1 Unidad 1: LA PERSONA COMO SER RACIONAL, AFECTIVO Y ...

Aristóteles (384- 322 a.C.) ya subrayó el papel social del ser humano, su función ... Aristóteles compara al ser humano con las abejas , animales que forman.
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Unidad 1: LA PERSONA COMO SER RACIONAL, AFECTIVO Y SOCIAL.

1. SOMOS SERES SOCIALES El ser humano es el animal más social de todos los animales. Nacemos en estado más inmaduro que cualquier otro animal. Ello exige que el ser humano necesite de los demás en un modo absoluto. Necesita de los adultos, de los padres, que le ayudarán a sobrevivir y a madurar. Y hablamos no sólo de maduración psicológica, sino evidentemente de maduración física . El filósofo alemán Arnold Gehlen (1904-1976) meditó sobre esta "naturaleza precaria" del ser humano y señaló que , como nacemos poco dotados anatómica y fisiológicamente para ser autónomos, sustituimos nuestra falta de potencia o de agilidad por los recursos de nuestra inteligencia, que va madurando en sociedad, paso a paso. Aristóteles (384- 322 a.C.) ya subrayó el papel social del ser humano, su función social, junto a la función lingüística. Somos animales sociales, en tanto que nos agrupamos en familias, comunidades y Estados, y además somos seres que hablamos. Aristóteles compara al ser humano con las abejas , animales que forman colectivos en forma de panal o colmena. Pero por supuesto lo hace no para equipararlos, sino para ver la enorme distancia que hay, pese a que las abejas sean también animales que viven agrupados. Esta complejidad estriba en muchas cosas. Se puede decir de la abeja que es una "animal social", pero aquí el sentido de social no es el mismo que el del ser humano. La sociedad humana, como paradigma de lo propiamente social, se define por formar "culturas". Una cultura es un conjunto de elementos (básicamente: objetos, costumbres, reglas e ideas) creados por el hombre y que han de ser aprendidos. El ser humano no nace con ellos, no son instintivos. Un buen ejemplo de estos elementos es el lenguaje hablado y escrito, el lenguaje de símbolos, que es distinto a la comunicación de determinados gestos espontáneos (como un gesto de miedo, o de placer). Las abejas, pueden ser llamadas "animales sociales", igual que otros animales, sin embargo, no tienen una cultura, actúan por conductas que se repiten siempre igual, de modo instintivo, desde millones de años. Por eso hay investigadores que los llaman sólo "animales gregarios o grupales", pero no estrictamente sociales. Realmente el apelativo social se aplica propiamente al hombre y después se usa de modo derivado para hablar de otros animales que viven formando grupos. Llamamos socialización, en el contexto de las sociedades humanas, al proceso por el que un individuo va adquiriendo destrezas y conocimientos que lo van integrando a los grupos más o menos amplios con los que se identificará en mayor o menor medida. Esos grupos actúan como agentes de socialización, esto es, conjuntos estructurados que influyen activamente en nuestra formación social, identificándose cada grupo por un conjunto típico de elementos culturales. Unos grupos intervienen de un modo más cercano e íntimo (como la familia o los amigos), otros, de un modo, generalmente, más impersonal (como, por ejemplo. los medios de comunicación o las empresas culturales y de ocio).

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En nuestra vida tenemos y vamos a tener contacto con grupos diversos. Experimentamos además la evolución de los grupos en los que estamos: cambios en nuestra familia, nuevos amigos, nuevas aficiones, nuevo centro escolar, etc. Ello conlleva una conducta más o menos flexible, que permita involucrarse en la socialización. ¿Con qué recursos contamos para implicarnos en la socialización? Para responder a esta pregunta vamos a explicar dos atributos humanos: somos seres emocionales y seres racionales. Racionales para poder resolver los problemas que surgen en nuestra vida socializada; emocionales para poder reconocer esos problemas y para mantenernos motivados en la tarea de su resolución 2. SOMOS SERES EMOCIONALES Los seres humanos, al igual que muchos otros seres vivos, particularmente los mamíferos, nacemos con la capacidad de tener emociones. Se habla de emociones básicas o fundamentales. Aunque no todos los científicos están absolutamente de acuerdo, una clasificación admitida por una gran parte de los investigadores es la de seis emociones básicas: tristeza, alegría, miedo, ira, aversión y sorpresa. Paul Ekman (nacido en 1934) es un psicólogo ilustre del siglo XX cuyos estudios permitieron avanzar en el conocimiento de estas emociones básicas. Para su realizó grabaciones en video de miles de rostros de individuos de todo el mundo, de diferentes lugares, culturas y niveles socioeconómicos. Llegó a la conclusión de que hay una expresiones instintivas universales en el ser humano para cada una de las emociones básicas. Las emociones tal como se presentan a los seres humanos están constituidas por un estado fisiológico y una vivencia mental. Pongamos un ejemplo: Voy por una calle oscura a altas horas de la noche y escucho pasos tras de mí. Al darme la vuelta no veo a nadie. Tendré una sensación de contracción de mis músculos y un aumento de los latidos de mi corazón (reacciones fisiológicas), además mi imaginación empezará al mismo tiempo a trabajar para adivinar qué puede estar ocurriendo (vivencia mental). En suma, estaré teniendo miedo. Se suele hacer una diferencia entre emoción y sentimiento. Se considera a la emoción como lo más elemental: tenemos la reacción fisiológica, con una vivencia que puede ser intensa, pero breve. El sentimiento, como derivado de la emoción, es un estado emocional a más largo plazo y con vivencias más duraderas y complejas. Ante una situación problemática o de conflicto de cualquier tipo lo normal es que se dispare una respuesta emocional en nuestra conducta, ya sea en busca de algo que queremos o en rechazo de algo que no deseamos. El mecanismo de las emociones básicas está ahí, en nuestro organismo, genéticamente programado, como un recurso importantísimo para relacionarnos con nuestro medio.

3. SOMOS SERES RACIONALES

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Llamamos inteligencia a la capacidad que un ser vivo tiene de resolver problemas por medio de acciones que no están programadas de modo instintivo. Para que haya una conducta como resultado de un aprendizaje (conducta aprendida) es preciso que el animal la haya adquirido antes por sí mismo o con ayuda de otros animales. El ser humano es el animal más capacitado en la adquisición de conductas nuevas, por tanto se puede decir que es el animal más inteligente. A distintos niveles muchos seres vivos tienen algún grado de conductas aprendidas. En los mamíferos es donde se manifiesta más intensamente esta propiedad de la inteligencia. Los primates son los mamíferos más inteligentes, y entre los primates, tenemos al ser humano. El ser humano es el animal con cerebro más complejo de toda la naturaleza. Según nos vamos acercando a animales con conductas más complejas (y cerebros más complejos) como es el caso de los chimpancés, los aprendizajes se hacen más sofisticados: se observa y se imita la conducta de los animales del entorno. Este es un método muy potente de aprendizaje y en el ser humano está multiplicado exponencialmente por la especial capacidad simbólica de la inteligencia humana: aprendemos por observación e imitación directa de lo que hacen familiares, amigos, profesores, terceras personas,...etc y también aprendemos interpretando símbolos en los libros o en lo que la gente nos cuenta. La inteligencia por tanto hace posible que adquiramos destrezas (atarnos los cordones de los zapatos, usar un ordenador, conducir un coche, leer,...) y conocimientos (creencias diversas sobre nosotros y sobre el mundo) por aprendizaje. Todas las destrezas y conocimientos que pone en juego el ser humano lo son o para resolver los problemas relacionados con la supervivencia, en un primer momento, o para resolver los problemas relacionados con vivir mejor, con mayor bienestar y felicidad. Antes nos hemos referido a la complejidad del cerebro humano. Los neurólogos han descubierto que la causa más importante de esta complejidad es la mayor corteza cerebral (capa externa del cerebro) del ser humano en comparación con el resto de animales que tienen corteza (mamíferos, y en menor proporción, aves y reptiles). Es en la corteza cerebral donde se encuentran, entre otras, las funciones del pensamiento y del lenguaje. Podemos usar símbolos porque pensamos. Pensar supone usar imágenes mentales recordadas o inventadas para representar el mundo. Esta importante cualidad que tiene el ser humano (y que en un grado mucho menor tienen los mamíferos superiores, con cerebros parecidos al ser humano) le permite predecir el futuro, es decir, hacer suposiciones sobre las consecuencias de lo que ve y de lo que hace, y trabajar con esas suposiciones en la mente. Ello es muy importante. Con el pensamiento hacemos tres operaciones básicas: • • •

Usamos imágenes recordadas de lo que hemos conocido o/y las inventamos. Construimos conceptos para identificar en conjuntos nuestras imágenes. Razonamos, es decir, relacionamos unos conceptos con otros, en unidades simples (juicios) o compuestas, en cadenas de juicios (razonamientos).

Los humanos se interesan con su inteligencia pensante por aquello que les motiva, es decir, por aquello que directa o indirectamente se relaciona con algo que les ayuda a 3

sobrevivir o a vivir mejor. Recordamos que a nivel fundamental las emociones son las señales de nuestro cuerpo ligadas a cosas que nos motivan, a motivaciones. Por tanto, la inteligencia pensante humana, al igual que las inteligencias de los demás seres vivos están integradas con las emociones. En este aspecto, mencionamos los estudios del neurólogo Antonio Damasio (nacido en 1934). Damasio observa que nuestra cultura científica europea, en los últimos siglos ha considerado por lo general lo racional y lo emocional como realidades separadas, y esto es un error. Emociones y razones van de la mano. Hay que tener a la vista también otro elemento muy importante, nuestra inteligencia pensante se desarrolla a través de un aprendizaje continuo en el que, al aprender de los demás, suponemos también en los demás la inteligencia. 4. CONCIENCIA E INTENCIONALIDAD Nuestro cerebro complejo abarca en su memoria un montón de vivencias que no son sino recuerdos de hechos, objetos, personas, y emociones y sentimientos asociados a esos hechos, objetos y personas. No sólo recordamos; también anticipamos o predecimos lo que nos puede ocurrir. Ello es lo que nos permite trazar planes en nuestra vida y hacer proyectos. Un filósofo español, José Ortega y Gasset (18831955), ha incidido en esta característica humana: la de vivir mirando el futuro y proyectando nuestro pasado hacia dicho futuro. Así nos construímos una historia personal o biografía. ¿Qué es lo que unifica todo este baile de recuerdos y de anticipaciones que tenemos continuamente? La unidad la da el "yo" de la gramática, esa primera persona de los verbos que estudiamos cuando hacemos análisis del lenguaje. A este "yo" los filósofos y los científicos que estudian la conducta humana lo han llamado "la mente", "la conciencia" o "el sujeto consciente". En la historia de la filosofía, uno de los pensadores más importantes para la caracterización de lo que llamamos conciencia fue René Descartes (1956-1650). El habló del "yo pienso". Dijo que lo que más definía al ser humano era ese darse cuenta de que somos mentes individuales. La conciencia va unida también a lo que se llama autoconciencia. Para darse cuenta de que a uno le está ocurriendo algo, hace falta que uno se identifique como un individuo particular con una historia. Por tanto, darse cuenta de lo que a uno le pasa y darse cuenta de uno mismo, conciencia y autoconciencia, son dos caras de la misma moneda. Por eso a partir de ahora utilizaremos únicamente el término "conciencia" . Los científicos que hacen Psicología comparada han ideado una prueba para ver qué animales pueden tener una mente o conciencia. Se trata de saber en qué grado pueden reconocerse al mirarse en un espejo. Se le coloca un adhesivo observable en la cabeza a un animal para después hacerle mirase en un espejo. Los animales que intentan quitarse el adhesivo son animales que se reconocen a sí mismos en el espejo y por tanto dan pruebas de que tienen conciencia de ellos mismos y de lo que les pasa o les pueda pasar. Estos experimentos han tenido éxito por ejemplo con elefantes, delfines y con primates no humanos (como el chimpancé o el gorila). Una "teoría (no científica) de la mente" surge especialmente en la interrelación social con otros individuos. Este es un punto importante que debemos comentar brevemente. 4

