trabajo tienen un notable antecedente en los realizados a raíz del movimiento Unionista que derrocó al dictador Manuel Estrada Cabrera en abril de 1920. A partir del último tercio del siglo XIX surgieron en Guatemala las organizaciones mutualistas de diferentes sectores de la actividad económica, orientadas a la protección gremial de sus integrantes y que fueron el germen de los primeros sindicatos de trabajadores en la década de 1920. La primera mutual fue la Sociedad Central de Artesanos, auspiciada por el gobierno de Justo Rufino Barrios, fundada en 1877; le siguió la Sociedad de Artesanos de Quetzaltenango en 1882. La primera independiente, que aún existe, fue la Sociedad El Porvenir de los Obreros fundada en 1883. Otra sociedad de gran importancia histórica, que se mantiene vigente, es la Sociedad el Adelanto, establecida en 1894 en Quetzaltenango. Posteriormente surgieron otras sociedades mutualistas, algunas de oficios específicos como la Gremial de Albañiles, la Sociedad de Tipógrafos Gutenberg, la Fraternal de Barberos, la Asociación de Panaderos y la Asociación Filantrópica de Maestros Sastres. En ciudades del interior del país, la Sociedad de Artesanos La Fraternidad de Antigua, la Sociedad de Artesanos el Trabajo de Cobán, la Sociedad de Auxilio Mutuos Minerva, y la Asociación de Obreros Pro-pueblo en Totonicapán (Witzel, s.f: 1 a 36)29. 29

ASIES elaboró y publicó entre 1991 y 1993 los cuatro tomos de la obra “Más de 100 años del movimiento obrero urbano en Guatemala”, coordinada por Renate Witzel.

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En 1913 tuvieron lugar las dos primeras huelgas de trabajadores que se registran en la historia de Guatemala, realizadas por los operarios de la Empresa Eléctrica y los trabajadores de la IRCA. La primera expresión política de los trabajadores fue la Liga Obrera Unionista, fundada en 1919 por un grupo de artesanos y obreros previamente organizados en el Comité Patriótico de Obreros. La creación del comité fue estimulada por la serie de sermones del Obispo José Piñol y Batres, quien a mediados de 1919 hizo una serie de críticas directas al gobierno de Estrada Cabrera, que fueron decisivas para que el descontento contra la dictadura se canalizara hacia la acción política (Witzel, s.f :71 a 75); (Arévalo, 1982: 401 a 414). En septiembre de 1919 el Comité Patriótico de Obreros fue invitado por los fundadores del Partido Unionista, a incorporarse a la lucha contra la dictadura. Después de prolongadas discusiones, donde algunos dirigentes objetaron la alianza con expresiones como “que el capital y el trabajo no podían caminar de acuerdo”, el liderazgo de Silverio Ortiz y otros miembros del comité logró el apoyo para forjar la alianza, inédita hasta ese entonces, con los dirigentes unionistas, que eran representativos de los sectores conservadores. Cuando se firmó el acta de fundación del partido, conocida como “Acta de los Tres Dobleces”, Silverio Ortiz relata que uno de los fundadores, Tácito Molina, propuso que firmaran todos revueltos pero Ortiz y Antonio López no estuvieron de acuerdo, pues los obreros podrían entrar en desconfianza, lo que no sucedería si la suscribían como Liga Obrera. A la sugerencia de Manuel Cobos Batres, otro de los dirigentes unionistas, de que los obreros firmaran en primer lugar, ellos 155

contestaron: “No conviene porque los enemigos no van a decir que fue una preferencia si no que usted nos ha puesto adelante como seres inconscientes porque así recaerá toda la furia de los déspotas liberales sobre nosotros”. Agrega Ortiz que la prensa aduladora dijo que “a la cola nos habían puesto guardándoles las espaldas a los nobletes ultramontanos”. Firmaron por la Comisión Organizadora Julio Bianchi, José Azmitia y 27 más, y por la Liga Obrera Unionista, Silverio Ortiz, Damián Caniz y 19 más (Arévalo, 1982: 438-478). En la llamada Semana Trágica (abril de 1920) de lucha contra Estrada Cabrera los obreros desempeñaron un importante papel, comandados por Silverio Ortiz, quien se rebeló como un aguerrido estratega. Sin embargo, luego que los unionistas aceptaran que Carlos Herrera, quien había sido diputado del Congreso, fuera designado como presidente provisional el 15 de abril de 1920, se inició el distanciamiento entre los dirigentes unionistas y los líderes obreros. Silverio Ortiz relata en sus memorias que no estaban de acuerdo con que se impusiera a Herrera como presidente, pues “ha estado 22 años de rodillas ante Cabrera quemándole incienso” (Arévalo, 1982: 641 -737). No obstante el pacto que lo llevó al poder, Carlos Herrera es considerado el primer presidente democrático30 de Guatemala. Fue derrocado en diciembre de 1921 por un golpe encabezado por el general José María Orellana, quien ejerció de 1921 a 1926, quien a su vez fue sucedido por el general Lázaro Chacón, presidente de 1926 a 1930. Luego de varios gobernantes interinos llegó al poder Jorge Ubico, y se cerró el paréntesis que existió durante casi 10 años en el largo periodo dominado por caudillos autoritarios, que culminó en 1944. 30

Véase: Del Valle, Hernán (2003). Carlos Herrera: primer presidente democrático del siglo XX. Guatemala: Fundación Pantaleón.

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En las reformas a la Constitución de 1879, aprobadas el 11 de marzo de 1921, se modificó el artículo 20, estableciendo que “El trabajo es libre y debe ser remunerado justamente. Serán nulas las estipulaciones en virtud de las cuales se pierda la libertad individual o se sacrifique la dignidad humana”. También se reconocía el derecho de huelga a los empleados y operarios industriales, al indicar que podían suspender el trabajo, individual o colectivamente, siempre que no emplearan “coacción ni medios ilícitos o violentos ni contravengan lo estipulado legalmente en los contratos”; y se establecía al Estado la obligación de fomentar instituciones de previsión y de solidaridad social. Las reformas quedaron sin efecto luego del golpe de Estado que derrocó a Carlos Herrera, en diciembre de 1921. Carlos Herrera respetó el derecho de organización de los trabajadores y otras libertades básicas. En marzo de 1921 fue reconocida la Federación Obrera de Guatemala para la Protección del Trabajo (FOG) que inició actividades en 1918, aunque no existen documentos que den cuenta de ellas. Sin embargo, la FOG fue tolerada por el gobierno de Estrada Cabrera, debido a sus vínculos con la American Federation of Labor (AFL) que ya era la principal organización sindical de los Estados Unidos de América. La AFL impulsó la Confederación Panamericana de Trabajo, que buscaría contrarrestar las influencias comunistas y anarquistas en los movimientos obreros de México y América del Sur (Witzel, s.f: 124-126). Las actuaciones de los gobiernos de José María Orellana y Lázaro Chacón no pueden considerarse democráticas en sentido estricto, pero hubo relativa tolerancia a la organización sindical y a la libertad de prensa, y no llegaron a los extremos de represión y autoritarismo que impuso Jorge Ubico. En la década de 1920 157

