70 años de crónicas en Venezuela

Tal vez acierta Lula pág. 170. Hernán Carrera ...... Burkart, que había presenciado la revolución popular contra Pérez Jiménez, cinco me- ses antes, tenía una ...
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Por qué la crónica: «Es un privilegio escribir una historia que parece cuento, pero que es real. Podemos combinar literatura y periodismo, podemos escribir para el momento y para la posteridad» —Alberto Salcedo Ramos

Curaduría de Pedro Llorens

70 AÑOS DE CRÓNICAS EN VENEZUELA Prólogo de Francisco Suniaga

ÍNDICE

C



Presentación. La crónica, género a contracorriente por Juan Carlos Escotet Rodríguez

pág. 11

Prólogo por Francisco Suniaga pág. 13

Noticia editorial por Sergio Dahbar pág. 18

CRÓNICAS

70 años de crónicas en Venezuela

La Gran Sabana: mundo del Génesis pág. 21

editor general Sergio Dahbar

Caracas sin agua pág. 27

curador Pedro Llorens

El Canaima cumple hoy un año en su intento de darle la vuelta al mundo pág. 33

coordinador editorial Harrys Salswach

Alejo Carpentier Gabriel García Márquez Longobardo Lossada Roa

¡Vamos a gozar en el supermercado! pág. 39

diseño Jaime Cruz

Aníbal Nazoa

investigación documental Florianna Blanco di Fino

Eduardo Avilés Ramírez

corrección de textos Carlos González Nieto

Ayer murió quemada Juana de Arco pág. 41 Cómo poner de mal humor a un escritor pág. 44 Tomás Eloy Martínez

producción © Cyngular

Un artesano con sueldo de ejecutivo pág. 49

Depósito legal: lf1902015800723 ISBN: 978-980-7212-61-8

La belleza sobrepasa el poder político pág. 51

Impreso en La Galaxia Impreso en Venezuela Printed in Venezuela

La literatura latinoamericana es como una ensalada de frutas pág. 54

Jessie Caballero Elizabeth Fuentes Rodolfo H. Terragno

Créditos de las imágenes Máquina de escribir Favorit/Pág 10/www.pexels.com The New Yorker/Pág 61/www.newyorker.com Rocky Marciano/Pág 79/www.celebritybase.info Sala de aeropuerto/Pág 194/www.pexels.com

La ensalada de Rodolfo Terragno pág. 57

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El doble destino de una muchacha muerta pág. 64

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares de copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendido la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Fausto Masó

Venezuela para visitantes pág. 60 John Updike Earle Herrera

Se fue «El águila blanca» pág. 67 Enrique Rondón

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Testimonio y homenaje pág. 69

La soledad se enamoró de Pancho pág. 118

José Ignacio Cabrujas

Lilia Malavé

Yo me jugué la vida por un foie gras pág. 73

Tan bueno como siempre pág. 126

Ben Amí Fihman

Edder L. Díaz

El fantasma de Rocky pág. 77

Gustavo Cerati un minuto antes del colapso pág. 130

Jesús Cova

Alonso Moleiro

Desamor pág. 81

Agosto de 1967 pág. 138

Oscar Guaramato (O. G.)

Francisco Suniaga

Cordonazo con furia pág. 83

CAP y yo por estas calles pág. 142

Guillermo José Schael

Ibsen Martínez

Richter-Mayer pág. 85

El rey del alterne y las luces de neón pág. 146

Jesús Rosas Marcano

Andrea Daza Tapia

Guzmán al Panteón, Bolívar a la gloria pág. 86

La verdad después de la muerte pág. 152

Kotepa Delgado

Leo Felipe Campos

Una marcha en busca de los viejos tiempos pág. 88

Pensión La Soledad pág. 157

Roberto Giusti

Antonio Díaz Espejo

Sala de emergencia pág. 91

La última función de Chávez pág. 163

Pablo Antillano

Franz von Bergen

La metamorfosis de los iconos caraqueños pág. 94

Tal vez acierta Lula pág. 170

Liza López

Hernán Carrera

El Foro Social rueda por la carretera pág. 100

Relato de un Gabo indocumentado pág. 178

Joseph Poliszuk

Cynthia Rodríguez

Bombera hasta morir pág. 102

De Maracaibo a Maicao con dos contrabandistas pág. 184

David González

Alfredo Meza

El arte de vender safaris pág. 108

El cartoncito que reparten tempranito pág. 190

Fedosy Santaella

Jhonny Mendes Montilla

La noche en que El Maní fue así pág. 114

Desde otro planeta pág. 193

Lisseth Boon

Rafael Osío Cabrices

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PRESENTACIÓN

La crónica, género a contracorriente Juan Carlos Escotet Rodríguez

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esde hace no menos de cuatro décadas, en el planeta entero permanece abierto un debate sobre el modo en que los medios de comunicación intervienen en nuestras vidas. Antes de eso predominaba la idea de que diarios y revistas —también la radio— contribuían a educar a las sociedades. A partir de los años setenta del siglo pasado, comenzó a discutirse de forma muy intensa si los medios de comunicación constituyen o no una influencia negativa para la sociedad. Uno de los temas en controversia es realmente una cuestión muy compleja, porque se refiere a cómo se representa la realidad en los medios de comunicación. Se ha dicho que el periodismo privilegia una visión negativa de la sociedad porque otorga un predominio a las malas noticias. También, especialmente en los últimos años, se ha puesto especial hincapié en que hay vastos territorios de lo humano que permanecen fuera del interés informativo. A menudo se repite que el periodismo arroja una versión superficial del mundo en que vivimos. Luego del auge de la televisión se ha desarrollado un amplio y sesudo dispositivo que critica la creciente condición mediática del mundo en el que vivimos. Luego de leer las 41 crónicas incluidas en 70 años de crónicas en Venezuela, es posible que el lector llegue a esta conclusión: la crónica es un género de resistencia. Un género a contracorriente. Porque más allá de cuánto haya de legítimo o no en los señalamientos que se hacen al ejercicio del periodismo, la crónica, tanto en Venezuela como en Hispanoamérica, ha mostrado a lo largo de las últimas décadas una fuerza y una constancia sorprendentes. Son muchos los argumentos que podrían soportar la idea de que la crónica es una práctica a contracorriente. A diferencia de la mayoría de los géneros del periodismo, la crónica se investiga, se diseña y se escribe ajena a los criterios de instantaneidad que son los propios del diarismo. En la crónica hay algo moroso, un no-me-apures que es la base de la mayor de sus pretensiones: ofrecer una particular experiencia de lectura. El cronista no solo aspira a mostrar facetas peculiares del mundo en el que vivimos, también quiere que su escritura sea reconocida, es decir, diferenciada de otras. Por lo tanto, es legítimo señalar que todo cronista es un prosista, un apasionado de la lengua española. Basta con revisar esta selección de crónicas para sumar un nuevo argumento: la crónica no está atada a lo mero noticioso. No se propone reportar los hechos apenas han su-

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cedido. Por el contrario, su gusto consiste en llegar después. En reconstruir. En buscar lo que el diarismo no vio o no alcanzó a registrar. El cronista no quiere llegar primero sino llegar más lejos. Quiere mostrar la complejidad de las personas y de los hechos. Hacer visible el carácter poliédrico de la realidad, sus múltiples puntos de vista. Cada crónica, en su trasfondo, parte de una consideración extraordinaria: que toda realidad es inagotable y que puede ser narrada una y otra vez, siempre con luces y tonalidades distintas. Y ese es justamente el secreto, la nuez, la maravilla de la crónica: su personalismo. El que ella es portadora de un punto de vista. De un modo específico —autoral— de aproximarse y de dar cuenta de la realidad. Y es por eso que, por décadas y décadas, los expertos han producido ríos de tinta analizando los vínculos que existen entre periodismo y literatura, porque la crónica parece estar ubicada en las fronteras entre ambas, sin que nadie haya logrado decir la última palabra sobre si, finalmente, es un género del periodismo, de la literatura o una irreducible mezcla de ambas. Todo lo anterior podría conducirnos al que quizás es el mayor elogio que puede hacerse a la crónica y a los cronistas: su persistente autonomía. La autonomía es el signo de la crónica. El cronista escoge sus temas, establece el ámbito de su investigación, adopta uno o varios puntos de vista, elige la escritura con que narrará los hechos, define el tiempo y las condiciones en que trabajará e, inscrito en ese ejercicio de libertad, obsequia al lector un resultado, con frecuencia un material de lectura que cautiva al lector Si el lector me autoriza a aconsejarle, le diré: entréguese a las páginas que siguen, que nada en ellas lo defraudará. En esta oportunidad, la curaduría fue realizada por Pedro Llorens, un reconocido periodista que ha trabajado en dos de los más importantes diarios venezolanos: El Nacional y El Universal. La selección remite a varias generaciones de periodistas, a un repertorio numerosísimo de temas, enfoques, sensibilidades, modos de ver y de escuchar y, por supuesto, a una multiplicidad de escrituras de tal nivel, que es legítimo advertir que este libro propone una tesis que a los críticos corresponderá analizar y debatir: que la crónica periodística en Venezuela ha sido recurrente, fructífera y de verdadera calidad.

PRÓLOGO Francisco Suniaga

A

nte el encargo de prologar el libro 70 años de crónicas en Venezuela recordé un episodio de hace muchos años cuando, sin tener siquiera la menor idea de que lo hacía, leí la primera crónica periodística de mi vida. Eso fue a mediados de los sesenta del siglo pasado, en mi casa de La Asunción, que entonces era una ciudad más bucólica y bastante más pequeña que ahora. Tendría yo unos doce años y hojeaba un ejemplar de la revista Momento, más por mirar las fotos que por cualquier otra razón cuando tropecé con aquella crónica. Mi padre compraba la revista en muy contadas ocasiones, solo cuando el reportaje principal se relacionaba con alguno de los grandes eventos políticos de la época. Las leía, las comentaba con sus correligionarios y las guardaba por años —ejemplares que informaban del suicidio de Alirio Ugarte Pelayo y del golpe del capitán Molina Villegas en Carúpano, para citar dos, pasaron largo tiempo en una gaveta de su sastrería—. Momento era una revista muy árida para cualquier niño y solo una historieta ilustrada, que me tomaba un minuto leer y en la que el héroe se llamaba Momentico, podía en aquella época despertar mi interés. La nota que leí debió llamar mi atención por las fotos que la ilustraban. Recuerdo, gracias a esa memoria eidética de la infancia —ahora más firme que muchas recientes—, que había una de un niño, otra de un perro y la gráfica de un avión en pleno vuelo, elementos que aun hoy dispararían mi curiosidad. Supongo que me habré acercado al texto con cautela, que tal vez comencé por leer las leyendas de las fotos, y sin darme cuenta, leí completo el relato. Lo que sí recuerdo con absoluta nitidez es que la lectura me mantuvo, cual película de suspenso, en vilo hasta la última línea. Era el cuento de un niño de Caracas que había sido mordido por el perro mascota de una señora. El animal, sin que para aquel momento lo supiera nadie, tenía mal de rabia y el muchachito de la historia estuvo lo más cerca que se puede estar de la muerte sin morir. Cuando aparecieron los síntomas de la enfermedad y se tuvo el diagnóstico, ya había transcurrido mucho tiempo y el suero antirrábico existente en nuestro país no podía ayudarlo. Para curar al infante se requería un suero más específico, imposible de conseguir en Venezuela en aquel momento. La droga solo se

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encontraba en Estados Unidos y tan pronto como se tuvo certidumbre del contagio, comenzó una carrera desesperada contra el tiempo para dar con la poción que podía salvarlo. Al final, cuando ya las esperanzas se difuminaban, una serie de eventos se encadenaron de manera feliz y un avión de la extinta Pan American arribó a Maiquetía con el medicamento necesario. El recuerdo de esa crónica se mantuvo dormido en mi mente durante por lo menos diez años. A mediados de los setenta, cuando era ya un estudiante universitario en Caracas, leí el libro Cuando era feliz e indocumentado, de Gabriel García Márquez. Obra que como bien se sabe recoge sus trabajos periodísticos durante el año que estuvo en Venezuela entre 1957 y 1958. Entre ellos, había una crónica titulada “Solo 12 horas para salvarlo” y supe entonces que era la nota que me había emocionado años atrás y que había sido escrita por el Gabo. Al leerla de nuevo tropecé con las mismas emociones de otrora; con aquella sensación de la voz del narrador susurrándome en el oído una historia viva, en la que los acontecimientos que comenzaron a desarrollarse una semana antes del desenlace, y de esa manera mágica como la mano del destino trama vidas disímiles, vinculaban a personas en distintas situaciones y lugares, mediando las casualidades más absolutas. “Este niño de 18 meses, condenado a muerte por la leve mordedura de un perro, solo tenía un sábado de vida. La única droga que podía derogar la sentencia se hallaba a 5.000 Kms”. Así rezaba el epígrafe ante el que resultaba imposible ser indiferente. Al leerla ahora por tercera vez, no pude evitar hacer la comparación con la crónica más conocida de García Márquez, la de la muerte anunciada de Santiago Nasar. Los elementos que las componen son los mismos, con la sola diferencia de su signo. En el caso del niño caraqueño los hechos coinciden de manera positiva en el tiempo absoluto de la narración, y en los relativos de los personajes —la madre, el padre, la dueña del perro, un empleado de Pan American en Caracas y otro en Nueva York—, para que el niño se salve. En el caso de Nasar, como se sabe, todas las coincidencias temporales, al borde de lo imposible, jugaron en su contra, a veces por cuestiones de segundos, porque estaba escrito, desde la primera línea, que aquel era el día en que lo iban a matar. Una vez le escuché decir a Alberto Salcedo Ramos, el gran cronista colombiano, que una buena crónica es aquella en la que los hechos narrados parecen mentira pero son verdaderos. Las crónicas in comento de García Márquez son una ratificación de esta característica del género resaltada por su colega y paisano. Resultan inverosímiles las coincidencias de los personajes, en los lugares precisos y en los límites justos del tiempo, para que la historia tuviera un final feliz en un caso y mortal en el otro. Lograr ese toque de inverosimilitud dentro de una narración verdadera, por supuesto, no es sencillo. Manejarse con la verdad al borde de la mentira es de suyo

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complicado y se dificulta aún más si se tiene en cuenta que el apego a la primera no implica que se deba sacrificar la creatividad, el atractivo ni otros elementos que hagan la crónica, además, interesante. Este dilema es omnipresente en el género y, creo, no hay manera de obviarlo. Se puede subvertir el orden cronológico lineal en el que se suceden los hechos y hacer uso de una licencia mínima para tratar de darle otras formas geométricas. Lo del tiempo circular seguramente lo inventó un cronista que lidiaba con este problema. Tomás Eloy Martínez, otro maestro en eso de moverse en la delgada y difusa línea que separa a la verdad de la mentira, salvó el asunto a su manera al decir: “La crónica es el único territorio donde combaten con armas iguales la realidad y la imaginación”. La disyuntiva se complica al considerarse que la crónica es una narración en la que no solo se puede sino que además se debe echar mano de recursos literarios propios de la ficción. El asunto es tan serio que en la lengua inglesa han creado un término que trata de fusionar el dilema: faction, la mezcla de fact (hecho) con fiction. Inteligente solución, pero en absoluto rigor hay que tener siempre presente que una narración que contenga elementos ficcionales no es una crónica periodística. Este tramado de la ficción literaria con la crónica periodística aparece claramente en la novela de Javier Cercas, Soldados de Salamina, donde lo imaginario y la realidad se entremezclan. Hay incluso un pasaje donde Roberto Bolaño, el escritor chileno, uno de los personajes de la novela, le plantea a Cercas, narrador y, al mismo tiempo, personaje de la obra, que deje de pasar tanto trabajo para dar con el final verdadero de la historia y que se lo invente. Cercas no le hizo caso y, sin embargo, nunca pretendió presentar su novela como algo distinto. La declaración de que se trata de una novela lo exime de cualquier abuso en las reducidas licencias narrativas existentes en el ámbito de las crónicas y de cualquier reclamo por un fallo en la veracidad. En el periodismo de crónicas no se puede hacer concesión alguna con la verdad, en particular ahora, cuando es tan fácil mentir. La posibilidad infinita de acceder a información vía internet, que nos convierte a todos en testigos de los hechos por distantes que hayan sido en espacio y tiempo, hace que el rigor en materia de veracidad sea intransigente. Es cuestión de recordar el escándalo que se destapó el año 2003, en The New York Times, modelo de corrección periodística. Un joven reportero afroamericano, Jayson Blair, comenzó a destacarse por escribir unas muy buenas crónicas desde diversos puntos de la geografía norteamericana. Exhibía hasta la minuciosidad los detalles relevantes: citaba personajes, fechas y aportaba datos precisos sobre el objeto de la crónica. Vista la calidad de su trabajo se le asignaron pautas cada vez más interesantes hasta que ocurrió lo que casi siempre ocurre con la mentira. Por un incidente menor, una reportera descubrió que las notas publicadas por su colega Blair fueron hechas a distancia, jamás se había movido de Nueva York para hacerlas.

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Un escándalo mayúsculo que significó una condena perpetua para Blair y afectó al gran diario estadounidense hasta en el peso de sus acciones en el mercado. En materia de este tipo de fraudes, nadie ha superado sin embargo a Enric Marco, personaje de infausta fama más allá de lo literario y lo periodístico, que hace lucir bien a los demás estafadores de la verdad. Su historia increíble la contó Mario Vargas Llosa en uno de sus artículos en El País (“Espantoso y genial”, 15/5/2005). El señor Marco había montado a lo largo de su vida un tramado de mentiras que lo hacía aparecer como antiguo prisionero de Flossenbürg, un campo de exterminio de los nazis alemanes. Ese engaño lo llevó a ser el presidente de la asociación Amical de Mauthausen de España —organización de los ciudadanos españoles sobrevivientes de los campos de exterminio—. Marco recibió honores no solo en España sino también en el plano europeo y era invitado obligado en las conmemoraciones internacionales del Holocausto. En lo que tal vez fue un ejercicio de vanidad o simple codicia, en 2002 publicó una autobiografía suya titulada Memoria del infierno, donde contaba la historia de una vida que no fue la propia. Quizás la notoriedad ganada con esa crónica —Vargas Llosa la califica de extraordinaria en el plano literario— estimuló la mala sangre de un historiador desconocido, también catalán, Benito Bermejo, quien se dedicó a verificar si en efecto el señor Marco había vivido esa increíble parábola en el infame campo de concentración. Descubierto el fraude, lo que vino fue el desmoronamiento y la vergüenza. Si hubiese dicho que se trataba de una novela, apunta Vargas Llosa en su escrito, se le habría elevado al olimpo de los grandes narradores del género y nada malo habría ocurrido. En la literatura la ficción es tolerable, bienvenida y celebrada, en el mundo de la crónica, jamás. Por cierto, la historia de Enric Marco es tan increíble que el propio Javier Cercas publicó en 2014 El impostor, donde narra las dos vidas del mentiroso catalán. De paso, con ella queda revelado también que Cercas ha hecho de su obra un transitar por esa angosta cornisa donde la realidad y la ficción, la crónica y el relato literario, caminan tomados de la mano. Tal fue el caso citado ya, Soldados de Salamina, novela escrita en clave de crónica; de Anatomía de un instante, crónica escrita en clave de novela; y de El impostor, libro que no he leído aún y del que ya se ha dicho es una “novela sin ficción”, quizás crónica, ensayo, narración, biografía. Cualquiera, periodista o no, que guste de escribir crónicas debe leerlos. De vuelta a “Solo 12 horas para salvarlo”, hay que destacar otro aspecto importante que está presente en esta crónica y debería ser un objetivo de todos quienes las escriben: la perdurabilidad en el tiempo. En teoría, ese es otro de los atributos que debe tener un buen relato periodístico encuadrado en una crónica. Para conseguirlo —no hay garantías en lo absoluto de que se pueda lograr— el cronista debe hacer la tarea, cual es incorporar suficientes elementos universales y humanos que alivianen su temporalidad. Gar-

cía Márquez era un maestro también en este aspecto y eso explica que esta pieza, escrita por él en 1957, haya permanecido incólume a lo largo de casi sesenta años y que cualquiera pueda leerla hoy con tanto o más interés que en el momento en que se escribiera. Si escribir una crónica, como se ha visto, es difícil, puede el lector de este volumen imaginarse cuán ardua pudo ser la tarea de seleccionar un grupo representantivo de las publicadas durante los últimos setenta años en este país nuestro tan extraño. Para comenzar, aunque en Venezuela Oviedo y Baños las inauguró hace casi tres siglos, la crónica no ha sido aquí un género cuya popularidad se haya sostenido de manera permanente en la prensa escrita. Los jefes de redacción, directores, editores y los mismos periodistas quizás hayan querido evitarse eso de lidiar con la verdad y la mentira en un oficio que, de suyo, tiene entre nuestro público grueso mala fama en el tema de la veracidad. O simplemente, los narradores con vena literaria hayan preferido obviarse el tránsito por el periodismo y saltar directo a la ficción. El caso es que dar con las notas que a lo largo de las últimas siete décadas permitieran cubrir tanto los requisitos formales como sustantivos de las crónicas, en particular con las correspondientes a los años más tempranos, no fue fácil. No obstante esa dificultad, en las piezas que conforman este volumen de la serie “70 años…”, están suficientemente cubiertas las exigencias a las crónicas comentadas en este texto introductorio. También se cumple de manera sobrada con la finalidad de contar, desde los ángulos más diversos y de diferentes posiciones, una realidad, como la venezolana, tan manifiestamente contradictoria. El juicio definitivo es el de los lectores, pero, hasta donde puedo hacerlo, creo que en su conjunto se logra con holgura el objetivo final de mostrarles a Venezuela y a sus hijos, su propio y verdadero retrato.

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NOTICIA EDITORIAL Sergio Dahbar

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a crónica es un género que aman los periodistas, que combaten los jefes de las redacciones y que desconocen los lectores. A los primeros les ofrece una libertad extraordinaria para narrar una historia que acaba de ocurrir, desde un punto de vista personal, siguiendo si se quiere las agujas del tiempo. Para los segundos representa un incómodo problema de espacio, sobre todo cuando el periodismo impreso se quedó sin páginas para contar lo que ocurre e importa en el mundo. Los terceros suelen disfrutar su lectura, sin saber muchas veces que es un género específico del periodismo, elocuente para narrar un hecho desde una perspectiva singular. Un género que nada tiene que ver con la noticia dura ni con el artículo de opinión. La crónica es una palabra que tiene su origen en la mitología griega. Crono era un titán representado con una guadaña. Descendiente del Cielo y de la Tierra, castró a su padre Urano, pero fue derrocado por sus hijos y condenado a gobernar el paraíso de los Campos Elíseos. Para los romanos era una figura menos agresiva que para los griegos. Fue también el Dios del tiempo humano. Y de alguna manera se lo relacionaba con la forma en que ciertas circunstancias impiden el desarrollo de algo. Al igual que la serpiente que se come la propia cola, la crónica entrañaría un significado que esconde su propia imposibilidad, la de sobrevivir de una forma más digna entre los exponentes cotidianos del periodismo. Lo cierto es que la crónica tiene pedigrí. Y en América Latina se remonta a los ojos que vieron por primera vez este continente. Impedidos de practicar la ficción literaria o filosófica, porque distraía la urgente evangelización de salvajes, aprovecharon la crónica para narrar lo que veían y muchas veces no comprendían. Hoy los conocemos como cronistas de Indias. Practicaban una curiosa forma de narración de hechos históricos, desde la perspectiva cultural de Occidente que traían en sus alforjas de conquistadores españoles. Los cronistas de Indias describieron hechos del descubrimiento, conquista y colonización de América. Muchos vinieron de lejos a nombrarnos por primera vez. Cristóbal Colón, Bernal Díaz del Castillo, Bartolomé de las Casas, Inca Garcilaso de la Vega, Gonzalo Fernández de

Oviedo y Baños, Bernardino de Sahagún fueron algunos de los cronistas más representativos y notables. Luego aparecieron cronistas locales, como Juan Rodríguez Freyle, autor del texto clásico de la Colonia llamado El carnero. Quiso ser seminarista, pero terminó siendo agricultor, con problemas de obesidad. Escribía lo que oía y veía, en un curioso mélange de crónica, relato picaresco y sermón moral. Sobre el estilo con el que estos hombres narraron lo que veían y sentían, el historiador Edmundo O’Gorman escribió: “Se trata en realidad de una visión mesiánica de la historia, fundada en la inquebrantable fe que algunos españoles tenían en el destino providencial de su pueblo como elegido por Dios para implantar la monarquía universal católica hasta la consumación de los tiempos’’. Sin duda estaban poseídos por una confianza en ellos mismos que los llenó de energías para sobrevivir en un mundo que desconocían y no podían comprender. Estos textos cumplieron con el deber de informar a las autoridades españolas de lo que ocurría más allá de todo lo que ellos conocían. Pero también conformaron las bases de una tradición literaria, que comenzó en 1492 cuando ambos mundos se vieron la cara por primera vez. Desde entonces la narrativa y el periodismo latinoamericano establecen vasos comunicantes con los primeros cronistas de Indias, una suerte de oficio inmortal, porque hoy también los periodistas ven por primera vez mutaciones de la realidad que apuntan a develar de qué forma será el futuro. Al releer muchos de los textos seleccionados para esta ocasión, resulta evidente que por la crónica actual corre la savia de quinientos años de cronistas que han narrado este continente de forma prodigiosa. Como toda antología, esta posee la debilidad de dejar muchísimas crónicas fuera. Un segundo tomo sin duda permitirá corregir esa limitación. Nos consuela saber que las escogidas en este volumen se defienden con absoluta nobleza. Hemos incluido algunas que pueden entrañar la sospecha de que integran elementos de entrevistas o de perfiles más extensos. Pudiera ser. Nos guía la convicción de la amplitud para entender la escritura como un fenómeno que siempre se nutre de numerosas corrientes de viento. La hibridación de recursos, voces, técnicas apunta siempre a la mejor expresión de la lengua.

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»1948« A lejo C arpentier

La Gran Sabana: mundo del Génesis La vida de Alejo Carpentier en Venezuela fue fecunda e intensa. Entre 1945 y 1949 conoció el país en profundidad; escribió novelas, cuentos y artículos periodísticos; realizó investigaciones musicales y trabajó en una agencia de publicidad, ARS, junto a sus amigos Arturo Uslar Pietri y Carlos Eduardo Frías. En 1948 realizó un viaje a la Gran Sabana y quedó impresionado con la naturaleza. Así lo describe esta crónica que apareció en la revista cubana Carteles ese año

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Los españoles tuvieron una oscura intuición de esta tierra que llamaron El Dorado. voltaire

evamos más de una hora volando sobre la selva del alto Caroní. Es la selva que cubre la tierra hasta donde alcanza la vista; la selva profunda, apretada, sin tregua, donde el aterrizaje forzoso significa desaparición total, hundimiento en un valor infinitamente más temible que el del mar en semejante emergencia. Pero, súbitamente, con brusquedad que nos arranca un grito de asombro, el suelo ha saltado a cuatro mil pies de altitud. Nada ha variado en la naturaleza, aparentemente. Pero un colosal peldaño de roca, desnudo y liso, ha levantado la selva entera, la ha aupado de una sola vez, para acercarla a las nubes. Estamos volando, ahora, sobre el filo de la increíble muralla que ha cerrado el paso a tantos y tantos aventureros, arrancándoles lágrimas de despecho que refrescaron y acrecieron el eterno espejismo del oro. Aquí tuvo que detenerse cien veces el signo de la cruz; aquí perecieron mercaderes oscuros, de huesos confundidos con los huesos de sus recuas. Sobre este paredón se asienta la inmensa terraza que sirve de base y tierra al alucinante mundo geológico de la Gran Sabana, virgen de las rocas, hasta hace poco mundo perdido, secular asidero de mitos, cuyo ámbito misterioso, inescalable, sin caminos conocidos ni accesos aparentes, se confundió durante siglos

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con El Dorado de la leyenda –ese fabuloso reino de Manoa, de imprecisa ubicación, que los hombres buscaron incansablemente, casi hasta los días de la Revolución francesa, sin renunciar por fracasos al ansia de ver aparecer “sobre árboles que se perdían en las nubes” (según decía Walter Raleigh), el emporio de riqueza y de abundancia al que el mismo Voltaire habría de llevar un día los héroes de su más famosa novela filosófica. (Es interesante observar, de paso, que el hombre de Europa esperó siempre encontrar en América la materialización de viejos sueños malogrados en su mundo: el oro sin sudores ni dolores de la Transmutación; el fáustico anhelo de la eterna juventud.) Estamos entrando en el dominio de los Grandes Monumentos. A la izquierda, sobre el mar de árboles, se alzan dos gigantescos mausoleos, de una arquitectura bárbara, que recuerda la de ciertas pirámides de ángulos roídos por la obra de siglos –tal la Pirámide de la Luna en Teotihuacán. Esas dos moles, situadas con paralela orientación a una gran distancia una de otra, tienen un aspecto grandiosamente fúnebre: tal parece que bajo sudarios de piedra, esculpidos y patinados por milenios de tempestades y de lluvias, yacieran los cadáveres de dos titanes, con los perfiles vueltos hacia donde nace el sol. Pronto sabré que esta impresión mía de hallarme ante enormes cenotafios surgidos de la selva, coincide con la de hombres que algún día, al acercarse a estos dos túmulos solitarios, los llamaron: Los sepulcros de los semidioses. Pero nuestro asombro está lejos de aquietarnos el pulso. Nuevos ante paisaje tan nuevo como pudo serlo para el primer hombre el paisaje del Génesis, prosigue para nosotros la Revelación de las Formas. Esto, que se ha alzado a nuestra derecha, no tiene ya nada que ver con los mausoleos. Imaginad un haz de tubos de órgano, de unos cuatrocientos metros de alto, que hubiesen sido atados, soldados y plantados verticalmente en un basamento de guijarros, como un monumento aislado, como una fortaleza lunar, en el centro de la primera planicie que aparece al cabo de tanta y tanta selva. Las rutinas imaginativas de mi cultura occidental me hacen evocar, en el acto, el castillo de Macbeth o el castillo de Klingsor. Pero, no. Tales imágenes son inadmisibles, por lo limitadas, en este riñón de la América virgen. Estas torres de roca acerada, muy ligeramente reluciente, son demasiado altas para componer un decorado, son demasiado hoscas, bajo este cielo dramáticamente agitado que se demuda sobre el valle de Karamata, tierra de los indios karamakotos, porque el rayo está cayendo, muy lejos, sobre sierras del Brasil. Es falso decir que hay paisajes a medida de hombres y otros que no lo son. Todo paisaje de la tierra está hecho a medida de hombre, puesto que el hombre habrá de servir siempre de módulo en todo lo que concierne a la Tierra. Lo que debe saberse es para qué hombres está hecho el paisaje –para qué ojos, para qué sueños, para qué empeños. “La medida del hombre es también la del ángel”, dice San Juan en el Apocalipsis. A Colón quedó estrecho el mar océano, como corto a Cortés el camino de Tenochtitlán. Es probable que Pizarro, el castellano, hubiera proseguido, hasta esta Gran Sabana, el camino que abandonara el inglés Raleigh. Para los indios que viven aquí y han guardado la fe primera, esas montañas salidas de mano

La Gran Sabana ramon lepage /orinoquiaphoto

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del Creador el día de la creación, conservan, por la limpieza de sus cimas nunca holladas, por su majestad de Grandes Monumentos Sagrados, toda su índole mística. (Cuando truena no debe mirarse hacia la cima del Auyán-Tepuy, vivienda de Canaima.) Jamás cometerían el pecado, por haber heredado la primigenia medida del ángel, de reducir su visión, por encadenamiento de ideas –como estuve a punto de hacerlo yo, hombre encadenado a la letra impresa– a las proporciones de un escenario de teatro wagneriano. Para ellos, estos Tepuy o cerros, siguen siendo las moradas de las Fuerzas Primeras, como lo era el Olimpo para los griegos. Son las Formas Egregias, las Grandes Formas, hermosas y dramáticas, puras y silenciosas, perfecta representación de la Divinidad en su facultad de esculpir todo lo que se ve. Aquí el hombre del sexto día de la creación contempla el paisaje que le es dado por solar. Nada de evocación literaria. Nada de mitos encuadrados por el alejandrino o domados por la batuta. Es el mundo del Génesis que halla su mejor expresión en el lenguaje americano del Popol Vuh que en los versículos hebraicos de la Biblia: en un principio –¡qué admirable precisión poética!– “no había nada que formase cuerpo, nada que asiese a otra cosa, nada que se meciese, que hiciese el más leve roce, que hiciese el menor ruido en el cielo”. Entonces, como neblina o como nube, fue la formación de la tierra en su estado material, cuando “semejantes a cangrejos aparecieron sobre las aguas montañas, y en un instante fueron las grandes montañas”. Luego “se dividieron los caminos de agua y anduvieron muchos arroyos entre los cerros, y en señaladas partes se paró y detuvo el agua”. No podría imaginarse ninguna descripción más ajustada, por misteriosas asociaciones de palabras, a lo que es la Gran Sabana, que ese cuadro quitché de la Creación. Algo de cangrejos tienen, en efecto, algunas mesetas menores, de lomo redondeado y tenazas abiertas sobre la tierra; algo de cangrejos aparecidos sobre las aguas primeras, sobre los “caminos de agua” que son los doscientos ochenta ríos de ese mundo perdido, sobre “el agua parada” de las cascadas incontables que brotan de los genésicos manantiales de las Montañas Madres. Y prosigue la Revelación de las Formas. Una segunda torre, más alta y maciza, acaba de aparecer detrás de la anterior. Esta se muestra rematada por una terraza absolutamente horizontal, sin accidentes ni declives, cubierta por un tapiz de tierna grama. Sobre aquella otra, más ancha aún, se estaciona una nube inmóvil. Alargada y copuda –cirro anclado como nave a un peñón. Otra meseta, más abierta en la cima que en la base, se yergue más allá agrietada, salpicada de alvéolos, como una gigantesca madrépora. A mediad que nos vamos adentrando en la Gran Sabana, las mesetas se muestran más imponentes en sus proporciones, asemejándose, a veces, a inmensos cilindros de bronce. Pero también se diversifican las Formas. Cada Tepuy se nos presenta con una personalidad inconfundible, hecha de aristas, de cortes bruscos, de perfiles rectos o quebrados. KusariTepuy, Topochi-Tepuy, Ptari-Tepuy, Akpán–Tepuy. Cerro del Venado, Cerro del Trueno. Cerros con nombres de animales, y cerros con nombres de fuerzas. El que no tiene una gran torre flanqueante es rematado por un espolón –como el Iru-Tepuy–, se rompe en

biseles, o dibuja, en el horizonte de la Sierra de Paracaima –probablemente la menos explorada de América–, picos que tienen formas de dedos pulgares, de cartabones, de molduras seccionadas. Los hay que parecen naves negras, sin mástiles ni cordajes, y los hay cubiertos de yedras salvajes, como un paredón en ruinas. Hay juegos geológicos, arabescos de la piedra, que desafían todas las nociones adquiridas. Y ahora, para colmo, hacia el Brasil aparece el formidable Roraima-Tepuy, el modelo, el Patrón Roca de la Gran Sabana, al que los indios arekuna adoran con himnos fervorosos. Cuando sir Richard Schomburgk, el gran explorador alemán, alcanzó la base del Monte Roraima, en 1842, se declaró abrumado por su insignificancia ante “lo sublime, lo trascendente, implícitos en esa maravilla de la naturaleza”1. Con retórica romántica el romántico descubridor afirmaba que “no había palabras con qué pintar la grandeza de este cerro con sus ruidosas y espumantes cascadas de una prodigiosa altura”. Aunque la expresión resulta harto manida, debe reconocerse, en verdad, que no puede imaginarse fondo de paisaje más impresionante que el de ese rectángulo oscuro, con paredes tan perpendiculares que podrían creerse levantadas a la plomada, que alza a dos mil ochocientos metros de altitud su terraza de seis kilómetros de anchura, tan a menudo estremecida por el trueno. Debe pensarse en la emoción sentida por el hombre que pudiera hallarse, aislado de todo, sobre esa terraza volante, sobre esa planicie lunar limitada por los abismos, pedestal de brumas, puente de nube a nube. El Roraima, cierre de la Gran Sabana, no enlaza con nada. Es la atalaya, de vientos pegados a los flancos, erguida en el extremo límite de las tierras de Venezuela, del Brasil y de la Guayana Británica. Pero es, sobre todo, la Máxima Soledad –la Perfecta Mesa de los dibujos taurepanes–, reverenciada por los arekunas en su doble esencia masculina y femenina, como “el envuelto en las nubes, madre eterna de las aguas”. La Gran Sabana es el mundo primero del Popol Vuh, en que la piedra hablaba “y reconvenía al hombre en su propia cara”. Mundo de “piedras arregladas”, en que el mismo metate conocía el lenguaje del hombre, porque el metate se había curvado bajo las manos del hombre, al haberle sido dado en presente por la montaña. carteles, 25 de enero de 1948

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Del rarísimo libro de sir Richard Schomburgk Reisen in Britisch-Guiana in den Jahren 1840-1844. Leipzig, 1847.

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»1958« Gabriel García Márquez

Caracas sin agua Gabriel García Márquez llegó a Venezuela en 1957, invitado por la revista Momento, para escribir reportajes, crónicas y entrevistas. En compañía de su amigo Plinio Apuleyo Mendoza, mientras trabajaba sus novelas y cuentos, redactó el mejor periodismo posible en un país que estaba a punto de conocer la libertad. Los textos de esos años fueron reunidos en Cuando era feliz e indocumentado, y sobresale allí la crónica inmortal «Caracas sin agua». Sigue vigente el arte de construir una crónica y la escasez de agua

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espués de escuchar el boletín radial de las 7 de la mañana, Samuel Burkart, un ingeniero alemán que vivía solo en un pent-house de la avenida Caracas, en San Bernardino, fue al abasto de la esquina a comprar una botella de agua mineral para afeitarse. Era el 6 de junio de 1958. Al contrario de lo que ocurría siempre desde cuando Samuel Burkart llegó a Caracas, 10 años antes, aquella mañana de lunes parecía mortalmente tranquila. De la cercana avenida Urdaneta no llegaba el ruido de los automóviles ni el estampido de las motonetas. Caracas parecía una ciudad fantasma. El calor abrasante de los últimos días había cedido un poco, pero en el cielo alto, de un azul denso, no se movía una sola nube. En los jardines de las quintas, en el islote de la Plaza de la Estrella, los arbustos estaban muertos. Los árboles de las avenidas, de ordinario cubiertos de flores rojas y amarillas en esa época del año, extendían hacia el cielo sus ramazones peladas. Samuel Burkart tuvo que hacer cola en el abasto para ser atendido por los dos comerciantes portugueses que hablaban con la clientela de un mismo tema, el tema único de los últimos cuarenta días que esa mañana había estallado en la radio y en los periódicos como una explosión dramática: el agua se había agotado en Caracas. La noche anterior se habían anunciado las drásticas restricciones impuestas por el INOS a los últimos 100.000 metros cúbicos almacenados en el dique de La Mariposa. A partir de esa mañana, como

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consecuencia del verano más intenso que había padecido Caracas después de 79 años, había sido suspendido el suministro de agua. Las últimas reservas se destinaban a los servicios estrictamente esenciales. El gobierno estaba tomando desde hacía 24 horas disposiciones de extrema urgencia para evitar que la población pereciera víctima de la sed. Para garantizar el orden público se habían tomado medidas de emergencia que las brigadas cívicas constituidas por estudiantes y profesionales se encargarían de hacer cumplir. Las ediciones de los periódicos, reducidas a cuatro páginas, estaban destinadas a divulgar las instrucciones oficiales a la población civil sobre la manera como debía proceder para superar la crisis y evitar el pánico. A Burkart no se le había ocurrido una cosa: sus vecinos tuvieron que preparar el café con agua mineral, le anunció que la venta de jugos de frutas y gaseosas estaba racionada por orden de las autoridades. Cada cliente tenía derecho a una cuota límite de una lata de jugo de fruta y una gaseosa por día, hasta nueva orden. Burkart compró una lata de jugo de naranja y se decidió por una botella de limonada para afeitarse. Solo cuando fue a hacerlo descubrió que la limonada corta el jabón y no produce espuma. De manera que declaró definitivamente el estado de emergencia y se afeitó con jugo de duraznos.

Primer anuncio de cataclismo: una señora riega el jardín Con su cerebro alemán perfectamente cuadriculado y sus experiencias de guerra, Samuel Burkart sabía calcular con la debida anticipación el alcance de una noticia. Eso era lo que había hecho, tres meses antes, exactamente el 26 de marzo, cuando leyó en un periódico la siguiente información: “En La Mariposa solo queda agua para 16 días”. La capacidad normal del dique de La Mariposa, que surte de agua a Caracas, es de 9.500.000 metros cúbicos. En esa fecha, a pesar de las reiteradas recomendaciones del INOS para que se economizara el agua, las reservas estaban reducidas a 5.221.854 metros cúbicos. Un meteorólogo declaró a la prensa, en una entrevista no oficial, que no llovería antes de junio. Pocas semanas después el suministro de agua se redujo a una cuota que era ya inquietante, a pesar de que la población no le dio la debida importancia: 130.000 metros cúbicos diarios. Al dirigirse a su trabajo, Samuel Burkart saludaba a una vecina que se sentaba en su jardín desde las 8 de la mañana a regar la hierba. En cierta ocasión le habló de la necesidad de economizar agua. Ella, embutida en una bata de seda con flores rojas, se encogió de hombros. “Son mentiras de los periódicos para meter miedo –replicó–. Mientras haya agua yo regaré mis flores”. El alemán pensó que debía dar cuenta a la policía, como lo hubiera hecho en su país, pero no se atrevió porque pensaba que la mentalidad de los venezolanos era completamente distinta de la suya. A él también le había llamado la atención que las monedas en Venezuela son las únicas que no tienen escrito su valor y pensaba que aquello podía obedecer a una lógica inaccesible para un alemán. Se convenció de eso cuando advirtió que algunas fuentes públicas, aunque no las más importantes, seguían

funcionando cuando los periódicos anunciaron, en abril, que las reservas de agua descendían a razón de 150.000 metros cúbicos cada 24 horas. Una semana después se anunció que se estaban produciendo chaparrones artificiales en las cabeceras del Tuy –la fuente vital de Caracas– y que eso había ocasionado un cierto optimismo en las autoridades. Pero a fines de abril no había llovido. Los barrios pobres quedaron sin agua. En los barrios residenciales se restringió el agua a una hora por día. En su oficina, como no tenía nada que hacer, Samuel Burkart utilizó su regla de cálculo para descubrir que si las cosas seguían como hasta entonces habría agua hasta el 22 de mayo. Se equivocó, tal vez por un error en los datos publicados en los periódicos. A fines de mayo el agua seguía restringida, pero algunas amas de casa insistían en regar sus matas. Incluso en un jardín, escondido entre los arbustos, vio una fuente minúscula, abierta durante la hora en que se suministraba el agua. En el mismo edificio donde él vivía, una señora se vanagloriaba de no haber prescindido de su baño diario en ningún momento. Todas las mañanas recogía agua en todos los recipientes disponibles. Ahora, intempestivamente, a pesar de que había sido anunciada con la debida anticipación, la noticia estallaba a todo lo ancho de los periódicos. Las reservas de La Mariposa alcanzaban para 24 horas. Burkart, que tenía el complejo de la afeitada diaria, no pudo lavarse ni siquiera los dientes. Se dirigió a la oficina, pensando que tal vez en ningún momento de la guerra, ni aun cuando participó en la retirada del Africa Korp, en pleno desierto, se había sentido de tal modo amenazado por la sed.

En las calles, las ratas mueren de sed. El gobierno pide serenidad Por primera vez en 10 años, Burkart se dirigió a pie a su oficina, situada a pocos pasos del Ministerio de Comunicaciones. No se atrevió a utilizar su automóvil por temor a que se recalentara. No todos los habitantes de Caracas fueron tan precavidos. En la primera bomba de gasolina que encontró había una cola de automóviles y un grupo de conductores vociferantes, discutiendo con el propietario. Habían llenado sus tanques de gasolina con la esperanza de que se les suministrara agua como en los tiempos normales. Pero no había nada que hacer. Sencillamente no había agua para los automóviles. La avenida Urdaneta estaba desconocida: no más de 10 vehículos a las 9 de la mañana. En el centro de la calle, había unos automóviles recalentados, abandonados por los propietarios. Los bares y restaurantes no abrieron sus puertas. Colgaron un letrero en las cortinas metálicas: “Cerrado por falta de agua”. Esa mañana se había anunciado que los autobuses prestarían un servicio regular en las horas de mayor congestión. En los paraderos, las colas tenían varias cuadras desde las 7 de la mañana. El resto de la avenida un aspecto normal, con sus aceras, pero en los edificios no se trabajaba: todo el mundo estaba en las ventanas. Burkart preguntó a un compañero de oficina, venezolano, qué hacía toda la gente en las ventanas, y él le respondió: —Están viendo la falta de agua. A las 12, el calor se desplomó sobre Caracas. Solo entonces empezó la inquietud. Du-

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rante toda la mañana, camiones del INOS con capacidad hasta para 20.000 litros repartieron agua en los barrios residenciales. Con el acondicionamiento de los camiones cisternas de las compañías petroleras, se dispuso de 300 vehículos para transportar agua hasta la capital. Cada uno de ellos, según cálculos oficiales, podía hacer hasta 7 viajes al día. Pero un inconveniente imprevisto obstaculizó los proyectos: las vías de acceso se congestionaron desde las 10 de la mañana. La población sedienta, especialmente en los barrios pobres, se precipitó sobre los vehículos cisternas y fue precisa la intervención de la fuerza pública para restablecer el orden. Los habitantes de los cerros, desesperados, seguros de que los camiones de abastecimiento no podían llegar hasta sus casas, descendieron en busca de agua. Las camionetas de las brigadas universitarias, provistas de altoparlantes, lograron evitar el agua. A las 12:30 el Presidente de la Junta de Gobierno, a través de la Radio Nacional, la única cuyos programas no habían sido limitados, pidió serenidad a la población, en un discurso de 4 minutos. En seguida, en intervenciones muy breves, hablaron los dirigentes políticos, un representante del Frente Universitario y el Presidente de la Junta Patriótica. Burkart, que había presenciado la revolución popular contra Pérez Jiménez, cinco meses antes, tenía una experiencia: el pueblo de Caracas es notablemente disciplinado. Sobre todo, es muy sensible a las campañas coordinadas de radio, prensa, televisión y volantes. No le cabía la menor duda de que ese pueblo sabría responder también a aquella emergencia. Por eso lo único que le preocupaba en ese momento era su sed. Descendió por las escaleras del viejo edificio donde estaba situada su oficina y en el descanso encontró una rata muerta. No le dio ninguna importancia. Pero esa tarde, cuando subió al balcón de su casa a tomar fresco después de haber consumido un litro de agua que le suministró el camión cisterna que pasó por su casa a las 2, vio un tumulto en la Plaza de la Estrella. Los curiosos asistían a un espectáculo terrible: de todas las casas, salían animales enloquecidos por la sed. Gatos, perros, ratones, salían a la calle en busca de alivio para sus gargantas resecas. Esa noche a las 10, se impuso el toque de queda. En el silencio de la noche ardiente solo se escuchaba el ruido de los camiones del aseo, prestando un servicio extraordinario: primero en las calles y luego en el interior de las casas, se recogían los cadáveres de los animales muertos de sed.

Huyendo hacia Los Teques. Una multitud muere de insolación 48 horas después de que la sequía llegó a su punto culminante, la ciudad quedó completamente paralizada. El gobierno de los Estados Unidos envió, desde Panamá, un convoy de aviones cargados con tambores de agua. Las Fuerzas Aéreas Venezolanas y las compañías comerciales que prestan servicio en el país, sustituyeron sus actividades normales por un servicio extraordinario de transporte de agua. Los aeródromos de Maiquetía y La Carlota fueron cerrados al tráfico internacional y destinados exclusivamente a esa operación de emergencia. Pero cuando se logró organizar la distribución urbana, el 30% del agua transportada se había evaporado a causa del calor intenso. En Las Mercedes y en Sabana

Grande, la policía incautó, el 7 de junio en la noche, varios camiones piratas, que llegaron a vender clandestinamente el litro de agua hasta a 20 bolívares. En San Agustín del Sur, el pueblo dio cuenta de otros dos camiones piratas y repartió su contenido, dentro de un orden ejemplar, entre la población infantil. Gracias a la disciplina y el sentido de solidaridad del pueblo, en la noche del 8 de junio no se había registrado ninguna víctima de la sed. Pero desde el atardecer, un olor penetrante invadió las calles de la ciudad. Al anochecer, el olor se había hecho insoportable. Samuel Burkart descendió a la esquina con la botella vacía, a las 8 de la noche, e hizo una ordenada cola de media hora para recibir su litro de agua de un camión cisterna conducido por boy-scouts. Observó un detalle: sus vecinos, que hasta entonces habían tomado las cosas un poco a la ligera, que habían procurado convertir la crisis en una especie de carnaval, empezaban a alarmarse seriamente. En especial a causa de los rumores. A partir de mediodía, al mismo tiempo que el mal olor, una ola de rumores alarmistas se habían extendido por todo el sector. Se decía que a causa de la terrible sequedad, los cerros vecinos, los parques de Caracas, comenzaban a incendiarse. No habría nada que hacer cuando se desencadenara el fuego. El cuerpo de bomberos no dispondría de medios para combatirlo. Al día siguiente, según anuncio de la Radio Nacional, no circularían periódicos. Como las emisoras de radio habían suspendido sus emisiones y solo podían escucharse tres boletines diarios de la Radio Nacional, la ciudad estaba, en cierta manera, a merced de los rumores. Se transmitían por teléfono y en la mayoría de los casos eran mensajes anónimos. Burkart había oído decir esa tarde que familias enteras estaban abandonando a Caracas. Como no había medios de transporte el éxodo se intentaba a pie, en especial hacia Maracay. Un rumor aseguraba que esa tarde, en la vieja carretera de Los Teques, una muchedumbre empavorecida que trataba de huir de Caracas había sucumbido a la insolación. Los cadáveres expuestos al aire libre, se decía, eran el origen del mal olor. Burkart encontraba exagerada aquella explicación, pero advirtió que, por lo menos en su sector, había un principio de pánico. Una camioneta del Frente Estudiantil se detuvo junto al camión cisterna. Los curiosos se precipitaron hacia ella, ansiosos de confirmar los rumores. Un estudiante subió a la capota y ofreció responder, por turnos, a todas las preguntas. Según él, la noticia de la muchedumbre muerta en la carretera de Los Teques era absolutamente falsa. Además, era absurdo pensar que ese fuera el origen de los malos olores. Los cadáveres no podían descomponerse hasta ese grado en cuatro o cinco horas. Se aseguró que los bosques y parques estaban colaborando en una forma heroica y que dentro de pocas horas llegaría a Caracas, procedente de todo el país, una cantidad de agua suficiente para garantizar la higiene. Se rogó transmitir por teléfono estas noticias, con la advertencia de que los rumores alarmantes eran sembrados por elementos perezjimenistas.

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»1966«

En el silencio total, falta un minuto para la hora cero Samuel Burkart regresó a su casa con un litro de agua a las 6:45, con el propósito de escuchar el boletín de la Radio Nacional, a las 7. Encontró en su camino a la vecina que, en abril, aún regaba las flores de su jardín. Estaba indignada contra el INOS, por no haber previsto aquella situación. Burkart pensó que la irresponsabilidad de su vecina no tenía límites. —La culpa es de la gente como usted —dijo, indignado—. El INOS pidió a tiempo que se economizara el agua. Usted no hizo caso. Ahora estamos pagando las consecuencias. El boletín de la Radio Nacional se limitó a repetir las informaciones suministradas por los estudiantes. Burkart comprendió que la situación estaba llegando a su punto crítico. A pesar de que las autoridades trataban de evitar la desmoralización, era evidente que el estado de cosas no era tan tranquilizador como lo presentaban las autoridades. Se ignoraba un aspecto importante: la economía. La ciudad estaba totalmente paralizada. El abastecimiento había sido limitado y en las próximas horas faltarían los alimentos. Sorprendida por la crisis, la población no disponía de dinero efectivo. Los almacenes, las empresas, los bancos, estaban cerrados. Los abastos de los barrios empezaban a cerrar sus puertas a falta de surtido: las existencias habían sido agotadas. Cuando Burkart cerró el radio comprendió que Caracas estaba llegando a su hora cero. En el silencio mortal de las 9 de la noche, el calor subió a un grado insoportable, Burkart abrió puertas y ventanas pero se sintió asfixiado por la sequedad de la atmósfera y por el olor, cada vez más penetrante. Calculó minuciosamente su litro de agua y reservó cinco centímetros cúbicos para afeitarse el día siguiente. Para él, ese era el problema más importante: la afeitada diaria. La sed producida por los alimentos secos empezaba a hacer estragos en su organismo. Había prescindido, por recomendación de la Radio Nacional, de los alimentos salados. Pero estaba seguro de que el día siguiente su organismo empezaría a dar síntomas de desfallecimiento. Se desnudó por completo, tomó un sorbo de agua y se acostó boca abajo en la cama ardiente, sintiendo en los oídos la profunda palpitación del silencio. A veces, muy remota, la sirena de una ambulancia rasgaba el sopor del toque de queda. Burkart cerró los ojos y soñó que entraba en el puerto de Hamburgo, en un barco negro, con una franja blanca pintada en la borda, con pintura luminosa. Cuando el barco atracaba, oyó, lejana, la gritería de los muelles. Entonces despertó sobresaltado. Sintió, en todos los pisos del edificio, un tropel humano que se precipitaba hacia la calle. Una ráfaga cargada de agua tibia y pura penetró por su ventana. Necesitó varios segundos para darse cuenta de lo que pasaba: llovía a chorros. momento, 1958

Longobardo Lossada Roa

El Canaima cumple hoy un año en su intento de darle la vuelta al mundo Hay historias que nacieron para ser inmortalizadas con una crónica. La del velero Canaima y sus tripulantes venezolanos, que en 1965 le dieron la vuelta al mundo, es una de ellas. Sin apoyo oficial y sin despertar interés de los medios, recorrieron 50 mil kilómetros y tocaron 86 puertos. Una de las mayores hazañas marítimas de Venezuela quedó plasmada en la crónica de Longobardo Lossada Roa, como memoria de una epopeya de tres hombres

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as voces de mando resonaban en la bahía del puerto de La Guaira. Un capitán ordenaba a sus tres tripulantes las primeras maniobras de un viaje que comenzaría sesenta minutos después. Se iniciaba así una hazaña jamás intentada por marino venezolano alguno. Aquella tarde del 21 de febrero de 1965 unas cien personas se congregaban alrededor del pequeño velero “Canaima” y sus cuatro arriesgados hombres. Unos, familiares y novias de los “intrépidos” aventureros. Otros, amigos. También representantes de la Marina Mercante Venezolana y periodistas. A las cuatro de la tarde se dio la esperada partida y comenzaron a vivirse momentos de verdadera emoción. A bordo, intranquilidad en los cuatro rostros juveniles. Se lloraba, y se entrecruzaban palabras. Al fin levantaron anclas y una verdadera “armada” de embarcaciones acompañó al pequeño bote, hasta que el velamen —una mayor, una mesana, un foque y una triquetilla— estuviera a merced del viento. Así, comenzaron a las cuatro de la tarde la odisea, Antonio Moreno Sánchez, capitán de altura; Joaquín García Grau, ingeniero de máquinas; ambos egresados de la Escuela Náutica de Venezuela; José Fort Rossell, contabilista y excelente buceador; José Gregorio Redondo Rodríguez, arqueólogo y con muchos años viajando en las regiones indígenas de América en busca de antiguas civilizaciones.

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Los arriesgados marinos vieron cristalizada así una gran ilusión. Aventuras por los mares siguiendo el ejemplo de otros navegantes, escogiendo un recorrido difícil y largo. La embarcación es una verdadera cáscara de nuez. Es un navío pequeño para tan interesante aventura. Es un bote de los llamados “balleneros”, tipo Kath construido en Alemania en el 42. Sus características son velero de dos mástiles de 10 metros, 14 de proa y 8 de popa, 12 de eslora, 4 de manga y 4 de vela y con una superficie de 100 metros cuadrados. Desplaza 20 toneladas. Comienza así una aventura para cubrir 51.332 kilómetros, 127.684 millas marinas en línea recta. Siendo el primer puerto en costas venezolanas el de Puerto Azul y el último en avistar antes de tocar nuevamente aguas venezolanas el de St. George, colonia inglesa a solo 315 millas del estado Sucre. La embarcación fue adquirida hace siete años cuando los marinos se empeñaron en darle la vuelta al mundo, siendo los terceros en hacerlo, después del argentino Vito Dumas y la célebre tripulación peruana de la “Kontiki”. Firmaron los marinos, en aquel entonces, un pacto de caballeros, según el cual, en mutua comprensión reunirían el dinero necesario para reconstruir la nave de tres puños, costear los gastos en tierra y parte de la expedición. Obligados por esa responsabilidad, depositaban parte de sus sueldos en un banco, pero no solo los movía el reunir la cantidad necesaria, sino que aquel que dejara de contribuir, perdía el dinero depositado. El bote costó cerca de 100.000 bolívares. Fue acondicionado en el dique astillero de Puerto Cabello. Facilidades para el trabajo aportó la Escuela Náutica de Venezuela. Recordamos esa tarde cuando al ser preguntados por el objetivo del viaje, los marinos respondieron: “Llega un momento en la vida en el cual es imperativo tomar alguna decisión. O arriesgarlo todo para realizar los anhelados sueños, o resignarse a pasar el resto de los días sin algo especial. Como buenos marinos, el deseo es conocer el mundo. La travesía la teníamos preparada todos juntos. El deseo es que el ‘Canaima’ sea empujado solo por el viento. Llevamos un motor para una necesidad. La aventura justamente consiste en que el velamen dirija el bote”. El itinerario comprende tocar ochenta y seis puertos. En la confección del recorrido se tomó en cuenta temporada de huracanes, ciclones y condiciones negativas que puedan entorpecer el viaje, buscando evadirlas en lo que sea posible. El viaje fue dividido en dos etapas. En 1965 navegaron las zonas siguientes: mar Caribe, océano Pacífico, isla de Tahití, archipiélago de La Samoa, Totuilas, Fiji, Nueva Australia y Nueva Indonesia. Este año recorrerán los golfos de Bengala, Pérsico, de Aden, el mar Rojo (canal de Suez), mar Mediterráneo, seguirán al estrecho de Gibraltar y retornarán al Atlántico Norte, para llegar al punto de partida: puerto de La Guaira. El trayecto más largo del recorrido vuelta a la Tierra ya ha sido vencido. Está desde las Galápagos (islas) en las costas del Ecuador, hasta las Marquesas en el archipiélago de Tua-

motu, dominio francés en el Pacífico con un recorrido cerca de los 3.000 kilómetros. El otro trayecto considerado el segundo en kilómetros es el de Cabo Verde en las Bahamas, con una distancia de 2.500. En Barranquilla, primer puerto donde pernoctaron, cuentan ya sus primeras experiencias en alta mar. “Ningún problema grave se presentó en esta primera etapa de tres días —contaron al enviado de El Nacional, en este puerto colombiano—, después de haber levantado anclas en Venezuela fuimos arrastrados hacia las costas. Obligamos al bote a internarse mar adentro para evitar el fuerte viento. La máquina se movió normalmente, desplazándose sin dificultad alguna. Lo único fue que uno de los palos defensores se rompió, lo mismo una vela. La radio dejó de trabajar. Pero todo se solucionó en el puerto colombiano. Lo curioso del viaje fue la escolta de centenares de toninas, desde que salimos de Venezuela, hasta llegar a Colombia”. Aquí, en este puerto, contaron pormenores al periodista. En el mar no hay tiempo para aburrirse, decían los marinos. “Nos despertamos a las cinco de la mañana. Nos lavamos la cara con un poco de agua de mar, establecemos la posición de la embarcación, calentamos el desayuno con un reverbero de alcohol; preparamos caldo, huevos y jamón ahumado. Navegamos hasta el mediodía y con la ayuda del sol verificamos nuestra posición y la latitud. Preparamos nuestro almuerzo siempre a base de lo sacado en el mar. En las noches siempre navegamos, pero en varias oportunidades, bajábamos el ancla que nos servía de lastre para detener el curso nocturno de la navegación. Luego vamos a dormir, pero siempre atento uno de nosotros. Lo peligroso de estos viajes es la fatiga. Siempre nos preocupaba esto y por ello decidimos dormir la mayor parte de la noche”. “Consideramos —decían en aquel entonces los aventureros— que los tres días ya vividos —distribución del tiempo, enrumbamiento del bote, situación de la nave, alimentación, baño y otros menesteres— los pondríamos en práctica en el futuro”.

