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LA ARQUEOLOGÍA ENTRE LA. CIENCIA NATURAL Y LA CIENCIA CULTURAL por. José Carlos Bermejo Barrera. Universidade de Santiago de Compostela.
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TESTIMONIOS MUDOS. LA ARQUEOLOGÍA ENTRE LA CIENCIA NATURAL Y LA CIENCIA CULTURAL por José Carlos Bermejo Barrera Universidade de Santiago de Compostela

Solía utilizarse como criterio en los viejos manuales de Historia universal, a la hora de establecer un límite entre la prehistoria y la historia, la presencia o la ausencia de testimonios escritos. Hoy en día este criterio parece ya no estar tan de moda cuando se trata de establecer distinciones tajantes en el ámbito del conocimiento histórico; sin embargo escondía una verdad muy profunda. Y es que el documento escrito esconde en su seno algo mucho más profundo, el lenguaje, con la cual esa vieja distinción lo que venía a señalar era la profunda interconexión existente entre historia y lengua. Cuando Hegel (Hegel, 1927) trataba en sus Lecciones sobre filosofía de la historia universal el problema del comienzo del proceso histórico utilizó también el recurso a la escritura, puesto que la escritura señala la aparición de la autoconciencia, es decir, el primer momento en la historia de la humanidad en el que el hombre adquiere conciencia de sí mismo, estableciendo una distinción tajante entre el reino del ser-en sí y el reino del ser-para sí. La interrelación entre historia y lenguaje posee una doble vertiente: filosófica y metodológica. En el primero de esos aspectos lo que se destaca es que el lenguaje es un componente fundamental de la condición o la naturaleza humana, mientras que en el segundo de ellos lo que se pone de manifiesto es que en la época de Hegel, y también

en

la

actualidad,

los

historiadores

dependen

casi

exclusivamente del documento escrito, hasta el punto de que uno de 1

ellos, Peter Burke (Burke, 2001) acaba de destacar la importancia que el testimonio visual podría tener para el historiador como si se tratase de una gran novedad. El

problema

que

queremos

plantear

a

continuación

es

precisamente éste: ¿Cómo es posible el conocimiento de las realidades humanas sin el conocimiento del lenguaje? Normalmente en

historia

no

suele

darse

el

caso

de

que

desconozcamos

radilcalmente el lenguaje hablado por los seres humanos objetos de nuestro estudio, lo que tampoco suele ocurrir en campos como el de la Arqueología clásica, que fluye siempre en paralelo a los dominios de la Filología clásica y la Historia antigua. Pero sí que es radilcamente cierto en el campo de la Prehistoria, en donde nuestro desconocimiento de los lenguajes hablados es una dura realidad. I Durante siglos la Historia ha sido totalmente dependiente del testimonio escrito; quizás en ello haya influido el que en sus orígenes helénicos el historiador se definiese a sí mismo como un testigo presencial, y es evidente que de poco vale el testimonio de un testigo mudo. Sin embargo, ya también desde la propia Antigüedad clásica los griegos se encontraron con objetos provinientes del pasado a los que era necesario dar alguna interpretación. Recordemos que Aristóteles creía que las murallas de Micenas habían sido obra de los Cíclopes, siguiendo en ello una creencia común; los huesos de animales prehistóricos podían interpretarse como huesos de algún héroe, como es el caso de los huesos de Teseo encontrados en la isla de Esciro (Nilsson, 1986); o bien el descubrimiento de antiguas tumbas podía ser utilizado como testimonio de la existencia de una población anterior, como en el caso de Tucídides, que llega a establecer un paralelismo entre los bárbaros de su época y los griegos de antaño. Esa

presencia

constante

de

huesos,

instrumentos

o

construcciones extrañas ha sido una constante a lo largo de la 2

historia occidental, y ha llevado al desarrollo del coleccionismo de los mismos, un coleccionismo desarrollado totalmente al margen de la historia (Momigliano, 1984; Pomian, 1990). El coleccionista puede llegar a alcanzar un conocimiento notable de las antigüedades, puede clasificarlas y datarlas, pero no espera obtener de ellas ningún tipo de conocimiento profundo acerca del pasado o acerca de la naturaleza humana. El desarrollo de la Arqueología prehistórica a partir del coleccionismo supuso un importante cambio, puesto que a partir de entonces ya no se trata simplemente de clasificar tipológicamente, sino de obtener de los objetos un conocimiento del pasado, tratando de crear una ciencia nueva, quizás independiente de la historia, en cuanto a su método, pero no en cuanto a sus resultados, que supondrían simplemente una ampliación de nuestro conocimiento del pasado. Centrémonos en la cuestión del método y preguntémonos precisamente si existe ese método y qué tipo de conocimiento puede otorgarnos. Lo primero que tendríamos que destacar al hablar de un objeto es su carácter material. También los documentos escritos están compuestos de materia, pero en ella guardan un mensaje, que en principio transciende a la propia materia, entendida espacialmente. Podríamos plantearnos aquí, y ello sería muy pertinente, la vieja distinción entre materia y espíritu como los dos componentes de la naturaleza

humana,

distinción

que

René

Descartes

estableció

claramente como la incompatibilidad de dos sustancias: la res cogitans y la res extensa. Es evidente que hasta ahora los historiadores han estado claramente a favor de la sustancia pensante, destacando las conexiones entre ella y sus conceptos propios, como los de espíritu del pueblo, cultura, estado, organización social.... Únicamente en fechas relativamente recientes autores como Lucien Febvre o Fernand Braudel han intentado destacar los componentes espaciales