a 1930, Tischler (Witzel,s.f citado en Tischler 2001: 162) indica que en el período de Herrera surgieron 21 sindicatos; 48 en el de Orellana y 27 en el de Chacón, para un total de 96. En septiembre de 1921 nace la Confederación Obrera Centroamericana (COCA) a la que perteneció la FOG hasta 1926. A partir de mayo de 1920 la FOG estuvo integrada por sindicatos y organizaciones gremiales como la Sociedad El Porvenir de los Obreros, la Central de Artesanos y Auxilios Mutuos, la Sociedad Gremial de Albañiles, la Sociedad de Tipógrafos Gutenberg, la Fraternal de Barberos, el Sindicato de Profesores, la Unión Industrial de Zapateros, el Centro Femenil 1921, el Sindicato de Choferes y el Sindicato de Empleados de la República de Guatemala que aglutinaba a trabajadores de distintas ocupaciones. Para 1928 la FOG contaba con alrededor de 3,000 afiliados. En abril de 1920 se fundó la Unificación Obrera, que en 1921 se convirtió en la Unificación Obrera Socialista (USO), que agrupaba obreros, artesanos y miembros de la pequeña burguesía; y en mayo de 1926 es creada la Federación Regional Obrera de Guatemala (FROG). La FROG surge cuando la COCA decide separar a la FOG, debido a que sindicalistas afiliados al Partido Comunista, fundado en 1922, tomaron el control de esa federación, desplazando a los dirigentes de raigambre mutualista. Para 1927 los militantes comunistas ya habían tomado el control de la FROG (Witzel, s.f: 127-129 y 203-211). Derivado del surgimiento de las organizaciones sindicales tuvieron lugar varias huelgas, como la de los ferrocarrileros, en mayo de 1920; seguidas por los trabajadores de la Cervecería Centroamericana, panaderos, telegrafistas y barberos. Las demandas principales eran aumentos salariales y en algunos casos la jornada de ocho horas (Witzel, s.f: 130-136). 158

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Cabe señalar que la jornada laboral de ocho horas fue la primera reivindicación de las organizaciones de trabajadores en Europa y América. En 1817 Robert Owen acuñó el lema de “ocho horas de trabajo, ocho horas de recreación y ocho horas de descanso”31. En 1925 tuvo lugar la primera huelga de mujeres trabajadoras, cuando 150 empleadas del beneficio de café “La Moderna”, propiedad de una firma alemana, paralizaron labores en demanda de la jornada de ocho horas, supresión de multas, alternabilidad en el manejo de las máquinas para que hubiera equidad en el salario devengado, aumento de $ 5 diarios a los salarios que fluctuaban entre $ 15 y $ 18 por día, mientras que los sueldos de los hombres oscilaban entre $ 50 y $ 80 diarios. El movimiento recibió el apoyo unánime de los sindicatos y sociedades mutualistas, por lo que “fue quizás el último momento en que se logró la más amplia unidad de acción entre las fuerzas obreras de aquel entonces”. Las negociaciones se realizaron ante el Director de la Policía, y las obreras lograron el aumento salarial, la jornada de ocho horas y el resto de peticiones, incluyendo el compromiso de no tomar represalias. Sin embargo, dos semanas después la empresa, aduciendo falta de grano, despidió a la mayoría de trabajadoras y procedió a contratar nuevo personal (Witzel, s.f: 186-188).

Ley del Trabajo de 1934 El 5 de diciembre 1925, atendiendo las demandas planteadas desde 1921 por las organizaciones de trabajadores, el gobierno acordó la creación del Departamento Nacional del Trabajo, como dependencia del Ministerio de Fomento, que constituye el primer antecedente de la administración del trabajo. Entre sus 31

https://es.wikipedia.org/wiki/Jornada_de_ocho_horas

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atribuciones figuraban la de intervenir “amigablemente” en la resolución de conflictos, constituir comisiones de conciliación y arbitraje, e inspeccionar las condiciones de higiene y seguridad en los comercios e industrias. Los trabajadores criticaron que el departamento careciera de autoridad para obligar al cumplimiento de los pactos logrados entre las partes (Witzel, s.f: 190-193). El 24 de abril de 1926 la asamblea aprobó la Ley del Trabajo (Decreto Legislativo Número 1434), que fue la primera ley tutelar de los derechos de los trabajadores que se emitió en Guatemala. Entre otros temas regulaba el contrato individual, el salario, la jornada laboral de ocho horas, el pago doble por horas extras, el descanso semanal remunerado, prohibía el trabajo de menores de 12 años, otorgaba nueve semanas de descanso pre y postnatal y reconocía el derecho de huelga. “Recogía las reivindicaciones fundamentales presentes en todos los conflictos que estallaron en el país a partir de 1920” (Witzel, s.f: 202 y 203). También es importante mencionar que en 1927 fue creado el Comité Pro- Acción Sindical (CPAS), que representó la corriente del anarco-sindicalismo; y que en 1929 las federaciones existentes comenzaron a promover la organización sindical entre los asalariados agrícolas (Witzel, s.f: 218 y 251). Con la llegada al poder de Jorge Ubico se instaló una férrea dictadura que liquidó a la organización sindical, sobreviviendo únicamente las asociaciones mutualistas. Esto a pesar de que durante la campaña electoral, tanto Ubico como el Partido Liberal Progresista que lo postuló, “ofrecieron llevar a cabo un conjunto de leyes y reglamentos de trabajo y de la organización sindical; además de mejoras para los obreros (barrios higiénicos), las mujeres y la infancia” (Tischler, 2001: 172). 160

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Entre las supuestas conspiraciones comunistas develadas en los primeros años de la dictadura, se aprovechó para asestar un golpe mortal a las organizaciones sindicales, cuando 11 dirigentes fueron sometidos a juicio. Uno de los acusados, dirigente anarco-sindicalista, fue liberado al explicar las diferencias entre el comunismo y su corriente doctrinaria. Del resto, a tres se les eximió de la pena capital por falta de plena prueba y siete recibieron condena a muerte. Poco antes de ser colocados frente al pelotón de fusilamiento, de la Casa Presidencial ordenaron suspender la ejecución. Uno de los condenados, Juan Pablo Wainwright, destacado líder de los trabajadores bananeros de Honduras, se había suicidado horas antes, según la versión oficial. Pero, de acuerdo con el relato de Antonio Obando Sánchez, lo asesinaron después de lanzar un salivazo al rostro de Ubico, cuando este llegó a hablar con Wainwright. Antonio Obando, quien con sus cinco compañeros recibió una condena de 15 años, fue liberado con ocasión de la Revolución de Octubre, cuando se integró nuevamente al movimiento sindical (Witzel, s.f: 273-291). En enero de 1932, dentro del ajuste económico, el gobierno emitió los Decretos Gubernativos Número 1939, rebajando las pensiones, jubilaciones y montepíos mayores de Q 40 mensuales, con la salvedad de que en ningún caso excedería del 20%; y el Número 1257, que redujo los sueldos de todos los funcionarios y empleados públicos. El recorte de los salarios fue entre el 10% y 30%. La disminución de funciones públicas (incluido el cierre de varias escuelas secundarias) provocó que el número de empleados se mantuviera congelado durante el periodo ubiquista. En 1938 había 18,599 empleados públicos, con un monto de Q.5.2 millones en concepto de salarios, y un sueldo medio anual de 161