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Y del miedo, dijeron Moreno Sánchez, Grau Rodríguez, Redondo y Rossell, “lo sentimos. Claro que sí sentimos miedo. Con mucha frecuencia, pero dentro de nosotros seguía firme el deseo de continuar adelante: nuestros familiares y amigos no han creído en que tenemos nuestro propósito. Las olas son el mayor peligro de nuestra travesía. En varias oportunidades nos han ‘lavado’ totalmente. Pero en nuestro itinerario no hemos tropezado con dificultades peligrosas. Siempre el mar ha estado calmado”. Dejan a Barranquilla para continuar a Panamá. Siguen al sur para enrumbarse contra la corriente de Humboldt y seguir mar adentro del Pacífico. Desde la isla de Pago-Pago, en la Polinesia, conocemos que el velero marcha viento en popa. Muchos puntos difíciles han sido superados. Como fue el paso del archipiélago de Tuamotu y su gran cantidad de arrecifes de coral. Acá se saboreó el mal carácter del invierno en el hemisferio sur. La brisa ayudó notablemente y los recorridos fueron en el tiempo menor que el que se había previsto. Estos ­—los vientos— han sido propicios. A vela se considera un “récord” la travesía en este tiempo. De quince en solo ocho días. En su travesía por el Pacífico, han tenido la satisfacción de admirar paisajes, gentes distintas a las nuestras. Todas amables. Han sido tratados y agasajados al saber la procedencia de la bandera y el objetivo que persiguen. Desde Panamá a las Galápagos fue de gran experiencia porque se tuvo la oportunidad de conocer la capacidad de adaptación a los futuros contratiempos y sinsabores que tenían que suceder obligatoriamente en las futuras etapas de mayor alcance. Se pudo observar lo que representa una calma chicha, cuando el mar está tranquilo. Acá se observó un detalle zoológico. “En San Cristóbal de las Galápagos, somos agasajados religiosamente. A la salida gran cantidad de mantas nos escoltan. Divisamos Hiva Oa. En las Marquesas los vientos no han colaborado en esta oportunidad. Empezamos a racionar nuestra alimentación. En Hiva Oa, reconocemos el lugar que vio morir a Paul Gauguin. Se parte hacia Tahití. Llegamos a esta ansiada isla, escala segura de nuestro itinerario. Al conversar con sus moradores, observamos la fusión de dos culturas completamente distintas, que han dado por resultado una mezcla casi perfecta, ya que a la alegría natural del nativo se ha unido la tolerancia y la buena forma de entender la vida del pueblo francés. “Sus hijos nos bautizan, Moreno es Hurumanu; Joaquín es Teikimi; Redondo es Matean y Fort Rossell es Jafat. Acá nuestra primera decepción. Las atenciones de sus hijos no son compensadas por nosotros ante el factor económico. “Atravesamos a Noovea, Baratea, Tahaa y Bora-Bora. En estas islas admiramos sus bellezas y reparamos nuestra nave. Seguimos hacia Raratonga. Desviamos nuestra ruta ante informaciones de vientos fuertes por la zona. En esta, el mar y el viento se desatan con mayor inclemencia y en varias oportunidades tenemos que hacer uso del ancla flotante, artilugio que se usa en casos extremos para poner el barco con la proa al mar y el viento. Llegamos a Raratonga. Un señor de edad avanzada solicita permiso para entrar a nuestra nave. Al regresar nos ofrece 6.000 libras (75.000 bolívares) por el bote, y pasaje de retorno

a Caracas a los cuatro. Aun tentadora la oferta, la rechazamos categóricamente. En fin, el viaje por la zona es peligroso. Bajo tres brazas de profundidad. El peligro está en que no habiendo suficiente profundidad y el oleaje fuerte es por demás peligroso. Pero con maniobras y la suerte atravesamos esta peligrosa región. “Abandonado el archipiélago en La Samoa, el ‘Canaima’ continúa hacia la Isla de Fiji. El viento y el mar se comportan maravillosamente. En las Nuevas Hébridas, aguantamos el peor temporal. Se desarrolla a una velocidad de 40 millas-hora. Duró solo un par de días y pudimos capear las enormes olas que amenazaban sepultarnos sin que en momento alguno cundiera la desesperación del maltratado espíritu conservacionista. En la isla de Malekula, recalamos forzosamente para reparar los cables de mando del timón, rotos por la fuerte tensión sufrida en los días anteriores, al capear el temporal fondeamos en una bahía completamente solitaria en donde la navegación surge en forma explosiva. Nos internamos al monte y aquí cazamos un jabalí. Sartén con él. “Llegamos a Guadalcanal, en donde el paso de la guerra y de los diversos invasores no ha hecho mella en el salvajismo de los naturales”. A los 243 días de navegación el velero “Canaima” llega a la Isla de Nueva Guinea, cubriendo el trayecto desde La Guaira de 8.539 millas. Después de levantar anclas en la isla de Guadalcanal en la Melanesia (Pacífico), se dirigieron hacia el noroeste buscando las costas suroccidentales de la Nueva Guinea. “Acá dormimos fuera de la cabina y sobre mantas, porque en esta zona el sol no ‘pica’. Limpiamos nuestros platos y cubiertos de madera en las dos comidas diarias”. Hacen muchas maniobras con el velamen aprovechándose el escaso viento. “Nos turnamos en la caña, en el timón y en el puesto de mando ordenando los cabos y aparejos en cada instante porque si es verdad que el bote, poco se mueve, hay que estar pendiente del mismo. Aprovechamos el viento a base de maniobras y habilidades, siempre nos queda algún tiempo para pasear y observar el horizonte. En los atardeceres entonamos canciones y con un cuatro recordamos pasajes venezolanos”. En la isla portuguesa de Timor, nuestros viajeros sufren un serio inconveniente. Contratiempos surgidos durante la tramitación de documentos personales en cuanto a la pérdida de validez de los pasaportes por no encontrar dentro del itinerario una representación diplomática venezolana que los renueve, obligó a los cuatro marinos venezolanos a permanecer a bordo imposibilitados de pisar tierra firme, especie de secuestro a que los someten las leyes internacionales. El inconveniente surgió en Timor, mar de Timor al norte de Australia. En esta isla los marinos cumplían 272 días, cubriendo el viaje de 10.837 millas. Antes de que esto sucediera los venezolanos habían salido sin inconveniente desde la isla de Guadalcanal. Atravesaron una zona peligrosa. Salvaron el archipiélago de las Luisadas y el estrecho de Torres. Once días después arribaron a Darwin, en Australia, superando así la mitad prácticamente del viaje. Surgen a cada instante contratiempos que se agravan por la invalidez de sus papeles. El milagro de seguir viviendo se lo deben a un ciudadano suizo que

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encontraron en la Nueva Guinea, antes de llegar al puerto de Moresby. Espontáneamente, les hizo un regalo con abundantes provisiones de víveres. Lo que nos reserva la suerte en adelante es impredecible. Hasta el momento, los obstáculos naturales han sido salvados con la mayor felicidad, solo se han presentado dificultades por la cuestión de sus papeles. Posteriormente nuestros marinos antes de llegar a Yakarta, fueron ametrallados en el mar de Java. El incidente más peligroso para los cuatro venezolanos sucedió en estas aguas. Después de haber abandonado el puerto de Dili, en la isla de Timor, continuaron viaje atravesando las aguas de las islas de Flores, Raba, Mataran, Singadja, Surabaja; ante el problema de los papeles personales, lograron arribar a Yakarta. Acá, se les informó del peligro en el mar de Java en la Indonesia ante la actual situación de China. No hicieron caso y continuaron el viaje. En mitad de camino fueron ametrallados por un tanquero. El jefe de la tripulación del velero logró intercambio de luces dando a conocer el porqué de estar en la zona, 15 minutos luego seguían su viaje sin problema. Finalmente, en una tarjeta navideña, dieron cuenta de que el “Canaima” y sus cuatro tripulantes habían llegado a Singapur, después de recorrer en 301 días, 12.677 millas de las 27.684 que comprende tan importante odisea. Una tarjeta navideña para el diario y personal, la otra para el redactor, Lossada Roa, dan cuenta de su feliz arribo a esta ciudad. Fue el 27 de diciembre del año pasado cuando recibimos sus últimas noticias. Al escribir hoy, cuando se cumple un año de travesía, nada sabemos de los arriesgados muchachos. Se espera que en la isla de Singapur, continúen arreglando la embarcación para seguir el itinerario trazado. Es posible —así nos lo dijeron familiares— continuaron su viaje y seguro enviarán misivas ya más cerca de Venezuela, donde deben llegar a mediados del mes de diciembre de este año. Desde Singapur han dicho a El Nacional que no han pensado fracasar, porque llevan comprometido el honor de la Marina Mercante Venezolana. En fin, Antonio Moreno Sánchez, Joaquín García Grau, José Fort Rossell y José Redondo Rodríguez se están convirtiendo en héroes en el mundo entero. el nacional, 21 de febrero de 1966

Nota del editor: Para ser una epopeya que alcanzó su objetivo, que era dar la vuelta al mundo, el Canaima no fue un proyecto afortunado. Uno de los marinos, Antonio Moreno, solo conserva el timón y un salvavidas con el nombre del velero, que cuelga en la pared de su casa. Cuando llegaron de vuelta, con la gloria sobre los hombros, llovieron las ofertas oficiales para adquirir el Canaima y exponerlo en un museo. No llegó tan lejos. Las autoridades lo exhibieron en el estacionamiento del hotel Macuto Sheraton, hasta que el comodoro de la marina del hotel ordenó que cortaran el casco longitudinalmente a nivel de la línea de flotación, lo colocaran en la entrada de la edificación y le sembraran helechos. No deja de llamar la atención que el símbolo de una de las hazañas venezolanas del siglo veinte haya derivado en un basurero que nadie sabe por qué está ahí.

»1972« A níbal Nazoa

¡Vamos a gozar en el supermercado! Aníbal Nazoa retrató la realidad venezolana en innumerables crónicas que publicó a lo largo de cuarenta años en el diario El Nacional. Fue un humorista notable, miembro de una familia de grandes humoristas, fundador de los semanarios El morrocoy azul y Fantoches, entre muchos otros. Este texto singular da cuenta del asombro ante lo que se conseguía en un supermercado venezolano

A

ntiguamente –si se puede llamar antiguo lo que existió hace menos de dos décadas–, cuando los caraqueños querían distraerse, se iban a darles maní a los monos de El Calvario. Si querían disponer el diario de la casa se llegaban hasta la pulpería, donde además podían echarse un lamparazo de berro o anís de mochilita mientras les picaban el ocumo. Y si querían distraerse y disponer el diario simultáneamente, entonces se encaminaban al Mercado Principal, donde se podía adquirir lo que a uno se le antojase, desde un arrendajo o un saco de dividive hasta un trombón de vara o un retrato de los Reyes de Italia, todo aliñado con los pintorescos gritos de los pescaderos, las sabrosas discusiones entre martiniqueñas y el canto de centenares de pájaros enjaulados. Pero todo eso se lo llevó la consabida piqueta del progreso. Ahora el caraqueño se divierte viendo culebrones en cinerama o partiéndose las espinillas a silletazos en la oscuridad de una boîte. En cuanto al Mercado, le sucedió más o menos lo mismo que al Imperio Árabe en España, cuando se dividió en pequeños Estados llamados Reinos de Taifa, o sea, que se partió en una serie de rolitos repartidos por toda la ciudad, pequeños establecimientos cuyas dimensiones hacen que el nombre de mercados les quede demasiado grande, pero que, sin embargo, tampoco son “mercaditos” en el sentido tradicional. Sobre todos estos herederos del Mercado Principal se extiende hoy una sombra gigantesca, todopoderosa, que se llama supermercado o automercado. El supermercado es una especie de mercado disfrazado de botica, a donde nadie pensaría en ir a divertirse a no ser que esté loco. Allí no hay vendedores, ni pájaros, ni nada: solo largas hileras de potes absolutamente mudos.

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¿Qué se vende en los supermercados? Averiguarlo es precisamente la única forma admisible de diversión que tales negocios ofrecen. El noventa por ciento de los artículos en venta son enlatados con unas etiquetas en inglés que han ocasionado el envenenamiento de más de una familia por razones idiomáticas. Una clientela que siempre va vestida como si fuera para una excursión, pero que paradójicamente guarda un respetuoso silencio digno del Panteón Nacional, mariposea por allí a toda hora comprando carne cruda acuñada en vasitos como mermelada; queso rallado en laticas; almidón, azulillo y azulillo con almidón ya preparado y embotellado y otras cosas utilísimas, como un repelente tipo “aerosol” para que no se le metan los venados en su apartamento a uno, alimento para quetzales (en unas graciosas cajitas adornadas con un quetzalito picando el ojo y diciendo “Yum, yum, I like it!”), aserrín en papeletas y hasta pantano preparado por si el cliente quiere hacer adobes en su propio hogar (“Home-brick mixture” lo llaman). El departamento de adminículos para el hogar no es menos tentador: hay, por ejemplo, un estante lleno de aparaticos que nadie sabe para qué sirven pero vienen pegados en un cartoncito demasiado atractivo para dejar de comprarlos. Claro que después de haber botado el cartoncito usted se entera de que lo que debía botar era el aparatito… Pero no importa; en el estante que sigue hay otros artículos realmente indispensables, como sillas para montar camellos y clavijas de balalaika. Y en el último se consigue todo lo imaginable en accesorios e instrumentos para el cuidado del automóvil, desde una Venus de Milo con su ventosita para pegarla al parabrisas hasta pañitos especiales con siliconas y fibras antiestáticas para limpiar esa bolita que tiene la antena en la punta. Finalmente, en la sección comestibles, la cocina norteamericana invita, generosa, con sus mejores platos: cabeza de cochino en jarabe yodotánico (“Pig›s Head in Iodotanic Syrup”), tuétanos de gallina puertorriqueña en tubitos, pepa de mango horneada con ostras (“Mango Nuts with Oysters”), consomé de cacho de rinoceronte (“African Caterpillar a la Marsellaise”) y las sensacionales pepitas de auyama tostadas, envasadas bajo el exótico rótulo de “Mexican Pepitas”. Mas no se crea que las modestas vituallas criollas están ausentes del supermercado. No; lo que pasa es que las presentan en una indumentaria tan sofisticada que, al verlas, el venezolano lo menos que puede hacer es exclamar: “¡Cónchale, pero eso es mucho camisón pa’ Petra”. Nuestro humilde ñame aparece tan bien embojotado en material plástico, que en vez de ñame lo que parece es ñema o, mejor dicho, un huevo de pascua italiano. El maíz pilado viene en unos paqueticos que dan ganas de cogerlos para ponerlos en el sofá a manera de cojín. Y si es el papelón, se suministra en unas panelas que, francamente, da lástima utilizarlas para hacer guarapo y no para enmosaicar la casa. En una palabra, el supermercado es una maravillosa invención que ayuda al ama de casa a salirse de la rutina de ir diariamente a comprar lo necesario, brindándole la oportunidad de comprar lo que no necesita. los humoristas de caracas, Antología, Tomo II. Monte Ávila Editores, 1972

»1978« Eduardo Avilés Ramírez

Ayer murió quemada Juana de Arco El cronista nicaragüense, que muriera en París en 1989, Eduardo Avilés Ramírez, fue un prodigioso observador de la vida cotidiana. En esta pieza, recogida en la capital francesa, recuerda la muerte de la mujer que sirvió de modelo al escultor Frémiet para desarrollar la estatua de Juana de Arco. Desde entonces la joven se mimetizó con la luchadora. Breve y cargado de imaginación, este texto sintetiza muchas de las cualidades del género

L

a rue de vignon es una callecita humilde. Las paredes de las casas son húmedas y leprosas. Las siluetas que transitan por ellas son un poco como las paredes, a pesar de que no lejos triunfan los grandes bulevares, y que sus habitantes, en la noche, escuchan un ruido de marea, un oleaje perpetuo de ruidos apagados: el ruido del boulevard. Fue en esa calle, precisamente en el N° 16, que murió, ayer, Juana de Arco. Naturalmente quemada. Había nacido en los Vosgos, naturalmente también. Tenía los cabellos completamente blancos, su cara arrugada parecía un pergamino apenas animado, sus ojos se perdían entre cuatro bolsas de carne flácida, pero era Juana de Arco. Vivía de menudas ganancias que le producían sus propias y arrugadas manos. Trabajaba “a la hora” para un almacén de corsets. Cuando arrastraba sus pies por el boulevard, nadie –¡nadie!– se detenía a contemplarla: París es ingrato como un monstruo, porque en verdad os digo que era Juana de Arco. ¿Cómo estalló el fuego en el N° 16 en la rue de Vignon? Nadie lo sabrá jamás. Las llamas comenzaron a salir precisamente en el apartamento de la señorita Juana. Entre darse cuenta del incendio y la llegada de los bomberos, transcurrió un cuarto de hora: en ese cuarto de hora Juana de Arco quedó carbonizada. Fue horrible. Los ojos le habían estallado entre las cuatro bolsas de carne flácida. Los cabellos blancos desaparecieron en un

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instante. Las manos y los pies eran cuatro muñones negros y pestíferos. ¡Pobre Juana de Arco!. Había nacido en los Vosgos, como os decía al principio. La suya era una familia de campesinos pobres, muy numerosa. Juana tenía el perfil de las medallas célebres, el cuerpo pequeño y musculoso, los ojos como dos voluntades luminosas. Era como la estatua de Juana de Arco, enclavada esta en el cruce de la rue de Rivoli y la rue des Pyramides. El autor de esta estatua, Frémiet, poseía en los Vosgos una finca, en la que se refugiaba todos los veranos para escapar al dragón rampante que es París. Aquel lo pasaba a fines del siglo pasado. La esposa de Frémiet tenía amistades un poco en todos los alrededores de la finca. Gentes humildes. Algunas veces la esposa del estatuario llevaba a la pila bautismal a uno que otro chico. Y fue así que Frémiet había conocido a Juana, a su Juana de Arco: porque la había llevado en brazos a la pila de cristianizar. Juana tenía quince años exactamente cuando Frémiet la tomó de modelo para la estatua. Era en 1874. La trajo a París. La mostró en su atelier a todo el mundo. Los críticos de arte desfilaron, interrogaron, escribieron. Los periódicos publicaron la biografía de la joven Juana. Las damas de la sociedad se precipitaron a cumplimentarla, a admirarla. La estatua avanzaba rápidamente y Juana se tornaba cada día más estatuaria, más modelo, más Arco. Había leído la historia de su compatriota y, por un fenómeno fácil de comprender, habrá copiado la austeridad de su vida, en la virginidad, en la catolicidad, en el patriotismo. El día de la inauguración de la estatua, Juana asistió a la ceremonia rodeada de su familia, venida expreso de los Vosgos. Las Tullerías, la rue de Rivoli, la rue des Pyramides, todo estaba atestado de gente. Delegaciones de todas partes, mitras arzobispales y ocho reflejos presidenciales, espadas de mariscales y parches marciales, aclamaciones, discursos. Era la gloria. Frémiet no cabía dentro de la túnica florida de sus barbas. Y Juana lloraba, en silencio, entre los suyos, feliz como solo pueden serlo las niñas que poseen un corazón emocionado de quince años. 1874. Los años pasaron, Juana creció, pero no se resolvió a alejarse de “su” estatua. El presidente Grévy, que había inaugurado la estatua, murió. Los arzobispos, los mariscales, los poetas que habían desfilado delante de la Juana de Arco de bronce, murieron también. Juana envejeció, pobre como una rata. No quiso casarse nunca. Obsesionada por el mimetismo magnético de la estatua y de la otra Juana. El lis inmarcesible del Medioevo. A veces venía a la rue de Rivoli, se detenía en la arcada, se contemplaba con ojos apagados y veía desfilar frente a ella un ejército de hombres y mujeres de todos los países, hablando inglés, español, italiano, escandinavo, chino, masticando goma, tomando fotografías, casi todo el mundo con gorra turista sobre la cabeza. Pero nadie –¡absolutamente nadie!– se volvía hacia ella, le dirigía una sola mirada, ni una sola palabra: ¡ah, que sus quince años gloriosos estaban lejos! Después volvía a su rincón humilde de la rue de Vignon, arrastrando los pies, arrastrando en su corazón un tumulto de rostros desaparecidos y de recuerdos borrosos. Como la otra Juana, debía morir. Se cree que fue una estufa de gas que estalló. El in-

vierno es cruel para los viejos: cuando no los hace morir de frío, en una voltereta de congestión, los achicharra con las estufas a bajo precio. La llevaron a enterrar, pero nadie iba detrás del féretro. Ni una sola corona de lises. El carro que la conducía al cementerio pasó delante de la estatua. Delante de la Juana de bronce había un grupo de turistas. Nadie se dio cuenta de que Juana de Arco, quemada viva por segunda vez, pasaba junto a ellos. Los ojos de la estatua ¿descendieron un instante para “verse” pasar…? Nadie lo vio tampoco, quizás si el milagro se hizo solo. La vida es así… el libro de las crónicas ediciones de la presidencia de la república, caracas, 1978

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»1979« To má s E l oy M a rtín e z

Cómo poner de mal humor a un escritor Entre los numerosos textos que escribiera el periodista y escritor argentino Tomás Eloy Martínez en su etapa como jefe de redacción de El Diario de Caracas, se destaca esta crónica de un encuentro en Nueva York con Norman Mailer. La descripción del ambiente del gimnasio y las malas pulgas de un escritor que perdía la paciencia con facilidad construyen un encuentro inolvidable en una ciudad donde la gloria y el fracaso respiran muy cerca

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adie miente tanto en nueva york como el sol de abril. A las ocho de la mañana, los enjambres de agua jabonosa que salen de los bares, con su cortejo de cigarrillos marchitos, iluminan las veredas con una falsa ilusión de calor. Pero el aire está frío, manchado aún por las tristezas y las borracheras de la noche. En la esquina de Irving Place y la calle 14, veinte pasos al oeste de un quiosco de revistas, se abre un zaguán sórdido y, más allá, unas escaleras tiznadas por la vejez y el hastío. Quien se atreva a subir hasta la segunda planta, alentado por un letrero que anuncia “Gimnasio Gramercy - Clases de box”, descubrirá el espectáculo de un ring desierto en el centro de una vasta sala de mosaicos. Un cerco de fotografías amarillas brota en desorden de las paredes, como si las hubiera pegado la mano de un ciego. Hacia el fondo, meciéndose en una silla solitaria, un gigante negro bosteza fragorosamente, exhibiendo una dentadura de oro. Se llama Floyd Anderson, hace seis meses que se ha hecho profesional y me cuenta que sueña con ganar suficiente dinero como para colocarse un diamante en un colmillo. A sus espaldas alguien ha escrito con letra despareja “Dedicación–Sacrificio–Trabajo”. Allí se entrena Norman Mailer todos los sábados. A las siete y veinte toma el tren subterráneo en la estación de Prospect Park. Cuando desembarca en Irving Place, media hora después, ya está esperándolo el puertorriqueño José Torres, ex campeón mundial semipesado, que a fines de los años 60 conoció la gloria al vencer a Willie Pastrano en el Yankee

Norman Mailer diane arbus

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Stadium. Con frecuencia, Norman lleva consigo a Michael, su hijo de trece años, cuyas espaldas parecen, a lo lejos, las de un toro de lidia. Suben a los saltos por las escaleras del Gramercy, dándose golpes en los flancos para entrar en calor y, cuando llegan a los vestuarios, se friegan mutuamente con linimento, se enfundan los shorts y comienzan a correr en torno al ring, deshaciendo a trompadas el aire denso del gimnasio. Anderson los observa con ojos azorados. Mailer está demasiado gordo. El abdomen le cuelga sobre los elásticos del short como la funda de un mueble de segunda mano. De su cabellera blanca y arremolinada parecen alzarse más preocupaciones que las que un hombre de su edad podría tolerar. Tiene 56 años y no está viejo, en absoluto: solo desacompasado. Las arrugas de su cara son por lo menos una generación mayor que la chispa de sus palabras. Como a las nueve, después de haber sudado todas las intoxicaciones de la noche, se dispone a boxear dos rounds de tres minutos con José Torres. En el ring, el excampeón fintea, esquiva los golpes del escritor con displicencia y cada vez que los brazos cansados de Mailer se desorientan, dejando al descubierto la cara, Torres lo toca con suavidad. Los tres minutos parecen un día. “Aguanta un poco más, Norman”, trata de alentarlo el campeón. “A mí también me duelen los brazos”. “No me mientas”, replica Mailer. “A un peleador de tu clase nunca se le acaba el aire”. El intervalo entre un round y otro tarda otra eternidad. Antes de empezar el segundo, Mailer me pide que lleve la cuenta y haga sonar el timbre con puntualidad. Avanza hacia el centro del ring, trata de acertar un jab, pero Torres le adivina la intención antes de que haya movido los brazos. A los dos minutos, las piernas del escritor se quedan rígidas, en la frontera del calambre. Alarmado, toco el timbre y anticipo el fin del round. Mailer se inclina, enfurecido: “Nunca le hagas eso a un boxeador”, reclama. “Nunca lo humilles”. Dos horas más tarde, el escritor, exhausto, se resigna a la calma. Ha servido ya como árbitro en un combate a tres rounds entre Floyd Anderson y Torres, ha soportado con estoicismo las embestidas violentas de su hijo Michael –de las que sale con un par de aureolas moradas en la frente–, ha saltado a la cuerda y se ha enredado un centenar de veces con la pera, castigándola con buena voluntad pero sin estilo. Solo cuando se ducha parece despertar del frenesí boxístico. Emite un relincho agudo, y todavía mojado, despidiendo vahos de vapor, se asoma a la puerta del gimnasio, toalla en ristre, protestando: “¡Eh, tú!”, me señala. “Hablaré de cualquier cosa menos de literatura, ¿okey? Vayamos a comer, hombre”. Quince minutos más tarde, cuando ha devorado un par de panqueques con miel y medio litro de jugo de naranja, él mismo saca el tema. “Estoy muy orgulloso del libro que publicaré este otoño”, dice, aludiendo a La canción del verdugo. “Es la mejor novela de la vida real que se haya escrito. Mejor que todas esas mierdas de gallina que cagan Truman Capote, Gore Vidal o como se llamen. Es una obra maestra y no habrá otra igual en los próximos diez años, a menos que yo la escriba”.

Mientras Floyd Anderson desparrama sobre la mesa algunas revistas de Superman, que Michael hojea con desdén, advierto que Mailer está preparando los sentidos para el diálogo, con la destreza de un tallador que baraja un mazo de cartas. Cuando tiene ya los sentidos a punto, los despliega en este dilatado río de palabras: –¿Es que yo escribí una gran novela alguna vez? –En 1948 escribió Los desnudos y los muertos. Es hasta ahora el único de sus libros que la crítica ha elogiado por unanimidad. –Ese era un libro fácil. Es mucho más complicado escribir novelas sobre la realidad. Un novelista parte siempre de una idea fija, de una obsesión que lo embarga y que está dentro de él, no fuera. Con la imaginación se elige un blanco y lo único que debe hacer uno es alcanzarlo. Para un periodista, las cosas son más difíciles. Debe moverse todo el tiempo dentro de la realidad. –Sin embargo, el periodismo es rara vez como usted pretende. Fíjese en la revista Time o en el New York Post. Cultivan un lenguaje neutro, impersonal y, en el caso del Post, escandaloso. El hombre que narra no aparece por ninguna parte. Es exactamente al revés que en la novela. En ese periodismo hay solo hechos, no pasiones. –Es un periodismo condenado a morir. Está escrito por hombres que imaginan la realidad como algo inmutable y dogmático, sin ninguna arista. El reportero se sitúa ante los hechos de una manera vanidosa, como si afirmara: “Lo que yo estoy viendo es la única verdad”. Y no es así. La verdad depende de quien la ve y lo que importa es cuánto sabe el que la ve. –De acuerdo con su definición, entonces, el novelista parte de una idea fija y da vueltas alrededor de esa idea sin modificarla. La idea lo domina. Con el periodista sucedería al revés. Es la realidad la que hace con él lo que quiere: lo modifica, lo pone a volar. –Tal cual. Eso creo. La pregunta más importante de la historia es ¿cómo conoce el periodista lo que dice conocer? ¿Qué caminos, qué vínculos establece entre los distintos elementos de la realidad cuando se dispone a narrar? Vea mi caso. Yo soy pésimo como reportero. Pese a que tengo buena fama, me declaro incapaz de conseguir una entrevista. Con frecuencia uso las investigaciones que otros hacen para mí, aunque luego voy siempre detrás de ellos, tratando de verificar todo lo que me han dicho. Jamás imagino un diálogo. Transcribo, simplemente, los diálogos de la realidad. Cada vez que he inventado una conversación, los resultados han sido tristes. Le diré más: prefiero una mala novela sobre hechos reales que una buena novela sobre hechos ficticios. –Si es así, usted elegiría entonces Los hijos de Sánchez [del antropólogo Oscar Lewis] antes que Cien años de soledad. O se quedaría con un artículo de Tom Wolfe antes que con un cuento de Borges. –¡Eh, no me haga decir lo que no quiero! Respeto a Borges más que a ningún otro escritor en el mundo. Es el único que sabe cómo ir de aquí para allá cuando narra una historia. Y después de esa travesía, da gusto ver cómo asciende y levanta vuelo. En cuanto a Wolfe,

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es puro efecto. Un escritor de soniditos. Pero veamos Los hijos de Sánchez. Es un ejemplo inmejorable de lo que quiero decir. Ahí tiene usted una novela más bien mediocre, que da la impresión de ser grandiosa gracias a su profundo anclaje en la realidad. Tiene una falla grande, sin embargo: el ojo del investigador no se advierte por ninguna parte. Lewis transcribe con demasiado respeto las historias que le cuentan. Cuando un novelista verdadero está trabajando, solo debe obedecer a la realidad de su imaginación. Un periodista, en cambio, tiene que observar la realidad que está debajo de los hechos, o a los costados de los hechos. Ahí tiene usted mi libro sobre Gary Gilmore (La canción del verdugo). Me ha enseñado a ser un escritor mejor de lo que jamás fui. Me acostumbró a investigar y a disciplinar la imaginación. Me convenció de que la vida real siempre será más interesante que mis invenciones. Tengo mucho que agradecer a este libro. Me ha convertido en alguien más vanidoso. Y más burgués. –Advierto que se ha olvidado usted de García Márquez. –Para nada. No quería verme obligado a decir que lo envidio. Nadie coloca los sustantivos mejor que él. Los coloca de tal manera que se quedan resonando un largo rato en la cabeza. –En 1958 o 1959, cuando García Márquez escribía también “novelas de la vida real” en Bogotá y Caracas, usted fundó uno de los periódicos de mayor éxito en Nueva York, The Village Voice. –Me había lanzado entonces al torrente de la vida. Creía, como Rimbaud, en “el desarreglo de todos los sentidos”. Procuraba sumergirme en los misterios del asesinato, del suicidio, del incesto, de las orgías y del orgasmo. Necesitaba tener grandes audiencias para predicar mis teorías. Me reuní con un par de amigos que estaban deseosos de sacar un diario, Edwin Francher y Daniel Wolf, y salté al agua con ellos. Aporté cinco mil dólares y el nombre del periódico. –Y en cuanto el Voice comenzó a tener éxito, usted se metió en líos, ¿eh? Escribía todas las semanas una columna ridiculizando a los lectores. Atacaba en público los editoriales del director, entraba en la redacción y armaba camorras con los reporteros, se quejaba de que los correctores dejaban deliberadamente las erratas de sus artículos. Hasta que usted no aguantó más. O no lo aguantaron. Y renunció. –Casi todo eso es verdad. Pero no voy a seguir permitiendo que usted me ponga de mal humor. Ya es mediodía. ¿Le importa si me voy a casa? el diario de caracas, 12 de abril de 1979

»1979« Jessie Caballero

Un artesano con sueldo de ejecutivo Extranjeros ha habido siempre en Venezuela, y muchos han ingresado de manera anónima en crónicas que retratan una forma de sobrevivir en el país. En los años setenta muchos llegaron del sur, espantados por las dictaduras. En este texto de Jessie Caballero se dibuja el perfil de un artesano exitoso que despliega su arte en una de las puertas de la UCV y en 170 tiendas de Caracas. Estudiante de Geofísica sin graduarse, reivindica un arte callejero

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la entrada de la ucv, un joven argentino se gana la vida vendiendo artesanía de plata. Su diseño original –bicicletas pequeñitas– asoma en 170 tiendas de Caracas y hasta ha logrado exportar a otros países. Se queja de la xenofobia venezolana y cuenta las peripecias de los sureños para llegar a este país. “En este país ser buhonero es ser malandro o drogadicto”. Luis Fannesi, uno de ellos, define así las condiciones en que se desenvuelve. Aunque ya es famoso entre la gente que, por economía o comodidad, compra a los vendedores callejeros, se queja de que en Venezuela no se concede ninguna importancia al artesano. “Cotidianamente somos atacados por la policía que nos desaloja de todas partes, pero que nos deja cuando les pasamos plata, ‘para protegernos’ de los verdaderos malandros. Todos aceptamos ese chantaje. Es como si tuviésemos que pagar un alquiler”. Luis es un joven argentino que vino a Caracas huyendo de la crisis económica de su país. Su aspecto –elegante joven de la clase media– y sus ganancias mensuales, desmitifican al buhonero clásico: melenudo y medio hippie o modestamente vestido y con cara de desasistido. La diferencia está en la valorización que él mismo da a su trabajo. “Soy un artesano, nunca vendo fantasía comercial, sino bicicletas en forma de prendedores, zarcillos y dijes, que son un diseño propio, patentado en Argentina”.

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“La artesanía caraqueña no existe. Debería existir un lugar donde se enseñe a trabajar el cuero, el cobre y la plata, y así ir formando un gran movimiento artesanal”. Luis Fannesi, vendiendo bicicletas a la entrada de la UCV, gana el doble o el triple que cualquier respetable empleado público. Es más, su sueldo es el de cualquier encorbatado ejecutivo: 7.000 bolívares mensuales. Esto no solo por la venta al detal: ha colocado sus bicicletas en 170 tiendas de Caracas y las exporta a Brasil, Paraguay y Uruguay. Vino a Venezuela con cuatro amigos, pues “este es un país tranquilo donde hay mucho billete”. Consiguió un apartamentico en la avenida Urdaneta donde vivía una familia argentina, por el que pagaban entre todos 1.700 bolívares. “Todos los argentinos que estamos aquí venimos ayudados por los que llegaron antes de que se cerrara la inmigración. Ahora hay varias maneras de salir de allá: en cola y ‘haciéndose el loco’, o nacionalizándose en otro país de Sudamérica, para poder viajar legalmente a Venezuela. La más viable es consiguiendo un contrato con alguna compañía venezolana. El contrato puede ser inventado, es decir, que un amigo que trabaje en Venezuela en una compañía consiga que lo llamen a uno, sabiendo que va a trabajar en otra parte”. “También se puede pagar a un trabajador del Consulado argentino para que le consiga la visa. Esto cuesta 3.000 bolívares más o menos, según la necesidad y jerarquía del empleado”. Luis Fannesi considera que si es toda una odisea venir, más difícil aún es convivir con los venezolanos, por su “terrible xenofobia”. “El rechazo al argentino es cada día peor. Cuando estamos en alguna tienda o en un cafetín, apenas nos oyen hablar dicen: ‘¡Otro che, pibe!’”. “La pedantería es lo que más nos critican, pero son los porteños, que son pedantes aquí o allá por igual. También se molestan ante las críticas que hacemos sobre el país: que si nadie respeta el orden en las colas o que si todos los venezolanos son unos neuróticos. Tienen razón de calentarse pues nadie tiene derecho de molestar a los residentes de un país del que se está comiendo y viviendo”. Luis Fannesi dejó su carrera universitaria (Geofísica) faltándole solo cuatro materias para graduarse, y no le duele “porque allá es imposible estudiar”. el diario de caracas, 4 de julio 1979

»1979« Elizabeth Fuentes

La belleza sobrepasa el poder político Muchos periodistas y editores no entienden que la gran política a veces es menos interesante que los actos sociales con políticos. Un ejemplo notable de esta verdad es la crónica de Elizabeth Fuentes, insuperable, sobre el homenaje que le hizo el Presidente encargado de ese momento, Rafael Andrés Montes de Oca, a la primera Miss Universo venezolana, Maritza Sayalero, en los predios de Miraflores. Retrato único de un sarao con champaña, un desmayo y una salida espectacular

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l homenaje escenificado en miraflores a la mujer más bella del universo estuvo salpicado de anécdotas y sucesos. Políticos, artistas y asomados se concentraron en el patio central haciendo caso omiso de la invitada. Un desmayo y una salida espectacular cerraron el acto. Aquello era una fiesta de pueblo, un “arrocito” familiar; las caras aburridas de ilustres desconocidos –que asistieron armados de toda la familia, para ver de cerquita a la Miss– se confundían con el centenar de policías civiles, con sus características corbatas chillonas y chaquetas de cuadros. A las diez y media de la noche, Maritza no aparecía. Ni casi nadie. El vacío del patio central de Miraflores contrastaba con la multitud que se apretujaba en el aeropuerto para esperar a la reina. “Esto es puro copeyano nuevo”, señalaba un periodista, mientras esperaba con ansiedad el primer whisky. Pero la orden era terminante: la champaña correría solo ante la presencia de la invitada. Y seguía la expectativa. El corre-corre de los fotógrafos hacia la puerta de entrada dio el aviso. Eran las 11. Detrás se apuraba el jefe de mesoneros gritando: “Traigan la champaña”. Pero la falsa alarma sirvió para introducir a Miss Universo directamente al despacho presidencial. Y comenzó otra vez la carrera de fotógrafos y mesoneros en busca del hermoso objetivo. El periodista Oscar Yanes, parado en el marco de la puerta, solo dejó entrar a sus colegas.

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Con la veintena de flashes encima, se dio inicio al encuentro oficial de Maritza Sayalero –1,75, cara de jirafa asustada– y Rafael Andrés Montes de Oca –un metro sesenta y tantos– , Presidente encargado. El despacho presidencial —cargado de dorados, terciopelos y alfombras persas­— fue escenario de una ceremonia que recordaba las visitas del general Juan Vicente Gómez al interior, cuando la niña más precoz del pueblo lo recibía con un ramo de flores y una poesía de Andrés Mata, a la que el general respondía con un billetito de cien, “para que compre caramelos”. Pero aquí las cosas fueron al revés: Montes de Oca pronunció el discurso y Maritza respondió con el regalito. “Para mí es un serio compromiso el que me dejó el presidente Herrera, que se encuentra en Quito. Me encargó que le ratificara los mejores deseos suyos”, señaló el Presidente, a lo que Maritza apenas respondió: “Estoy muy contenta y un poco asustada”. Y seguidamente, fotos y silencio. Un silencio que ponía nervioso a Montes de Oca, que lo obligaba a hacerles señas a sus colaboradores y “pelarle” los ojos –más grande aún– a uno que otro, para que se apartara de ambos. Como todos los silencios, este se salvó con frases hechas: –¿Cómo le fue? ¿Mucho trabajo? –preguntó “Pepi”. –Sí. Me pisaron en Maiquetía –respondió Maritza. –¿Cuántas horas duró el vuelo? –Cinco. Me recibió mucha gente. Fue impresionante. –Mire, allí está el embajador de Australia, que la acompañó hasta Venezuela. ¿Cómo le parece? Hay que ponerle como veinte mil premios. Y en efecto el embajador salió a escena y saludó a ambos. –También está el ministro de Información y Turismo. Venga, Zapata… Esta salida casual de Montes de Oca dio pie a que, espontáneamente, algunos invitados se pusieran en fila –como en las grandes recepciones de la reina Isabel– y dieran la mano a Maritza. Luego vino el brindis y estalló la fiesta. Afuera, el ambiente se había compuesto. Políticos, modelos, artistas y periodistas charlaban animadamente, haciendo caso omiso de la homenajeada. Charles Brewer Carías comentaba pícaramente algunas situaciones con Mercedes Pulido. Caremis charlaba animadamente con tres extravagantes jóvenes. Oscar Yanes, Agustina Martín y Amador Bendayán se reían de las peripecias del aeropuerto. Aquiles Torrealba conversaba entusiasmado con Alfonso Benzecry. Grupos de políticos, grupos de artistas. No se podía determinar, a ciencia cierta, si la farándula había irrumpido en el espacio político o viceversa. La animada charla del Presidente encargado quedó interrumpida por una pregunta: –Se dice que si Maritza fuese Adela, el Gobierno no le hubiera rendido este homenaje. –Nosotros le estamos haciendo un homenaje a una mujer que representa la belleza, que admiramos en su porte y en su personalidad. Ella es el alma de la mujer venezolana y a ella la hemos recibido con todo el cariño que hay que manifestarle sinceramente, cuando se cree y se admira la belleza.

–Por lo visto usted cree que el poder de la belleza es más importante que el poder político. –Cómo será esta belleza de grande y trascendente que sobrepasa con creces el poder político. Yo, como político, me rindo ante la belleza. Pero la belleza les jugó una mala pasada a los invitados. Un hormigueo de reporteros indicó que algo raro pasaba: “Se desmayó, le dio una baja de tensión”. En uno de los despachos de Miraflores, siete guardias presidenciales cuidaban la puerta. La jirafa con cara asustada no pudo resistir tanta emoción. el diario de caracas, 11 de agosto de 1979

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»1980« R o d o l fo H . Te rra g n o

La literatura latinoamericana es como una ensalada de frutas Rodolfo H. Terragno nunca fue un periodista convencional. Abogado de profesión y político, pero también escritor, ejerció a veces por pasión y otras por necesidad la dirección de medios de comunicación. En Venezuela el exilio lo obligó a fundar, junto con Diego Arria y un grupo de periodistas de primer nivel, El Diario de Caracas, soplo de oxígeno que renovó el periodismo a finales de los años setenta. Aquí ejerce de cronista, después de haber participado de un almuerzo en la redacción con Guillermo Cabrera Infante

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veces (solo a veces) develar una intimidad tiene sentido. Un almuerzo con un escritor al cual ya no se lo puede entrevistar –porque cada entrevista es repetición de alguna anterior– puede, inesperadamente, ofrecer algunas claves. Mostrar la banalidad que corroe a la literatura. Este almuerzo con Caín fue revelador y (quizá) merece ser contado. Este es el cuento. Pabellón con baranda y Viña Cousiño Macul (cosecha 1976), pero blanco. La concesión a la nostalgia habanera –poblada de caraotas frijoles, de arroces blancos y de plátanos maduros– fue hecha por Armando Durán. También fue su culpa la claudicación ante el falso Macul. Todo fue elegido, cuidadosa e incongruentemente. Marcel Granier evocó los años que vivió –él también– en Londres, con 600 dólares por mes: la belle époque, cuando los trajes no le costaban 300 libras. Luego, le confió a Miriam Gómez la dirección de Mr. Taylor, el mejor odontólogo –dice él– de todo Londres. Rodolfo Terragno, ignorante hasta la exasperación, optó por callarse. No dijo (por fortuna) que la escritura de Cabrera Infante le parece ociosa. Armando Durán confundió El arpa y la sombra con La consagración de la primavera. Tomás Eloy Martínez fingía modestia: una de las pocas cosas que finge mal. Fue un almuerzo banal. Guillermo Cabrera Infante lucía corbata y barriga, como un ejecutivo de pequeña empresa. Miriam, su mujer, se reía, narraba anécdotas confusas y

ejercía, todo el tiempo, su oficio de primera dama de un país imaginario que gira en torno de este Infante no difunto, dedicado a engullir arepas con mantequilla. El escritor, que –según Durán– “ha perdido parte de la memoria”, no se acordaba ni del propio Durán. También había olvidado que el Fausto de La Habana para un infante difunto (página 490) es Fausto Masó. El domingo había llegado en un avión de Viasa que voló desde Bogotá con una puerta entornada y una cabina que, cada tanto, se descomprimía. En Maiquetía, la burocracia había dudado de este caballero indígena con nombre español y pasaporte británico. Los funcionarios de inmigración pertenecen al vulgo y nunca han oído hablar de Guillermo Cabrera Infante: no han leído Así en la paz como en la guerra y, extrañamente, no se avergüenzan.

Injurias con natilla La Habana de un revolucionario arrepentido empezó a sobrevolar los platos de natilla y queso guayanés. Fue rememorando entonces: José Baragaño, un poeta que cometió la traición de no traicionar a Fidel Castro. “Murió de vergüenza”, sentenció Caín (Cabrera Infante), y luego evocó que “Baragaño empezó a morirse un día que no le permitieron hablar”. Heberto Padilla irrumpió en el almuerzo, pero no como Prometeo sino como falsificador: su historia –contada por el compatriota– se reduce a la de un hombre que no puede salir de la isla; un escritor casi desconocido, cuya mujer no pudo conseguirle la solidaridad internacional, pero sí, en cambio, la publicación compensatoria de dos poemas suyos en The New Cork Review of Books. Gabriel García Márquez –escribidor de El otoño del patriarca, libro de cuya página 30 Cabrera dice no haber podido pasar– fue descrito por Miriam con la misma expresión que usa The Times: “agente cubano-soviético”. Supuesta profesión que Gabo ejercería ardorosamente –dice Caín– para lavar las culpas de que se manchó el día que los americanos se hundieron en Bahía de Cochinos. Ese día, García Márquez huyó de Prensa Latina –para la cual trabajaba en Nueva York– y llegó en autobús a México. Alejo Carpentier apenas mereció una mención: Cabrera Infante no ha leído sus últimos libros, aunque –premio consuelo– elogia Concierto barroco.

La denuncia de Kay Kendall Cuando el pabellón hizo su entrada, el escritor estaba dictaminando: “Todos los concursos literarios son arreglados, incluido el que gané yo”. Él ganó el premio Seix Barral (editorial cuyos representantes en Venezuela eran comensales y testigos en esa mesa). Fue hace dieciocho años, con Tres tristes tigres, que entonces se llamaba Vista del amanecer en el trópico. El escritor no reveló los artificios de los que fue beneficiario: prefirió contar cómo, un año después, el jurado Mario Vargas Llosa –quien ya se había pronunciado por La traición de Rita Hayworth– votó finalmente por Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé, solo

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porque Carlos Barral, que ya le había adelantado a Marsé los dos mil dólares del premio, así se lo ordenó. Rita Hayworth obligó a que se hablara de Manuel Puig, el/la escritor/a que pasó su adolescencia admirando actrices. Cabrera Infante y Martínez reconstruyeron la lista de seudónimos que Puig ha impuesto a sus amigos: Kay Kendall es el propio Cabrera Infante. Faye Dunaway es el propio Martínez. Esther Williams, Vargas Llosa. Hedy Lamarr, Julio Cortázar. Ava Gardner, Carlos Fuentes. “Desde entonces, no podemos ver a Ava Gardner sin acordarnos de Carlos”, informó Miriam, mientras el nombre de Manuel Puig provocaba espasmos en Luis Lozada Soucre y Cabrera Infante resolvía que El beso de la mujer araña es mejor que Boquitas pintadas, a pesar de las referencias al pie: “fastidiosas para el lector común e inútiles para quien haya leído dos libros de psiquiatría”. Enseguida, fue convocado Néstor Almendros, fotógrafo a quien Manuel Puig echó de su casa, en Nueva York, porque Almendros no soportaba a Lana Turner. Costó resistir el anecdotario, que amenazaba volverse infinito. Martínez deploró la muerte de Offenbach, gato que fue de los Cabrera Infante. Miriam reveló que, antes de morir, el gato se había llenado de piojos: una infección que Offenbach debió a Donyale Luna, la modelo negra de Paco Rabanne que en los años 60 impuso los vestidos de placas metálicas. Los vicios de Jane Birkin y el turismo erótico de Emir Rodríguez Monegal. Las transformaciones de Esdras Parra y la vasectomía del propio Cabrera Infante, regalo para la prolífica Miriam, autoproclamada “una coneja”. El onanismo y el narcisismo. Todo se mezcló con la comida criolla, el vino musiú y el in-genio (in: prefijo privativo latino que indica supresión o negación. Pequeño Larousse Ilustrado). Guillermo y Miriam estaban apurados. Tenían que terminar rápido con Caracas y volverse a West Virginia. Allí él dicta una cátedra provisional y compra libros envasados al vacío, en una librería que no fue montada para vender libros a escritores despistados: su único fin era encubrir un sex shop donde se puede conseguir, inclusive, el primer número de Playboy por solo 2.000 dólares. La literatura latinoamericana –cuyo boom fue inventado, aviesamente, por Tomás Eloy Martínez en Buenos Aires: pecado sin absolución que recordó Cabrera Infante– terminó en una ensalada de frutas. Y acaso sea solamente eso. el diario de caracas, 7 de marzo de 1980

»1980« Fausto Masó

La ensalada de Rodolfo Terragno Pocas veces uno tiene la oportunidad de encontrar una crónica y su respuesta enardecida de inmediato. Este es el caso del texto de Fausto Masó, quien rompe lanzas a favor de Guillermo Cabrera Infante, como respuesta a la boutade del director de El Diario de Caracas. El lector como siempre tiene la palabra. Cabe decir que los tiempos cambian y que quizás hoy quien escribiría una nota del tenor de la de Terragno sería el mismo Masó

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nvestigar los vicios solitarios de una señorita probablemente es banal para Rodolfo Terragno, a juzgar por su artículo “La literatura latinoamericana es como una ensalada de frutas”, publicado en El Diario de Caracas el pasado 6 de marzo, y donde RT convirtió un almuerzo en la intimidad en una lamentable crónica, en la que se reservó el papel de Jehová, de narrador omnipotente. Solo hay que rogar que el periodista en su vida privada no sea tan serio, respetable y profundo, como al sorprenderse por la aparente banalidad de Guillermo Cabrera Infante y que, tampoco, quiera adjudicarse siempre la figura ya olvidada del narrador omnicomprensivo de las novelas del siglo XIX. ¿Qué espera RT de una conversación de sobremesa? ¿Un análisis político de Centroamérica, la explicación del misterio literario –si tamaña tontería existe– o el patetismo, la autocompasión y la retórica tradicionales en los escritores latinoamericanos? Nuevamente, sin quererlo, el periodista, al tratar de banal a un escritor que solo escribe, que rechaza la falsa seriedad latinoamericana, se colocó a favor de la pompa habitual de nuestro continente, demostró su propia banalidad. En la narración de este almuerzo brotaron los prejuicios pequeño burgueses de la izquierda y la derecha latinoamericanas. Hay que ser serios, señores, porque un minuto de debilidad, un simple gesto, derrumbaría las poses. No requería mucho talento demostrar el anticastrismo de Guillermo Cabrera Infante, quien, al no ocultarlo –y más bien prego-

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narlo– en su estancia en Caracas trató a la mayoría de sus lectores con un cierto desprecio insoportable, le dio la espalda al propósito de su viaje: promover la venta de sus libros; despreció la ciencia de las relaciones públicas. En un lugar donde lectores, críticos y escritores se dicen de izquierda, las respuestas de Cabrera Infante en sus entrevistas no halagaban ni buscaban tampoco un fácil perdón. Habrían merecido entonces un esfuerzo para entender su posición, sin reducirla a los gestos inconsecuentes del escritor como payaso, pero cierta izquierda necesita de un cómodo maniqueísmo para dormir en paz y le duele preguntarse por lo obvio: ¿por qué Cabrera Infante, Enrique Labrador Ruiz, Carlos Franqui, Virgilio Piñera y Reinaldo Arenas han sido perseguidos por la Revolución cubana? ¿Por qué después del esplendor de los primeros años, siguió un cine más pobre, una literatura más gris y la uniformidad fácil? Sí, aun apoyando la Revolución cubana, creyendo en la necesidad del Armagedón universal, la presencia de un Cabrera Infante debiera provocar algunas preguntas… No fue así por las razones de esa señorita que es virtuosa en privado y en público. La provincia se alborotó, más de un cronista tuvo su primer orgasmo de la década y la derecha e izquierda interpretaron a su conveniencia cada salida ingeniosa de Caín. ¿Quién es el superficial y quién es el profundo? Quizá de las telenovelas, con el tiempo, salgan los actores y los autores del mejor teatro venezolano, como de la crónica policial narradores. Quizá Amador Bendayán sea más profundo que nuestros goethes locales y el noticiero de Radio Rumbos la muestra ideal de verdadero nuevo periodismo venezolano y Últimas Noticias el periódico más ingenioso de todos, porque de los pomposos, de los que escriben, hablan y actúan demasiado bien no brotará más que pompa y retórica. La esperanza está entre los que escriben mal, los superficiales, los banales, a los que les gustaba la salsa antes que fuera famosa, los verdaderamente superficiales. Si Caracas fuera Weimar, Rodolfo Terragno –nuevo Goethe– haría bien en indignarse ante la banalidad de una conversación, y enojarse porque Cabrera Infante no sea la conciencia de su época e ignore la batalla de Valmy. Pero si Caracas es Caracas, hay que preferir ese estilo banal a la indignación periodística de Rodolfo Terragno. En la verdadera vida de la señorita satisfecha, contada por uno de sus allegados, a los lectores les aburrirán las juras de la bandera, las frases de la heroína en favor de la decencia, el amor patrio y las buenas causas. Si este libro pasa a la historia, si es vital, si vale la pena, si conmueve a un lector que no sea demasiado bruto, será por la descripción de sus vicios solitarios, de esas mecánicas costumbres que alegraron los días de esta mujer maldita y se transformaron en su “feliz culpa”, en sus verdaderas virtudes, en el reencuentro de la caridad, del encuentro con la gracia. En una desastrosa mesa redonda, organizada por la Biblioteca Nacional, el cronista, por no desentonar, al elogiar el libro de Guillermo Cabrera, consiguió decir exactamente lo contrario de lo que pretendía, al calificar de desafortunado el libro. El cronista quiso

Fausto Masó y Cabrera Infante vasco szinetar

advertir contra una crítica y unos lectores a los que solo deslumbran palabras como “experimento” y “lenguaje” y que se desconcertarían frente a la sencillez de La Habana para un infante difunto, y en unos minutos provocó tal confusión que ha jurado, si alguna vez alguien repite el error de invitarlo a hablar en público, llevar todo lo que diga, escrito y corregido para evitar también hablar con faltas de ortografía. Después, algunas de las preguntas del público hicieron olvidar la intervención del cronista. Hubo una pregunta que, sin duda, hubiera encantado a Rodolfo Terragno, y hay que sospechar que fue inspirada por él. Alguien levantó la mano intrépidamente para decir su verdad. Le molestaba haber estado callado escuchando tantas sandeces, tanta falta de seriedad cuando en la vida abundan las tragedias. ¿No conocía Cabrera Infante quizá aquella famosa afirmación de Sartre sobre que no se puede escribir mientras algún niño pasa hambre? Y, por fin, soltó la terrible pregunta, el dictatum que aplastaría para siempre a este cubano-británico-gusano-no arrepentido: –Señor Cabrera Infante, dígame… ¿qué opina usted del problema de los jamaiquinos en Londres? Pregunta que lo juro por mi honor –en lo poco que vale– le fue hecha, el 5 de marzo, en la librería Kuai Mare a Guillermo Cabrera Infante. el diario de caracas, 13 de marzo de 1980

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»1981« Jo h n U p d i ke

Venezuela para visitantes Presentar a John Updike, uno de los escritores estadounidenses más importantes del siglo veinte, resulta innecesario. Cabe sí aclarar que a veces los grandes escritores caen en generalizaciones curiosas. Updike publicó este texto en The New Yorker, después de haber sido invitado por la familia Cisneros a Venezuela en 1981 y viajar a la Gran Sabana. Otra vez la crónica se impregna de ironía y retrata en parte el esnobismo de quienes se vuelven locos por retratarse con celebridades

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oda venezuela, aparte de la insignificante clase media, está dividida en indios y ricos. Los indios se encuentran principalmente en el sur, entre los cenagosos afluentes del río Orinoco y los tepuyes habitados por dioses que yerguen sus temibles cimas a más de 1.500 metros sobre la selva circundante, mientras que los ricos tienden a concentrarse en el norte, a lo largo del soleado litoral, en la floreciente metrópolis de Caracas y en las costas semicirculares del lago de Maracaibo, de donde extraen su regio oro negro. La insignificante clase media ocupa una franja de sabana árida en el centro del país y algunos enclaves apartados en las faldas suburbanas del cerro Ávila. Los indios, cuyo color va del café moca al del chicle Dentyne, por lo general no miden más de 1,5 metros. Llevan el cabello al estilo paje y rigurosa pollina, con algunas tonsuras por consideración a los piojos. Ninguno de los dos sexos anda completamente desnudo: los hombres visten un guayuco alrededor de la cintura que se atan al prepucio, con lo cual el pene queda estirado hacia arriba. Las mujeres, una vez que abandonan la infancia, deben soportar algunos adornos como tres palitos de madera atravesados simétricamente debajo del labio inferior, como palillos en una aceituna. Las penetrantes miradas de ambos sexos son afables, pardas, alertas, cautas. El visitante, que se encuentra entre ellos con su cámara Nikon FE y su koala L. L. Bean, al principio se siente cohibido, pero luego comienza a sen-

tirse a gusto con sus palpamientos inquisitivos, que golpetean y frotan su persona con una suave y arenosa insistencia diferente al torpe manoseo de los niños o a las caricias que un adulto caucásico le haría a otro. En sus palpamientos existe un éxtasis contagioso y mudo, y un afán vacío aunque con algunos parámetros de tacto e ironía. Estas son presencias humanas, cae en cuenta el visitante. Los ricos, cuyo color de piel va del porcelana al moca, por lo general no miden más de 1,80 metros. Llevan el cabello en moños y peinados con secador. Ambos sexos suelen vestir de manera elegante. Los hombres prefieren los trajes oscuros de mediano peso (las noches en Caracas pueden ser frías), su corte inglés realzado con un ligero destello latino, y camisas a rayas pero con el cuello rigurosamente blanco y puños franceses abotonados con ágatas y oro. Las mujeres visten una variedad de modelos e imitaciones de trajes pantalón estilo militar; modelos originales de Dior y Oscar de la Renta llegan de París y Nueva York. Las penetrantes miradas de ambos sexos son afables, pardas, alertas, cautas. El visitante, que se encuentra entre ellos en su traje informal Brooks Brothers, con la camisa arrugada y el cuello abrochado en las puntas, al principio se siente cohibido, pero luego comienza a sentirse a gusto con su excelente inglés, aprendido en universidades de Londres o de los States, y con su impecable cortesía, que esconde, al igual que sus finos trajes ocultan su piel, sinuosas profundidades de español y esos pensamientos oscuros que la mente se expresa a sí misma en su idioma nativo. Cuentan anécdotas recopiladas de sus ricas vidas internacionales. Conforme avanza la noche, ofrecen confidencias, sondeos, inquietudes. Estas también son presencias humanas. Los indios viven en shabonos –cobertizos más o menos circulares bellamente tejidos con palmas secas en claros cortados y quemados en la selva tropical circundante–. Común-