del

conocimiento

histórico,

señalando

la

estrecha 3

vinculación existente entre geografía e historia (Braudel, 1985, 1986), e incluso la existencia de lo que el propio Braudel ha llamado la “civilización material”, que no es nada más ni nada menos que el sistema de objetos entre los que se mueven las gentes de una época y una cultura determinadas en el desarrollo de su vida cotidiana. Vamos a centrarnos, pues en el mundo de la materia extensa, en

el

mundo

de

los

objetos,

que

es

lo

único

accesible

al

prehistoriador, y trataremos de ver cuál es su lógica, con el fin de establecer los principios genéricos de la Arqueología entendida como lo que podríamos llamar ciencia natural. Es evidente que los seres humanos poseemos un cuerpo, o quizás no somos nada más que nuestro cuerpo. Debemos partir pues de la evidencia del cuerpo a la hora de establecer un principio epistemológico que nos permita construir esta ciencia. Algunos filósofos, como M. Merleau-Ponty (Merleau-Ponty, 19943) han tratado de reconstruir la filosofía sobre esta base, y es a ellos a los que en principio deberíamos seguir, como han hecho recientemente algunos teóricos de la Arqueología, con mayor o menor éxito (Holtorf y Karlsson, eds., 2000). El hombre tiene un cuerpo –o más bien es un cuerpo– y ese cuerpo no es algo aislado sino que está en correlación constante con un medio físico, del que obtiene los elementos fundamentales para su subsistencia (aire, alimentos, vestidos...). En ese sentido su relación con el medio no es diferente de la de las demás especies animales. El hombre debe buscar un equilibrio con su medio, un equilibrio ecológico, y por esa razón la Ecología puede servir como la primera base sobre la que construir esta ciencia. Es esta una perspectiva evidente para un prehistoriador, y también ha sido desarrollada recientemente por parte de los propios historiadores, que han analizado así la historia de Occidente (Diamond, 1998), o la historia de una cultura concreta, como la de la Grecia Antigua (Sallares, 1990). La perspectiva ecológica no se basa únicamente en el estudio 4

de los artefactos, sino en el estudio del medio geográfico y de todo elemento que pueda permitirnos reconstruir la relación entre éste y los seres humanos, como pueden ser los elementos que permiten el desarrollo de la paleoclimatología, el estudio de la vegetación y la fauna, o el propio análisis del paisaje. De acuerdo con esta perspectiva la Arqueología prehistórica podría ser denominada ciencia de la ecología humana, y ser por lo tanto una parte de la Biología, que podría estar en estrecha conexión con la Antropología física, a la que correspondería definir al ser humano

como

especie

animal.

Dicha

perspectiva

supondría

minimizar, o por lo menos contemplar bajo una óptica totalmente diferente, las dimensiones tecnológica y social de los seres humanos, que serían únicamente estudiadas como mecanismos de adaptación al medio, desarrollados en lo que podríamos llamar una escala ampliada. No cabe duda alguna de que esta persepctiva posee un gran interés, pero presupone dejar considerablemente de lado lo que hasta ahora se venía considerando como la materia prima con la que trabajan los arqueólogos: los objetos de todo tipo, incluyendo entre ellos las construcciones, que constituyen las evidencias que definen las llamadas culturas de la prehistoria. La mayor parte de estos objetos tuvieron en el pasado alguna función eminentemente práctica: instrumentos de trabajo o de guerra,

utensilios

de

cocina...

Por

ello

otra

definición

de

la

Arqueología que hasta ahora ha sido predominante ha sido la de la Arqueología como ciencia de la tecnología del pasado. En este sentido, el prehistoriador es un paleo-ingeniero, que analizaría los procesos de la producción de bienes, en sentido muy amplio. Para ello nuestro arqueólogo debe partir ya no de una definición ecológica de la especie humana, sino de una definición nueva, en la que el ser humano pasa a ser definido como trabajador. En este sentido, una definición más bien vulgar del materialismo histórico podría ser de 5

gran utilidad para este tipo de arqueólogo. Su objeto de estudio sería el desarrollo de las fuerzas productivas, en definitiva de las tecnologías en sí mismas, dejando en gran parte a un lado el problema de las relaciones sociales de producción, que en principio se le escapan, en tanto que su estudio presupone sumergirse en el estudio de la estructura social. Por decirlo en términos de lpropio Karl Marx: el prehistoriador sería más bien experto en el estudio del valor de uso de los bienes, pero le sería casi inaccesible el valor de cambio, que es precisamente el que establece la naturaleza económica y por lo tanto social de los bienes, como dejó claro Marx en el Capital (Marx, 1946). No obstante, algunas versiones del marxismo, como la desarrollada por Cohen (Cohen, 1986) a nivel general, o por V. Gordon Childe (Gordon Childe, 1981) en el propio campo de la Prehistoria, podrían servir como base teórica para este tipo de prehistoriador paleo-tecnólogo. Más allá de la ecología y de la tecnología nos encontramos con los objetos en sí mismos, que podrían ser estudiados bajo una nueva perspectiva, común a historiadores y arqueólogos. Y es elhecho de que los objetos trascienden su función meramente tecnológica. Habíamos dicho que el ser humano tiene un cuerpo. Ese cuerpo está en el mundo, en el mundo físico, en un incesante intercambio con él. El mundo físico es un mundo extenso en el que el ser humano convive con otros seres y en el que se mueve constantemente entre objetos. Ese mundo físico constituye lo que podríamos llamar, siguiendo a Edmund Husserl, el Lenbenswelt, el mundo de la vida, de la experiencia inmediata, a partir del cual se desarrolla toda nuestra vida emotiva, intelectual y social (Husserl, 1991). La Arqueología, más allá de la Ecología y de la tecnología, podría definirse como ciencia del mundo de la vida, del entorno material en el que los seres humanos desarrollan sus actividades. Ese mundo de la vida posee un componente material y sensorial, un componente emotivo y social y un componente intelectual. La Arqueología sería la 6