Q 100. En 1943-44 el número de empleados públicos era de 19,505, que devengaban un monto de Q 5.5 millones en salarios y un promedio anual de Q 99.80 (Tischler, 2001: 183). El 5 de junio de 1934 el Departamento Nacional del Trabajo fue convertido en dependencia de la Dirección General de la Policía Nacional “con el fin de que (…) llene en mejores condiciones su cometido”. En 1941 por medio del Decreto Gubernativo Número 2858 se dispuso que “en toda disposición legal vigente en que se hubiese usado el término ‘obreros u obreros’ deberá ser sustituido por la voz genérica, ‘empleado o empleados’ “ (Witzel, s.f: 296-297). El 27 de julio de 1943 Ubico emitió el Decreto Gubernativo Número 3064, que autorizaba “tarifas de emolumentos mínimos” para los establecimientos industriales. Por Acuerdo Gubernativo de la misma fecha se fijó un salario mínimo de Q 0.50 para los operarios de fábricas o talleres de hilados, tejidos, ropa, calzado, dulces y confites instalados en la Ciudad Capital; y por Acuerdo Gubernativo del 1 de septiembre de 1943, se determinaron salarios diarios de Q 0.50 para los operarios de fábricas o talleres de artículos de hule, cemento, bebidas alcohólicas y fermentadas, bebidas gaseosas, cigarros y cigarrillos, sombreros y talleres de mecánica, fundición y herrería que funcionaban en toda la República; y de Q 0.25 para los ayudantes o peones (Instituto Guatemalteco de Seguridad Social, 1947: 83 y 84).

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15 LA PRIMAVERA LABORAL DE LA REVOLUCIÓN DE OCTUBRE En junio de 1944 las protestas iniciadas por estudiantes universitarios y maestros condujeron a la renuncia de Jorge Ubico y al posterior derrocamiento de Federico Ponce Vaides, su efímero sucesor. Llegaba al final la etapa del caudillismo autoritario. En los restantes países de Centroamérica, especialmente en El Salvador, hubo movimientos similares que no llegaron a tener el éxito del guatemalteco (Bulmer-Thomas, 2011: 179). Con la instalación de la Junta Revolucionaria de Gobierno, el 20 de octubre de 1944, se inició en Guatemala una etapa de grandes cambios en lo político, social y económico. Algunos objetan que se le denomine “primavera democrática”, argumentando que tuvo muchas luces pero también grandes sombras. Sin embargo es evidente, después de este breve repaso de la historia del trabajo en Guatemala que, desde el punto de vista de las relaciones laborales, la Revolución de Octubre fue una verdadera primavera. La Junta Revolucionaria mediante el Decreto Número 7 del 31 de octubre de 1944, suprimió el servicio personal de vialidad del Decreto Legislativo Número 1474. Con el Decreto Número 9 derogó el Decreto Legislativo Número 2795, que declaraba exentos de responsabilidad criminal a los propietarios de fincas rústicas cercadas y a sus legítimos representantes, por los delitos que cometieran contra los individuos que habiendo penetrado sin autorización, fueran hallados infraganti 163

llevándose animales, frutos o productos de la siembra que pertenecieran a las mismas. La Junta Revolucionaria también emitió, con el Decreto Número 76 del 10 de marzo de 1945, el reglamento para el control de jornales de los trabajadores del campo, que conservaba la libreta de jornaleros (Piedra-Santa 1981: 165). A partir de la caída de Ubico se dio un intenso proceso de organización de partidos políticos. La mayoría de partidos, en sus planteamientos, aparte de los temas relativos a la democracia, separación de los poderes del Estado, la no reelección, autonomía universitaria, se expresaron en muchas ocasiones en favor de mejorar la situación de los trabajadores, de su derecho a organizarse y ser protegidos por la seguridad social, entre otros asuntos de política social. El diario El Mercurio, vinculado a la Cámara de Comercio, planteó que los bajos salarios constituían uno de los principales problemas de país. “El peón en las fincas ganaba 0.15 centavos de quetzal por diez horas diarias y los muchachos de 16 a 18 años la mitad por las mismas horas”. Criticando a las hacendados señalaban que estos debían “dar salarios decorosos a los indios y trabajadores en general de sus fincas” (Tischler, 2001: 216-228) La AGA, nuevamente constituida, se opuso a la abolición de la libreta de jornaleros. En enero de 1945, refiriéndose a la Ley contra la Vagancia afirmó, que por el beneficio que generaba al desarrollo de la sociedad “no puede ser tildada de esclavista” y, por lo tanto, la libreta no era “un motivo de esclavitud para el jornalero”, pues solamente era una constancia fehaciente para demostrar ante las autoridades que no se había caído en la condición de vago.

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Respecto a la obligación de trabajar un determinado número de jornales se trataba, en su opinión, de “un mínimum de trabajo y a lo que están obligados todos los habitantes de la república, por ser un principio universalmente aceptado, que todos los miembros que componen una comunidad, deben, como un deber ineludible, trabajar entre sus posibilidades y aptitudes para proveer a su subsistencia y no ser una carga para la misma”. Concluía la AGA que “si no se aplica la Ley de Vagancia, la nación experimentaría una baja tan apreciable en la producción que se tendrían que tomar medidas drásticas que estarían en contra de los principios democráticos que todos sustentamos” (Tischler, 2001: 234-236)