Centrándonos en el caso humano, la maduración de la conciencia tiene lugar cuando el niño se plantea los contenidos mentales de otras personas, primero de sus padres y de las personas más próximas. Entonces aprendemos a diferenciar nuestro "yo" de otros "yo" diferentes que piensan y sienten parecido a "mí" pero no son "yo". Es importante, por ejemplo, desde el punto de vista de la crianza y educación de los niños que se acostumbren a mirar a los ojos y a seguir los gestos de las personas que les rodean para poder desarrollar su propia conciencia y autonomía. Se da el caso de niños que presentan un trastorno llamado autismo. El autismo da lugar a problemas para entender normalmente los mensajes y gestos de los demás y dificultades importantes para expresarse. Uno de los rasgos de ese trastorno es la evitación de mirar al rostro y a los ojos de otras personas. Una característica importantísima de la conciencia es su intencionalidad. Decimos de un individuo consciente que "tiene intenciones", es decir, que piensa en objetos diferenciados y actúa representándose objetivos. Obviamente, para pensar en algo como un objetivo determinado hace falta pensarse como un sujeto diferente al objeto representado o al objetivo que se quiere o desea. Aunque a veces atribuimos términos intencionales a una máquina, sabemos que lo hacemos metafóricamente. 5. VOLUNTAD, LIBERTAD E IDENTIDAD PERSONAL Hemos hablado de intencionalidad y nos vamos a centrar ahora en el sentido más común de intencionalidad: la que se refiere a los actos. Una característica permanente de nuestra vida es la de encontrarnos frecuentemente con opciones diversas para elegir. Por ello, albergamos intenciones de elegir unas opciones y no otras. Unas opciones nos atraen más y otras menos, incluso a veces sentimos intensa atracción por unas y profunda repulsa por otras. Siempre que es posible, elegimos y nos quedamos finalmente con aquello que más nos interesa. Pues bien, cuando, motivados por nuestras emociones, tomamos conciencia de nuestros deseos y/o aversiones y, razonando, nos representamos nuestras intenciones e intentamos elegir entre unos actos u otros, decimos que estamos empleando nuestra voluntad. Para poseer y ejercer la voluntad hace falta que tengamos intenciones y, por ende, que seamos conscientes, que tengamos conciencia. Nuestra mente opera analizando las posibilidades, viendo sus pros y su contras. Luego, compara pros y contras de todas estas posibilidades analizadas, es decir, delibera. Más tarde, selecciona la acción concreta que quiere ejecutar e intenta ejecutarla con mayor o menor éxito. A realizar esa secuencia de pasos se le llama "tener voluntad". Immanuel Kant (1724-1804) dijo que la voluntad es "razón práctica"; es decir, nuestra racionalidad o inteligencia cuando se aplica a cuestiones prácticas, a nuestras acciones. En relación con las acciones humanas y la voluntad hay además una cuestión que necesariamente hemos de estudiar. Se trata de la libertad. Un filósofo del siglo XX, Jean Paul Sartre (1905-1980) subrayó especialmente la libertad en la caracterización del ser humano. Dijo, de un modo muy expresivo, que el ser humano está "condenado

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a ser libre". Quería decir que la libertad es una propiedad esencial en la definición de ser humano. Si tenemos varias opciones para elegir y elegimos una es porque hemos querido esa y hemos descartado las otras. La pregunta consiguiente es: cuando elegimos ¿hasta qué punto lo hacemos libremente u obligados por otras personas o las circunstancias?. La libertad no desaparece por el hecho de tener que decidir atendiendo a nuestras circunstancias, más bien éstas forman parte de nuestra libertad. El hombre es libre, aunque esté influido por muchos factores de su vida, factores que deberá tener en cuenta en cada momento de su vida. . Fue José Ortega y Gasset el que definió al ser humano con la célebre expresión "yo soy yo y mis circunstancias", es decir, nos situamos siempre en un tiempo y en un lugar, en un contexto que nos influye, pero que no nos impide ser libres. En suma, la libertad es una propiedad de la voluntad humana. Se puede definir como la independencia de nuestra voluntad para elegir aquello que nos interesa ; independencia aquí significa que, al elegir, no estamos necesariamente obligados ni por otras personas, ni por las circunstancias u otros factores externos a nuestra propia razón que decide, por mucho que esas personas, circunstancias y factores puedan influirnos. En Filosofía se utiliza un término que se remonta, tal como lo usamos ahora, al menos a la Edad Media. Dicho término sirve para referirse a todo ser racional que, como tal, está dotado de conciencia y voluntad, por tanto este término aúna todas las propiedades humanas de las que hemos hablado antes. Es el término persona. Esta palabra se ha popularizado mucho y se usa en el lenguaje coloquial, de hecho la hemos usado en esta unidad didáctica ya varias veces, pero al mismo tiempo sigue teniendo un valor primordial en Ética. La persona, desde una voluntad que se sabe libre, construye su identidad única. Por eso hablamos de nuestra identidad personal. Somos únicos porque elegimos qué ser y hacer en nuestra vida. Somos personas. Podemos, además, desde nuestra libertad, dar respuesta a la pregunta de por qué elegimos una u otra acción. A ello se le llama hacerse responsable o tener responsabilidad: razonar o explicar qué nos llevó a tomar cada una de nuestras decisiones. De las personas se espera que sean responsables de sus actos. El término responsabilidad también es primordial en Ética 6. CONFLICTO Y CONVIVENCIA Todo problema que se le plantea al ser humano tiene una vertiente grupal dado que el ser humano es un ser social. No podría ser de otro modo pues nuestro yo, nuestra conciencia, se forma en un proceso de socialización, como ya dijimos más arriba, y en este proceso adoptamos destrezas y conocimientos en interrelación con los demás. Por ello, los problemas humanos, las dificultades que nos encontramos a lo largo de nuestra vida directa o indirectamente atañen a nuestra relación con los demás hombres y mujeres (esos otros yo o conciencias que nos rodean). Ciertamente, también hay que tener en cuenta el entorno natural, los seres vivos y las cosas que no son seres humanos, pero lo que queremos decir es que incluso esas otras cosas y

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seres vivos, que vemos o que tratamos, de modo directo o indirecto están relacionados con otros seres humanos, incluidos nosotros mismos. En vista de esto, diremos que una de las cuestiones de fondo de la conducta humana es la convivencia con los otros seres humanos. La vida en común es el fondo sobre el que se tejen nuestras satisfacciones y nuestras insatisfacciones. Pensad por ejemplo en vuestra familia: vuestros padres, vuestros hermanos, o en vuestros amigos. Como parte de grupos sociales, desarrollamos nuestra naturaleza humana. Obviamente, a veces la convivencia no resulta fácil, y surgen problemas, dificultades que debemos resolver. Pero para ello tenemos nuestras emociones, sentimientos, e inteligencia. Y por supuesto, tenemos a los demás, con sus respectivas emociones, sentimientos e inteligencia. La vida humana no es estática. La vida humana es complicada y dinámica. Cambiamos nosotros y cambian los demás. No pocas veces surgen problemas que hay que solucionar y también diferencias, desacuerdos, y tal vez, incomodidad, insatisfacción, infelicidad. Hay que asumir que nuestro mundo es un mundo dinámico y conflictivo, pero ello no significa que debemos resignarnos a la infelicidad. Somos suficientemente inteligentes como para poder encaminar nuestras relaciones de modo que estas relaciones sean mejores dentro de las circunstancias que nos toquen vivir. Ello depende mucho de la actitud que tengamos en la resolución de nuestros conflictos. La Filosofía moral o Ética parte de este fondo del convivir conflictivo que es la vida del ser humano. Desde la antigüedad, los filósofos han pensado, en el marco de sus teorías, qué actitudes debemos adoptar para enfrentarnos del modo más positivo a los conflictos. Platón (427/428 a 347 a. C.) se refirió al control racional, inteligente, de nuestras emociones. La razón, la inteligencia humana ha de controlar estas emociones para que éstas no se "disparen" y nos hagan llegar a extremos indeseados. El gran filósofo Aristóteles, discípulo de Platón, el mismo que dijo que el ser humano es un animal social, destacó la importancia de la moderación de nuestras emociones y sentimientos. Él habló de un "justo punto medio" que cada hombre debía buscar. Un ejemplo que puso el propio Aristóteles es el punto medio entre la cobardía y la temeridad; este punto medio es la valentía bien entendida en cada persona. La inteligencia humana hace posible una educación sentimental o emocional encaminada a que surjan en nosotros actitudes positivas para conducir nuestra vida individual y grupal hacia derroteros de mayor felicidad. Ciertamente, esa misma inteligencia también se puede poner al servicio del daño y de la infelicidad. Este es un problema permanente para la filosofía, el de la última justificación del bien y del mal. Aunque no hay una solución precisa a este problema, si que os invitamos a reflexionar en qué proporción la infelicidad que unos seres humanos nos causamos a otros está provocada por errores en la administración de nuestra propia conducta. Hay un filósofo del siglo XVIII, David Hume (1711-1776), que pensaba que lo normal es que todo hombre y toda mujer nazcan con una "simpatía natural", una especie de sentimiento de fondo que nos inclina a sentirnos bien cultivando simultáneamente la felicidad propia y también la de los demás, y que está en la raíz de nuestro ser social. A partir 7

de este innato sentimiento de fondo se podrían ir matizando nuestras emociones básicas, también innatas, de modo inteligente, en la medida de lo posible. Vamos a terminar este tema con una lista de lo que actualmente se considera, desde la Psicología, el repertorio de capacidades facilitadoras de la convivencia. Entendemos que estas capacidades suponen una gestión inteligente de nuestras emociones básicas. La lista que os presentamos está inspirada en los trabajos del psicólogo Daniel Goleman (nacido en 1947), psicólogo que ha popularizado la expresión "inteligencia emocional". Sintetizando, podemos hablar de cuatro capacidades importantes: • • • •

Capacidad de autoconocimiento: saber cuáles son tus puntos positivos y tus debilidades. Capacidad de autocontrol: no dejarte arrastrar irreflexivamente por los primeros impulsos. Capacidad de empatía: tener en cuenta a los demás. Capacidad de gestión social: utilizar recursos de comunicación y de colaboración con los demás.

Terminamos diciendo que sobre esta base de capacidades y actitudes, estudiadas científicamente por la Psicología, la Filosofía moral o Ética analiza la dimensión moral del ser humano: con sus normas morales, valores morales y virtudes, conceptos que, junto a otros, serán estudiados en la siguiente unidad didáctica.