ciencia de lo sensorial del mundo de la vida. Su función sería la de describir el mundo en el que vivimos bajo este aspecto. En ese mundo estamos en contacto con los elementos y ese contacto con los elementos posee una lógica propia,que Gaston Bachelard (Bachelard, 1958, 1973, 1978, 1994) intentó desarrolar partiendo de la fuentes escritas. Esa lógica de la materia, o dicho de otro modo, esa lógica de las propiedades sensibles, tan del gusto de C. Lévi-Strauss (Lévi-Strauss, 1964), sería una de las labores que tendría que desarrollar el arqueológo. Pero dicha labor no se quedaría en los elementos (agua, fuego, aire, tierra), sino que abarcaría el sistema de los objetos que definen la vida cotidiana: los instrumentos de cocina, los vestidos, el mobiliario y la decoración, la casa, etc. La estructura básica del mundo de la vida, que también podría ser definida como el conjunto de los existenciarios de M. Heidegger (Heidegger, 1951), sería el tema fundamental de la Arqueología entendida como ciencia de los objetos, ciencia que debería buscar sus bases filosóficas en los autores que hemos citado y que, en principio, podría definirse como un punto arquimédico entre la ciencia natural, la Biología y la tecnología, y la ciencia de la cultura. En este sentido la Arqueología podría reivindicar, luego veremos hasta qué punto, su independencia de la Historia. La Arqueología requeriría un proceso de descolonización de su antigua potencia hegemónica. Aspiraría a liberarse de las abstracciones de la Historia: el estado, la nación, el espíritu..., e intentaría asentarse en un mundo propio: el mundo de lo material, el mundo de los objetos, que constituirían el nivel básico de nuestra vida cotidiana, de nuestro mundo de la vida. II Hemos delimitado nuestro campo de estudio. Ahora nos corresponde

intentar

descubrir

su

lógica

interna.

Tenemos

al

arqueólogo instalado en su propio campo, pero ¿cómo actúa dentro de él?, o dicho en otros términos: ¿cuál es su modo de razonar?

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Si tuviésemos que buscar la herramientas fundamental de la mente arqueológica creo que sin duda alguna nos encontraríamos con la analogía. La analogía es su forma básica de razonar. El arqueólogo, y sobre todo el prehistoriador, se encuentra con objetos extraños, tan extraños que durante mucho tiempo se les atribuyó un origen sobrenatural (piénsese en las famosas “piedras de rayo”). Lo que tiene que lograr es reducir lo extraño a lo familiar y aclarar la función de esos objetos dentro del mundo de la vida. Para ello dispone de una evidencia inmediata: su propio mundo de la vida, su entorno físico, en el que objetos similares cumplen más o menos las mismas funciones. Partiendo de ese mundo puede ir retrocediendo en el tiempo, de las sociedades industriales a las preindustriales más próximas, para poder establecer así una cadena que le permita llegar hasta el pasado. En muchas ocasiones tendrá que comenzar por mirar a su propio entorno y tratar de ver cómo funciona o funcionaba en él ese mundo de la producción tradicional –no industrial– y de la vida cotidiana: vivienda, preparación de alimentos... Es lo que hicieron en su momento los enciclopedistas cuando recurrieron a artesanos para ver cómo eran sus máquinas y sus técnicas, sobre las que se asentaba,

en

definitiva,

la

cultura

de

la

Ilustración.

Los

enciclopedistas descubrieron (y la Encyclopedie es sin duda un monumento dedicado a la técnica preindustrial) que la cultura europea del siglo XVIII tenía unos protagonistas secretos: los artesanos, cuyo papel muchas veces había sido ensalzado por los filósofos, como Platón (Vidal-Naquet, 1981), haciendo de Dios un gran demiurgo –como en el siglo XVIII hacían los masones con su dios albañil-, a nivel especulativo, pero uniendo esa alabanza al desprecio de los artesanos reales. El mundo de las técnicas y el mundo de la materia en el que vivimos es un mundo complejo, posee la estructura de un sistema. Unos elementos se encadenan con otros. La fabricación de un 8

producto depende mucha veces de otros productos ya fabricados. Por ello al arqueólogo no sólo le corresponde describir los objetos y clasificarlos