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mente, un shabono se pudre y es abandonado a los tres años. Su interior está impregnado de humo, por los fuegos de cocción, y las enfermedades de los ojos son comunes entre los indios. Duermen, descansan y mueren en chinchorros colgados tan cerca uno del otro como racimos de vainitas. Su tecnología, que en su estado puro no abarca ni el hierro ni la rueda, es sin embargo altamente elaborada: las complejidades químicas del curare nunca han sido sondeadas por completo, y con sus cerbatanas de casi 5 metros de largo los indios pueden abatir sus presas a más de 30 metros de distancia. Pescan sin anzuelos, empleando redes y echando lianas venenosas en el agua. Todo esto parece más fascinante de lo que en realidad es. Resulta deprimente permanecer en la penumbra de un shabono, el techo de palma lleno de insectos gigantes, los indios encorvados en sus chinchorros, sus ojos enfermos, sus vientres protuberantes, sus rostros y extremidades embadurnados con la misma tierra marrón grisáceo que compone el suelo, sus pocas pertenencias: unas cuantas cestas marrones y pieles de mono. Sus vidas no son el paraíso, por el contrario, están llenas de ansiedad – su religión se basa en el miedo, su arte de gobierno en una guerra constante–. Para ellos, son “la gente” (yanomami), para otros, son “los asesinos” (waicas). Los ricos viven en haciendas –grandes casas espaciosas y frescas con techos de tejas curvas y, sorprendentemente, caña seca–. Algunas haciendas que aún existen en Caracas datan del siglo XVI, cuando el gran valle estaba casi vacío. Su interior está impregnado de humo, por las cenas a la luz de las velas, y los lentes de contacto son comunes entre los ricos. Sus muebles son sólidos, negros y pulidos por generaciones de sirvientes. Grandes cuadros de Diebenkorn, Stella, Baziotes y Botero adornan las paredes de yeso blanco, junto con pinturas religiosas en vivos colores estilo colonial español. Los artefactos son todos modernos y pagados. Aun cuando se agotase el petróleo del lago de Maracaibo, ya se han descubierto vastos yacimientos de crudo pesado en el estado Bolívar. Todo esto parece más fascinante de lo que en realidad es. A los ricos les gustaría estar en París, Londres, Nueva York. Muchos tienen apartamentos en Miami. La alta costura y la pintura abstracta puede que no resulten suficientes como baluarte. La democracia constitucional de Venezuela, aunque el último dictador huyó en 1958, no está tan garantizada como puede parecer. La turbulencia y la tiranía son tradicionales. El Che Guevara aún es idealizado entre los estudiantes. Para ellos, los ricos son gente buena, decente y divertida, para los demás, son “reaccionarios”. Hay misioneros, muchos de ellos estadounidenses, que trabajan con los indios. Afirman que dado que la civilización occidental, con todas sus enfermedades y sus desperdicios, debe llegar, es mejor que lo haga a través de ellos. No obstante, los antropólogos marxistas los vituperan. Hay expertos extranjeros, muchos de ellos estadounidenses, que trabajan con los ricos. Afirman que solo están brindando su ayuda y que, de todos modos, la industria petrolera fue nacionalizada hace cinco años. No obstante, los antropólogos marxistas no se sienten complacidos. Los pies de los indios son muy anchos en la parte delantera, sus dedos se abren para trepar los árboles de aguacate. Los pies de los ricos

son muy estrechos en la parte delantera, sus dedos están comprimidos por los zapatos italianos puntiagudos. Los indios buscan aliviar sus tensiones usando ebene, o yopo, una droga que altera la mente extraída de la corteza del ebene y que un compañero sopla en la nariz del consumidor a través de una caña hueca. Los ricos aspiran cocaína por la nariz y frecuentan discotecas alucinantes, pero más comúnmente ingieren coñac, vino blanco y whisky, junto con sus compañeros. Estos y otros contrastes y comparaciones entre los indios y los ricos quizá puedan cobrar mayor significado mediante la siguiente anécdota: un visitante, después de algunas semanas en Venezuela, fue invitado a volar a lo alto de un tepuy en helicóptero, el cual se estrelló. Como se explicó, para los indios los tepuyes supuestamente son lugares prohibidos poblados por los dioses y, en honor a la verdad, presentan una exótica y asaetada vegetación, así como una escarpada geología para los intrusos que no están acostumbrados a visitarlos. El choque no fue de mayor importancia, no se quebraron huesos ni botellas (llevaban una opípara merienda con mucho vino blanco). Acabaron con el contenido de las botellas, fotografiaron la exótica vegetación y llegó el helicóptero de rescate. En el Cessna de vuelta a Caracas, los sobrevivientes no se cansaban de hablar sobre el incidente y su supervivencia, y la pelirroja sentada frente al visitante dijo: “Me encanta cómo pronuncias ‘tepuy’”, al tiempo que lo imitaba. “Es realmente estimulante”, expresó. El visitante poco a poco se dio cuenta de que estaban coqueteando con él y que, por lo tanto, esa mujer era de clase media. En Venezuela, solo la insignificante clase media coquetea. Los indios secuestran o son víctimas de violaciones, los ricos toman por la fuerza, o se entregan, lánguidamente, en una imperiosa rendición. Los indios solo conocen tres palabras en español: “¿Cómo se llama?”. Dentro de las creencias de los indios, dar su nombre equivale a ponerse bajo el poder del otro. Y los ricos, cuando alguien es presentado, entornan los ojos y guardan su nombre en sus misteriosas profundidades. Entre ellos, el poder fluye por líneas de afinidad e intimidad. Tras una imperiosa rendición, una mujer rica mira fijamente a su visitante con un nuevo interés a través de sus ojos entornados, castaños, afables y delineados con kohl. Él se ha convertido en alguien a tener muy en cuenta, aunque solo sea como una fuente potencial de dificultades financieras. “¿Cómo dijiste que te llamabas?”, pregunta la mujer. Los indios y los ricos rara vez se juntan. Cuando lo hacen, el resultado es un mestizo, y la explotación de recursos naturales. Ahí radica el futuro de Venezuela. the new yorker, 1981

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»1982« E a rl e H e rre ra

El doble destino de una muchacha muerta A Earle Herrera muchos periodistas le deben un libro que acompaña muchas clases, La magia de la crónica, esfuerzo por ofrecer bibliografía venezolana al estudio del periodismo. En esa obra importante Herrera organizó una antología, donde aparece este texto sobre la doble muerte de una joven en el estado Anzoátegui. La primera muerte fue un tonto accidente de tránsito. La segunda fue moral y atroz. Breve, impecable en su factura, eriza la piel en su forma y fondo

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n su breve existencia la muchacha nunca imaginó su doble destino. Porque tuvo dos destinos: una trágica muerte que canceló su vida en flor y otro destino después de muerta. El primero, un vulgar y absurdo accidente de tránsito, necrológicamente común en este país. Y el segundo, ya abajo en su tumba, arrancado por la realidad de las páginas más necrofílicas de la ficción. El primer día de este año de gracia y de otras cosas menos sagradas, regresaba con su familia de Cantaura, capital del distrito Freites del estado Anzoátegui. Cantaura, por cierto, es un pueblo de tumbas y cruces, tradiciones y leyendas. Retornaba de las fiestas de Año Nuevo. No pudo jamás llegar a El Tigrito, donde vivía, porque ocurrió lo absurdo, lo estúpido, lo exasperantemente común: un accidente de tránsito. A los dos días –no sé por qué dos– fue sepultada y al tercero sus familiares fueron al camposanto a visitarla, a llevarle flores, velas y rezos. Recibieron un doloroso impacto del Más Allá pero que estaba allí, ante sus ojos, real, definitivamente real: uno, dos –ni la policía lo sabe todavía– perturbados de la noche habían profanado la sepultura, abierto el ataúd y penetrado en él, sin molestarse en sacarlo a la superficie. Allí estaba el cadáver con su vestido roto, despedazado y allí ella, en una como espeluznante inocencia inerte, en su otro destino, negro como el primero pero no común como aquel, víctima –porque los muertos también pueden ser víctimas de las aberraciones sexuales de quién sabe quién–.

El o los necrófilos se habían saciado, ensañado. Una inscripción negra que quería ser desgarradora, dejaron grabada: “No seguiré siendo esclavo de tu amor…”. De los familiares no hablo, no los nombro, me sobra respeto y me falta capacidad para describir ese dolor. Pero el pueblo entero, como era natural, se volcó al cementerio. Todavía no sale de su asombro, todavía habla del “caso”. Todavía no puede callar, menos olvidar. El Tigrito es un pueblo enclavado en la Mesa de Guanipa, entre San Tomé y El Tigre, que creció lo que ha podido crecer bajo el impulso aceitoso del petróleo, con el martilleo de los taladros en los oídos y el horrendo ojo de los balancines fijo en sus ojos. Un pueblo tranquilo, sano y trabajador, donde el asombro es poco común porque todo sucede sin asombro, en una suave rutina. Aquel caso, acontecimiento, suceso, qué sé yo, era naturalmente superior a la capacidad de asombro del pueblo. Hoy está asombrado, sigue sin comprender, no puede comprender. La violación del cadáver fue médicamente confirmada. Se habló de marihuaneros, drogadictos, locos, alucinados, menos de necrofilia porque allá esa es una palabra extraña. En las casas del pueblo, por las noches, se deslizan algunos nombres pero nadie sabe. Ni la policía sabe, porque la policía también fue desconcertada. Dicen los detectives de la petejota de El Tigre que están sobre la pista, que los tienen identificados, que fueron dos, que fueron tres, que… ¿Qué? Un periodista de la región por andar asomando hipótesis y persiguiendo primicias se metió en problemas con la seccional del Colegio Médico. Los muertos cuando entran en descomposición –y aquel cadáver ya lo estaba en sumo grado– producen una grave infección en quien, por supuesto, tenga relaciones con los mismos. El periodista informó que dos jóvenes con dicha enfermedad fueron atendidos en el Hospital General de El Tigre. Los médicos reaccionaron. Armaron una querella contra el informado periodista. El caso ha involucrado a todos los estratos y sectores de la comunidad. La realidad y la ficción andan abrazadas por las calles. La muerte se metió en la vida y los tiene confundidos. Ciudades de otras épocas pero con más luces que El Tigrito, hoy todo asombro, tampoco soportaron la necrofilia —“Coito con un cadáver. // Deseo anormal hacia los cuerpos muertos”, dice con asco el viejo Larousse—, ni siquiera en libros. Se prohibieron obras del Marqués de Sade, Baudelaire y del gran cantor del amor a y con cadáveres: el atormentado Isidore Ducasse, mejor conocido como Conde de Lautréamont, autor de ese libro genial y maldito que son Los cantos de Maldoror. Posteriormente también los poetas surrealistas fueron execrados porque hicieron suyas las tempestades infernales de Lautréamont, sobre todo aquel pasaje donde canta y elogia a los “adolescentes que hallan placer en violar los cadáveres de hermosas mujeres recién fallecidas”. Luego sus obras fueron reconocidas, reivindicadas y elevadas al altar de las letras como geniales. ¡Pero cuidado!, porque ese reconocimiento a la necrofilia fue solo en la

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ficción, como materia literaria, jamás en la realidad, en eso que llaman la vida real. Aquí en Venezuela, por los años 60, un grupo de artistas irreverentes (hoy no tanto) montó una exposición en homenaje a la necrofilia, con huesos de res y pedazos de vísceras y carne que día a día se iban descomponiendo. La sociedad se tapó las narices, cundió el asco, pero ellos –los propugnadores de la necrofilia– no se atrevieron a llegar al coito con los pedazos de carne fétida y descompuesta. Y he aquí que en 1982, anteayer nomás, en un tranquilo pueblo que tiene dos nombres –El Tigrito y San José de Guanipa–, la realidad salta de una tumba y le tuerce el pescuezo a la ficción, la trasciende y la anula. Toma su lugar, se hace ficción. Y El Tigrito queda allí, real y ficticio. Pero sobre todo asombrado porque había conocido la necrofilia, el amor con los cadáveres. el nacional, suplemento mujer, enero de 1982

»1982« Enrique Rondón

Se fue «El águila blanca» Enrique Rondón es uno de los periodistas venezolanos que dignificó la crónica policial, como género que encuentra raíces profundas con las artes y milagros del noir estadounidense. En diferentes medios construyó piezas inolvidables por rescatar el lado humano, aun en tiempos de masacre. En este caso se despide de un abogado al que llamaban “El águila blanca”, Raymond Aguiar Guevara. Al leerlo uno advierte todo lo que ha perdido el periodismo venezolano

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l águila blanca no volverá al ataque. Tenía 39 años. Murió el catire. Desmintió así a quienes hace un mes decían que lo ocurrido en su escritorio había sido un autoatentado. Otros afirmaron que fue un atraco frustrado. En esta oportunidad el único frustrado fue Raymond Aguiar Guevara, quien nació el 8 de octubre en Baltimore, Estados Unidos. Era conocido en el ambiente penal como “El águila blanca” porque atacaba en picada. Le gustó esa imagen y adoptó el emblema del ave como distintivo de su papelería. Encima de su mesa también había una inmensa águila dorada. En todas partes, en el edificio IUST, donde quería formar el bufete más grande de América Latina, está presente la silueta del águila. Aguiar comenzó en el ambiente penal como secretario de un tribunal de instrucción. Estudió Derecho y se inició al lado de Rafael Naranjo Ostty. Se independizó en 1976 cuando asumió la defensa de Luis Posada Carriles, uno de los implicados en la voladura del avión cubano. Vio la oportunidad de proyectarse y lo logró. El caso del avión cubano lo llevó a la cárcel por enfrentarse a la jueza que llevaba el caso. Le hizo acusaciones por medio de remitidos pagados, la jueza se consideró irrespetada y ordenó ocho días de arresto. Esa defensa no se limitó a los tribunales. Hacía frecuentes viajes a Miami, donde los

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cubanos en el exilio le preguntaban constantemente “por qué la justicia en Venezuela es tan lenta”. No verá el final de ese caso. Dos años después actuó en otro sonado caso: la muerte del penalista Ramón Carmona Vásquez. Aguiar se enfrentó al entonces director de la Policía Técnica Judicial. En privado calificaba de imprudente la actitud de Carmona: andaba desarmado. Tampoco vio el final de esta acusación. El último gran enfrentamiento fue con el presidente e interventor del Banco Nacional de Descuento, José Gabaldón. Lo acusó públicamente de estar implicado en hechos dolosos en la administración del BND. A principios de noviembre había expectativa porque se anunció que en el programa Con Emilio, en el canal 8, se enfrentarían los dos, Gabaldón y Aguiar. A última hora Gabaldón rechazó la invitación. Aguiar, desconfiado, fue a la cita aunque le habían dicho que el programa estaba suspendido. “Temía que ese fuera un peine y el hombre se presentara y yo quedara como un tonto”, explicó. Ese día fue al canal en un taxi, sin escolta como siempre andaba. Con una pistola montada en la cintura y un revólver en la pierna. Lo criticaban porque andaba sin guardaespaldas. El águila blanca hizo su último ataque en picada, pero esta vez perdió. el diario de caracas, 2 de diciembre de 1982

»1983« José Ignacio Cabrujas

Testimonio y homenaje José Ignacio Cabrujas escribió obras de teatro, telenovelas, artículos de prensa, crónicas, guiones de cine y ofreció entrevistas de antología. Con su texto y su voz construyó una mirada inconfundible sobre el país y sus padecimientos. Nunca le faltó el humor, ni cierta ternura. Tanto es así que recordamos su obra como el nombre de una de sus columnas, “El país según Cabrujas”. He allí una categoría de lo que somos. Y que aparece esta crónica que había permanecido inédita y que Prodavinci rescató

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sta noche tengo regocijo en la memoria, tal vez porque recordar es un estupendo placer de la inteligencia. Sobre todo recordar a quien ha sido buen compañero de vida, gente de trecho en trecho, como debería ser la gente. Treinta años me separan hoy de una noche en la Plaza Carabobo. Román Chalbaud y yo, saliendo de un fracasado ensayo en un fracasado teatro, elucubrando una fracasada película. Y allí, frente a la Policía Técnica Judicial, como se verá, un pésimo sitio, estaba Rolando Peña a golpe de una de la mañana, recitando a todo lo que le daba la memoria un deprimente monólogo de Antón Chéjov que para nada le iba a quien en ese momento me pareció apenas un mocetón atarantado. Era “El canto del cisne”, no el de Rolando, sino el de un viejo actor ruso harto precisamente de su fracaso. Así lo vi, tenso y, sobre todo, intenso, pronunciando a manera de conjuro, invocando el anhelo de Stanislavsky, unas palabras a mitad de escena y totalmente absurdas en la aspereza de la Plaza Carabobo: “Este hueco, negro, ay Misha, se ha tragado los mejores años de mi vida, mi juventud, mis ilusiones”. Se refería Chéjov a la oscura platea de un gran teatro, sin espectadores ni testigos. Pero dicho por Rolando, frente a la Petejota, no pude menos que renovar en mi vida el sentido de ese hueco que en ese instante sonaba a país agujero, a Caracas agujero y, sobre todo, a lo que nos aguardaba pero que aún no éramos capaces de medir en barriles, sino en vulgares hoyos.

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De todas maneras era un mal augurio y una blasfemia contemplar a un joven, declamando sobre el fracaso de un anciano. Ese día, Rolando estuvo a punto de ofrecerme unos cuantos carajazos al intuir que yo ponía en duda su talento histriónico. Pero la cosa no pasó a mayores tal vez por la cercana presencia del Poder Judicial. Román lo conocía. Tanto, que había sido actor en una de sus primeras películas: me refiero a Cuentos para mayores, donde Peña aparecía de muchachón moderno y despreocupado caminando por las calles de un Petare colonial medianamente exótico. Entonces usaba franelita y exhibía los bíceps a lo West Side Story. Pero nada de Leonard Berstein. Puro Chelique Sarabia y sobre todo puro Héctor Cabrera, puro “Rosario”, luz del día o del cielo y el impudor de Román transformando todo aquello en serenata de postigo y calle empedrada, como Guanajuato o San Miguel Allende. Entonaba Cabrera, “Rosario”, dispuesto a cortejar a una chica casadera, y Rolando hacía de bulto en segundo plano, de acompañante del galán como en las viejas películas mexicanas cuando Negrete, acompañado de unos cuantos Peñas sindicalizados, proclamaba su amor por la sin par Gloria Marín. Insólito comienzo para quien esta noche se nos presenta como legítimo artista de vanguardia. ¿Qué otro artista plástico del mundo o de este agobiado continente debutó de sombra, de relleno de imagen, de miembro anónimo de un combo telúrico? Esa noche, superada la antipatía, Rolando nos llevó a una de sus casas que eran múltiples y dependientes de las compañías femeninas. En esa oportunidad se trataba de la residencia de una ciudadana argentina, vestida de satén, y dispuesta a ofrecernos, cosa que hizo, lo juro, una infusión de yerba mate servida en su correspondiente cazuelita. Yo estaba asombrado, no solo porque era la primera vez que consumía yerba alguna, sino por la conducta estrafalaria de este a quien después se le conoció como El Príncipe Negro, paseándose por aquel apartamento convertido en estancia pampera, donde de un momento a otro podía irrumpir algún gaucho de boleadoras, sin mayor asombro. Siempre he tenido por norma que conocer a una persona es preguntarle qué hace, puesto que en Latinoamérica no existe ninguna otra posibilidad de definir a un ser humano. Rolando me aseguró que era actor accidental, pero sobre todo bailarín contemporáneo y cuando traté de imaginarlo alado, príncipe de Giselle, consorte del Hada de Azúcar o Espectro de la Rosa, procedió a decirme que lo suyo era la vanguardia y que por esa razón pertenecía al polémico grupo de Grishka Holguin, bailarines de pies sucios, enemigos de cualquier zapatilla y de esos que ensayan en mono y se arrastran por el piso elevando el torso cada vez que se refieren al infinito, o a la soledad, o a la bomba de hidrógeno o a la polución o a la mala vida. Así lo conocí y años más tarde o tal vez meses más tarde, puesto que soy incapaz de recordar fechas, volví a topármelo, esta vez en la Universidad Central de Venezuela, ahora de malla y toalla atravesada. Ese día me propuso un espectáculo llamado Testimonio. Según su propia ocurrencia, íbamos a compartir el formidable escenario de la Facultad de

Arquitectura, él con una coreografía sobre muerte, violencia y guerrilla, obligación de los sesenta, y yo, con un monólogo aún inédito denominado “Terrible situación de un necrófago”. Y así se hizo, más por su pasión, que por mi escepticismo. Así me obligó al punto de amenazarme con unos cuantos coñazos de fallar yo en mi escritura o en mi capacidad de memoria. La coreografía de Rolando según pude enterarme en el último ensayo, consistía en unos pasos y revolcones febriles, aunque, dicho en su honor, casi siempre verticales y en la proyección Kodak de unas diapositivas con manchas y explosiones de sangre y muertos, reflejadas en su pecho, en su espalda, su cabeza y hasta en su culo, como si todo él fuese un depósito de violencia, de Fidel Castro, de Sierra Maestra y hasta la victoria siempre. Aquello fue un delirio consagrante a los ojos del cenáculo vanguardista de la Facultad de Arquitectura, Vaticano de las audacias. A punto estuvimos de salir en hombros de fanáticos que ese día nos proclamaron como auténticos reyes de un sonido nunca escuchado, de un cuerpo nunca visto, de una palabra nunca dicha. Guardo en mi memoria la noche de Testimonio como el mejor regalo que he recibido de este artista. Después fue escucharle sus coreografías teóricas en el rebelde Cafetín de la Facultad de Ingeniería. Como por ejemplo aquel día que el Príncipe me relató una idea para ser realizada en el Aula Magna con la música de El lago de los cisnes. Quería Rolando inspirarse en los movimientos de Petipa y reproducir nada menos que los cuatro o cinco actos de tan singular partitura, solo que danzada, en lugar de balletistas, nada menos que por Adriano González León en el rol de El Príncipe, por Elisa Lerner caracterizada de El Cisne Negro y por Salvador Garmendia resolviendo los complicados fuetes del Embajador de China. Deseaba allí, Rolando, traer al Aula Magna una buena parte de los mendigos y locos de la ciudad, encabezados por el hermosísimo y rubicundo Luis Lucsick, interpretando el papel de Brujo Malvado que tanto daño le hace al amor. Pretendía mi amigo que yo me desempeñase en el rol de El Bufón y que el actual ministro de Relaciones Interiores, Jesús Carmona, hiciese el papel de El Chambelán. Como es natural, el espectáculo no encontró ni acogida ni mucho menos financiamiento, pero a los pocos días, este hermoso amigo a quien siempre conseguí con un proyecto, me propuso algo más cercano. Era el tiempo de Henry Miller y esas horribles traducciones argentinas donde el órgano sexual masculino suele llamarse “picha”, miseria cultural de aquel momento. Así, en la Sala de Conciertos de la UCV, presentamos el aguerrido Peña y este servidor, un espectáculo de danza y palabra denominado Homenaje a Henry Miller, donde Rolando, torso desnudo, mallas negras y este servidor, vestido de lo que era, es decir, de intelectual resentido, interpretábamos las infinitas y jactanciosas sexualidades parisinas del gringo renegado. No había música. Rolando bailaba y yo leía. Rolando bailaba al filo de la palabra, bailaba lo que decidía, sin proyecto, sin idea, a lo que diera, pero sobre todo, a lo que suce-

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diera. Treinta y tantos solidarios, casi siempre arquitectos, nos saludaron con vítores en un espectáculo que jamás logró llenar las butacas de la Sala de Conciertos, pero que fue calificado de intransigente y osado. Desde allí fue la vida. Cada vez que Rolando ha tenido a bien decirme que es pintor o artista plástico o como se le quiera llamar, tiendo a no creer del todo en esa cédula. Me cuesta trabajo reducirlo. Rolando es artista, simplemente. Ni plástico, ni de goma, ni de madera, sino de temperamento, por no decir de rabia. Sin él, no podríamos explicarnos o, lo que es peor, no podríamos relatarnos. Rolando es un provocador en el más riguroso sentido de la palabra, es decir, aquel que estimula, aquel que molesta. Aquel que no se resigna. Rolando supo mantenerse como atractivo de una aldea frente a la cual se convirtió en disonancia. Verlo, o mejor dicho, presenciarlo, es creer en un espectáculo, no sé si de arte, no me importa, pero sí del ser humano, que sí me importa. Están aquí, ahora cuando lo celebramos, los barriles que somos, la simple y sensata reducción que alguien ha hecho de nuestra vida. Barril que es tosco como somos y dorados como se nos dice. Barril adorno, y barril cuenta. No habrá pájaros ni árboles ni mares en el arte de este excepcional ciudadano. Nadie los busque. Solo el relato, casi frío, casi austero de lo que nos permite existir a pesar de nosotros mismos. La historia de un país que desde 1922 se cuenta por barriles, es decir, por recipientes. Viéndolos aquí, apilonados, vuelvo a repetirme la misma pregunta: ¿qué hay adentro ahora que Rolando los ha convertido en fachada? ¿Qué es ese líquido allí guardado? Testimonio y homenaje: allí vivimos, allí nos hierven, nos procesan, nos refinan, nos exportan. Pero Rolando ha tenido el decoro de no mostrar el contenido. Tan solo la fachada. prodavinci, 2010/centro cultural consolidado, 6 de mayo de 1983

»1983« Ben A mí Fihman

Yo me jugué la vida por un foie gras La crónica gastronómica venezolana vivió un momento singular con la aparición de la pluma de Ben Amí Fihman en los años ochenta. Como si se tratara de un personaje escapado de una ficción, estableció desde las páginas del primer Feriado que apareció con la noticia de la guerra de Las Malvinas un gusto por definir sabores y restaurantes. Sus textos eran ejercicios de un estilo que se adaptaban a cada materia con precisión de relojería

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l hombre es un cadáver festivo. Basta con mirar, asistir o integrarse a una fiesta para sentirse próximo a esa conclusión. No conozco acto más desesperado que una fiesta. El ritual del alcohol, danza y exceso, en el cual somos tan duchos los mortales, está contaminado de muerte, de su conciencia perturbadora y del deseo de abolirla a través de un frenético ademán colectivo. Celebramos y reímos por contagio, no por lucidez interior, por sabia elección. Una fiesta es un alboroto de monos sobre el abismo, una carrera de espaldas frente al hocico húmedo de la muerte que nos ha interrumpido el sueño. El que festeja, aunque lo ignore, corre y huye perseguido por la anticipación del final que lo espera, el festejador llora, aunque luzca alegre y hasta alegre y medio. Pero si la fiesta conserva ese arrastre inaudito entre los hombres es porque a pesar de todo su remolino violento nos libera, momentáneo, en cuerpo y alma, con la pizca de absoluto del orgasmo: en ese instante la carcajada y el sollozo se juntan como un trampolín desde el que ganamos la ilusión de saltar fuera de nuestras vidas, fuera del mundo, aligerados del lastre de la muerte. El anhelo de ese momento de privilegio, de ese núcleo disperso, puebla a toda verdadera fiesta: a esa perla múltiple como el tiempo la recoge cada uno de nosotros, cuando tenemos la suerte de dar con ella en el fondo tumultuoso de la celebración, a una hora distinta. Mientras más nos eluda más exacerbada se hará la búsqueda. Buscador de tesoros, alquimista empedernido el que ha celebrado, reincidirá. Aquel diciembre en París, donde con un realismo que hace caso omiso de las paradojas

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el ancho de la escalera de las casas de habitación fue determinado por ley para dar paso franco al ataúd de un hombre de mediana estatura, estábamos hambrientos de festejos, todo oídos a las invitaciones, el ánimo dispuesto a colaborar en cualquier complot de la alegría. Las calles exhibían desde varias semanas antes vitrinas de charcutería repletas de salmón ahumado, morcillas blancas y lingotes de foie gras. Los bistrós, donde veíamos naufragar nuestros días con sus noches, donde el frío se combatía en vivo a golpe de vinos y coñac, temblaban con la alta tensión del champagne en erupción. París entero, la crisis no se había anunciado aún, batía al tambor de la euforia. Los trenes del Metro se tragaban a las horas pico la estampida inabarcable de todo un pueblo cargado golosamente de paquetes y bolsas henchidas de futuro placer. El frío abrillantaba los arreglos luminosos que la Navidad había colocado en edificios y avenidas. Las librerías arrojaban abiertos al ojo del peatón riquísimos volúmenes ilustrados: de cocina, de pintura o historia del cine. Los vineros pregonaban botellas raras a precios inverosímiles y en la ola del encantamiento de fin de año hasta las joyas engastadas en los ventanales de la Place Vendôme nos llegaron a lucir al alcance de la mano. El calendario se fundía en la lava nevada del invierno, aboliendo la frontera de las fechas, de albas y crepúsculos. A toda esta circunstancia que convertía la cotidianidad en confeti, vimos agregarse con sorpresa, a medida que diciembre avanzaba como un barco ebrio, de uno a otro día todo un contingente de amigos venezolanos que venían, a todas luces, dispuestos a quemarse las alas en el fuego etílico de París. Deseaban, si no provocar, sumarse sin reticencias a aquella fiesta con tamaño de ciudad. Fue pasada la Nochebuena cuando Miguel, que vivía entonces en París dedicado a jugar maquinitas, y yo, a consentir mi aparato digestivo, decidimos armar la nuestra. A esa altura del mes habíamos llegado a ser tantos que teníamos que reunirnos por separado para entrar a los restaurantes, invitar por turno a nuestros apartamentos para que cupiéramos, nativos y recién llegados, a estricto regañadientes. Nos pusimos de acuerdo para repartirnos las responsabilidades: Miguel buscaría un lugar para poner el baile, yo me encargaría de conseguir, para que fueran buenos, vino y foie gras, mientras el resto de las vituallas necesarias correría, diezmo voluntario, por cuenta de los invitados que serían, sin discriminación, tantos como pudiéramos conseguir. Encargué, pues, dos grandes terrines de foie gras —de terrina, el molde de barro donde se hacen fundir los imponentes hígados de ganso cebado: la “hipertrofia obtusa” del barón de la Tombelle, el varias veces milenario foie gras— donde mis amigos Raymonde y Pierre del restaurante La Chamaille (rencilla en francés) de la calle Saint-Louis-en-L’Île. Aquel foie gras, le había explicado a mi amigo Luis José García, uno de los visitantes caraqueños, refutaba, vulneraba para mí el idealismo platónico: la terrine de Pierre Siri, delicada como una piel de bebé, representaba a la idea aquí puesta entre nosotros y no su copia, el modelo original y no la pálida descendencia terrestre del mal llamado paté de foie gras (confusa alusión a los pasteles, “patés”, de masa de los cuales a apartir del siglo XVIII también cupo al foie gras macerado en coñac, fundido en el horno y tempalado por el frío, solo en Estrasburgo, con trufas en

el Périgord, pero que antes y después fueron por igual de carnes de perdiz, menudencias de cerdo o hígado de pollo). Cada una de las terrines de quintaesencia hepática pesaba cerca de tres kilos. Miguel por su parte, aficionado a los practical jokes, consiguió la casa de campo del legendario intelectual de izquierda Régis Debray (quien no se preparó nunca para semejante bonche), además de un pequeño autobús para trasladar la masa descalza del convite: jóvenes estudiantes, políticos de café, pintores ciegos, exiliados galácticos y cuanto invitado invitaran los invitados de todas las nacionalidades, entre españoles, franceses, chilenos y alemanes. Hacia la media tarde, como si la enorme cantidad de botellas de vino hubiera derramado dentro de cada uno de nosotros un zaperoco ardiente, la noble casa de campo de vastas proporciones, ceñida por un amplio jardín de tapias blancas y húmedo de brumas, retumbaba con gritos, música e histriónicos bailes de origen desconocido. Sobre la mesa de la cocina se desparramaban las charcuterías y las botellas de vino; en la sala vecina un tocadiscos imponía una fiebre de salsa que trataban de combatir inútilmente los sureños de buena fe con una guitarra y mucha protesta melancólica. El caserón se sobrepoblaba a ojos vista. Los invitados de importancia se habían trasladado al segundo piso a un mullido desván de entrada exclusiva, de conversación civilizada. Régis Debray, sobrecogido por el caos del mundo inferior, se había enclaustrado allí con el director Costa Gavras, el novelista Miguel Otero Silva y la escritora Antonia Palacios. En la planta baja que habíamos convertido en una mezcla de playa de Río, mercado de Calcuta y ciudad universitaria del Tercer Mundo podía observarse, por ejemplo, a un argentino imputándole demagogia al escurridizo Régis Debray, o a su esposa; por otra parte, amamantando a un recién nacido al pie de la escalera, o a una crítico de arte venezolana defendiendo contra una jauría detractora las virtudes de la cocina inglesa, o al publicista Raúl Fuentes engañando con voz de eslabón perdido a una joven española que confiaba, bailando flamenco a solas para él, en las promesas de estrellato que el falso empresario de espectáculos le hacía con las manos puestas en las ambiciosas caderas de la muchacha, o a un montevideano, de ojeras donde anidaba como un sello indeleble la morriña de sus ancestros, protestando como un testarudo personaje de Ionesco, cada vez que un bromista lo interpelaba bajo el apodo de “el gallego”: gallego no, uruguaaayyyoo, uruguaaayyyoo, o a una alta, desgarbada francesa tratando de probar que podía volar hasta el techo en una escoba campesina. El débil sol de invierno había muerto ya cuando entró Jane Fonda, la actriz americana, y, esbelta y elástica como un girasol, atravesó el comedor y el caos del tambaleante salón festivo, observándolo todo con la distante frialdad de una rica turista inglesa en Biafra. No tardó algún adulador, tal vez yo mismo, en ofrecerle una de las terrines de foie gras que ella aceptó con una displicencia que borraría sin embargo el primer bocado. Otro pretendiente borracho la invitó a bailar y en un momento de relativa calma y atención todos pudimos oír un “later… maybe” que, nadie supo cómo, le tumbó de un golpe los pantalones al atrevido. Cuando media hora más tarde Jane Fonda subió las escaleras, un murmullo

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de abejas inundó la ancha y larga mesa de madera donde navegaba de un lado para otro, con el cuchillo clavado en el pecho, el foie gras que había desflorado la actriz. Entre hipos y risas se discutía la identidad del manjar. Desde una esquina yo contemplaba el tumulto caníbal, cuando oí a una muchacha chilena con figura de lágrima y el bello rostro cubierto por una pátina de pobreza activa, diciendo mientras apartaba la terrine: “Pucha, que cosa más grasosa esta”. Pensé de inmediato en los tres kilos de foie gras ocultos todavía en el refrigerador. Sentí la urgente misión de salvarlos, de salvar el honor de Platón, el mío y el de Pierre Siri. Afuera, el jardín, pura noche y frío, recibía las móviles siluetas que dejaban caer las ventanas agitadas. Sin que nadie reparara en mí me apoderé de la terrine sobrante, encaminándome entonces a buscar un escondite entre los helados pinos y la gélida grama. A oscuras me detuve a meditar en el viento que ahogaba el eco de la fiesta. En la oscuridad, saltaban al aire los recuadros luminosos de las ventanas. Alcé delante de mí, con gesto sonámbulo, los dos brazos y la terrine. Avancé, en dirección a la última ventana de la casa, con cuidado de nodriza, con sigilo de experto en explosivos. Avanzaba en la noche, envuelto por el viento y el frío, recorrido hasta los tuétanos por la misión sagrada. Adentro los caníbales saciaban a gritos sus más elementales instintos. No miraba a los lados, ni hacia abajo, ni hacia atrás, tan solo hacia adelante, rumbo en la oscuridad hacia el apoyo blanco de la ventana donde colocaría la terrine de foie gras. Iba suspendido en las alas vigorosas de la misión sagrada. Se abrió entonces la tierra bajo mis pies. Un hoyo más profundo que la tumba nos tragó, a todo mi ancho cuerpo y a mis brazos extendidos con la terrine en alto. Sentí las fauces de la muerte tragándome sin piedad. Se había abierto bajo mis pies el oscuro hueco de una escalera. La escalera del sótano que la noche y la misión sagrada me habían omitido. Mi grito, cuando caía, mis gritos después de haber caído fueron tan grandes —me había dado por muerto— que toda la fiesta, como un solo hombre de escándalo, se trasladó al jardín. Había salvado el foie gras en el trance del accidente, no pude salvarlo de manos de la turba que me lo arrebató para seguir celebrando hasta que nos echaran de vuelta a París. Estropeado por las magulladuras contemplé con resignación cómo la gran comparsa, ya fúnebre, y cansada, descuartizaba, devoraba aquellos hígados esenciales como si se estuviera tragando justamente mis entrañas de cadáver festivo. el nacional, «los cuadernos de la gula», 12 de junio de 1983

»1985« Jesús C ova

El fantasma de Rocky Cultivado lector y enorme cronista deportivo, Jesús Cova les regaló a sus lectores inolvidables piezas sobre las hazañas y las caídas de los boxeadores. El periodismo deportivo es una fuente inagotable de recursos para cronistas. Los grandes desafíos de los seres humanos están atravesados de miedos, exigencias, retos y fracasos. Allí respira la vida en estado puro. Como podemos apreciarlo en esta crónica donde el fantasma de Rocky Marciano se ríe a carcajadas

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olumpiándose en una nube, en algún lugar del más allá, el fantasma de Rocky Marciano sonreía burlonamente mientras veía cómo Michael Spinks impedía que algún mortal se le igualara en los libros de récords…”. Para un guión de TV, una novela radiofónica o un folletón de cine, podría servir la anterior oración. Para los incrédulos, aquellos que piensan que es mejor que los muertos reposen en sus tumbas, que no creen en esas historias draculianas según la cual un noble de Transilvania levantaba la tapa de su ataúd con la caída de la tarde para salir a chuparles la sangre, previo mordisco en la yugular, a sus semejantes, lo del sábado por la noche en el hotel Riviera de Las Vegas nada tuvo que ver con la etérea presencia del fallecido Rocky Marciano –víctima de un accidente de aviación, para los que llegaron tarde– en algún lugar del infinito. Particularmente tengo que decir que no puede creerse que contra Holmes hubo “jettatura” (vulgo mala suerte o pava) tan solo porque alguien en alguna parte quería permanecer por siempre en la memoria de los amantes del boxeo. Si se razona así, vale decir, si se cree que los muertos se atraviesan cada vez que les viene en gana, habría que pensar, deportivamente hablando, que el espíritu de Ty Cobb no debe poseer mayores poderes puesto que nada evitó la escalada de Pete Rase hacia el récord que parecía inexpugnable. Antenoche seguí la pelea en casa. Al tercer o cuarto round me dije que era cuestión de

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minutos lo que debía esperar para ver a Michael Spinks como a un muñeco de trapo sobre la lona. Holmes lucía excesivamente ¿confiado?, mientras el retador daba brincos como un simio, quejándose a cada instante por la cabeza de Holmes sobre la suya, por el pulgar de Holmes sobre su ojo y acaso también porque alguna viejita en cualquier rincón del hotel estaba pidiendo su sangre. Entre tanto, me maravillaba con las expresiones del grupo de locutores que manejaba la cuestión para quienes, como yo, estábamos ante la pantalla chica. Me costaba digerir aquello de “magistral, soberbia exhibición”, como calificativos para el trabajo que realizaba Spinks y que felizmente concretó para finalmente ingresar a la historia como el único campeón semipesado que accede al título de los completos, entre nueve que lo han intentado hacer, y mire que en esa lista hay otros como Archie Moore, Billy Conn y Bob Foster, de aquí a Pekín superiores al nuevo monarca. En verdad os digo, y no voy a tomar un párrafo bíblico, que he visto cosas mucho mejores en una confrontación boxística. Ni comparación tiene esa comedia barata del sábado por la noche con la sensacional pelea que protagonizó Conn ante Louis, este también de aquí a Pekín superior al viejo monarca. Ni acepta cualquier comparación, esa pelea bufonesca del sábado por la noche, con la que perdió Moore frente a Marciano hace 30 años. Y no se trata ahora de que yo, como otros muchos, me haya quedado sentado melancólicamente ante la historia de fistiana y que piense que todo tiempo pasado fue mejor. No, no se trata de ello. Básicamente se trata de que, en mi opinión, la del sábado por la noche es acaso la más gris pelea que jamás haya tenido chance de mirar, entre cientos que han creado expectativas, falsas o reales. Para mí, el combate del Riviera estaba ubicado entre aquellas de las expectativas irreales. Era, y así lo dije sin llegar a escribirlo, algo así como el choque de una gandola contra un Volskwagen y que no iba a servir ni siquiera para comentarla. No fue así, sin embargo, y temprano en la mañana del domingo me senté frente a la máquina VDT para hilar estas palabras, o para intentar hilarlas. Y en el intento me pregunté: ¿vale la calificación de sensacional la actuación de Spinks? ¿Fue, de verdad, una impecable demostración de técnica la que vimos? ¿Merece, ciertamente, un puesto en la historia del boxeo el nombre de Michael Spinks? Si a usted le agrada tomar el rábano por las hojas, responda afirmativamente a las interrogantes. En cuanto a mí concierne, con el respeto que suelo tener por los criterios en contra de los míos, porque sigo a Benito Juárez en aquello de que “el respeto al derecho ajeno es la paz”, en cuanto a mí concierne, repito, lo del sábado por la noche fue de lo más mediocre que haya podido ver alguna vez. Vi a un hombre saltando, reclamando y riéndose durante no sé cuántos minutos, y vi a otro que parecía hallarse en otra parte del planeta menos en ese ring de Las Vegas, con la mano derecha como sujeta al hombro por férreas cadenas –sobre esto insistió, machaconamente y con tino, Chiquitín Ettedgui–, evidente y notoriamente agotado por los años y que se iba apagando a cada momento más rápidamente, mientras el

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saltimbanqui daba la espalda, casi que le lloraba al árbitro, lanzaba golpecitos inocuos… De tanto en tanto miro con mi hija más pequeña las comiquitas japonesas, esas de las mañanas (Luis Moros me dirá que la estoy malformando al dejarla mirar tales programas. Y lo peor es que tiene razón, pero ¿qué hago, Luis?), y la pelea de Las Vegas me dejó la misma impresión de estar siguiendo una de esas fantásticas “comiquitas”, en las cuales un jovencito enfrenta paladinamente a robots descomunales que se mueven de un sitio a otro en la pantalla con pasos amodorrantes, lanzando rayos cósmicos, y que no obstante su aparente indestructibilidad son inevitablemente vencidos por los muchachitos, salvadores así del planeta Tierra. Un creador de dibujos animados, uno de los nuevos discípulos de Walt Disney, bien podría tomar como patrón esa pelea del sábado por la noche y hacer de Michael Spinks una suerte de moderno héroe que acaba con el ogro. E inmortalizarlo como un mítico personaje a quien el padre Cronos ayudó a conseguir la hazaña. Porque en esencia fue sencillamente esto lo que ocurrió: a Holmes lo acabó el otoño y ya no tendrá un sitio especial en los anales del boxeo. A Dios las gracias. Ahora bien, si usted es sentimental al extremo, alégrese pensando que, en algún lugar del más allá, jugueteando como un niño, encaramado en una nube, el fantasma de Rocky Marciano está riendo, a carcajadas. el nacional, 1985

»1985« Oscar Guaramato (O.G.)

Desamor Oscar Gauramato es una de las grandes incógnitas de la literatura venezolana. Autor de escasa obra y brevísima crónica periodística, supo captar la belleza de la vida en textos que parecían tallados por un orfebre. Cada palabra cuenta, cada párrafo impone la respiración adecuada. Para quienes no lo conocieron, fue un obrero de lujo en la redacción de El Nacional. En este tesoro escogido hay una frase que da miedo: “Mala hierba, el desamor, en nuestro futuro de nación’’. Ni se diga

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o olvide proteger, si usted vive en casa encabillada, al pollito o al conejo que salvó la verja y se fue hacia el césped, o al espacio cercano bañado por el sol cenital. Cuando los animalitos asomen, el vecino de enfrente o el zagaletón de la esquina sacarán sus armas y ahogarán alientos. No olvide, si acaso usted cumple vigilancia en algunos de nuestros zoológicos, hacer valimiento de aldabas engrasadas; de candados manejados en confianza; de cerrojos dóciles al manipular. De no hacerlo, las puertas serán quebrantadas y abatidas las cercas, y engendros mal venidos matarán un alce o a un canguro, y vaciarán veneno en el acuario. El virus malsano se acusa en las fallas del amor hogareño; en las mil y una cojeras de la educación primaria. El niño, estimulado por el padre o el hermano mayor, se hace de sus instrumentos de agresión y tira contra todo lo que se mueva a la vista. Una paloma, un lagarto, una mariposita veranera serán propicios blancos. En una ocasión, en el balance de una cacería, unos escopeteros caraqueños abatieron una docena de venados; una parte de la camionada fue repartida en las aldeas llaneras; un tercio fue tirado al margen de la carretera y el resto abandonado frente a un

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hospital, por cuanto ninguno de los depredadores, ni sus familiares, comían carne de animales del monte. A las orillas del Guaire se refugian las garzas, pero ya no motean como en otros días. Pasan los vehículos y alguien, joven o viejo, hace gala de puntería, alegrando el gatillo en la autopista. Mozalbetes de Caricuao tiran a matar sobre las valiosas especies del zoológico. Un carnicero inescrupuloso compraba a los maleantes, a cuatro bolívares el kilogramo, la carne de los gansos que estos robaban en el parque. Mala hierba, el desamor, en nuestro futuro de nación.

»1985« Guillermo José S chael

Cordonazo con furia

el nacional, septiembre de 1985

Convertido en una rareza por los caprichos actuales del clima planetario, el Cordonazo de San Francisco tenía fecha en el calendario caraqueño. Y un lugar de honor en el libro de los cronistas. Guillermo José Schael fue uno de los grandes cronistas de Caracas, nombrado a la muerte de Guillermo Meneses. En su columna “Brújula” en El Universal registró milagros cotidianos en el trópico, como los que narra en esta crónica, donde trotadores acusan una lluvia de hielo cuando se desata el Cordonazo

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aracas, octubre de 1985. De nuevo la naturaleza da a los caraqueños una demostración de puntualidad. Poco después del mediodía de ayer se desencadenó una tempestad acompañada de rayos y truenos así como de vientos huracanados. Diríase que el fenómeno ocurrió de repente, pues durante las primeras horas de la mañana el cielo estaba claro y con pocas nubes. Fue a golpe del mediodía cuando empezó a ensombrecerse ligeramente hacia el este. Nada hacía presagiarlo tan cerca cuando se produjeron las primeras descargas eléctricas. Sin duda alguna era el célebre “Cordonazo de San Francisco” que rara vez falla en la cronología tropical. Cayeron árboles en diferentes sitios de la ciudad. Grandes apamates y eucaliptus fueron arrancados de raíz en el aeropuerto de La Carlota, parte de cuyas instalaciones secundarias fueron afectadas por los vientos huracanados. La casilla de vigilancia pintada de azul adyacente a la autopista fue sacada de cuajo. Pasadas las cinco de la tarde soldados del regimiento acantonado en la base despejaban las vías de acceso a las oficinas y dependencias de la aviación poco concurridas por ser día sábado, mientras que esperaban retirar otros obstáculos que había dejado a su paso la fuerte ventisca acompañada de grueso granizo. Los signos fueron esta vez inconfundibles. El temporal se precipitó en el área central y este de la ciudad, dando lugar a la movilización de los bomberos y ambulancias. En los

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sectores de El Cafetal, Chuao y Petare fueron sentidos con particular violencia. Don Ernesto Armitano nos informó en la tarde que algunas personas que fueron sorprendidas en la calle trotando quedaron impresionadas al sentir sobre sus hombros y cabezas la caída de pedazos de hielo. Avisos comerciales, señales de tránsito y árboles de cierta corpulencia se vinieron al suelo obstruyendo las vías. Tan sorpresivamente como llegó el Cordonazo, asimismo se fue. A media tarde cesó la lluvia, aclaró el cielo y cesaron también los vientos. Todo comenzó a aclarar mientras que las principales avenidas bloqueadas por cientos de vehículos eran despejadas por la policía y los bomberos. En sus estudios sobre Meteorología Tropical, Eduardo Rol alude al fenómeno. Junto con Arístides Rojas consigna la extraña puntualidad. Originado por el encuentro de las corrientes de aire frío que bajan del norte con las templadas del cielo tropical, se produce anualmente este suceso en los alrededores del día de San Francisco. Ayer se presentó el Cordonazo con espectacularidad. el universal, octubre de 1985

»1985« Jesús R osas Marcano

Richter-Mayer En quince líneas Jesús Rosas Marcano era capaz de componer un retrato de la humanidad, con datos precisos y mucho humor. Nada como oírlo hablar en francés con acento margariteño. De ese prodigio cultural se nutren sus pequeños textos que dan cuenta de noticias relevantes, en forma de crónicas inolvidables. En este caso, la muerte del sismólogo estadounidense que estableció la escala para medir la intensidad de los terremotos es una oportunidad de oro para contar una buena historia

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harles richter, ese que adoraba los terremotos y gozaba un mundo midiéndolos, acaba de morir en Pasadena, California, a los 85 años. Nació precisamente en 1900, cuando Caracas inauguró el siglo XX con un temblor que hizo saltar al presidente Cipriano Castro por un balcón de la Casa de Gobierno. Desde la temprana edad profesional, Ch.R. tomó la sismología como modus vivendi. Su campo de trabajo fue el Instituto de Tecnología de California, donde con su escala de magnitud, “la escala maldita” que lleva su nombre, llegó a medir en épocas de abundancia hasta 300 temblores por año. Yo reivindico la gloria del primer sismólogo para Venezuela. Es él Federico Mayer, prusiano, profesor de Anatomía y Obstetricia de la Universidad de Caracas, quien en la tarde del 26 de marzo de 1812, reloj cebolla en mano, tuvo las… bueno, la serenidad de medir la duración del terremoto: 48 segundos. Intentando nuevas mediciones, fue hallado loco en un encofrado de bahareque y cañas amargas. Recluido en su consultorio particular, al lado del Café del Ángel, esquina de la Torre, falleció sin recuperar la razón. el diario de caracas, octubre de 1985

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»1985« Ko te p a D e l ga do

Guzmán al Panteón, Bolívar a la gloria Kotepa Delgado estudió Derecho en la UCV, pero no terminó porque la política y el periodismo lo arrastraron como una novia desesperada. Fundó el Partido Comunista, y como si eso no fuera suficiente, cofundó también El morrocoy azul y el periódico Últimas Noticias. Autor de crónicas cargadas de humor, Delgado dejó piezas como esta, que aprovecha un episodio sobre los restos del expresidente venezolano Antonio Guzmán Blanco en París, que iban a ser echados a una fosa común por falta de pago

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os restos del expresidente de venezuela, general Antonio Guzmán Blanco, que reposan en París, iban a ser echados a la fosa común por falta de pago. “Una de las fortunas más sólidas de Suramérica”, como él mismo proclamara, yace ahora en la indigencia de los cementerios. Ironías de la vida en esta Venezuela petrolera. Después de Bolívar es a Guzmán Blanco a quien más debe la nacionalidad venezolana. El presidente Guzmán le dio paz y consistencia a una patria que llevaba casi cincuenta años de guerras y decepciones. Le organizó las finanzas, le institucionalizó el Gobierno, decretó la instrucción pública gratuita y obligatoria, clausuró los conventos medievales, construyó ferrocarriles, instaló los primeros teléfonos, hizo el Palacio Federal y remodeló la Plaza Bolívar colocando allí la estatua del Héroe, decretó como Himno Patrio la canción de Salias y por último transformó la Iglesia de la Trinidad en Panteón Nacional. “¡Indios del Caroní tenían que ser!”, telegrafió una vez desde París, indignado por una medida que aquí tomaron en su contra. Si pudiera hablar repetiría Guzmán la frase ante la negativa de alojar sus restos en el Panteón que él mismo decretara. Los presidentes de Venezuela, con honrosas excepciones, han metido las sucias manos en los dineros de la nación. Páez, el primer Presidente, quien cuando joven anduvo mucho

tiempo escotero y sin maleta por los llanos, pasó a ser el hombre más rico del país. Soublette, el segundo mandatario, no robaba pero dejó que Páez hiciera de las suyas. El presidente Vargas no solía tocar un peso del tesoro público ni con el escalpelo. Los Monagas acrecentaron en 10 años su ya inmensa fortuna; cuando cayeron, la gente les gritaba “¡Que mueran los ladrones!”. Castro robó pero quizá no tanto como pudo, igual que Pérez Jiménez. López y Medina dieron ejemplo de pulcritud administrativa. Betancourt y Leoni fueron cuidadosos con los dineros de la nación, aunque amigos que nunca faltan se enriquecieron. El gobierno de Caldera, comparado con los dos que le siguieron, fue en general pulcro. En la historia de Venezuela los dos jefes verdaderamente honestos fueron Bolívar y Zamora. El Libertador dijo una vez: “Moriré desnudo, como nací”. De Zamora escribió alguien en plena Guerra Federal: “Domina en más de tres estados y su único capital es una maleta en la cual carga interiores, franelas, zapatos y una navaja de afeitar”. Crespo, el presidente que construyó Miraflores para su residencia particular, tenía fama de ser ladrón y mala paga. Una vez pasó en coche frente a la universidad acompañado de su ministro de Hacienda y los estudiantes le gritaron: “¡Negro! ¡Ladrón!”. –Lo de negro es conmigo –dijo Crespo al ministro–, pero lo de ladrón… Que vaya Guzmán al Panteón, a reunirse con su pariente Rufino Blanco, al que llamaron el terror del Territorio Amazonas, y que Bolívar nuestro grande hombre sea colocado en un Panteón especial, si es posible, junto a Ezequiel Zamora. A Guzmán le podrían poner de lápida aquella improvisación del poeta Carlos Arvelo, su contemporáneo, quien durante un banquete tomó una manzana de la mesa y dijo: Por una cual la presente perdió el Paraíso Adán; si hubiera sido Guzmán se traga hasta la serpiente. el nacional, feriado, 21 de julio de 1985

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»1986« R o b e rto G i u s ti

Una marcha en busca de los viejos tiempos La crónica que escribe el periodista Roberto Giusti posee notables aciertos en la escogencia del punto de vista (habla uno de los venezolanos que salen a marchar por un candidato político) y la agilidad narrativa para contar cómo el verdadero proceso de un país no se ve de forma clara, sino que se esconde en cada persona. Sirve este texto también para recordar cómo era el país, la política y la vida cotidiana antes de 1999

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esempleado público con los minutos del hastío contados por el aburrimiento y la carestía, me voy para la marcha de Copei. Esgrimo mi pancarta, pregono a los cuatro vientos mi condición de economista en paro. Me río de las burlas. De los cobradores. Acreedores. Y espero la revancha. Me reconforto con los recuerdos. Los viejos tiempos. La plenitud del quinquenio de Luis. Todo un terciazo él. Dando y recibiendo. Dando la cara por el partido. Fustigando a esos adecos insoportablemente crecidos. Ahora salgo a protestar por mi derecho perdido. Me pongo mi flux brillante por el uso. Ligeramente ajado. Ligeramente pasado de moda. Y los costosos zapatos con el tacón gastado de tanto trajinar un chance, un chancecito, un informe, una licencia de exportación. Me meto entre los grupos de compañeros. Por ahí anda la más grande cuerda de ex que jamás haya visto en mi vida. Por ahí anda el exgobernador Guevara Manosalva. El ex vicepresidente de Aeropostal, Fernando Miralles. A ese sí le dieron duro. La exviceministra, tan elegante ella, Ivonne Attas. Pero están los suertudos. Los parlamentarios. Valmore Acevedo Amaya que avanza por la avenida México, presuroso, exponiendo su dignidad senatorial entre tanto compañero jaloneándolo, pidiéndole una tarjetica de recomendación. Caramba, si son las tres y todavía no ha llegado casi nadie. Les puede quedar grande la avenida México a estos chamos de la JRC. Será que la gente le agarró miedo al plan de ma-

chete. Que para eso sí son buenos los adecos. Pero tranquilo. Que todavía es temprano. Ya van a ver cómo empieza a llegar gente. Ya comprenden la mayúscula equivocación. Ah, los viejos tiempos. Ya vendrán, ya vendrán. El ministro. Los tragos el quince con la cartera repleta. El escritorio pegado a la ventana. El montón de papeles desafiando mi condición de exitoso burócrata. Pero si ese es César. César Pérez Vivas. Dice que hay más de tres mil personas. Que eso es un triunfo. Que el pueblo reacciona. Optimista el muchacho. Quizás hacen falta unos cuantos policías. Una provocacioncita. Pero no se ve ni una gorra, ni un casco por todo eso. Apenas los fotógrafos de Lepage en las terrazas de los edificios: –Copei no tiene miedo, Copei está en la calle. –Las calles son del pueblo, no de la policía. Eso sí reconforta. Ahora sí se le ve el queso a la tostada. Espérate que vengan Eduardo, Oswaldo, Pedro Pablo. Los dirigentes fundamentales. Todo esto me hace revivir. La oposición nos sacude el pragmatismo. Nos refresca el ánimo crítico. Esa, dice mi exjefe, es la única manera de recuperar el poder. Tenemos que hacernos sentir en la calle. Espérate, un momentico, ¿qué es eso que estoy viendo? Mira esos obreros. Adecos tenían que ser. Bien flojos. Dejaron la obra, se asoman a la ventana y sacan un afiche de Lusinchi. Esta no me la calo. –Ignorantes, no sean ignorantes. No sean farsantes. Inconscientes. Pero esos tipos sí son cachazudos. Lo único que hacen es reírse. No se han arrepentido todavía. Ya los voy a ver en la próxima manifestación. Reclamando por el puesto perdido. Ajá, ya llegó Pedro Pablo. Ese trujillano es muy parco. Apenas me saluda. En cambio Abdón es otra cosa. Tremendo abrazo me dio. Me preguntó por la familia. Con esos lentes Carrera tan aerodinámicos. La verdad es que la gente no cubre todavía una cuadra. Ya están llamando por los altavoces. A marchar. Ese Eduardo sí es popular. Por allá viene. Por la avenida México. Alza los brazos. Abraza a una viejita. Ella le muestra unas patas de gallina, una ristra de patas de gallina pegadas a una pancarta. La pancarta dice: Vamos por mal camino. A Miraflores. Y Eduardo sonríe. La abraza. Vamos caminando. Me topo con Chaparro Rojas. Dando zancadas. Ahora la manifestación crece. Son tres, cuatro cuadras llenas de pancartas. Ese sí es el pueblo copeyano. Ahora se detienen frente a un edificio. Desde arriba agitan una bandera blanca. Ya capturé al que faltaba. Oswaldo. Confundido entre la multitud. Mira cómo camina. Mírale la cara. Alza el puño. Lo cierra. Ahora nos vamos acercando a la plaza. Los altavoces atruenan, Celia Cruz para mover el esqueleto copeyano. Y sacudir el ritmo de la protesta. Yo no tengo culpa de la deuda. Sabor. Cuidado. Qué olor tan malo. Esos son los adecos. Tratan de sabotear el acto. Lanzan

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gases fétidos. Pero nadie le hace caso. Edecio, el machete, sabe que hoy no va a haber policías haciendo honor a su apellido. Y su mujer, tan bonita, hace un mohín de disgusto. Arriba el helicóptero de la policía atruena con sus aspas. Están tomando fotos que da gusto. Mañana van a decir que no había más de mil 500 personas. Llegó la hora del mitin. La plaza se agita. Pérez Vivas gasta todo un estilacho heroico. Remarcando las palabras. Se pone rojo el compañero con el esfuerzo. –Púyalo, César. Y ahora Eduardo. Más pausado pero certero. Y mientras, esto se acaba. La gente se dispersa, me voy a la parada de carritos, hago mi cola y sueño con el próximo quinquenio.