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UNIDAD DIDÁCTICA 2:

LA DIMENSIÓN MORAL DEL SER HUMANO “… cualquiera puede enfadarse, eso es algo muy sencillo. Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto, eso, ciertamente, no resulta tan fácil.” Aristóteles, Ética a Nicómaco

1. LA DIMENSIÓN MORAL DEL SER HUMANO Cuando nacemos, nuestra vida es como una página en blanco que está por escribir, lo que supone que cada uno de nosotros va a tener que construirse su propia existencia y su propia personalidad. La vida es, por tanto, un camino, en el que tendremos que diseñar nuestro estilo de vida personal. La construcción de ese camino, que es mi vida, se va realizando a través de los hechos que realizo y de las relaciones con los demás. Nuestra vida es el resultado de lo que hacemos, de nuestros actos, ellos definen lo que vamos siendo y hacia dónde vamos. Estos actos deben ser elegidos y decididos por cada uno de nosotros, elegir los objetivos que queremos alcanzar, buscar los medios adecuados para lograrlos, y es fundamental, en la medida de lo posible, tomar estas decisiones en libertad, intentando no ser condicionados, por ejemplo, por la publicidad de la televisión. Pues bien, dado que la vida es el resultado de los que vamos haciendo, empecemos por analizar el tipo de actos que realizamos cotidianamente para poder distinguir cuales son nuestros actos morales, muy importantes, porque son los que en mayor medida nos pueden conducir hacia una vida buena y feliz, que es el objetivo de esta materia nueva en la que te inicias, la Ética. A lo largo del día realizas muchas acciones diferentes. Así, respirar, es una acción que llevas a cabo de forma instintiva, sin pretenderlo, dar un paseo, es algo que realizas de forma consciente, sabiendo lo que haces y porque te apetece, dormir es algo que realizas de modo inconsciente, lo haces sin saber que lo estás haciendo, también puedes entrar en una tienda y robar un CD, aunque no lo haces, porque sabes que no debes hacerlo. ¿Qué diferencia hay entre las primeras acciones y la última? Veamos, sobre las acciones instintivas e inconscientes que realizamos, aquellas que hacemos sin pensarlas ni elegirlas, no puede recaer ningún calificativo del tipo esto está bien, esto es correcto, etc., sencillamente porque no somos responsables de ellas, por el contrario, sobre nuestras acciones conscientes, aquellas que sabemos lo que hacemos, que podemos decidir si las realizamos o no, y a través de las cuales podemos beneficiar o perjudicar a nosotros mismos o a los demás, si puede recaer la aprobación o el rechazo, tanto de nosotros mismos como de los demás. Vayamos más allá. Entre estas acciones conscientes, no es lo mismo comer o estudiar que robar o matar. Las dos últimas caen dentro de lo que se considera la dimensión moral del ser humano, una capacidad específicamente humana, no la tienen los animales, gracias a la cual, somos capaces de diferenciar entre lo que hacemos y lo que deberíamos hacer, nosotros o los demás y, por ello, somos capaces de valorar estos actos como justos o injustos, buenos o malos, honestos o deshonestos, virtuosos o viciosos, etc. Así, por ejemplo, si digo “las guerras existen”, afirmo un hecho existente, sin más, pero si afirmo “las guerras no deberían existir”, estoy adoptando un punto de vista diferente ante ese hecho, estoy valorando moralmente las guerras. Para ello, he tenido en cuenta un conjunto de normas especiales así como

los valores, las costumbres, ideas, etc. que me han sido inculcadas en la sociedad en que he nacido. Pues bien, esta capacidad humana de distinguir entre lo que está bien y lo que está mal, entre cómo son las cosas y cómo deberían ser, etc. es una capacidad exclusiva del ser humano conocida como su dimensión moral. Vamos a ver esto más detenidamente. 1.1 ¿Qué es la moral? A menudo utilizamos esta palabra en el lenguaje cotidiano, por ejemplo, cuando afirmamos, tengo la moral alta o mi equipo se llevó la victoria moral. Sin embargo, en estas frases el término moral es utilizado para referirse a estados de ánimo psicológicos de la persona y no es este el significado que damos al término moral en Filosofía (materia que estudiarás en Bachillerato y que trata del ser humano y la realidad en que vive). La palabra moral viene del latín mos-moris, que significa costumbre, modo de vivir, el carácter o la forma de ser tanto de un individuo como de una sociedad, aunque también alude a norma, precepto. Siguiendo así, a los antiguos romanos, vamos a definir la moral humana como el conjunto de: o o

las normas que rigen la conducta de un individuo en una sociedad y las valoraciones que hacemos sobre actos humanos que consideramos desde la perspectiva de lo bueno o lo malo, lo justo o lo injusto, etc.

1.2 La Ética y la moral Las personas no sólo actuamos moralmente, sino que, también reflexionamos sobre nuestro comportamiento o el de los demás, como cuando nos preguntamos ¿debo hacer esto?, ¿he hecho lo correcto?, ¿es justo que…?, etc. Esta inquietud humana por esclarecer su propio comportamiento moral dio lugar a la Ética, una disciplina que nace en la Grecia Clásica en el s. IV a. C, formando parte de la Filosofía, un valioso saber que estudiaras en cursos posteriores. El vocablo Ética viene del griego êthos, que significa “costumbre” o hábito y “carácter” o modo de ser, al igual que el término “moral” en latín, pero aunque coincidan en este aspecto, vamos a considerar a lo largo de este curso a la Ética como el estudio filosófico de la conducta moral, en general, diferenciándola de otros tipos de conducta. Veamos, otros saberes, la Historia por ejemplo, nos dice cómo son los hechos humanos, la Ética, sin embargo, nos dice cómo deben ser; así mismo, estudia los valores y las normas morales, determina en qué consiste la responsabilidad moral, investiga si existe libertad en la conducta humana, analizar la obligación moral interrogando ¿qué debo hacer? ¿por qué?, ¿cómo son los seres humanos, egoístas o generosos?, ¿son mejores unas personas que otras, o todas tienen la misma capacidad para se buenas? ¿porqué debería ser yo una buena persona?, etc. Vamos a ver ahora, qué nos dice la Ética acerca de las acciones, las normas y los valores, que son los elementos fundamentales de la dimensión moral del ser humano. 1.3 Características de la acción moral Una acción humana para ser considerada de tipo moral tendrá las siguientes características:

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es aquella que se realiza, ajustándose a un código o conjunto de normas y valores morales, las cuales designan lo que debe ser considerado como moralmente bueno o malo, egoísta o generoso, etc. Más adelante veremos en que consiste un valor y una norma moral.

o

Éste código moral, no debe ser impuesto por la sociedad a las personas, sino que el individuo lo debe poder elegir libremente, por ejemplo, yo debo ser libre de elegir si acepto moralmente la eutanasia o no, no se me puede imponer mi forma de valorar ciertas cuestiones. Por este motivo, la moral es, sobre todo, una cuestión individual. Podemos definir la libertad como la capacidad de la voluntad humana para elegir y decidir.

o

El hecho de ser libre cuando actúo, es de total importancia a la hora de ser valorada moralmente una acción porque, si la realizo libremente, entonces soy responsable moral de lo que hago y de lo que dejo de hacer. La responsabilidad, es la obligación de responder acerca de nuestros actos. En este sentido, si las acciones de una persona se ajustan a las normas morales existentes en una sociedad, se la considera moralmente buena, etc. pero, si por el contrario, una persona conoce las normas y valores morales de una sociedad y, a pesar de ello, las transgrede, entonces estamos ante un individuo inmoral.

o

Llegamos así, a una condición fundamental para que podamos juzgar si un individuo actúa moralmente bien o no, que sepa lo que hace, solo de esta forma, podemos decir que actúa libremente y que, por lo tanto, es responsable de sus actos. Efectivamente, a diferencia de los animales, que actúan movidos por sus instintos, el ser humano es un ser moral precisamente porque es racional, es decir, cuando actúa, sabe lo que hace, elige entre varias posibilidades de acción o los medios para conseguirlo, se propone un fin concreto, analiza y valora los pros y los contras, juzga, si le conviene o no, es incluso capaz de preveer con anticipación las posibles consecuencias o resultados, etc. En conclusión, cuando una persona actúa racionalmente y lo hace, además, libremente, es por ello que podemos aplicarle valores morales a su acción (generoso o egoísta, justo o injusto, etc.).

o

Dado que las personas no viven aisladas, sino que son ciudadanos de una comunidad, no sólo son responsables de sus propios actos y para consigo mismos sino, también, de su repercusión en las personas con las que convivo. Por ello, la moralidad tiene también una dimensión social. Nacemos en una sociedad que posee una serie de normas, creencias, ideas, valores, prohibiciones, pautas de conducta, etc. que caracterizan su forma de vida. Nuestras acciones morales se dan en sociedad, en nuestra convivencia con los demás, quienes las aprueban o las rechazan en función de estas normas y valores válidos para todos. Por ello, el ser humano necesita convivir con los demás para desarrollarse como ser moral. No obstante, como ya hemos dicho, el individuo debe interiorizarlas, es decir, debe reconocerlas como suyas, no como algo impuesto desde fuera, de modo que las cumpla de modo libre, conscientemente y habiéndolas pensado racionalmente.

Nos encontramos, en conclusión que, a diferencia de los animales que se rigen por unas pautas instintivas que no les permiten elegir su modo de actuar, el ser humano, por el contrario tiene libertad de acción, esto es, puede elegir y decidir por propia voluntad, cómo actuar. Esta libertad no es total, está condicionada por su naturaleza genética y por el medio sociocultural, la época y el lugar en el que vive. Pero aún así, le queda bastante libertad para decidir racionalmente cómo actuar, lo cual, le convierte en responsable moral de sus actos.

Finalmente, decía el filósofo griego Aristóteles que “la virtud moral es un hábito” ¿qué quería decir?. Veamos, un hábito es un comportamiento que se repite, una forma de actuar estable. Según Aristóteles, “un solo acto no hace a uno virtuoso”, es decir, una persona no se convierte en generosa porque un día de limosna a un necesitado o sincera porque un día dijo la verdad. Por el contrario, la virtud moral hay que conquistarla en el día a día, habituándose a actuar bien, repitiendo actos generosos o sinceros y es, este hábito, lo que me convierte en una persona buena, sincera, honrada, etc. Pero esta actitud permanente a actuar bien no es fácil de conseguir, requiere: o conocer lo que se debe hacer o y tener voluntad para hacerlo a lo primero te va a ayudar la Ética, lo segundo, lo tendrás que poner tú.

2. LOS VALORES MORALES Como ya hemos visto, a la hora de actuar elegimos y decidimos qué vamos a hacer. Ésta elección, no la realizamos al azar, recordemos que nos caracterizamos ser racionales. Si tenemos varias posibilidades, nos inclinamos por aquella que preferimos porque tiene “algo” que la hace más estimable que las otras opciones, ese algo es su valor, por ejemplo, la generosidad de un amigo, la belleza de un cuadro, la utilidad de un bolígrafo, etc. Vemos que hay diferentes clases de valores (económicos, estéticos, religiosos, morales o éticos, etc.) pero todos ellos se caracterizan por o ser cualidades especiales que están en los objetos, en las personas o en las acciones, o y sólo los seres humanos somos capaces de valorar esas cualidades. Podemos decir que estamos ante valores morales cuando: o necesariamente deben ser apreciados y respetados o son universales, es decir, válidos para todos los individuos sin excepción o y, además, los apreciamos por sí mismos, no porque nos reporten algún beneficio egoísta, estando condicionados por intereses sociales, políticos Por ejemplo, la justicia, la generosidad, la honradez, la sinceridad, la dignidad, la igualdad, etc. son valores que podemos considerar universales, en el sentido de deseables y respetables por todos, es más, que necesariamente deberían ser estimados, y que su validez no estuviese condicionada ni por las épocas históricas o los intereses particulares, etc. 2.1 El problema del origen y legitimidad de los valores Pero esto sabemos que no es tan fácil, recordemos en cualquier caso que la Ética nos dice como deberían ser los comportamientos humanos, no como son y, lo cierto, es que las acciones humanas se dan en un momento histórico y en un lugar concretos, de ahí que la Ética se haya formulado dos importantes interrogantes en torno a los valores morales: 2.1 ¿Cuál es el origen de los valores? Veamos las dos posturas éticas que intentan responder a esta cuestión: • SUBJETIVISMO •

Los valores son una creación humana, es decir, el origen de valores como lo justo o lo honrado depende de las apreciaciones, las preferencias o incluso de sentimientos como el agrado o el deseo. Esta postura llevada al extremo, conduce al subjetivismo e

• • OBJETIVISMO

individualismo radical, para el cual, todo depende de la opinión de cada uno y al todo vale. Los valores existen por sí mismos al margen de que los individuos y las sociedades los conozcan, los estimen o los pongan en práctica. Ello implica que las personas pueden y deben descubrirlos y convertirlos en exigencias morales objetivas, es decir, independientes de las opiniones particulares, por lo que podrían ser una guía universal del comportamiento moral humano.