(eso

también

lo

hacían

los

coleccionistas),

sino

básicamente describir la cadena de la producción en todos sus niveles y ver cómo esa cadena engendra una determinada civilización material, un mundo de objetos en el que desarrollamos nuestras vidas. En este análisis se va a desarrollar una tensión constante entre el presente y el pasado, entre lo próximo y lo lejano, entre lo familiar y lo desconocido, y el instrumento sobre el que descansa esa tensión será, como ya señalamos, el razonamiento por analogía. El razonamiento por analogía plantea numerosos problemas, puesto que no es el modelo básico del pensamiento científico, que precisamente debe tratar de evitar la analogía, la semejanza: en suma, la metáfora. La analogía puede ser muy peligrosa porque es necesario establecer sus instrucciones de uso, sus reglas, con el fin de no desviarnos del seguro camino de la ciencia, según la metáfora de la que tanto gustaba Kant. La ciencia intenta establecer relaciones entre los fenómenos de la observación; la analogía también. Lo que ocurre es que la ciencia intenta crear un lenguaje, el lenguaje matemático, que saque a la luz las correlaciones y que evite las ambigüedades, la multiplicidad de sentidos, en definitiva la analogía. El arqueólogo intenta desarrollar un método científico, pero se encuentra con dos dificultades. En primer

lugar

carece

de

un

lenguaje

bien

construido

–sin

ambigüedades– como el lenguaje matemático, y en segundo lugar se mueve exclusivamente en el mundo de las propiedades sensibles. También el físico trata de las propiedades sensibles, es cierto, pero es que las que el estudia el arqueólogo poseen un componente vivencial inmediato, que sin duda está ausente en la física. El arqueólogo debe aspirar a describir el estar en el mundo de los seres humanos, utilizando la expresión heideggeriana, y en ese estar en el mundo existe un componente vivencial que no puede ser reducido a ninguna 9

expresión

matemática.

Dicho

componente

vivencial

lo

percibe,

además, al margen del lenguaje, que desconoce en el caso de la prehistoria, con lo cual tendríamos que asentarnos en otro mundo, el del pensamiento prepredicativo, es decir, anterior al lenguaje (habría que señalar aquí que no debe entenderse “anterior” en sentido evolutivo). Este pensamiento es reivindicado por Husserl y Heidegger, y también parcialmente descrito por Lévi-Strauss al concebir el mito como metalenguaje (y por lo tanto independiente de los sistemas lingüísticos) y por E. Cassirer (Cassirer, 1945, 1975), al definir el hombre como un animal simbólico, siendo los símbolos también anteriores al propio lenguaje articulado, como también ha señalado Gilbert Durand (Durand, 1989). El mundo de lo prepredicativo es muy mal conocido en la filosofía europea, que siempre ha definido al ser humano como animal racional, o también, como señalaba el propio Aristóteles, como el “animal que posee el logos”, es decir, el lenguaje. También la Psicología, entendida durante mucho tiempo como ciencia de la conciencia, humano,

ha

establecido

conciencia

y

una

lenguaje.

vinculación Pero

excesiva

desde

el

entre

ser

desarrollo

del

psicoanálisis de Freud y el descubrimiento del inconsciente, como ha destacado

McIntyre

(McIntyre,

1958),

y

últimamente

con

el

desarrollo de las neurociencias (Damasio, 2001; Searle, 2000; Campbell, 1994; Gardner, 1987; Cairns-Smith, 2000) se pone de manifiesto que el pensamiento no puede reducirse a lenguaje, ya que existen formas de pensar entre los animales (McIntyre, 2001), y el propio pensamiento, en definitiva, no es más que un desarrollo de los esquemas sensoriomotrices (Piaget y García, 1982). La Arqueología entendida como ciencia de las propiedades sensibles, como descripción del mundo de la vida, podría desempeñar en esta perspectiva un papel fundamental para el conocimiento de la vida

humana,

estando

íntimamemente

vinculada

a

otros

conocimientos como la ecología, la tecnología, la antropología e 10

incluso las neurociencias y la propia filosofía, que tendrá mucho que aprender de ella en tanto que ciencia de lo concreto, del mundo inmediato,

que los filósofos han

intentado describir

desde

el

desarrollo del existencialismo y de las filosofías de la vida. Ahora

bien

¿sería

en

este

caso

una

ciencia

natural?

Parcialmente sí, en tanto que se entroncase con la Biología y las neurociencias, por ejemplo, pero también habría que decir que parcialmente

no,

en

tanto

que

su

instrumento

cognoscitivo

fundamental sería la analogía y en tanto que se asienta en la experiencia inmediata, en la experiencia sensorial y emotiva de la materia. La Arqueología,paradójicamente tendría un clarísimo puente de unión con la filosofía, o por lo menos con un tipo de filosofía, la que trata de captar la experiencia de la vida en un terreno previo a las ciencias naturales, pero no inferior a ellas, puesto que sería, al fin y al cabo, aquel en que esas ciencias se asientan: Hablamos de la filosofía de Husserl, Heidegger, Dilthey u Ortega y Gasset, y no de otro tipo de filosofía, como la analítica. Ahora bien, si ese es el terreno en el que se debe asentar, ¿cómo

habría

que

plantearse

su

relación

con

otro

tipo

de

conocimiento de larga tradición? ¿Cómo habría que plantearse su relación con la Historia? III El problema de las relaciones entre la Arqueología y la Historia ha hecho correr ríos de tinta. En ese debate, como en todos los debates apasionados y complejos, se interfieren diferentes niveles, por lo que nuestra primera labor debería ser establecer algunas distinciones básicas, delimitando claramente lo que es el nivel metodológico, el nivel de las ideas generales sobre las que se asienta el discurso de ambas disciplinas, y el nivel epistemológico. Metodológicamente