»1999« Pablo A ntillano

Sala de emergencia

el nacional, 12 de marzo de 1986

Siempre resulta enigmática la forma en que la violencia se encuentra presente en la vida de los venezolanos. El texto de Pablo Antillano, fechado en 1999, refiere una realidad atroz de los hospitales nacionales. Allí siempre se ha combatido una guerra que muchos ciudadanos desconocen hasta el día en que resultan heridos y conocen una de las tantas puertas que tiene el infierno. Aunque la violencia resulta familiar, sobresale en este texto la prosa seca y precisa de Antillano

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uando el domi ingresó en el pabellón, traía dos agujeros en el pecho. Uno de ellos apenas sangraba, por el otro se asomaba una suerte de lengua amenazante. Una de las balas se estrelló contra el esternón y lo hizo trizas, la otra atravesó limpiamente el pulmón, y le salió por la espalda dejando un pequeño agujerito. Pero en su cuerpo marcado por antiguas cicatrices se alojaban otras tres balas, todavía calientes: una en la ingle, otra en el muslo izquierdo y un fragmento en el talón, que le destrozó el astrágalo y el calcáneo. Los auxiliares lo levantaron de la camilla como si la sábana sucia fuese una hamaca, y lo depositaron en la cama de cirugía. Los médicos se lanzaron sobre el cuerpo y durante horas se dieron a la tarea de hacer regresar su alma del infierno. Lo entubaron, lo afeitaron, lo anestesiaron, lo abrieron, le sacaron el plomo, lo reconstruyeron, le colocaron prótesis, lo suturaron, lo vendaron, lo medicaron, lo vistieron y lo devolvieron en una sábana limpia a una sala en la que se recuperaban otros detenidos. Una vez más el Domi, quien a veces es apodado Pájaro Loco, por su extraña cresta de punk bachaco, volvió a la vida. Si es que eso puede llamarse una vida. Los tres policías que lo balearon no se movieron del hospital hasta que el Domi volvió en sí y se vio en la sala donde se recuperan los presos, los chuzados, los cortados, los baleados, los fracturados y los destrozados. Los policías estaban decepcionados. El Domi

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seguía vivo mientras que Núñez iba camino a la morgue. Núñez era el más joven de los cuatro y todavía no había cumplido un año en la División de Homicidios. El Domi le vació lo que quedaba en el peine de la nueve milímetros en la tetilla izquierda. –Mira, Pájaro Loco, date por sembrado –le dijo la muchacha policía antes de salir del cuarto. Después le preguntó a Pantoja, el cirujano, que cuándo lo darían de alta. Durante las semanas que siguieron, los policías hicieron turnos para no alejarse del hospital. Mientras tanto, el Domi hacía todo lo posible por mantenerse enfermo. Todas las mañanas hervía en fiebre, y los antibióticos resultaban inútiles frente a la infección recurrente. Un día el cirujano descubrió que el Domi se untaba las heridas con sus propias heces. Desde entonces lo mantuvieron esposado, hasta el día en que un abogado y un fiscal se lo llevaron a buen resguardo.

El juramento de Hipócrates Manuel Zelwer, también cirujano, estaba ese día en el hospital, pues suele operar junto con Pantoja en los casos más complejos, en los que el corazón se ve comprometido, o cuando la pasión de los residentes requiere ser enfriada en beneficio del paciente. Y por lo que nos contó, ese día le resultaría inolvidable. En una camilla entró el Domi y en la otra su compinche, un tal Salazar, igualmente herido de muerte. Rumbo a una sala de exámenes previa al pabellón, Zelwer pidió a los policías que le quitaran las esposas que lo ataban a la camilla. Los policías se negaron. Usted no entiende, doctor. Eso es imposible, es contra los procedimientos. Este es un tipo peligroso. El médico insistió. Argumentó que era una conducta inhumana. Que el paciente estaba desmayado. Que él se había formado en Salamanca, que esto iba contra la ética de la medicina. Que era imposible operar si se mantenía esposado al paciente. De mala gana, los policías accedieron y el moribundo fue introducido en una sala de observación, para unos exámenes. Unos minutos después, el hospital entero fue sacudido por la noticia. En un santiamén, Salazar le cortó el cuello a una enfermera, con un escalpelo. La muchacha no sobrevivió ni 10 minutos. También Salazar, el compinche de Pájaro Loco, murió desangrado ese día en un rincón del hospital, con las esposas puestas. Parece ficción, pero no lo es. Cuenta Pantoja que mientras cenaba con su esposa en un restaurante del este de la ciudad, entró un grupo de malandros muy armados, encabezados por el Pájaro Loco. Todos fueron lanzados al piso y despojados de sus relojes, anillos y carteras. Pantoja miró a Domi a los ojos. ¿Cómo estás, Domingo? ¿No te acuerdas de mí? Yo fui tu médico, yo fui el cirujano que te operó el año pasado. No te parece que… –Qué va, galeno! Al piso! –le gritó mientras empujaba a la esposa por las nalgas–. Tú estabas en lo tuyo, trabajando! Lo mismo que estoy haciendo yo ahora, trabajando! Suelta la cartera, mija! Y se fueron con todo, incluidas dos camionetas. Esto no ha terminado. Pasado un tiempo, durante uno de los habituales tumultos carcelarios se produjo una riña de esas de televisión. Los hospitales de la ciudad se congestionaron con los cuerpos

inmortales de los presos. Había de todo: los cortados con chuzos de visita, los guillotinados con chuzos defensivos y los atravesados de lado a lado con los superchuzos de guerra. Chuzos afilados con hojillas de platino. Heridas insondables. Pero esos eran los menos, los más eran los heridos de bala, los quemados y los sembrados con esquirlas de granadas. Armas portadas en vaginas que son cofres, armas traficadas o contrabandeadas. Armas comercializadas con protección en las hipertiendas del delito. Pero, en fin, llegaron en masa a las salas ya congestionadas de los hospitales. Sorpresa. ¿El más cortado de todos era quién? Nada más y nada menos que el Domi, el Pájaro Loco. Un chuzo le atravesó la garganta. La cabeza casi colgaba de un grupete de músculos. Las arterias estaban milagrosamente intactas. Pero había sangre, mucha sangre. Los camilleros lo traían, apresurados, como un caso prioritario. En la puerta del pabellón estaban Pantoja y Zelwer con sus equipos de jóvenes médicos apasionados, con sus guantes y sus tapabocas. La enfermera preguntó: Doctor, aquí está la señora con la fractura en la nariz y las quemaduras, y aquí está el descabezado del motín. ¿A quién metemos primero? La respuesta fue inmediata y a dúo. ¡La nariz fracturada! Ese día se desangró el Pájaro. Los nombres han sido cambiados para proteger a los inocentes. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Los médicos de esta historia hoy se dedican a otra cosa. Los que quedan se ven forzados a vivir estos episodios todos los días. el nacional, marzo de 1999

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»2002« Liza López

La metamorfosis de los iconos caraqueños Las mudanzas de los iconos patrios es un excelente tema en toda nación latinoamericana, propensa al melodrama de sus símbolos. La periodista López sigue de cerca en el corazón administrativo de Caracas los cambios que han afectado a sus plazas y estatuas. Su trabajo integra a los testigos de la iconografía local: limpiabotas, barrenderos, funcionarios, ancianos ilustres

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or más de treinta años ha visto pasar la historia desde su trono de limpiabotas, instalado en lo que hoy se conoce como Plaza Caracas. Son décadas de anécdotas las que Carlos Arturo García guarda en su caja junto con las cremas de lustrar zapatos, y nada le cuesta desempolvarlas para narrar cómo ha cambiado ese sitio en el que ha convivido en “simbiosis” desde fines de los años sesenta. Como él, hay otros que han permanecido fieles a las plazas y monumentos caraqueños y son testigos de la metamorfosis que han sufrido, bien por razones de coyuntura política, bien por la informalidad de la economía. “Antes de convertirse en Plaza Caracas, por aquí pasaban carros, y los pasillos peatonales del Centro Simón Bolívar eran muy tranquilos. Empecé limpiando zapatos a locha, y a medio la lustrada. Éramos solo seis limpiabotas, no había vendedores ambulantes. En una época, a este sitio lo llamaban La Jaula de King Kong”, recuerda Arturito –como le dicen sus clientes y allegados–, sin explicar muy bien el porqué de esa alegoría fílmica. Sus colegas le legaron la clientela; unos fallecieron, otros decidieron marcharse tras la avalancha de buhoneros que desde hace tres años y medio ocupa la plaza. Por momentos duda, al revelar algunos entretelones de la ocupación de la cuadrícula, y prefiere callar porque sabe que todos lo conocen; no en vano tiene, además del trono de limpiabotas, un título de delegado sindical y otro de “alcalde chimbo”, otorgado cariñosamente por sus compañeros de pasillo.

“Los vendedores comenzaron a llegar de a poquito. Primero eran 3, luego 20, 40 y ahora ya usted ve. He visto cosas: discusiones fuertes por los puestos, arrebatones, y uno tiene que morir callado. Yo sé cómo se bate el cobre aquí, pero es mejor tenerlos de amigos que de enemigos”. Alrededor, los rostros de “su público” asienten con un gesto, dándole la razón. Y es que Arturito es popular en esa plaza desde mucho antes de su inauguración, en 1983. Tan popular, que en su lista de clientes fijos han figurado ministros, diputados, presidentes (“Luis Herrera era uno de los fieles”). El canto de las ofertas por parte de los comerciantes informales y la mezcla de cumbia, salsa y la voz de Shakira opacan los cuentos de García, pero de vez en cuando se le entiende que la plaza ya no es la de antes, que ya ni se puede transitar y que ni siquiera sirve para concentraciones políticas o culturales. “Ahora es imposible dar mítines. Ahora los políticos deben buscar otros sitios. El sentido de esparcimiento se ha perdido, lo que vemos es un centro comercial. No puedo estar en contra del trabajo, pero no niego que, como muchos, sueño con que la plaza recobre la tranquilidad de antes, sus actos culturales, sus pasillos despejados”. Sus clientes de otrora.

Biblioteca con vista Desde la sala de lectura de la biblioteca Raúl Leoni, situada en la mezzanina de la Torre Sur del CSB, se tiene un plano general de la Plaza Caracas, que pareciera estático, pues muestra desde hace años los mismos toldos multicolores. Antes de la instalación del mercado, la “película” en vivo era de otro género: teatro de calle, conciertos, payasos, malabaristas, zancos, procesiones, misas y bendición multitudinaria de palmas en Semana Santa. La directora de la biblioteca, Gladys Herrera, recuerda algunos de esos actos culturales, que se apreciaban desde el balcón. “Ahora es un caos total, ya ni los actos de aniversarios de los bomberos se pueden disfrutar. Antes se podía atravesar normalmente la plaza, sin zozobras y sin miedo a ser atracado. Hoy en día, se roban las baldosas de mármol, las láminas de bronce, las barandas y, mire, hasta hay gente durmiendo en cartones en los pasillos”. Lamenta la degradación paulatina del sitio y se queja de que el bullicio del mercado y de las manifestaciones que suelen hacer en lo que queda de plaza perturba el silencio necesario para la lectura. Varios colegas de la bibliotecaria aprovechan para hacer comentarios sobre la transformación de la plaza. “Ese monumento se está cayendo por su propio peso. Hasta el nombre se ha desvirtuado, ahora le dicen el mercado de la plaza Caracas, la plaza de los desechables”. Es así como a los lugares caraqueños inscritos en la memoria de los citadinos como monumentos patrimoniales se les colocan apodos, consecuencia de la tergiversación de los usos. Ello no solo se evidencia en el centro y en el casco histórico de la ciudad, sino que se ha extendido hacia iconos urbanos del Este. Quizás los ejemplos más representativos de dicho fenómeno de transformación urbano-social en la actualidad son la plaza Bolívar y la plaza Francia de Altamira.

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Plaza caliente Durante siglos, la plaza Bolívar de Caracas y sus esquinas han sido rincones de encuentro social. En la esquina de La Torre se sellaron hechos históricos el 19 de abril de 1810; en la Catedral fue bautizado el Libertador; en la esquina de Las Monjas se reunían los caraqueños de fines del siglo 19 para hablar de literatura frente a la antigua universidad o para planificar luchas estudiantiles. –Esa esquina tiene historia –sentencia el presidente de la Fundación de Edecanes del Libertador, Luis Bermúdez– y sigue haciendo historia. Fue allí donde nacieron los partidos políticos, inspirados en ese entonces por el humanismo francés. Ahora la llaman la “esquina caliente” y aún se conversa en ella sobre leyes, cuestiones sociales y política. A la plaza Bolívar, continúa el edecán, la llamaban Plaza Mayor, “cuando Caracas eran 24 manzanas y las calles medían 22 pies”. Allí se celebraba el Carnaval, los martes, sábados y domingos eran días de retreta; se citaban los enamorados de la época (solo podían transitar bien vestidos y sin bolsas); se vendían buñuelos, bienmesabe y arroz con coco; una familia se hizo célebre gracias a su “mondongo a locha”. El siglo XXI cuenta otra crónica. Una plaza sin perezas, sin sala de lectura, con esquinas que arden y un escenario de disputas políticas. En fin, otra historia. “Lo primero que se hacía cuando nacía un caraqueño era traerlo a la plaza Bolívar. Ahora, ni pensarlo; la gente anda con caretas o pañuelos para protegerse de las bombas lacrimógenas. En estos días murieron más de 50 palomas y cerca de 20 ardillas por los gases lacrimógenos que lanzaron durante los disturbios. Había 60 sillas y se las robaron. Nadie viene a leer ahora y hasta los viejitos de la plaza desaparecieron”, contó. Otro de los personajes que ya forma parte de la plaza Bolívar y sus alrededores es la enfermera Gregoria Pérez de los Santos. Se sienta todos los días junto al edificio La Francia, con el Capitolio de fondo, a tomar la tensión a los transeúntes. Tiene tres años ubicando su mesita en el mismo sitio, “sin meterse ni con un bando ni con el otro”. Así, ha podido trabajar tranquila, como si no pasara nada a su alrededor. “Claro que la plaza ha cambiado. Ahora hay más afluencia de gente y mucho más alboroto. Pero desde aquí no veo las peleas, siempre paso por la esquina caliente y hasta ahora nada me ha sucedido. Ellos hablan sus cosas, y si caminas y no dices nada, pues nada te pasa”, afirma, con el acento español que nunca ha perdido desde que pisó Caracas en 1952. Aunque nada grave le ha pasado aún, se siente nerviosa “cuando lanzan bombas lacrimógenas o veo a la gente correr”. Y eso sucede con frecuencia, a pesar de que no siempre la gente corre por los disturbios. “Un día, vi a la gente correr, tomé mi tensiómetro, entré al local de enfrente y enseguida bajaron la santamaría, dejándola un poco abierta para ver lo que pasaba. No eran perdigones ni bombas; resultó ser un perro que mordió a una señora y provocó la precipitación de la gente. Pero como todos estamos paranoicos, la política del día es corre y averigua después”.

En esta plaza, unos viven de tomar la tensión, otros de vender joyas, y precisamente, es desde esas vitrinas donde se obtienen las mejores tomas de lo que pasa en la esquina caliente. En el mostrador de la distribuidora de joyas Mao, las empleadas tienen derecho a cine de acción sin pasar por la taquilla. Suben y bajan el telón de hierro a cada rato. “Estamos en la esquina Las Monjas, en el centro de los acontecimientos”, comentan las gerentes del local, Doris Israel y René Darwich. Han sido testigos, pues les afecta directamente, de la poca o casi nula afluencia de turistas extranjeros. “Solían venir muchos italianos, franceses, estadounidenses. Ahora no transitan por aquí; la inseguridad es muy grande y se exponen a que los insulten. Las ventas han bajado en 90%”. No olvidan los tiempos de las retretas y la imagen de los viejitos sentados en la plaza. Mantienen la esperanza de que las autoridades remedien esa situación, pues no solo “perjudica la economía del centro de la ciudad, sino la calidad de vida de los transeúntes”. Otro de los que retratan a diario las imágenes de la metamorfosis de la plaza Bolívar es Luis César Osorio. Tiene 27 años como fotógrafo de quienes visitan la estatua del Libertador, pero ya su Polaroid no imprime retratos como antes. “Se nos ha ido la gente, los clientes. Hay señoras que me han dicho que les da miedo traer a los niños. En estos días, tuve que correr por los disturbios. Escuché un tiro y me precipité hacia la esquina. Escuché dos tiros más y me dije: César Osorio para su casa va”. Recuerda cuando tomaba un promedio de 10 fotos por día, hace 4 años. Hoy, si toma 2, es un milagro.

Escaleras al Calvario Ese temor a transitar por lugares públicos no es solo inherente a las plazas Caracas y Bolívar, sino que se ha extendido a los alrededores: iglesia de San Francisco, esquina de Santa Capilla, Palacio de Miraflores, El Calvario y la plaza O’Leary, todos símbolos del patrimonio urbano capitalino, convertidos hoy en sedes de eventuales concentraciones y susceptibles de sufrir los daños que acarrean los disturbios, que se presentan cada vez con mayor frecuencia. Son, justamente, los disturbios los que han hecho que Carlos Sánchez haya tenido que devolverse a su casa sin poder hacer uso de los espacios públicos. Lleva meses practicando una rutina deportiva en El Calvario, sitio que solía ser preferido por los enamorados. Sube y baja los 88 escalones, para entrenar sus músculos; a veces solo, a veces con su hijo. “No puedo negar que ese parque está menos peligroso que antes, gracias a la presencia policial. Pero en varias ocasiones me he tenido que devolver por causa de las bombas lacrimógenas. Antes había mucha apatía política, es cierto, pero hay que entender que las plazas y parques son para el esparcimiento, no para otra cosa”.

Obelisco de libertad Las plazas, por tradición histórica, han prestado sus explanadas para manifestaciones populares. La Plaza de Mayo en Buenos Aires, La Bastilla en París, por ejemplo. En Cara-

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cas, la plaza Francia, de Altamira, rebautizada como de la Libertad o de los Valientes, desde hace un tiempo ha cambiado su imagen de lugar pasivo, para convertirse en referencia de protestas sociales. Unos están de acuerdo con el nuevo uso, otros se quejan del alboroto y del bullicio. Pero nadie duda de que sea una situación temporal y que pronto recobrará la calma. Muchos aprovechan la coyuntura, como los vendedores de chucherías y refrescos. Uno de los vendedores de helados, Luis Carrillo, confiesa que se presenta en la plaza Altamira cada vez que hay manifestaciones. “Usualmente trabajo en Chuao, pero vengo a cada concentración desde el 11 de abril pasado. Hay que ir donde está la gente. A más marcha, más ventas”. Para las empleadas de la boutique Nidiana, ubicada a un costado de la plaza, las concentraciones, en lugar de atraer clientela, la han espantado. “Las ventas han bajado. La mayoría de la gente está pendiente de la manifestación. La policía también ha descuidado un poco los comercios. La plaza solía estar siempre tranquila, con muy poca gente; pero todo ha cambiado este año, y lo mejor es que no se ve violencia. Las protestas hasta ahora han sido pacíficas. Yo no me quejo, pero sí he visto a personas mayores protestar por la bulla que todo esto ha generado”. Victoria Mijares, vecina de la plaza, se siente orgullosa de que el lugar haya perdido su pasividad “porque es una plaza que ahora hará historia”. Está segura de que las manifestaciones son temporales y no piensa que afecten negativamente la explanada. “Luego, recobrará la paz y volverá a funcionar como un centro de esparcimiento y recreación”, aseguró.

Patrimonio en la mira La recuperación de plazas y monumentos del casco histórico están entre los objetivos de Fundapatrimonio, organismo encargado de la revitalización de sitios públicos en el municipio Libertador. Su presidente, Gustavo Merino Fombona, insistió en que ya está en la fase final el proyecto de rescate de El Silencio, que incluye la plaza Miranda, la plaza O’Leary y El Calvario; agregó que las obras de recuperación comenzarán en mayo próximo. Le inquietan, sobre todo, los daños que está sufriendo la plaza Bolívar, causados por el clima político caldeado, las bombas lacrimógenas y los disturbios. “Rechazamos esas actitudes violentas, vengan de donde vengan. El patrimonio se está deteriorando, así como se daña el aspecto sanitario de las plantas por los contaminantes; las ardillas mueren asfixiadas. La representación política debe cambiar, hay que romper con el monopolio de los temas políticos”, subrayó Merino. “Apostamos por la resocialización de los lugares, porque los iconos caraqueños recobren su esencia. Nos preocupa la restauración de la plaza Bolívar. Prevemos incluir en el presupuesto de 2003 el diseño de un proyecto: renovación del mármol, trabajos de ingeniería hidráulica, sistema de iluminación, diseño de paisajismo y restauración de la estatuaria, de los pavimentos, del enrejado. Esperamos que con esa renovación del ecosistema patrimonial se recobre una atmósfera de paz”. Merino sabe que la respuesta sociológica hacia esos cambios en el patrimonio urbano

es lenta, pero por los momentos se apoya en gran parte en la brigada patrimonial para ese trabajo de concienciación. “Cuando una obra se restaura, se produce un cambio afectivo de la gente hacia el monumento. Y en eso debe intervenir también el sector privado, pues 80% de los monumentos en Caracas pertenece al sector privado. Lo importante es conjugar esfuerzos, la gerencia de voluntades”. el nacional, 3 de noviembre de 2002

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»2006« Jo s e p h Po l i s z u k

El Foro Social rueda por la carretera Un viaje siempre ofrece materia prima para una crónica ejemplar, como es el caso de la que escribe Joseph Poliszuk a propósito de los visitantes que asisten al Foro Social Mundial que tuvo lugar en Venezuela en 2006. El viaducto de la autopista Caracas-La Guaira en ese momento había colapsado. La única opción era subir por las 365 curvas de la carretera vieja. Todo fue posible gracias al entusiasmo de gente que cantaba “A desalambrar” y soñaba con el hombre nuevo

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l camino fue largo. Pasaron el calor del estado Vargas, la llamada “curva del diablo”, un carro desvalijado y varios barrios. “¿Cuánto falta?”, preguntaba la canadiense Geneva Guerin a las 2:56 pm. Como una de los tantos 35.000 asistentes extranjeros registrados en el Foro Social Mundial, estaba enterada de los vaivenes que han ocurrido después del colapso del viaducto, pero no entendía por qué el autobús que la conducía a Caracas no avanzaba. “Ya va mi amor, ya vamos a arrancar”, respondía el colector de la unidad a otra visitante inquieta. Si el viaducto funcionara, el intrincado trayecto de dos horas se hubiera convertido en un viaje de 20 minutos. “Estaríamos durmiendo la siesta después del almuerzo”, bromeaba el chileno Marcelo Pérez. Gajes del oficio. “Si se caen puentes y aviones en Europa, por qué no acá”, agregaba durante el recorrido. Marcelo llegó desde Chile en la mañana del sábado para participar en el Foro Social Mundial, y esperó un rato en el salón de protocolo del Aeropuerto Simón Bolívar de Maiquetía, para luego embarcar un autobús que, junto a otros, lo llevaría al Poliedro en dos horas y siete minutos. “Sí ya se, me han dicho que un puente se desequilibró”, señalaba en referencia al largo viaje que le esperaba. Había visitado estos paralelos hace 11 años y aunque no tenía idea de qué es el tan mencionado viaducto 1 de la autopista Caracas-La Guaira, hacía referencia

a las grandes carreteras que en 1995 encontró en el país: “Tenían una gran infraestructura vial, recuerdo que había muchas autopistas que ahora en Chile también hay”. A la 1:14 pm se subió en uno de los autobuses que están trasladando a los asistentes del foro a Caracas; se sentó en un puesto y pagó la tarifa luego de que uno de los miembros del comité organizador les diera la bienvenida: “Buenas tardes señoras y señores, espero que la pasen bien y que disfruten de todo lo bueno de Venezuela; les recuerdo que deben cancelar 15.000 bolívares o 7 dólares por el viaje... Seven dollars, seven dollars”. Así empezó la travesía por las 365 curvas de la carretera vieja. Entre amigos, sin embargo, todo se hace más fácil: ecuatorianos, brasileños, canadienses, chilenos y guyaneses atravesaron el camino con una buena conversa diluida en esa mezcla de galerones de Reinaldo Armas con el nada socialista reggaetón. Hablaban de “otro mundo posible”, de “cibernética social”, “pobres y ricos”... También cantaban: “¡A desalambrar! ¡A desalambrar! Que la tierra es nuestra, es tuya y de aquel, de Pedro, María, de Juan y José...”. Y entretanto más preguntas. “Oye pero por qué no apagan el motor, el gas está consumiéndonos a todos”, insistía la canadiense mientras se tapaba la nariz. “La aventura continúa”, concluía más tarde, luego de comentar que le habían dicho que un viaje por la carretera podía tomarle entre tres y seis horas. A ratos, los pasajeros preguntaban por direcciones de hoteles en Caracas. Mientras pasaban por Plan de Manzano –una de las zonas más afectadas por el deslave del año pasado– también discutían sobre Lula, Bachelet, Kirchner y Chávez. “Un país tan rico y con esta pobreza”, lamentaba Marcelo, luego de mostrar sorpresa por los ranchos de la zona: “No recuerdo colores en esas construcciones”. El chileno entonces sacó la cabeza por la ventana. Ya en Maiquetía se sentía libre. No guarda los mejores recuerdos del país, porque varios efectivos de la Policía Metropolitana se burlaban de su pelo largo. “Me decían guaperó”. Está convencido, aun así, de que ahora respira el aire de otra nación: “Un país donde la izquierda no necesita máscaras antigás para protestar... Un lugar donde vamos ganando”. A las 3:21 pm, los extranjeros finalmente terminaron su periplo. Llegaron al Poliedro de Caracas, donde volvieron a embarcar taxis o autobuses con destino a sus hoteles o alojamientos. Marcelo se bajó del autobús y sacó sus amuletos. Como su abuelo es venezolano, le mandó tres cosas antes de tomar el avión: un billete de 10.000 bolívares, una tarjeta telefónica y un almanaque de bolsillo con la cara de Lina Ron. “Me dijo que si me pasaba algo, que mostrara esto”, comentó en son de broma. “Quién es esa rubia?”, preguntaba. “Es hasta guapetona”. el universal, 23 de enero de 2006

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»2008« Dav i d G o n z á l ez

Bombera hasta morir Los actos heroicos poseen enorme atracción entre los lectores. Hablan de desafíos humanos, de adversidades, de intentos (exitosos o no) de salvar a un ser humano de una desgracia. Este es el caso que narra el periodista David González, cuando se acerca a la historia de la bombera Nayivi Ríos Brito, quien salva a buena parte de su familia de las garras del fuego, pero fracasa en el intento de salvarse a sí misma

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a bombera nayivi alex ríos brito lo intentó todo. No enfrentaba cualquier emergencia: el incendio se propagaba libremente dentro de su casa, la número siete de la calle principal de El Cují, en Caucagüita. Pasó los últimos segundos de vida en una habitación del uno, cercada por el fuego y los gases tóxicos. La puerta y el marco de madera ardían; los escalones para ir a la planta baja estaban inservibles y las llamas latigueaban por la ventana y el balcón. Vestía una bata de dormir, pero alcanzó a ponerse la chaqueta y el casco. Se encontraba con su hijo, una sobrina y su hermana. “Los mojó con agua que tenía en un botellón. Puso toallas y sábanas húmedas en la entrada y les decía que pronto los rescatarían”, me dice Ana Brito, su madre, cuatro años después en la misma vivienda. Su hija la había ayudado a ella y al resto de la familia a escapar de aquel laberinto sin oxígeno. Los bomberos llegaron cuando su colega ya había muerto asfixiada. Me enteré de la muerte de Ríos Brito, de veintiséis años de edad, el mismo día que falleció. Terminó su carrera en la jerarquía de bombero raso: la primera de la escala. Fui a El Cují aquella mañana del dos de octubre de 2003, cuando todavía los vecinos estaban en la calle, los funcionarios refrescaban los restos humeantes y los demás reporteros tomaban notas. Supe entonces que los dos niños que se encontraban en la habitación fueron rescatados vivos pero murieron cuando los trasladaban al hospital Domingo Luciani de El Llanito: el hijo de la bombera, Breiner Ríos, de dos años de edad, y Stephany Ríos, de cuatro años.

Katiuska Ríos Brito, hermana de la funcionaria, había sobrevivido, pero nadie sabía entonces si por mucho tiempo. Al día siguiente, en la portada de El Nacional publicaron una fotografía de Alex Delgado que mostraba quemada aquella casa improvisada de dos pisos. Tenía una leyenda titulada así: “Heroína en la desgracia”. En las páginas de sucesos estaba la noticia que redacté. No sé por qué no pude escribir en esa época más que una nota corta. Desde entonces me acompañó la idea de retomar la historia de esa mujer y de lo que hizo. Ella tenía guardia aquel jueves, recuerdan sus parientes. Debía presentarse a las siete de la mañana en la estación El Cafetal, la número quince, donde trabajaba. Cada vez que salía de la casa, su madre, una mujer robusta y morena de sesenta años de edad, se inquietaba. La hija la tranquilizaba todo el tiempo: “Decía que había estudiado para eso y que se iba a morir primero que yo. La apoyaba en su carrera, a pesar de que me daba miedo”. Ríos Brito se había ganado un lugar en el equipo de operaciones de la sección A y estaba habitualmente expuesta a situaciones de riesgo. Algunas de ellas las enumera, de memoria, Luz Marina Blanco, cabo segundo, cuando hablo con ella en la estación. Entre 2000 y 2003 su amiga combatió el fuego en escenarios como las zonas industriales de Guarenas y Los Cortijos y en el casco histórico de Petare: “Yo trabajaba en la sección B, y me correspondió relevarla cuando ella ya había apagado la candela. Era valiente”. Ríos Brito también trabajó en Vargas durante el deslave de diciembre de 1999, quizá la peor tragedia natural en la historia de Venezuela. “Estuvo tres días seguidos allá”, precisa su madre. “No se bañó, ni se cambió de ropa”, recuerda Blanco. Le correspondió auxiliar a los damnificados en los desalojos por aire, ayudar a preservar los cadáveres de las víctimas, y distribuir comida y agua. En inundaciones de menor escala, como las del barrio Agricultura de Petare, un área de riesgo cuando llueve, también actuó. “Ahí salvó gente a la que el agua le llegó hasta el cuello”, dice Brito. “Y quince días antes de morir participó en el rescate de un hombre en un piso veintitrés”. Pero la última vez el peligro desafió a Ríos Brito en su casa, sin esperar a que saliera a trabajar. el incendio comenzó, según recuerdan las víctimas, a las cuatro y quince de la madrugada, en la planta baja de la vivienda: un rancho de ciento cuarenta y cuatro metros cuadrados con dos habitaciones, una cocina, un lavandero, una sala y un estacionamiento. La familia alquilaba puestos para vehículos ajenos, una práctica común en las casas del barrio. Estaban tres motos Vespa, dos autos Chevrolet Malibú (uno de ellos del cabo de bomberos Dennys Chirinos), además de una camioneta Jeep y un taxi “patas blancas” de la familia. En uno de los cuartos había un escaparate de madera con ropa y lencería. A través del mueble pasaban cables de electricidad descubiertos. Las llamas se originaron allí por un cortocircuito, según las investigaciones posteriores. El sobrecalentamiento de las líneas inició una combustión que violentamente se propagó por el techo y las paredes y

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alcanzó a uno de los carros que estaba debajo de las escaleras –también de madera–, que colapsaron. Los Ríos Brito, y los informes de la época, señalan que algo aceleró el proceso. Un sobrino de la bombera debía salir temprano con su abuela. Como estaba oscuro y no podía ver el estante, porque no había iluminación eléctrica, encendió un fósforo. Las escenas de lo que pasó vienen a la mente de los familiares de la bombera como chispazos, aún confusos, por el tiempo transcurrido y el caos vivido. Ella estaba en su habitación del primer piso cuando percibió que algo se quemaba en la planta baja. Había otras trece personas en la casa, la mayoría arriba. Despertó a quienes aún dormían en los dos niveles y desalojó a los que no sabían cómo reaccionar en la contingencia. “Tocó puerta por puerta. Salí corriendo cuando me avisó. Si no es por ella, no nos salvamos”, relata Naivi Ríos Brito, su hermana. Ana Brito, en cambio, quedó paralizada ante la imagen del fuego en libre combustión: “Estaba aferrada a mi nieto, frente a la nevera, sin saber qué hacer. Ella nos sacó a los dos”. Los parientes narran que la bombera bajó y subió dos veces. La última vez lo hizo con obstáculos adicionales. “Iba a regresar por su hijo, pero las escaleras se quemaban y siguió igualito para arriba”, dice su madre. El automóvil entonces ya había explotado: cuando eso ocurre, se liberan gases tóxicos que comprometen de inmediato la vida. “Con equipo puedes durar media hora, por eso me parece increíble lo que hizo”, afirma su compañera Luz Marina Blanco. La decisión de la mujer, entre las opciones disponibles, fue aislarse en una habitación que aún no había sido tocada por el fuego. El plan era esperar por el rescate. Por eso tapó con sábanas y toallas húmedas las rendijas entre la puerta y el marco de madera. “Acababan de salir todos los de arriba, pero faltaban Katiuska y Stephany. Nayivi les gritó que se metieran en el cuarto porque se podían quemar si bajaban por los escalones”, explica Brito. Aunque hubiera querido extinguir las llamas, no hubiese podido: en la casa no había agua. La ausencia del servicio es normal en Caucagüita y por ello las familias acumulan lo que pueden en cualquier envase. Según la madre, su hija llamó a los Bomberos Metropolitanos apenas supo de la emergencia e hizo una última llamada al celular de un amigo, también de la institución, a las cinco y treinta de la mañana. Dejó un mensaje en la contestadora. “Les pedía que se apuraran”, asegura Brito. En la confusión, muchos residentes se confundieron y pensaron que había escapado con su hijo por la ventana o la escalera. Me pregunto por qué no pudo. los vecinos temían que el incendio se propagara a las casas vecinas. Echaban tierra a las llamas. Enrique Ríos Brito, que estaba en la planta superior, y que pudo salir con su esposa y uno de sus hijos (la otra era Stephany), hacía lo que podía descongestionado el estacionamiento. Intentaba evitar que más carros explotaran. La madre de la bombera aún reprocha lo que considera una actuación con retardo de los compañeros de su hija: “Tardaron dos horas en venir. Llegaron primero unos que venían de Chacao, que se enteraron, que los de La Urbina y los de Mariche. Muchas personas me dijeron que de-

mandara, pero yo no quise. Recuerdo cómo lloraban ese día y las muestras de solidaridad y cariño de ellos”. Los reportes oficiales, sin embargo, indican que el incendio fue reportado a las cuatro y cincuenta y dos de la madrugada. Llegaron al lugar del suceso quince unidades y treinta y cinco hombres, según se informó entonces. Rodolfo Briceño, quien era comandante de la institución en esa fecha, afirma que no puede recordar exactamente cuánto demoraron las comisiones. Tiene presente que los vehículos se retrasaron porque hallaron obstáculos en la vía: “Encontraron reductores de velocidad puestos por la gente de Turumo. Los colocaban para evitar el tránsito de vehículos pesados que dañaran el pavimento. Eso entorpeció mucho el servicio”. A pesar de ello, duda que el tiempo de respuesta haya sido tan largo: “Nunca hubo un reclamo formal”. Consulté el punto con otros funcionarios y me aseguraron que conducir las unidades pesadas a sitios de difícil acceso no es fácil: las calles angostas y las subidas empinadas complican las misiones, y por ello se han incorporado vehículos más livianos para mejorar la capacidad de respuesta en los barrios y en situaciones de tráfico. Se trata de las unidades de intervención rápida (que llevan tanques de hasta seis mil litros de agua). Briceño recuerda que fue notificado de la muerte de Ríos Brito aproximadamente a las seis de la mañana y se desplazó al lugar de los hechos: “Me impresionó mucho lo que ella hizo solo con una bata de dormir. Su muerte tuvo un gran impacto en nuestra institución”. Al día siguiente emitió una orden general en la que ascendió a la jerarquía de distinguido a la funcionaria, en virtud de “actos de valor” que permitieron salvar la vida de “varias personas”. Alfredo Peña, entonces alcalde mayor de Caracas, estuvo en el velatorio, en la funeraria Los Caobos. El gobierno metropolitano le dio una condecoración post mórtem a Ríos Brito y corrió con los gastos del servicio fúnebre y el entierro. “Muchas condolencias también llegaron desde los cuerpos de bomberos del interior del país”, señala el comandante. El féretro fue escoltado por las unidades de bomberos en el trayecto al Cementerio del Este; fue enterrada en una terraza donde reposan los restos de otros efectivos muertos. Hicieron antes una parada en la estación de El Cafetal. Allí le tenían preparado un homenaje. “Todos nos paramos firmes y tocaron la trompeta y sirenas. El ataúd lo pasamos de mano en mano hasta la sala de máquinas uno”, recuerda Luz Marina Blanco, quien estaba de día libre cuando su amiga murió. Se enteró en la Comandancia General, ubicada en la avenida Fuerzas Armadas, adonde fue a hacer una diligencia esa mañana. Se lo dijeron a quemarropa: “Cayó una de las nuestras”. ríos brito era una de las siete mujeres que trabajaban en El Cafetal en 2003. En la estación había ciento ochenta funcionarios. Blanco recuerda que no es una situación sencilla: “Hay que exigirse el doble para demostrarles a los hombres que se puede hacer el trabajo”. El sargento Ramón Mendoza usa dos términos cuando se le pide una evaluación del trabajo de la subalterna fallecida: “Era eficiente y disciplinada”. El Cuerpo de Bomberos Metropolitanos de Caracas tiene más de tres mil efectivos, de los cuales solo unas doscien-

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tas son damas. Una de ellas, Francis Morales, comanda la institución. En los últimos treinta años solo se han graduado siete promociones femeninas. Tres egresaron bajo su gestión, que comenzó en 2004: “Es verdad que esta institución es un poco machista todavía”. No conoció a Ríos Brito, pero sabe que ella encarnó distintos roles durante la tragedia que vivió en su casa: “Actuó como madre, como hija y como hermana, y eso fue muy valioso”. En el organismo la recuerdan también por el ánimo festivo. No era melindrosa cuando le invitaban una cerveza y le gustaba bailar. Blanco la describe así: “Era morena, usaba lentes de contacto por coquetería y tenía una buena ‘maleta’ que llamaba la atención de muchos compañeros. Para mí era una guía, un ejemplo”. Ríos Brito estudió en la escuela de El Bosque, de los Bomberos del Este. La institución todavía atravesaba, en el año 2003, un proceso de integración con los Bomberos del Distrito Federal. “Ella lo decidió a los veinte años. Le gustaba servir a la gente. Desde chiquita decía que quería ser bombera”, dice su madre, quien ha sido enfermera de hospitales, empleada del Concejo Municipal de Sucre y dirigente comunitaria. Se identifica como presidenta de una asociación civil de El Cují: “Mi hija heredó esa vocación. Tengo treinta y seis años de trabajo social, ayudando a gente que vive en condiciones muy difíciles”. En Caucagüita, la funcionaria coordinó el envío de cisternas con agua para el barrio, de ambulancias para trasladar enfermos, e incluso condujo los carros de la familia para llevar algún herido al hospital, según recuerdan sus parientes y otros vecinos. “Era muy apreciada por aquí”, dice Henry Vivas, un líder comunitario de esa parroquia del municipio Sucre. La Fundación del Niño, que presidía Marisabel Rodríguez, exesposa del jefe de Estado Hugo Chávez, bautizó con el nombre de Nayivi Ríos Brito una casa comunitaria en Caucagüita. Busqué a la ex primera dama para preguntarle si había conocido a la funcionaria fallecida. Finalmente me contestó a través de siete mensajes de texto que envió a mi teléfono celular. Los citaré como si se tratara de uno solo: “A esa heroína vecinal no tuve el honor de conocerla personalmente, pero conocimos el caso en una junta y, habidos los méritos suficientemente expuestos, procedimos a darle su nombre al centro comunitario de niños, el cual estaba formando parte del programa de fortalecimiento que adelantamos conjuntamente con el Banco Interamericano de Desarrollo, llamado Misión Familia. Realmente no podría decirle que conocí a la señora Nayivi, mas guardo por ella una profunda admiración y respeto”. Brito me había contado que su hija y la ex primera dama se conocieron en vida en una ocasión, por el año 2002, cuando los bomberos enviaron una cisterna a La Casona, residencia presidencial, donde había fallado el servicio de agua: “Se impresionó por el hecho de ver a una mujer con el uniforme de la institución”. el techo de la planta baja de la casa de los Ríos Brito todavía tiene una mancha de hollín, que parece un velo fúnebre. Las escaleras para subir al primer piso se tambalean. El balcón no tiene rejas ni ventana. Las paredes de concreto no están frisadas. Aún sienten que se trata de una vivienda inhabitable, aunque allí residen catorce personas.

“Quiero arreglar mi casa, pero no he podido. Solo el Fondo Único Social me ha ayudado: seis millones de bolívares, con los que hice lo que pude. He metido proyectos en todas partes. He ayudado a tanta gente por tanto tiempo, que ahora no sé por qué no me dan una mano”, dice Brito, la madre. Tuvieron que vender los carros de la familia, y durante el incendio perdieron cinco máquinas de coser y una caja de herramientas del hermano de la bombera. La mujer usa su pensión de jubilación para pagar los tratamientos de un nieto, que sufre convulsiones, y de su hija Katiuska, que entró más muerta que viva al Hospital Domingo Luciani el día del incendio: “Ahí pasó dos meses y medio. Perdió la memoria por un tiempo y recobró la voz hace un año. Los médicos dicen que es un milagro que esté entre nosotros después de lo que sucedió”. Intento conversar con la hermana de la bombera, pero ella guarda silencio y deja que la voz cantante sea la de su mamá. brito me dice algo que me sorprende: “Aún no cobro la pensión de los bomberos por la muerte de mi hija. De ellos he recibido muchas muestras de afecto personal, que agradezco, pero más nada”. Le pregunto luego a la comandante del organismo por la situación. Me responde que los parientes aún no han presentado la declaración universal de herederos, documento obligatorio para que el Instituto Venezolano de los Seguros Sociales realice los pagos. Los bomberos están amparados por el mismo sistema de seguridad social que cualquier otro empleado público. “Hemos llevado propuestas a la Asamblea Nacional, dado el alto riesgo de nuestra profesión. Quisiéramos una pensión vitalicia de cien por ciento del salario para los familiares de los caídos; es una deuda que tienen con nosotros”. Morales afirma que la institución cuenta con una fundación que presta todo el apoyo posible a los hijos, esposas y padres de los muertos, incluyendo a la madre de Ríos Brito. En El Cafetal conocí a un funcionario llamado Hugo Crespo. No trabajó mucho tiempo con Nayivi Ríos Brito, pero afirma que ella dejó un legado: “De lo contrario, ni siquiera hablaríamos del tema”. Una estrofa del himno de los Bomberos de Caracas dice así: “Que el Supremo Hacedor nos proteja/ alejando el peligro fatal/ y si alguno en la lid sucumbiera/ por su ejemplo se hará inmortal”. Brito perdió dos nietos y una hija, se le quemó la casa y aún no sale de las penurias económicas. Pero no la abandona el orgullo por la manera como actuó Nayivi Ríos Brito cuando el fuego la desafió en su casa. marcapasos, edición aniversario, 2008

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»2008« Fe d o s y S a n t a ella

El arte de vender safaris La ilusión de una aventura es un preciado botín que se vende en muchas partes del planeta, algunas veces con notable éxito. El novelista venezolano Fedosy Santaella narra en esta crónica la historia de un librero de la pro­vincia venezolana, Andy Solé, que en la trastienda del local Paseo de Gracia, además de acumular volúmenes, sirve café y vende safaris. Hay que reconocerlo: es un buen comienzo para una crónica sobre un oficio poco común

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onocí a andrés solé en valencia, estado carabobo. En aquel entonces Andy era dueño de la magnífica librería Paseo de Gracia, cuyos libros le hacían justicia a la famosa calzada de Barcelona, ciudad editorial por excelencia. Quedaba la librería en el centro comercial Prebo, uno de los espacios de compras más viejos de la ciudad; y eso no estaba bien, porque la gente proliferaba en los nuevos malls que de igual manera proliferaban. Tampoco estaba bien que yo tuviera un club de video con películas de la Cinemateca en el primer piso de un centro comercial muy bonito, pero escasamente visitado. En realidad, no estaba bien que Andy y yo tuviéramos dos cotos de caza tan sui géneris en Valencia, una ciudad donde más importa que te vean la piel pulida y lustrosa que las vísceras del alma. Pero vayamos por partes. Aquel predio de Andy no solo era una librería. Al fondo, mi amigo había instalado un café que consistía en unas cuatro mesitas y una galería de fotos. Allí, Andy exponía el material de fotógrafos conocidos y el suyo propio, y más de una noche terminamos tomando cervezas sobre aquellas mesitas, ya con el cartel de “Cerrado” puesto en la puerta (uno de los más grandes placeres del mundo es poder beber en un local cerrado y en compañía del dueño). Así que fue allí, en ese café, donde conocí algunos asuntos de la vida de Andy Solé, fotógrafo, librero y vendedor de safaris. Pues bien, y como ya supondrán, en Valencia la caza no tuvo buenos resultados. Yo me regresé a Caracas y Andy se fue para España. Pero aquella vieja conversación de café de

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librería no se ha perdido. Hace poco continuó, gracias al correo electrónico y al chat. “Desde siempre fui el fotógrafo de la familia”, me escribe mi amigo. “Cuando terminé el bachillerato, decidí dedicarme de lleno al oficio. En 1989, mi esposa y yo nos mudamos a Barcelona [España]. Allí estudié fotoperiodismo en el Centre de la Imatge. En 1994 volvimos a Caracas”. ¿Cómo había ido a parar Andy a Barcelona? Pues no por esas mañas venezolanas de alzar ciudades culturales en su imaginario campesino, y de la cual Barcelona es la más reciente; no, la razón es otra: su familia era de Cataluña. Lo que sí estaba difícil de entender, o de conectar, era cómo terminaron Andy y su esposa Marian en Valencia. “Después de vivir en un lugar como Barcelona, nos quedamos con las ganas de mudarnos a una ciudad más pequeña, más a nuestro ritmo. En 1996 nació Andrés, mi hijo mayor. Mis suegros ya vivían en Valencia desde hacía dos años. Nos contaron tantas bondades de la ciudad que decidimos dar el paso”. Pues bien, Andy y su esposa se fueron a Valencia. Allí, Andy montó la librería que ya sabemos. “Mi sueño siempre fue tener un amigo con librería; ninguno se animó, y me tocó montarla a mí”. De este modo, gracias a la falta de entusiasmo literario de sus amigos, yo conocí al personaje que nos ocupa, y su historia como vendedor de cacerías. Podríamos conjeturar que la elección de tan particular oficio se debe a un sueño de infancia. Ya saben, cuando uno es pequeño quiere ser policía y abogado, y después, cuando crece, te das cuenta de que esos oficios son horrendos y te pones a hacer otra cosa. En el caso de Andy, podríamos pensar que a lo mejor soñó con ser cazador de safaris, pero como no pudo serlo, se dedicó a venderlos. Pero él nos da una explicación más sencilla y lógica, y que no atañe a fantasías novelescas: “Cuando estudias tienes licencia para hacer trabajos inusuales, desde repartidor de pizzas hasta testigo de embargos, pasando por intérprete de un cazador profesional que no hablaba inglés”. Porque así fue, por el inglés. Por aquellos días estudiantiles, una amiga mexicana le dijo a Marian que dejaba su trabajo de secretaria y se lo ofreció a ella. Así fue como la esposa de Andy empezó a trabajar como secretaria para Salvador Chias, un cazador profesional. Al poco tiempo, Andy conoció al jefe de Marian, quien tenía un muy grave problema laboral: no hablaba inglés, pero le sobraban clientes cuya lengua materna era precisamente esa. ¿Quién sabía hablar inglés? Andy. Así, nuestro amigo se vio viajando con el cazador en los safaris, todo gracias a su dominio del inglés. Al tiempo, con la experiencia vivida, terminó vendiendo cacerías para el mismo Chias. Pero Andy se define como un broker, y no hace alardes de haber viajado por el mundo en emocionantes safaris para millonarios. Ellos, los compradores adinerados, son los llamados cazadores deportivos. Porque hay que saber distinguir. El cazador deportivo es el cliente, y el cazador profesional, como su nombre lo indica, es quien dedica a tiempo com-

pleto todo su conocimiento en asesorar a los cazadores deportivos y a organizar cacerías según las necesidades del cliente. Ambos, el profesional y el deportivo, suelen encontrarse en las convenciones de caza. La más famosa, la más grande de estas, la promueve el Safari Club Internacional (SCI), que se celebra todos los años en EEUU, en la ciudad de Reno, Nevada. En esas convenciones se pueden ver muchas escopetas, muchos tipos apuntando con ellas, cantidades inmensas de cartuchos y muchas cabezas de animales con cornamentas exuberantes. Andy aún trabaja para Salvador Chias, uno de los cazadores profesionales más reconocidos de España, con más de treinta y cinco años de experiencia, no ha faltado en dos décadas a la convención del SCI, “con el que contribuye anualmente donando planes de caza para ser subastados en beneficio de esta organización”, dice en su página web (www. salvadorchias.com). Y es que los cazadores profesionales tienen eso: son como unos caballeros de ideales altruistas. El mismo Andy, que no caza sino clientes en convenciones, lo dice: “Los cazadores profesionales son personajes de novela, mitad soldados, mitad poetas”. Recordemos que la caza siempre fue un privilegio de nobles, de gente de sangre azul, con caballos, escudos, terrenos y ocio de sobra. A su vez, el origen de muchos de estos hombres de abolengo está en el mundo militar. El título de duque, por ejemplo, viene del latín clásico dux, rango militar romano que equivale a general. Quién sabe si gracias al aura de nobleza que rodea a la actividad, los cazadores hacen gala de una mentalidad ecológica o conservacionista. “No hay gremio más interesado en la preservación de la vida salvaje que el de los cazadores profesionales”, nos dice Andy. Y claro, más allá de las causas nobles, esta es la otra gran razón: si se acaban los animalitos –y los animalotes–, se termina la diversión. Pero sigamos con Andy: “Los cazadores profesionales no solo acatan sino que asesoran a organismos gubernamentales en materia de vedas, calidad cinegética, prevención de epidemias y furtivismo. Lamentablemente, los controles excesivos, típicos de las sociedades desarrolladas, le restan magia a la aventura. Hasta hace diez años podías llevar la presa cazada a uno de los tantos restaurantes especializados en carne de este origen. Hoy día, los permisos sanitarios hacen imposible comercializar el producto de la caza”. Es así de sencillo: los cazadores organizados preservan para seguir cazando. “En Bambi, el cazador era el villano, en Caperucita Roja, el héroe”, acota Andy. Ahora, cuando hablamos de safaris modernos, de cacería moderna, estamos hablando de algo que cuesta dinero. Es decir, cazar por el mundo es una diversión para millonarios. La mayoría de ellos, casi todos, son coleccionistas. Es decir que tienen un gran salón con animales disecados que ellos mismos han cazado. Y, como si se tratara de un vicio costoso, cada vez quieren más: “Si tienes un jabalí africano, tarde o temprano te enterarás de que el centroeuropeo es mucho más grande, así que… a por él”. Cuando un cazador-coleccionista de estos quilates (en oro) compra un viaje de caza, la compañía que le presta el servicio está en la obligación de ofrecerle acogedores hospe-

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dajes y extraordinaria comida. Muchas de estas excursiones se llevan a cabo en Europa, pero en lugares apartados; y si además consideramos que África es el principal destino para los cazadores, seguido por Asia, la cosa se pone entonces titánica. Pero es así, el cazador profesional debe aportar comodidad al cazador deportivo, y también un montón de trámites y conocimientos relacionados con el tema. “No siempre el cliente sabe los detalles de la especie que busca colectar; datos como calibre ideal, distancia de tiro, época en celo, cambio de pelo o caída de cornamenta (en los cérvidos como el venado), son indispensables, y solo suele manejarlos el profesional. Una vez fijado el itinerario del interesado, el cazador profesional tramita los permisos de caza, las licencias, los seguros y los salvoconductos para las armas”. El comprador del safari solo debe poner la chequera y su presencia, de lo demás se encarga el cazador profesional, y eso, cuesta dinero. Los servicios de un safari pueden variar. Pero con Andy y su jefe Salvador, el alojamiento y las comidas cuestan seiscientos cincuenta dólares diarios (mínimo cuatro días), más el precio de la presa. Si vas acompañado por tu esposa, hay cargos adicionales que no bajan de cien dólares. Los niños, en muchos casos, salen gratis. Las presas tienen diferentes precios, según su dificultad para ser cazadas. Un jabalí puede costar mil doscientos dólares, un ciervo cuatro mil quinientos, y un íbice alpino (algo así como una cabra gigante), nada más y nada menos que siete mil dólares. Todo esto sin contar el trabajo del taxidermista, porque el trofeo se lleva para la casa y se pone en el salón, como recordarán. “Un venadito bien hecho a cuerpo entero puede costarte unos cinco o seis mil verdes”, explica Andy hablando de ese otro mundo que es el de los taxidermistas, profesión que está viva y coleando, y que también tiene sus detalles curiosos. “En Europa solo se monta el cráneo con los cachos, entre otras cosas por falta de espacio; a los americanos les encanta el full mount”. La taxidermia, sin duda, da para otro reportaje. Pero sigamos con los cazadores deportivos. “El perfil de nuestro cliente es estadounidense republicano, mayor de 45 años”, apunta mi amigo. Sin duda, existe una larga tradición de cazadores norteamericanos tras la huella de bestias exóticas. Grandes e ilustres antecesores han sido el director de cine John Huston, el presidente Teodoro Roosevelt y el escritor Ernest Hemingway. Cada año, en la convención de Reno, asisten los mismos. Es un como un pequeño club, casi como pasar lista. “Cuando algún asiduo falta, todos pensamos ‘algo habrá pasado’. Enfermedades como la malaria o un accidente de caza son algo normal”. Sí, muy normal, pero si algo así ocurre, es una gran vergüenza para el cazador profesional, y un fallo de tal naturaleza puede sacarlo del negocio para siempre. Andy cuenta que después de 15 años asistiendo a esta gran convención, “te acostumbras a toparte en los pasillos con personajes como Normam Schwarzkopf, Charlton Heston o Bush padre, todos cazadores”. Andy recuerda haberle vendido un safari al hermano del Sha de Irán, y a alguno de los hermanos Ricci, del imperio cosmético Nina Ricci. Por Venezuela, dice que el apellido Zingg aparece en algunos registros. “Pero nunca accedí al mercado local.

Nadie es profeta en su tierra, y con control de cambio…”. Pero por allá lejos en Nevada, o en España, Andy sí ha vendido sus safaris. Allí, frente a él, ha tenido a aquellas personas que viven una vida totalmente diferente a la nuestra, con ellos ha tratado, y de muchos se ha tenido que aguantar sonriente las historias de sus cacerías con pelos y señales, para luego quedarse con la sonrisa convertida en un feo rictus cuando le dicen que no van a comprar esta vez, que están muy ocupados. Tal como diría Selecciones: “esos son los gajes del oficio”.

∑ esta es una anécdota sin aquello, tal como andy me la contó: “En la caza del oso polar es común que el profesional te advierta que las posibilidades de éxito son escasas. Depende mucho más de la suerte que cualquier otra cacería. Es un viaje interminable al norte del Polo Norte, donde el paisaje pierde color y el frío húmedo desafía la buena salud del aventurero. Es una experiencia solitaria; un guía esquimal será toda tu compañía los días que dure la búsqueda. Sin embargo, mi amigo José tuvo la mejor de las suertes: al segundo día pudo cumplir con el objetivo de su viaje, un magnífico ejemplar que llenó de alegría al guía inclusive. Ya en el campamento, se acomodaron en el iglú, ese habitáculo tan visto pero poco conocido. Extrañamente este espacio sin divisiones es un alojamiento tibio, que normalmente comparte el nativo con su compañera. Mi amigo ignoraba que la verdadera aventura estaba a punto de comenzar. Una cacería resuelta en tan poco tiempo y con tanto éxito merecía una celebración y la euforia del guía lo llevó a encontrarse con sus más íntimas raíces, y a ofrecerle a mi amigo los favores de su esposa. Él no salía de su asombro, para un europeo aquello formaba parte del imaginario del gremio; pero sí, la mayor muestra de cortesía para aquel hombre era ofrecer su bien más preciado, su fuente de calor, y la mayor descortesía era no aceptarlo. Así pues que ante el desconcierto inicial, mi amigo solo atinó a decir que un viejo accidente de caza lo había dejado impedido de… aquello. El esquimal, sorprendido, bajo la vista, sonrió, y no volvió a tocar el tema. Al día siguiente mi amigo partió con su trofeo. En su casa puede verse la piel de aquel animal, recordando el día que mi amigo se quedó… sin aquello”. marcapasos, edición aniversario, 2008

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»2008« Lisseth Boon

La noche en que El Maní fue así El Maní es Así se convirtió en uno de los sitios nocturnos míticos de Caracas. Tanto que el futurólogo Alvin Toffler, de visita en la capital, pidió que lo llevaran para conocer el legendario ambiente con su pista de baile que despeinaba a más de uno. La periodista Lisseth Boon fue testigo de excepción de la última noche de este poderoso local y de la despedida de la que fue objeto su dueña en 2008. La crónica no tiene desperdicio y cierra un hito de la noche caraqueña

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ue no. ella se negaba a ir a el maní esa noche. No quería volver justo cuando se daba la fiesta de despedida de quien había sido su propietaria durante 22 años, Perla Castillo. Prefería conservar el mismo tumbao, el mismo regusto que maceró durante tantas noches de rumba en la casa de la salsa por excelencia de Caracas. Y en definitiva, chico: no pensaba comprarle ni un trago al nuevo dueño. Por decir lo menos. Su entusiasmado novio trataba de convencerla de que fueran, mientras bebían en una repleta tasca de Chacao. Pero ella le aplacaba la chispa. Algunas cosas habían cambiado en ocho años. Aunque la diversión común se chorreó hacia otros predios de la ciudad, lejos del bulevar de Sabana Grande, siempre les quedaba El Maní en la avenida Solano. Así, desde hace dos décadas. Desde sus años universitarios. Hasta esa noche, quizás, la del miércoles 9 de julio de 2008. En ese mismo momento, las copas se vaciaban y la alegría ya intoxicaba los cuerpos que comenzaban a ambientar El Maní es Así. En la puerta, una pancarta recordaba a los asistentes que estaban llegando al “patrimonio cultural de Caracas”. No se formaron colas para entrar. A las 9 de la noche aún había mesas para compartir y espacio para desplegar los pasos de baile. No hubo mucho tiempo para avisar la despedida de Perla a todos los “maniseros”. Otros se enterarían apenas esa noche, frente a la barra o sobre la pista.

