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Bangladés
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BRAZOS FUERTES DE DIOS
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18 de julio
[Pídale a una adolescente que presente este relato en primera persona.] Me llamo Suma. Vivo en las tierras altas del sur de Bangladés, donde mis padres cultivan arroz, verduras y algodón. Cuando tenía solo seis años, un pastor adventista visitó nuestra aldea y le habló a la gente acerca de Jesús. Mis padres fueron los primeros de la aldea en seguir a Jesús. Pero yo no quería hacerme cristiana. Mi padre me dijo cuánto me amaba Jesús y sé que ellos oraban por mí, pero me aferré tercamente a mis ídolos. Ocho años después, acepté a Jesús como mi Salvador personal. Les cuento lo que sucedió.
EL INTERNADO Muchos de mis amigos asistían al internado adventista, que está a dos horas de distancia de mi hogar. Hablaban tanto de la escuela que decidí estudiar allí también. Mis padres se alegraron mucho porque había decidido inscribirme en la escuela. La escuela tenía una semana de oración en la que hacían cultos dos veces al día. Asistí a todas las reuniones y me sentí atraída por Jesús y el amor que él nos ofrece. Cuando el pastor preguntó a quién le gustaría seguir a Jesús, levanté la mano. Se me estaba ablandando el corazón a Dios. La escuela adventista tiene solo ocho grados, pero los estudiantes pueden vivir en los dormitorios y asistir a los grados nueve y diez en una escuela pública cercana. Todos vamos juntos a la escuela pública y luego regresamos a comer en la cafetería. Un día se me olvidó dejar mi plato en la cafetería y cuando fui a comer, no había comida para mí. Me sentí mal de que se hubieran olvidado de mí, aunque fuera mi culpa. En otra ocasión, no me sentía bien y quise permanecer en mi cuarto. La preceptora dijo que no podía quedarme en el dormitorio y me dispuse a alegar con ella; amenacé con dejar la escuela. Ella me rogó que me quedara, y así fue. Pero la semilla fue sembrada en mi corazón y comenzó a crecer.
EN CAMINO A CASA El diablo comenzó a hablarme, instándome a regresar a casa. Aunque la escuela estaba a más de dos horas de distancia, aún podía vivir en casa y asistir a clases. Así, no tendría que trabajar tres horas al día ni soportar tantos cultos. A la mañana siguiente, cuando mis compañeros fueron a clases, tomé el autobús a casa. Mis padres se sorprendieron al verme en casa esa tarde. Querían que regresara a la escuela, pero insistí en permanecer en casa, así que accedieron. Empecé a viajar todos los días de la casa a la escuela y de regreso a casa. Pero pronto me cansé de viajar casi cinco horas al día entre la casa y la escuela. Y cuando llegaba, mis padres esperaban que les ayudara con el trabajo de la casa. Después de un mes, estaba cansada de tanto viajar. Decidí regresar a la escuela y vivir en el dormitorio, aun si eso significaba pedirle perdón a la preceptora y nuevamente trabajar tres horas al día. A la mañana siguiente, les dije a mis padres que no vendría a casa esa noche; regre-
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saría al dormitorio. Y luego subí al autobús que me llevaría a la escuela.
VIAJE MORTAL Me senté en la primera fila del autobús, cerca del operador. Después de haber viajado media hora, noté que el operador tenía problemas para controlar el autobús. Bajábamos una colina larga y empinada, y él bombeaba los frenos desesperado. El chofer gritó, y comprendí que le habían fallado los frenos. El autobús se movía de lado a lado y luego se volteó por completo, quedando con los neumáticos en el aire. Seguramente, estuve inconsciente por unos momentos, porque no recuerdo el choque. Cuando me recuperé, me arrastré fuera del autobús por el parabrisas y me puse en pie. Vi a más personas tiradas en el campo. Sabía que algunos de ellos estaban muertos. Me toqué la cabeza y los brazos y caminé un poco para verificar que yo estaba bien.
EN LOS BRAZOS DE UN ÁNGEL Algunas personas acudieron a ayudarnos. Aturdida, miraba el caos que me rodeaba. Tantas personas heridas; muertas. ¿Cómo pude sobrevivir a este terrible accidente sin un rasguño?, me preguntaba. Luego recordé que cuando el autobús comenzó a dar tumbos, alguien me abrazó. Brazos fuertes me rodearon para evitar que fuera arrojada del autobús. Recuerdo que los brazos tenían vestiduras blancas. Aquellos brazos eran demasiado fuertes para ser humanos, pensé. Lentamente, comprendí que los brazos fuertes que me habían sostenido eran los de un ángel. Dios me salvó en este día, pensé. Al darme cuenta de que Dios me acababa de salvar la vida, me rodaron las lágrimas por las mejillas.
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–¿Estás bien? ¿Dónde te duele? –me preguntaban las personas. Les dije que estaba bien. –Pero ¿cómo puede ser? –interrogaban otros–. Es imposible que alguien sobreviva eso sin un rasguño. Otro autobús vino y se llevó a los heridos y muertos de regreso al lugar donde habían abordado el autobús. Pero no soportaba la idea de volver a subir al autobús. Así que caminé los diez kilómetros de regreso a casa. Al llegar a la estación, encontré a mis padres llorando. Habían oído hablar del accidente y fueron rápidamente al lugar donde tenían a las víctimas, pero por más que me buscaron, no me hallaron. Buscaron en el hospital y no me hallaron. Cuando nos vimos, me abrazaron y me dijeron: –¡Pensamos que habías muerto! ¿Cómo sobreviviste? Les conté cómo unos brazos fuertes me habían rodeado y protegido de todo daño. Mi papá susurró: –Los ángeles del Señor te protegieron hoy; Dios te ha salvado. ¡Cuánto te ama Jesús! Asentí con la cabeza, totalmente consciente de que Dios me había salvado de una muerte segura. Al día siguiente caminé a la terminal de autobuses y realicé el viaje nuevamente a la escuela. Esta vez permanecería en la escuela, trabajaría donde se me pidiera y completaría mi educación. Al llegar a la escuela, ese mismo día hablé con el pastor y le pedí que me preparara para el bautismo. Suma Khyang tiene 16 años y espera los resultados de sus exámenes de estudios secundarios. Le gustaría llegar a ser maestra de Inglés.
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