la

Historia

y

la

Arqueología

se

diferenciarían, como hemos dicho, por el tipo de materiales con los que trabajan: la Historia básicamente con los documentos escritos y 11

la Arqueología con los objetos materiales en los que no hay grabado ningún tipo de escritura. Hay casos, como el de la Arqueología clásica, en los que puede utilizarse ambos tipos de documentos. Lo que ocurre es que en ellos se suele establecer la primacía de uno sobre

el

otro,

dependiendo

en

ocasiones

simplemente

de

la

especialización del estudioso, privilegiando así lo escrito sobre lo material o viceversa. En realidad tendríamos que decir que, pese a la primacía de lo escrito, que nos suele dar una información mucho más rica, el documento

arqueológico

no

puede

reducirse

ni

subordinarse

totalmente al documento escrito, ya que nos da acceso a una realidad espcífica, la de la civilización material, que para ser comprendida ha de experimentarse sensorialmente, y que no puede ser reducida del todo a una expresión lingüística. Nosotros percibimos el espacio con nuestros sentidos (Bollnow, 1969) y esa percepción posee una naturaleza específica, estando directamente unida a ella la percepción de la materia, en nuestro mundo contemporáneo y en el pasado. El lenguaje puede intentar describirnos esa percepción, pero para que nos sea comprensible debemos recurrir a la analogía a partir de nuestra percepción inmediata. En este sentido, son los documentos arqueológicos y los monumentos los que nos pueden dar acceso a esa realidad, por lo que el testimonio escrito nunca logrará domesticarlos. Establecer la omnipotencia del testimonio escrito sería en el caso de la Arqueología clásica una muestra infantil de imperialismo metodológico, y llevaría a negar la identidad de otras partes de la Historia, como la Prehistoria, en la que el recurso al documento escrito es simplemente imposible. Ahora bien, tras ese imperialismo infantil se esconde algo más profundo, como son las ideas o concepciones globales sobre las que se basa la Historia, que explican lo arraigado de ese prejuicio. La primera

de

ellas

consiste

en

creeer

que

la

Historia

estudia

básicamente el tiempo, el devenir, el cambio, siendo el hombre un 12

ser temporal, más que espacial, espiritual más que material. La Historia sería una ciencia del sentido interno, utilizando la expresión kantiana, mientras que las ciencias del sentido externo, de lo espacial, serían las ciencias naturales, comenzando por la Física. El cambio se da en el tiempo; si privilegiamos el cambio, la civilización material nos planteará un problema, puesto que hasta el siglo XIX fue muy reacia al propio cambio, forma parte de lo que Braudel llamaba, sin duda alguna, la larga duración. Piensése en la gran continuidad de muchos elementos de.la vida campesina, desde el Neolítico a la Revolución industrial. Lo material, como la porpia materia, parece inerte, y por ello no es muy del gusto de los historiadores, aparte de por la vinculación de muchos de ellos, hasta bien entrado el siglo XIX, con los elementos llamados espirituales de la vida humana, como la nación, el estado, la cultura, etc. Este carácter privilegiado de lo espiritual y del tiempo ha estado directamente vinculado al hecho de que la Historia ha sido definida básicamente

como

narración.

El

papel

privilegiado

que

los

historiadores le han concedido al tiempo se ha debido a que el tiempo es un componente fundamental del relato, como ha señalado Paul Ricœur (Ricœur, 1983-1985).En realidad, los historiadores han confundido muchas veces el tiempo del relato con el tiempo social, e incluso con el tiempo del mundo físico, por creer que su discurso era una expresión perfecta de la realidad, y no –como en realidad es- una aproximación parcial y tentativa de ella. No hay ningún relato inocente. Todos los relatos poseen un sentido, y para desarrollarlo los historiadores han creado un instrumento

fundamental

acontecimiento.

El

de

su

acontecimiento

trabajo: ha

sido

la

noción

definido

por

de los

historiadores como el átomo o el ladrillo a partir del cual se construye la historia. Para ellos, el acontecimiento es sólido, posee realidad, es determinable en el espacio y en el tiempo, y dado que además lo

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atestigua uno o varios documentos, es la base sólida y perdurable del conocimiento histórico. No hay duda que lo fáctico posee un carácter brutal. Un acontecimiento, una catástrofe, por ejemplo, es puntual, pero contundente. Lo que ocurre en ella en un instante puede condicionar seriamente el futuro.Y sin duda existen acontecimientos que han sido, son y serán decisivos.Pero el acontecimiento también es una creación del

relato.

Cada

historiador

crea

un

determinado

tipo

de

acontecimientos: el historiador político los acontecimientos políticos, el

de

la

economía

los

acontecimientos

económicos,

y

así

sucesivamente. En esa creación de acontecimientos es fundamental la selección del tipo de documentos con los que se trabaja, basada en una operación de exclusión. Hay documentos pertinentes y otros que no lo son para el estudio de un tema, es cierto. Pero también lo es que hay documentos que se excluyen del campo de interés del historiador simplemente porque no encajan en sus concepciones de lo histórico. Piénsese en la ausencia de lo económico y social en el historicismo alemán, en la ausencia de las mujeres en la historia hasta fecha reciente... Naturalmente esta visión de la historia como relato basado en el acontecimiento dificulta el estudio de documento no escrito y de la civilización material, en cuya historia hay pocos acontecimientos decisivos por haber en ella una gran continuidad, en la que más que contar relatos se describen sistemas, y en la que no suelen estar presentes otros de los ídolos de la tribu de los historiadores, utilizando la expresión baconiana: los grandes personajes. Un relato requiere un protagonista, o varios. Los historiadores han seleccionado sus protagonistas a lo largo del tiempo y además les han dado, casi siempre, un componente heroico –no en vano la Historia nace a partir de la epopeya -, ya sea el héroe un guerrero o un rey, un lider sindical o las protagonistas de la lucha por la liberación de la mujer. En Arqueología prehistórica no hay grandes 14