Muy relacionado con el problema de su origen está el interrogante ético de su validez o legitimidad dado que, no olvidemos, estos están siempre relacionados con un momento y un lugar concretos. 2.2 ¿En que descansa su validez o legitimidad? • Absolutismo moral



• Relativismo moral •

Según esta postura, los valores valen por sí mismos, su legitimidad no depende de que los individuos sepan apreciarlos, ni estarían condicionados por la sociedad o la época. Esta postura, directamente relacionada con el objetivismo, puede llevar a caer en el dogmatismo, postura para la cual ciertos valores concretos serían los únicos correctos imponiéndose y despreciando los demás. Las valoraciones dependen, son relativas a, cada persona, y a las circunstancias sociales, históricas incluso biológicas, en que surgen. Por tanto, no existen valores universales sino que las circunstancias influyen en modo de valorar En su versión radical, un relativismo radical puede llevar a defender cualquier actuación, por aberrante que sea, como moralmente aceptable, por ejemplo la venganza, la ablación del clítoris, etc.

Está claro que, respecto a los valores morales no se deben adoptar posiciones extremas. Por un lado, incluso aunque hubiera valores absolutos, independientes del ser humano, nadie tendría derecho a imponerlos a los demás. Igualmente, el relativismo radical es igualmente rechazable, porque desde esa postura nada es censurable. Sin embargo, si es necesario un sistema de valores lo más ampliamente compartido posible, deseables por todos lo que no quiere decir que se caiga en la imposición absolutista. Los Derechos Humanos, como estudiaréis más adelante, recogen los valores esenciales que defienden la dignidad de las persona por el mero hecho de serlo y hacen posible la convivencia humana, como la libertad, la igualdad, la justicia, o la paz. 3. LAS NORMAS MORALES Entre los distintos tipos de normas que rigen los comportamientos del individuo particular y del ciudadano que vive en sociedad, vamos a centrarnos en las normas específicamente morales. De los valores éticos, salen y se fundamentan las normas morales que guían nuestros actos, por ejemplo, si valoramos la amistad y la sinceridad, saldrá de esa valoración personal la norma, también personal, “debo ser sincero con los amigos” que, posiblemente, nos demos a nosotros mismos. Las normas morales no estás escritas en ningún libro, como las leyes jurídicas por ejemplo, ni hay autoridades específicas que nos obliguen a cumplirlas. Cuando obedecemos normas morales, como por ejemplo cumplir la palabra que hemos dado, decir la verdad aunque duela, y lo hacemos de forma libre y consciente ¿por qué lo

hacemos? ¿dónde está el origen del convencimiento y el acatamiento de esas normas? Hay dos posibles respuestas a esta cuestión: •



Hablamos de heteronomía moral (del griego héteros, que significa otro, y nomos, ley), cuando los motivos en los que se fundamenta la conducta moral de una persona, son exteriores a nuestra conciencia, es decir, cuando la norma moral que obedece le viene impuesta por alguien distinto de él mismo, pueden ser los padres, una autoridad religiosa o, simplemente, el miedo al castigo si no la cumplimos. Por ejemplo, cuando realizamos una acción moralmente correcta, como decir la verdad, por miedo a las consecuencias de que nos pillen mintiendo. Por el contrario, cuando uno realiza una acción moralmente correcta, por convencimiento propio de que es lo que debe hacer, entonces decimos que esa persona posee autonomía moral (del griego autós, sí mismo, y nómos, ley o norma). Este tipo de persona, no se guía por meras opiniones personales, sino que racionalmente y, por propia voluntad, asume como propios los valores y normas de la sociedad en la que vive.

4. LA CONCIENCIA MORAL Todo lo que hemos dicho hasta aquí, la capacidad del ser humano para comportarse moralmente, llevando a cabo actos elegidos de forma libre, reflexionados racionalmente, asumiendo la responsabilidad de sus consecuencias, etc. es gracias a que el ser humano posee lo que se conoce como conciencia moral, una capacidad exclusivamente humana que nos hace capaces de distinguir entre lo correcto y lo incorrecto, lo bueno y lo malo, etc. Nuestra conciencia moral es capaz juzgar nuestros propios actos, nos permite saber íntimamente, si actuamos bien o no, produciéndo sentimientos de satisfacción o remordimientos y es la que nos hace sentirnos responsables de las consecuencias de nuestras acciones. Parece claro para ciencias como la Psicología que la conciencia moral existe, ya solo por el hecho de experimentar remordimientos o satisfacción después de realizar ciertas acciones no es posible dudar de esta capacidad humana. Ahora bien, en lo que no hay acuerdo es en su origen: o Para unos pensadores, llamados naturalistas, la conciencia moral forma parte de la propia naturaleza racional humana, la cual es capaz de reflexionar sobre sus propios actos, valorarlos y darse a si misma normas de conducta. Desde este punto de vista, nacemos ya con ciertas inclinaciones hacia lo bueno o lo malo, etc. o Para otros, los llamados convencionalistas, la conciencia moral se van formando poco a poco a lo largo de la vida como resultado de la influencia de la factores sociales como la familia y la educación o los amigos, políticos, económicos, los medios de comunicación, etc. Desde esta postura, pues, no nacemos buenos o malos “por naturaleza”, sino que lo vamos aprendiendo y haciéndolo parte de nuestra personalidad, poco a poco. Este desarrollo moral, sería común a todos los seres humanos, independientemente de la sociedad o de la época en que han nacido, es, ante todo, una cualidad específicamente humana, como lo es la racionalidad o la capacidad de elegir libremente, cualidades que nos diferencian del resto de anímales. 4.1 El desarrollo de la conciencia moral según Kohlberg El psicólogo Kohlberg, situado dentro de los convencionalistas, describió muy bien este desarrollo moral de la conciencia, a través de tres niveles, dentro de cada uno de

los cuales se diferencian dos etapas sucesivas, en total seis etapas que describimos a continuación: 1ª etapa: (infancia)

2ª etapa: (infancia)

3ª etapa: (adolescencia)

4ª etapa: (adolescencia)

5ª etapa: (juventud)

6ª etapa: (adulto)

El niño pequeño está regido una moral heterónoma que le viene impuesta desde fuera, es decir, su obediencia a las normas se rige por la consideración de las consecuencias: el premio o el castigo que sus actos pueden tener. Las normas son impuestas desde fuera (heteronomía) El niño desea obtener aquello que quiere de modo que respeta las normas impuestas, si bien, para obtener lo que le interesa, esta actitud se podría resumir en la fórmula te doy para que me des”. El niño es, pues, egocéntrico e individualista. En esta etapa, el adolescente empieza a reconocer que “lo bueno” o “lo justo” es aquello que asegura la supervivencia del grupo, por lo que el adolescente se empieza a identificar con los “intereses de todos” (va abandonando su individualismo). Su moral sigue siendo heterónoma, ya que acepta las normas del grupo social (de la familia o grupo de amigos, etc.), buscando la aprobación, ser aceptado y valorado por grupo. Es una ampliación de la anterior etapa. Las normas que cumplía para “ser aprobado” por el grupo social, ahora el las considera un deber ineludible, ya que habría consecuencias catastróficas si nadie las cumpliera. Aparece así, la “conciencia del deber” y considera un deber mantener el sistema social. La conciencia empieza a regirse por una moral autónoma. Las decisiones morales adoptadas de forma autónoma, se generan teniendo en cuenta los derechos, valores y normas que se consideran universalmente aceptables (como la igualdad, la justicia, etc.), teniendo en cuenta la utilidad que tienen para la sociedad concreta en que vive, la conciencia moral se rige por el lema “el mayor bien para el mayor número”. Se trata de un individuo que ha alcanzado una madurez psicológica y que, de forma libre y racional, elige valores y derechos comprometidos socialmente. El individuo se rige por principios éticos universales, los que toda la humanidad aprobaría. Las leyes particulares de cada sociedad (etapa 5) y las decisiones individuales de la persona, se guían ya en esta etapa por principios éticos universales como la igualdad de derechos, la justicio, las libertades básicas (aquellas señaladas en la Declaración Universal de los Derechos Humanos), y el respeto a la dignidad de los seres humanos. En esta etapa, el individuo considera los principios morales, como los más importantes, por lo que juzga las leyes jurídicas y las costumbres sociales según su grado de cumplimiento de los principios éticos, y no al revés.

4.2 La dignidad humana según Kant En esta última etapa, es fundamental la idea filosófica de la dignidad humana, idea que ha sido especialmente destacada por el filósofo alemán Kant. Según éste, los seres humanos se merecen un trato especial y digno que posibilite su desarrollo como personas. En este sentido, afirma Kant, el hombre es un fin en sí mismo, no un medio para usos de otros individuos, lo que lo convertiría en una cosa. Los seres irracionales, como los animales, pueden ser medios para, por ejemplo, la alimentación, en cambio la existencia de las personas es un valor absoluto (recuerda el apartado 2.2) y, por ello, son merecedoras de todo el respeto moral mientras que la discriminación, la esclavitud, etc. son acciones moralmente incorrectas, porque atentan contra la dignidad de las personas.