El resurgimiento del movimiento sindical Los primeros trabajadores en organizarse, luego de la renuncia de Ubico (1 de julio de 1944) fueron los maestros, quienes el 3 de julio establecieron la Asociación Nacional de Maestros (ANM). Al hacerlo denunciaron la prohibición que había emitido Ubico de ejercer la docencia a mujeres casadas y los “sueldos míseros”, a pesar de que días antes de su renuncia había otorgado un aumento del 15% a todos los empleados públicos, así como otros abusos (Witzel, s.f.a: 17). Posteriormente la ANM se convirtió en el Sindicato de Trabajadores de la Educación en Guatemala (STEG), que fue la organización con mayor influencia política del período revolucionario (López, 79: 27). Entre los trabajadores privados, las primeras organizaciones fueron la Asociación General de Empleados de Guatemala (15 de julio de 1944) que agrupaba a trabajadores del comercio, industria y banca, quienes solicitaron el respeto del sueldo mínimo de Q 0.50 diarios, la jornada de ocho horas y el descanso sabatino, conocido como “sábado inglés; y, al día siguiente 165

es fundada la Unión Central de Electricistas (UCE), de los trabajadores de la Empresa Eléctrica de Guatemala, subsidiaria de la Bond & Share Company de Estados Unidos, quienes ya se habían organizado en 1928. El 17 de julio los trabajadores de la IRCA establecieron la Sociedad de Auxilio Mutuo Ferrocarrilera (SAMF), que en 1947 cambió su nombre por el de Sindicato de Acción y Mejoramiento Ferrocarrilero. También en julio fue fundada la Unión de Trabajadores de Tiquisate (UTT) que agrupaba a los trabajadores de la subsidiaria de la UFCO en la costa sur, denominada Compañía Agrícola de Guatemala, quienes promovieron la primera huelga en demanda de aumento salarial. Se les unieron los trabajadores del muelle de Puerto Barrios, reclamando el respeto de la jornada de ocho horas, mejor trato de los jefes, la reducción de número de extranjeros empleados por la UFCO y la mejora de la asistencia médica y de los servicios sociales (Witzel s.f.a: 13-15). El 1 de octubre de 1944 surgió la Confederación de Trabajadores de Guatemala (CTG), conformada por sindicatos gremiales como los de barberos, albañiles, de la hechura y confección de ropa, artes gráficas, calzado, hoteles, cantinas y restaurantes, con el SAMF y la Unión Central de Pilotos Automovilistas (UCPA) como organizaciones fraternas. Desde los primeros pasos de la CGT se incubó un conflicto entre la mayoría de sus miembros, sin filiación política, y el grupo denominado los “claristas”, antiguos dirigentes de la FROG, como Antonio Obando Sánchez quienes, con el apoyo de sindicalistas salvadoreños exiliados, sobrevivientes del levantamiento campesino de 1932, formaron la Escuela Claridad de orientación comunista (Witzel, s.f.a: 52).

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Ante la profundización de las diferencias entre los directivos influenciados por la Escuela Claridad y quienes tenían posiciones básicamente reivindicativas, el 27 de enero de 1946 14 organizaciones, entre estas el SAMF – con alrededor de 4,000 afiliados – y los sindicatos de las industrias más importantes, como Cementos Novella, Cervecería Centroamericana, Mishaan y Nortropic, y la UCPA se separaron de la CGT y formaron la Federación Sindical de Guatemala (FSG) (Witzel, s.f.a: 139). En diciembre de 1946, ante la prohibición de un movimiento de huelga de los ferrocarrileros, la CGT, FSG, la Federación Regional Central de Trabajadores (FRCT) y la Asociación General de Empleados (AGE) integraron el Comité Nacional de Unidad Sindical (CNUS), que buscó frenar los movimientos espontáneos de huelga, al tiempo que exigía la promulgación del Código de Trabajo (Witzel, s.f.a: 156-158). En marzo de 1951 había 93 sindicatos legalmente reconocidos, de los cuales 58 eran gremiales y 35 de empresa. De los 93 sindicatos, 10 estaban integrados por trabajadores del sector público, y 24 tenían sede fuera de la ciudad capital. De los sindicatos de empresa 16 pertenecían al sector industrial, siete correspondían a la rama textil (Witzel, s.f.a: 238 y 239). En mayo de 1950, considerando que no estaban suficientemente representados por las centrales existentes, 25 sindicatos campesinos establecieron la Confederación Nacional Campesina de Guatemala (CNCG), que para 1954 contaba con unas 2,500 uniones campesinas y 300 sindicatos agrarios, con una membresía de entre 200,000 y 240,000 personas (Witzel, s.f.a: 244). A mediados de 1951 nace la Confederación General de Trabajadores de Guatemala (CGTG), con 10 federaciones que 167

agrupaban 280 sindicatos. Pese a varias escisiones, de las cuales la más importante fue la separación del SAMF, a finales de ese año contaba con más de 100,000 afiliados (Witzel, s.f.a: 293 y 309-310; y Schneider, 1959: 155). El movimiento sindical a lo largo de los 10 años del período revolucionario se convirtió “en uno de los más importantes actores sociales, asumiendo un papel activo en la iniciada transformación de la sociedad” (Witzel, s.f.a: XIV). La participación política directa se dio primero a través del Comité de Acción Política (CAP), creado el 19 de julio de 1948, que fue el vocero político del CNUS (Witzel, s.f.a: 175-181). Posteriormente, en enero de 1950 la FSG y la CTG integraron el Comité Político Nacional de los Trabajadores (CNPT), que tuvo mayor influencia y apoyó la candidatura presidencial de Jacobo Arbenz (Witzel, s.f.a: 219-229). En los dos primeros años del gobierno de Arbenz – 1951 y 1952 – hubo numerosos conflictos laborales, tanto en el sector público – aduanas, tribunales y fincas nacionales, entre otros – como en empresas privadas – IRCA, Pan American, TACA, UFCO y Empresa Eléctrica –. En agosto de 1951 el Sindicato de Artes Gráficas (SAG) intentó, sin éxito, formalizar un pacto colectivo con 15 industrias del sector. La Federación Textil, por su parte, alcanzó en 1953 un pacto, primero en la historia del país, con las empresas textiles. Los empresarios aceptaron el salario mínimo y los trabajadores apoyaron las solicitudes que los empresarios planteaban al gobierno (Witzel, s.f.a: 275: 326).

La Constitución de 1945 y las garantías sociales Con la promulgación de la Constitución de 1945 se introdujo en Guatemala el constitucionalismo social, cuyos antecedentes se encuentran en la Constitución Mexicana de 1910 y en la 168

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Constitución de la República de Weimar de 1919. La Constitución contenía un capítulo relacionado al trabajo, en el cual se enunciaban las principales instituciones del derecho laboral, que serían desarrolladas en el posterior Código de Trabajo. El artículo 55 declaraba que el trabajo es un derecho del individuo y una obligación moral. Mantenía el enunciado de que la vagancia era punible, propio de la legislación liberal decimonónica. También se señalaba la protección que el Estado debía dar al capital y al trabajo (Artículo 56); el objetivo del pleno empleo y de asegurar a toda persona las condiciones necesarias para una existencia digna (Artículo 57); que las leyes reguladoras de las relaciones entre el capital y el trabajo atenderían las circunstancias económicas y sociales del país, las condiciones y costumbres de cada región y las características y posibilidades de las diversas actividades; y que en cuanto a los trabajadores agrícolas se tomarían en cuenta sus condiciones y necesidades, las zonas en que trabajan y las demás circunstancias peculiares de dicha clase de trabajo (Artículo 58). El artículo 58 también enunciaba los principios fundamentales de la organización del trabajo, que deberían ser reglamentados por las leyes: ™