personajes protagonistas de ningún relato. Existieron sin duda individuos, pero desconocemos sus nombres, porqus desconocemos su lengua, y esa ausencia de nombres propios es sin duda algo que caracteriza fuertemente a la Arqueología prehistórica. Pero es que además los objetos materiales que el prehistoriador estudia sólo nos dan acceso a otro tipo de mundo: el de las relaciones con el medio, el de las técnicas y el de la sensación y la imaginación de la materia, en el que los nombres propios no son sin duda importantes. La Arqueología prehistórica no sólo es ciencia de lo colectivo (también la historia lo es), sino de lo anónimo. Y lo anónimo es el gran enemigo del historiador, que siempre trata de establecer la diferencia: entre naciones, culturas, pueblos o individuos. Si la Arqueología es el saber de lo anónimo, de lo continuo, si en ella no hay historia que contar, en el sentido tradicional, es lógico que en principio parezca incompatible con la Historia. La Arqueología es además un saber de lo concreto, de lo sensorial, que se enraiza en el cuerpo. En ese sentido tampoco es del agrado de muchos historiadores que quieren poner su saber al servicio de una idea, como la nación o la clase social, que se desarrolla a partir del dominio del cuerpo, a través del trabajo, la disciplina militar o el control de los diferentes aspectos de la vida por medio de las regulaciones sociales. O lo que es lo mismo, mediante la adscripción del individuo a un grupo y a una idea. Vemos pues que la querella entre historiadores y arqueólogos va mucho más allá de una mera disputa entre colegas universitarios de

distintos

departamentos.

Esconde,

en

cierto

modo,

una

incompatiblidad de fondo, puesto que la Arqueología choca con algunas de las ideas generales, de los presupuestos sobre los que se asienta la Historia. Ahora bien, esto no quiere decir que la Arqueología puede ser contemplada como una alternativa a la Historia, ni que consiga superarla. Cada una de las disciplinas posee un terreno propio, y eso por dos razones. En primer lugar porque la 15

Arqueología posee unos límites claros más allá de los cuales no puede avanzar, y porque la Historia –entendida como narración y no como ciencia– es inseparable de la existencia de las sociedades humanas, que siempre han contado historias –mitos por ejemplo– para construir su pasado. Pero no se trata sólo de una cuestión de límites sino también de algo más profundo, y es que la Arqueología puede asentar uno de sus pies en un conjunto de ciencias naturales, que ya hemos mencionado, pero por otra parte tampoco puede dejar de definirse como una ciencia cultural, con lo que tendríamos que entrar en el tercer nivel de la distinción, que es el nivel epistemológico. Desde el nacimiento de la ciencia moderna con Galileo, y sobre todo con I. Newton, la socieda europea comenzó a considerar que existía un nuevo tipo de conocimiento totalmente seguro que era capaz de superar las constantes disputas entre escuelas que venían caracterizando a la historia de la filosofía. Los éxitos logrados en el terreno de la Física, en la que el descubrimiento de la ley de la gravitación habría permitido desentrañar el mecanismo que regía el funcionamiento del universo, hicieron abrigar la esperanza de que algo así podría también ocurrir en el caso de la conducta humana, pudiéndose establecer una auténtica ciencia del hombre, cuyo primer exponente habría sido la obra de David Hume (Hume, 1981). Iniciado el siglo XIX esa ciencia del hombre o antropología fue desarrollada en una doble dirección; por un lado por el historicismo alemán, y por otro lado por parte de A. Comte y su nueva ciencia de la física social (Comte, 1975). Los historicistas entendieron que la ciencia del hombre era una ciencia de lo singular, basada en las nociones de acontecimiento y nombre propio –o lo que es lo mismo, de los grandes personajes-, por lo que incurrieron en una especie de contradicción al intentar equiparar las ciencias, basadas en leyes de validez universal, con la descripción de acontecimientos irreptibles en el tiempo. Comte, por su parte, como buen conocedor que era de las 16