“¡Los tragos son gratis!”, repitió contento un corresponsal español que vive hace más de un año en Caracas, cuando se enteró de la barra libre. Rondón, el inagotable barman – que formalmente se llama José Evelio Rondón Araque–, servía vodkas y rones con dedicación. “Vengo de Mérida. La dueña me abrió las puertas hace nueve años. El Maní es muy importante para mí. Trabajo seis noches a la semana, pero sabroso. Lo disfruto tanto como los amantes de la salsa”. Llenó una copa de vino a una curvilínea entaconada y prosiguió: “Me duele que se vaya, pero qué le vamos a hacer. Espero que no cambie. Pero todo tiene su final. ¡Y hoy estaremos hasta las 7 de la mañana!”. En un codo de la entrada, Perla Castillo conversaba tranquilamente con unas amigas y el actor y locutor Julio Motta, quien de tan asiduo ya parece parte del mobiliario de El Maní. Vestida de rojo y con sombrero de cotillón de hora loca, la anfitriona se mantenía alejada del humo interior, el mismo que respiró con gusto durante 22 años y unos 8 mil trasnochos, pero que ahora le deja secuelas en los pulmones. A las 10, ya la fiesta estaba encendida. Las bandas invitadas (Coymbre, La Realidad, Herencia y Ensamble La Calle) cumplían sus turnos sobre la tarima, alternados con cortinas de grandes clásicos de la salsa que mantuvieron la sístole y diástole de la noche. La descarga del percusionista Joel Pibo Márquez y los tambores de la costa provocaron momentos de éxtasis en una velada de pulso agitado. No faltó quien echara de menos a El Guajeo de Alfredo Naranjo, aunque no fuese jueves, su día habitual de descarga. Cuando dejó por un momento la pista, la bailarina Elena Gómez, “La Perla Negra”, admitió que aún no había advertido el cambio. “Ahora es cuando sabremos lo que va a pasar. Para mí este lugar significa la salsa, la rumba, mis 15 años, el amor, el despecho y los amigos”.

Puliendo la hebilla Unas cuantas cervezas más tarde, ella le insistía al novio en que no iría a El Maní. Con los nuevos dueños, machacaba, seguro perderá su encanto democrático, de aceptar por igual a taxistas de Catia, mochileros europeos, universitarios en zapatos de goma, virtuosos caballeros que invitan gentilmente a bailar, encorbatados con dos pies izquierdos, rojos y azules. “Ahora quizás no nos dejarán pasar si no somos chavistas”. Pero dentro del local salsero no se respiraba la atmósfera del adiós. En todo caso, estaba impregnado por esa manera de cantar y danzar la tristeza que solo ofrece la música del Caribe. Y que debe ser compartida entre amigos justo en la casa que nació como restaurant de comida venezolana y con el tiempo adquirió su personalidad rumbera. Porque esa noche se reunieron las ganas de pasar un buen rato, como cualquier otra velada, para cerrar una etapa de vida de quienes bailaron, viajaron y besaron en El Maní es Así. Los que le sacaban el lustre a la pista daban cuenta de la energía que contagiaba incluso a los afiches de películas y gráficas blanco y negro que decoran sus paredes. Algunos amigos se tomaban fotos en grupo y en cada esquina, hasta dentro de los baños, con la urgencia de los que no saben si volverán “al lugar donde has sido feliz”, como canta Joaquín

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Sabina (otro visitante ilustre del lugar en viejos tiempos). A medianoche, el licor comenzó a hacer de las suyas: un celular perdido, sombreros que rodaban de cabeza en cabeza, “¿has visto a mi novio?”. En una hoja en blanco pegada a la pared para que la gente se expresara, alguien escribió: “La besé y me gustó”. William, un fiel habitué desde hace 14 años, dejó por un momento su caza de pareja de baile para confesar su debilidad por El Maní: “Más que un lugar de diversión, es un centro cultural y punto turístico, no solo de Caracas sino de toda Venezuela. No hay otro lugar al que se pueda comparar. Es, además, una zona de tolerancia que no debe cambiar”. “Todo el que pase por Caracas debe conocer El Maní”, reza la máxima urbana. Por algo forma parte de la agenda de visitas de renombrados artistas internacionales. Y de los extranjeros de a pie también. “Por acá pasa mucho europeo y gringo. El Maní es referencia mundial”, confirma el barman-psicólogo Rondón. “Muchos matrimonios salen de aquí. Tengo amigos que vinieron a bailar un día, se enamoraron de una francesa o canadiense y ahora están viviendo allá”. Émile no es ningún recién llegado a Venezuela, pero revive cada vez que entra a este local. Nativo de Grenoble, Francia, con ascendencia en Costa de Marfil, vive en Venezuela desde hace 7 años y trabaja para una empresa de prótesis mamarias. “Este es el lugar donde me siento mejor en Caracas, por la música, su gente. Aquí aprendí a bailar salsa y he hecho muchos amigos. Tiene una fuerza que no puedo explicar”. Muestra orgulloso su diploma de “manisero más antiguo” (de los muchos que se entregaron esa noche). Edy Áñez, vecino de El Recreo, odontólogo y profesor de deportes, recuerda que pisó por primera vez El Maní una semana después de su inauguración. Y desde entonces no ha dejado de frecuentarlo. “Son 22 años de amistad, lealtad y de confianza. Forma parte de mi vida, ya que aquí conocí a mi primera esposa, italiana, con la que tengo una hija de 13 años. También conocí a mi segunda pareja, de origen rumano. La gran diferencia de este lugar ha sido la presencia de una mujer como Perla, que es una gran anfitriona”. Tiene confianza: “El Maní seguirá siendo así”. Entre tragos, recuerdos y sets de salsa, se cuchichean los nombres de los nuevos dueños: Elsy Ferrer, abogada y licenciada en Comunicación Social de la UCV, asistente del alcalde mayor de Caracas, Juan Barreto), y Daniel Beltrán. Las especulaciones iban y venían sobre el monto de la transacción de uno de los locales de diversión que logró sobrevivir al sino de lo perecedero que marca la nocturnidad en Caracas. Una de las cifras más repetidas fue un millón de dólares, equivalentes a más de dos millones de bolívares fuertes. Perla prefirió reservarse el monto, pero sí subrayó una recomendación a los nuevos propietarios: “Si cambian el estilo de El Maní, ícono de la salsa de esta ciudad, habrán perdido su dinero. Terminarán convirtiéndolo en un botiquín común y corriente por el cual habrán pagado mucho dinero. Tienen que conservarlo tal y como está. El verdadero valor de este lugar es su estilo único, la fraternidad que aquí encuentras y su magia. Por ello es reconocido en el mundo entero”.

Ya son las 2 de la mañana, y ella al fin se convenció de asomarse a la fiesta, “solo por un momento”. La pista en llamas, los cueros retumbando y una penúltima cuba libre fueron la porción que faltaba en la pócima para redescubrir la magia de El Maní. Tanto que amaneció allí. Solo por esa noche. Quizás la última. O quizás no.

∑ Dice la gente El barman, José Evelio Rondón Araque (conocido por todos como Rondón): “El Maní es para mí como mi hogar. Es duro trabajar en la noche, pero disfruto mucho del oficio. Soy barman y psicólogo a la vez. La gente viene aquí con problemas y los ayudo a salir livianitos. Es un trago amargo que se vaya la jefa; ha sido como una madre para mí. Esperemos que los cambios sean para bien”. El músico, Orlando Castillo, Watussi: “Vendré a El Maní siempre que exista, porque es un punto de encuentro entre el público de la salsa y los músicos tradicionales. Es un local que le ha dado proyección a muchas orquestas y es de los pocos que apoyan la música en vivo en Venezuela. Por su ambiente se parece a muchos lugares de Nueva York. Afuera siempre me preguntan por él”. La anfitriona, Perla Castillo: “Ahora voy a tomar unas vacaciones, pero también a sufrir el despecho por dejar este sitio tan especial. Si ellos cambian el estilo de El Maní, ícono de la salsa en Caracas, habrán perdido su dinero y terminará convertido en un botiquín común y corriente. La gente está preocupada por este cambio. Su verdadero valor es su magia. Tiene que seguir manteniéndose”. el mundo, 17 de julio de 2008

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»2008/2009« L i l i a M a l avé

La soledad se enamoró de Pancho Francisco Massiani es uno de esos casos de la literatura venezolana que cuesta explicar. Dueño de un talento único para transmitir la complejidad de los sentimientos de un adolescente, en una novela que se convirtió en leyenda de una generación, Piedra de mar, su corta obra apenas expresa lo que hubiera podido ser su producción. La periodista Lilia Malavé ingresó en la casa del escritor y produce una crónica notable de una luz que se apaga y que alguna vez brilló como pocas en la narrativa nacional

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francisco massiani no le agrada la idea de separarse de esa soledad escrita en las grietas, telarañas y la humedad de las paredes de su casa. Al contrario, se escandaliza cuando alguien le asoma la posibilidad de mudarse a vivir, por ejemplo, con su hija: “¿Y mi privacidad, vieja, qué vaina es esa?… Además, mi yerno Adolfo le tiene vaina a la caña”. Y ahí tienen ambos una gran discrepancia, porque Pancho Massiani es amante del vino, y a veces del whisky y la ginebra. Pero su pasión es el vino tinto, una pasión que disfruta feliz en su vida solitaria. “El tinto es una cosa maravillosa que inventó Papá Dios”, dice mientras se sirve un vaso lleno. En más de una oportunidad se ha tomado una botella completa en una noche, “pensando vainas”, pero lo disfruta más cuando alguien lo visita, como yo aquella tarde. Y entre tintos y tintos transcurren sus días, pintando, leyendo, escuchando música y cómo no: escribiendo. Francisco Massiani, el escritor que se molesta si no lo tutean y que pide ser llamado “Pancho”, terminó su primer libro a los 21 años de edad a escondidas de su familia porque le daba pena que supieran que él también escribía, como su padre, Felipe Massiani. Ahora, a los 64 años, continúa escribiendo a diario, a escondidas del mundo en su casona de la Alta Florida.

Francisco Massiani vasco szinetar

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Antiguas vajillas y piezas de arte colonial o clásico cohabitan con retratos en blanco y negro de personajes de distintas edades; muchos, protagonistas de otras décadas de la historia cultural venezolana. No hay actualidad alguna reflejada en la robusta mueblería de caoba tapizada en rosa viejo casi amarillento, ni en la pequeña biblioteca. Todo descansa en el más perfecto orden y cuidado, como si de un museo se tratara. Hasta que se cruza el umbral que abre paso a los aposentos donde, día a día, Pancho vive y existe. Un piano da la bienvenida a esa mezcla de habitación y estudio donde Pancho respira, come, duerme y crea. La dificultad para desplazarse sin andadera –que sobrevino con la edad y un accidente de tránsito sufrido años atrás–, en conjunto con la llegada de una tía mayor a la casona, lo llevaron a establecer ese espacio como suyo. Y suyo lo convirtió con sus cosas regadas por toda la alcoba, sin orden ni sentido alguno más que el que él mismo les da. “Qué bueno que viniste. Ya pensaba que me ibas a dejar embarcado”, dice Pancho desde su cama a modo de saludo. Agradecido, recibe la botella de vino que le llevo y, solo después de eso pregunta mi nombre para luego extenderme lo que él define como “la herramienta”: un sacacorchos. Al ver que tengo problemas para abrir el tinto, rápido procede a hacerlo él mismo, como un alarde de su pericia en el arte de sacar corchos. –“Corcho” –recuerda, refiriéndose al personaje de su más famosa novela–. ¿Tú leíste Piedra de mar? Eres muy bonita, vale. ¿Tú tienes Piedra de mar, la leíste? Ahí tengo una copia, que te voy a dedicar si no la has leído. Cuando le digo que ya leí su novela, me pregunta si me gustó. Le respondo que sí, y entonces se alegra como un niño pequeño. “Qué bueno que te gustó. Piedra de mar es una novela bellísima, que trata de la vida y del amor. ¿A quién no le gusta vivir y enamorarse?… Si el amor es bello. De eso se trata Piedra de mar”. Cuando le comento que a un amigo mío no le gustó, me dice: “Ah, pero es que ese amigo tuyo es maricón. Por eso no le gustó Piedra de mar, porque es maricón, y no le gustas tú ni está en tu lista de pretendientes. Yo en cambio estoy solo, no tengo empate ahorita, por si no lo sabías. Y tú eres una mujer muy bonita. Quiero que sepas que si no tienes novio, quiero que me incluyas en tu lista de pretendientes. Podríamos empatarnos y todo”. –Para poder empatarme con usted, necesito primero conocerlo, quiero saber qué hace, cómo es su día a día, qué le gusta hacer, a qué se dedica. –Ah, pero si ya nos conocimos, ahorita mismo nos presentamos. Tú lo que quieres es hacerme una entrevista. Y no me digas “usted”, que yo no estoy ni viejo ni loco: a mí me dicen Pancho, si no, no respondo. Pero si tú quieres saber lo que yo hago, te lo puedo decir ya mismo, y nos empatamos: yo escribo, yo leo, yo pinto. Y escucho música, porque podría vivir sin hacer las otras cosas, pero no sin mi música. Soy melómano. Y ya, basta de hablar pendejeras. Ahora cuéntame, tú qué haces, a qué te dedicas, ¿y qué carajo escribes tanto en esa libreta? Tras el primer sorbo de vino, Pancho comienza a relatar, con detalle, su vida: sus

obras, las publicadas y las inéditas –entre ellas 290 poemas, más de tres novelas y un guion para un cortometraje, escritas todas desde los 21 años hasta el momento–, sus pasiones y sus amores. “Yo he tenido muchísimos amores”, anuncia, antes de enumerar la lista de nombres femeninos que guarda en su memoria desde sus trece años de vida, un año antes de comenzar a escribir formalmente. Acompasando sus palabras con vino y cigarrillo, parece que la tarde entera se va a ir hablando de amantes en Chile, París, Bogotá y Caracas, con la mirada perdida en el Ávila que se ve desde su ventana. De repente, salta sobre la cama y abre bien los ojos, con picardía: –Yo jugué una vez doble play: tenía mi novia aquí, y mi novia en París. Allá era un hombre pobre, pero feliz. Y coño, aunque hacer eso del doble play era gravísimo, no me arrepiento, porque la pasé muy bien. Lo dice y se ríe con franqueza. “Ya me ladillé de hablar yo. Cuéntame tú algo”, sugiere, y enciende otro cigarro. Le pido que me siga contando de su vida, y como respuesta suelta otro “¡Coño!”, esta vez pensativo, antes de seguir nombrando mujeres, entre ellas unas cuantas con apellidos famosos, o extranjeras. Hasta que llega a Belén Huizi, su última compañera, que murió de cáncer en 1997: “Te voy a contar cómo conocí a Belén: yo estaba caminando aquí en La Florida y la vi en la calle. La paré y le dije que, aprovechando que tenía dinero, quería invitarla a la tasca Royal a tomarnos unos tragos. Ella aceptó. Fuimos, nos echamos los palos juntos y ahí mismo nos empatamos. Y nos mudamos a Macuto, porque yo amo el mar. Estuvimos juntos hasta el final”. –¿Y te empataste con ella ahí mismo, Pancho? –Ahí mismo, chica. Para qué nos íbamos a poner con pendejeras. Y ojo, yo no digo mentiras, yo no estoy loco: en esta foto que ves aquí, ella es Belén. Y me muestra una fotografía colgada de la pared, justo al lado de su cama, entre el reguero de manuscritos, pinturas y libros. Se le ve un poco más joven, abrazando a una mujer madura. “¿Ves a Belén? Después de ella no he tenido novia. Estoy buscando una, o esperándola, quizás. Pero yo no estoy solo: aquí, donde tú me ves, estoy empatado con el vino, con el cigarro, con mis amistades, y con mi trabajo; yo pinto mucho. Me gusta el acrílico, el óleo, la tinta y el lápiz”, y señala algunas de sus obras, colgadas en las paredes del cuarto y otras en el piso, donde fueron concebidas según lo muestra la alfombra salpicada de colores. “Mi trabajo me acompaña siempre”. También lo acompañan sus libros, que ni él mismo sabe cuántos son. “Como sopotocientos mil”, calcula, y cuenta que la amplísima biblioteca de ese salón, más otra biblioteca de la sala, y otras tres estanterías en el piso de arriba, son enteramente suyas y le encanta releer cuanto hay en ellas. También hay algunos libros amarillentos y sin lomo al lado de la cama, en el piso, y más allá, cerca del baño, junto a un acordeón y una vieja bicicleta de ejercicios: hay libros y papeles por doquier, jugando a llenar la habitación. Y quizás su vida.

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El cigarro se consume en los dedos de Pancho. Pregunta qué más quiero saber. Yo le digo que cualquier cosa que él me quiera contar, que no estoy haciéndole una entrevista sino una visita para conocerlo. Y él se sonríe y me pregunta si podemos hablar del amor. “Es que el amor es bello, el amor nunca hace daño. El hombre es quien lo daña”, dice, y recuerda en voz alta los tiempos en los que hacía el amor en una tina mientras escuchaba música de Paul Simon. Le pregunto si quiere hablar de música, y sin dejarme terminar la frase, comienzan sus alabanzas a Soledad Bravo, el son cubano, calipso, samba, Gualberto Ibarreto, autores clásicos, vallenato y música venezolana por igual. Por eso, porque es melómano, me cuenta que él toca acordeón, guitarra y piano. Y que le gusta “el himno” de su máquina Olympia cuando se sienta a escribir en ella. –Ahí en esa mesa hay una computadora que me costó carísima. Y me enseñaron a usarla, pero no me gusta porque uno pisa las teclas suavecito y ahí mismo se imprimen en la pantalla. Me gusta mi máquina Olympia, con todo y sus 40 años. Pero viste, otra vez estoy hablando pendejadas. ¿A ti te gusta la playa? ¿Cuándo vamos? –Pancho, no puedo ir a la playa contigo porque no tengo carro. –Ah… Mi amor, deberíamos ir a la playa un día. Eso es maravilloso. Fíjate que Piedra de mar comienza con Corcho, Carolina y Marcos en la playa. Es que a mí me encanta el mar, siempre está presente en mí. Hablando sobre el mar, me muestra algunos de sus manuscritos y borradores de versos y prosa, en los que describe su pasión por el mar. Así comienzan sus títulos, hablando del mar, el vino y las mujeres, tal como si estuviera conversando. También menciona con especial afecto a sus amigos: Salvador Garmendia, Eduardo Liendo y Rodrigo Blanco Calderón. Y Cortázar, posiblemente. “Cojonudo ese cuento mío con Cortázar, de verdad. No quiero hablar de eso porque me arrecho”. Y la expresión de su cara delata que siente lo que está diciendo. Al fondo se escucha el siseo del narrador de noticias en la radio, que está encendida, como el televisor. “Este maricón tiene media hora hablando paja. Vamos a cambiar la emisora, vamos a poner algo que a ti te guste. Tú me dices”, ofrece, inclinado sobre el botón sintonizador del aparato. –Pon lo que tú quieras, Pancho. Presto, gira el botón hasta que se escucha una balada romántica. Soñador, confía que le gustaría ir a bailar, porque tiene tiempo sin hacerlo. Habla también de ajedrez y de póquer, que tampoco juega tanto como quisiera porque no tiene con quién. “Además de que me ganan rapidito en eso”. Con el pasar de las horas, se acentúa el olor a vino impregnado en la alfombra. Pero Pancho Massiani sigue charlando, sin notar ese aroma al que está acostumbrado. “¿Qué es eso que trajiste en esa bolsa, vieja? Son muchas cosas”, pregunta con curiosidad sobre el contenido de una bolsa transparente que dejé en el piso, a mi lado. La abro y le ofrezco papas fritas y tostones, que acepta encantado. “Desde pequeño me fascinan las papitas

fritas. Para mí eso es como el vino y el café. Ah, y el cigarro. Discúlpame que fume al lado tuyo”, se excusa. –El cigarrillo es malo, Pancho. –Yo lo sé, mi amor. Es terrible. Las mujeres se ponen flacas cuando fuman, se ponen feas. Tú estás muy bonita, no vayas a creer que estás gorda, lo que tienes es unas curvas bellísimas… ¿De verdad no tienes novio? Yo estoy soltero, de verdad que podrían pasar cosas muy interesantes entre los dos, cosas muy lindas. Como el amor, por ejemplo. Luego, retoma el hilo de lo que hablábamos antes y me cuenta cómo intentó dejar el cigarro un tiempo atrás, sin mucho éxito. “Yo estoy sano, gracias a Dios. Pero es que me provoca mucho fumar, como cuando tomo vino, o café. O en la playa, o después de hacer el amor. Ahí sí que es sabroso el cigarrillo. Así que no lo puedo dejar, a pesar de lo caro que es, y de los maricones de Monte Ávila que no me pagan como Dios manda”. Puede decirse que Francisco Massiani sobrevive con lo que la editorial estatal le paga por derechos de autor y regalías de las seis obras que publicó bajo su sello. Son trescientos bolívares mensuales los que el escritor recibe, más una pensión del Seguro Social. “Lo más arrecho es que el Chequers, que a mí me gusta tanto, vale 90 bolívares la botella. Por eso te pedí que me trajeras vino, porque a mí no me alcanza para comprármelo. El domingo, cuando vuelvas, me traes una botellita de tinto, así sea el más barato. Porque vas a venir el domingo, verdad? ¿A qué hora te espero?”. A Pancho no le agrada mucho saber que para mí es difícil ir a verlo el domingo. El gesto le cambia cuando le explico que quizá pueda volver en tres semanas. Entre la tristeza y la rabia, refunfuña: “Vieja, tres semanas es mucho tiempo. Ven el domingo, que la estoy pasando hoy muy bien contigo. O ven el sábado, o el viernes, pero ven pronto”. No hay cigarro, trago o canción que lo haga desistir de su petición, así que le prometo visitarlo el domingo. “Gracias, mi amor, de verdad”, dice, y propone un brindis por el amor y la amistad. Le pregunto por su familia, y me cuenta que su hermana Janet vive en Estados Unidos, su hermana Coromoto vive en La Florida pero viaja constantemente, y a Felipe, su hermano mayor, no le habla mucho “porque es un deslenguado”. Todo se reduce entonces a Alejandra, su hija: “Una mujer maravillosa, que me dio tres bellísimas nietas. Pero que está casada y tiene su vida. Aunque ella me visita casi siempre. Hoy en la mañana estuvo aquí y me compró uno de mis dibujos. Escogió el que más le gustó y me dio 150 bolívares por él. Es que yo estoy muy limpio, y no quise, pero cómo hago. Se me aguaron los ojos cuando ella tuvo que hacer eso por mí”, dice, y la evocación del instante trae consigo la humedad en sus ojos, nuevamente. También habla de Chela, la enfermera que lo cuida a diario, desde hace cuatro años. De alguna forma, ella también es su familia. “Busca en esa pila de hojas, ahí hay poemas que le he dedicado a Chela. Es una persona muy bella, que me cuida, me da de comer y hasta conversa conmigo. Yo la quiero mucho”. Lo ayudo entonces a remover una torre de

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papeles escritos a máquina, y poco a poco van saliendo del polvo centenares de versos, todos con su dedicatoria. Los revisa y se detiene en uno en particular. –Mira esta vaina, yo le dediqué este poema a una tal Kelly, que me dijo 50 veces que me iba a visitar y nunca volvió. No joda, táchala de la dedicatoria –ordena, gruñendo. No me queda más remedio sino rayar con tinta sobre el “Kelly”, escrito de puño y letra de Francisco Massiani, aunque se sienta como profanar una tumba. Massiani es cinéfilo pero no va al cine, disfruta del vino pero no va a botiquines: él solo va adonde lo lleven en el carro, a la casa de su hija o a almorzar. Nada más. El mundo de Pancho Massiani, después de haber vivido en Europa, se limita ahora a esa mezcla de habitación y estudio en la que vive, y donde ocasionalmente lo visitan jóvenes artistas –escritores y pintores– que conversan con él y le llevan su amado vino. –Pero si supieras que ni me visitan tanto –explica, con la mirada triste. –¿Te gustaría que viniera más gente a verte, Pancho? –Claro, vieja, la soledad no es nada grata. Pero yo no estoy solo: tengo mis libros, mi pintura, mi trabajo, pues. Y hago mis ejercicios para las piernas aquí en la cama, a veces en la bicicleta. Me levanto a las cuatro de la madrugada porque es la mejor hora para pensar en mis vainas, se me ocurren ideas buenas a esa hora. Luego desayuno y me pongo a pintar. Almuerzo y sigo pintando o escribiendo. Veo televisión, escucho música. Y a las nueve de la noche me tomo un vaso de leche y me acuesto a dormir. Aunque a veces son las dos de la mañana y me quedo despierto viendo películas porno en un canal por cable. Dan buenas pornos, vieja, a esa hora. De sus ganas de vivir, que le hacen estar agradecido con Dios y demostrárselo cada mañana persignándose y tocando madera, también hablamos. Y de su gusto por el fútbol y su sangre corsa, que mantiene vigentes en la forma de un balón y unos barcos a escala en una repisa sobre su cama. Justo coronando el tobo con orine que tiene ahí, cercano, junto a un pito ya color ocre por el uso y que, después de un rato, comienza a despedir un olor incómodo. Pero todo se disfraza con el aroma a vino, a mar, a amor y arte, que tanto hace evocar a Pancho con cada palabra. Pronto comienza a colarse la oscuridad por los amplios ventanales de la casa, y los zancudos en la habitación se alborotan, anunciando la llegada de las seis de la tarde. Los grandes ojos de Pancho se inquietan, tornando su expresión triste, a la vez que pregunta con la voz afectada: “¿Ya te tienes que ir, mi amor?”. Le respondo que sí, y le hago ver lo tarde que es. “¿De verdad? Quédate quin… Veinte minutos más. Ni más ni menos. He pasado una tarde muy grata, muy agradable; bueno, la estoy pasando aún. Solo veinte minutos más”, insiste. Accedo, entonces, y guardo la libreta de anotaciones para escucharlo hablar durante los siguientes veinticinco minutos, de una y mil cosas distintas, sin orden alguno pero perfectamente coherentes. “No tengo empate ahorita, mi amor. ¿Ya te dije eso?”, dice sonreído, y parece olvidar que lo ha comentado unas cinco veces esta tarde. Hace dos o tres referencias más al buen

sabor del vino que nos acompañó en la charla, y se queja de las altas temperaturas que se han sentido por estos días en Caracas, aunque al final advierte que no es bueno hablar del calor, porque entonces da más calor. El sol va apagándose cada vez más en el cielo, y le advierto a Pancho Massiani que ahora sí debo irme. Con la mirada nuevamente triste, pregunta si puedo acompañarlo un rato más, pero pronto se resigna con mi explicación sobre la inseguridad de las noches capitalinas, junto a las papitas fritas, el Samba de fresa y la media botella de vino que le quedó de la visita. Me recuerda mi compromiso de visitarlo el próximo domingo, con una botella de vino tinto y un lienzo para “hacerte un retrato, mi amor”. Recojo con lentitud mis cosas, nos despedimos con efusividad y me marcho. Ya voy casi por el umbral de su estancia cuando lo escucho llamarme. “Préstame el lápiz para dedicarte este libro. ¿Ya lo tienes?… Es el libro que le escribí a Belén, Con el agua en la piel, es el retrato de Belén. Te lo quiero dedicar”. El escritor toma la pluma y con su letra grande, de trazos un poco toscos, firma la primera hoja del libro. Mientras escribe, habla: “Qué maravillosa tarde he pasado hoy. Bella tarde”, reitera, y vuelve a pedir que le lleve una botella de tinto. Me entrega finalmente el ejemplar y sonríe distraído. Leo la dedicatoria: “Con amor y gratitud, Pancho”. Finalmente, dice: –Gracias, mi amor. Te espero el domingo.

Tristeza perruna melancolía. Tristeza de todos los días a las seis de la tarde De todas las horas los domingos.

[Fragmento de “Tristeza”, publicado en Señor de la ternura. Francisco Massiani, 2007] desvelos y devociones, el pulso y el alma de la crónica, 2008/2009, en el marco del Seminario para Periodistas auspiciado por Cigarrera Bigott

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»2009« Edder L. Díaz

Tan bueno como siempre Si tratamos de identificar temas, circunstancias, avatares, dilemas, que cruzan el cielo de la crónica, advertiremos que los conciertos de grandes músicos siempre han sido objeto de textos sorprendentes. Allí ocurren diferentes milagros. El despliegue de talentos y la recepción siempre desconcertante del público ofrecen momentos de gloria para los cronistas, como ocurre con Edder Díaz y este número de Rubén Blades, un artista polifacético que ha mutado en actor de cine y político de garra

E

n el james l. knight center de miami, Rubén Blades se desplazó a paso lento por todo el escenario, saludó al público, dedicó canciones, presentó a sus músicos e hizo bailar en un espectáculo en el que Venezuela ocupó importante espacio. Pero, sobre todo, el intérprete panameño dejó mensajes, algo sin lo cual no sería lo que es. Los Seis del Solar son siete, pero en la tarima hay nueve. Dos trombonistas acompañan a la banda que a las 9:45 pm comienza con “Caminos verdes”, sin vocalista. Pocos minutos más tarde aparece el hombre de la noche. Aplausos a rabiar. Saluda, sonríe, hace gestos de que no es necesario ponerse de pie (nadie le obedece), reconoce a algunos entre quienes chocan sus palmas. Adiós al intro y bienvenida a “El padre Antonio”. La gente baila sobre los pocos centímetros cuadrados entre las sillas. “Suenan las campanas otra vez” precede al “oh, oh, oh” del multitudinario coro. Rubén Blades vuelve a sonreír, como tantas veces lo haría en esa velada. Lleva un sombrero de ala corta, correctamente calzado, lentes correctivos claros y zapatillas no aptas para salir “volao”, pero sí para desplazarse a paso lento por todo el escenario y para acercarse y alejarse de sus compañeros de faena. Negro es su vestir, tranquila su sonrisa, pausada su voz cuando le habla al público y limpia, fuerte y afinada cuando canta. ¿Qué edad tiene? 61 años y un candado entrecano que las luces borran

por momentos durante la noche del sábado 21 de noviembre en el James L. Knight Center de Miami. Una dedicatoria a su madre fallecida explica “Cuentas del alma”. Sigue, rápido, con uno de sus tantos “himnos” de la salsa, “Buscando guayaba”. Los miles de coristas y el trombón se alternan el protagonismo. Euforia. No hay solo de boca sino de xilófono. El ambiente se mantiene en alto mientras el exministro panameño interpreta parte de su extenso repertorio. Hay electricidad en los cerca de cinco mil agrupados en el teatro. Sabor venezolano “Maestra vida” (con la introducción grabada en voz de César Miguel Rondón), “Decisiones” (cambia la estrofa: “con un bate de béisbol del extranjero, de esos que dicen Ozzie Guillén”), “Ligia Elena” (ofrenda a los enamorados y a los por enamorarse), “Amor y control” (referencia a los últimos días de su madre), “Juan Pachanga” (de sus más lejanos tiempos), “María Lionza”, “Caminando”, “Plantación adentro”, y entre una y otra comenta los orígenes de las piezas o alguna anécdota. Su paisano y compositor Omar Alfano recibe salutación; otras personalidades también, uno por uno por nombre y apellido. Gloria y Emilio Estefan se llevan distinciones más largas: “Ustedes han hecho una gran labor a favor de la música, todo mi respeto”. Las palabras a Oswaldo Guillén superan al resto: “Para mí es un orgullo que esté con nosotros una gloria del béisbol, el primer latino en ganar una Serie Mundial como mánager: ‘Ozzie’ Guillén. Me siento orgulloso, como fanático pero, sobre todo, como latino”. Y más loas para el excampocorto venezolano, quien se pone de pie, le devuelve sonrisas y gestos al juglar, la gente lo ubica y aplaude más fuerte. ¿Como que hay más venezolanos que otros latinos en este recinto?

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Blades alarga la conexión con nuestro tierra con comentarios sobre su sentir luego de saludar al director de orquesta Gustavo Dudamel en una de las paradas previas del tour Todos Vuelven, que arrancó en junio de este año. Para cantar “Plástico” invita a Luis Enrique. “Oye latino, oye hermano, oye amigo, nunca vendas tu destino por el oro y la comodidad”, como en la grabación original, da paso a la enumeración de países, y al ya conocido “¡Presente!”. El dúo menciona naciones y los identificados vitorean. Venezuela se eleva por encima en el rango de los decibeles. ¿Respondida la pregunta? Se retira Luis Enrique, Blades suelta: “Por la libertad de Cuba”. Mensajes y emociones “Patria” hace llorar. “Buscando América” genera abrazos y mueve banderas entre el público. Se vuelve más íntimo el concierto cuando con una guitarra acústica toca la versión “unplugged” de “Adán García”, sublime. Con “Todos vuelven” presenta a la banda, menos al baterista. Oscar Hernández en el piano y Ralphi Izarri en los timbales cobran protagonismo. El autor de “El cantante”, composición emblemática en la carrera de Héctor Lavoe, se despide, agradece y se lleva a sus compañeros. Parte ensayada, el público lo intuye y pide el bis. Arranca “Pedro Navaja”. La vida te da sorpresas, Blades no. El hombre del diente de oro estará siempre con él. Los encargados de la seguridad se rinden: ya no persiguen a los asistentes empeñados en bailar en cualquier parte libre. El del sombrero de ala ancha de “mediolao” mueve a todos de sus asientos. Puede ser una tertulia interminable el llegar a un acuerdo sobre cuál es la canción icónica de la salsa, pero no hay duda de que “Pedro Navaja” es la del panameño ex candidato presidencial del movimiento Papa Egoró, y cuidado si es la de todo el género. El real cierre lo marca “Muévete”, en el que Robby Ameen hace estallar su batería. “Ese podría tocar con Metallica”, asegura un venezolano. Sin aviso aparece Emilio Estefan para darle a la conga a dúo con Eddie Montalvo. El cantante le señala, agradece a todos y se va por el mismo lugar de su ingreso, luego de 2:15 horas y 17 temas. De nuevo sin vocalista, los seis que son siete, que comenzaron la jornada como nueve y que ahora suman 10 con la adición del esposo de Gloria, se toman su tiempo para proseguir con la exhibición de sus virtudes. La gente permanece de pie, los rostros se iluminan poco a poco y quienes cantan ahora son quienes dejan el recinto, bailando y entonando clásicos de la salsa. Hablan de Blades, de su voz, de su grupo y de lo que alientan sus letras. “Las balas no pueden matar las ideas”, remarcó el artista al inicio del concierto. Las letras “inteligentes” o la “salsa intelectual” como se etiquetó en un momento a los versos del abogado, actor, compositor e intérprete, quedan en el aire. Nada de mensaje repetido, insulso ni retórico. Hay arenga de ir hacia adelante, de acabar con las dictaduras, con regímenes opresores, el racismo y de que toda Latinoamérica salga de las malas situaciones que por años la han acompañado. Pero, sobre todo, hay, hubo y habrá buena música.

Blades volvió a las giras y con él la salsa se envalentona, de la mano de uno de sus más exquisitos exponentes, en una actualidad en la que la letra de “Prohibido olvidar”, del disco Camaléon (1991) retumba: “Pobre del país que con la violencia crea que puede matar la idea de su liberación”.

\ Luis Enrique Un Luis Enrique con ganas, con barba de dos días sin rasurar, con traje blanco, un poco más relleno y con un cabello algo acomodado hacia arriba gracias a los efectos de las cremas de peinar, inició la noche salsera. El nicaragüense, quien volvió hace poco a las producciones propias luego de nueve años de ausencia, estuvo en tarima el tiempo suficiente para cantar varios de sus éxitos pasados y una pieza de su nuevo material discográfico, Ciclos, ganador de dos premios Grammy. Comenzó con “Date un chance”, que hizo notorio lo defectuoso del sonido. Puso energía el antes llamado “príncipe de la salsa”, el público lo acompañó en varias de sus melodías. Ocuparon él y su grupo, con un percusionista venezolano entre sus filas, la parte delantera del escenario. Atrás, varios instrumentos escondidos bajo las sombras, aguardaban. El verdadero sonido era para después. A las 9:30 pm, se despidió Luis Enrique luego de cerca de 40 minutos de actuación.

\ El nuevo material Si bien Blades habló de su nuevo material, Cantares del subdesarrollo, no interpretó pieza alguna del mismo. El nuevo CD consta de 11 canciones: “Las calles”, “País portátil”, “El tartamudo”, “El reto”, “Olaya”, “Segunda mitad del noveno”, “Bendición”, “Moriré”, “Símbolo”, “Himno de los olvidados”, y un bonus track (“Símbolo” versión Panamá). En su interior, un mensaje: “Musicalmente dedico este álbum a Cuba, por sus aportes originales al desarrollo de la propuesta musical urbana mundial y por el valor del noble pueblo cubano que ha sobrevivido al bloqueo imperialista y a la dictadura marxista sin perder su esencia solidaria, humor, amor y esperanza”.

\ Fueron más de seis Seis del Solar fue antes Son del Solar, aunque Rubén Blades los presenta en concierto con los dos nombres. Los Seis, cuales tres mosqueteros, son siete: Oscar Hernández, Eddie Montalvo, Ralph Irizarry, Robby Ameen, Mike Viñas, Arturo Ortiz y Richie Marrero. Jimmy Bosch y Reinaldo Jorge tocaron los trombones. En “Ligia Elena” participó el flautista Walter Flores, parte importante del nuevo compacto de Blades. eltiempo.com.ve, 26 de noviembre de 2009

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»2010« A l o n s o Mo l e i ro

Gustavo Cerati un minuto antes del colapso Siempre será un misterio lo que ocurre en los minutos finales de una vida, no importa si la persona después fallece o entra en coma. Ese es el tamaño del desafío del periodista Alonso Moleiro, que rescata para los lectores el final de una historia de talento y gloria, pero también de excesos y tristeza. El azar quiso que ese momento imposible en que una persona cruza la línea de la que difícilmente se vuelve ocurriera en Caracas. Nadie podrá negar que de allí solo puede salir una crónica memorable

U

na navegación a través del entorno humano y emocional que circundó el trágico episodio del colapso de Gustavo Cerati en Caracas permite extraer una conclusión: el astro argentino no solo llegó a tener plena conciencia de la gravedad de su problema, sino que vio aproximarse con claridad las puertas del vacío que lo tuvo suspendido en un limbo vital cuatro años, antes de morir.

El día decisivo para comprender el desenlace de este trance no fue el sábado 15 de mayo, sino el domingo 16. Es a partir de entonces que el planteamiento inicial de su dolencia conoció, en cosa de horas, una siniestra —pero más o menos habitual en estos casos— metamorfosis. El rostro definitivo de sus consecuencias iba a ser apreciado el lunes. Su ingreso al Centro Médico Docente La Trinidad se produjo en medio de una comprensible ansiedad adobada con sorpresa, pero ninguno de los protagonistas de este episodio pudo figurarse ni remotamente que las consecuencias iban a ser tan devastadoras. 

 Parece cierta la hipótesis de que aquella mañana el músico despertó en la clínica relativamente estabilizado, incluso de buen humor, con ánimos suficientes para bañarse, comerse las arepas que ha reseñado la prensa y caminar con ayuda por el entorno de la habitación. Esa tarde, sin embargo, tuvo lugar un evento inesperado y aún desconocido para el público grueso. Luego de un interregno en el cual pudo dormir, Gustavo Cerati comprobó

que no podía escribir y que tenía completamente inutilizada su pierna izquierda. Las insinuaciones mecánicas que se le habían asomado a partir de la noche del sábado ya habían conocido un desenlace inapelable. Le sobrevino a continuación una terrible crisis emocional: tuvo que ser contenido en masa por los músicos de la banda y sus amigos para que no saliera de la cama. 

I
 “El mejor concierto de toda la gira Fuerza Natural” le declaró Richard Coleman, uno de los miembros del séquito, al rotativo argentino Clarín. Una velada húmeda y relativamente fresca en la Universidad Simón Bolívar, con un entorno vegetal que encantó a la banda, en la cual la audiencia se encontró a un Gustavo Cerati especialmente simpático y elocuente, lo suficientemente animado para ofrecerle al público, por ejemplo, una versión de “A merced” nunca antes tocada en vivo.

 Había arribado Cerati a Caracas el viernes 14, procedente de Bogotá. Un largo tour de vuelos continuos, mucho trabajo y excesos en fiestas que habían sido desaconsejados por sus médicos personales: fumador irremediable de cigarrillos en cadena, Cerati ya había sufrido cuatro años atrás de una trombosis en la vena de una de sus piernas que lo dejó unas cuantas semanas sin caminar. La recuperación llegó rápido, había dejado de fumar, pero quedó el susto: un “cagazo tremendo”, como le había confesado a un periodista austral.  “El cigarrillo que me fumo en el video de ‘Crimen’ fue el último de mi vida”, declaró el músico en tono de broma hacia 2007. Cerati había comenzado de nuevo a fumar, y frecuentar el circuito de discos, a partir de 2009. Algunas versiones de prensa —que incluyen reportajes hechos en el Cono Sur— han reseñado que, llegado a Caracas, Cerati había visitado algunos lugares nocturnos hasta altísimas horas de la noche, y atribuyen lo acaecido en estas juergas como el paso previo a la crisis.

 Se ha hablado en particular de Moulin Rouge, en Sabana Grande —uno de los espacios que más tarde cierra en Caracas—, como el escenario en el cual él y sus músicos calentaron motores como paso previo al concierto. Marcos Santos, uno de los propietarios del local, desmiente por completo lo que considera un mal entendido. “Ese día estuvimos hasta bien tarde en el local y nadie supo nade de Cerati”, explica. “Ese chisme se extendió porque en una página web se hizo un montaje con su foto en uno de los sillones del local. La verdad es que todo formó parte de una broma”. 

 Confirma la información Víctor Méndez, Dj que amenizó la velada del “after party” en el camerino durante el concierto de 2006, en el Sambil, y que iba a hacer lo mismo en la Universidad Simón Bolívar. “Si salió a rumbear el viernes, nadie supo nada”, afirma. “Yo no sé si hizo algo privado, tan privado que ni nosotros lo supimos, o se reunió con su gente en la suite que ocupaba en el hotel. Estoy totalmente seguro de que el viernes él no salió a ninguna parte”.  La verdad es que el malestar ya estaba agobiando al músico.  En el trán-

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Gustavo Cerati

mariana yépez / orinoquiaphoto

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sito de Bogotá a Caracas un Cerati quisquilloso y malhumorado había, incluso, rechazado invitaciones a salir luego de los recitales, la norma frecuente en estos casos. Todavía hoy sigue siendo una incógnita lo que hizo Gustavo Cerati aquella noche anterior al concierto. Cerati desapareció de la vista de todos, aunque todas las fuentes coinciden en que difícilmente haya salido a bailar o beber.  II Sin embargo, el aspecto de Cerati al día siguiente era el de, como mínimo, un evidente trasnocho. Independientemente de que sea cierto que no salió a la calle de juerga. Se presentó, como estaba pautado, pasada la hora del almuerzo a la USB, en la zona del concierto. Tenía pendiente concluir el “meet and greed” de Evenpro junto a los ganadores de un concurso de Twitter. Se tomarían fotos y se repartirían autógrafos. Luego efectuarían la correspondiente prueba de sonido. Los reportajes publicados en Argentina, y testigos presenciales de aquella tarde, coinciden en afirmar que la mañana del concierto, a pesar de no sentirse del todo bien, Cerati estaba animoso y de buen humor.

 La periodista Herminia Fernández fue una de las afortunadas participantes de aquel “meet and greed”. Recuerda que Cerati se presentó con el desaliño propio de un pop star: franela gris y jeans deslavados; lentes oscuros y unos zapatos de goma con las trenzas mal amarradas. “Fue muy simpático desde el principio”, recuerda. “Nos invitó a cordializar a todos. ‘Rompamos el hielo’ fue lo que dijo”. El músico cumplió pacientemente con el trámite: fotos con los ganadores y obsequios, firmas autografiadas, conversaciones algo torpes con fanáticos que no conocía, y hasta un poema, con llanto incluido, de una de las participantes.

 Pudo Fernández quedarse a contemplar la prueba de sonido, un auténtico privilegio que hizo imborrable aquella experiencia. Andrea Benavides, de Evenpro, rememora: “Lucía muy relajado. Tocó casi todo el repertorio de Fuerza Natural mientras bromeaba con la audiencia. Varias veces, porque no le llegaba, pidió que le acercaran una cerveza Polar. ‘¿Es que no hay una Polar en este país?’, se preguntaba”.
 La prueba concluyó sobre las cinco de la tarde. Volverían al hotel para arreglarse. Todo estaba listo para ofrecerle a la audiencia de Caracas aquel memorable último concierto. “En la firma de autógrafos, Cerati nos comentó que no se sentía bien”, dice Fernández. “Con eso se disculpó para terminar la conversación. Dijo que estaba un poco resfriado”.



III
 
 “Esta noche tenemos fiesta y será con Leandro Fresco”, prometía Cerati en medio de una ovación cuando se aproximaba el fin del recital. El tecladista de la banda, organizador de otros after party memorables durante el paso de los argentinos por Caracas, tenía arreglado con su amigo, el locutor y Dj venezolano David Rondón, una fiesta de despedida que tendría lugar en el desaparecido local Atlantique en Los Palos Grandes. Aquel fue, en

rigor, el único encuentro nocturno pensado en Caracas para el tour Fuerza Natural. Cerati había pasado los primeros meses del año recorriendo locales, en plan de recién casado, con su nueva novia, Cloé Bello, en Miami y San Diego. “En los últimos meses andaba muy de novio. No lo veíamos mucho”, declaró a la prensa Fernando Samalea.

 “El día del concierto y la fiesta, voy al hotel Meliá a verme con Leandro, saludar, llevarle las invitaciones y buscar los pases de backstage”, recuerda Rondón. “Estuvimos un rato hablando y quedamos en vernos allá para irnos todos a la fiesta”. Prosigue: “Cuando llegamos a backstage, después del concierto, los chicos estaban cenando. Como tenía que irme a la fiesta, le dije a Leandro que me avisaran al llegar para el acceso de la banda. Justo después, Leandro me escribió que había pasado algo terrible y que se iban a la clínica. Nos fuimos a la fiesta muy tristes, con el ‘secreto’ en las manos. A la hora todo el mundo escribiéndome y haciendo especulaciones. Horrible. Leandro, tan buen amigo que es, horas después fue todo preocupado a la fiesta, queriendo cumplir con su trabajo, pero muy afectado por lo de Gustavo”.

 Recapitulemos: completada la despedida y el bis del recital, Cerati y los miembros de su banda entraron felices y satisfechos al camerino. Luego de la cena tendría lugar una pequeña velada para celebrar el fin de la gira. La banda se tomaría una última foto. Luego, los que desearan partirían a Atlantique.

 Parece cierta la hipótesis de que a Cerati le irritó la entrada descontrolada e inconsulta de público que, con una pulsera a manera de pase, entró al camerino para conocer al astro para tomarse fotos. El Dj Víctor Méndez dice: “Normalmente entra publico escogido al camerino. Pero es gente selecta, que se sabrá dar su puesto y podrá comportarse como corresponde ante un astro como Cerati. Si un montón de gente te invade y te aborda sin que te pregunten nada, claro que te tienes que molestar”.

 En unas declaraciones muy recientes a Clarín, el argentino Richard Coleman, amigo íntimo de Cerati, lo recuerda así. “Habíamos tenido un show excelente. Después, nos fuimos a camerinos, nos cambiamos, cenamos y recibimos visitas. Todo en el transcurso de una hora y media. Pasé a verlo a Gustavo, y estaba viendo vídeos del concierto, ya colgados en Youtube. ‘¿Dije muchas estupideces hoy?’, me preguntó. Era un tema que lo mortificaba: hablar de más en los conciertos. Al rato, como era el último show de esa etapa de la gira, nos sacamos una foto con todo el grupo. Gustavo se cambió y vino con nosotros. Estaba con cara de cansado. Dijo que se quería ir a dormir. Nos sorprendió mucho que nos dijera eso, porque lo normal era que sucediera lo contrario. Lo habitual era que saliéramos a festejar”. Coleman continúa: “Después, volvió al camerino y se quedó solo. Al rato, tuvo una isquemia. Perdió el control parcial de la mano y el brazo, y fue socorrido por alguien del equipo. (…) En los pasillos, encontré un movimiento muy raro. Adrián Taverna me miró con una cara de que algo malo había pasado. Llegaron los paramédicos y le controlaron la presión… La camilla se lo llevó consciente, y crucé miradas con él”. Tomó un tiempo disolver por completo la atmósfera de celebración que aún imperaba. “Me siento mal. Me quie-

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ro ir a la mierda”, había dicho Cerati luego de la foto de familia. “Nunca me olvidaré de la cara que tenía. Muy pálido, los ojos desorbitados”, relata Coleman.

 El Centro Médico Docente la Trinidad era la unidad médica con prestigio más cercana a la USB. Víctor Méndez recuerda que no hubo que esperar nada entre la crisis y la salida: la ambulancia estaba ahí. Su presencia es obligante en el caso de un astro de su talla, aun si no estuviera pasando nada. También él lo vio pasar justo a su lado en una camilla. Los paramédicos presentes eran bastante jóvenes e inexpertos; pasó algo de tiempo antes de que a Cerati fuera visto por algún profesional calificado. Cuando arribaron a la clínica, esta estaba momentáneamente sin luz.



IV
 
 El ex Sentimiento Muerto, ex Dermis Tatú y actual Bacalao Man, Sebastián Araujo, había escuchado en diagonal que Cerati estaba en una clínica en Caracas. Como muchos por entonces, pensó que se trataría de alguna indisposición pasajera: la “fuerte subida de presión” a la que hacían referencia los partes oficiales.

 Aunque es amigo personal de varios de los miembros del entorno musical de Cerati, muy especialmente del baterista, Fernando Samalea, Araujo había permanecido, por esta vez, alejado de los pormenores del show. Es el venezolano Héctor Castillo, su compañero en Sentimiento Muerto y Dermis Tatú, hoy aquilatado productor musical internacional, muy cercano a Cerati, quien lo llama para confirmarle la gravedad de la situación.

 “Yo me activo a partir del miércoles 19. Todos los miembros de la banda se quedaron varados en Caracas. Me ocupé de orientarlos y atenderlos. Héctor me pidió que atendiera sobre todo a Anita Álvarez de Toledo, la corista, por la que Cerati sentía un especial afecto”.  Aquel domingo, el último de su vida consciente, ya en horas de la tarde, un Cerati con el habla lastimada caminaba con ayuda, de la cama a la silla de aquel cuarto, desconcertado ante aquella situación inesperada, haciendo movimientos irritados, viéndose en el espejo una y otra vez con el rostro confuso. Pudo cenar sin ser ayudado por nadie y se acostó de nuevo. Pasó largo rato viendo televisión y cambiando compulsivamente los canales del cable con su mano disponible. Finalmente, el control remoto se estacionó en una película, y al rato Cerati se durmió. Coleman declaró que, con todo, al salir de la clínica, había llegado a pensar que aquello pasaría, que las cosas se iban a resolver y que todos volverían en un par de días a la Argentina. Toda la banda estaba de vuelta aquel lunes, sin embargo, en sobreaviso ante las nuevas eventualidades, aún más graves que las que estaban planteadas el anterior. A Gustavo le había sobrevenido una nueva crisis, a la que le siguió la famosa operación de emergencia que puso a sus fans en vilo y que lo colocó fuera de combate. Los testigos relatan que Cerati habría entrado al quirófano acostado en una camilla, tomándose el pelo con las manos, retorciéndose con fuertes dolores de cabeza. No gritaba. No emitió sonido alguno.

Devastados, llorando en los pasillos, ninguno de los músicos quiso declararle a la prensa. Goteados entre esa semana y la siguiente, comenzaron a abandonar el país. 

 El martes 18 llegan a Caracas la madre de Cerati y su hermana. Araujo cuidó personalmente de Anita Álvarez, a quien tuvo en su casa en Los Palos Grandes casi un mes completo —el tiempo en el cual estuvo Cerati hospitalizado acá— y el resto de los músicos. Atendió personalmente a la madre y la hermana de Cerati, quienes, ya en la ciudad, asumieron el control de las decisiones del paciente. 

 Fueron horas de largas conversaciones, recuerdos, incertidumbre y drenajes de angustia. Araujo recuerda que la hermana y la madre de Cerati estaban atormentadas con el tráfico y la distancia que mediaba entre el hotel y la clínica. “Fueron muy amables, educadas y agradecidas. Anita estaba destruida, pero disfrutó mucho más la ciudad. Salimos bastante y conversamos muchísimo. Se fue con ganas de regresar”.

 Una aeroambulancia cruzó un mes después el cielo de Caracas a Buenos Aires y se los llevó a todos con su nuevo tormento. El centro médico especializado Fleni, en Buenos Aires, pasó a ser su nueva residencia durante los siguientes cuatro años. El drama de Gustavo Cerati ya le pertenecía a todo el hemisferio. la dosis, 29 de septiembre de 2010

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»2010« Fra n c i s c o S u nia ga

Agosto de 1967 El viaje iniciático desde una isla hasta la capital, el recorrido a través de una nación para descubrir lo que se ha soñado de muchas maneras, es el tema de la crónica que escribió Francisco Suniaga. Como sucede con casi toda su obra, cada línea produce la sensación de estar escuchando a un amigo que nos cuenta una aventura de la nostalgia, una particular melodía sobre estar por un momento separado de la familia en una soledad que se agradece

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uardo con nostálgica simpatía el recuerdo de mis agostos infantiles margariteños, cuando a nuestra casa en La Asunción llegaba de visita el tío Jesús, un hermano de mi padre que trabajaba en la Creole. Su venida significaba realizar el sueño de ir a la playa todos los días, apretujados con los primos, en su Buick Oldsmobile automático y con vidrios eléctricos. Atesoro en mi memoria los agostos de mis años universitarios, compartidos con amigos que todavía me acompañan. Por supuesto que también los de mis años adultos, en plan de padre de familia, fueron determinantes para las imágenes que archivo de mis muchachos cuando eran niños. En fin, agosto, el mes de las vacaciones, siempre ha sido un mes grato, pero, por muchas razones, nunca hubo uno mejor que el de 1967. Ese agosto fue especial porque recibí el regalo de visitar Caracas, ofrecido si pasaba todas las materias de segundo año de bachillerato. Promesa que no fue fácil hacer cumplir a mis padres porque ese fue el año del terremoto y la gente, lejos de querer venir a Santiago de León, buscaba la manera de salir de ella. Pero esta ciudad, desde que tengo memoria, ejercía sobre mí una atracción inmensa; tal que a diferencia de otros niños no me refería al futuro con el típico “cuando yo sea grande” sino con una expresión que más que futuro signaba un destino: “cuando yo esté en Caracas”. Así serían las dimensiones de esa obsesión que mi madre, no obstante ejercer su cargo con particular celo, no encontró manera de oponerse al viaje.