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Contratos individuales y colectivos de trabajo, siendo nulas las estipulaciones que implicaran renuncia, disminución o tergiversación de algún derecho reconocido al trabajador. La fijación periódica del salario mínimo. Un día de descanso remunerado por cada seis de trabajo, y remuneración de los asuetos reconocidos por la ley. 169

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En los trabajos a destajo, por ajuste o tarea sería obligatorio calcular racionalmente el salario mínimo por jornal de trabajo. La obligación de pagar al trabajador en moneda de curso legal y no en vales, fichas, mercancías, ni especie alguna. Jornadas máximas para trabajo diurno y nocturno. Vacaciones anuales pagadas. Igualdad de salario por igual trabajo Derecho de sindicalización para fines exclusivos de defensa económica social de los patronos, empleados privados, magisterio y empleados del Estado. Reglamentación del derecho de huelga y paro. Protección a la mujer y al menor trabajador. Pago de indemnización por despido sin causa justificada, por un mes de sueldo por año de trabajo. Reglamentación de los contratos de aprendizaje y de enganche, así como del trabajo a domicilio y del doméstico. Medidas de asistencia y previsión social.

Las deudas por contrato de trabajo no podrían exceder del equivalente al salario del número de días que estipularía la ley (Artículo 59); responsabilidad de los empresarios por accidentes y enfermedades profesionales, salvo ciertas causas específicas (Artículo 60); prohibición de extranjeros de intervenir en asuntos relacionados con las organizaciones de trabajadores (Artículo 61); vigilancia e inspección por parte del Estado para hacer efectivos los preceptos en materia social (Artículo 62); seguro social obligatorio, al que contribuirían los patronos, los obreros y el Estado (Artículo 63); creación de la jurisdicción privativa de trabajo (Artículo 64); y promoción de la preparación técnica de los trabajadores (Artículo 65). En el artículo 70 se 170

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ordenaba la emisión del Estatuto del Empleado Público y en el 80, de la Sección Cultura, se establecía que correspondía al Estado dignificar económica, social y culturalmente al maestro.

El Triángulo de Escuintla Un evento importante en la historia laboral del país, e incluso latinoamericana, fue la realización del Primer Congreso Regional de Economía, realizado en la ciudad de Escuintla en junio de 1946, por lo que fue conocido como el Triángulo de Escuintla. Participaron representantes de empleadores, trabajadores y gobierno, por lo que se le considera la primera experiencia de diálogo laboral tripartito. Se adoptaron resoluciones que incluso representantes de los finqueros reconocieron como justas, relacionadas con el aumento de salarios, construcción de caminos, acceso al crédito y exoneración del impuesto a la producción agrícola, asimismo hubo coincidencia con la Cámara de Comercio e Industria sobre la necesidad de concretar las garantías sociales plasmadas en la Constitución. Los trabajadores pidieron que en tanto era adoptado el Código de Trabajo se emitieran “leyes parciales que regulen la materia relacionada con salario mínimo, contratos colectivos, organizaciones sindicales y la creación de cuerpos de inspectores respectivos”. La solicitud sobre la organización sindical fue atendida con la Ley Provisional de Sindicalización (Decreto del Congreso Número 223), del 26 de marzo de 1946, pero fueron dejadas al margen las organizaciones sindicales de patronos y trabajadores agrícolas. A pesar de ser anunciado como el primer congreso, el de Escuintla fue el único que se realizó. Según Raúl Sierra Franco, miembro del equipo organizador, los restantes ya no se efectuaron por “la negativa patronal” de seguir participando en dichos eventos (Witzel, s.f.a: 97-114). 171

El Presidente Arévalo afirmó que se trató de “un capítulo de la Planificación General acordada por mi Gobierno: era aquello que páginas atrás denominé auscultación”, que puso al Gobierno “en contacto con el material humano que tiene a su cargo la producción de alimentos y otros rubros en grado agrícola, industrial y comercial”. El propósito era “convocar a los portavoces de los diversos sectores y escucharlos, estando todos reunidos, para que el dicho de los unos pudiera ser rebatido por la opinión de los otros. Pero los resultados fueron infinitamente mayores de los que esperábamos. En Escuintla, como al abrirse un pozo, afloró tal cantidad de problemas que el país entero parecía haberse dado cita allí y ya no fue necesario reunir más Congresos Regionales” (Arévalo, 1998: 57).

El duro camino hacia el Código de Trabajo Dados los antecedentes de las relaciones laborales no es extraño que Juan José Arévalo titulara nueve capítulos de las memorias sobre su período presidencial como “El duro camino hacia el Código de Trabajo”. Menciona que el 1 de mayo de 1946, con motivo de la marcha del Día del Trabajo, el presidente del Congreso Gerardo Gordillo Barrios anunció que el proyecto de Código de Trabajo estaba siendo terminado en el Congreso (Arévalo, 1998: 156). El 8 de septiembre de 1946, días después de una manifestación de los opositores al régimen, los partidos y sindicatos favorables al gobierno realizaron una marcha de apoyo al código. El presidente Arévalo, en su mensaje a los manifestantes dijo que los opositores eran “los enemigos del Código del Trabajo, cuya emisión los espanta” (Arévalo, 1998: 184). Arévalo asevera que, en enero de 1947, la UFCO, que controlaba el tráfico marítimo de Guatemala, retuvo en puertos de Estados Unidos de América la mercadería destinada al país. Considera que esto era parte de “las visibles y sensibles 172

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presiones contra el anunciado del Código del Trabajo, cuyas revolucionarias estipulaciones habrán de afectar el orgullo y ganancias de la empresa imperial” (Arévalo, 1998: 215). En febrero de 1947 los señalamientos sobre la emisión de un código comunista llegaron a los círculos militares. La situación fue considerada de tal gravedad que Arévalo, junto con Gordillo Barrios, convocaron a una reunión ampliada de Gabinete para tratar sobre los dos grandes proyectos del gobierno – la seguridad social y el Código de Trabajo – con la presencia de cuatro o cinco jefes militares. También asistieron tres o cuatro líderes parlamentarios, el presidente de la Comisión de Seguros Sociales, José Rölz Bennet y los asesores costarricenses Oscar Barahona Streber y Walter Dittel. Al término de la exposición de Gordillo Barrios, Arévalo pidió al Jefe de las Fuerzas Armadas, coronel Francisco Javier Arana, que opinara sobre la conveniencia de las dos leyes, y este compartió la posición de Gordillo Barrios. “Dos horas después de haber empezado la reunión – comenta Arévalo – el tema estaba cerrado. Llegamos a la conclusión de que el país necesitaba ambas Leyes y que lo patriótico era emitirlas: entre más pronto mejor” (Arévalo, 1998: 228-229). El 14 de febrero de 1947 una comisión del Congreso encabezada por su presidente Oscar Barrios Castillo y el secretario Ricardo Asturias Valenzuela, entregó a Arévalo el proyecto de Código de Trabajo. Informaron que la comisión fue dirigida por Barrios Castillo e integrada por los diputados José Manuel Fortuny, Rafael Zea Ruano, Julio Valladares Castillo, Ponciano España Rodas, Francisco Guerra Morales, Constantino Duarte Villela y Víctor Manuel Gutiérrez, contando con la asesoría de Oscar Barahona Streber (Arévalo, 1998: 230).