UNIDAD DIDÁCTICA 3: TEORÍAS ÉTICAS CLÁSICAS. 1. QUÉ ES UNA TEORÍA ÉTICA. La moral es un factum, un hecho. Un hecho ciertamente llamativo si tenemos en cuenta que parece tener que darse doquiera que se encuentre una porción de humanidad. No existe ni parece que haya existido nunca una sociedad en la que no se haya dado alguna suerte de moral. No es concebible siquiera una sociedad humana en la que las acciones valgan moralmente todas lo mismo, en la que sea indiferente, desde el punto de vista moral, qué sea lo que se haga. A lo largo de la historia, los seres humanos han reflexionado de diferentes formas sobre éste y otros rasgos de la moral, tratando de encontrar un mayor entendimiento de la misma. Y las llamadas “teorías éticas” son justamente el resultado de esta reflexión. En este afán por investigar el hecho de la moral, los filósofos han llegado a conclusiones ciertamente muy diversas –a veces, incluso inconciliables– que han recogido en distintas teorías de mayor o menor fama. Pero es importante subrayar que los autores de dichas teorías nunca han pretendido establecer lo que había que hacer o cómo se debía actuar. Lo que han pretendido es pensar –a fondo y en serio– acerca del hecho de que todos los seres humanos del mundo, sean de donde sean, consideren que hay acciones que debemos realizar, por que están bien, y acciones que debemos evitar, porque están mal. Su objetivo no ha sido propiamente inventar o proponer una moral, sino explicar el hecho mismo de la moral y encontrar, en la medida de lo posible, su fundamento. En esta unidad didáctica vamos a ofrecer una síntesis de algunas de las teorías éticas más célebres de la Antigüedad: el “intelectualismo moral” de Sócrates, el “relativismo moral” de los sofistas, el “eudemonismo” de Aristóteles, el estoicismo y el “hedonismo” de las escuelas cirenaica y epicúrea. Otras teorías éticas de la Antigüedad –también importantes, pero que aquí no podremos estudiar– son las propias del cinismo, del escepticismo y del neoplatonismo. 2. EL INTELECTUALISMO MORAL SOCRÁTICO. La concepción socrática de la virtud En la antigua Grecia, se llamaba areté a lo que perfecciona a una cosa, haciendo que sea tal y como debe ser. Areté era aquello que hace que las cosas en general sean lo que les corresponde esencialmente ser, adquiriendo la perfección que les es propia. El término castellano que mejor recoge el significado de areté es “excelencia”, pues areté es, en efecto, aquello en lo que reside la excelencia de una cosa, aquello que la hace excelente. Sin embargo, diversas circunstancias históricas han querido que areté sea regularmente traducido por el término castellano “virtud”.

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“Virtud” es un término con claro sentido moral, pero el antiguo areté no tuvo inicialmente ninguna connotación moral explícita. Precisamente fue Sócrates, en el siglo V a.C., el primero en otorgar a areté el sentido moral del que se halla cargado el sustantivo castellano “virtud”. Antes de Sócrates, el término areté se aplicaba a las herramientas de trabajo o a los instrumentos musicales, a los animales, a los distintos tipos de trabajadores, etc. Se hablaba, por ejemplo, de la areté de un caballo para referirse a su velocidad, su resistencia y su habilidad para salvar obstáculos, pues estas características son las que hacen “excelente” a un caballo. Sócrates, por su parte, comienza a aplicar el término areté al ser humano en general, al hombre en cuanto tal. Y se refiere a la areté del ser humano como a aquello que hace a éste mejor, mejor ser humano en general, pero, además y sobre todo, mejor en un sentido moral. Areté es, para Sócrates, aquello en lo que el ser humano encuentra su perfección o su “excelencia” en el sentido moral de ambos términos. Ahora bien, dado que Sócrates concibe al hombre como un ser dotado de un alma capaz de pensar y de razonar, y encuentra que esta capacidad es lo que más esencialmente define al hombre, concluye que la excelencia o areté de éste habrá de consistir en el ejercicio de dicha capacidad. Y como entiende, a su vez, que tal ejercicio se halla orientado a la adquisición de saber y conocimiento, termina por identificar la areté del hombre con el saber y el conocimiento. El mejor hombre, el hombre bueno, el que está a la altura de su perfección y de su condición humana, es el hombre sabio. Desde una perspectiva contemporánea, consideraríamos probablemente que el saber y el conocimiento no tienen por qué hacer mejores a los seres humanos; que un hombre sabio se puede comportar de la peor manera posible. Pero esto resulta inconcebible para Sócrates. La conclusión más notable de la ética socrática es precisamente que el conocimiento del bien y de lo justo determina a la voluntad a actuar bien y justamente. Según Sócrates, nadie actúa mal voluntariamente. El que actúa mal, lo hace por ignorancia del bien, porque desconoce qué es “lo bueno”: nadie obra mal a sabiendas. Así, pues, según Sócrates el conocimiento es condición necesaria y suficiente para obrar con rectitud o virtuosamente, mientras que el mal es producto de la ignorancia. Y es esta particular vinculación de la virtud al conocimiento lo más característico de la concepción socrática de la moral y la que justifica que se haya aplicado a ésta el nombre de “intelectualismo moral”. Conocimiento, libertad y moral Según el planteamiento socrático, una vida que no gobernamos racionalmente, ni siquiera es, propiamente hablando, nuestra vida. Somos dueños de nuestra vida y somos, por consiguiente, libres, cuando nuestra razón impone su dictado a nuestra voluntad. Cuando, por el contrario, nos dejamos arrastrar por la fuerza del ánimo o del apetito, entonces nos comportamos como esclavos, más que como amos y señores de nuestra vida. En ausencia de pensamiento y conocimiento, se puede decir que, más que vivir, “somos vividos por fuerzas que no gobernamos”.

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Y es contra esta falta de autonomía y de libertad contra lo que se pronuncia regularmente Sócrates. En un sentido muy preciso, la reivindicación socrática del conocimiento es una reivindicación de la libertad. Sócrates se da cuenta de que el conocimiento es condición de la libertad y que la ignorancia, por el contrario, esclaviza: nos hace dependientes, nos ata indefectiblemente a algo o a alguien. Un individuo sin conocimiento de sí y del mundo en el que vive es como un barco a la deriva: no va donde quiere, sino donde es llevado por los vientos y las mareas; y, por lo tanto, no es libre. Para Sócrates, se trataría de un ser humano que no se comporta como tal, como le corresponde a un ser humano hacerlo, sino como se comportan los seres irracionales. Ahora bien, sólo a propósito de seres racionales con el conocimiento suficiente para actuar libremente tiene sentido hablar de moral. Sería absurdo juzgar desde el punto de vista moral a alguien cuya ignorancia le impide actuar libremente. De lo único que, tal vez, cabría hacerle moralmente responsable es de su propia ignorancia. Pero no de haber actuado mal, porque –si Sócrates está en lo cierto– nadie actúa mal sabiendo que lo hace. Sea como sea, Sócrates no dejará de esforzarse en poner al descubierto el vínculo existente entre el conocimiento, la libertad y la moral. Y tal vez sea este esfuerzo lo más característico y destacable de sus reflexiones filosóficas acerca de la moral. Virtud y felicidad A veces, se ha exagerado el intelectualismo moral de Sócrates pretendiendo que éste desprecia o ignora la natural inclinación del hombre hacia el placer y la felicidad. Pero se ha hecho injustamente. Para Sócrates, como para la mayoría de los filósofos griegos, la felicidad es el objetivo principal de la existencia. Lo que ocurre es que Sócrates no considera legítimo llegar a ella por cualquier camino. Hacemos bien en tratar de ser felices, pero no si tratamos de serlo a cualquier precio o a costa de lo que sea. La felicidad que se alcanza mediante el engaño o la producción de sufrimiento ajeno es indigna. Sólo la felicidad que se alcanza por el camino recto o por la vía de la virtud es digna de ser disfrutada. Y sólo la sabiduría y el conocimiento nos permiten descubrir cuáles son las vías legítimas a la felicidad y cuáles no. Lo que Sócrates se esfuerza en mostrar es que existe una estrecha relación entre el saber, la virtud y la felicidad. El conocimiento del bien conduce a la práctica de la virtud, y el ejercicio de ésta nos hace felices. Pero, de estas tres realidades, la sabiduría constituye la más valiosa, ya que propicia la adquisición de las otras dos. Y esta última consideración es la que justifica que se denomine “intelectualismo” a la concepción socrática de la moral. ¿Puede ser enseñada la virtud? El intelectualismo socrático tiene una importante consecuencia lógica oportunamente destacada por Platón (427-347 a.C.), el principal discípulo de Sócrates

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y, quizá, el filósofo más importante de la historia. La consecuencia en cuestión es que la virtud puede ser enseñada. No es algo que se herede, ni que corresponda por derecho a una casta o a una clase social. Tampoco es algo que se tenga por naturaleza o nos venga dado de nacimiento. Y tampoco es un don divino o un regalo de la fortuna. Para Sócrates, la virtud es algo adquirido. En esto, Sócrates estará de acuerdo con Aristóteles e incluso con los sofistas (de los que nos ocuparemos a continuación). Lo singular del planteamiento socrático es que, para Sócrates, el camino real y, por añadidura, el único camino seguro para la adquisición de la virtud es el conocimiento. Según Sócrates, la virtud puede ser conocida y el que la conoce, actúa de acuerdo con ella misma; actúa rectamente (ya lo hemos visto). Ahora bien, por lo mismo que puede ser conocida, la virtud puede ser enseñada; enseñada como se enseña matemáticas, física o biología. Y se puede, por tanto, aprender a ser bueno. Aunque para ello es preciso estar dispuesto a realizar el esfuerzo de conocer lo que es el bien. Si recordamos, ahora, la convicción socrática de que la maldad tiene su origen en la ignorancia, tenemos entonces que los malvados pueden ser conducidos a la bondad en la medida exacta en que puedan ser rescatados de su ignorancia de la virtud; esto es, en la medida en que puedan ser debidamente instruidos o formados. Por eso, tanto Sócrates como Platón considerarán tan importante la formación (paideia) en la vida de la pólis. La formación no sólo hace a los hombres más sabios: los hace mejores; mejores ciudadanos. 3. EL RELATIVISMO MORAL ANTIGUO. LOS SOFISTAS. La concepción de la ética profesada por los “sofistas” (sophistés) en la Antigüedad suele ser considerada el modelo del llamado “relativismo moral”, aunque éste haya adoptado diversas formas a lo largo de la historia. El relativismo moral se fundamenta en la creencia de que no es posible determinar ni de manera natural ni de manera racional –aceptable por todos los seres dotados de razón– lo que es moralmente correcto. Según los sofistas y los relativistas morales en general, las normas y preceptos morales –que regulan las relaciones entre los individuos en el seno de una comunidad– son siempre convencionales. Se aceptan por interés, por conveniencia y no tienen otra razón de ser que dicho interés y dicha conveniencia. La consecuencia inmediata de esta doctrina es que ninguna actuación puede ser considerada “buena” o “mala” en sí misma. Todo depende del “parecer” o de la “opinión” (dóxa) de los sujetos particulares. Los individuos juzgan sobre lo bueno y lo malo en función de su modo de ser, de sus intereses o del proyecto que se traen entre manos. Es moralmente bueno lo que nos parece moralmente bueno, más sólo durante el tiempo en que nos lo parece. Y no hay ninguna conducta que pueda ser considerada en sí mima censurable, independientemente de cualquier consideración personal particular. El siguiente texto del sofista Protágoras (481-401 a.C.) resume ejemplarmente esta doctrina:

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Sobre lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo sostengo con toda firmeza que, por naturaleza, no hay nada que lo sea esencialmente, sino que es el parecer de la colectividad el que se hace verdadero cuando se formula y durante todo el tiempo que dura ese parecer. Así, pues, para los sofistas, la areté o virtud moral es inapelablemente un punto de vista subjetivo. Son los individuos o los grupos humanos los que, según las circunstancias y según su conveniencia, determinan lo que esta “bien” y lo que esta “mal” en cada caso. Como decía Protágoras, el parecer de los hombres es “la medida de todas las cosas”. En el terreno de la moral todo es cuestión de opinión. Y no hay posibilidad de ir más allá de ésta, hacia una determinación de la bondad o de la justicia que no sea puramente subjetiva o que pueda ser universalmente aceptada por todos los seres racionales, independientemente de su procedencia, clase social, sexo, raza o nación. No tiene sentido pretender educar a los hombres en unos principios morales comunes desde los que poder juzgar el comportamiento particular de los individuos o de los colectivos. Lo que para una sociedad humana constituye un crimen execrable, para otra, podría ser ensalzado como una conducta moralmente excelente, y, de acuerdo con el relativismo moral, no habría forma alguna de decidir cuál de los dos grupos humanos está juzgando más acertadamente. En este sentido, el relativismo moral puede ser considerado la antítesis del intelectualismo moral socrático, estudiado en el epígrafe anterior. Si para Sócrates, la virtud puede ser conocida y enseñada, para los sofistas, en cambio, se trata solamente de una “opinión” (dóxa), de un “parecer”, de un punto de vista (susceptible de disfrutar de mayor o menor aceptación entre los miembros de una comunidad). Podemos persuadir a los demás de la conveniencia coyuntural de practicarla, pero no podemos enseñarla (en el sentido en que podemos enseñar física o economía). 4. LA FILOSOFÍA MORAL ARISTOTÉLICA. El eudemonismo aristotélico Según Aristóteles, todo ser natural tiende a la actualización de lo que le es más propio, de lo que es de modo esencial y, al mismo tiempo, le distingue del resto de los seres naturales. El fin hacia el que tiende cada ser particular es, por relación a él mismo, un bien. Así, pues, si hablamos del hombre, el bien consistirá en la actualización de aquello en lo que, de modo más propio y esencial, consiste “ser hombre”. Y puesto que lo que más esencialmente distingue al hombre del resto de los animales es la “razón” (el noûs), para el hombre, el bien más elevado, el “bien supremo”, consistirá en la actualización de su “racionalidad” (nóesis). Actúa del modo más “excelente” o “virtuoso” el que, tanto en el decir como en el hacer o el actuar, se comporta racionalmente o se conduce como un ser racional. Así pues, en lo que al hombre se refiere, la “excelencia” o la “virtud” (areté) consiste en actuar “según la

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razón”. En su famosa Ética a Nicómaco, Aristóteles se expresa a este respecto en los siguientes términos: Todas las cosas obtienen su forma perfecta cuando se desarrollan en el sentido de su propia excelencia (areté). […] Busquemos, pues, aquello que es propio sólo del hombre. Hay que dejar de lado, por tanto, la vida en tanto que es nutrición y crecimiento [puesto que ésta es propia también de los vegetales]. Vendría después la vida en cuanto sensación; sin embargo, ésta la compartimos también con el caballo, el buey o cualquier otro animal. Así que sólo queda, finalmente, la vida en cuanto actividad de la parte racional del alma. […] El bien supremo alcanzable por el hombre consiste en la actividad constante del alma conforme a su excelencia característica, [su racionalidad] (Ética a Nicómaco, I, 6 y 7). Según Aristóteles, en este cumplimiento de lo que más esencialmente le corresponde ser, alcanza el hombre la “felicidad” (eudaimonía), que es el fin último que todos los hombres persiguen. El hombre es feliz cuando realiza el “oficio de hombre”, esto es, cuando se comporta de acuerdo con aquello que le define como tal, cuando vive “según la razón”. La teoría aristotélica de la virtud Ahora bien, no somos sólo razón y, como advierte oportunamente Aristóteles, no podríamos vivir según la razón sin dar, al mismo tiempo, cierta satisfacción a las demandas del cuerpo y a las pasiones del alma. La vida en general, incluida la del que quiere vivir según la razón, precisa de bienes materiales suficientes para calmar el hambre, la sed y el resto de las necesidades corporales. Pero, para llevar una vida racional, es preciso, además, que hayamos aprendido a administrar convenientemente nuestros deseos y nuestras pasiones, dándoles la satisfacción “justa”, sin pasarnos ni quedarnos cortos. En su respuesta a las demandas del cuerpo y del alma, nuestra parte racional ha de encontrar un equilibrio que consista en algo así como un “punto medio” entre el exceso y el defecto. Frente a la cobardía y la temeridad, hemos de actuar con valentía; frente al despilfarro y la tacañería, hemos de hacerlo con generosidad; frente a la desvergüenza y la timidez, con modestia; frente a la adulación y la mezquindad, con gentileza; etcétera. Aristóteles identifica la “virtud” (areté) con el “hábito” (héksis) de actuar según el “justo término medio” entre dos actitudes extremas, a las cuales denomina “vicios”. De este modo, decimos que el hombre es virtuoso cuando su voluntad ha adquirido el “hábito” de actuar “rectamente”, de acuerdo con un “justo término medio” que evite tanto el exceso como el defecto. Ahora bien, la actuación de acuerdo con el “justo término medio” o conforme a la “virtud” requiere de un cierto tipo de sabiduría práctica a la que Aristóteles llama

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“prudencia” (phrónesis). Sin ésta, nuestra actuación se verá abocada irremisiblemente al exceso o al defecto o, lo que es igual, al “vicio”. El siguiente pasaje de la Ética a Nicómaco recoge sintéticamente todos los puntos de la concepción de la virtud aristotélica que acabamos de repasar: La virtud (areté) es un hábito [o disposición adquirida] de la voluntad consistente en un termino medio en relación con nosotros; [termino medio] que es determinado racionalmente por una regla recta (órthos lógos), aquella por medio de la cual lo determinaría un hombre dotado de sabiduría práctica (phrónimos) (Ética a Nicómaco, II, 6, 1106b 3-6). La idea contenida en la última frase de este precioso pero difícil texto aproxima algo la ética aristotélica al “intelectualismo moral” de Sócrates y Platón. También para Aristóteles la sabiduría está en la base del comportamiento virtuoso. Para Aristóteles, lo mismo que para Sócrates y Platón, la conducta moral tiene su fuente última en el uso (práctico) de la razón. En cuestión de moral, es de nuevo la razón la que tiene la última palabra. Es verdad que, según Aristóteles, lo que todas las acciones del hombre persiguen es simplemente la felicidad, pero son la razón y la sabiduría que ésta propicia las que nos indican lo que debemos hacer para alcanzarla, que no es otra cosa –como hemos visto– que comportarnos siempre conforme a la virtud o del modo más excelente. Pues, en efecto, para Aristóteles, es mediante el ejercicio firme y continuado de la virtud (de la virtud o la excelencia que le es propia) como el ser humano alcanza la felicidad plena y perfecta. 5. EL HEDONISMO ANTIGUO. LA ÉTICA EPICÚREA. En la Antigüedad, se distinguieron por su importancia dos escuelas filosóficas morales que se ha convenido en calificar como “hedonistas”: la escuela cirenaica, fundada por diversos discípulos de Aristipo de Cirene (435-355 a.C.), y la escuela de Epicuro. En este apartado, resumiremos las reflexiones acerca de la moral que éste último vertiera en sus dos principales obras: la Carta a Meneceo y las Máximas capitales. En dichos textos, Epicuro enseña que la felicidad es el fin último de la vida y que ella misma consiste en el placer (hedoné). “El placer es principio y culminación de la vida feliz. Al placer, en efecto, reconocemos como el bien primero, a nosotros connatural, de él partimos para toda elección y rechazo y a él llegamos juzgando todo bien con la sensación como norma”. Pero no todos los placeres son igualmente deseables, ni deseables en todo momento y en cualesquiera circunstancias. Por eso, dice Epicuro, es preciso tener un “recto conocimiento de los deseos” y de sus objetos, los placeres, para saber a qué deseo conviene dar satisfacción en cada situación y para saber a qué tipo de placeres hay que dar prioridad frente al resto: Como el placer es el bien primero y connatural, precisamente por ello no elegimos todos los placeres, sino que hay ocasiones en que soslayamos

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muchos, cuando de ellos se sigue para nosotros una molestia mayor. También muchos dolores estimamos preferibles a los placeres cuando, tras largo tiempo de sufrirlos, nos acompaña mayor placer. Ciertamente todo placer es un bien por su conformidad con la naturaleza y, sin embargo, no todo placer es elegible; así como también todo dolor es un mal, pero no todo dolor siempre ha de evitarse. Conviene juzgar todas estas cosas con el cálculo y la consideración de lo útil y de lo inconveniente, porque en algunas circunstancias nos servimos del bien como de un mal y, viceversa, del mal como de un bien (Carta a Meneceo, 129-130). Epicuro advierte contra sus críticos contemporáneos que cuando habla del placer como “bien supremo” y “fin último de la vida” no se refiere “a los placeres de los disolutos y de los que se dan en el goce” desordenado y sin medida, sino “a la ausencia de dolor físico (aponía) y a la ausencia de turbación en el alma (ataraxía)”. Que el placer se convierta en un “bien”, depende estrictamente de la sabia elección del que actúa, de la sabiduría y la “prudencia” (phrónesis) con que se elija uno de entre todos los comportamientos posibles. Y la sabiduría “enseña que no es posible vivir feliz sin vivir sensata, honesta y justamente”. Pues “las virtudes son connaturales a una vida feliz, y el vivir felizmente conlleva siempre la virtud” (Ibid, 132). De algún modo, esta afirmación pone límite a un hedonismo irreflexivo y simplista. Según Epicuro, “es preferible ser infeliz viviendo racionalmente, que feliz de manera irracional”. Para Epicuro, en efecto, no toda felicidad tiene el mismo rango: la felicidad primaria y despreocupada en la que se complace el insensato no tienen el mismo valor que la felicidad buscada reflexiva y responsablemente por el sabio. Entre los primeros discípulos de Epicuro, destacan Metrodoro y Colotes, ambos de Lampsaco, Hermarco de Mitilene y Polístrato, alumno del anterior. Entre los epicúreos latinos es preciso destacar por encima de todos a Lucrecio Caro (98-54 a.C), autor del famoso poema filosófico De rerum natura. 6. EL ESTOICISMO. El estoicismo es una corriente filosófica fundada en Atenas por Zenón de Citio (335-264 a.C.). El nombre de la escuela procede del término griego stoa, que significa “pórtico”. Al parecer, Zenón impartía sus enseñanzas bajo el “pórtico pintado” (stoa poikile) del ágora ateniense. Suelen distinguirse varios periodos en la historia de esta escuela: el primer estoicismo (Zenón, Cleantes de Assos y Crisipo de Soli), la estoa media (Panecio de Rodas y Posidonia de Apamea) y el estoicismo tardío y romano (Séneca, Epicteto de Hierápolis y Marco Aurelio). De acuerdo con esta escuela o corriente filosófica, la Naturaleza entera se halla gobernada por una “razón” providente y divina (Lógos) que dirige sabiamente el “destino” de las cosas y de los hombres. Es insensato e inútil intentar cambiar el plan de esa providencia divina. Ocurre siempre lo que tiene que ocurrir, del modo exacto en que tiene que hacerlo. Por eso, nuestro deber como seres dotados de razón es

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aprender a “vivir de acuerdo con la naturaleza”; o, lo que es lo mismo, de acuerdo con el Lógos eterno que lo gobierna providencialmente todo. En esta conformidad de la acción con el Lógos consiste la areté o virtud moral. Según los estoicos, es “sabio” (phrónimos) el hombre que acepta y consiente con entereza y serenidad el “destino” que el “orden” y las “leyes” de la Naturaleza le deparan. Esta aceptación tranquila del propio destino se alcanza mediante el control y el dominio de las pasiones, los impulsos y los afectos por parte de la razón individual, que está en comunicación con la razón eterna y universal que gobierna el mundo y que “participa” esencialmente de ésta. Los estoicos llamaron apátheia o apatía a esta suerte de dominio o de control racional sobre los propios impulsos, pasiones y afectos. Mediante la práctica escrupulosa y sostenida de este autocontrol o autodominio, el “sabio” llega a ese estado de imperturbabilidad espiritual. Y, según los estoicos, esta apatheia insensibilidad o impasibilidad del alma lleva a la ataraxia (serenidad; tranquilidad de ánimo) y representa la única forma de felicidad a la que resulta legítimo o moralmente aceptable aspirar. Frente al hedonismo en general y al hedonismo epicúreo en particular, el estoicismo sostiene que la finalidad última de toda actuación no debe ser el logro de la felicidad, sino la práctica del bien, el ejercicio de la “virtud” (que consiste, como hemos visto, en el comportamiento de acuerdo con la razón que lo gobierna todo). No debemos aspirar a ser felices, sino a ser buenos. Para el estoicismo, la virtud no es un medio, sino un fin: debe ser perseguida por sí misma, no con vistas a obtener un bien ulterior, distinto de ella misma (como pueden ser la fama, el poder, la riqueza, el placer o la dicha).