Llegué a Caracas al amanecer de un sábado, debió ser a mediados de mes, en un carro por puesto; un Chevrolet Impala 1965 propiedad de un chofer amigo de la familia apodado “Tabacoverde”, quien tenía el encargo de dejarme en el apartamento 1-A del edificio Residencias del Oeste, calle Circunvalación, Catia. No era la primera vez que venía a Caracas –lo había hecho dos años antes en compañía de mi padre–; aun así, volver a ella me despertaba las mismas emociones. Habíamos salido de Puerto la Cruz a eso de las once de la noche, después de la travesía en ferry, y pudo haber sido un viaje tranquilo de no haberse presentado un par de inconvenientes. Un margariteño, a quien “Tabacoverde” había recogido en Boca de Río, enjuto y callado, como los hombres que han faenado en el mar, cargaba un gallo de pelea en una bolsa de tela. La colgó del gancho para trajes sobre la ventanilla trasera opuesta al chofer, calculando la extensión del cordel de tal manera que el gallo reposara sobre su muslo derecho. El gallo estuvo tranquilo durante un rato, cacareando por lo bajo, hasta que dejamos atrás Barcelona y tomamos la carretera. Entonces, cada vez que nos topábamos con un carro de frente, confundía sus luces con el amanecer y comenzaba a cantar. Sin embargo, por más que el chofer y los pasajeros se lo pidieron, el adusto gallero se negó a cubrirlo con una chaqueta, o a ponerlo en el piso del carro, porque “er gallo se me pue’ ahogá”, fueron sus únicas palabras. El otro inconveniente vino a ser una señora que venía sentada también en el asiento trasero, en el lado opuesto al del gallero –yo iba en el medio, y una pareja joven ocupaba el asiento delantero–. Era una abuela margariteña que llevaba en los hombros el consabido “paño’e mota” de los viajeros de la isla en otros tiempos. Decía marearse en las curvas y, aunque la rotaron de puesto –ocupó el de la mujer joven que antes iba en el asiento delantero–, sus quejas no cesaron a lo largo del camino. Cada cierto tiempo, “Tabacoverde” debía bajar la velocidad de la marcha, mientras la señora hacía varias inhalaciones de un frasco de Alcoholado, y esperar a que dijera que estaba “mejorcita” para aumentarla de nuevo. En un par de oportunidades debió incluso parar por varios minutos, donde lo permitía la carretera, para que la señora se bajara del carro y asentara los pies sobre la tierra: única manera de que “se me pase el mareo, mijo”. Los tormentosos cantos del gallo, los quebrantos de la señora y las protestas resignadas de los otros dos pasajeros le provocaron al chofer un mal humor tan espeso que en la cabina del Chevrolet, a pesar del aire fresco que entraba por las ventanillas laterales, no se podía respirar; fue como si “Tabacoverde”, haciéndole honor a su nombre, se hubiese puesto a echar humo. Ya el sol se insinuaba tenue en el horizonte, cuando entramos a la autopista del Este. Recorrido un trecho, sin que nadie se lo hubiese preguntado, tal vez para vengarse de los pasajeros, “Tabacoverde” señaló un área indeterminada a su derecha y dijo: “Por allá fue que se cayeron los tres edificios hace dos semanas, eso todavía huele a muerto”. Palabras

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que no dejaron de impactarme, pero que pasadas unas horas ni siquiera recordaba. En Catia no había vestigios del terremoto, o yo no los recuerdo, o tal vez, entonces como ahora, allí no se siente mucho lo que ocurre en Altamira. Estuve en Caracas durante unas tres semanas y mi aproximación a ella fue como la del adolescente que debuta con una meretriz veterana. Llegué a casa de una prima de mi abuela, Carmen Dolores, que trabajaba como enfermera en el Hospital Vargas. El domingo siguiente a mi llegada, en la tarde, fuimos y regresamos, siempre en autobús, a El Junquito. El frío que entonces hacía allá arriba era la gran atracción y para sobrevivirlo me consiguió prestada una chaqueta de su yerno que me quedaba inmensa. La verdad es que si algo no ha cambiado en Caracas es El Junquito. Ya entonces era caótico, con demasiada gente y demasiados carros, y con el mismo olor empalagoso de las fritangas de cochino estancado en su atmósfera. Caminamos un rato, compartimos una cachapa con queso, nos entretuvimos mirando a unos muchachos volando unos papagallos, sentí el frío nunca antes experimentado que habíamos subido a buscar –razón única por la que el viaje valió la pena– y nos regresamos. Estábamos ya dentro del autobús –Carmen Dolores me había cedido el lado de la ventana– cuando una pareja veintiañera llegó hasta sus puertas, pero no subieron, se quedaron allí mientras hablaban. Era una conversación tirante; él parecía tratar de convencerla de algo –que subiera, tal vez– y ella negaba con la cabeza, mientras mantenía la mirada fija en el suelo. Él no paraba de hablar; argumentaba, pero no con ira sino más bien como si le estuviese pidiendo algo. Ella hablaba poco, muy poco, y seguía negando con la cabeza. El joven trató entonces de asirla por el antebrazo, un gesto desesperado, un último intento por ser escuchado, y ella se zafó con un tirón, no violento pero sí firme, volvió a negar con la cabeza, le dio la espalda y lo dejó parado al lado del autobús. El joven tardó unos minutos en subirse, tantos que pensé que tampoco lo iba a hacer. Otros pasajeros, que habían entrado mientras él hablaba con la muchacha, ocupaban los asientos y debió quedarse de pie, justo al lado del banco donde estábamos sentados Carmen Dolores y yo. Entonces me di cuenta de que lloraba, que jipiaba como un niño, y las lágrimas le corrían por las mejillas sin que él hiciera algo por contenerlas o esconderlas de las miradas de los demás pasajeros. Se mantuvo llorando todo el trayecto desde El Junquito hasta Catia, y tal vez más allá porque nosotros nos bajamos y él se quedó en el autobús llorando. Fue la primera vez que vi a un hombre llorar por una mujer y durante varios años no le encontré explicación –lo atribuía a alguna debilidad de carácter del galán de marras–, hasta que a mí me tocó hacer su papel, con la edad que él tendría aquella tarde en El Junquito, año más año menos. Me recuerdo también con el corazón roto, en un autobús que hacía la ruta Chaguaramos-Veredas de Coche, llorando por la novia que me había dejado, sin que me importara en absoluto que otros pasajeros miraran mis lágrimas. En esos instantes uno está a solas con su dolor, los demás no existen.

En aquel agosto, a pesar del poco tiempo transcurrido desde el terremoto, Caracas se me presentaba amable y gentil. Paseaba por sus calles y plazas, en compañía de un amigo margariteño, William Fernández, y no recuerdo haber sentido temor alguna vez. Ni siquiera cuando atravesamos el túnel peatonal, relativamente oscuro, que había entre Puente Hierro y El Cementerio –después de haber disfrutado la película Herbie (Cupido motorizado) en el teatro Actualidades, a donde iba la gente de San Agustín a ver cine. En Caracas, en aquellas vacaciones, comí por primera vez una hamburguesa, una pizza napolitana, un dulce de hojaldre, descubrí los refrescos Green Spot y me fume el cigarrillo iniciático. También en esa estancia cayó en mis manos una revista gringa hasta entonces desconocida, Playboy, y por poco me muero de la impresión y sus solitarias secuelas. Caminaba por la ciudad y sentía la transparencia de su aire verdiazul y en él, oh maravilla, flotaban las notas de la música de Los Beatles (hablé de esto con Enrique Lazo y me dijo que probablemente eran las canciones de Sergeant Pepper, que había sido lanzado internacionalmente en mayo de ese año y que ya se escuchaba mucho aquí). Pero nada de lo anterior iguala el hecho de que fue en Caracas, en ese agosto de 1967, que pude estar solo, alejado de la apretada convivencia familiar margariteña, que aunque cálida es invasiva (un profesor de Filosofía amigo solía decir que los margariteños emigraban más por el peso de la madre que por la falta de trabajo). Fue esa la primera vez que sentí y degusté la realidad maravillosa de ser un individuo de la especie humana, libre, y por esa misma razón, condenado a serlo –como enseñaba entonces Sartre a los jóvenes que al año siguiente, desde París, cambiarían el mundo–. Por supuesto que en aquellos años no entendía nada de filosofía existencialista, pero, y tengo de eso una memoria nítida, me sentía del carajo. el nacional, 2010

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»2011« I b s e n Ma rt í n ez

CAP y yo por estas calles Dramaturgo, libretista de televisión y novelista, sin olvidar su extraordinario acento en la opinión periodística, Ibsen Martínez ha compartido los diferentes oficios de la escritura para ofrecer un punto de vista personal sobre la vida venezolana. Uno de sus hitos es la telenovela Por estas calles, que fue un fenómeno cultural que retrató el fin de una época política. Recogemos aquí una crónica que traza un perfil de Carlos Andrés Pérez

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a primera vez que lo ví de cerca, el candidato de AD era Raúl Leoni y yo tenía doce años. La campaña electoral para las presidenciales de diciembre de 1963 brindó un vistoso espectáculo: hubo siete candidatos, entre ellos el inevitable Rafael Caldera, pero el único con verdadera opción era el guayanés del partido de gobierno. Arturo Uslar Pietri entusiasmaba a la clase media, frágil fenómeno electoral caraqueño, flor de un día. Sospecho que mi padre —empleado petrolero, autodidacta, buen lector— votó por Uslar Pietri; mi madre, maestra de escuela, fue una consistente electora copeyana hasta 1968, cuando lo gremial se impuso a sus convicciones conservadoras y votó por el maestro Prieto. Ni yo ni mis hermanos teníamos edad para votar, lo que reforzaba el cariz de colorida y ruidosa contienda de eslóganes, características de las elecciones venezolanas entre 1958 y 1988. Vivíamos en Prado de María, muy cerca del Grupo Escolar “Gran Colombia”, por entonces un ejemplo resplandeciente de lo que en los hechos significaba la expresión “estado docente”; hoy, sus instalaciones se hallan convertidas en una lastimera ruina. Una noche de fines de noviembre, la seccional de Acción Democrática de Santa Rosalía organizó un mitin de cierre de campaña que debía realizarse en una explanada, a un par de cuadras de mi casa. Pese a lo brumoso del recuerdo, puedo dar fe de que todo cuanto se ha dicho de aquel gran partido de populistas y de masas, al pintarlo como una vasta y

poderosa maquinaria electoral, es rigurosamente cierto. Yo nunca había visto un mitin político “de cerca” y ya desde los preparativos se dejaba sentir la magnitud de la ocasión. En aquel tiempo, todos los organismos deliberantes se elegían al mismo tiempo que al Presidente de la República. El resultado era que toda la masa de candidatos a diputados al Congreso, las asambleas legislativas de los estados y los concejos municipales hacía campaña por el candidato presidencial y por ellos mismos. Una figura nacional del partido solía reforzar la lista de oradores locales. AD-Santa Rosalía había, pues, organizado el mitin al que fui aquella nochecita —por aquel entonces todo comenzaba más temprano: el mitin estaba convocado para las seis de la tarde—, llevado por la curiosidad que me inspiraba el inusitado despliegue de camiones, andamios, pancartas, tarimas, bambalinas, altavoces y luces. Lo hice a escondidas de mis padres que me suponían viendo la serie Combate en el televisor de una familia vecina. Los nombres de los oradores no me decían nada; estaba allí con unos amiguetes solamente “por la novedad”, como solía decirse. En una típica manifestación del ventajismo electoral adeco, Carlos Andrés Pérez, que ocupaba una cartera en el ejecutivo —nada menos que ministro del Interior, el encargado de hacer frente a la subversión de la izquierda armada—, hablaría aquella noche, al cierre del acto. Su nombre, igual que el de los demás oradores locales que un frenético, enronquecido agitador anunciaba por los altavoces de un auto cubierto de afiches, no podía entonces decirme mucho. Era, desde luego, un hombre odiado por la izquierda alzada —la brutal policía política estaba bajo sus órdenes— y tampoco era todavía el enérgico “hombre que camina” venerado por la masa electora de 1973: para la mayoría de quienes acudieron al mitin, CAP no era más que otro “adeco pesado”, un chivo del Gobierno, la voz ocasional del partido en un acto municipal. Las llamadas “Unidades Tácticas de Combate”, pomposo nombre que a sí mismas se daban las células armadas comunistas, habían tendido una emboscada intimidatoria. Iban a sabotear el acto y todo el mundo en el barrio lo sabía: probablemente habría tiros: El Cementerio y sus aledaños eran “zona roja”. Casi todas las noches de los mil ochocientos días de Betancourt ocurrían “acciones de hostigamiento” contra las patrullas de la Policía Municipal que se desplazaban por la Avenida Principal de El Cementerio. Los tiroteaban desde cualquiera de los cerros de la acera norte. Pero, a mis oídos, aquellas acciones no pasaban de fugaces intercambios de disparos que yo alcanzaba a escuchar a la distancia, metido ya en la cama, en la alta noche de los barrios cercanos, como Los Sin Techo o el barrio 1º de Mayo. Aquella noche prometía algo gordo en el rubro “propaganda armada”, según mis amiguetes. ¿Cómo es que aquellos prepúrebes estaban tan enterados? Sencillo: en aquel vecindario y en aquellos años, quien no tuviese un pana “cabeza caliente”, algo mayor —19 o 20

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años— metido “en la vaina armada”, no estaba lo que se dice “en nada”. Habría tiros, habría acción “de verdad verdad”; ¿quién iba a querer sentarse a ver la serie Combate? Sin embargo, el mitin discurrió, anodino y previsible, con mucho ruido de “background” en el equipo de sonido. Los estentóreos oradores desgranaban las manidas fórmulas de la oratoria populista de la época: “Coooompañerooooos”, “el pueblo venezolano, como un solo hombre”, “Acción Democrática, el partido del pueblo”, “los extremistas, enemigos de la democracia…”. Era todo, en verdad muy aburrido. ¿Para cuándo iban a dejar los tiros?, me preguntaba; tal vez, después de todo, haría mejor yendo a ver Combate. En esas estaba cuando anunciaron al orador de cierre, compañero Carlos Andrés Pérez. Lo vi subir ágilmente a la tarima, llevaba una chaqueta de esas que en España llaman “cazadoras”, blanca. Un hombre flaco y desmañado, de unos cuarenta años. Salvo por el marcado acento andino, su oratoria era indistinguible de la de quienes le habían precedido. Pero no pudo avanzar mucho en su solicitud del voto para el compañero Raúl Leoni porque, súbitamente, estalló un “niple” y al punto nos envolvió el estruendo de una espantosa balacera: ráfagas de metralleta, el staccato de armas automáticas cortas, el para mí inconfundible sonido de una escopeta calibre .12 de repetición y bombeo, como la de mi padre. Las bocas de fuego se percibían cercanas: desde las azoteas de los bloques del Banco Obrero disparaban, desde el techo de un edificio de aulas del grupo “Gran Colombia”, desde el cerro, desde autos estacionados en las cercanías. Los asistentes se dispersaron instantáneamente y corrieron a buscar refugio. Mis amiguitos y yo nos encogimos bajo un carro. Yo abría los ojos por ver si alguien caía; me parecía increíble que nadie cayese, así de nutrido y duradero era el fuego. En retrospectiva, tengo ahora claro que era un acto terrorista que solo buscaba intimidar a los asistentes. Todo como parte del plan que el Partido Comunista bautizó “Caracas”, orientado a inhibir a la población de ir a votar en las inminentes elecciones. Pero en aquel momento, ¿cómo saber a quién estaban destinados los tiros? Mi amigo Gerardo “Jerry” Patiño, con quien he evocado el episodio durante el fin de año pasado, no me dejará mentir: juntos asomamos la cabeza, entre escalofríos de miedo pero cediendo a la curiosidad preadolescente: mucha gente se hallaba tendida en el asfalto, aguardando a que cesasen los tiros para entonces correr. Y sobre la tarima, de pie frente al micrófono —no existían todavía los inalámbricos— el hombre de la chaqueta blanca daba ánimo a los suyos a gritos, y el modo de hacerlo era explicar, como lo haría un narrador deportivo, lo que estaba ocurriendo: “No corran, compañeros: es una acción cobarde —palabra más palabra menos—, no son más que tiros al aire, compañeros: no se atreverán con el pueblo adeco porque ellos saben que…”. Y, al mismo tiempo, trataba de ubicar a los francotiradores, y daba precisas indicaciones y tajantes órdenes a sus hombres: “¡Allí, detrás del camión de INOS, ahí está uno con un revólver, tráiganme a ese hombre!”. Y todo el tiempo, alrededor suyo, zumbaba en las copas de los árboles la balacera que él decía no

era más que tiros al aire. Era un blanco perfecto, allí de pie, bajo los focos. Cualquier exaltado, sabedor de quién era, pudo haberlo “bajado” de un tiro. No ocurrió así y CAP vivió para ser dos veces presidente de Venezuela. Muchos años después, cautivo en su propia casa, gallardo anfitrión de un almuerzo al que acudí con César Miguel Rondón, sabedor de mis pareceres sobre su gestión, le manifesté la impresión que me causó su presencia de ánimo en aquella para mí inolvidable balacera. CAP no recordaba en absoluto el episodio. Es conocida, creo, mi opinión sobre tu trayectoria política, sus logros, sus errores y sus insuficiencias. Esta crónica solo rinde homenaje a su presencia de ánimo en momentos de compromiso y adversidad, algo que Hemingway llamó “elegancia bajo presión” y de la que CAP, héroe o villano, dio ejemplares muestras hasta el final. prodavinci, 2011

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»2012« A n d re a Da z a Ta p ia

El rey del alterne y las luces de neón Desde hace algún tiempo muchos periodistas venezolanos han cambiado de país, algunos para probar suerte en otras latitudes, otros porque huían del desempleo local. Andrea Daza Tapia es una excelente reportera que desde hace algunos años trabaja en Barcelona, España. La crónica que incluimos en esta ocasión es un trabajo excelente sobre un club de alterne, o si se quiere uno de los prostíbulos más grandes de Europa

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as puertas de su casa las mantiene cerradas a la prensa porque eso es íntimo, personal. Y nada tiene que ver con su trabajo. La entrevista, que sea en el burdel. Al fin y al cabo es lo que ha hecho célebre a José Moreno Gómez, el dueño del “macro prostíbulo de La Jonquera”. Vive en Palamós, en la Costa Brava, y sabe que el Paradise no es el prostíbulo “más grande de Europa”. Dos alemanes —uno en Berlín, otro en Frankfurt— de la cadena FKK lo superan. “Yo tengo más sala, más discoteca. Por eso se habla del más grande”, dice. Por eso y porque a la prensa le resulta sexy. El Paradise es el único de sus negocios que queda lejos de casa y fuera de su radio de acción: en la avenida Euskadi, en el polígono Mas Morató, cerca de una gasolinera Repsol, un bingo, un hotel, una tienda mayorista y varias naves caucheras o de repuestos de vehículos. Desde la zanja de la autopista que conduce a Francia, el Paradise parece un centro comercial muerto, desahuciado. De día solo se ve una palmera blanca en la fachada y sus muros de color melón. A partir de las 6 pm es cuando sus paredes se oscurecen y cientos de bombillas empiezan a titilar. El Paradise gana vida en la hora del neón. Su apertura estuvo rodeada de una polémica que se remonta al 9 de mayo de 2005, cuando Moreno solicitó la licencia para abrir un local de “pública concurrencia donde se ejerce la prostitución”, según establece el decreto 217/2002 de la Generalitat de Cata-

luña que regula a los locales dedicados a este oficio. Con cuatro vistos buenos, el Ayuntamiento se apegó a un informe desfavorable de la Delegación Territorial del Govern y retiró el permiso. Así se inició un litigio que terminó con una sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) a favor de Moreno. La sentencia revocó la decisión del Govern y dio un plazo de dos semanas para entregar el título. Las obras estaban a medias cuando Moreno recibió una llamada de su abogado, Lluís Frígola: “José, hemos ganado”. Moreno no se lo esperaba. Dice que ya había invertido 170 millones de pesetas. Un millón de euros. Desde entonces el “macroprostíbulo de La Jonquera” fue noticia. Unos, como el regidor de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), Jaume Domènech, reprocharon la decisión, cargando responsabilidades sobre el gobierno local. Y de allá respondieron. El alcalde de La Jonquera, Jordi Cabezas, de Convergència i Unió (CiU) dijo a la prensa que hizo todo lo posible por evitar su apertura. Moreno cuenta que alquiló el local por 30 años y que el dueño del terreno conoce a Jordi Cabezas: “Yo no he tenido ningún problema con el alcalde”. Ni Domènech ni Cabezas quisieron declarar de nuevo sobre el caso. Al primero no le gusta que se asocie a La Jonquera con la prostitución. Al segundo no le interesa: “Disculpe, pero no me interesa hablar más sobre esto”. Y colgaron el teléfono. “¡Qué Jonquera, carajo!”, dice Moreno. “Si la Jonquera está a 3 kilómetros. Estamos fuera de La Jonquera. No molestamos a nadie. Estas señoritas dan vida”. Las fotos se hacen en un despacho improvisado en la segunda planta del nuevo nightclub, a una semana de abrir sus puertas. Al otro lado de la pared, un hombre ingresa en un ordenador los datos de una morena con hilo dental rojo. A las 4:30 pm, las “mamis”, como las llama Moreno —como se dicen entre ellas— se preparan para la faena. Al interior del Paradise hay una peluquería. Las mujeres vagan entre los dos pisos. Moreno, el jefe, dice que solo pide una cosa: “Que sean mayores de edad y que sepan a lo que vienen”. Que no se equivoquen: “Que no me vengan luego con el cuentito de que esto es un restaurante. Aquí se ejerce la prostitución”. Funciona como un hotel. Por eso la morena del hilo dental rojo está sentada frente al escritorio, mostrando su documentación. “Yo no soy policía. Si ellas tienen algún problema, eso no lo se”.

La dinámica del alterne El requisito es estar legal. Y legal es, si vienen de América Latina —que son las más—, estar dentro de los tres meses de estadía permitida como turista. Porque se supone que lo son. Se alojan en el hotel, pagan 70 euros la habitación y el resto, en teoría, se lo administran ellas.

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Por eso, a José Moreno Gómez, la palabra “proxeneta” le causa risa. “A ver, nadie obliga a nadie a trabajar en esto. Esa palabra que usted me ha dicho yo la he escuchado muchas veces”. Él pone el local, él pone la inversión. Ellas ponen el sexo: “Hay señoritas explotando su cuerpo. Pero no las exploto yo. Se explotan ellas”. Las “mamis” del Paradise no pueden hablar. Sobre las 6 pm empiezan a bajar a la sala a “alternar” con los clientes. Miriam Blasco, prostituta hasta hace un año cuando se retiró, no conoce a Moreno, pero sí a la marcha de night-clubs como el suyo. “En los clubes buenos”, escribe por correo, “a las chicas nos cuidan mucho. Somos, no cabe duda, su principal fuente de ingresos”. La asociación en defensa de los derechos de las mujeres Genera, recomienda el blog de Blasco Eraputa.blogspot.com en su manual de profesionalización de trabajadoras sexuales: 122 páginas para comenzar o iniciarse en el oficio. “Los clientes pagan unos precios por subir a las habitaciones y tener sexo con nosotras”, explica. El promedio está entre 60 y 70 euros la media hora. “A partir de ahí va subiendo de media en media hora (no hay descuentos)”. Después están las copas: “El truco consiste en emborrachar al cliente, que cuanto más dinero deje en copas y tonterías, más ganamos nosotras”.

Por la libre La inversión final para poner en marcha el Paradise, según Moreno, rondó los 3 millones de euros. “Es mucha plata”. Más impuestos. Sólo por permisos calcula que paga 7.000 euros al año. “Algunas personas piensan que esto es una mina de oro. Y tampoco”. Pero está orgulloso porque en medio de la crisis ha ofrecido trabajo a 52 personas entre cocineros, camareros, personal de limpieza y guardias de seguridad de su propia empresa. “Las señoritas que vienen aquí”, advierte, “no son empleadas”. Son mujeres que como vienen, se van. En Cataluña las casas de prostitución están reglamentadas. La prostitución callejera, en cambio, se mantiene en un limbo: ni legal, ni prohibida, salvo las restricciones municipales que imponga cada autoridad local. Hay dos organizaciones que agrupan a las personas detrás de estos establecimientos: la Asociación Nacional de Empresarios de Locales de Alterne, Anela, que expresamente no quiso participar en este reportaje. Y la catalana, la Aceca. “Yo voy por la libre”, dice Moreno. “Tengo a mi abogado y prefiero ir con él”. A él le gustaría que todo el tema estuviera legal: “Que todo el mundo pagase sus impuestos”. Y que las mujeres tengan sus derechos, “como cualquier señora que está trabajando en una fábrica: unas trabajan haciendo zapatos y otras trabajan acostándose con hombres”. A diferencia de los empresarios, las prostitutas no están organizadas prácticamente de ninguna manera. Marien, prostituta activista y bloguera, aclara el porqué: visión de corto plazo. “Piensa que cualquiera de las chicas, hasta hace un par de años podía llevarse limpios a su país entre 6.000 y 12.000 euros al mes. Libres de impuestos. El objetivo es ganar

el máximo en el menor tiempo posible y regresar”. Está eso y que entre ellas no siempre se entienden: “En este momento en España están ejerciendo mujeres de Latinoamérica y de la antigua Unión Soviética. Los choques culturales son brutales”.

Circuito de empresas El atractivo de La Jonquera es su cercanía con Francia. Pero ahí, Moreno no es más que un outsider. Nació en Granada, pero lleva prácticamente toda la vida en Cataluña. “Yo de profesión soy joyero. Figúrate el cambio”. Les vendía joyas a los clubes de Barcelona. A las mujeres, a las prostitutas, les vendía a plazos: “Me daban dinero, yo les apuntaba y cuando tenían las joyas pagadas, se las entregaba”. Así pasó 12 años. Tenía una oficina en la calle Pelayo, que hoy sigue siendo un edificio de alquiler de despachos. Al tiempo empezó a “alternar” con otros negocios. “Te vas metiendo sin darte cuenta”, dice. Y la noche no te suelta. La empresa más antigua es Mesón Grill Las Brasas, creada en 1989 —hoy está en disolución— según el registro mercantil de Gerona. En Castell-Platja D’Aro registró la sociedad anónima Arojorpe, dedicada a la actividad inmobiliaria y de construcción en general, “provisionalmente cerrada por incumplimiento de obligaciones fiscales”. En 1992 abrió el Restaurante Villa Cristina, en medio de la carretera de Gerona a Palamós. Eva Carmona, dependienta del turno vespertino de Petrocat, la estación de servicio que está en frente, recuerda que ahí se celebró la boda de su hermana, cuando en efecto se llamaba Villa Cristina. Hoy, la intermitencia de neones verdes, azules, amarillos y rojos no dejan lugar a dudas: el Eclipse, desde 2001 puticlub. El registro dice que tiene un capital social de 62.999 euros. Carmona recuerda una redada reciente: “Se llevaron a unas chicas. Todas extranjeras. Se calmó unos días pero luego siguió”. La estación de servicio cierra antes de las 11 pm. Ella suele ver a las muchachas en las tardes: “Piden mucho alcohol, sobre todo cerveza”. El más antiguo de los burdeles de Moreno queda en la carretera Banyoles-Figueres, en la urbanización Meliamta, un sitio tranquilo con al menos dos residencias de la tercera edad en los alrededores. La empresa que lo gestiona, Maexgar, en Fontcoberta, registra un capital de 3.005,06 euros, lo mínimo que se requiere para inscribir una sociedad anónima. Ambos, Edén y Eclipse, fueron investigados por la Unidad contra las Redes de Inmigración y Falsificación Documental (Ucrif) del Cuerpo Nacional de Policía, en 2008 y 2010. Con las causas bajo secreto de sumario, el diario El País contabiliza los cargos en una mano: proxenetismo, detención ilegal, delito contra los derechos de los trabajadores, asociación ilícita y tráfico de seres humanos. A estos añade en julio de 2010, blanqueo de capitales. “Yo me río”, dice Moreno, “porque conozco las leyes, porque mi abogado me tiene al día”. En 1998 inicia operaciones La Vimetera, también domiciliada en Mont-Ras. Es una inmobiliaria con un capital social de 483.000 euros, según el depósito contable de 2008.

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Esta empresa es la que aparece en la sentencia del TSJC, en el litigio del Paradise. A la vez, tiene el mismo domicilio que Josep 13, una sociedad que inició operaciones en 1999, para explotar bares, hoteles, hostales y todo tipo de fincas. En el circuito faltan dos empresas fundadas en 2006: la Companya Gironina de Vigilancia i Seguretat, con un capital suscrito de 100.000 euros, que resguarda la entrada del Paradise, por ejemplo, y la Concentració Gironina de Serveis i Auxiliars, con el mínimo capital suscrito y 28 líneas de objeto social. Cambio de mando Desde el taxista que sube a diario a Fontcoberta, hasta Pilar, la dueña del restaurante Ca l’Angel, a menos de 50 metros de la entrada del Edén, dicen que hay cambio de mando en el que fue el primer prostíbulo de José Moreno. El taxista porque se lo han dicho las muchachas que maneja hasta ahí. Pilar porque “José a veces venía a comer aquí y no lo he visto más”. Eso sí, de él no tiene ninguna queja. En la barra del restaurante hay tres mujeres: la pelirroja, la rubia y la pelinegra. Fuman, beben café. La pelirroja tiene el ojo izquierdo morado con una curita en la ojera. Lleva frenillos en los dientes. No tiene ganas de conversar. Sólo dice que se llama María y que es la dueña del Edén. Que hace tres meses, más o menos, José Moreno le dejó el local. Y hace tres meses, es antes de la apertura del Paradise. También dice que es de aquí, pero su acento dice lo contrario. “¿Qué? ¿Quieres ser mami?”, rebota la rubia el interrogatorio. Las tres ríen, pagan y cruzan la calle hacia el Edén. El resto de la tarde de un sábado de diciembre corre así. Con tráfico: burdel-bar, barburdel. Carlos, un hombre alto, con gomina y chupa de cuero, lo hace todo el tiempo. Burdel-bar, bar-burdel. Cuando a las 8 pm, Ca l’Angel cierra, se pasa a La Brasa, donde lo conocen y tratan con confianza. Es el bar que está al lado y cierra a las 10. Dice que es de Valladolid. Que su novia de hace cinco años, rumana, está adentro, trabajando. Que María, la que dice ser la nueva dueña del Edén, es de Bulgaria y que en realidad es dueña de un prostíbulo en Vic. Que a Moreno le dicen “el gitano”. Que con María casi no cruzó palabra. Con el gitano tampoco. Que a España ninguna viene engañada: “Todas saben que vienen a follar”. Que el problema es cuando llegan: “Que les dicen que van a ganar todos los días 1.000 euros”, cuando en promedio, calcula él, se hacen 3.000 al mes. Dice que sí, que algunas minorías rusas —mafias— le dan mala fama y mal centimetraje al negocio. Que en el norte tratan mejor a las mujeres: “Yo vivo de ellas. Las tengo que cuidar”. A más tardar mañana, se devuelve a Valladolid con su novia rumana. Y buenas noches. Bar-burdel. Moreno canceló la segunda entrevista. Antes, sin embargo, dijo que el único socio que tenía era el banco, “que es el dueño, porque como no pagues, se queda con todo”. En los registros mercantiles de las ocho empresas aparece él como único socio y administrador. “Tengo que dividirme en tres, con encargados en cada sitio, una persona de confianza”.

Por eso su teléfono no para. Por eso conduce un Cayenne, un Porsche Cayenne, “y todavía me critican”. Tiene un barco y cuando le sobra el tiempo se va a pescar. Moreno tiene tres hermanos: “Uno está en otro de los negocios. Una hermana está aquí, en el Paradise, y la otra con su marido”, ríe. “A mi familia los he involucrado yo. Les he dado trabajo”. Esposas ha tenido siete. La actual es colombiana. “Y todavía tengo cabida para 3 o 4 más”, ríe de nuevo. Hijos ha tenidos dos, “con otra y otra mujer”: una de 21 y uno de 13. El chico murió: “No nació muy bien. Son cosas que no quiero tocar porque me entra mucha pena”. Las puertas de su casa las mantiene cerradas a la prensa porque eso es íntimo, personal. Y nada tiene que ver con su trabajo. “Vivo en Palamós, en la Costa Brava. Y en La Jonquera estoy de paso”. the reset project, 2012

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»2012« L e o Fe l i p e C a mp o s

La verdad después de la muerte Los cementerios atraen al periodismo en todas partes del mundo. Algunos son tan curiosos que están ubicados en zonas sofisticadas de una capital, como Recoleta en Buenos Aires, en pleno Barrio Norte. Otros concentran infinitas glorias nacionales y se convierten en atracciones turísticas. El Cementerio General del Sur fue un espacio para orgullo vernáculo, con muertos notables y mausoleos de grandes familias. El periodista Leo Felipe Campos lo visita y extrae esta crónica que formó parte de un proyecto cultural en España

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n cementerio, por lo general, ofrece más certezas que preguntas. Hay cruces, lápidas, muertos y todo es, o suele ser, muy tranquilo. Uno dice cementerio y piensa en nombres como “La voluntad de Dios”, “Siempre juntos”, “Jardines del cercado”, “Sueño dorado” o “Vida eterna”. Mientras no estemos en la preproducción de una película de terror, nunca lo imaginaremos con truenos delante de un cielo gris, sino con ese sol de primavera que siempre envidian los folletos turísticos. El verde relucirá en el horizonte bajo una chispa de colores floreados y un rezo tenue, a manos juntas, que solloza por el recuerdo apacible del ser querido. Un cementerio es un espacio para el encuentro. Un cementerio es memoria. Un cementerio es el lugar donde descansan aquellos que ya no necesitan descansar, aunque lo hacen, según nuestras creencias, en paz. Sobre el Cementerio General del Sur, en Caracas, se podrían agregar otras particularidades. Por ejemplo, que es un lugar habitado también por decenas o cientos de vivos, y que nunca duerme. Que tiene 137 años de existencia, 284 hectáreas y un estimado –osamentas más, osamentas menos– de 3 millones de cadáveres. Que hospeda familias en el día, y sin horarios ofrece fiestas, empanadas, café, cervezas, cigarrillos detallados y droga dura: eso sí, más que todo en las noches, cuando cierra sus puertas y abre un hueco para el comercio y la supervivencia, a veces de forma literal. Que la vigilancia desapa-

rece con la luz, siempre funciona con sus propias leyes y por eso el servicio de agua no es seguro, igual que sus calles. El Cementerio General del Sur fue decretado Monumento Histórico Nacional en Venezuela, desde 1983, aprovechando su siglo y poco de antigüedad, porque en él reposan los restos de ocho expresidentes, como Joaquín Crespo (sin la espada original, porque la robaron), Carlos Delgado Chalbaud, Isaías Medina Angarita y Rómulo Gallegos; y también por sus obras de arte, que en algún momento fueron cien y antes fueron más y hoy ya no se sabe, porque existe un mercado negro de cadáveres y de esculturas.  “Las tumbas son pa’ los muertos”, dice el coro de una canción popular del Caribe, una salsa del músico puertorriqueño Ismael Rivera, pero en este camposanto colorido y descuidado, con palmeras y ataúdes profanados en mitad de la vía, también son pa’ los vivos. Los vivos, dicen en Venezuela, también son aquellos que se aprovechan de una situación y sacan ventaja por la bondad o el respeto del otro. Allí, donde hay locos que se esconden en mausoleos para protegerse y evadir el frío de las madrugadas; donde hay nichos, terrazas, bóvedas y panteones; donde la santería es reina y los ranchos de los barrios pobres que colindan con el lugar tienen lápidas robadas en sus paredes, porque es un material tanto o más resistente que los ladrillos y el cemento; donde se han registrado asaltos y asesinatos a la luz del día; donde hay fosas comunes, grafitis, zamuros y perros callejeros, aquí, donde lo que sobran son lápidas en memoria a los amigos y familiares muertos; aquí, por la calle tal, cerca de la zona cual, Mireia Sallarès colocó una placa, otra placa en homenaje a la verdad. “El Cementerio General del Sur fue un lugar que tuve claro desde el principio. Primero porque este proyecto nace de una pregunta clave (o más bien tres): ¿La verdad existe? ¿Está viva o ya murió? ¿Esta posmodernidad que tan poco respeto le tiene a la verdad –una posmodernidad que creyendo haber acabado con los dogmas, paradójicamente, terminó estableciendo un dogma estricto: que no hay verdad posible– permite alguna posibilidad de que la verdad todavía sea aceptada?”, me dijo Mireia. Le hizo gracia, me aclaró, comenzar el trabajo en un país que caminaba, entre comillas, rumbo al socialismo, pero donde nadie o casi nadie cree en la verdad, donde la broma y la ironía son una forma de sobrevivir, y donde hablando de Caracas, según sus palabras, “había una muy clara, en la que todo el mundo estaba de acuerdo: el alto índice de muertes diarias, donde los jóvenes eran moneda corriente”. De modo que así llegamos al cementerio. Y antes de hablar de la placa, una confesión, aparte, con la voz de su creadora: “Por eso también escogí el mármol blanco para mi monumento fragmentado a la verdad, para vincularlo al de las lápidas de los muertos caraqueños… Y por si acaso la verdad estaba muerta”. La marmolería en la cual compró el material para trabajar estaba allí, en el Cementerio General del Sur. Llegué un 16 de enero antes de mediodía y lo primero que pensé fue que nadie va sin

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un propósito claro a un lugar que está lleno de muertos. Después vi a una perra callejera, recién parida, orinando una tumba, y supe que estaba equivocado. La perra me persiguió por lo menos media hora, hasta que conseguí la placa, en los linderos de unas zonas de culto popular donde reposan los restos de una joven, un delincuente y un constructor llamado Victorino.

Vamos por partes La versión más divulgada de la joven, María Francia, tomada del blog de una mujer del mismo nombre que cuenta la historia y se ajusta a lo que una vez me dijera un enterrador de la comarca, dice que “era soltera, estudiante de la carrera de Derecho, y que el día de su boda se fue al jardín para cortar su bouquet, momento en el que una serpiente la mordió, inyectándole un veneno fatal que acabó con su vida. Como no logró casarse y tampoco culminar su carrera por un hecho fortuito, entonces ella interviene ante Dios para conceder gracias relacionadas con matrimonio y estudios. Junto a la bóveda que resguarda sus restos, anteriormente estaban los de José Gregorio Hernández, que descansaban en una cripta adjunta a la de ella hasta que fueron trasladados a la iglesia de la Candelaria, por lo que se sospecha que la “adoración” a ella sea derivada de los fieles que visitaban originariamente al santo y no precisamente a María Francia…”. En ese lugar, además de flores, hay velas, libros, cuadernos, placas, birretes, medallas, camisas escolares, velos, campanas y otros artículos característicos de las bodas y los estudios: ofrendas de agradecimiento por favores concedidos. Supuestamente murió en los años veinte. Sobre el malandro Ismael Sánchez hay muchas versiones, la mayoría apunta a que era una especie de Robin Hood, que robaba a los ricos para repartir el botín entre los pobres de su barrio. La fecha de su muerte es un misterio, pero se ubica en la década del sesenta. Un anciano que trabajó durante décadas en el Cementerio General del Sur me reveló en una ocasión que el lugar donde se supone que está sepultado este mítico delincuente, donde hoy los malandrines vivos fuman a diario tabaco y marihuana como parte de su devoción, y rezan por ellos y sus amigos presos, en realidad está enterrada una pareja de ancianos, porque hubo un cambio de tumbas por un aguacero torrencial que sedimentó algunos terrenos y movió a los cadáveres, a lo que quedaba de ellos, hace ya más de treinta años. Hoy, Ismael es parte de la “Corte Calé”, un rango menor de la santería. Así es la fe. Victorino Ponce, se cree, falleció el 26 de agosto de 1880, con 70 años. De su vida se dice poco: que fue un carpintero que hacía casas de madera para los habitantes más necesitados de Curiepe, una zona costera del centro de Venezuela habitada por el calor del sol, la música y la alegría de los negros, con una vitalidad importante, pero que aún hoy guarda desasistencias del siglo XIX. Así que Victorino, hombre solidario, un gran trabajador, tiene hoy, tantísimos años después de haber dejado de respirar, un árbol del que guindan más de 300 casitas de ar-

cilla y otros materiales, carros de juguete, placas y títulos de propiedad. Su tumba se encuentra cerrada con una capilla de hierro forjado y todos los 26 de agosto se realiza en su honor una misa a la que llevan mariachis y tambores. Y allí, o por allí, colocó Mireia Sallarès su placa en homenaje a la verdad. “Eso sí asustaba. Había malandros fumando tabaco en las tumbas de la corte de Ismael, que se giraban al ver pasar nuestro carro. La conductora era una londinense que lleva décadas en Venezuela, el fotógrafo era de Yaracuy, el albañil tampoco era de Caracas, y yo, catalana. Colocamos la placa y sacamos las fotos en diez minutos. Me atrevería a decir que ese es el monumento construido e inaugurado más rápidamente en el mundo”, cuenta la artista. Mientras le colocaba cemento al reverso de su placa, se le acercó un viejo, un indigente que vive en el cementerio y tiene credencial de trabajador, alguien que obtiene dinero por vigilar algunas tumbas: “Nos explicó que lamentablemente nos iban a robar la placa enseguida, pues no tuvimos la (buena) idea de rallarla en el reverso, para que no pudiera ser reutilizada”. Ante la cara de extrañeza y estupefacción de los presentes, el hombre, sabio y curtido, habló: como el mármol es caro, lo roban mucho y lo reutilizan para que se convierta en la placa de otro. Así desaparecen la historia de un cadáver. Así matan a un muerto. La seña para hallar la placa me la dio otro de los borrachines que custodian las tumbas, esta vez muy cerca de un lugar de adoración del Divino Niño, que está lleno de juguetes y peluches. Al principio dudó, pero cuando le comenté que se trataba de un homenaje a la verdad, que ponía sobre mármol que se escapó desnuda, el tipo frunció el ceño y pidió que lo siguiera. Caminamos treinta metros y entre dos tumbas pobres y anónimas, la señaló: estaba de pie, recostada bajo la sombra de un pequeño muro. Él mismo la había colocado allí, a tres lápidas de donde guardaba el agua que usaba para regar las plantas en baldes y potes de plásticos reciclados. Según él, no quería que alguien por accidente la fuera a partir. La había visto por primera vez hacía un año, pero la reconoció cuando se encargó de asistir a un entierro por esa misma zona, hacía tres semanas. Tomás Medina, se llama. Ya tiene 37 años como jardinero del cementerio, es decir, desde que este lugar de anarquía entre vivos y muertos cumplió su primer siglo; sin embargo, me dio la impresión de no ser tan viejo como aparenta: entre el sol y el alcohol había sabido acelerar su tiempo. “Yo la he visto como dos o tres veces”, habló sobre la placa. Cuando le pregunté si sabía de qué se trataba me contestó: “Cónchale, compañero, ahí dice… En realidad no tengo idea”. Después le pregunté la edad y contestó: 51 años. Es tartamudo. “Lo único que sé es que yo pongo mis garrafas de agua por aquí y la otra vez, que hice un trabajito porque enterré a un muerto, la vi y me sorprendí”. ¿Por qué?, le interrogué. “Porque ahí se lee que se escapó desnuda”. Hizo una pausa y se me quedó mirando. ¿Y entonces? “Bueno, que quiere decir que nadie [tartamudea]… no sé”. ¿No sabe? “Bueno, quiere decir que nadie quiere decir la verdad. Que la gente se niega o se cohíbe de decir lo que siente. Será por eso que se escapó desnuda”.

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A Tomás esa mañana lo acompañaba otro sepulturero, un moreno joven y fibroso, con los ojos rojos y una peste de varios días encima. Su nombre: Ronny Silva. Veinte años, según sus palabras, viviendo en el cementerio. Entre apuntes sobre el béisbol venezolano que ya quisiera un comentarista experto, habló también de Poncio Pilatos. Dijo que la verdad tenía que ver con ser sincero con el prójimo. Habló de hablar con la cara en alto: “Yo no es que sea bachiller, pero tengo bastantes conocimientos, cuando le dicen a uno las cosas que uno reconoce, ahí hay una verdad. Por ejemplo, que usted me diga a mí: usted es un borracho. Esa es la verdad. Que usted me diga: pero bueno, mijo, es que usted no se baña. Esa es la verdad”, rio con sus dientes picados. “Lo que pasa es que yo no soy chismoso”, apuntó Tomás Medina señalando primero a la placa, después al resto de las tumbas que había alrededor, “pero mire, a veces, por ejemplo, llega alguien y te deja un dinerito por regar las flores o cuidar las lápidas, y eso tienes que decirlo, tienes que decírselo a tus compañeros, porque si no, no estás actuando con la verdad; la verdad es todo aquello que no se esconde, digo yo. Pero hay muchos compañeros por ahí que no entienden eso y se quieren ir con la cabuya en la pata”. Me puse a buscar a la perra callejera. Se había ido. Me despedí de los dos jardineros de la zona del Divino Niño y les prometí que volvería. Cuando regresé, a los pocos días, Ronny Silva me reconoció. Me llamó “periodista” y me dio un abrazo. Seguía con su peste encima de varios días. Más días. Entonces, como la primera vez, me dijo en voz baja, para que nadie más escuchara: “Ya hablamos de la verdad, compa, ahora tíreme una vainita para comprarnos una botella de aguardiente. Yo le prometo que la comparto con el resto de mis compañeros”. proyecto vida, fundación joan miró, 2012

»2012/2013« A ntonio D íaz Espejo

Pensión La Soledad Las viejas pensiones en el centro de las capitales latinoamericanas atrajeron a la mejor literatura. Novelistas diestros retrataron sus sociedades a partir de la descripción de la vida en pensiones con vidas milagrosas. La novela policial supo sacarle partido a este desarrollo urbano. Rosaura a las diez, de Marco Denevi, fue primero novela ejemplar y luego película estimable. En nuestro patio el periodista Antonio Díaz Espejo retrata la vida de una pensión en la parroquia de San Juan A los protagonistas de esta historia, para quienes no puede haber soledad que los apague

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o incista, no se presta el baño”, anuncia un cartel en la puerta metálica de La Moisés, una casa sin número, más bien un galpón de dos pisos, fachada rústica, color gris. Es una de las 210 pensiones censadas en la Parroquia de San Juan, entre las esquinas de Puente Nuevo a Quebrado, en el casco central de Caracas. Y como en la guerra y la necesidad, la fe no puede faltar, en esta calle de hospedajes la fe no deja de estar presente. Para eso está el Ministerio Apostólico Internacional Fuerzas del Búfalo, una iglesia evangélica que predica en una vieja casa, larga hasta el fondo y con aire acondicionado, buena para matar el calor y drenar la oración durante las tardes mientras se aplauden las arengas del pastor. Al final del primer pasillo que sirve de antesala a la recepción, hay un espejo a través del cual el encargado, sin camisa y con el ceño fruncido, mira por un espejo redondo, del lado de acá, y decide si apretar el botón que abrirá una puerta rústica de metal que dará ingreso solo a los inquilinos de La Moisés, “la más barata de Caracas”. Abierta la puerta, el ingreso se hace a través de un primer pasillo color beige y marrón, el primero de varios, suerte de pasadizos, en las entrañas de esta casa de habitaciones ex-

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clusiva para caballeros, como casi todos los hospedajes de la zona. La entrada de damas está prohibida. Puertas adentro, por sus angostos y largos pasillos van las piezas, una a una, frente a frente: 75-76-77, hasta llegar a la número 100. Sus pasillos y, especialmente, sus diminutas habitaciones huelen rancio, a colchón sudado, a olvido, a sábanas que hace tiempo no se lavan. Segundo pasillo, a la izquierda. Una larga batea con varios tubos donde se lee una hoja escrita a mano: “Por favor, economice agua. No lavar, de lo contrario quedan sin agua. Atentamente, La Casa”. Es el múltiple lavadero general, que bien funciona para cepillarse los dientes, restregar un interior sucio o lavar un plato después de la comida; que, para algunos, con suerte, podría llegar a una ración por día. Desde la recepción ya comienza el tributo a Dios y a la fe. “Mi negocio es próspero porque mi socio es Dios”, es el primero de los tantos mensajes cristianos. Y es que Teresa Peralta, la encargada de cobrarles a los inquilinos, es evangélica. Pero también hay reglas como en el cuartel. Después de las doce de la noche está prohibido salir y, si alguno de los inquilinos lo hace, no podrá ingresar otra vez sino hasta las cinco de la mañana del día siguiente. Cada quien, por seguridad, solo tiene llave del candado de su pieza. Es de tarde y por los pasillos algunos caminan en cholas con la toalla amarrada a la cintura. Adentro no hay prisa. La vida agitada de la Caracas del centro parece diluirse adentro. Aquí se vive con parsimonia, con carencias y con fe. El tiempo para los 90 inquilinos de La Moisés, casi todos de la tercera edad, transcurre mirando la televisión o escuchando la radio. Son viejos que parecen olvidados por el tiempo y por sus familias. “La más barata de Caracas” no es un simple lema de Rafael Figuera, el encargado. El costo por día de la pieza es de 10 bolívares, 300 bolívares mensuales. Hay comodidades, se paga quince y último, semanal o diario, según el bolsillo del huésped. Los inquilinos hacen el esfuerzo de pagar puntual, pero inevitablemente se atrasan. Figuera suele ser comprensivo: “Se entiende porque uno también ha pasado necesidad”. Y concede: “Aquí, pa’ que se pierda algo cuesta una bola. Aquí no se ven los cuchillos de otras pensiones”. Si algo tienen los habitantes de esta pensión es que se respetan entre ellos. Una que otra discusión de vez en cuando, pero no pasa de ahí. Aún sin tener mucho contacto entre sí, por los pasillos se les ve, a algunos, sin camisa, saludándose con respeto y camaradería. Al fondo, al final del largo pasillo de la casa, está el baño común. Dos pocetas sin tanque ni tapa y un par de regaderas con cortinas de plástico floreadas para los 90 inquilinos. Pueden verse trozos arrugados de papel periódico en las papeleras y mensajes como “¡Échele agua, hijo de Dios!”. Los escusados se llenan a punta de balde. De eso se encarga Manuel, del trabajo sucio, a quien le pagan por eso, porque ningún inquilino lo hace. Los oficios de quienes hacen vida aquí son variados, pero casi todos son vendedores ambulantes: heladeros, panaderos, cafeceros, vigilantes, mesoneros, jardineros, cachaperos, carameleros, músicos de propinas, mandaderos y los indigentes, que nunca faltan.

Frank Mosquera, ecuatoriano y quien más tiempo tiene en la pensión –34 de sus 60 años de edad–, vende periódicos por los alrededores de la Plaza Caracas, una de las más grandes de la ciudad, inaugurada en 1983. Por sus 12 mil metros cuadrados de extensión, Mosquera se pasea todos los días a vocear la noticia del día. Con una veintena de ejemplares encaramados en su hombro izquierdo, va repitiendo, casi en prosa, el titular del día, mientras se mueve con caminar pausado por el generoso piso de baldosa marrón. En la tarde, Frank vuelve al galpón donde sobrevive esta casa de habitaciones que fue hasta mediados de los años sesenta la Panificadora Miranda, propiedad de Donato, un italiano. Al morir, sus dos hijos quedaron a cargo y decidieron luego, en ese mismo espacio donde estaban los hornos panaderos, montar una estructura de dos niveles con habitaciones para alquilar, que llamarían como el mítico profeta judío, alabado por el cristianismo y el Islam.

Chacín, el cascarrabias Sábado en la noche de mediados del año 2008. Entreabierta, por la habitación 94, se fuga el olor de un café recién colado. Ángel Chacín está sentado en su delgada colchoneta, inclinado hacia el piso. Frente a sí, un plato de metal con una arepa y trozos de queso rallado sobre una lata, suerte de mesa improvisada. Dentro de la habitación solo dos accesorios tecnológicos del siglo 20 ocupan el reducido espacio: un tocadiscos al que solo le funciona la radio y un pequeño televisor marca Sanyo blanco y negro. Chacín tiene 69 años, es pensionado del Seguro Social y por una “rabieta que agarró hace tiempo”, quedó ciego de un ojo. Del techo rústico de la habitación, a lo largo de un tubo improvisado, penden dos pares de medias deportivas y un interior rojo que intentan secarse al calor natural de las cuatro paredes. Un cartón sujetado al mismo techo por cuatro mecates funciona como despensa que hoy tiene solo dos latas de leche, vacías, y un tubo de pasta dental. Chacín cuenta que se divorció hace veinte años. Tiene cuatro hijos que viven en Maracay con los cuales poco o nada comparte. Pero a su edad, desde la dictadura de su propia soledad, no está tan solo. Catorce afiches de conejitas Playboy lo acompañan y seducen noche tras noche. Hace tiempo que no consigue trabajo. Pero no pierde tiempo y se apresura a dar consejos desde su propia experiencia: “La vaina está jodía. Pa’ poder vivir en este país, hay que bailar pegao”, dice, y del fondo de su delgada colchoneta saca un libro: Manifiesto para la liberación de la mujer, de Victoria Sau. “Si quieres te lo llevas, ya lo leí”. Hace poco, Chacín se fue sin despedirse. Se llevó todas sus cosas. No usaba teléfono celular pero con “chocancia”, dicen en la pensión, siempre presumía de que tenía “real”. En su pieza, con la puerta cerrada, se ponía a simular que hablaba por teléfono y soñaba despierto que era un gran empresario con muchas propiedades: “Aló, sí… Párenme la avioneta ahí”. En La Moisés, la pieza es más que la casa, es una razón de ser. Sus habita-

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ciones, de puertas metálicas cerradas con candado y cadenas, son de un metro por uno y medio.

Cafecero “a su orden” Tamar Antonio Albornoz, “a su orden”, gentil y buen conversador, es cafecero ambulante por los lados de Quinta Crespo, La Hoyada y el Palacio de Justicia. Alto y negro retinto como el café que sale a vender. Son casi las cinco de la tarde y su jornada está por comenzar. Mientras se cuela el café en una cocina eléctrica improvisada, aprovecha y lava en la batea los tres termos de un litro con que saldrá a ganarse la vida hoy en la hora pico. Otro de los inquilinos que sale de su habitación aprovecha y le pide uno con tiempo: “Bueno, cafetero, yo quiero un café”. Tamar, bien dispuesto, con su dedo pulgar grueso, presiona dos veces la tapa del termo y lo sirve en un vasito plástico. Hasta ayer, el cafecero de La Moisés tenía casi 30 termos de un litro cada uno con los que salía a trabajar. Hoy, solo tiene tres. Ayer la Policía de Caracas se los decomisó. Por eso, Tamar prefiere el horario vespertino para lanzarse a la calle. “A mí me gusta trabajar en las tardes, hasta las nueve de la noche, porque en la mañana joden mucho”. Son casi las cuatro de la tarde y, en breve, el cafecero regresará por lo lados de La Hoyada a vender su tinto, a 1,5 bolívares el vasito pequeño. Antes, ofrece uno, de cortesía. “Tómelo con confianza”. Aquí se raciona la luz y el agua todos los días. Está prohibido el uso de cocinas eléctricas dentro de las habitaciones. Los inquilinos lo saben y lo respetan con la disciplina de un regimiento. Hasta Tamar.

Crack, el caramelero A plena luz del día, San Juan luce tranquilo, inofensivo. La Moisés es la más oculta de las doce pensiones de la avenida Sur 10, una calle de tres largas cuadras que comunica la avenida Baralt con la avenida San Martín. Allí, sobrevive junto a una licorería, la Talabartería Robert “Todo en Cuero” y el Bar y Billares Atlanta, abierto desde el mediodía, con un mensaje claro a sus clientes: “Para servicio de pool, obligatorio el consumo”. Es otro de los tantos cuchitriles baratos de Puente Nuevo a Quebrado. Juan Morgado, un poco más joven que el promedio de los inquilinos de la pensión, de unos cuarenta y tantos años, sufre de la tensión y tiene una prótesis. Son las cuatro de la tarde y se alista para ir a vender caramelos colombianos Alcor en los autobuses de los lados de la Hoyada. Es una corta jornada diaria que puede durar una o dos horas. La idea es sacarles provecho a las congestionadas horas pico de la ciudad para llevar algo pa’ la pieza. “Con la venta me va bien, por lo menos me da pa’ comer y pa’ pagar la habitación”. Es el inquilino de la 91, una suerte de pequeño depósito que prefiere a oscuras, quizá para no terminar de reconocer cómo vive. Una colchoneta atravesada de punta a punta desde la puerta impide entrar libremente.

Juan asegura que es sargento retirado. Trabajó como vigilante en Altamira hasta diciembre pasado, cuando le prometieron un bono que no le pagaron y se fue. Ahora, vive solo de los caramelos. Luce tranquilo, siempre habla de buena manera y convence. Con cierto gesto de arrepentimiento, cuenta que hace poco lo detuvo la policía porque tomó un celular de una señora que estaba distraída. “Estaba allí y yo lo agarré”. Lo tuvo que devolver. Ayer no le fue bien. Se le inflamó el colon. Se tomó dos litros de leche y un cambur y no pudo ir a trabajar. Apenas uno de sus excesos. Juan consume piedra, esa que suena “crack” cuando se fuma, y por eso, su nombre de pila: crack, la más rápida, la hija bastarda de la cocaína. Ninguna le gana en su deseo por llegar al cerebro: ocho segundos. La más barata, la del pueblo; la más mortal por ser la residual, la escoria de las drogas más finas que consumen los de mayor poder adquisitivo.

El diccionario de Tomás La tarde transcurre y por la puerta entreabierta de la pieza 76 se ve a Tomás Molina acostado boca arriba con sus dos manos entrelazadas al cuello. Con el pecho descubierto, pantalón de vestir azul y con las medias puestas, mira pensativo hacia el techo de la pieza mientras escucha una canción de Amanda Miguel. A sus 59 años, Tomás acumula 759 cotizaciones en el seguro social y cuenta los días para e1 19 de diciembre, cuando llegue a la edad establecida por el Estado venezolano –60 años– para el pago de la pensión de vejez. No es fácil distinguir su acento al hablar porque nació en el estado Zulia pero se crió en los Andes. De piel blanca, bien afeitado, con rasgos de indio y nariz perfilada. Tiene muy pocas arrugas en su rostro y un bronceado natural, ese que da el trajín del día a día. Tímido y respetuoso, Tomás casi siempre sonríe, a pesar de que quedó desempleado hace poco. Por eso y quizá por más, hace tiempo que no sabe de sus dos hijos. “No los he visto más porque me da vaina ir sin nada”. Hasta hace un mes trabajó como obrero de limpieza en el exclusivo Country Club caraqueño. Y, aunque no sabe jugar tenis, en la pared de metro y medio de su diminuta habitación exhibe una raqueta en su funda, colgada justo al lado de su cama de base metálica. La recogió del basurero del club. Escuchar música o ver televisión en La Moisés es más que un hobby para quienes tienen la dicha de tener alguno de estos artefactos. Es un antídoto contra la soledad. Pero a Tomás también le gusta buscar palabras en un diccionario de bolsillo escolar. Cualquier palabra que desconozca, la anota en un papelito con el que va marcando cada una de sus páginas. La primera palabra que le viene a la mente ahora es “chasco”. En breve, suelta otra: “orar”, “suplicar”. Tomás se pone los lentes, coloca el libro en la palma de su mano y de inmediato busca el significado. “Chasco… Cuando uno dice: Esto es un chasco. Es un chanchullo”, dice. Tomás aprovecha y busca otra. “Cortesano”… “Yo les pregunto a veces a los muchachos por ahí qué es cortesano”. Tomás vuelve a leer y comple-

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ta: “Cortesano es… una mujer… palaciego… afable. Una mujer con talento y elegancia”. La habitación de Tomás no se diferencia mucho de las otras. El alambre de un gancho de ropa que pende del techo le sirve para sostener el vaso de plástico con el que toma agua. Y el clóset, al igual que el de los otros inquilinos, está hecho con tubos o palos de escoba. No más de siete prendas en total, entre camisas y pantalones. El disco sigue sonando y ahora es Daniela Romo quien canta: “Yo no te pido la luuuna, solo te pido el momeeento (…)”. Tomás piensa en voz alta desde la desesperanza, pero sin rastro de rencor: “Ya Dios no lo escucha a uno. Uno cuando cierra los ojos le pide a Dios que lo ponga a uno en algo bueno”.