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Entre manifestaciones a favor y en contra, conspiraciones y cambios de gabinete, se llegó a la aprobación del Código de Trabajo (Decreto del Congreso Número 330), que fue entregado a los trabajadores el 1 de mayo de 1947. “Ya hemos dicho – afirmó el presidente Arévalo en su discurso – lo suficiente acerca de los orígenes de esta Ley y acerca de la trayectoria de su elaboración en el Congreso, con las asesorías pagadas desde el Ejecutivo, gracias también al entusiasmo de técnicos extranjeros que volcaron su saber en esta empresa. Quedó trazada la abrupta ruta que tuvimos que recorrer para llegar al Código, combatido, calumniado, rechazado, saboteado por las diversas células de la reacción nacional e internacional. No se conoce en la historia social, política y legislativa de Guatemala una batalla más reñida, una más prolongada. una mejor sostenida por ambos bandos. Las fuerzas retardatarias pusieron en juego todos sus recursos para desacreditar al gobierno popular, y sus últimos empeños fueron puestos en las tareas de asustar al Ejército con las sombras del ‘comunismo’, del desorden, de la anarquía, del caos, de la inseguridad en general (…) La lucha por el Código de Trabajo en esas condiciones, si no fue cómoda para el Gobierno tampoco lo fue para sus adversarios. Emitida la Ley, faltaba ahora el bautismo popular. Y eso fue la concentración masiva de trabajadores de todo el país que vinieron hasta el Palacio Nacional a recibir de las manos del Presidente la Ley que significaba el comienzo de su liberación económica y social”. Agregó que gracias al código “esos numerosos habitantes dejan de ser cosa productiva para convertirse en personas jurídicas con derechos y obligaciones, con sentido social y un patrimonio moral. Y esta liberación de los explotados económicamente, es el suceso transformador de nuestra vida que califico sin 174

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vacilaciones como un Renacimiento”. Hizo también referencia al papel que desempeñó el Partido Acción Revolucionaria (que permanecía como fusión del Frente Popular Libertador y Renovación Nacional), calificando al código de obra cumbre de lo que era “un partido juvenil (…) partido sin compromisos con las generaciones feudales”, sin el cual no habría sido posible emitirlo (Arévalo, 1998: 243-246). Se dice que el Código de Trabajo no era algo novedoso, pues incluso el emitido por Anastasio Somoza, el dictador de Nicaragua, fue anterior y más garantista que el guatemalteco. Sobre los códigos de trabajo emitidos en Centroamérica en la década de los 40 – Costa Rica en 1943, Nicaragua, en 1945 y Guatemala en 1947 – Bulmer-Thomas (2011: 223) opina que se trató de los ejemplos más espectaculares de cambio de actitud hacia los trabajadores organizados y que el de Nicaragua, en su momento el más avanzado de Latinoamérica “fue un ejemplo del somozismo en su mayor cinismo”. Cabe señalar que el código guatemalteco tuvo fuerte influencia del Código de Trabajo de Costa Rica, pues Barahona Streber había participado en la elaboración del código de su país natal.

La creación del seguro social Simultáneamente con el proyecto de Código de Trabajo, el gobierno inició en 1945 el proceso de creación del Instituto Guatemalteco de Seguridad Social (IGSS), para cumplir con el correspondiente mandato institucional. A finales de 1945 estableció la Comisión de Seguros Sociales, adscrita al Ministerio de Economía y Trabajo, encabezada por José Rölz Benett e integrada por Jorge Arias de Blois, Salvador Saravia y César Meza (IGSS, 1947: 5 y 191). Dos expertos costarricenses, ya citados, que llegaron inicialmente con empresas de seguros 175

que ofrecieron presentar una propuesta, Barahona Streber y Walter Dittel, y habían participado en la creación de la Caja Costarricense de Seguro Social, trabajaron con la comisión en la elaboración del informe que sirvió de base para establecer el seguro social. En ese año, aparte del régimen de previsión social para los empleados públicos civiles y militares que existía desde 1881 y que tenía carácter contributivo, con el 2% del monto del salario, el estudio hace referencia a los planes de protección existentes, como el de la Empresa Guatemalteca de Electricidad para sus 370 trabajadores permanentes, mediante un seguro de vida; de la West India Oil Company, para sus 34 trabajadores permanentes, contra riesgos profesionales y comunes, incluyendo el pago de salarios por suspensión de labores; de los Ferrocarriles Internacionales de Centro America (IRCA por sus siglas en inglés) con pensiones para algunos trabajadores incapacitados, así como servicios médicos, farmacéuticos y de hospital, al que contribuían los trabajadores con el 1% de sus salarios; y de la UFCO, cuyo plan de pensiones de vejez, con contribuciones a partes iguales de empresa y trabajadores, protegía 1,264 trabajadores intelectuales (empleados) que ganaban más de Q30 y menos de Q100 mensuales; el resto del personal (trabajadores de campo) era cubierto con servicios médicos y de hospital. Varias empresas de capital nacional, agrega el estudio, habían establecido sistemas voluntarios de previsión social, pero solo ofrecen datos de C.F. Novela & Co., que contaba con 500 trabajadores, a quienes ofrecía servicios médicos y hospitalarios, que se extendía a la esposa, hijos y otros familiares, y pensiones por incapacidad y vejez (IGSS, 1947: 30 a 33).

