OPINIÓN | 17
| Lunes 25 de agosto de 2014
elogio del qi gong. La práctica de una disciplina china derivada del Tai Chi enseña a alcanzar equilibrio y sosiego
con sus movimientos lentos y espaciados, y confirma que no sólo en el arte la forma crea el contenido
Apaciguar a la bestia que llevamos dentro Mario Vargas Llosa —PArA LA NACIoN—
H
MARBELLA
ace 27 años, Patricia y yo venimos a ayunar cada verano en una clínica de Marbella. Lo hicimos la primera vez por una amiga que hablaba con tanto entusiasmo de la experiencia que nos picó la curiosidad. Nos gustó y no podríamos ya privarnos de estas tres semanas de agua, ejercicios, natación, caminatas y sopitas. Algo bueno debe tener el ayuno cuando su práctica forma parte de la historia de todas las religiones occidentales y orientales. Pero, tal vez, asociarlo estrechamente a lo espiritual lo recorte demasiado y lo desnaturalice. Si se trata de entender o buscar los trances de los místicos, mejor leer a Santa Teresa de Ávila y a San Juan de la Cruz que venir a la Clínica Buchinger. En mi caso, el ayuno tiene por finalidad desagraviar a mi pobre cuerpo de las duras servidumbres a que lo someto el resto del año, con los viajes, jornadas de trabajo exageradas, compromisos sociales –los horribles cócteles– y culturales, así como las demás tensiones, preocupaciones, sobresaltos y desvelos de la vida cotidiana. Aquí me acuesto temprano y me levanto al alba, dedico todas las mañanas al deporte y las tardes a escribir y a leer. Mientras uno ayuna la concentración y la memoria se debilitan, pero, aún así, en la paz de estos suaves atardeceres, a la sombra de la misteriosa mole de La Concha, la montaña a la que Marbella debe su clima privilegiado, y la belleza de sus jardines, he escrito siempre con más felicidad que en cualquier otra parte. Perder los kilos que a uno le fastidian es una de las buenas consecuencias del ayuno, pero de ninguna manera la más importante. La principal, me parece, es la sensación de limpieza y la ecuanimidad que suele alcanzar quien priva a su cuerpo de alimento y de este modo lo induce a alimentarse de aquello que le sobra. Para que ello ocurra el ayuno solo no basta; es preciso una intensa actividad física que estimule aquel proceso. Aquí hay ejercicios para todos los gustos, pilates, aeróbicos, montañismo, variedades de yoga. Si yo tengo que elegir una sola de esas actividades, me quedo con el Qi Gong. No lo he estudiado y, la verdad, no tengo mucho interés en averiguar su tradición y su filosofía, pues me temo que, si me aventuro a rastrear ese aspecto teórico del Qi Gong, me encontraré con una de esas mucilaginosas retóricas bobaliconas y seudorreligiosas con que suelen autodignificarse
las artes marciales. Me basta saber que es una práctica china milenaria, que en algún momento remoto se independizó del tronco común del Tai Chi y que, además de ser exactamente lo contrario de un “arte marcial”, de algún modo difícil de explicar, pero evidente para quien lo ejercita cada día, tiene íntimamente que ver con el sosiego individual y, como proyección máxima, con la civilización y la paz. Hay que tener mucha paciencia y confianza al principio para dejarse seducir por esos movimientos tan lentos y espaciados que al novato no le parecen de entrada más que una forma distinta de respirar a la que está acostumbrado. Mi mujer, por ejemplo, la impaciencia y el dinamismo encarnados, se aburría tanto en las sesiones que lo abandonó por otros deportes más belicosos. Pero esa infinita lentitud con que uno mueve los brazos y las piernas, el torso y la cabeza y va pasando de una a otra de las posturas del Qi Gong es precisamente una de las técnicas de que este arte se vale para conseguir que el practicante vaya eliminando esas tensiones instintivas y efervescentes que son la raíz de las violencias humanas. Se trata, como en cualquier otro empeño creativo, de buscar la perfección. Por eso conviene hacerlo frente un espejo. Allí la imagen nos revela que, por más esfuerzo que pongamos a fin de alcanzar la armonía, la elegancia, el equilibrio y la belleza de un movimiento sin tacha, siempre nos quedaremos por debajo del ideal. Y también que, para acercarse a él y tratar de conseguirlo, la concentración mental es tan importante como la