»2013« Franz von B ergen

La última función de Chávez

Morir en La Moisés La parroquia San Juan fue fundada en 1834 y desde entonces han existido las casas de alquiler que antiguamente llamaban hospederías, ubicadas en sus primeras calles: Agricultura, El Triunfo, Puente Nuevo, Fertilidad… calles que fueron puntos de paso para los viajeros y comerciantes en su viaje hacia La Vega, Antímano, Macarao y los Valles de Aragua, el “arrabal de las extremidades de la ciudad”. Morirse en La Moisés podría ser lo más fácil para quienes lo esperan hace rato sin saberlo. Algunos, cansados de esperarla, se tiran al abandono. Así le pasó a un indigente. Se encerró en su pieza y no salió más. Días después lo hallaron tieso en su colchoneta. La autopsia reveló que tenía el estómago reventado. En la “pensión de los abuelos”, como también se le conoce, pocos tienen con quien compartir en vida y, mucho menos, quien reclame su cuerpo. No hay para tanto en La Moisés. Francisco Mayta, tío de un general retirado, tiene 72 años, y ya casi no puede caminar. De todos modos, le gusta hacer el esfuerzo y, a pesar del riesgo, sale por ahí, camina y camina. Hace poco salió en la mañana y durante dos días no se supo nada de él. En la pensión se cansaron de llamarlo, y nada. Ya lo daban por muerto. Figuera terminó dejándole un mensaje a su sobrino: “Comunícate con la pensión porque no aparece tu tío”. Mayta apareció dos días después como si nada. Estaba caminando. Y era de noche. Pero cuando alguien muere en La Moisés, la Medicatura Forense levanta el cadáver y se lo llevan a las cavas de la morgue. Y si nadie lo reclama, lo entierran en una fosa común. Así pasó con un obrero de limpieza que tenía toda la vida en la pensión. Otro, que ni pagaba, también partió en estos días. Estaba en el hueso, no dejaba de padecer. Varias veces fue a la emergencia de un hospital, pero él se empeñaba en regresar a su pieza en La Moisés. La última vez llegó y se encerró. Días después salió sin despedirse, muerto, a la fosa. En los intramuros de San Juan, antiguo hospicio de enfermos y albergue de los pobres desde los tiempos de la Colonia, la peregrinación continúa. desvelos y devociones, el pulso y el alma de la crónica, 2012/2013, en el marco del Seminario para Periodistas auspiciado por Cigarrera Bigott

La crónica de un mitin político siempre llama la atención de un editor bien adiestrado, porque allí respiran las grandes emociones humanas, el termómetro de las ruinas y las victorias que día a día construyen una sociedad. Entre todos los encuentros entre Hugo Chávez y su pueblo, el periodista Franz von Bergen escogió el último al que asistió el expresidente de Venezuela antes de morir. Un momento definitivo de la política venezolana

“L

a función debe continuar”, dijo Hugo Chávez con tono reflexivo el 26 de agosto de 2012. Lo hizo desde Amuay, un día después de que una explosión en un tanque de la refinería petrolera de ese lugar matara a 55 personas y dejara heridas a 156. “Dice la Biblia en algún pasaje (…): la muerte será absorbida por la victoria. Todos esos muertos que cargamos, todos esos que se fueron físicamente, resucitan cada día en la victoria de la patria”, remató el Presidente durante un acto de ascenso y condecoración post mórtem a los guardias nacionales que fallecieron en la tragedia. Vestido de un rígido azul oscuro, hablaba sobre la muerte con naturalidad. Para esa fecha, llevaba más de un año viéndola a la cara. Vivía entre operaciones y tratamientos de quimioterapia y radioterapia para librar una aguerrida batalla contra el cáncer. No era de extrañar entonces que Chávez se refiriera a la fatalidad con un dejo de frialdad en cada palabra. La frase, sin embargo, desentonó a aquellas personas desacostumbradas a pensar en el final común que tienen todos los seres vivientes. Los que no ven la muerte como una espada de Damocles encima de sus cabezas criticaron al jefe de Estado duramente. El entrecomillado se multiplicó en los diarios y el video del momento se esparció por la red. Chávez, en medio de la campaña electoral por las elecciones presidenciales del 7 de octubre, tuvo que tomar cartas en el asunto. Una semana después, en una rueda de prensa que dio en el parque de El Calvario, en Caracas, remendó la situación atribuyendo la frase a un actor

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que la pronunció antes de caer muerto en el escenario. Aclaró que no buscaba minimizar la tragedia de Amuay y el asunto quedó cerrado. Al pasar a la ronda de preguntas, un periodista interrogó al candidato por su salud. Respondió brevemente y con seriedad que los últimos exámenes se los había hecho en junio, antes de inscribir su candidatura. “Todo estaba bien y todo está bien y todo estará bien con el favor de Dios”, aseguró cortante. Para demostrarlo, al terminar la rueda de prensa el Presidente se paró de su silla, que se encontraba detrás de un escritorio de madera con el eslogan de la campaña en la parte frontal: “Chávez, corazón de la patria”. Caminó por la tarima y se paró enfrente de los periodistas. Tras pronunciar algunas frases, dio unos saltitos al más puro estilo de un boxeador que calienta antes de la pelea. Pero, en realidad, no todo estaba bien. Quedó demostrado 22 días después, el 17 de septiembre, durante un acto de campaña en Catia. Pasada una hora de lo pautado para el inicio de la actividad, el Presidente no había llegado. Las caras de sus ministros, que lo esperaban en la calle junto a los vehículos de campaña, mostraban angustia. Paseaban por el perímetro de seguridad establecido por la Guardia de Honor mientras saludaban y recibían peticiones de ayuda de los simpatizantes del chavismo, separados por unas barreras metálicas de seguridad. En un momento, Diosdado Cabello, Freddy Bernal y Jorge Rodríguez se montaron en uno de los camiones de campaña y desde allí empezaron a saludar a la gente. Parecía que el acto iba a comenzar sin el candidato, pero la idea se abortó. Los funcionarios se bajaron y por momentos desaparecieron en la parte trasera del anillo de seguridad, a donde los medios no tenían acceso. Regresaron tiempo después con Nicolás Maduro a la cabeza. Empezaba a llover y el canciller se atrevió a agarrar el micrófono preparado para Chávez: “¡San Isidro labrador, quita el agua y pon el sol!”, cantó para calmar a los presentes. Minutos después, volvió a tomar el micrófono: “¡Aquí viene el huracán bolivariano!”. Con hora y media de retraso, el candidato había llegado. Apareció con cara de incomodidad, esa que se lleva cuando uno quiere estar en otro lugar pero el compromiso es más fuerte que el deseo. Tendió la mano a algunos seguidores, poquísimos en comparación a otros días. Luego se subió a una pequeña tarima que había sido puesta en el medio del anillo de seguridad. Pese a que su voz podía ser escuchada por todos los presentes gracias al micrófono, habló poco. Apenas respondió dos preguntas y, en menos de diez minutos, ya estaba montado en uno de los vehículos de campaña para partir en caravana hacia la estación del metro de Propatria, donde lo esperaba una gran tarima. En el camino, su cara no mejoró y siguió reflejando molestia, a pesar de que fingía sonrisas, saludaba y lanzaba besos. El acto fue detenido abruptamente y, por primera vez en toda la campaña, no terminó con el acostumbrado discurso. “Nicolás, sácame de aquí”, dijo Chávez ese día, según confesó semanas después en un consejo de ministros transmitido por VTV. “Se había desbordado todo y no pudimos avanzar, y yo andaba con un malestar, un cansancio, nadie sabe lo que yo hacía después que llegaba del camión [y terminaba el acto]”, agregó.

Maduro se convirtió en el político más cercano al Presidente durante su enfermedad. Lo acompañó a Cuba en las operaciones y tratamientos, y en la campaña se aseguraba de que el candidato superara los actos con la mayor comodidad posible. Casi siempre llegaba antes que él para evaluar el sitio y luego lo acompañaba hasta el final. Repetía lo que hacía Rosa Virginia, la hija mayor de Chávez, día tras día en privado y cuando las cámaras no transmitían. Diosdado Cabello y Jorge Rodríguez se ocupaban de la logística, Darío Vivas arreglaba las tarimas y María Gabriela, otra hija del Presidente, organizaba a Los Cadillacs, Omar Enrique, Hany Kauam y “El Potro” Álvarez, los artistas que animaban con música antes de cada discurso. En Catia no fue la primera vez que la campaña se vio trastocada por la enfermedad. Pese a que la planificación de los actos se hacía a muy corto plazo, según las condiciones del protagonista, en varias ocasiones se tuvieron que cancelar eventos. Ocurrió en Vargas y también en El Valle, donde incluso se montaron las tarimas y los seguidores del Presidente se congregaron en la calle antes de que se hiciera público el anuncio de suspensión. Un dirigente cercano a la campaña asegura que Chávez se levantaba algunas mañanas con fiebre alta. Su equipo médico le administraba medicamentos para bajársela de inmediato. Por esa razón no se hacían actos en la mañana, explica el dirigente. Se trataba de jugar con los lapsos durante los cuales el candidato estaba bien físicamente. Montones de rumores aventuraron que Chávez se inyectaba estimulantes antes de iniciar sus discursos. Humberto Berroterán, de Unidad Popular Venezolana, y Carlos Aquino, del Partido Comunista de Venezuela, dos dirigentes de partidos del Gran Polo Patriótico que acompañaron al candidato en varios actos, aseguran que nunca vieron eso. Sin embargo, tampoco descartan que ocurriera antes de iniciar los eventos. Afirman que, cuando asumía una caravana, el Presidente generalmente estaba en condiciones físicas de hacerla y se veía con mucha energía; aunque dependiendo del día, dice Berroterán, llegaba con mejor o peor humor. Ninguno de los dos se atreve a caer en especulaciones sobre el asunto y comentan que en algunos partidos todavía se tiene acordado declarar sobre la situación con sumo cuidado. “Es un tema delicado que puede enterrar a cualquiera”, sentencia el hombre de UPV. tras semanas de tratamientos entre cuba y venezuela, ausencias físicas, declaraciones telefónicas y un mar de rumores, Chávez inscribió su candidatura ante el Consejo Nacional Electoral el 11 de junio. Lo hizo dos meses después de que asistiera a una misa televisada el Jueves Santo en Barinas, en la cual pidió a Dios por su salud. “Dame vida, aunque sea vida llameante. Vida dolorosa, no me importa. Dame tu corona, Cristo. Dámela, que yo sangro. Dame tu cruz y cien cruces que yo las llevo, pero dame vida porque todavía me quedan cosas por hacer por este pueblo y esta patria. No me lleves todavía”, rogó el Presidente con una gran figura del Nazareno de San Pablo como guardaespaldas y en medio de aplausos de los presentes. Vestía una chaqueta deportiva y una camándula guindaba en su cuello.

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Pese a los dolores, pese al riesgo de acelerar su muerte, Chávez decidió entregarse a una campaña de tres meses por su proyecto. Seguramente sabía que su revolución necesitaba de otra paliza electoral para legitimarse nuevamente y recobrar su posición hegemónica en el país. Desde el año 2008, la oposición venía avanzando al conquistar las gobernaciones de los estados más importantes y ganaba terreno en las preferencias de los venezolanos. La crisis eléctrica, la inseguridad y el alto costo de la vida se habían sumado para que los candidatos de opciones diferentes a la del chavismo obtuvieran mayor cantidad de votos en las elecciones parlamentarias de 2010. Además, su rival para el momento, un joven gobernador con reputación de atleta, llevaba meses recorriendo Venezuela con un ritmo frenético que contrastaba con su paso intermitente. El dirigente, un muchacho de familia acomodada y miembro de un partido que había aparecido en la escena pública justo en los años en que el chavismo había llegado a la cúspide, trotó desde el Parque del Este hasta el CNE, en el centro de Caracas, para inscribirse como candidato. Luego, al comenzar la campaña, se dio a la tarea de caminar entre la gente y abrazar a viejitas y niños en casi 300 pueblos ubicados en 185 municipios distintos. El contraste era pasmoso. Chávez debía asumir y superar este reto para eternizar su imagen. “A él le importaba trascender, y eso lo logró con esta campaña”, declara sin dudar Humberto Berroterán al ver la situación en retrospectiva. Sin embargo, se le vio mucho menos activo. En los primeros 20 días del último mes de campaña, el candidato hizo cinco actos de calle, tres encuentros sectoriales, dos ruedas de prensa y siete actividades de gobierno. El ritmo contrastaba con el que había llevado en el mismo periodo del último mes de la campaña presidencial de 2006: 26 eventos proselitistas y 19 actos de gobierno. En total, 28 actividades más. Esto se tradujo en una merma desde el punto de vista de territorios recorridos. Al llegar a la última semana, el candidato no había pisado 6 de las 24 entidades que tiene el territorio nacional. Al entrar en escena el candidato seguía manteniendo su misma personalidad, aunque físicamente se le veía hinchado por los tratamientos, con leves marcas en la cara y siempre vestía chaquetas para proteger del sol la mayor parte de su cuerpo. Evaluaba con meticulosidad el éxito organizativo de cada acto y no tenía vacilaciones a la hora de criticar lo que no le gustaba o aplaudir a quienes lo satisfacían. Sometió a examen a sus gobernadores, todos esperando optar a la reelección, en cada una de las actividades de campaña que realizó en los diferentes estados. A Tareck William Saab lo criticó públicamente en Anzoátegui, mientras que a Francisco Ameliach lo consagró como candidato para la gobernación de Carabobo al ver el río humano que lo había recibido en Valencia. Le gustaba que la muchedumbre se perdiera de vista en los mítines y varias veces sacó unos largavistas para tratar de divisar el final de las concentraciones, algo que repitió durante toda su carrera política. En una oportunidad, los partidos aliados pusieron grandes pancartas cerca de la tarima y obstaculizaron la panorámica del evento, generando incluso problemas para que VTV hiciera buenas tomas de la actividad. “Chávez se molestó con nosotros y dejó de nombrarnos en sus discursos por un tiempo”, confiesa un dirigente.

En tarima, le gustaba cantar y en esta campaña no fue diferente. Sin embargo, su memoria lo traicionó por momentos. El 21 de septiembre hizo un acto en Mérida y, tras entonar el himno nacional y elogiar a la ciudad, quiso cantar “Linda merideña”. “Fue en la plaza Bolívar merideña…”, entonó recordando parte del coro de la canción. “Yo no me la sé, ¿quién se la sabe?”, preguntó al público. La gente empezó a cantarla y, cercano al Presidente, el gobernador del estado, Marcos Díaz Orellana, le decía la letra en el oído. Chávez quiso mantener distancia con respecto al mandatario regional, impopular en la entidad para ese momento, y no le prestó atención. Siguió escuchando a la gente y fue mezclando distintas estrofas de la canción, lo que igual arrancó sonrisas y aplausos a los presentes. “Su memoria era a veces como un disco duro que sonaba ‘qui, qui, qui’, hasta que arrancaba y recordaba todo”, cuenta un dirigente que vivió de cerca la campaña. En otros actos, especialmente en los celebrados en la región de los Llanos, el diputado Cristóbal Jiménez, un conocido cantante de música llanera, fue comisionado para acompañar al Presidente en la tarima y echarle una mano con las canciones. “Cantaba el principio de la letra y Chávez de inmediato se recordaba y seguía cantando con él”. apretó el acelerador a fondo en la última semana. Pese a que estaba arriba en las encuestas, Chávez no solo quería ganar; quería hacerlo de manera decisiva. “Vamos por los 10 millones de votos”, repetía en sus discursos, a la vez que pedía victorias de hasta 70% en algunos estados. Inició entonces una intensa gira que lo llevó a encabezar actividades proselitistas durante siete días seguidos, algo inédito en lo que había sido la campaña hasta ese momento. Las últimas cuatro jornadas fueron especialmente arduas y se les colocó un nombre con características épicas que bien podía ajustarse al de una biografía del candidato: “De Sabaneta a Miraflores”. El primer día, el 1° de octubre, visitó su pueblo natal y se dirigió después a Cojedes, una de las entidades que no había visitado. En el segundo, pasó por Yaracuy, otro lugar en el que no había estado, y Lara. En el tercero, comenzó por Aragua y acabó en Carabobo. En cada estado condujo caravanas y dio discursos. Por momentos, Chávez se pareció más a sí mismo. “Todavía tengo las manos quemadas por el sol que agarramos a mediodía en el llano (…). Yo a veces no daba más. No daba más después de la jornada larga y preparándonos para el otro día”, confesó el propio candidato unas semanas después. El gran cierre se preparó en Caracas. El objetivo era llenar siete avenidas del centro de la ciudad, por lo que en las calles se multiplicaron las tarimas. La principal se colocó en la avenida Bolívar, la cual se llenó de rojo desde tempranas horas de la mañana. Sin embargo, no todo fluyó a la perfección. El destino quiso que en ese 4 de octubre se produjera un verdadero cordonazo de San Francisco: pasada la 1 de la tarde, el cielo de la ciudad empezó a caerse a pedazos. Ante la inclemencia del agua y la impaciencia de los simpatizantes, que no encontraban cómo resguardarse de la lluvia en plena avenida, la aparición de Chávez debió apurarse. Pocos minutos después de las 2 y 30, la voz del di-

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putado Darío Vivas lo presentó por última vez: “¡HUUUUGO CHÁÁÁÁVEZ! ¡Viva nuestro comandante!”. Apareció con un impermeable azul cerrado hasta el cuello. Era el final de aquella etapa y al candidato no le importó darlo todo en ese momento. Con el agua cayendo fuerte sobre su cabeza y mojándole todo el cuerpo, recorrió la tarima, que tenía un pasillo largo que se introducía en la concentración y la dividía en dos. Saludó a la gente, lanzó puños fingidos al aire, dio unos pequeños saltos y bailó unos minutos al ritmo de las canciones de campaña. Seguidamente, ofreció su discurso. Duró menos de una hora y, al terminar, le lanzó el micrófono a su edecán, quien lo atajó hábilmente con una mano. Su cara tenía expresión de grandeza, como si supiera que con eso terminaba de superar el reto. Caminó nuevamente por la tarima y saludó a cada rincón de la concentración. Su asistente lo siguió fielmente hasta que decidió perderse bajando de la tarima por la parte de atrás, el mismo lugar por donde había entrado. Chávez se montó en su camión de campaña y empezó un recorrido en caravana. Sin embargo, la enfermedad se volvió a sentir. El cansancio acumulado de una semana intensa y la empapada en la tarima parecieron influir en su decisión de cambiar el camioncito de campaña por una camioneta de vidrios oscuros y techada. Se dirigió a Miraflores sin que se le pudiese ver de nuevo en las calles de Caracas. Así, su última pesca de votos terminó con un tono discreto, aunque su imagen hablando bajo la lluvia sería la que se robaría el show. Ante una foto con semejante carga emocional, poco importaba que Chávez no hubiese desfilado esa tarde. a las 10 de la noche del 7 de octubre, el día de la votación, el CNE anunció su primer reporte de resultados. Hugo Chávez ganó la cuarta elección presidencial en la que participó con 54% de los votos. Su rival, Henrique Capriles, quedó en 44%. El Presidente fue reelegido con 8.191.132 votos, 882 mil más que los conseguidos en el año 2006. En los primeros minutos del 8 de octubre comenzó una cadena nacional justo cuando se abría la puerta del Balcón del Pueblo en el Palacio de Miraflores. El espacio, de unos tres metros de ancho y a más de cinco metros de altura, se llenó con los hijos de Chávez, sus nietos y algunos ministros. A los pocos segundos, la figura del Presidente, ahora nuevamente electo, se hizo visible. Vestía una camisa manga larga roja y tenía abajo otra camiseta del mismo color. Sonreía de manera tan pronunciada que parecía que los labios se iban a desprender de su cara. Abajo, la muchedumbre coreaba su nombre y bailaba al ritmo militar de la marcha de campaña del Comando Carabobo. Las banderas de Venezuela abundaban y Chávez señaló una que portaban militares en una esquina del techo del Palacio Blanco. Compartió abrazos con José Vicente Rangel, uno de sus mentores políticos, y su familia. Saludó a la gente y levantó los brazos. Acababa de ser elegido para un periodo presidencial que jamás llegaría a asumir. Había ganado el derecho de mandar por 6 años que sus ojos nunca llegarían a ver. Pese a eso, estaba feliz. La tarea estaba hecha. “La

muerte será absorbida por la victoria”, es lo que dice la Biblia. El pasaje exacto es Corintios, capítulo 15, versículo 54. Esa noche, a menos de un kilómetro del Museo Militar, donde unos meses después sería colocado su cuerpo a descansar, Hugo Chávez pareció decidir que la función debía continuar. desvelos y devociones, el pulso y el alma de la crónica, octubre de 2013, en el marco del Seminario para Periodistas auspiciado por Cigarrera Bigott

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Tal vez acierta Lula La muerte de un caudillo latinoamericano nunca ha pasado desapercibida para el periodismo. El funeral siempre impone unos ritos que hablan de una cultura y una forma de ser ante la solemnidad y la despedida. El periodista Hernán Carrera acompaña a la gente que quiere despedirse de Hugo Chávez. Su escritura les toma el pulso a los sentimientos escondidos, a las caras que se enfrentan a una ausencia que no saben cómo nombrar, cómo asimilar, cómo llorar

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oca del metro en la bandera, zona popular, obrera, al suroeste de Caracas: el sur del sur de los sures de esta petrolera capital suramericana. ¿Sudaca? Sudada. Un río de sudores humanos se desgaja cuesta abajo en la explanada que se desprende hacia el otro y breve lado del valle. El sol es feroz; la acera, avara hasta el milímetro. La calzada se la disputan motos, carros, autobuses, corneteos: esa otra ferocidad que suele ser la urbe. Se avanza al voleo, a los saltos entre puestos de fritangas y basura, entre cemento y asfalto y basura, entre ventas de agua mineral y basura. Lleve su agua, su pincho, su estreptococo. La muchedumbre. La masa. Extraño: nadie empuja. Al poco, la calle se ensancha y cabemos ya todos: la basura, las fritangas, el agua mineral, los peatones, la basura. Y ahora, además, la profusa oferta de camisetas, gorras, cintas, colgachos varios. Un motorizado discute el precio de la visera con la imagen de Chávez al centro, Evo y Fidel a los lados. Las hay con el rostro del Che, tricolores con las ocho estrellas, verde olivo con escudo nacional, negras con estrella roja, rojas con puño, rojas con la palabra Venezuela, rojas con Venceremos, rojas con No volverán, rojas con Hasta siempre Comandante, rojas con las consignas más recientes y aun otras que el tiempo olvida. Sin estampados, la única opción es roja. También la más barata. El sol es una fiera.

Calzada y acera cruzan, en son de puente, los vestigios del río El Valle, cuyo caudal se jactaba ochenta años atrás de atravesar a brazada limpia el muy mozo entonces Eduardo Gallegos Mancera, sin todavía saber que en sus márgenes habría de bracear más duro, por seis décadas largas, como médico de pobres y comunista tenaz, para evadir dictaduras y democráticas digepoles y salvar vidas y sembrar un futuro de patria. El ahora tímido río El Valle. Tímido hasta en su pestilencia de citadina cloaca, en su olvidado nombre. Eso: preguntas, y nadie sabe: ¿río El Valle? ¿Río? ¿Por aquí? ¿Está seguro? Y tan reseñado apenas diez años atrás –enero 3, 2003–, cuando cierta prensa, ciertos periodistas, informaron de tiroteos entre dos manifestaciones opuestas en los que hordas chavistas dejaron, curiosamente, un saldo de 2 muertos, 6 u 8 heridos de bala, cerca de 30 lesionados y más de 70 personas con diversos grados de asfixia por causa de los gases lacrimógenos. Curiosamente, porque los muertos, los heridos, fueron todos chavistas. Pero lo raro ahora, hoy, con esta muchedumbre, esta masa, es otra cosa distinta al olvido de los cursos de agua o de las curiosidades periodísticas: nadie empuja. Todo mundo tiene prisa y nadie empuja. Qué rara está Caracas. Paseo Los Próceres. Dos kilómetros de jardines, caminerías, fuentes, espejos de agua, barrocos adornamientos, monumentalidad pura. Al fondo, cuatro bestiales paralelepípedos: dos verticales, mármol travertino, dos horizontales en mármol negro: 300 toneladas que habrían hecho la delicia de Miguel Ángel Buonarroti. Los pedestres bronces de Simón Bolívar, Antonio José de Sucre, Rafael Urdaneta, Santiago Mariño, Francisco de Miranda, José Antonio Páez, Manuel Piar, José Félix Ribas, Luis Brión, Juan Bautista Arismendi y José Francisco Bermúdez. En la piedra, los nombres tallados de un centenar de héroes más. El tributo de Venezuela a los forjadores de la independencia. Pero falta mucho para llegar allí. Falta todavía más para llegar a la Academia Militar, donde hoy, viernes 8, en este preciso momento, una treintena de jefes de Estado, 50 y tantas delegaciones oficiales, dos centenares y más de líderes políticos, han llegado de cuatro continentes para rendir otra clase de tributo, el de la despedida última, al Presidente de un país tan perdido en el globo como esta Venezuela (Pequeña Venecia, llamóla Américo Vespucio. Sí: pequeña. No vamos ahora a discutir con don Américo). Está Lula entre ellos. Luiz Inácio Lula da Silva, expresidente de Brasil, quien ya antes de llegar puso en palabra y tinta, ayer, los afectos que aquí lo traen. “Chávez –dijo Lula en artículo reproducido por diversos periódicos del planeta– sabía que las razones para estar en el Gobierno eran hacer que el pueblo de Venezuela se sintiese orgulloso…”. Orgulloso. ¿Orgulloso, Lula? Los primeros 30-50 metros de Los Próceres son peor. Ya: al tope de ese metraje han cerrado el paso a vehículos; la calzada es estacionamiento, las motos crepitan como el mismo odioso sol. Los tarantines cumplen el milagro de la multiplicación de los peces: más camisetas, más gorras, más fotos, más empanadas. Más música, más decibeles. Más, pero

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mucha más basura. Agua mineral ya no se vende: la reparten, gratuitamente, en camiones de la Alcaldía. Se avanza al tanteo: no me pises, no te piso. Y el sol, Dios. El sol no ayuda. En apenas tres semanas de estación seca pura y dura, se ha comido el pasto, la grama de los jardines. Más la gente, claro: es difícil que dos millones de personas dejen aquí en dos días sus pisadas sin hacerlo todo polvo. Polvo, botellas plásticas, papeles, basura. ¿A qué se refiere Lula cuando habla de orgullo? Caminería. Caminería derecha. No hace falta preguntar, porque a pocos pasos comienza la cola. –Madre gentamentazón, ¿no? –Ja. Y no ha visto nada. Anoche llegaba hasta La Bandera. –¿Y tarda uno mucho en llegar a la academia? –Más o menos. Seis o siete horas. –Guaoooo. –Pero no se vaya, señor. Mire que ya terminó el acto protocolar, está empezando a avanzar. –Sí, sí, doy un vistacito y vuelvo. Un vistazo. Los periodistas hacemos eso, ¿no? Damos vistazos. Si se trata de ser serios, vemos, observamos, escudriñamos. Y anotamos, cierto. Anotamos y grabamos profusamente. Y si queremos ser buenos, entonces además olemos, palpamos, degustamos. A veces también oímos. A veces. El centro de la calle, el circuito que bordea la fuente, es tanto más gentil: se puede mirarlo todo sin apretujones. Sin más sudor que el propio, y no demasiado: la gorra habrá sido barata, pero protege. Y cada tres pasos te regalan una botella de agua, un pote de jugo, una naranja. Cualquiera podría llevarse suficiente para abastecer una bodeguita. Si te hace falta, te tiendes en las camillas de los bomberos y hasta viene una enfermera a verte. Pero hay que mirar. Y hay qué mirar. En el año 1998, el primer gran mitin de Chávez en Caracas fue el del cierre de campaña. Se aventuró con la Avenida Bolívar, reto entonces de audaces, y la llenó de punta a cabo. Fue un asombro (y la certeza de que ganaría esa su primera elección), pero el asombro verdadero, el estupor, fue la gente que allí estaba. El tipo de gente: una que podías ver apenas salías de “la ciudad” –del invisible gueto de la ciudadanía–, apenas te adentrabas en la ranchería de Carapita o subías a Roca Tarpeya o te volvías loco y entrabas en Cartanal. Pero jamás en un acto político. O digámoslo de manera más gentil, ya que al medio de la calzada andamos: nunca, grupalmente nunca, ni aun entre estudiantes, ni aun entre los más revoltosos estudiantes de años sesenta para acá. El negrerío. La Venezuela oscura. Más carbón, más chocolate, más café, más café con leche, más ya casi “trigueña” (ahhh, qué palabrita linda inventamos los venezolanos), pero de nariz gruesa, de facciones duras, de pelo cerrero o rebelde siquiera, de cuerpo

duro y endurecido, de ropaje tan decididamente otro: esa no-Venezuela que te asustaba si te la topabas de noche en una calle. Esa que no te acompañaba ni en los cines. Y te asustabas, eh. Te asustabas. Al centro de la calzada y a sus lados, hoy, viernes 8, quince años después, paseo de Los Próceres, la Venezuela morena. Hernán Méndez Castellano, otro médico y comunista, creador de Fundacredesa, habría dicho claro, mijo, si eso somos los venezolanos, un solo y mismo ADN –mírate estos laboratorios, estos 17 años de rigurosos estudios–, de Barlovento a Santiago de Los Caballeros de Mérida, del blanco leche a la caoba: la misma mismísima sangre. Eso del azul déjaselo a los pendejos borbones. Predominan este viernes en la calzada y sus derredores la caoba y sus mil gradaciones. La blanquitud es la viceversa de la peca: el vitiligo, el ocasional albinismo. Pero no desentonas, eh. Nadie se fija. Tú tampoco. Seis haitianos –cinco ellos, una ella, azabache relucido todos– cantan en creole o en patuá. Imposible saber qué. Las cintas o badanas dicen en la sien: Chávez soy yo. Un chamo con un perro –o más bien: tremendo y precioso husky siberiano con un chamo al otro extremo de la cadena– los interrumpe para comprarles un helado. Pasa rauda entre ellos, sobre patines, rulos salvajes, una morenaza de infarto. El miedo existe, eh. La otredad. No hay que olvidarlo, no hay que ser ingenuos: vete de catire fino y husky a Caucagüita, ve de pelo chicha y bermuda a Prados del Este, y lo sabes. Pero aquí no está. No está aquí en ninguna parte. No está. Para nadie. Al centro de la calzada, ese señor está allí parado y sin más. Sin más que su cansancio de setenta y dele de años y el gran letrero que porta a guisa de estandarte: Que mi Dios Todopoderoso haya guardado para ti el lugar más lindo y hermoso que pueda haber en el cielo. –Señor, ¿y usted ya entró? –Tempranito. Pero no me quiero ir. Para sorpresa de quien ha leído periódicos durante los últimos 70 días y tanto ha sabido de misas, de oraciones, de Betanias y otras tallas, y aun de babalaos y chamanes y otros tantos respetables evangelios, este señor y su estandarte son las únicas manifestaciones de religiosidad que hoy, viernes 8, post merídiem, cabe ver en la calzada y en el paseo todo. De religiosidad eclesiástica, al menos: ni la sombra de estampitas, de salmos, de padrenuestroqueestásenloscielos. Porque la comunión, la comunión, se sabe, es otra cosa. Aquí, calzada y caminería, centro y borde y jardín y espejo de agua y gente llana y militar y policía, todo es Caribe. Ana Karina Rote, etnias aparte: es de una cierta manera de ser que ahora hablamos. La memoria busca, indaga, hurga: ¿dónde y cuándo pudo haber otro funeral de esta magnitud? ¿El de Lenin, 1924? ¿El de Roosevelt, 1945? ¿El de Stalin, 1953? ¿El de Churchill, 1965? ¿El de Perón, 1974? ¿El de Juan Pablo II, 2005? ¿Kim II Sung, 1994? Se engalanaron

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las calles de Moscú, qué duda cabe. Las de Washington, las de Londres. Se llenaron de dignatarios las de Roma. Las de Pyongyang… bueno, Pyongyang es otra historia. A Dios gracias. ¿Pero hubo antes algún funeral así –este es el tema–, a la vez tan profuso en tributos extranjeros, tan multitudinario en pueblo y, válgame Dios, tan endemoniadamente despreocupado de protocolos, tan caribemente ajeno a solemnidades? Allá dentro de la Academia Militar muestran todavía las pantallas, fueron el “Alma Llanera” y “Fiesta en Elorza” y el arpa y las maracas. Acá, la gente habla, conversa, bosteza, aprovecha cualquier recodo distinto a tierra suelta para sentarse un rato, vuelve a hablar cuando termina el estruendo de la música. ¿Qué quieres decir, Lula, cuando hablas de orgullo? Pie de acera, mitad de la calzada. El sol es ya francamente metalúrgico y uno olvida no solo arpas y chúrchiles y pyongyanes sino periodismos también, y a duras penas asienta traseros en el reborde de concreto y suelta el maletín entre la basura y el charco y se saca la gorra y se enjuaga –es solo un verbo– en la manga el sudor, y más de lamento que de saludo desgaja: –Qué calor de los demonios, ¿no? Y basta eso –caribes somos– para iniciar la conversa. Y resulta que ella, piel curtida de tantos soles, de trabajo, de tesón, de hijos y de nietos, es justamente de allá, de San Félix, estado Bolívar, margen sur del Orinoco, la ciudad que el 11 de abril de 1817 le dio al general Manuel Piar la victoria sobre la Guayana y con eso, a Bolívar, el piso donde fundar dos años después otra vez la patria, ahora sí la Grande, Colombia la Grande, la que después desbarataron Páez y los ingleses. San Félix, Matanzas, Sidor: los altos hornos de la siderurgia: donde el hierro se funde en aceros. Mimda Inegas, 53 años, hace cola desde las 10 de la mañana. Anoche se montó en su autobús –“de pasaje: a mí nadie me pagó el traslado”–, dormitó apenas los 700 kilómetros y las doce horas de camino y se vino a Los Próceres porque era aquí donde tenía que estar. Soltó las maletas donde unas amigas “y aquí estoy”. –Cuando anunciaron que murió, yo puse mi pabellón a media asta. No es fácil hablar de Chávez. Chávez es todo, todo completo. Ese es un hombre de 20 puntos. Los demás no, a los demás tenemos que verlos, asegurarnos de que cumplan. Nosotros, el pueblo. Chávez, su palabra era ley: lo que decía, lo cumplía. Se ganó un pueblo, y bien ganado. Ahora tenemos que hacer cumplir su voluntad: poner a Maduro ahí y asegurar que siga la revolución. Con Chávez se apagó una luz, pero queda una estrella que nos guiará. Lleva franela roja y un orgullo recio: “No, yo no he recibido ningún beneficio personal del Gobierno ni de nadie”. Vive en una vivienda de alquiler. Y vaya que quisiera recibir un apartamento de la Gran Misión Vivienda –“no regalado: uno tiene que trabajar para ganarse lo que es de uno”–, pero “desde noviembre aprobaron los recursos para las viviendas de Villa Olímpica y todavía ni han tocado el terreno”.

Ningún beneficio. ¿Y qué hay de las políticas que benefician a tales o cuales sectores o a tantos o miles o cientos de miles de venezolanos? ¿De qué orgullo hablas, Lula? ¿De este? Pies en la basura, maletín encharcado, libreta olvidada, uno procura desechar malos periodismos y oír. Oír. –¿Vio que a la gente le reparten agua? –pregunta ella–. ¿Antes cuándo? Antes la única agua que una veía entre tanta gente así era la de la ballena: el chorrazo de agua que te lanzaba la policía. Oswaldo Saracual, pareja de Inegas, tuvo el año pasado un fuerte dolor en el pecho. Fueron “a un CDI”, un centro de diagnóstico integral de la Misión Barrio Adentro. Un electrocardiograma determinó de inmediato que había un infarto en ciernes. –Tres meses lo tuvieron en terapia intensiva. Tres meses los médicos cubanos ahí pegados al pie de su cama. Y ahí está ahora, vivito. ¿Cuándo antes, ah? ¿Cuándo uno iba a tener eso? ¿Y no era que “ningún beneficio”? Pero no da tiempo de preguntar, porque Érika Guerra, 31 años, madre de tres niños, hija de Inegas, se desprende de su turno en la cola y viene a sumarse a la conversación. –Hay gente que dice que el país se está cayendo y viaja tres veces al año al exterior y tiene tremendo carro y tremenda casa. Que el país está jodido. Jodida estoy yo, y no me quejo. Érika Guerra vive con sus tres hijos (de 13, 10 y 7 años) en una habitación alquilada, y dice que acaba de renunciar a su trabajo, en una empresa privada, “porque a mí no me pisotea nadie”. Érika Guerra no puede negar su sangre: hay orgullo en su voz cuando añade, poco después, que nunca ha tenido beca ni está interesada en tenerla: “Lo mío es trabajar”. –Mira, ese hombre está ahí [en la Academia Militar, en capilla ardiente] por nosotros. Nos enseñó lo más importante: a estar orgullosos de ser venezolanos. Y para estar orgulloso de algo, hay que amarlo. Ahora nos toca a nosotros seguir. No llora: se le emocionan los ojos. Con fuerza, con brillo que se diría lágrima. El hijo menor de Érika, el de siete, lector desde los cinco, llegó un día muy contento de clases: –Mami, yo tengo derecho a la recreación. –¿Ah, sí? ¿Y quién te dijo eso? –La maestra. Hoy nos hablaron de los derechos de los niños. –¿Y de los deberes no? Primero tienen que hablarles de sus deberes. –No. Para que podamos cumplir nuestros deberes, primero tenemos que saber cuáles son nuestros derechos. De los deberes nos hablará mañana. –Ahhhhhhhhh. Lula. Poco más allá de los descomunales mármoles de Los Próceres, vencido ya el sopor del sol, medio centenar de muchachos y muchachas del 23 de Enero llegan en piquete y al trote y entre banderas y consignas de grito colectivo al segundo puesto de control, donde se

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reordena la fila para avanzar, ya sin tumultos en derredor, hacia la Academia Militar. Es zona fiera el 23. Tanto o más que el sol. En los años duros, la misma policía política, la Disip, se lo pensaba dos veces antes de entrar allí. Los muchachos del 23, por su parte, siempre entraron donde les dio la gana. A la fuerza del empuje. De O’Higgins olvidaron aquello de “por la razón” y ejercieron siempre el “por la fuerza”. Los agentes de custodia los contienen, conversan: no pueden saltarse la cola. Las consignas, los gritos, reivindican lo que pareciera querer ser un derecho de paso, o quizá de corso: el revolucionario abolengo del 23. Los guardias conversan, explican, alegan. Uno hasta extraña el rolazo, la peinilla. Pero no: se dialoga. Los muchachos del 23 dan media vuelta. Aguerridos siempre, al trote, hacia el final de la cola. Comienza a caer el sol y nadie ha asaltado los puestos donde se reparten jugos, a nadie se ve llevándose los sacos de naranjas. El único arremolinamiento es en torno a un camión que avanza, lento, y reparte, Dios, sí: reparte libros. Uno: Unidad, lucha, batalla y victoria. Palabras del Presidente: 7, 8 y 9 de diciembre. Todos quieren un ejemplar. Pero hasta el camión debe apartarse porque el estruendo es inequívoco: los motorizados han logrado que les den paso o se lo han abierto a la O’Higgins. Son cien, son doscientas, son quinientas motocicletas. ¿Mil? ¿Dos mil? La gente –las madres, los niños, los ancianos, los minusválidos– corre hacia los lados. El estruendo: el de los motores y el de las cornetas. El zigzagueo. La velocidad digamos suicida. Porque seguramente no hay intención franca de matar a nadie, sino de rendir un cierto homenaje muy al estilo de la grey. –¿No hay quien les dé un planazo a esos desgraciados? Lo grita un hombre muy serio y muy indignado y cien viseras concuerdan. Aunque no es “desgraciados” la palabra que utiliza. Cuesta arriba hacia La Bandera, de regreso al metro, dos camaradas del Partido Comunista vienen repartiendo una edición extraordinaria de Tribuna Popular, el semanario que fundó Gustavo Machado y dirigió más tarde Gallegos Mancera. A mitad del siglo XIX (1848), los dos grandes forjadores del materialismo histórico, de la revolución socialista y comunista, llamaron revolución a la ruptura del modo de producción capitalista, a la abolición de la explotación del hombre por el hombre, a la instauración de una sociedad sin explotados ni explotadores. En Venezuela, por esos tiempos, se le daba ese nombre a cualquier revuelta de más de treinta peones. Cuesta arriba hacia La Bandera, una chica que baja corta el hilo al pensamiento: –Mi amor, regálame esa gorra. Ya casi llego, ya casi al sol no le quedan metales, y es bella la sonrisa de la chica. –Gracias, mi amor. “No somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles”, dijo Bolívar. Somos otra cosa. Y quizá, ante todo,

otra estética. Eso, claro, no lo es todo, pero sin entenderlo así, sin captar los escenarios, el país es un enigma. “Chávez sabía que las razones para estar en el Gobierno eran hacer que el pueblo de Venezuela se sintiese orgulloso, que pasase a tener derechos, trabajo, salud y la posibilidad de estudiar. Obviamente, enfrentó una oposición muy férrea, como todos la enfrentamos en América Latina. Todos los gobiernos progresistas se enfrentan a muchas adversidades. Pero creo que el paso del compañero Chávez por el gobierno de Venezuela valió la pena. Valió la pena no solo por las conquistas; valió la pena por el símbolo de lo que hizo en defensa de su país: recuperó la autoestima de un pueblo, de los niños, y provocó que su pueblo pasase a creer que Venezuela era mucho más grande de lo que las élites intentaron hacerles creer”. Eso es, de lo que escribió Luiz Inácio Lula da Silva, tal vez lo más conmovedor. Y tal vez acierta Lula, que no es marxista. avn, marzo de 2013

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»2014« C y n t h i a R o d ríg u e z

Relato de un Gabo indocumentado El desafío no era pequeño. Rastrear muchos años después cómo había sido la vida mítica del Nobel de Literatura Gabriel García Márquez en Caracas, entre los años 1957 y 1959. Lo aceptó una periodista joven, Cynthia Rodríguez, que hizo un trabajo ejemplar. Conversó con testigos. Identificó zonas de las ciudad que ya habían cambiado. Buscó en los periódicos y revistas de la época. Al final, presentó el trabajo que ustedes leerán a continuación. Merece la pena

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 la bella durmiente del bosque la despertó de su sueño el beso de un príncipe caraqueño. Al menos, eso fue lo que le contaron a Gabriel García Márquez de niño. La misma Caracas del Bolívar que le mostraban en la escuela y de doña Juana de Freites, ayudante de la partera que trajera al mundo a Gabo, se convertía ahora en escenario de los todos los cuentos que escuchaba. Todas las tardes de Aracataca, Juana le hablaba a Gabito de cómo Caperucita huía de los colmillos de Juan Vicente el Feroz y la Cenicienta había perdido su zapatilla de cristal en una fiesta en El Paraíso. Fue así como Gabo encontró a los cuentos clásicos y a la tan cercana y lejana ciudad. De tanto oír hablar de Caracas, Gabo terminó obsesionándose con la urbe de la que llegaban a su pueblo tantas familias desterradas por el terror a la dictadura gomecista. Se le enterró en la mente. Quería algún día llegar allí. Y llegó. Después de haber dado unos cuantos pasos en la vida y en la literatura (acababa de publicar La hojarasca), Gabo vagaba por las calles de París, pensando cómo rendir el dinero que entonces no le sobraba. Cierta mañana de diciembre, llegó un sobre dirigido a él. El remitente, un tal Carlos Ramírez McGregor, le hablaba de sus problemas personales, de lo difícil que se estaba poniendo la situación en Caracas y de cómo un amigo, colega y compatriota colombiano lo había recomendado para ocupar un cargo en la redacción de la revista Momento.

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Gabriel García Márquez hernán díaz

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El compatriota –más tarde compadre– era Plinio Apuleyo Mendoza, quien llevaba ya unos meses trabajando para “el loco” Ramírez McGregor. El sobre incluía, además, un boleto aéreo con llegada a Maiquetía. Bajarse del avión, subirse al carro con Soledad Mendoza y su hermano Plinio —no sin preguntar en plena vía, confuso, dónde diablos estaba la ciudad— y llegar a la redacción de Momento, todo le ocurrió demasiado rápido a Gabo aquella tarde del 27 de diciembre, víspera de los Santos Inocentes, de 1957. Y aunque Plinio ya le venía contando algunas de las manías de Ramírez McGregor —salpicadas de esquizofrenia, xenofobia y otros males, según ha escrito–, a Gabo le tomó por sorpresa que no le devolviera el primer saludo y que, bajo los lentes oscuros que siempre llevaba, no hiciera sino mirar a todos lados, mientras gritaba, ordenaba, desordenaba, decía y contradecía frente a dos vascos que lo miraban desde sus mesas de dibujo. El resto del equipo de Momento obedecía a los delirios del director y se afanaba en la empresa de sacar adelante el número de fin de año; tarea para la que se había contratado al nuevo redactor colombiano. Karmele Leizaola, la única mujer en aquella oficina de sucios tubos de neón, recuerda todavía los apresurados almuerzos –a menudo un bistec grasiento y un arrocito en una taguara cercara, en compañía de Plinio, Paul de Garat y el recién llegado de traje marrón muy gastado y zapatos que, se les veía, tenían mucho que contar. Por entonces, Gabo ya comenzaba a hacerlo. “Lo sabroso era oírle hablar. Nos relataba historias de su familia, de su pueblo, pero de todas las cosas sacaba una visión fantástica”. Karmele piensa que la fantasía invadía ya todo lo del Gabo, sin apartarlo nunca de la realidad que le daba de comer: “Lo de sentarse a escribir era otra cosa. Lo pensaba mucho”.

Cuentos con salsa a la boloñesa El Gabo de aquellos días no se alojaba en grandes hoteles cinco estrellas ni en los cuartos de huéspedes de las mansiones del Country Club. Aquel Gabo consiguió hospedaje en una humilde pensión de italianos en San Bernardino. Una que siempre olía a tallarines recién cocidos y ofrecía un cuarto con balcón. Nada mal para aquellos días. Desde ese balcón, le tocaría ver a Gabo un episodio que lo pondría en la candela periodística que él quería vivir. Sucedió pocos días después de su llegada. Después de una encerrona de cuatro días en las oficinas de Momento, el verde que se había traído el costeño en la piel desde París requería con urgencia el bálsamo de la sal y el sol del Litoral Central. Eso al menos le decía Plinio, quien se fue a la pensión ese primero de enero de 1958 a convencerlo de salir a dar un paseo. Esperaban a Soledad que los venía a buscar en su carro, cuando Gabo le soltó que no se sentía muy bien, que tenía el presentimiento de que algo iba a pasar. Al acostumbrado ¿y qué será? de estos casos, Gabo solo respondió: –Algo que nos va a poner a correr. Y a correr se ha dicho. Poco después de la frase, lo siguiente que escucharon fue una balacera lejana. Se miraban sin saber qué decir cuando el frenazo del carro de Soledad

Mendoza los hizo mirar a la calle. “¡Se alzó la base de Maracay!”, gritó ella. “Están ametrallando Miraflores”. De más está decir que se canceló aquel primer viaje a la playa. A Gabo y a Plinio les tocaría trabajar entonces más duro que nunca. Les tocaría sentirse venezolanos y defender el oficio durante los albores de democracia en el país. Mientras Pérez Jiménez se refugiaba en un búnker del palacio, por todos lados circulaban manifiestos y proclamas. Comenzaron a caer presos periodistas, escritores e intelectuales, a los que la Seguridad Nacional sacaba de sus oficinas. Cuando a Momento le tocaba el turno, los dos colombianos estaban de suerte y fuera de la oficina. Ramírez McGregor veía los toros de lejos, desde Nueva York. Varias semanas después, vendría el momento de correr literalmente para los dos colombianos. La emoción de la madrugada del 23 de enero, la fiesta que siguió al sobrevuelo de la ciudad por el avión en el que huyó el dictador les duró poco. A las cinco de la mañana se encerraron en la oficina de Momento, desde donde convocaron a todo el personal por radio y afrontaron, bajo la frenética caricia del café, las dos decisiones más importantes que hasta entonces les había tocado tomar: la de escribir a cuatro manos el primer editorial de la publicación y la de lanzar a la calle la entonces escandalosa cantidad de 100 mil ejemplares. Se vendieron como pan caliente. Aquellas fueron noches de toque de queda, de rumores, en las que los dolientes de la derrocada dictadura disparaban a los carros con salvoconducto de prensa que recorrían la callada ciudad. Uno de esos carros era un MG blanco que llevaba a dos colombianos (y a veces a una vasca) a bordo. Una de esas noches le quedó a Gabo grabada y terminó de imprimirle la idea de una novela sobre la vida de un dictador del Caribe, que vería luz en 1975: El otoño del patriarca. Después de vivir de cerca la caída de la dictadura de Pérez Jiménez; después de arriesgar la vida en las enrarecidas noches de aquel enero de 1958; después de vender la cifra más alta que jamás aquella revista hubiera vendido, les tocaría a los reporteros vivir una nueva aventura: el regreso del director. La necesidad de comenzar a escribir editoriales para los que, según cuenta Mendoza, “el loco” no tenía ninguna habilidad, empezó a contrariarlo más que de costumbre. En aquellos tiempos con Gabo, Plinio cuenta que Ramírez McGregor llegó de Nueva York reprochando errores que no sabía explicar, hinchado de xenofobia, porque a la revista la llamaban en la calle “la legión extranjera”, y moviéndose con más cuidado que de costumbre. Contrató a dos asesores venezolanos (uno de ellos era Luis Herrera Campins) para la redacción de los editoriales y se puso a observar muy de cerca los pasos de los colombianos. Cuando por esos meses el presidente de Estados Unidos, Richard Nixon, visitó el país, con expresivo rechazo de la población popular, Ramírez McGregor escribió un ambiguo editorial en el que repudiaba las manifestaciones populares pero no se atrevía a poner su firma. Esa fue la orden que dio y que no cumplieron los colombianos quienes, previendo

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que el director podría involucrarlos más adelante en cualquier reacción que la nota tuviera en la calle (obviamente la iba a tener), la firmaron con sus iniciales: CRM. El episodio enfureció a Ramírez McGregor, quien no tuvo demasiado tiempo para gritarle a Plinio, antes de oír un “¡coma mierda!” y un portazo que le dejó como carta de renuncia. En las escaleras, Mendoza se encontró a Gabo, que llegaba tarde a la reunión de ese lunes, y le contó lo sucedido. “Ah, bueno. Yo también me voy”. Lo mismo dirían poco después sus compañeros del equipo de Momento, quienes decidieron renunciar en pleno.

El cocodrilo sagrado Todavía en Momento, en marzo de 1958 Gabo pidió un permiso de tres días para viajar a Barranquilla, donde tenía que ir a arreglar un asunto de toda la vida. Se trataba de la promesa que le había hecho a una morena de ojos dulces, llamada Mercedes Barcha Pardo. Llegó a la costeña y calurosa ciudad, se casó con su novia querida y se la trajo a vivir a Caracas, con una escala breve (de la que es prácticamente imposible rescatar hoy detalles) en Maracaibo. Cuando Gabo se trajo a su “cocodrilo sagrado”, como llamaban sus amigos a su novia, se mudó de la pensión de los tallarines a un pequeñísimo apartamento, frente al Centro Médico, en San Bernardino, donde unas vecinas se quejaban porque lo veían escribir en interiores durante el día. No era el teclear incesante lo que molestaba a las señoras, sino la ligereza textil con que el Gabo se resguardaba del calor de las tardes. Los Mendoza, la gran familia de Gabo en Caracas, recuerdan el mutismo de Mercedes en aquella época. Plinio ha escrito sobre el domingo en el Club Tanaguarena, cuando la oyó hablar por primera vez: “Por decir algo, les pregunté si ya estaban seriamente entregados a la tarea de fabricar un niño. A Mercedes, por primera vez, los ojos de venado le brillaron de risa. –Sí –dijo, rompiendo el hielo de aquellos tres días sin hablar–, y tú vas a ser el padrino. Tranquilidad era lo que Gabo buscaba por aquellos días en los que se dedicaba a escribir con toda la fogosidad de su juventud. Trabajaba en los cuentos que más tarde serían Los funerales de la Mamá Grande, o en algún otro proyecto que ya por entonces venía madurando en su cabeza, paridora de Buendías. Salía poco, comía los domingos en casa de los Mendoza, en San Bernardino, iba al cine o a la playa y de vez en cuando se tomaba unas cervezas en El Rincón de Baviera. Eran tiempos para crear, para dejar lo grande hecho.

Despedida en traje de baño Después de Momento, Gabo vagó cesante unas semanas que no se extendieron demasiado. Miguel Ángel Capriles rescataba a todo el equipo exiliado del imperio de Ramírez McGregor y, como los apellidos García y Márquez no le decían mucho, le ofreció la jefatura de Venezuela Gráfica, una de las niñas menos bonitas de la cadena, a la que algunos llamaban

“Venezuela Pornográfica”, porque entonces traía fotos a color de bellas mujeres en traje de baño, que hoy no harían sonrojar ni a Pinocho. Se dedicó a escribir reportajes que solo firmaba de vez en cuando (siempre con sus iniciales, GGM), pasando agachado por la vida social y política del país. Simón Alberto Consalvi, quien lo conoció entonces, lo recuerda como un tipo callado, al que “se le notaba que andaba en algo”. Piensa que ese algo pudo haber sido uno de los tantos borradores de la novela que lo llevaría a Estocolmo en liquiliqui. Por allí andaba Gabo cuando cayó Batista en Cuba, el 1° de enero de 1959, y toda Caracas lo celebraba. Por entonces escribiría todo lo que pudo sobre el tema. 15 días después, llamó a Plinio por teléfono: “Mete dos camisas en una maleta y vente. Nos vamos para Cuba, invitados por Fidel”. Ese viaje los marcó a ambos para siempre y les pondría nuevos retos por delante. Gabo quería irse a México a escribir, mientras Plinio se regresaba a Colombia con otros planes. Una oferta en la agencia de noticias Prensa Latina les cambió a ambos el rumbo y los reunió de nuevo en Bogotá. Gabo se despidió de los crepúsculos caraqueños, que aún recuerda, a principios de 1959. Ese mismo año nacería Rodrigo, su primer hijo.

Un año en una isla Para escribir, dijo Gabo una vez, “me gusta la isla desierta en la mañana y la gran ciudad por la noche”. De un año de su vida en Caracas no hay cuentos escritos, ni juglares que los recreen. No hay bares con sus fotos, ni cocteles con su nombre. No existe tal mitología. Quedan, en cambio, textos que marcaron la génesis del nuevo periodismo latinoamericano, como “Estos ojos vieron siete sicilianos muertos” y “Caracas sin agua” (ambos incluidos en Cuando era feliz e indocumentado). Quedan los relatos de quienes conocieran al Gabo desconocido. Y queda lo que se haya escrito en aquellos cuartos de San Bernardino, convertidos en la isla desierta del Nobel costeño. el librero, abril de 2014

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»2014« A l f re d o Me z a

De Maracaibo a Maicao con dos contrabandistas Siempre es bueno conocer dos versiones, dos caras de una misma moneda. Alfredo Meza se interna en el mundo de los contrabandistas que pasan de Maracaibo a Maicao, con mercancías preciadas. Es una crónica que abre una grieta en la realidad: muestra lo que muchos no conocen de una realidad que incluso la política niega y sataniza. El recurso narrativo merece ser tomado en cuenta como soporte de una historia sorprendente

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l viernes 22 de agosto de 2014 el presidente Nicolás Maduro prohibió mediante un decreto la exportación de hasta 89 productos e insumos de consumo masivo como parte del esfuerzo que está haciendo su gobierno para reducir el contrabando hacia los países vecinos de Venezuela. Esa disposición es sin duda un contratiempo para las personas que en Maracaibo viven de trasegar bienes hacia Colombia a través de la porosa frontera con el departamento de la Guajira. El trayecto de 100 kilómetros que separa a la capital del estado Zulia con Maicao, la primera ciudad colombiana tras cruzar la alcabala de Paraguachón, se convierte en un vía crucis de tres o más horas para salvar los retenes colocados por la Guardia Nacional Bolivariana, que detiene a casi todos los vehículos para revisar los baúles e identificar a los pasajeros. El gobierno venezolano está convencido de que esa y otras medidas –como la incorporación voluntaria de supermercados, farmacias y pequeños comercios a un programa de captura de las huellas digitales de sus clientes– lo han ayudado en su propósito de garantizar el abastecimiento. La Fiscal General de la Republica, Luisa Ortega Díaz, reforzó esa impresión al asegurar que hasta el jueves 25 de septiembre de 2014 habían sido detenidas 814 personas “por incurrir en el delito de contrabando de extracción”, de las cuales 651 estaban presas. Es un mensaje claro: el Gobierno va en serio. La tentación de multiplicar la ganancia es, no obstante, un aliciente mayor y por eso Obama y Jorge (nombres ficticios), a quienes acompañaré a vender mercancía en Colom-

bia, asumen el riesgo. Obama es empleado de un frigorífico en Maracaibo y su jefe le entrega semanalmente un lote de carne, pollo y queso que él luego revende en Colombia. Jorge es taxista y gracias al bachaqueo –el nombre coloquial que recibe la actividad de ir hacia Colombia con productos e insumos de prohibida exportación– ha podido comprar tres carros –dos viejos Caprice Classic modelo 83 y un Impala año 1979– con los cuales emplea a su hermano y a su cuñado y vende gasolina del otro lado de la frontera gracias a la amplia capacidad del tanque, que carga en promedio unos 105 litros. Obama está casado, tiene 25 años, es padre de una niña y gana Bs 6.000 como empleado de la carnicería. El viernes 26 de septiembre, el dólar en el mercado negro de Venezuela trepó hasta Bs. 100. Su salario se ha devaluado más de 10 por ciento desde que viajamos hacia Colombia a finales de agosto.

II Obama lleva carne y pollo de primera –regulados a Bs. 90 y a Bs. 43 por kilogramo en agosto de 2014– y quiere ofrecérsela a tres clientes en Maicao. Son las tres de la tarde de un lunes y estamos en el estacionamiento del mercado periférico de Las Playitas. Aunque a esta hora casi no hay actividad en el mercado, afuera se escucha el bullicio típico de la gente que entra y sale. De repente todo el mundo voltea hacia la entrada principal del mercado. Dos mujeres gordas, ataviadas con batas guajiras, están cayéndose a golpes. No alcanzo a entender qué se dicen mientras se pelean, pero una de las personas que observa aventura una razón: seguro que continuaron aquí la disputa que mantenían en un supermercado cercano, donde la fila se cuenta por centenares de metros, por el último empaque de harina de maíz precocida. O por el último envase de champú, da igual. La escasez ha sacado la peor versión de todos los venezolanos. De pronto una persona del público las separa y cada una se separa y se marchan por caminos separados. Las aguas negras corren por la acera y la basura se amontona en las esquinas. Obama, mientras tanto, se persigna antes de introducir su cargamento –13 kilos de carne, 20 de pollo y 40 de queso blanco duro– en la maleta del Caprice Classic de Jorge. Son vehículos muy apreciados en esta zona por su enorme tanque de gasolina, de unos 110 litros, que permite a los taxistas revender parte del combustible al otro lado de la frontera. El viaje es un negocio para todos. Para Obama, que venderá el kilo de carne a Bs. 410, y para Jorge, que negociará un punto de gasolina –una medida que equivale a 23 litros de combustible– por 28 o 29 mil pesos colombianos. Unos Bs. 1.200. Esto equivale a abastecer 120 veces el Caprice Classic. Con esa cuenta en mente el sol empieza a ocultarse en la ruta hacia Maicao. En el camino Obama y Jorge van recordando las experiencias más hilarantes que han vivido como bachaqueros como una forma de disimular la angustia. Hay apuro porque, por órdenes de Maduro, la frontera permanece cerrada entre diez de la noche y cinco de la madrugada como otra forma de evitar el contrabando. La carne y el pollo se están descongelando.