ciencias naturales de su tiempo, intentó desarrollar la física social como un saber basado en una única ley de validez universal ,equivalente a la ley de la gravitación, la ley de los tres estadios, que explicaría el devenir histórico sin necesidad de recurrir a los grandes personajes, y destacando, frente a los acontecimientos irrepetibles, las grandes tendencias. En la línea de Comte también Karl Marx pretendió haber descubierto la ley fundamental de la historia, al igual que habrían hecho Newton en el campo del mundo físico y Darwin en el terreno de la vida, como señaló el propio F.Engels en el funeral de Marx. Sin embargo hoy parece más o menos claro que esas leyesde validez universal no son tales y que no existe una ciencia general del hombre equiparable a la Física o a la Biología. Por esa razón en la segunda mitad del siglo XIX una serie de filósofos prentendieron fundamentar teóricamente el conocimiento histórico, al igual que había hecho Kant con la física de Newton en su Crítica de la Razón Pura, desarrollando para ello un conjunto de teorías que destacaban la singularidad de lo que se podría llamar las ciencias de la cultura, y que en esos momentos fueron designadas como Geistswissenschaften, o bien como ciencias ideográficas o culturales, según los diferentes autores. Varios filósofos señalaron un hecho incontrovertible, y es que en el estudio del ser humano no podemos prescindir de la conciencia y de su correlato, el lenguaje. El hombre puede ser una frágil caña, como decía B. Pascal, pero eso sí, es una caña pensante, una caña que además de serlo sabe que lo es. Por ello W. Dilthey, en primer lugar (Dilthey, 1956; ver tambien Owensby, 1994) insistió en que frente a la explicación, caracterísitica de las ciencias naturales, en este otro campo, el de las ciencias del espíritu, ha de predominar la comprensión. Es decir, que lo fáctico debe ser entendido añadiéndole una dimensión cognoscitiva. El ser humano posee un ser, es cierto, pero también una conciencia, y esa conciencia, que es inseparable de 17

ese ser, hace que deba ser conocido de una forma específica, en la cual sería fundamental el lenguaje. En este mismo sentido insistió Heinrich Rickert (Rickert, 1921) al destacar que las ciencias históricas no son capaces de formular conceptos de validez universal y que su universalidad debe buscarse en su entronque en el reino de los valores que definen cada cultura y que, por otra parte, definen a la sociedad humana en general. También en este sentido insistirá Max Weber en el desarrollo de su sociología comprensiva, que trata de aunar explicación y comprensión y que de nuevo destaca (Weber, 1944; Ringer, 1997) el hecho de que es imposible entender la conducta humana a partir de leyes naturales. Para lograrlo será necesario añadir la dimensión cognoscitiva, que puede plasmarse en el uso de conceptos o de símbolos. Todo este conjunto de autores que fueron desarrollando la teoría del Verstehen (O´Heary,ed., 1996) destacan un punto clave para nuestra argumentación. Y es que hay una diferencia básica entre la

ciencia

natural

y

la

ciencia

cultural,

y

la

Historia

queda

perfectamente acotada en el terreno de la ciencia cultural. La Historia no puede aspirar a ser una ciencia exacta, ni una ciencia con capacidad de predicción, sino que más bien sería una ciencia incierta, utilizando la expresión de Bruce Mazlish (Mazlish, 1998), y estaría muy estrechamente vinculada al mundo de la conciencia y el lenguaje. Esta vinculación con el lenguaje va a ser la clave de la teoría hermeneútica de la Historia, desarrollada por Hans-Georg Gadamer (Gadamer, 1993), quien considera el conocimiento histórico inseparable de la idea de tradición textual. El historiador vive en una tradición cultural, definida por un corpus de textos, y el conocimiento histórico se hace posible en tanto que se inscribe en una lengua, que es a su vez una concepción del mundo, como señaló L. Wittgenstein (Wittgenstein, 1988). De acuerdo con estos plantemientos, aspirar al conocimiento del pasado al margen del lenguaje y la tradición textual sería un 18

contrasentido, y en ese sentido nuestra Arqueología resultaría un poco malparada. Es cierto que estos autores tienen razón en gran parte. Por ello la Arqueología no puede prescindir de sus aportaciones y debe asumir que el hombre sí es “el animal que tiene logos”, como decía Aristóteles, y que es un animal simbólico. Antes habíamos dicho que el modo básico de razonamiento del arqueólogo es la analogía. En él no sólo lleva a cabo razonamientos analógicos sobre la tecnología, sino también sobre el significado, sobre los símbolos y su sentido, por lo que el arqueólogo no puede prescindir del conocimiento de la cultura, o mejor dicho, de un conjunto de culturas a partir de las cuales ha de desarrollar sus comparaciones, ya sean éstas culturas del pasado o culturas del presente, tal y como son observadas y analizadas por los antropólogos. El arqueólogo compara sistemáticamente partiendo de su conocimiento de las culturas que cree semejantes a la cultura que estudia, y en ese sentido cuanto mejor conozca esas culturas más podrá refinar los matices de su comparación. Pero en ese propio conocimiento puede anidar una trampa, y es que mediante un número de comparaciones abusivas el arqueólogo simplemente proyecte en el pasado los datos de una cultura que ya conoce bien, por el testimonio etnográfico o por las fuentes escritas. En ese caso, la cultura que estudia pierde su especificidad. En ese sentido, tendrá que saber mantener un inestable equilibrio para el que es muy difícil establecer un conjunto de normas orientativas. La comparación es pues su modo básico de razonamiento, y esa comparación se realiza a partir de la Antropología y la Historia; pero el arqueólogo no debe quedarse en ella. La Arqueología no es únicamente Antropología retrospectiva ni Historia comparada. La Arqueología también posee un terreno propio, que es el estudio de la civilización material, ligado al estudio del mundo de la vida y del pensamiento prepredicativo, en los que también puede establecer un 19