destreza física. Ésta es una manera muy concreta y al alcance de cualquiera de descubrir un principio fundamental: que la forma crea el contenido no sólo en el dominio de las artes y las letras sino también en la vida rutinaria de las personas y que todo aquello que se emprende con la serenidad y la perfección coreográfica de las posturas del Qi Gong constituye una forma sutil de belleza. Digan lo que digan, las artes marciales no son inocentes: quieren aprovechar lo que hay de primitivo y bestial en el ser humano para convertirlo en una máquina de matar, perfeccionar su innata violencia en bruto en una fuerza destructiva organizada capaz de aniquilar al adversario, así como, de un solo golpe, el brazo musculoso del maestro puede partir en dos una
pila de ladrillos. El Qi Gong, en cambio, quiere liberarlo de esa agresividad congénita y hacerlo descubrir que la vida podría ser mejor si, a la vez que descargamos la ferocidad que nos habita, cada una de nuestras acciones es realizada con la delicadeza y la calma con que ejecutamos los movimientos que conforman su práctica. Esos movimientos tienen, todos, bellas
metáforas que los describen. Apartar las manos es “separar las aguas”; empinarse con los brazos en alto y los pies bien asentados en el suelo, “sujetar la tierra y el cielo para que no vayan a chocar”; pasar las manos de arriba abajo frente al cuerpo, “bañarse con la lluvia”; girar sobre sí mismo, convertirse en “un árbol mecido por el viento”, o, bien quietos, el organismo
invadido por una tierna tibieza, “sentir” la columna vertebral, los latidos del corazón, el fluir de la sangre. Gracias a esa quieta danza, el aire que respiramos no sólo llega a los pulmones sino que circula por todo nuestro cuerpo de la cabeza a los pies. Una sesión completa de Qi Gong no dura más de media hora y está al alcance de todas las edades y todas las condiciones físicas, aun las más estropeadas. Al terminar se siente una extraordinaria placidez física y mental, como si el maltratado cuerpo nos agradeciera haberle dedicado, en ese breve espacio de tiempo, tanta atención, tanto cariño respetuoso. No conozco mejor remedio para el mal humor o la desmoralización, los nervios rotos o los arrebatos de furia, esos estados de ánimo en los que la vida parece no tener sentido ni justificación. Curiosamente, de una sesión de Qi Gong tampoco salimos exaltados y bailando de alegría, sino tranquilos, mejor dispuestos, más equilibrados para enfrentar lo que venga, y, también, más conscientes de que la vida, pese a lo que hay en ella de incomprensible y doloroso, es la más hermosa aventura. Ése es, en último término, el camino de la paz y la civilización: embridar a la bestia despiadada, ávida de deseos –algunos elevados y otros sanguinarios, como explicaron Freud y Bataille–, que también arrastramos dentro y que, cuando escapa de los barrotes en que la civilización y la cultura la mantienen sujeta, provoca los cataclismos de que está jalonado el acontecer humano. Mi primer maestro de Qi Gong fue un médico cubano que lo había aprendido en China y que pasaba todas sus vacaciones allá, perfeccionando su técnica. La segunda es Jeannete, una joven alemana, tan grácil y flexible que, en el curso de las sesiones, me parece, en medio de los giros y evoluciones, siempre a punto de levitar o desaparecer. Acompaña las prácticas con una música china discreta, lánguida y repetitiva, y su voz va, más que ordenando, persuadiendo a los neófitos que se abandonen al absorbente ritual en pos de salud, belleza y serenidad. A mí me ha convencido. Al extremo de que me atrevo a soñar que si los miles de millones de bípedos de este planeta dedicaran cada mañana media hora a hacer Qi Gong habría acaso menos guerras, miseria y sufrimientos y colectividades más sensibles a la razón que a la pasión que –ya no es imposible– podría terminar despoblándolo. © LA NACION
lÍneA diReCTA
El pacto entre dos totalitarismos Daniel Muchnik
E