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Cuando se aproximan a la primera alcabala, en una de las márgenes del río Limón, Obama le entrega Bs. 500 a Jorge para pagar la primera coima. Tienen suerte. El guardia les indica que sigan adelante. En el siguiente punto, el retén de Las Guardias, un teniente de las Fuerzas Armadas sí detiene el vehículo. Jorge abre la puerta: –¿Qué llevas ahí en la maleta? –pregunta el oficial. –Te voy a dar tu picada [coima] –responde Jorge. –Bájate y ábrela. Antes de bajar, Jorge se voltea hacia el asiento trasero y le pide a Obama la factura de la carne. Con ese comprobante podrán demostrar a la autoridad que la mercancía les pertenece. Obama saca del bolsillo delantero de su bluyín un papel doblado que le extiende a su amigo. Diez minutos después Jorge regresa y dice: –Debemos esperar un rato. –¿Aceptó o no aceptó la picada? –pregunta Obama un poco inquieto. –Tranquilo, coño. El hombre va a hablar con el capitán que comanda el pelotón para que podamos seguir. En ese momento, el teniente abre la puerta del conductor del coche. –Dame quinientos bolívares. –Trescientos cincuenta –replica Jorge. –Quinientos o nada. El teniente introduce medio cuerpo en el asiento del piloto esperando por la coima. Resignado, Jorge toma cinco billetes de 100 bolívares y se los coloca dentro de la guerrera enrollados en una liga. De inmediato el teniente cierra la puerta y suena un silbato para que acelere. Antes de llegar al próximo punto de control, Obama deberá continuar el recorrido en otro vehículo. Las restricciones en la alcabala de Guarero, la más importante y complicada del trayecto, obligan a un cambio de planes. Hay que tomar una trocha fangosa para llegar hasta Maicao y el carro de Jorge no puede transitar por allí. Ha llovido mucho. En Los Filúos, un gran zoco árabe a oscuras al borde de la carretera repleta de gente que habla en dialecto indígena y a los gritos, Obama sube a un viejo camión acondicionado para transportar a pasajeros en su parte trasera llamado “chirrinchera” en el castellano local. Advertido por el chofer, un indígena wayúu llamado Fabio, Obama coloca la carne, el pollo y el queso debajo del falso piso de la cava. Los demás viajeros, la mayoría miembros de la etnia wayúu, habitantes originarios de la zona que toda la vida han vivido del contrabando, suben al vehículo y disimulan mucho más la mercancía colocándole los pies encima. Ellos también llevan alimentos básicos en sus bolsos para revenderlos en Colombia. El camión se desvía de la Troncal del Caribe por un camino de tierra que los entendidos llaman “La Cortica”. Otra mala noticia. En el camino Jorge había dicho que por esa vía siempre roban a los que intentan cruzar por ahí. Era preferible –decía– tomar la Trocha

80, pero allí también está apostada una alcabala de la Guardia Nacional. Se lo advirtió Álvaro por teléfono cuando lo llamó para ver si podía tomar esa vía con el Caprice Classic. Álvaro, cuenta Jorge, es la persona que le garantiza un recorrido seguro por la Trocha 80 las veces que la ha transitado. Si no avisa es posible que por allí también lo roben. “La Cortica” es una trocha abierta entre matorrales densos y ciénagas fangosas que atraviesa varios caseríos separados por sogas. En cada caserío hay una soga atravesada en el medio del camino y para poder seguir hay que pagar peaje: cien bolívares aquí, cincuenta más allá, otros doscientos al final del trecho. Obama, que ha recuperado la sonrisa que había perdido en el trayecto, advierte que estamos en Colombia porque en las paredes de las viviendas aparecen afiches de la reciente campaña presidencial del presidente Juan Manuel Santos. Al salir de la trocha el camión transita diez kilómetros hasta llegar a la calle 13 de Maicao, la estación final del recorrido. Allí esperaba Jorge parado al lado de su Caprice Classic y con la maleta abierta. A sus pies había cuatro bultos de harina Pan, la marca más reconocida de Venezuela, la base para elaborar las arepas, parte esencial de la dieta venezolana. Cada bulto tiene 20 paquetes de un kilo. Antes de entregar la carne a sus clientes, Obama preguntó a uno de los revendedores cuánto costaba cada unidad. Dos mil pesos colombianos, le respondieron. Al cambio fronterizo son Bs. 90. En Venezuela está regulada a Bs. 14.

III Dejamos a Obama en una bodega y vamos a buscar a Alexis, el hermano de Jorge, quien maneja un viejo Impala Modelo 79 –una mole de latón con motor de ocho cilindros y una proa infinita– a quien acompañaré a vender gasolina. Los choferes más osados venden hasta tres puntos de gasolina.  La vía entre Maracaibo y Maicao debe ser el lugar de Venezuela donde se concentran más vehículos de este tipo por metro cuadrado. Uno puede contar decenas y decenas en el camino o en las largas colas que se forman antes de llegar a las alcabalas. Visto el provecho que estos hombres sacan a la enorme capacidad del tanque del carro, no es aventurado decir que quien tiene un vehículo de estos podrá sobrevivir. El Municipio Bolivariano Guajira es quizá uno de los más depauperados del país. Sesenta por ciento de las viviendas tienen déficit de servicios y 70,4% de sus habitantes son pobres, de acuerdo con las cifras del Instituto Nacional de Estadística (INE) en agosto de 2014. La única fuente de trabajo estable es la alcaldía que hace mucho ya tiene a su personal completo. Todos los demás tienen que bachaquear para sobrevivir. En ese propósito los ayudan las condiciones que ha creado el Estado venezolano. En Maicao, donde rige la oferta y la demanda, el punto de gasolina se ha incrementado al doble desde que el presidente Nicolás Maduro intensificó la vigilancia en la frontera el 11 de agosto. En esa ciudad los pimpineros están parados en las esquinas de las calles 12 y 13 del centro de la ciudad. Alexis solo tiene que bajar la ventanilla del Impala para escuchar

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las ofertas. “Veinticinco, el punto a veinticinco”, grita uno. Cien metros más adelante dice otro: “Veintiséis”.  Pero Alexis no está dispuesto a vender por menos de 28 mil pesos, así que responde: “Veintinueve, veintinueve”. Después de 15 minutos acepta los 84 mil pesos colombianos que le ofrece un cliente por tres puntos de gasolina. Por cada 23 litros vendidos Alexis se ha ganado 28 mil pesos (1.272 bolívares), con lo cual ha multiplicado por 500 la inversión que hizo en Venezuela. Esos mismos 23 litros le habían costado en Maracaibo Bs. 2,23. Pero ahora hay un problema: el depósito ha quedado casi vacío, así que Alexis deberá reponer combustible si quiere llegar a Maracaibo.  Alexis trabajó hasta hace dos años como escolta de un importante hacendado local, pero encontró en el bachaqueo una forma de canalizar sus deseos de trabajar por cuenta propia sin depender de un ingreso mensual. Que los maracuchos citadinos sean ahora contrabandistas es un fenómeno de reciente data. Desde siempre los indígenas wayúu han trasegado alimentos y productos desde y hacia Colombia. Hay una razón muy poderosa que explica el cambio. La inflación en Venezuela, como lo reconoce Gilberto González Millán, presidente de la Unión Empresarial del Comercio y los Servicios del Estado Zulia (UCEZ), está acabando no solo con el salario, sino también con el incentivo que en otras economías representa trabajar bajo relación de dependencia. “Los bachaqueros han descubierto que comprar alimentos subsidiados o vender gasolina es mucho más rentable que cumplir un régimen de ocho horas semanales y recibir un pago quincenal”, explica. González agrega que solo en el estado Zulia, y de acuerdo con las cifras del INE, desaparecieron 65 mil empleadores entre noviembre y diciembre de 2013. El empresario encuentra la explicación a ese descenso en el discurso oficial. En noviembre de 2013 el presidente Maduro intervino la cadena de electrodomésticos Daka y empezó a regular los precios de todo lo que se comercia en Venezuela a través de la Ley de Costos y Precios Justos. “Después del Dakazo hicimos una encuesta entre nuestros afiliados: 82% de ellos aseguró que no estaba dispuesto a invertir en Venezuela. La actividad empresarial en este país está casi considerada como un oficio punitivo”, afirma. Entre 25% y 30% de las compañías afiliadas a la UCEZ enfrentan lo que González Millán denomina “un cierre técnico” por falta de inventarios. A esta coyuntura se suman las particularidades de la zona de frontera. Desde hace dos años el Gobierno limita a 42 litros diarios la venta de combustible a los vehículos particulares. A la sombra de esta medida, muy resistida en las provincias fronterizas, ha florecido el negocio de la reventa de gasolina por fuera de las estaciones, que permite subsistir al grueso de la población. Los dos municipios que atraviesa la Troncal del Caribe son de los más pobres de Venezuela. En el municipio Mara tres de cada cuatro habitantes están en pobreza o pobreza extrema según los datos del Instituto Nacional de Estadística. La Troncal del Caribe puede ser en ciertos tramos tan desoladora como una escena de La carretera, la novela de Corman McCarthy. Cifras oficiales indican que Maicao tiene alre-

dedor de 3.000 negocios registrados de los cuales el 98% son comercios. Muy pocos trabajan empleados. Los burros tiran de una carreta que a su vez traslada dos cisternas de agua por calles de tierra. Nunca se sabe cuándo llega el agua a través de las tuberías. En Maicao un empresario me comentó que en medio de condiciones tan agrestes los pobres solo pueden sobrevivir bachaqueando. Es lo que tiene que hacer Hermágoras Pérez, que en la vía de regreso hacia Maracaibo coloca combustible al Impala de Alexis. Hermágoras vende gasolina en envases de cinco litros a Bs. 70 y con lo que gana en el día mantiene a una familia de cinco hijos, esposa, nieta y yerno, que también viven de esta actividad. “¿Qué más puede hacer uno si aquí no hay trabajo? Si nos niegan esta posibilidad moriríamos de hambre”, dice en el patio de su vivienda, que queda a la orilla de la carretera.  En una esquina, tapados por láminas de cinc, dos de sus hijos organizan el cargamento de combustible. Al lado del Impala está aparcado su viejo Chevrolet Biscayne modelo 73 que carga 100 litros. Desde hace varios días el carro tiene un problema mecánico y por esa razón no ha podido venderlo. Depende entonces de los otros viejos vehículos que pasan por la carretera ofreciendo su cargamento.  Alexis cree que con cinco litros puede llegar hasta Maracaibo. Y así iniciamos nuestro regreso. Pero el denso tráfico altera sus cálculos. A 20 kilómetros de la capital del estado Zulia el Impala rojo comienza a perder velocidad. Con agilidad y precisión Alexis aparca el carro en un claro del camino. Después de revisar el filtro de la gasolina lanza una sentencia inapelable. Al igual que muchos vehículos similares, que son empujados por su choferes en los retenes policiales, se ha quedado varado sin combustible. el país, españa, agosto/septiembre de 2014

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»2014« J h o n ny M e n d es Mo n tilla

El cartoncito que reparten tempranito La vejez es un territorio desolado al que todos los seres humanos, de una u otra manera, ingresamos en algún momento. La distancia de la familia, la supervivencia en una ciudad que no los toma en cuenta, la persecución de una jubilación que apenas alcanza, son rutinas duras de soportar. Lo valioso del trabajo de Jhonny Mendes es que se acerca a la intemperie de la vejez con ternura y extiende una mano. Eso vale oro

U

n cartoncito con un número que apenas se deja ver. Lo mueve como abanico, a veces como signo de hastío. “Burla, atropello, irrespeto, rabia, impotencia, injusticia, abuso…”. Las palabras se hilan en la voz de Antonio Vásquez. Ya suma tres años de lucha incesante –e infructuosa, hasta ahora– para materializar su aspiración de poder disfrutar de lo que por ley y por justicia le corresponde, tras 32 años ininterrumpidos de trabajo en una dependencia pública: su pensión de jubilación.   Un abogado amigo, quien lo ayuda sin cobrarle un céntimo, no solo lo apoya para tramitar ante el Instituto Venezolano de los Seguros Sociales (IVSS) el pago mensual de este derecho jurídico, sino que además le calculó el monto de sus prestaciones (130 mil bolívares) que tampoco han sido honradas por el ente patronal. “Hoy son menos”, advierte este barcelonés de 65 años, “porque si me los pagan ahorita, no puedo hacer con esa platica lo que pude haber pagado o invertido en el 2008, cuando dejé de trabajar”.   Está en el área externa de las oficinas de la Caja Regional del IVSS de Guaraguao, en Puerto La Cruz. Se cambia del sitio donde está sentado para escapar del sol de media mañana. Espera que lo atiendan en una suerte de galería de sillas protegida por un techo, y que no se da abasto por la cantidad de personas que solicitan respuestas a similares problemas. El cartoncito es uno de los naipes que cada solicitante porta. No juegan truco ni póker, pero es un cartón con más valor que un as o el perico.  

Otra persona mayor le pregunta si ya comenzaron a atender. Le responde: “Hay que llegar lo más temprano que se pueda, compañero. Un amigo tiene el cartoncito con el número uno y llegó aquí a las 5:40 de la mañana, ya hace casi tres horas. Una muchacha de blusa amarilla los estaba entregando hace rato”.   ¿Por qué mendigar?   “Esta es la tercera vez que vengo desde El Tigre”, señala Eligio Pérez, de 61 años. “Se me hace difícil estar aquí más temprano si viajo directo de allá. Y tampoco puedo llegar un día antes, quedarme en un hotel y madrugar, porque no tengo cómo pagar eso”. Ya se lo habían advertido: Hay que madrugar, “compañero”.   A Pérez le explicaron, en esta dependencia del IVSS, que sus cotizaciones reales no se corresponden numéricamente con las que refleja el sistema. “Me dicen que debo tener una constancia de trabajo, pero la empresa constructora en la que trabajé por 13 años ya no existe. Entonces me dijeron que trajera por escrito una declaración de haber trabajado en esa compañía. Menos mal que conservé algunos recibos de pago semanal. Parece que me van a resolver el problema, pero igual no me hago muchas ilusiones. No entiendo por qué uno debe mendigar que se honren nuestros derechos”. Madrugar y mendigar; palabra fuerte esta última.   Cerca de ellos, José Peraza Silva también espera. Como el último número de su cédula de identidad es el 2, acudió un lunes reciente a procurar salir con éxito de su diligencia. Muestra en una de las manos, de manera celosa y como quien posee un billete de lotería que promete ser ganador, el cartoncito número 6. Este desteñido papel le da derecho a ser uno de los primeros en ser atendido, según el sistema que desde el 23 de septiembre de este año estableció esta dependencia regional.   Peraza madrugó y salió de su casa en el sector Las Casitas de Barcelona, aún sin luz del día. Llegó a la oficina administrativa de Guaraguao, en Puerto La Cruz, a las 6:00 de la mañana. Todavía el calor no aparecía; tres horas después, el sofoco libraba su batalla particular contra los acondicionadores de aire. Advierte que está consciente del peligro que corre al estar tan temprano por los predios de la “Mene Grande”, como también antes era conocido este nosocomio. “No es raro que por aquí atraquen a la gente”, dice quien busca el pago de su pensión, pues fue cesanteado hace dos meses y cumple con los requisitos de ley. La inseguridad no pide permiso y se cuela entre el listado de obstáculos.   Ellos están a merced de un sistema que si bien les promete un ingreso fijo a futuro, se presenta como un camino lleno de dificultades. Los que alcancen la meta cobrarán mensualmente el equivalente a un salario mínimo. Tienen que aguantar calor, incertidumbre, madrugonazos, horas de trámites y esperas, para poder tener en la mano ese cartoncito que declara el orden en el que podrán hablar con algún funcionario.  

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Para un sobreviviente El hermano menor de Mariela Torres sufre de esquizofrenia. Tiene 22 años, y para mantenerse relativamente equilibrado y sereno debe tomar un medicamente cada 14 días. Esa “pastillita”, tal como lo expresa ella, le cuesta a la familia cerca de mil bolívares (un millón de los de antes). En septiembre del 2012 se enteró de que podía tramitar la reactivación del pago de la pensión de vejez que le abonaba el Seguro Social a su madre, fallecida hace cuatro años, a través de una norma en la que un sobreviviente la recibe si cumple con las condiciones de ley. “Vine a la oficina del seguro y me confirmaron esa información, pero ya han pasado casi nueve meses y aún no se le ha dado el visto bueno a la solicitud”.   Dice que el estrés por la espera ha hecho mella en su salud, pero que ahora es más paciente, porque “aprendió a que nada es fácil” cuando se busca este tipo de ayudas oficiales. Esa calma que dice tener le permite esperar a “que el expediente lo devuelvan de Caracas con el visto bueno y finalmente cobrar la pensión”.   Hay expedientes viajeros. Hay cartoncitos valiosos. Hay calor, hay colas, hay gestores, hay maltratos. Hay reclamos. Hay que tener fuerza para poder bregar por un derecho consagrado en la ley. Quienes lo logran, se benefician con casi tres mil bolívares por mes, la recompensa cuyo trámite comienza con un cartón más pequeño que una cédula, que se muestra con recelo, y que un lunes reciente repartió una “muchacha de blusa amarilla”. el tiempo, puerto la cruz, 4 de diciembre de 2014

»2014/2015« Rafael Osío Cabrices

Desde otro planeta Irse de un país significa algo más que mover el cuerpo. Amistades, familiares, esquinas, sabores, olores, gesticulaciones, sonidos son algunas señas que una persona pierde en un lugar de origen y debe recuperar en el sitio que lo recibe para comenzar de nuevo. Rafael Osío Cabrices escribió una crónica de su despedida de Venezuela. Sentida. Dolorosa. Importante. Cuando más se lee, las significaciones aprietan. Escribir es una forma de procesar la vida. Esta crónica lo demuestra

me fui.

Soy parte de esa categoría, la de los que se fueron. Tardé en decirlo públicamente. Es decir, en escribir sobre eso. Vine a hacerlo en inglés, en una crónica que ha tenido un eco sorprendente para mí, puesto que la revista electrónica Zócalo Public Square, de Los Ángeles, que la compró, sirvió a su vez de puente para otros medios; The Washington Post, The Huffington Post y The Business Insider están entre los que también la publicaron, y varios amigos me comentaron que les llegó además por distintos canales, como el correo electrónico o Facebook. Esa nota ha hecho pensar a algunos lectores que la mía es una historia más dramática de lo que a mí me parece, y me ha llevado a aclarar, ante interlocutores canadienses o estadounidenses, que yo no soy una víctima sino un tipo muy afortunado, alguien que se fue de Venezuela sin que le hubieran puesto una pistola en la cabeza o lo hubieran metido preso por hacer alguna oposición demasiado ruidosa al régimen de los herederos de Chávez. No había dicho que me había ido porque estaba sacándole el cuerpo a la llovizna de insultos que suele desencadenarse sobre quien decide emigrar de Venezuela. Me intriga esa tradición rencorosa del desprecio al que se va. Una tradición que el chavismo, como ha hecho con muchos otros defectos nacionales, incorporó a su batería de armas verbales de destrucción masiva. Ese “si no les gusta se pueden ir”, que tanto ha repetido Diosdado Cabello para reforzar el tropo del opositor como “no venezolano”, o ese “sientan la patria

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«Si los acontecimientos grandes y hechos de hombres valerosos no anduviesen escriptos, de tantos como han acaecido por el mundo, bien se cree, ilustrísimo Señor, que de mui poco dello tuviéramos noticia, si algunas personas virtuosas no hubieran tomado trabajo de los escribir» —Góngora Marmolejo

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o váyanse de aquí” que le vi proferir a Jackeline Farías con una mueca de sincera repugnancia, son en cierto modo insultos importados, puesto que se trata de otra réplica de la política del odio del régimen castrista que este aprendió a su vez del soviético: el “campo socialista” elaboró un léxico de la represalia para quien “desertaba”, para quien dejaba de existir como “revolucionario” o “patriota” y se convertía en “gusano”. Pero lo cierto es que esa nomenclatura soviética de la “deserción” ha sintonizado en la sensibilidad venezolana con una maledicencia de sólido abolengo. Pasa también en el resto de América Latina, sospecho; a Julio Cortázar no lo consideraban un escritor argentino porque vivía en París. Pero lo que me compete, porque me afecta, es la intensidad que tiene hoy en Venezuela, parte de la intensidad que allí ha ganado todo tipo de resentimiento. Como si Venezuela no fuera un país sino una organización criminal o una secta religiosa, para algunos de los que se quedan el que emigra, el que se sale, adquiere automáticamente la condición de traidor, de cobarde. No me he puesto a ver, al menos no de modo organizado, pero seguramente uno puede rastrear ese tema en la vasta estela de insultos que ha dejado lo que tenemos por política desde 1830. Lo más curioso es que ni la historia ni la cultura venezolanas pueden contarse sin el exilio, tan relevante en la formación o el destino de muchos de los venezolanos más influyentes, de Teresa de la Parra a Carlos Cruz-Diez, de Simón Bolívar a Rómulo Betancourt. El provincianismo de Chávez es excepcional en las biografías de los líderes de la Venezuela “moderna”. Y no sabemos hablar de la emigración porque vulnera hondamente nuestro orgullo de país-que-se-suponía-sería-potencia, de país-que-recibía-inmigrantes. Nos recuerda que fracasamos. Nos avergüenza. Para mí, emigrar implica además enfrentar una suerte de crisis de identidad personal. Soy alguien que escribe, y que lo hizo exclusivamente en español hasta hace muy poco; aquí en Montreal debo abrirme paso en francés y en inglés, en ese orden. Eso me obliga a poner atención y a responder las innumerables preguntas que tengo sobre este lugar, en la creencia de que a medida que vaya respondiéndomelas estaré más cerca de hallar la puerta que conduzca a la habitación que este país debe tener para mí, a mi lugar en Canadá. Tal como tenía, creo, un lugar en Venezuela. Ese esfuerzo de aprender algo nuevo cada día, esa dirección para la curiosidad, aligera los costos emocionales. Entre ellos, el de la culpa del sobreviviente: la asfixiante certeza de que los seres queridos que dejaste atrás están viviendo cada día peor. A lo doloroso que resulta tenerlos lejos –cada vez más, a medida que se profundiza el conflicto con las aerolíneas; Venezuela es como la balsa de piedra de Saramago que se aleja en el horizonte– hay que sumar la presión de conseguir ingresos no solo para mantenerse y prosperar, sino para ayudar a los tuyos a defenderse de la escasez y de la inflación. De la inseguridad no puede uno defenderlos, lo cual alimenta mis frecuentes pesadillas. Emigrar de la Venezuela de hoy significa desprenderse de mucho. De quienes quieres,

del paisaje en el que creciste, y hasta cierto punto del miedo y del odio que se apropiaron del país. La nostalgia, eso sí, no te deja nunca en paz. La nostalgia por el país que perdimos. La misma nostalgia que ya sentía, como una esquirla en el espíritu, años antes de tomar el avión que en marzo de 2014 nos sacó de ahí.

Landing Ese es el verbo que se usa incluso oficialmente en Canadá para definir el momento en que un inmigrante entra al país por primera vez en calidad de tal, solo o con su familia. Nuestro landing fue increíblemente fluido, sobre todo para quien viene de Venezuela, el país del no-se-puede. La guardia de frontera que nos selló los pasaportes nos habló en un amable español; y luego, en una sala dentro del aeropuerto en la que otras familias hacían el mismo trámite, otra joven y gentil guardia de fronteras y aduana –armada y uniformada, pero con cola de caballo y lentes de pasta– nos dijo, tras una media hora de trámites, “congratulations, ahora ustedes tienen los mismos derechos que un ciudadano canadiense, salvo votar y usar un pasaporte de Canadá”. Nos abrazamos: de parias en el país en que nacimos, a personas en el que apenas nos recibía. Era una tarde gris en el comienzo de una primavera retardada por el peor invierno en dos décadas. El follaje no había regresado todavía y las vías estaban muy maltratadas por la nieve y la sal que la alcaldía vierte para derretirla (además de por años de corrupción en las obras de infraestructura). La vieja y algo problemática Montreal no lucía bien ante nuestros ojos ya no de turistas, sino de residentes permanentes. Sentíamos alivio, no júbilo. Y preocupación: la que producen los sueños cuando se convierten en demandantes realidades. Pero el paisaje mejoró en las semanas siguientes, cuando explotó el verde en los arces innumerables y encontramos apartamento, en un edificio de los 50, relativamente reciente en una ciudad cuyo patrimonio construido se acerca en su mayoría al siglo. Es de madera, claro. Su piso oscilante y crujiente me hace pensar en barcos y me refuerza la sensación de que estamos todavía a la deriva. Y eso pese a que ya hicimos el landing: el aterrizaje. Ante ese término, es imposible para mí no invocar imágenes de la ciencia ficción. No solo por mi sesgo generacional o mis gustos personales. En la ciencia ficción no se imaginan solo los riesgos del progreso técnico, sino también las consecuencias de sobrepasar las fronteras del mundo conocido, de explorar paisajes con otras leyes naturales y peligros que no se pueden calcular. Allí el héroe es un trasgresor, voluntaria o involuntariamente, y siempre es objeto de un castigo por haber violado los límites del conocimiento, como Prometeo o Fausto, o los linderos de su patria, como Ulises, su heredero Nemo o la tripulación del Enterprise. Sí, sin duda, siento que nosotros no nos vinimos a vivir a otro país, sino a otro planeta.

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Aquí todo es diferente. Lo es la sal, que sala menos. Lo es el agua, que se bebe del grifo y nunca falta; Canadá tiene el litoral más extenso (202.000 km, casi 100 veces el de Venezuela, y en tres océanos) y más lagos que cualquier otro país. Lo es el aire, que huele diferente. Y el clima, claro: todo un personaje, un tema, una literatura, una cultura. Es distinto el champú que uso, de la misma marca que el que compraba allá. Son distintos los cambures, el chocolate, el azúcar; los ascensores, las aceras, los autobuses, las llaves, los bombillos, los pomos de las puertas. Son distintas las medidas de las cosas, y el hecho mismo de que hay medidas, de que la realidad aquí se cuantifica, se documenta y se comunica abundante y sistemáticamente. Cómo cambia, también, la percepción del tiempo. Tres meses más tarde, ya sentía que llevábamos mucho aquí. Que tenía muchos meses sin ver a los míos, a los que dejé atrás. Sentía que se alejaban los horrendos febrero y marzo de 2014, con la violencia literalmente bajo nuestra ventana, cuando sentimos que el país nos terminaba de expulsar. Que incluso 2002 ocurrió hace milenios. Ni hablar de 1997, cuando Chávez aún no estaba en el poder. O de 1988, el último año antes del hito definitorio del Caracazo… aquello luce tan remoto como el Neolítico, la sopa primigenia. Como si a ese landing lo hubieran precedido años y años de hibernación en una nave hacia Neptuno.

No solo nos falta el paisaje en el que nos criamos, desaparecido hace tiempo, y el queso guayanés y la lechosa roja y las guacamayas y el Ávila, y por supuesto nuestra gente; también nos faltan las cosas que acumulamos durante años. En particular, el no tener a nuestro alrededor la biblioteca que dice quiénes hemos sido y quiénes somos, qué hemos leído y qué nos falta por leer, nos hace sentirnos mutilados de nuestra memoria, y por tanto de nuestra historia como seres humanos, de nuestra identidad. Una ilusión, probablemente, parte de las muchas intoxicaciones que sufre el espíritu en este proceso. Porque tal vez estamos viendo como demasiado ligero el equipaje tangible, cuantificable, por culpa del otro equipaje, el intangible, el de los prejuicios y las interpretaciones, que por su parte puede que sea demasiado pesado. En la cabeza cargamos toneladas de maletas repletas de expectativas frustradas, quimeras que no cesan de rugir, resistencias del ego, categorías heredadas… todo lo que contamina nuestra percepción de lo que estamos viviendo. El tiempo, espero, irá despejando ese bagaje; de nosotros depende que nos procuremos maletas nuevas. Al fin y al cabo somos hijos de una clase media venezolana muy orgullosa de sí que cuando viajó lo hizo sin ver, sin hacerse preguntas, sin imaginarse probablemente que algún día tendría que hacerlo para no volver. Entre las muchas cosas que nuestros padres no nos enseñaron está el cómo emigrar. No se les puede culpar por eso. El país en el que nos procrearon no les hacía pensar a ellos que en el futuro podrían querer dejarlo.

El equipaje demasiado ligero, el equipaje demasiado pesado “Al venirse aquí, uno sabe que tiene que retroceder antes de poder avanzar”, dice Gustavo Monsalvo, mi amigo barranquillero del curso de francés. “Los primeros años son duros, sobre todo los primeros meses”, me dicen los amigos venezolanos en Montreal, Toronto y Vancouver. Supongo que la mayoría de los inmigrantes, sobre todo los refugiados políticos, arriban a Canadá “con una mano adelante y otra atrás”, como dice el viejo cliché de los relatos de la emigración a Venezuela. Nosotros llegamos con poco más de lo que el país nos exigía tener en una cuenta para permitirnos la entrada como trabajadores calificados, y cuatro maletas; un conjunto de circunstancias nos obligó a dejar en Caracas casi todo lo que tenemos y a comprar aquí lo indispensable, lo que con una bebé significa una lista de cierta extensión. Lo que tenemos aquí es más que lo que posee la mayoría de la gente en Venezuela. Pero no tenemos cama, TV, licuadora, horno de microondas ni algo con lo que escuchar música más allá de la laptop de mi mujer o los celulares. Así que oímos música, actividad indispensable para nosotros, sin bajos. Y el piso de madera del viejo apartamento montrealés con el que iniciamos la vida aquí (antes de mudarnos a uno mejor) vibraba con los bajos de la radio del vecino. Nuestros agudos y sus bajos, dos mitades que no pueden complementarse, producían una música imposible que no hacía sino recordarme cuán incompleta es aún nuestra vida aquí, cuán desconectados estamos tanto del país del que salimos como del que nos recibió.

La encrucijada de los tres idiomas Física, geográficamente, Montreal es una isla. El río San Lorenzo se abre en su camino al océano Atlántico y abraza una porción de tierra con forma de bumerán y medio millar de kilómetros cuadrados, la mitad de la superficie de Margarita. Aquí las gaviotas se pelean las migajas de bagel con las ardillas y las palomas, y la gente que vive en los americanizados suburbios del sur debe cruzar cada día el ventarrón fluvial sobre viejos puentes que ya casi no aguantan tantos automóviles. Pero Montreal (Montréal en francés, con la t hundida delante del rasgado de la r) es también una isla cultural. Solo hay una ciudad francófona en el mundo más grande que esta: París. Montreal es la segunda ciudad de Canadá y la metrópoli de Quebec: una provincia con 1,5 veces el tamaño de Venezuela y casi ocho millones de habitantes, la mayoría hablantes exclusivos de francés. Canadá nació en Quebec. Los franceses establecieron aquí la primera sociedad colonial y organizaron el negocio de las pieles que dio vida a este país. Pero luego llegaron los ingleses y ganaron la guerra, en la segunda mitad del siglo XVIII. Desde entonces, los descendientes de esos parisinos y borgoñones que se enfrentaron al invierno y a la hostilidad nativa se las han arreglado para mantener viva su lengua, rodeados, durante tres siglos, de un océano de inglés, el del resto de Canadá y el de Estados Unidos. La “revolución tranquila” de los 60 y 70 apartó a los anglófonos de los negocios y a la iglesia católica

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del control social. Quebec emprendió en pocos años y sin apenas derramamiento de sangre las reformas que en América Latina costaron muchas décadas y guerras civiles. Pero la modernización resucitó al secesionismo y creó una política de centroizquierda que tiene a la defensa del francés como un rasgo central. Aquí, los restaurantes no pueden decir que tienen pasta en el menú, sino pâte. El francés es lengua oficial y predominante (no única), por ley. Lo cual significa que los inmigrantes que aceptan Quebec deben saber francés para pasar la entrevista de selección y para insertarse en el mercado laboral. Sus hijos solo pueden obtener educación en francés en las escuelas públicas. Si ese inmigrante es un escritor venezolano cuya segunda lengua es el inglés, debe luchar con el peculiar francés de aquí, no con el que aprendió en la Alianza Francesa de Caracas. Debe tratar de entender el joual, el francés de la calle. Y debe por ejemplo enfrentar situaciones como salir de la clase de francés para hablar con una radio en inglés sobre Venezuela. O leerle a su hija cuentos en los tres idiomas. Las tres lenguas aparecen en los sueños y en las angustias. En los e-mails y en la conversación diaria. Las tres se pelean por su atención y adelgazan su sensación de identidad individual. Y le hacen ver que está en una encrucijada, con caminos que llevan a horizontes diferentes.

Cada vez más lejos No me he desconectado de Venezuela. Ni creo que pueda. Todas las mañanas leo los titulares de las noticias de allá. Con mucha frecuencia, lamento no estar en Caracas para la presentación de un libro en el que colaboré o para una función de teatro, la inauguración de una exposición o una tertulia en una de mis añoradas librerías. No creo que deje alguna vez de extrañar el circuito cultural al que asistía, al que incluso pertenecía. E intento mantener el contacto frecuente con mis afectos, preguntándome cómo están haciendo para vivir con cierta comodidad. Porque estoy permanentemente angustiado por ellos. Un emigrante venezolano del presente está obligado a manejar las tensiones de su propia condición de recién llegado en un país extraño –apurarse por aprender el idioma (en Montreal, los idiomas), conseguir trabajo, entenderse con el clima, etc.– y con el pavor de saber que sus seres queridos transitan una situación de catástrofe cotidiana. Uno no puede dejar de pensar en cómo están cada día más en peligro. En cómo pueden conseguir acetaminofén si se enferman o en cómo pueden hacer mercado. A eso hay que sumar la vertiginosa sensación de ver cómo ellos, los que se quedaron, y nosotros, los que nos fuimos, estamos cada vez más lejos. Es como pensar en el infinito o como asomarte al borde del trampolín de una piscina olímpica. Algo de lo que quieres apartar tus ojos. Te vas enterando de cómo el aislamiento aéreo se acentúa cada mes, de cómo algún conocido organiza un viaje que implica volar a Colombia para entrar a Venezuela por Cúcuta, como Cipriano Castro en 1899, y sientes que Venezuela ya no está al norte de América del Sur, sino en la Antártida.

Pero el alejamiento no es solo geográfico. Se van ensanchando también las brechas en la conversación. Los emigrados empezamos a censurarnos cuando hablamos con nuestras familias o amigos. Tratamos de mencionar más los defectos del sitio al que llegamos –los adictos en los parques, la edad de los edificios– que sus virtudes. Porque, ¿cómo publico en Instagram la colorida imagen de las montañas de verduras en los mercados públicos de Montreal, sin amargarle el día a quien la vea en Venezuela? O ¿cómo les cuento a los amigos con bebés, que deben presentar una partida de nacimiento para comprar pañales, que el Gobierno canadiense acaba de ofrecernos 500 dólares para iniciar la cuenta de ahorro de nuestra hija de un año, que ni siquiera es ciudadana de Canadá, para su futura educación universitaria? Hace poco comenté en Twitter que había conseguido el Ron Santa Teresa 1796 en las licorerías de la provincia a 55 dólares, y me arrepentí de haberlo hecho al ver multiplicarse las reacciones de desconocidos que me ofrecían enviarme dos botellas de mi ron favorito a cambio de champú o desodorante. El aislamiento de Venezuela crece en el espacio, pero también en el tiempo. El chavismo y sus cómplices han ido logrando su propósito de devolverla al sangriento erial del XIX. Incluso en la algo provinciana Canadá y en la muy retro Quebec uno nota cómo Venezuela se quedó atrapada en una internet pavorosamente lenta y una conversación pública endogámica y varios años rezagada. Sus emigrados tratamos de dejar ese doloroso horizonte a nuestras espaldas y de mirar adelante, pero con lágrimas en los ojos. Observando cómo nuestros hijos tratan de tocar a sus abuelos a través de una pantalla.

Los mitos y los sueños He hablado de Venezuela como Alderaan: el pacífico planeta donde creció la Princesa Leia y que al principio de Star Wars: A New Hope ella ve estallar desde una ventana a la que la conduce, con elegante crueldad, su padre, Darth Vader. He pensado en la compra hostil de medios de comunicación en Venezuela como una parodia de The Invasion of Body Snatchers, una vieja película en la que los invasores extraterrestres ocupan los cuerpos de los terrícolas y los despojan de toda capacidad de pensar y de sentir. He recordado a mis amigos escritores y artistas a diario, imaginándolos sobrevivir en ese paisaje de barbarie desatada como islas vivas de civilización, que resguardan en sus memorias el patrimonio cultural para cuando pueda reverdecer, como en Fahrenheit 451. Insisto en usar imágenes de la ciencia ficción para explicar y explicarme lo que le pasa a Venezuela. Pero también suelo recurrir a antiguos mitos para manejar el drama de mi país perdido. Me digo que a partir de la emigración reemplacé con mi complejo de Noé –el deseo de construir un arca para salvar del cataclismo a los seres más valiosos– lo que tuve durante mis últimos años viviendo y escribiendo allá: mi síndrome de Casandra, la terrible sensación de ver venir las desgracias sin la capacidad de prevenir a los demás. Y más recientemente me he visto incurriendo en el error de la mujer de Lot: el quedarme petrificado por voltear a mirar la ciudad en llamas de la que escapé.

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No es casualidad que mi memoria haya convocado precisamente esas referencias: todas ellas tienen en común el tema del fin del mundo. De la ciudad, de lo conocido. Sin que se pueda evitar, además. Leia y Casandra contemplan impotentes la aniquilación de la urbe en la que se criaron; Noé, Lot y los memoriosos poetas de Fahrenheit 451 pagaron con soledad y con tristeza la carga de sobrevivir a un cataclismo social y político producido por una mayoría corrompida. Todos ellos rumian el dolor de ver cómo las advertencias fueron desoídas, cómo la muchedumbre avanzó jubilosa hacia el precipicio bajo los clarines de la soberbia y de la irracionalidad. Esos mitos, viejos y recientes, conviven en mi revuelto espíritu con los sueños. Tengo tres clases de pesadillas, dormido y despierto. Las que cuentan cosas que pudieron habernos pasado y no nos pasaron. Las que cuentan cosas que pudieran pasarnos si volvemos. Las que cuentan cosas que pudieran pasarles a quienes dejamos atrás. De todas me cuesta escribir. De muchas de ellas me niego a hablarle a mi esposa: ya ella tiene bastante con las suyas. En todas se envanece una violencia que ríe y ocurren en el mismo escenario: un país que me ha dado tanto las mayores alegrías como los mayores espantos. Y que es hoy una irrealidad. Una nube de recuerdos en los que abunda tanto la idealización como el trauma. Una presencia intangible pero permanente que se me atraviesa ante el paisaje canadiense como una lesión de la vista.

dictadura en los 50 o los argentinos, chilenos o uruguayos que lo hicieron, en países como Venezuela, en los 70. No soy un republicano español en México tras la victoria de Franco o un liberal checo en París tras la “primavera” del 68. Pero de todos modos yo me siento parte de los perdedores, los que perdieron su guerra y los que perdieron su país. Los perdedores que siempre hay en un cambio histórico, como también hay ganadores. Hubo un cambio histórico en mi país y yo salí perdiendo. No perdí ninguna posición de poder o de riqueza, que no tenía, pero sí el entorno profesional para el que me formé, reducido hoy a cenizas, y también el entorno político, porque no se puede hacer periodismo en una dictadura. Al menos yo no sé cómo hacerlo. Lo cierto es que el término administrativo de emigración no me basta. Probablemente les pase lo mismo a muchos otros emigrados venezolanos. Algunos entre nosotros han dicho con sagacidad que llamarse exiliado en vez de emigrado es echarse encima un drama y un aire de heroicidad que no nos toca. Tienen razón. Nada hay en mí de heroico, por ejemplo. Pero aun así, siento que emigración no termina de explicar nuestra situación. Hay algo más. Me faltan las palabras que definan lo que soy ahora. Las palabras, como mis pasos, parecen estar encima de lava en movimiento. Se desplazan, amenazan con sumergirse, con naufragar. No terminan de ocupar su sitio. O yo no termino de moverlas.

Las palabras que faltan

Venezuela

Soy un emigrado. O más bien un emigrante, más en gerundio: la emigración es un proceso que no termina una vez se ha pisado el país de destino, y tal vez no acaba nunca. Lo que yo hice, junto con mi esposa y mi hija, fue, simplemente, emigrar. Es parte esencial de la historia humana, de la del país del que venimos y de la del país que escogimos, Canadá. Es un hecho masivo en nuestro continente, que los venezolanos insistimos en ver como extraordinario, solo porque para nosotros lo es. Sé todo esto, pero tiendo a sentirme como un exiliado y como un desterrado. Aunque tengo muy claro que son términos que no me corresponden. Destierro tiene antiguas connotaciones literarias; era un castigo que usaban las sociedades antiguas y que consistía en prohibir a un rebelde regresar a su tierra, so pena de muerte. No es mi caso. Pero sé que mis posibilidades de morir violentamente son radicalmente distintas si estoy en Canadá –con 34 millones de habitantes y menos de 500 homicidios en 2013– o si visito Venezuela. Y aunque nadie me obligó a irme, aunque irme fue una elección que yo me sentí obligado a hacer, es un hecho que el chavismo presionó sistemáticamente para que muchos lo hiciéramos. No me montaron los militares en un avión y me mandaron a algún país vecino, como le hicieron a Gallegos. No salí corriendo porque creyera que estaban a punto de meterme preso. Fue voluntario. Exilio es otra palabra que viene a mí. Un exiliado, como un desterrado, también es objeto de una persecución. Estaban exiliados los políticos venezolanos que huían de la

¿Cómo hablar de esto? ¿Cómo escribir de esto? No olvido. Me esfuerzo por no olvidar. Recuerdo. Recuerdo cuando Harrys Salswach me advirtió que también podía pasar que ellos ganaran. Cuando Ricardo Sucre me dijo que esa Venezuela amable en la que nos criamos no volverá. Cuando Harry Czechowicz me explicó que reemplazaron la República de Venezuela por otro país, la República Bolivariana de Venezuela, con nosotros dentro. Mientras recuerdo, me hago preguntas. Entre ellas, ¿agradeceremos alguna vez al chavismo el habernos dado el pretexto para decidirnos a emigrar? ¿Lo hubiéramos hecho sin Chávez? “Canadiense de origen venezolano”. Es el epíteto políticamente correcto que adquiriré para mí, junto con mi esposa y mi hija, si nos establecemos aquí. Entre tanto, ¿hasta qué punto podremos romper con Venezuela? ¿Hasta qué punto querremos hacerlo? No romperemos con personas, sabores, recuerdos, trozos de la cultura que nos crio. Puede que sí lo hagamos con lo colectivo, que es más abstracto. Lo cual pone en cuestión también la naturaleza del vínculo con un país, de la pertenencia. O la sensación, la ilusión de pertenencia. ¿Uno realmente pertenece a un país, o solo a los nexos inmediatos, individuales, que uno adquiere en él? Por otro lado, ¿cuán nacional puede ser el vínculo con un país en el que justamente cuesta tanto sentirse parte de un colectivo y respetar la existencia y los derechos de los otros? Cada vez que me preguntan de dónde soy, uso el pronombre posesivo, “de Venezuela”.

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Y pienso cuán unilateral ha terminado siendo ese vínculo. Uno es de un país; el país no es de uno. Definitivamente, Venezuela no es nuestra. Nunca lo fue, quizás. Nosotros somos de ella. O éramos. Hace unos años nos fueron cercando otras preguntas. Una de ellas: ¿somos parte de esto? El que se hiciera reincidente la respuesta negativa a esa pregunta nos hizo emigrar. No somos parte de lo que terminó siendo Venezuela. De esa enfermedad mental de proporciones epidémicas. De ese criminal desperdicio de recursos, talentos y vidas enteras. De esa catástrofe consensuada. Queda por resolver el enigma de si en realidad fuimos parte de la Venezuela anterior. Si es que esa “Venezuela anterior” era en verdad otra Venezuela, y no simplemente una imagen light del pasado. Lo que el chavismo despertó ya estaba en ella; la Historia lo dice. Y es fácil idealizar al país en el que tuviste una buena infancia. Es fácil, es reconfortante, decidir creer que ese país que querías era otro, y no el mismo que el que lo reemplazó, el país de Iris Valera demandando a un aerolínea “porque para eso somos gobierno”, de Mario Silva insultándome en prime time, de las guarimbas al lado de una escuela de niños especiales, de la fama de Diosa Canales, de los colectivos y los invasores, de las Hummer, las motos chinas, las tumbas profanadas, los narcos uniformados y los militares que eructan en vivo y luego son electos gobernadores de tu estado. No obstante la naturaleza de esas dudas, cómo duele, esto. Yo pensaba antes de irme que emigrar era como divorciarse. “Te amo, de algún modo siempre te amaré, pero no puedo seguir viviendo contigo y sé que lo que queríamos hacer juntos no ocurrirá jamás”. Pero es peor. He contado ya que una frase que no olvido nunca es la que le dijo a otra amiga caraqueña su esposo norirlandés, él también un inmigrante; él llegó a Estados Unidos 30 años atrás, ella el año pasado. Él le dijo: “You are not only missing your country; you are also grieving for it”. “No solo añoras tu país, estás viviendo un duelo por él”. Y es así. Los países no se mueren. Pero pueden cambiar hasta el punto en que percibas que el nuevo mató al viejo. Que el viejo país que añoras no volverá a existir.

La historia por contar Durante estos primeros meses en Canadá he tenido que confrontarme con el problema conceptual de ponderar mi estrés, o mejor dicho mi sufrimiento como emigrado reciente. Es algo difícil de explicar a otros inmigrantes latinoamericanos, que en unos cuantos casos están aquí como ilegales o como verdaderos refugiados, huyendo del narco o de la miseria total. O a los propios venezolanos que siguen en Venezuela, abrumados por problemas muchísimo más acuciantes. O a los canadienses, cuando manifiestan algún interés por el tema, que no tienen nada claro cómo un país que se suponía condenado a la prosperidad esté ahora siendo vaciado de su clase profesional, sector social donde la emigración parece más bien una evacuación. Veo en la prensa lo que pasa en Gaza o Siria, o me entero por mi amigo Francisco Toro

de esos campamentos de refugiados africanos donde las agencias internacionales de ayuda tuvieron que reducir las raciones a 850 calorías por persona y por día. Leo historias de emigrantes subsaharianos en los libros de Joe Sacco, lo que tienen que pasar para salir de su país, para atravesar el desierto, para superar el mar, para quedarse en Europa. Junto a eso, lo que ocurre en Venezuela puede parecer a los demás una tontería. Con frecuencia siento que a los venezolanos nos miran como estúpidos que desperdiciamos todo lo que teníamos. Tal vez es cierto. Soy un privilegiado al lado de esos desesperados que emigraron sin nada salvo heridas y pesadillas. Y sin embargo, hay en nosotros los emigrados un dolor real, digno de reconocerse. Hay vergüenza. Frustración. Rencor. Pero deberíamos ir más allá de eso. El hecho de habernos evadido de la cárcel conceptual que es la arena pública en Venezuela no nos libra de la necesidad de seguir tratando de comprender ese país. A los que estamos afuera nos toca también entender mejor, desde aquí, lo que pasó. Entenderlo bien, se entiende. No repetir las mismas simplezas que decíamos allá ni apropiarnos de las que escuchamos decir a los cubanos sobre Cuba o a los colombianos sobre Colombia. Entender Venezuela y explicárnosla a nosotros mismos antes que a los demás. Creo que, en particular, los que escribimos tenemos que ayudar (tanto dentro de Venezuela como fuera de ella) a contar una historia: la de cómo se redujo un país de casi 30 millones de personas a este estado de precariedad, sin un terremoto catastrófico, sin una epidemia, sin una guerra civil y con una bonanza petrolera. Tomás Straka contó recientemente en El Nacional cómo sus colegas historiadores en un congreso lo acosaban para preguntarle por qué a Venezuela le ocurrió esto. Y propuso un brillante resumen. Por ahí hay que seguir. Porque ya no es “el caso Venezuela: la ilusión de armonía”, como de modo inolvidable titularon Moisés Naím y Ramón Piñango el libro colectivo que editaron en los 80, uno de los más sólidos conjuntos de presagios informados sobre lo que se nos venía encima. El nuevo caso Venezuela es tal vez el comienzo de una nueva mitología para el hemisferio, una nueva fábula de lo que no se debe hacer en un continente fecundo en ellas: la de ese país que prometía muchas cosas pero se fue a la mierda. Pasaremos a un nuevo tomo en nuestra bipolar autobiografía, que ha oscilado por cinco siglos entre el entusiasmo utopista y el más aplastante desconsuelo. Del paraíso terrenal de los cronistas de Indias al cuero seco de Guzmán Blanco y los bailes de la Billo’s en el Círculo Militar, y de ahí a una breve y frívola democracia petrolera, para terminar como un tenebroso cautionary tale.

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Canadá Quiero seguir pensando, leyendo y escribiendo sobre Venezuela, el país en el que nací y crecí, el país en el que pensaba cuando me formé. Pero también quiero pensar, leer y escribir sobre el país que luego escogí y me escogió, Canadá. Quiero entenderlo, porque me desconcierta este país que a primera vista se parece tanto a Estados Unidos pero que desde una segunda mirada comienza a revelar cuán distinto es de su vecino, con el que comparte lagos, cordilleras, praderas, economías, indicativo telefónico, rutas y cultura de masas, pero poco más. Las vastas provincias canadienses son más autónomas y distintas entre sí que los 50 estados de la Unión, y tienen cada una su primer ministro y su gabinete. En varios sentidos, Canadá es más democrático (y muchísimo más pacífico) que Estados Unidos, pero no es una república, sino una monarquía parlamentaria, y la jefatura del Estado recae todavía, nominalmente, en la reina Elizabeth II. Con el francés como segunda idioma y carácter oficial, Canadá recuerda también a Europa en la amplitud de su Estado del bienestar, con sus altos impuestos y su salud gratuita. Pero supera al Viejo Continente con la relativa generosidad ante el inmigrante; su sistema migratorio es cada vez más exigente, pero la actitud de las mayorías ante la migración –incluso la musulmana, que genera tantas choques culturales y está relacionada con conflictos armados en los que participan las fuerzas canadienses– está por fortuna muy lejos de la xenofobia de ultraderecha que avanza en Europa. Tampoco está Canadá atestada, como lo está Europa, de gente y de historia. Aquí hay mucho por hacer y mucho espacio. El espacio por poblar es una constante histórica y hasta cierto punto un aliciente para aceptar aún hoy decenas de miles de inmigrantes cada año. Ese espacio rebosa de recursos cuya explotación es fuente de numerosas disputas entre políticos, empresarios, comunidades indígenas y organizaciones ambientalistas. Y lo que queda por hacer es el origen de muchas interrogantes sobre el futuro de un país que aún discute sobre su identidad. Los canadienses son por lo general gente que aprecia más la estabilidad y la sensatez que la ambición y la desmesura; que defiende la libertad pero también la igualdad, y trata a sus minorías mejor que muchos de sus pares en el mundo industrializado; y que mira con creciente atención a la Cuenca del Pacífico, sobre la cual tiene una buena cornisa, y su dinero fresco. Tiene agua, tierra y minería como para no preocuparse por el siglo XXI; pero también institucionalidad con la que manejar bien esa riqueza, a diferencia de Venezuela. A seis meses de haber llegado, y sin habernos integrado todavía del todo, estamos seguros de que Canadá es un muy buen lugar para vivir, sobre todo cuando vemos a nuestra hija caminar segura por un parque o cuando la proveemos de todo lo que necesita sin enfrentarnos a las consecuencias de la escasez. El invierno toca la puerta. Nuestra gente en Venezuela la pasa cada vez peor y no sabemos cómo ayudar. Nos queda mucho, mucho por aprender y por lograr aquí. Pero tenemos muy buenos amigos. Y aquí hay gobierno. Hay Estado de derecho. Hay

una libertad que desconocíamos. Aquí no estamos en peligro. Aquí se nos permite vivir. Lo menos que podemos hacer por un país así que nos haya aceptado es corresponderle con nuestro progreso. Entender a Canadá… y adentrarnos en él. Avanzar en el ancho y ventoso paisaje de este otro planeta.

Epílogo Poco antes de cumplir un año en Montreal, hago un viaje de dos semanas a Venezuela, para ver a los míos, para llevarles cosas (champú, jabón, medicamentos, ropa, mucho más de lo que llevé en mis viajes a Cuba) y para traerme libros, chocolate y ron. Iba con dolor de cuello por la tensión, sintiendo que visitar el país en el que había vivido por 40 años era el reto de adaptación más fuerte de los últimos tiempos. Me fui pensando incluso, como no lo había hecho con ninguno de mis viajes, que tal vez no regresaba vivo, que quizá me ganaba una bala de las muchas que a diario agujerean el aire y las personas entre el Cabo San Román y Roraima. Pensar eso me cubría de vergüenza de mí mismo; me pregunté si me estaba convirtiendo en un patiquín temeroso del Primer Mundo que perdió los reflejos y el curtimiento con que casi cualquier habitante de ese país debe levantarse cada mañana. Temía también por el costo emocional, así que me llevé una libreta y un plan de crónica para protegerme el corazón, para atravesar método y oficio entre la realidad venezolana y mi espíritu confundido entre la culpa y la angustia. Pero no hice ninguna entrevista y apenas abrí la libreta, para tomar solo unos apuntes del Diccionario de Historia de Venezuela de la Fundación Empresas Polar. Me concentré en lo íntimo. En comer queso guayanés y lechosas de Aragua. En estar con mi familia haciendo poco o nada. Escuché sus relatos del absurdo cotidiano y asimilé como pude las malas noticias acumuladas que no habían querido contarme por Skype. Hice algunas preguntas, comparé testimonios, traté de entender sin concluir. A los pocos amigos que alcancé a ver les pedí que me explicaran qué estaba pasando, qué había cambiado desde marzo de 2014, cuando me fui. Y fui armando las piezas que encontré. Esto fue lo que vi. Vi, desde el taxi que me subía desde Maiquetía, un país que se empobrece de manera visible, evidente. Un paisaje en caída libre, pese a los edificios que se están levantando. Desde la mañana siguiente, cuando logré salir triunfante de una mañana de teóricamente sencillas diligencias bancarias, me di cuenta de que Venezuela se había convertido en una maquinaria hace años obsoleta en la que si una pieza se daña no hay cómo reemplazarla, porque no se consigue o cuesta demasiado, así que todo se remienda o se entrega al abandono. Por segunda vez en la travesía, recordé el único lugar que conozco donde ese estado general de decadencia catastrófica es la normalidad: Cuba. Ese empobrecimiento está, me pareció, en todas partes. En la calidad de la cerveza y de la comida; en el sombrío ánimo de la gente; hasta en el paisaje cuereado por los latigazos

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de la invasión y de la sequía. Si hubiera estado visitando Venezuela por primera vez me hubiera rebelado contra la dulce leyenda de que es un país hedonista donde se come bien, la gente tiene un gran sentido del humor y la naturaleza rebosa de exuberante esplendor. La verdad, hoy me cuesta mucho sostener esos tropos reconfortantes sobre nosotros mismos. Estaba preparado para la escasez, porque ya había vivido algo de ella cuando a principios de 2014 los dramas que llevaban años azotando la provincia rebasaron las murallas invisibles de Tazón y La Urbina. Creo que no lo estaba tanto para la menos tangible escasez de ideas, de temas. Sentí en las calles cómo todos hablaban de lo mismo la mañana en que decretaron el “cadivazo”. Cómo seguía prevaleciendo una suerte de síndrome del cardumen, particularmente notorio en la hiperemocionalizada twitósfera, según el cual demasiada gente repite lo mismo. Pasa en Norteamérica también, y mucho, pero en Venezuela percibí que los discursos automáticos seguían impidiendo a la gente ver las cosas tal cual eran. Cuando escuchaba voces opositoras diciendo “no hemos aprendido nada” o “no hemos tocado fondo” recordaba aquella tarde del último mitin de Chávez en la que decenas de personas declaraban a VTV, usando las mismas exactas palabras, “él nos enseñó a pensar por nuestra cuenta”. Esa cárcel mental que es vivir en Venezuela es algo sobre lo que ya había pensado y escrito, pero que ahora veo con más nitidez, porque ya no estoy dentro de ella. Como tampoco estoy en la cárcel económica. Ganar en dólares, por muy poco que es, me hacía sentir próspero en Venezuela. Claro, la peor prisión de las muchas que hoy constituyen ese país –un territorio al que Cabrujas ya no podría seguir definiendo como un campamento sino como un campo de concentración mal administrado– es la prisión física. La certeza de que en cualquier momento y lugar te pueden atracar, secuestrar o matar. Una vez más, tuve suerte, nada me pasó. Ahora me doy cuenta de que mi hermano y mis amigos siempre me estuvieron protegiendo, llevándome de un sitio a otro como si pensaran que ya no era capaz de andar por ahí sin hacerme demasiado vulnerable. A estas alturas ya es una obviedad, ya lluevo sobre mojado cuando escribo esto, pero se hizo muy claro para mí que en Venezuela casi todo el mundo está preso. Preso de la moneda en que le pagan cuando le pagan, que recuerda el dinero falso de las plantaciones con que los peones estaban obligados a comprar carísimo en la tienda del patrón. Preso de los caprichos de la escasez y de la economía impredecible del mercado negro. Preso de la casi imposibilidad de viajar, fuera pero también dentro del país. Preso de la pésima internet, del racionamiento de agua, de los apagones punitivos. Preso del toque de queda no declarado pero respetado, y de la espantosa certidumbre de que no hay nadie que te proteja, porque el uniformado que debería salvarte del malandro es o víctima constante de ese mismo malandro o su principal competidor en el mercado del terror y de la parasitaria apropiación del esfuerzo ajeno. Pero como pasa también en las cárceles, los reos se adaptan. Y eso fue lo que sentí, que

la venezolana es una sociedad que se está adaptando a sobrevivir en un país en el que en vez de gobierno hay una organización criminal, y en vez de política un régimen de terror. Los grados de esa adaptación van desde la heroica resiliencia a la complicidad, pasando por la resignación y la astucia práctica. Cómo determinar quién ejerce cuál rol en ese espectro de la supervivencia implica juzgar, y por tanto asumir una posición de asepsia moral que no creo que le corresponda a nadie. Todos hemos negociado con la sombra que cubrió Venezuela, en una u otra medida. De esa culpa solo se salvan los niños. Es un país donde ahora se llama trabajo al contrabando y negocio a la usura y sindicatos a las mafias y periodismo a la propaganda. Los ojos de Chávez contemplan desde vallas que va royendo el solazo el país que le legó a un imbécil profesional y en el que unos auténticos genios del saqueo se enriquecen en medio de la miseria general. Es un país donde hay héroes, los que se las arreglan para hacer su trabajo sin perjudicar a nadie. Fuera de esas personas que son islas de integridad, vi una sociedad en la que ya casi nada importa. Nada demasiado diferente de la Venezuela palúdica de mediados del siglo XIX, donde casi no se producía nada y la gente veía la vida pasar entre las ruinas de un terremoto que había ocurrido décadas antes. Me di cuenta de que no tengo ningún consejo que dar a esta Venezuela. Que ni me siento con el derecho de hacerlo, ni siento que a alguien le interese. Los exiliados solo valemos por las cosas y el dinero que podemos mandar; lo que hemos aprendido rebota contra la densa nube de lugares comunes y de provincianismo psicótico con que los venezolanos de adentro (así como unos cuantos venezolanos de afuera) insisten todavía en tener como instrumental para entender, o no entender, lo que les pasa. Ahora que escribo estas líneas sobre ese viaje, caigo en cuenta también de que no me conmovieron los araguaneyes ni la silueta del Ávila. Ya soy otro que se relaciona con Venezuela desde la memoria y la distancia, y sí me conmueven las ilustraciones de la costa oriental que Mónica Doppert hizo hace años para la Margarita de Rubén Darío que editó Ekaré, y que mi hija nos hace leerle cada día desde que me la traje de Caracas. Esa Venezuela imaginada en ese libro me saca las lágrimas. La que existe hoy, la que se puede tocar, es un lugar ruidoso e histérico con el que mi cordón de pertenencia ya se rompió. the new york times, agosto 2014/abril 2015

Este libro se terminó de imprimir en el mes de junio de 2015 en los talleres de Impresos La Galaxia