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UNIDAD 4: LAS ÉTICAS MODERNAS Y CONTEMPORÁNEAS. 1. EL EMOTIVISMO DE DAVID HUME. El filósofo escocés David Hume (1711-1776) vivió en la época de la Ilustración. Su actividad se desarrolló entre el Reino Unido y la Europa Continental. Trabajó como profesor universitario y como diplomático. Hume es uno los filósofos más representativos de la corriente filosófica conocida como empirismo. El empirismo da mucha importancia a la observación y a la experimentación tanto en la ciencia como en el pensamiento. Desde el punto de vista de la ética, el que aquí nos interesa, Hume, junto a otros filósofos escoceses del siglo XVII y XVIII, emprende un estudio de la moral que se aleja de la visión racionalista del hecho moral, predominante en la filosofías anteriores, tanto la de la antigüedad como la de la Edad Media, y se incide más en las emociones o pasiones y los sentimientos como fundamentos de la vida moral; por ello hablamos de emotivismo en Hume. Por otra parte, hay una caracteristica básica también en su ética que va a ser rasgo común con gran parte de las éticas y filosofías modernas. En conjunto, la filosofía de Hume y las demás filosofías de la Edad Moderna, suponen una nueva perspectiva que se identificará por una paulatina retirada de los problemas teológicos y metafísicos en favor de un mayor protagonismo de los problemas más centrados en la naturaleza humana. Aunque seguirá perviviendo en Europa una ética fundamentada en la teología y asociada a la religión, la ética de los tiempos modernos, comparada con la de la Edad Media, será una ética que busca sus fundamentos más en las características peculiares del ser humano que en Dios o en un cosmos previo y superior al hombre. Por ello hay historiadores de la ética y de la filosofía que hablan de “éticas de la era de la conciencia (de la conciencia humana)” para diferenciarlas de “las éticas del ser” (de Dios o del cosmos superior al hombre). Nosotros adoptamos también esta calificación. Volviendo a la importancia de los sentimientos y de las emociones, para Hume la moralidad es un tipo de experiencia diferente a la experiencia lógico-matemática o a la experiencia meramente empírica. Las personas pueden calcular y relacionar ideas en su mente, como cuando hacemos un problema de matemáticas, y también pueden observar lo que ocurre a su alrededor, como cuando estudiamos algo en un laboratorio de Ciencias Naturales o cuando sencillamente observamos un fenómeno, pero la experiencia de sentirse conmovido moralmente por un hecho es una experiencia que no se puede deducir de relaciones entre ideas o de hechos

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experimentados, al contrario de lo que ocurre cuando hacemos matemáticas o cuando sacamos los resultados observables de un análisis de laboratorio. La aprobación o el rechazo moral, esto es, sentirnos bien o mal al valorar moralmente un hecho o una idea, es sencillamente una experiencia de tipo emocional que nos ocurre sin más. En su libro “Investigación sobre los principios de la moral”, Hume llega a la conclusión de que lo que nos mueve moralmente es un “sentimiento de simpatía” básico con el que nacemos como seres naturales y sociales que somos. Esta simpatía se despierta ante aquello que es útil a la sociedad. Considera que un hecho inmoral, como una ofensa o un asesinato, es rechazado en virtud de una cualidad natural del ser humano que le hace tender a aquello que es más útil para la pervivencia de la sociedad y rechazar aquello que es pernicioso para la sociedad. Obviamente, una persona se puede equivocar en su valoración, y ello puede ocurrir porque faltan elementos a considerar, que pueden influir en sus pasiones y sentimientos, o bien por una educación sentimental o moral deficientes, o incluso por una naturaleza pervertida a causa de una patología. Veremos que el término utilidad servirá como noción clave de una corriente ética posterior emparentada con el emotivismo de Hume: el utilitarismo. 2. EL RACIONALISMO TRASCENDENTAL DE KANT. Al igual que David Hume, Immanuel Kant (1274-1804) es un filósofo de la Ilustración. Kant vivió en la antigua Prusia y trabajó como profesor de universidad durante toda su vida. Del mismo modo que la ética de Hume, la filosofía moral de Kant es una ética de “la era de la conciencia”, dado que su estudio se basa en analizar cómo percibe el ser humano en su fuero interno la experiencia moral y, en base a ello, qué es lo que hace que una acción (o intención) pueda ser llamada moralmente buena o no. Pese a este punto en común, hay diferencias sobresalientes entre Kant y Hume, de las que Kant fue bien consciente. Kant considera que el auténtico fundamento de la moral no puede ser ninguna experiencia ni objetiva, ni afectiva. Respecto a la experiencia objetiva, Kant está de acuerdo con Hume: no podemos deducir el bien o el mal a partir de unos hechos externos o de datos lógico-matemáticos como cuando se hace un problema de física o de aritmética; pero respecto a la experiencia afectiva Kant está en profundo desacuerdo con Hume. Que algo sea moralmente bueno o malo no ha de depender de nuestras emociones. Muy al contrario, no debemos fiarnos de nuestras emociones a la hora de calificar algo como bueno o malo. Lo que debe aplicarse a la representación de nuestra conducta es un razonamiento en modo “puro” o “trascendental”, como dice

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Kant, es decir, no contaminado por nuestros afectos. Como vemos, Kant se posiciona como racionalista “trascendental” frente al emotivista Hume. Kant entiende que lo que él llama nuestras “inclinaciones naturales” no son tan fiables, al contrario de lo que pensaba Hume. Las personas no pueden ni deben fiarse de un simple sentimiento como garantia de estar haciendo el bien y/o aprobando el supuesto bien en las acciones de otros. Muchas veces lo que ocurre es que manifestamos una naturaleza egoísta, nada amable con la utilidad hacia los demás, sino proclive a sacar provecho para beneficio exclusivamente propio. En su obra “Fundamentación de la metafísica de las costumbres” nos pone varios ejemplos. Entre ellos es significativo el del comerciante. Dice Kant que un comerciante puede estar tentado de engañar a un comprador incauto y cobrarle fraudulentamente más de lo que corresponde. Si no lo hace es por miedo a que lo pillen. Pero habría que ver qué haría uno en caso de ser un comerciante seguro de no ser pillado. En realidad, en muchos casos, encontraría la forma de convencerse de que no está tan mal la acción de engañar y no se sentiría tan mal consigo mismo, sino hasta satisfecho por el ingenio desplegado en el engaño. Yendo más lejos, ni siquiera sería una garantía de compromiso con el bien moral el que el comerciante nunca engañase y se despreciara a sí mismo por tener tentaciones de engañar. Desde un punto de vista kantiano, este comerciante tampoco podría estar del todo seguro de que su repudio por engañar a los clientes no fuera más que un interés egoísta y soberbio de ser aplaudido y reconocido como “honesto” por los demás. La solución de Kant a este problema se llama la ética del “imperativo categórico”. Según él, toda acción a realizar, si proviene realmente de una buena intención moral, ha de estar sujeta a una máxima (regla o norma) que, sin dejarse arrastrar por nuestras preferencias afectivas y personales de cada momento, sea universalizable para todo ser racional (es decir, para toda persona). Que no has de engañar a nadie como comerciante quiere decir que has de “cumplir”, no porque te haga sentir afectivamente mal o bien, sino porque te comprometes universalmente a que sea así tanto en tu persona como en la persona de los demás. Por tanto algo bueno es algo con lo que toda persona se compromete sin excepciones, de modo universal, para sí y para los demás. Si ante una acción cualquiera vemos que no se puede aplicar este criterio de universalización es que no se puede hablar de una conducta buena. Claramente, aquello que se considera tradicionalmente malo no puede ponerse bajo este criterio. Pensemos en robar, o en mentir. Lo normal es que un mentiroso o un ladrón no quieran que todo el mundo mienta o robe, pues no podrían sacar provecho del robo o de la mentira. En conclusión, Kant formuló su imperativo categórico de varias maneras. Dejamos aquí dos formulaciones muy famosas: La de la universalización: “Obra sólo según una

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máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne en ley universal”; y la del respeto a la persona: “Obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio”. 3. EL UTILITARISMO DE BENTHAM Y DE STUART MILL. La ética utilitarista es una de las filosofías morales más importantes del siglo XIX. Antes de explicarla, observamos que pasamos de la Edad Moderna (de los siglos XV al XVIII) a la Edad Contemporánea. Al igual que las dos éticas anteriores se puede incluir el utilitarismo en las “éticas de la conciencia”. El utilitarismo es heredero directo de la ética de Hume y de los filósofos empiristas. Ya vimos cómo Hume ya usó el término “utilidad”. Los utilitaristas, como su propio nombre indica, hablan de la “utilidad” de aquello que da “placer”. Todos los seres humanos buscan “placer” en sus actividades de un modo u otro. Los utilitaristas consideran que una acción será tanto más benigna moralmente cuanto más placer genere a la mayor cantidad posible de gente. Hay que tener en cuenta el contexto histórico en el que se da el utilitarismo y la pertinencia social del mismo. Europa está cambiando del antiguo régimen de poderes absolutos y sociedades jerarquizadas a regímenes más o menos democráticos en los que se defiende el liberalismo político y económico. El utilitarismo es una corriente ética muy unida a este liberalismo. Las sociedades quieren más libertad, desean romper las barreras sociales del antiguo régimen, contemplan mayor movilidad social y bienestar para toda la población. Un tema interesante, que rebasa nuestra intención aquí, es el de ver cómo este liberalismo creará nuevas barreras sociales ligadas a una economía ultracapitalista y precisará de la reacción de movimientos reivindicativos de los trabajadores, como es el caso del socialismo. En todo caso, el utilitarismo en su raíz está inspirado por un ideal de bienestar social: a través de condiciones de vida dignas para todos los ciudadanos y del fomento de las libertades. Lo vamos a ver en sus dos representantes más señeros: Jeremy Bentham y John Stuart Mill. Jeremy Bentham (1748-1832) fue un afamado filósofo, jurista y político inglés. En su consideración de la utilidad del placer subrayó la importancia de la imparcialidad para considerar a todo ser humano como ser a tener en cuenta en su búsqueda de placer. Esto es algo que rompía con el tradicionalismo clasista de las sociedades antiguas. Significaba que una sociedad no ha de valorar como superior el placer de una persona por ser aristócrata, o por ser más adinerado que otra persona no aristócrata o con poco dinero. Entre sus obras destacamos “Introducción a los principios de la moral y de la legislación”. 4