ste sábado se cumplieron 75 años del pacto Molotov-Von ribbentrop. Fue un acuerdo de no agresión entre dos totalitarismos que se odiaban, el de la Alemania nazi y el de la Unión Soviética, y que, al mismo tiempo, salvando pocas distancias, se parecían. El punto principal era que ninguno de esos dos países participaría en alguna alianza política o militar contraria al otro. Todo se derrumbó dos años después, en 1941, cuando Alemania rompió el acuerdo. Esa firma movió el tablero político internacional, descolocó a los más importantes dirigentes, llenó de terror a una Europa desorientada donde se escuchaba ya el tronar de los cañones de la Segunda Guerra. Los ciudadanos no olvidaban las consecuencias de la Primera Guerra (1914-1918), que se devoró a millones en las trincheras. Inglaterra y Francia habían terminado maltrechas, sin poderío bélico, sin reservas. Los imperios se habían deshilachado. El pacto contenía cláusulas secretas que incluían que, antes de suscribirlo, Stalin debía desprenderse de todos los funcionarios judíos de la cancillería y de otros ministerios, y se comprometía a entregar a los germanos a gran parte de los comunistas alemanes que habían encontrado refugio en tierra rusa tras el furor nazi desde 1933. Polonia, país que Hitler apetecía, quedaría como una zona a repartir entre ambos Estados, según “común acuerdo” o sus “intereses mutuos”. Alemania, como contrapartida, reconocía a Finlandia, Estonia, Lituania y Letonia, bajo la órbita de Moscú. Incluía un intercambio comercial intenso. Los soviéticos enviaban miles de toneladas de materias primas y alimentos indispensables y Alemania devolvía maquinaria y pertrechos militares con tecnología moderna. Ese intercambio se mantuvo hasta pocas horas antes de la invasión nazi al territorio ruso, el 22 de junio de 1941. Hitler nunca había descartado
—PArA LA NACIoN—
un ataque a la UrSS y estaba esperanzado en poner de rodillas a Inglaterra para poder cumplir su sueño megalómano. Eran tiempos de una persistente paranoia, en todos los ámbitos. El mundo estaba enfermo. El abandono de Checoslovaquia por parte de Londres y París fue para la locura de Stalin una demostración de que los francobritánicos estaban asociados a los alemanes para ayudarlos a volverse contra la Unión Soviética. Stalin creyó que Gran Bretaña seguía siendo su enemigo principal, pero desconfiaba menos de Francia. Sin acceder al poder todavía, Churchill clamaba por una alianza con Moscú y mandaba correspondencia de buena voluntad al Kremlin. Incluso, ya en Downing Street, castigado por las bombas, le avisó que sería traicionado por Hitler. Stalin hizo caso omiso. A la UrSS, el pacto le permitía volver a la mesa de las decisiones políticas europeas, después de haber sido marginada tras la revolución de 1917. A Hitler le daba aire para decidirse a pelear por la conquista de toda Europa occidental y los Balcanes. Invadió Polonia al mes siguiente, combatió a Inglaterra pocos meses después y conquistó Francia en junio de 1940. Todo con una facilidad que llenó de indignación y asombro a los dirigentes mundiales. Franklin D. roosevelt, presionado por los neutralistas de su país, pero personalmente volcado a salvar a Inglaterra de los feroces ataques aéreos nazis, no les pudo perdonar jamás a los franceses una derrota tan rápida e indigna. A Stalin lo atemorizaba su debilidad bélica: se había quedado sin generales, con fuerzas armadas mal equipadas y sin medios de comunicación. Sospechaba del mariscal Mijail Tujachevski, jefe del ejército, un estratega brillante, de 43 años, precursor de la guerra relámpago. Le inventó una “conspiración militar-trotskista” y lo ejecutó junto con otros ocho generales. Fue el comienzo: terminó asesinando o enviando a Siberia
a más de 15.000 altos oficiales a lo largo de los años siguientes. Cuando los alemanes entraron a toda marcha en 1941 y llegaron a 60 kilómetros de Moscú, Stalin sacó a los altos mandos del Gulag y les rogó acción inmediata. Fue aquello un momento de gloria para Hitler, se le abrían todas las posibilidades de tener en un puño al viejo continente y cumplir con su deseo de expansión con millones de soldados bien entrenados. Lo acompañaba un transparente anticomunismo que imperaba en el hemisferio norte. Importantes empresarios, como Henry Ford, Irenée DuPont (con intereses en la industria química) y G. K. Howard (vicepresidente de General Motor), altos ejecutivos petroleros y dueños de diarios se definían como fervientes anticomunistas y alababan públicamente a Hitler. Empresas norteamericanas tenían sucursales de alto nivel