nexo de unión con las ciencias naturales. Desarrollar ese campo de estudio es una labor dificil, y una labor por hacer. El arqueólogo, como el historiador, tiene su propia lista de pecados capitales. El más grave de ellos, además de la comparación desproporcionada, es el anticuarismo, el coleccionismo erudito. O lo que es lo mismo, caer en la mera catalogación y clasificación de objetos como fin último (en lo que caen muchos arqueólogos). La catalogación es necesaria, pero es sólo un instrumento. No podemos quedarnos reducidos a ella. La labor del arqueólogo, si quiere lograr una identidad propia, ha de ser la reconstrucción de ese mundo específico que acabamos de citar, una labor que básicamente está por hacer. En ella ha de estar en una tensión constante entre la ciencia cultural (Historia y Antropología ) y la ciencia natural (neurociencia, tecnología, Ecología) debiendo lograr, al igual que en el caso de la analogía, un muy difícil equilibrio. Reducir la Arqueología a una ciencia natural es un sinsentido. El arqueologo no estudia primates, por lo menos a partir de un determinado momento de la Prehistoria, sino seres humanos, con nuestro mismo código genético y nuestra misma capcidad cerebral, y esos seres objeto de su estudio se caracterizan por el desarrollo de los lóbulos frontales de su cerebro, que les permite desarrollar habilidades como la música y el lenguaje, y por poseer una conciencia autobiográfica, como señala A. Damasio. La Arqueología no puede quedar así reducida al ámbito de la Biología o la Medicina, sino que evidentemente va mucho más allá, aunque no pueda prescindir de los logros de esas ciencias. Pero,

el

hecho

de

que

el

arqueólogo

–sobre

todo

el

prehistoriador– deba ir más allá de las ciencias naturales tampoco le debe llevar a dejarse colonizar por la Historia, cuyos conceptos básicos, como hemos visto, se diferencian claramente de los de la Arqueología prehistórica. No tiene ningún sentido aplicar sin más a la Arqueología prehistórica modelos lingüísticos o hermeneúticos, como han hecho algunos autores, nada más que por analogía. Si de lo que 20

se trata es de buscar algún filósofo que citar, porque ello se considera de buen tono en ciertos ambientes, deberíamos ir a los filósofos que hemos señalado, pues ellos, aun partiendo de que el ser humano se define por el lenguaje, han sido consciente de que hay pensamiento más allá del lenguaje, de que el ser humano está inserto en el mundo a través de cuerpo y del espacio, y de que si queremos comprenderlo hemos de explorar esa realidad, que es prelingüística, aunque en segunda instancia también puede ser formulada en el lenguaje. En este sentido, el llamado “giro lingüístico”, preconizado por R. Rorty (Rorty, 1989) y por los postmodernos en general, tiene poco interés

para

la

Arqueología,

ya

que

niega

la

existencia

del

pensamiento más allá del lenguaje y establece el predominio absoluto de la lingüística y de la teoría de la literatura como ciencias a partir de las cuales ha de construirse el estudio de todas las ciencias de la sociedad –si es que se pudiese seguir hablando de ellas– y de la cultura. Frente al postmodernismo, y aun siendo conscientes de que no existe un método científico, como quedó claro a partir de Paul Feyerabend (Feyerabend, 1981) y suele hoy reconocerse casi por unanimidad, como señala J. Echevarría (Echevarría, 1995), lo que está claro es que, si bien no hay ciencia, si hay ciencias que nos aportan una rica mina de conocimientos diversos, que a veces es muy difícil integrar, pero que nos dan una visión parcial, fragmentaría y provisional de la realidad (la única de que podemos disponer como seres contingentes e históricos). De los conocimientos de esas ciencias es de donde debe partir el arqueólogo, al igual que el historiador. Ambos deberán considerarlos como tales, y no como meras ficciones verbales, aunque se expresen verbalmente. Partiendo de ese amplio conjunto de conocimientos, derivados por un lado de la ciencia natural, y por otro de las ciencias de la cultura, el arqueólogo ha de intentar hallar su propio terreno para describir y analizar ese campo que repetidas veces hemos señalado. 21

Al hacerlo así contribuirá, sin duda alguna, a un enriquecimiento de nuestro conocimiento del pasado así como de la propia condición humana en general. Su saber ha de reivindicar un carácter específico, pero en modo alguno cerrado. La Arqueología comparte con un conjunto de ciencias naturales su interés por el estudio de la naturaleza humana, entendida en sentido físico y no simbólico. Con la Historia posee fundamentalmente un punto en común: ambas aspiran a lograr un conocimiento del pasado, y más concretamente del pasado humano, pero sus perspectivas son complementarias. La Arqueología

describe

el

mundo

de

lo

material

culturalmente

codificado. La Historia describe el mundo del lenguaje, de la sociedad, cuya existencia sin ese lenguaje no es posible, y de los sistemas de comunicación social, entendiendo que, como señala J. Habermas (Habermas, 1999), la acción social es una acción comunicativa. Se trata de una misma realidad, pero que no puede ser agotada con un único punto de vista. Por ello Historia y Arqueología –al igual que Arqueología

y

ciencia

natural–

están

en

una

relación

de

complementareidad. Lo que una describe no lo puede describir la otra en su totalidad. Es en esa tensión constante entre dos mundos en donde reside la grandeza de la Arqueología. BIBLIOGRAFÍA Bachelard, Gaston, 1958, El aire y los sueños, México, FCE (París, 1950). Bachelard, Gaston, 1973, Psicoanálisis del fuego, Buenos Aires, Schapire Editor. Bachelard, Gaston, 1978, El agua y los sueños, México, FCE (París, 1942). Bachelard, Gaston, 1994, La tierra y los ensueños de la voluntad, México, FCE (París, 1947). Bollnow, Otto Friedrich, 1969, Hombre y espacio, Barcelona, Labor.

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