Entonces, lo bueno moralmente sería buscar aquello que diera mayor placer a la mayor cantidad de gente sin importar su extracción social. Para ello Bentham ideó una serie de reglas de cálculo de placeres. Esto a simple vista es fácil de entender y es muy conciliable con la mentalidad democrática actual. No obstante, surgieron problemas con este cálculo: primero, cómo calcular el grado de placer de cada individuo de modo cabal, siendo como es la vivencia del placer algo tan personal, tan subjetivo, y cómo “sumar” experiencias que, al ser tan personales, son dificilmente equiparables. Otro problema importante era el relacionado con la posible calidad de los tipos de placeres; aunque Bentham no se pronunció sobre ello parecía claro que aún considerando valioso por igual el placer de todas las personas, sin distingos de clases, los seres humanos culturalmente dan más valor social y/o moral a unos placeres que a otros, por tanto tal vez debería hacerse una clasificación lo más objetiva posible de calidades morales de los distintos tipos de placeres. En la solución de este problema de las calidades de los placeres destacó el utilitarista John Stuart Mill (1806-1873), filósofo, político y economista inglés. Stuart Mill recogió la teoría de Bentham, la estudió y la complementó con aportaciones originales. Una de sus obras más importantes se titula precisamente “Utilitarismo”. Hay una frase de Stuart Mill que se ha hecho famosa: “Prefiero ser un Sócrates insatisfecho antes que un cerdo satisfecho”, lo que, de modo muy expresivo, viene a querer decir que no todo placer es deseable ni personal ni colectivamente. En el cálculo de placeres además de tener en cuenta a la sociedad en su totalidad hay que tener en cuenta la pertinencia moral de la calidad del placer. Claro, que para ello, como dijo Stuart Mill, los miembros de la sociedad han de estar bien informados, bien instruidos y educados, y sin imposiciones, desde la libertad como valor importante, han de poder descubrir y elegir aquellos placeres de más valor, que les realizarán más como personas tanto a nivel individual, buscándolos individualmente, como a nivel colectivo, fomentándolos solidariamente. En el siglo actual el utilitarismo está muy presente, a través de corrientes éticas y filosóficas estrechamente relacionadas, como son el neoutilitarismo, o el pragmatismo (cuyo origen filosófico está en el siglo XIX, particularmente en Estados Unidos). 4. NIETZSCHE Y LA CRÍTICA GENEALÓGICA A LA ÉTICA Y A LA MORAL Friedrich Nietzsche (1844-1900) es un filósofo alemán muy importante para la edad contemporánea. En su filosofía hace una crítica de la cultura en sentido general, y más en particular, de la filosofía y de la ética. Nietzsche fue profesor en Basilea (Suiza) en su juventud, después, debido a una enfermedad, dejó su puesto de profesor y viajó buscando lugares propicios para el reposo (estuvo en los Alpes, en la costa francesa y en la costa italiana).

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Nietzsche se aleja ya de las éticas que hemos llamado “de la conciencia”; sus escritos sobre la ética podemos clasificarlos dentro lo que denominaremos “éticas de la era del lenguaje” o, simplemente, “del lenguaje”, por dar una gran importancia a los análisis del lenguaje. Algunos estudiosos opinan que Nietzsche no tiene propiamente una ética, sino más bien una antiética, debido a que su labor más importante es la de analizar y criticar, para después rechazar, las éticas anteriores. El propio Nietzsche se llama a sí mismo “inmoralista” y clama por una “autosuperación de la moral”. No obstante, al mismo tiempo que rechaza la moral, elabora una serie de conceptos con los que propone una actitud vital que para él sería la auténtica y, por tanto, esta propuesta de actitud vital podría considerarse como una propuesta, en cierto modo, moral. Por tanto, diremos que su ética es sobre todo una crítica a las demás éticas, añadiendo una cierta propuesta moral a la que nos referiremos más tarde. Las obras más importantes de Nietzsche para entender su pensamiento respecto a la ética son “Más allá del bien y del mal” y “La genealogía de la moral”. Veamos más detalladamente: -La crítica a la moral y a la ética: Nietzsche subraya que los códigos morales y las éticas que estudian o fundamentan estos códigos morales se presentan como desveladoras de profundas verdades sobre el ser humano. Sin embargo, esta presentación es un gran fraude de la historia de la humanidad. Es famoso su análisis de la moral cristiana en el que manifiesta cómo los valores cristianos, por ejemplo, la humildad, o la compasión, se basan realmente en la hipocresía y en el resentimiento. Los valores morales son estratagemas de dominio de unos hombres para otros. Unos hablan de esos valores, los defienden, y se los crean o no, les sirven de control sobre otros hombres. Pero ninguna moral y ninguna ética reconocen esto pues es esencial para ellas el ocultarlo. Para descubrir esas ocultaciones propone Nietzsche un método que él llama “genealógico”. Emprende una “genealogía de la moral”. Se trata de hacer análisis psicológicos y de uso del lenguaje a partir de textos éticos y morales y de observaciones de conductas morales. Un ejemplo interesante de ello es el análisis del término “virtud” en griego (areté). Nietzsche, que era filólogo clásico, demuestra cómo este término evolucionó en la antigua Grecia de un significado principalmente asociado a la fuerza y a la habilidad del guerrero, o unido a la destreza en la ejecución de una obra técnica y/o artística, a una significación principalmente de tipo moral (virtud como bondad moral). -La reivindicación nietzscheana de una “moral de señores”: Para Nietzsche las morales y las éticas que hacen pasar por “verdaderos” y “universales” unos valores son “morales de esclavos”. Su propuesta entraña la total libertad creativa de cada hombre en el más estricto sentido, en un sentido parecido al que se aplica cuando se habla en el arte contemporáneo de la libertad de un artista. La “moral de señores” rechaza

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elaborar un elenco de valores exigibles a los demás. Cada hombre ha de realizar sus deseos y dejar que también se expresen los deseos de los demás, sin códigos verdaderos previos. Es obvia la dificultad de una propuesta de este tipo. Para entenderla mejor podemos compararla a la excelencia de un deportista en cualquier tipo de juego: un deportista, en buena lid, es un buen deportista si deja que las habilidades de los demás deportistas se manifiesten. En este juego libre vencerá o será vencido. Siempre con grandeza, con señorío. 5. LA ÉTICAS DIALÓGICAS: LA TEORÍA DE LA JUSTICIA COMO IMPARCIALIDAD DE JOHN RAWLS Y LA TEORÍA DEL DISCURSO DE JÜRGEN HABERMAS. Estas dos teorías éticas destacan entre las teorías más importantes del siglo XX. Ambas teorías tienen en común su carácter dialógico, es decir, se preocupan por la dimensión comunicativa y/o lingüística (por ello las consideramos éticas “de la era del lenguaje”). Están preocupadas por las condiciones de comunicación en las que los grupos humanos pueden elaborar códigos de valores y normas morales comunes y beneficiosas para todos los miembros. En este sentido, recogen la herencia de la idea kantiana del “respeto a la persona” y la preocupación social de los utilitaristas. Además, estas éticas cuentan también como referente normativo con los derechos humanos tal como se han ido elaborando en el foro de las Organización de las Naciones Unidas. Las éticas dialógicas inciden en el estudio de las estrategias de diálogo entre los individuos porque han llegado a la conclusión que sólo de este modo se puede construir un mundo moral. Es en una búsqueda conjunta de todos los miembros de una sociedad como se puede llegar a valores morales positivos y no indagando en una naturaleza humana en abstracto, desde la mera investigación en un gabinete de filosofía. En este sentido las éticas dialógicas se ven como superadoras de un excesivo teoreticismo que estaría presente en gran parte de las éticas anteriores (incluyendo a Kant y a los utilitaristas), y que, desde una óptica personal, ya había denunciado Nietzsche. Veamos de cerca cómo entienden este estudio de lo dialógico en la ética cada una de las dos teorías: -La teoría de la justicia como imparcialidad de John Rawls: El filósofo norteamericano John Rawls (1921-2002) fue profesor de Filosofía Política en la Universidad de Harvard. Su libro más citado es “Teoría de la Justicia”. Rawls nos habla de una situación ideal de imparcialidad que podemos traducir como “posición originaria”. Esta situación es un ideal que nos debe servir de criterio de actuación en el procedimiento a seguir cada vez que no reunamos para negociar modos de convivencia, tanto desde las instituciones políticas como en las asociaciones de ciudadanos diversas o entre 7

pequeños grupos de personas. Dicho ideal es aplicable cuando queremos dotarnos de unos mínimos morales básicos para todos. ¿Cómo definir esta “posición originaria”? Debemos imaginarnos como si estuviéramos en el principio de los tiempos y fuéramos los primeros hombres y mujeres de la historia. En ese caso, sin pasado alguno, ni a nivel colectivo, ni a nivel personal, no tendríamos estatus sociales previos, no habría situaciones de privilegio previas heredadas. Aún más, ni siquiera sabríamos si somos más listos o más guapos que los demás, pues estaríamos en una especie de momento cero de nuestra vida personal. Para ayudar a imaginar esto Rawls propone que pongamos un cierto “velo de ignorancia” sobre la situación real y actual que cada uno tiene en las negociaciones tal como efectivamente se dan. Para establecer por tanto estos mínimos morales básicos equiparables a todos los hombres y mujeres (los fundamentos morales de los derechos humanos) toda persona, en la convivencia con los demás, ha de poner un paréntesis en la tendencia egoísta de aprovecharse de situaciones de ventaja ya sean naturales (mayor fuerza, ingenio, etc) o sociales (extracción social, éxito económico, etc). Hay que recalcar que esta “posición originaria” (y el consiguiente “velo de ignorancia”) es un artificio “mental” que deberíamos aplicar a modo de compromiso moral. A partir ahí, todos actuaríamos, en una diálogo constructivo, asegurándonos mutuamente la libertad básica y la igualdad fundamental de oportunidades para desarrollar, en nuestras vidas personales, todas las singularidades naturales y sociales conciliables con unas libertades y unas igualdades básicas generalizadas.

- La teoría del discurso de Jürgen Habermas: Jürgen Habermas (1929) es un filósofo y sociólogo alemán, perteneciente a una escuela filosófica llamada Escuela de Frankfurt. Ha sido profesor en varias universidades, a destacar la universidad de Frankfurt. Entre sus libros subrayamos, como importante para el tema específico que aquí tratamos, el título “Conciencia moral y acción comunicativa”. La teoría ética de Habermas indaga en el lenguaje y en las situaciones diversas de comunicación entre las personas. Habermas estudia y enuncia una serie de principios y reglas que deben darse en todo diálogo para que pueda desarrollarse y concluir desde un interés moral mutuo. Un diálogo que sigue dichos principios y reglas es un verdadero discurso moral, o simplemente “discurso”, como lo llama, abreviando, Habermas. Por tanto, las normas del “discurso”, tal como las concibe Habermas, son normas éticas a las que debemos comprometernos para tender a una situación ideal de comunicación moral. Resumimos dichas normas en los siguientes puntos: - No se debe excluir del diálogo a ninguna persona que manifieste tener intereses en el problema sobre el que se dialogue. 8

- Una vez en el diálogo todos los interesados tienen igual derecho a la palabra, sin ser coaccionados cuando hablen. - Ha de comprobarse colectivamente que la conclusión o norma moral concreta a la que se llegue después del diálogo sea asumida por todos los afectados. Es decir, que todos los que tengan relación con la norma concreta acepten las consecuencias de estar bajo la misma. Habermas piensa que estas condiciones ideales son importantísimas para construir nuestras sociedades democráticas y plurales desde una fundamentación moral sólida. Reflexionando sobre estas condiciones del discurso podemos comprobar que los valores de la imparcialidad, la libertad y la igualdad, ligados al artificio mental de la posición originaria en la ética de Rawls, también alientan en la comunicación o diálogo ideal de la ética habermasiana del discurso.

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