de producción en Alemania. Muchos representantes de la nobleza británica estaban en el mismo bando de repudio a los bolcheviques y de buenas relaciones con Berlín. En Francia, los empresarios preferían un entendimiento con Alemania y despreciaban la gestión socialista de León Blum. Los ultranacionalistas deseaban aplastar a toda la izquierda. Y los comunistas franceses, siguiendo las órdenes de Moscú, mantuvieron silencio y aceptaron la invasión alemana a su país. recién se rebelaron y organizaron la resistencia tras la invasión nazi a rusia. Las enseñanzas de aquel pacto son muchas. Cuando sólo impera el terror, las decisiones pueden ser fatales. Persiste la desconfianza, cada cual cree que los otros están definitivamente equivocados. No había más que desentendimientos, sospechas y delirios de todos contra todos. En aquel vacío, los dos totalitarismos se usaron y se aprovecharon para que el mundo comenzara a despedazarse. © LA NACION
De música, literatura y buenos amigos Graciela Melgarejo —LA NACIoN—
C
ortázar está cada vez más presente. Mañana se cumplen 100 años de su nacimiento, y los homenajes y celebraciones por el aniversario se multiplican, de tal manera que un año ha resultado poco tiempo para tanta recordación. Es que la presencia ha sido tan fuerte, y no solo en la literatura contemporánea argentina e hispanoamericana, que todo se justifica. Un aspecto importante de su vida, y por ende de la obra, es el que rescata el largometraje documental Esto lo estoy tocando mañana (ver www.cortazarylamusica.com), que se estrenará el viernes próximo, en la Alianza Francesa. obra de las conocidas creadoras del centro audiovisual y archivo Audiovideoteca (http:// bit.ly/1topgiv), Karina Wroblewski y Silvia Vegierski, el film indaga sobre la intensa relación que Cortázar mantuvo toda su vida con la música. El jazz (recordemos el cuento “El perseguidor”, inspirado en Charlie Parker) en primer lugar, y después la música clásica y, con un afecto especial, el tango, cuyas letras lo seguían “anclando” en Buenos Aires. Entre otros, han sido entrevistados amigos de Cortázar –por ejemplo, la pianista Margarita Fernández, Liliana Heker y Mario Vargas Llosa– y dos especialistas en su obra, Pablo Gianera y Carlés Álvarez Garriga. Además, desde hoy y hasta el miércoles inclusive, en la sala Jorge Luis Borges de la Biblioteca Nacional, se desarrollan las Jornadas Internacionales “Lecturas y relecturas de Julio Cortázar”, organizadas por el Ministerio de Cultura de la Nación con entrada libre y gratuita. También aquí hay paneles dedicados a Cortázar y la música; por ejemplo, “Jazz, tango y boxeo: el problema de lo popular”. A Julio, como le decían y le dicen toda-
vía muchos de sus lectores, aunque solo lo hayan leído (una relación comparable a veces con el amor y la amistad), seguramente le hubieran agradado estas celebraciones. No por su persona, porque no era hombre de dejarse halagar fácilmente, sino porque por unos días algunas de las que fueron sus preocupaciones principales como creador y artista serán debatidas en los lugares adecuados y de distintas maneras en la Argentina. De las muchas conversaciones que Cortázar tuvo con Vargas Llosa, llegó a un descubrimiento para él sorprendente: a Vargas Llosa no le interesaba la música. A un escritor, cuya herramienta de trabajo es la música de las palabras, ¿no le interesa la otra música? En cambio, si el autor de Rayuela hubiera estado presente en la librería Clásica y Moderna de Natu Poblet el sábado en que el director de teatro Alejandro Tantanian cantó para amigos y parroquianos, hubiera aprobado no solo la selección de los temas, sino también una original “traducción” casi en simultáneo, bien cortazariana. Acompañado al piano por Diego Penelas, Tantanian eligió obras de Enrique Santos Discepolo, Stephen Sondheim y, para terminar, de Acho Manzi y Homero Manzi “El último organito”, al que le había encontrado curiosas similitudes de tema y musicales con el lied de Schubert “Der Leiermann” (El organillero). Fue una rara e inolvidable experiencia comprobar cómo los dos idiomas, el español y el alemán, podían entablar una íntima relación acompañados por la música del piano y en la voz de Tantanian. © LA NACION
[email protected] Twitter: @gramelgar