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El 1 de junio de 1946 la comisión recibió el estudio elaborado por los dos expertos y emitió dictamen favorable el 15 de septiembre de 1946. El 23 de septiembre el proyecto de ley fue enviado al Congreso por el Ministro de Economía y Trabajo, acompañado de una nota del presidente Arévalo, quien indicaba que se trataba de “hacer realidad una de las máximas obras – si no la más trascendental – del programa revolucionario de Gobierno” (IGSS, 1947: 191, 247 – 249). La comisión elaboró un decálogo de principios fundamentales de la seguridad social, entre los que incluyó el respeto a las exigencias técnicas del sistema, adecuación al medio, autonomía de gestión, ajeno a la política partidaria, aporte indispensable del Estado, solidaridad social y la calidad del elemento humano que lo dirija (IGSS, 1947: 197-199). El 7 de octubre de 1946 la Comisión de Economía y Trabajo rindió dictamen favorable y se inició el proceso de discusión (IGSS, 1947: 262) que culminó el 28 de octubre de 1946, cuando fue aprobada, mediante Decreto del Congreso Número 295, la Ley Orgánica del Instituto Guatemalteco de Seguridad Social, no sin antes ser objetada por el gremio médico y sectores conservadores, afirmando que con dicho instituto se iniciaba la socialización de la medicina. En el estudio técnico se estimó que en el primer año de actividad el número de asegurados sería de 75,000 (55,000 en actividades comerciales, industriales y otras de carácter urbano y 20,000 en agrícolas o ganaderas) (IGSS, 1947: 183 y 184). El Primer Censo Industrial, realizado en 1946, reportó 673 empresas, con 19,361 trabajadores. El mayor número, tanto de empresas como de trabajadores, correspondía a las textiles y de vestuario, con 251 y 7,291 respectivamente (Dosal, 2005: 157). 177

El instituto inició actividades en 1948 con el programa de accidentes, cubriendo los departamentos de Guatemala, Chimaltenango, Escuintla, Izabal, Quetzaltenango, Retalhuleu, Sacatepéquez y Suchitepéquez. En 1953 principió el programa Materno Infantil y fue fundado el centro correspondiente, en las instalaciones de un antiguo hotel de la zona 9, donde actualmente funciona el Hospital General de IGSS. Un informe de la embajada de Estados Unidos señaló que el instituto era “sin duda la mejor administrada y más efectiva de las reformas sociales de la administración Arévalo”. Gleijeses (2005: 49) quien hace referencia a ese informe, afirma que con “personal competente y bien remunerado, y protegido de interferencias externas, el IGSS fue una excepción notable en la marisma de corrupción, nepotismo e incompetencia en la que se sumió la administración de Arévalo”. Su primer gerente fue Oscar Barahona Streber.

La evolución de los salarios En el estudio para la creación del seguro social, al analizar el nivel de salarios y la política de salarios mínimos existentes en el país, los autores indican que el gobierno de Juan José Arévalo no había adoptado medidas en materia de salario mínimo. Respecto a los salarios vigentes indican que el promedio anual de salarios por trabajador ocupado en actividades agrícolas o ganaderas era de alrededor de Q 100 equivalentes a Q 8.33 al mes; en tanto que en la industria, comercio y actividades urbanas era de aproximadamente de Q 400 anuales, equivalentes a Q 33.33 mensuales. Una encuesta realizada en diciembre de 1945 en 57 establecimientos industriales, reportó 4,041 trabajadores manuales (26% mujeres) y un salario promedio por semana de 178

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Q6.08, equivalente a poco más de Q 300 al año. Resaltan la considerable diferencia entre los salarios promedio de hombres y mujeres, pues para los primeros era de Q 6.58 por semana y para las mujeres de Q 4.59 (Instituto Guatemalteco de Seguridad Social, 1947: 82). Al reducir la reserva de mano de obra que constituían los campesinos sin tierra, la reforma agraria implementada a partir de enero 1953, junto con la afiliación sindical de los trabajadores agrícolas y los esfuerzos del gobierno por hacerla respetar, provocaron el incremento de los salarios en la actividad agrícola. El examen de los contratos de trabajo indica un promedio diario de Q 0.35 a Q 0.50 en 1950, que ascendió a Q 0.80 en 1953 (Gleijeses, 2005: 222). En el ámbito urbano, en agosto de 1953 la Federación Textil planteaba la defensa del salario mínimo de Q 1.25 por día (Witzel, s.f.a: 327). Entre 1950 y 1954 los departamentos que tenían los salarios diarios promedio más elevados eran Izabal con Q 3.67; Retalhuleu Q 3.44; Chiquimula Q 3.30; Escuintla, Q 3.24 y Guatemala Q 3.11. Los más bajos correspondían a San Marcos con Q 1.27; Jutiapa, Q 1.21; Baja Verapaz Q 1.18; y Sololá, Q 1.14 (Piel, 1995: 64).

La política agraria de los gobiernos revolucionarios Entre las acciones del gobierno de Juan José Arévalo relacionadas con la producción y el trabajo agrícola se pueden citar la abolición de la libreta de jornaleros, mediante la Ley de Vagancia, Decreto del Congreso Número 118, del 23 de mayo de 1945; la Ley de Titulación Supletoria, Decreto del Congreso Número 232, del 3 de mayo de 1946, atendiendo una de las recomendaciones del Triángulo de Escuintla; la creación, mediante Decreto del Congreso Número 533, del 29 de julio 179

de 1948, del Instituto de Fomento de Producción (INFOP) que, entre otros temas, promovió el cultivo del algodón que se convirtió, en los años siguientes, en el segundo producto de exportación, aun cuando no afectó la concentración de la riqueza y de la tierra, pues el apoyo favoreció a medianos y grandes terratenientes (Bulmer-Thomas, 2011: 256 y 257; y Guerra-Borges, 2006: 95-105). El 12 de diciembre 1949, con la Ley de Arrendamiento Forzoso (Decreto del Congreso Número 712), se obligó a los propietarios rurales a continuar el arrendamiento de tierras a campesinos que las hubieran tenido durante los cuatro años anteriores y el derecho de los campesinos que carecieran de tierras a solicitarlas en arrendamiento a los propietarios que las tuvieran disponibles, pagando una renta en especie que no excediera del 10% de la producción. El presidente Juan José Arévalo consideraba que en Guatemala no había un problema agrario. En abril de 1945 afirmó: “El problema es que los campesinos han perdido las ganas de labrar la tierra por las actitudes y políticas del pasado. Mi gobierno los motivará, pero sin recurrir a medida alguna que lesione a otras clases” (Gleijeses, 2005: 57). El primer planteamiento de una reforma agraria fue adoptado por el Segundo Congreso de la CTG en octubre de 1946 (Guerra-Borges, 2006: 58) A diferencia de Arévalo, la reforma agraria fue el proyecto preferido de su sucesor, Jacobo Arbenz Guzmán. Al tomar posesión declaró que los objetivos de su programa económico eran la transformación de Guatemala en un país capitalista moderno “y proceder de manera que esto asegure la mejoría posible del nivel de vida de las grandes masas del pueblo” (Gleijeses, 2005: 207). 180

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El censo agropecuario de 1950 puso en evidencia la elevada concentración de la tierra ocupada por fincas, y los datos que aportó, según indica Guerra-Borges (2006: 61) fueron tomados en cuenta para elaborar el proyecto de reforma agraria. Las fincas menores de cinco manzanas ocupaban únicamente el 13% de la superficie, mientras las fincas mayores de 50 caballerías, 168 en total, ocupaban el 28% de la superficie censada. En Escuintla, el departamento más productivo desde el punto de vista agrícola, 34 fincas de un total de 10,662 ocupaban el 62% de las tierras censadas (Piedra-Santa, 1981: 52b y 54a) A finales de 1951 Arbenz encargó a tres dirigentes del partido comunista (el Partido Guatemalteco del Trabajo) la elaboración de un proyecto de ley. En abril de 1952 lo presentó al Gabinete y el 10 de mayo fue remitido al Congreso. La AGA presionó para el retiro del proyecto y preparó uno alternativo, “que ponía énfasis en generosos créditos del gobierno para sus propios miembros” (Gleijeses, 2005: 193). Proponía que los campesinos con menos de cinco hectáreas o sin tierra podían solicitar usufructo vitalicio o arrendamiento de parcelas hasta de 20 hectáreas y por un lapso de 20 años (Guerra-Borges, 2006: 62). La AGA encabezó la oposición del empresariado a la reforma agraria. Pronosticó que llevaría a la desaparición del régimen constitucional y a la quiebra de la economía. En un folleto titulado “Centinela de los intereses de Guatemala”, la calificó de socialista con tendencias totalitarias e inclinaciones marxistas (Witzel, s.f.a: 343). La Ley de Reforma Agraria (Decreto del Congreso Número 900) fue promulgada el 17 de junio de 1952 y en el lapso de 18 meses entre el 5 de enero de 1952 y el 16 de junio de 1954 se emitieron 1,002 decretos de expropiación. Afectó propiedades privadas que ocupaban una superficie de 1.1 millones de hectáreas 181

(19% de la superficie registrada por el censo agropecuario de 1950), a las que fueron expropiadas 603,615 hectáreas. Sumadas 280,000 hectáreas de tierras de las fincas nacionales, entregadas en usufructo, resulta un total de 883,615 hectáreas, beneficiando a más de 100,000 familias (Guerra-Borges, 2005: 66 y 67). Las fincas nacionales provenían, en su mayoría, de las expropiadas a los alemanes por Jorge Ubico, con ocasión de la II Guerra Mundial y ocupaban alrededor de 100,000 trabajadores. El mayor impacto de la reforma agraria lo sufrió la UFCO, que en los departamentos de Izabal y Escuintla poseía alrededor de 229,000 hectáreas (Sabino, 2007: 167). La rápida aplicación del Decreto 900 fue acompañada de abusos cometidos por Comités Agrarios Locales, que denunciaron tierras de pequeños y medianos propietarios, lo que provocó la radicalización de los agricultores del oriente del país. En su informe al Congreso de marzo de 1954, Arbenz reconoció ocupaciones ilegales o la invasión de tierras por unos campesinos en perjuicio de otros (Gleijeses, 2005: 214). La dotación de tierras fue acompañada del otorgamiento de créditos, para lo que se estableció, en julio de 1953, el Banco Nacional Agrario. Previo a este banco, cuya dirección fue confiada a Alfonso Bauer Paiz, “excepcional entre los políticos revolucionarios por su pericia y honestidad”, la entrega de financiamiento estuvo a cargo del Crédito Hipotecario Nacional (CHN). Entre marzo y noviembre de 1953 el CHN otorgó Q 3.3 millones en préstamos, de los cuales Q 3 millones (90%) habían sido pagados en junio de 1954. En total el CHN y el Banco Nacional Agrario aprobaron préstamos por Q 11.9 millones, desembolsando el 76% antes de la renuncia de Arbenz. El 182

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promedio recibido por cada uno de los 53,829 beneficiarios era de Q 225, que representaba casi el doble del ingreso anual per cápita en 1950 (Gleijeses, 2005: 217-218). Dos hechos reconocidos por la mayoría de quienes han abordado el tema, tuvieron un carácter decisivo en la confrontación ideológica y en el futuro de la reforma agraria. El primero, la expropiación de las tierras de la UFCO, que aumentó las tensiones con el gobierno de Estados Unidos; y el segundo, la destitución de cuatro magistrados de la Corte Suprema de Justicia que admitieron un recurso de amparo en contra del Decreto 900 (Sabino, 2007: 181, y Witzel, s.f.a: 343-346). Sobre los efectos de la reforma agraria hay opiniones encontradas. Sabino (2007: 178) afirma que la reforma agraria no fue producto de un clamor por la tierra surgido de la población campesina, ni la respuesta a un malestar extendido entre estos. Citando a un autor estadounidense agrega que “Si la división de la tierra hubiese sido un tema realmente candente, la revolución no hubiera podido esperar ocho largos años hasta 1952 para decidirse a resolverlo”. Bulmer-Thomas (2011: 217) anota que el programa “fue mal concebido y desastrosamente ejecutado. De hecho la forma caótica en que se administró, casi con seguridad hizo que la causa de la reforma agraria retrocediera muchos años en el resto de Centroamérica, y fue, desde luego, una importante razón para que Castillo Armas la suprimiera”. Citando a otro autor, Sabino (2007: 179) señala que “la reforma agraria abrió una Caja de Pandora en la Guatemala rural”. Por su parte comenta que se trató de una solución simple a problemas complejos y que su aplicación se vio limitada por el burocratismo y la corrupción. 183

Gleijeses (2005: 216-218), apoyándose en documentos del gobierno de Estados Unidos, refuta las anteriores afirmaciones. Cita, entre estos, un informe de la Oficina de Inteligencia e Investigación del Departamento de Estado, donde se indicó que “el impacto sobre los terratenientes particularmente lo sufriría una minoría”, a la par que expresa preocupación porque su exitosa aplicación fortaleciera la influencia del gobierno de Arbenz y de los comunistas entre la población rural. También un reporte de la embajada de Estados Unidos, de marzo de 1954, donde señalan que los afectados poseían cantidades extremadamente grandes de tierra y que en muchos casos eran terratenientes absentistas.Con respecto a sus efectos en la producción agrícola, la embajada de Estados Unidos informó en agosto de 1953 que la producción de maíz había aumentado en un 15%. La cosecha de café de 1953-1954, según un informe de la FAO, había sido la segunda más grande en la historia de Guatemala. En octubre de 1954, la citada embajada reconoció que “el impacto de la reforma agrafia durante el régimen de Arbenz fue principalmente político y no afectó mucho la producción agrícola” (Gleijeses, 2005: 220). La Revolución del 20 de Octubre, con sus aciertos y errores, avances en muchas áreas y descuido de otras, “tuvo el mérito indudable [de acuerdo con historiador suizo] de abrir el país, de unas condiciones propias del siglo XIX a las modernidad del siglo XX” (Karlen, 1996: 75). En materia laboral y agraria es también inobjetable que trató de corregir las consecuencias de más de 450 años de explotación, despojo, pobreza y marginación a la que fue condenada gran parte de la población guatemalteca, particularmente los indígenas.

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